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ArribaAbajoDe «SMITH Y RAMÍREZ, S.A.»


APIGUAYTAY

La primera vez que Jorge oyó nombrar Apiguaytay fue en el quinto año de bachiller, clase de Geografía e Historia de América. Apiguaytay, ciudad importante del altiplano. Jorge sintió una desazón abierta y se quedó mirando al mapa largo rato. Apiguaytay, cómo sería. Londres, París o Roma sí que se las suponía: tranvías, metro, museos, muchas iglesias, árboles por las calles cuidadosamente alineados, museos, un río grande, aburridísimos museos. Pero Apiguaytay sería distinto. Le gustaba ya. Sabía que él se encontraría a gusto en Apiguaytay, y que seguramente su río era caudal, y con alamedas, y barcos, una sombra alegre bordeándole. Lo estaba viendo ya, sí, no era como otras veces. Jorge leía en su Manual de Geografía humana y descripción de las bellezas del mundo (Barcelona, 1939): Amsterdam, y se le venía a los ojos un puerto grande, luz de plata y un clamor de tulipanes. Leía Argentina, y se le presentaban leguas y leguas de lisura, un resplandor ilimitándolas. Tropezaba con Roma, y acudía a su conjuro una palmera con sol, una suavidad verde y rosa, y una escalera enorme llena de claveles, y un delirio de campanas. Y decía Apiguaytay, y se notaba súbitamente tranquilo y en su casa, un mimo caliente naciéndole de las ingles y de las axilas, desceñida la ropa, despoblándose el alma de todo, y ya lejos, allí, bien: un camino que sube una cuestecita, una casa encalada, un surtidor en el jardín. Apiguaytay, qué bien sonaba. Mirando el mapa, dentro del pequeñísimo redondel, Jorge se veía andando por las calles,   —55→   indios con ponchos de colores, y el callado trotecillo de las llamas, una quena en el aire. Y casi un «¡Hola, muchacho!, dónde andas», que le hacía apartar la cabeza del mapa, vaga pesadumbre, otra vez Lisboa, Buenos Aires, Nueva York, Varsovia, Bombay, Constantinopla. Nada comparable. Apiguaytay, Apiguaytay. Obsesión, sueño, delirio casi, renaciente acoso del calor de su clima, mientras los compañeros del curso, desgraciados, no podían salir del invierno europeo, clases de Geografía e Historia de América, mocos colgando y sabañones en las orejas, y las manos moradas del vecino de banco, y Jorge con Apiguaytay en los labios, un camino de sol hondísimo para él solo, quetzales entre los gomeros, frescura redonda de un jacarandá sobre el río, el zigzag idéntico hacia la casa blanqueada, nopales y madreselvas rebosando las tapias, los compañeros recitando la guerra de secesión o la expedición de castigo de 1886, que se fastidien, Jorge camino arriba, diluyéndose en la luz purísima del altiplano, una quena en la claridad flotante, desabrochándose el pecho por el calor de la subida, y aquí todos helados, algunos con sabañones, qué Jorge éste. Pero Apiguaytay, alto verano, una sombra blanca en la voz.

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Fue un hermoso tema de composición para aprobar los ejercicios parciales del curso: Geografía física del Departamento de Tutúpac, en el gran altiplano meridional. Jorge hizo un examen verdaderamente extraordinario. Tanto más cuanto que apenas se había trabajado esa difícil provincia en clase. Algún miembro del Tribunal llegó a preguntarle si conocía la tierra de que hablaba: tan ceñidas y cálidas eran sus informaciones. Y Jorge no supo qué decir. Había escrito mecánicamente. De cuando en cuando, al pensar en la altura de las cumbres o en las cataratas de Amac Sific, o en la cosecha de maíz, un calofrío de emoción se le escapaba, pero Jorge creía que no se dejaba traslucir en los papeles:   —56→   nervios, nervios ante el examen. Tantos y tantos datos se leen para preparar los ejercicios de Geografía, que luego no se sabe si se han leído o no ésos concretos. Y muchos valen para muchos temas diferentes. Cuestión de tacto al inventar, y de cautela. Las características de la comarca de Amac Sific, Jorge podía muy bien reconstruirlas. Zona tropical inferior, 21 grados de latitud Sur, 69 longitud Oeste. 3.500 metros de altura sobre el nivel medio del mar en las costas del Pacífico. Sector de alisios y lluvias tropicales intermitentes. La temperatura es elevadísima en verano. Nieve eterna en las cimas. Formaciones pleistocénicas, poco aptas para el cultivo, reconquistadas para la agricultura por el esfuerzo de sus habitantes (Jorge no se atrevió a poner «laboriosos» por si luego...). Y la mirada de Jorge se clavaba insistente sobre el puntito negro del mapa. ¿Cómo ir ahí? Habrá quebradas profundas, viento húmedo del Sur, hasta pumas, como en las películas. Se oirá el zumbo de las cataratas mucho antes de llegar. La comarca entera está desprovista de comunicaciones. No hay carreteras, dado lo accidentado de los escarpes, hasta alcanzar la meseta y los grandes lagos centrales. En 1895, una poderosa empresa norteamericana, Smith & Johnson Bell Company, intentó hacer una pista para unir los dos océanos. Fue disuelta la Compañía por los gobiernos locales a causa de la esclavitud a que sometían a los indígenas (cólera repentina, vagos recuerdos de los derechos humanos, oídos en otras clases, que Jorge envía a nota de pie de página para no sobrecargar). El ferrocarril más inmediato solamente llega a 300 kilómetros al sureste de Apiguaytay, el poblado más importante de la cuenca. (Apiguaytay, y otra vez una ternura doliéndole en los labios, palpitaciones. Apiguaytay, cómo estará la palmera, y el pozo, y... Al papel, al papel). Las mercancías se extraen a lomos de llamas o de diversos animales, y las maderas de las selvas interiores se lanzan en grandes almadías por el río. (El río, y Jorge siente que la frescura le penetra en los huesos: mejor, así se creerán éstos   —57→   que yo también tengo frío, y no es eso, es que el río...). Los habitantes se dedican al pastoreo y a la agricultura (Jorge está a punto de describir la geometría de un haza paralelamente labrada, perdiéndose los surcos en la luz delgada de la altura, los teros cantando, la sed, las cumbres blancas lejos). Algodón, maíz, miel, los tejidos de vicuña. Y Jorge se representa los ponchos, y las momias, y los cacharros huacos y calchaquíes que vio en el museo de París, la mueca maciza y silenciosa. Al poner la fecha y la firma al pie, un viaje larguísimo, otra vez el frío del invierno, examen cuatrimestral, sabañones en las orejas, qué enorme fatiga, y por dónde se vendrá hasta aquí.

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Nunca se tomó muy en serio esa jaqueca tan pertinaz. Es un martilleo en la sien, un constante llamar. Alguien que quiere entrar y golpea. Jorge, ya terminando su carrera, y siempre dolores de cabeza y repentinos ahogos que el médico no acierta a explicar; Jorge solamente sabe curárselos. La presión aumenta, calle adelante; no se puede estudiar ni pensar. Como si en otra parte se estuviese enfermo y ahogándose, asma creciente, viento lejano que tambalea las cosas y los sentimientos. Dicen que los que se están ahogando ven toda su vida pasada: un buen cine. Dentro del dolor de cabeza, entre punzada y punzada, tozudez de la febrícula, un punto negro en el mapa. Hice un buen examen aquella vez. Un lugar del altiplano. Qué asco de cuerpo. Frío cuando hace calor, calor cuando hace frío. Siempre soledad, una saliva frutal, permanente, de regusto falaz, cuando en la pensión dan las inevitables manzanas sosas, con paladar de hortaliza, o los plátanos abollados y negruzcos, oliendo a gas. Entonces, Jorge mastica pomelos, ananás, el chumbo, la palta. Qué ocurrencia después de cada ilusioncilla de éstas, me queda una sombra de sal. Igual que al pasear por una playa, o navegar un rato. Y Jorge anda sin rumbo cierto,   —58→   calles elegantes (qué diferentes a las mías), cafés rebosantes y encendidos (el cafetal, solitario en la siesta, yo lo he visto en algún sitio, no sé dónde), una joyería (plata también había por aquellas comarcas del Amac Sific. Jesús, que bobería acordarme ahora de eso, cuando uno está a punto de ser ingeniero), una agencia de viajes: Iberia, British Oversas, K.L.M., viaje usted a países de ensueño, Islas Hawai, y, en un rincón del escaparate, Jorge indeciso, un cartel nuevo: Belleza del altiplano. Una india coya, con su sombrerito, tocando la quena, y el fondo de siempre: montes altísimos y blancos. Alivio instantáneo; una llama asomando la cabeza, más alivio, llega la sonrisa, estamos en junio y tengo frío, comienzo a tener frío, qué susurro grande, no son los autos, parece una cascada, los anuncios luminosos parpadeando: K.L.M., Iberia, Viaje a Suramérica por... El pozo, la palmera, un caminito orillado de nopales, y otra vez la cabeza encalmada, tranquila, consumiéndose la pena en otro sitio, lejos; aquel puntito negro del mapa, de nuevo aquí, y sal en los labios y frescura en el pecho; Jorge, sonriendo, no nota que apagan las luces de la tienda, que ya se ha hecho de noche, que se está quedando frío y estamos en junio, debe de ser el río, claro es, el río; hacia casa despacio y: Terminaré mi carrera y me iré allá. Apiguaytay, qué porfiado respiro.

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Fiesta de fin de carrera. Jorge no sabe en qué grupo encontró a esta deliciosa mestiza suramericana, ojos negros, cachondona al bailar, piel suavemente tostada. Sólo sabe que sufre la impresión de haberla visto muchas veces ya, de haber dialogado con ella muchas veces ya. No hace falta hablar ni preguntar nada ahora, todo justamente exacto y contento, como una costumbre buena. Ella le miró largamente a los ojos:

-¡Por fin! ¿Dónde te has metido todo este tiempo?

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Jorge no contesta. Sabe muy bien dónde ha estado y le da miedo pensar que su tiempo no coincida con el de ella. Aspira cerca el perfume de la muchacha, ceñida a su cuerpo, imposible el baile. La raya central del pelo, negrísimo, con brillos de río nocturno, le empieza a recordar vivamente un puntito negro en el mapa, el anuncio de una casa de viajes, K.L.M., la luz profundísima de un paisaje al que se le escapa con frecuencia desde hace años, frío, ya es esa nieve de los montes, y sigue bailando, aprieta más a la mestiza, la gente parece que los mira, Jorge no responde, ella también ensimismada, insiste:

-¿Dónde estuviste? Tu casita cerrada, allá en la loma, todo secándose, y tú por aquí, perdido.

Una ternura desolada se le vertía en la voz. Jorge no se extrañaba de nada. «Estoy aquí, en este baile, y me siento en otro lado, en esa casa cerrada, con esta mujer». No se atrevía a preguntarle de dónde era. Contestó evasivo:

-Estuve enfermo mucho tiempo.

-¿Vivías solo?

-Pues, sí, solo.

Le abrazó más fuerte. Ya no se sentía aquí. O no sabía bien dónde era aquí. Este cuerpo inútil, siempre luchando con él, con frío cuando no lo hace y con calor cuando hace frío, no hay quien lo entienda. Jorge necesita salir al aire libre, huir de aquel ambiente, mirarse en un espejo y adivinar a quién se parece él, qué mentira cruel lo atenaza. Es a alguien que no está aquí, y que... Bueno, un jaleo. De nuevo la aguda marea de una soledad desvelada, de que hasta el aire se aparta para no estar con él, de que todo está oscuro, ascendente humedad, sal en la comisura de los labios, Panagra, Vuele a Suramérica por... Y la linda mestiza, que, acabado el baile, le coge del brazo y le habla en tumultuoso noticiario de niños, de gentes y de pájaros y (esto no puedo entenderlo) cefalalgia aumentándose, pesadez en la nuca, y el río, la vuelta aquella del río bajo la galería, una casita sola, y...

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-Mañana me voy a París.

-¡Ah!

-¿Qué harás tú?

-Pues no lo sé.

-¿Te quedarás aquí siempre? ¿No volverás nunca allá abajo?

Jorge no sabe cómo romper aquella confusión. El encanto le ata por momentos.

-Sí, volveré pronto. Debe de estar... algo..., algo cambiado.

-No -rió ella-. Todo igual. Hablan de que van a hacer un ferrocarril. Pero todo está lo mismo. Igual que hace siete años. Pero, ¿no te acuerdas ya? Tenías dieciséis años, y no se podía ir contigo por el río, tan loco te ponías.

Jorge sonrió. Ella continuaba mimosa:

-Si vas pronto, este año aún, te daré una cosa para mi madre. ¿Quieres llevarle este anillo? ¡Se alegrará tanto de verte!

-Bueno -arrancó Jorge-. ¿Y dónde está tu madre?

-¡Y dónde va a estar, sonso!, en Apiguaytay. Tu familia sí se marchó ya hace tiempo y no sabemos de ellos.

No oía más. Apiguaytay. Punto negro en un mapa. Jorge comenzó a recitar entre dientes: veintitantos grados de latitud Sur, tantos al Oeste... Apiguaytay, qué bien sonaba en la boca de la mestiza. La primera vez que ese nombre no era lección de Geografía, ni recuerdo vano, sino calor, sonido vivo, congoja. Apiguaytay. Había oído Apiguaytay y el pecho se le había inmensamente reposado, y él, de pronto, camino arriba, allí, solo, y la mestiza al lado (¿o de trenzas y sombrerito?), otra luz más pura y desenvuelta rodeándola. Todos aquí tenían calor, gritaban, bailaban, sudaban, fiesta de fin de carrera. Un día del quinto año de bachiller fue blandamente arrastrado por ese nombre (¡anda, pues hace siete años!): Apiguaytay. Lluvias tropicales intermitentes. Si estará lloviendo ahora. Jorge se acurrucó junto a una pared, fantasmal cornisa, y siguió meditando no sabía en qué. (Bailan,   —61→   bailan. Ésos bailan. ¡Cómo se reirán en casa cuando lo cuente! A mamá no le hará mucha gracia. Pobre mamá, cree que no puede haber otro como yo en ningún sitio). Y Jorge, ¿está contento?, ¿triste?, sal en los labios, vértigo levísimo. No se da cuenta de que alguien llama a la mestiza y se la lleva a otro corro de gente. Se quedó frío, cada vez tenía más frío y era más oscuro su paisaje. Le costó trabajo enderezarse. Ya no llueve. Los huesos le sonaron, salió de la sala y echó a andar calle abajo en busca de la agencia de viajes. Allí se calmaría su ansia, en el escaparate con letreros de colores, ubérrimos de felicidades remotísimas, allá, en el Sur y en el Norte, y siempre lejos. El apagón de la tienda le sorprendió mirando alternativamente al anillo que le había dado la mestiza y al cartel de K.L.M., Viaje a Suramérica por... Belleza del altiplano. Y contento, sí, contento. Una casualidad: calor. Vaya usted a saber qué buscaba la mesticita del demonio. Y qué caray, no estaba mal del todo.

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Jorge Sánchez Luján, ingeniero, acaba de recibir su contrato más inesperado. Se le encarga de la dirección de trabajos para el cuarto trozo del ferrocarril Curuzú-Santa María de la Cumbre. Es el trozo más difícil: escalar el altiplano desde Estero Nevado a Totora Alta. Jorge da vueltas y vueltas al anillo de la hermosa mestiza mientras mira en un mapa los lugares citados en su contrato. Se siente amordazado por este amontonamiento de casualidades, de azares paralelos, todos llevando a un mismo término: un punto negro en el mapa (al fin voy a ir allá), una zozobra pujante, y el cuerpo que no sabe en qué clima vive; ansia suspendida cuando Jorge entra en la Agencia de viajes y prepara sus billetes: K.L.M., Pan Air, Viaje en avión. Ganará tiempo y comodidad, un derroche de placeres y dichas certísimas, cada cartel anunciando la suya, y la gente que pasa por la calle despreciando tales aventuras, conformándose con volcar   —62→   el vaho del aliento sobre la luna, o pringarla torpemente con los dedos, la nariz, la frente, siempre mirando lo mismo: Versailles, Costa Azul, Roma, Emplee los ferrocarriles franceses, y él, Jorge, escogiendo, quién sabe si definitivamente, un rincón, un punto negro en el mapa del hemisferio Sur, un redondelito en una quebrada que lleva al altiplano, montañas siempre blancas a lo lejos y un remanso en el río. Al salir de la Agencia (Viaje núm. 3.415, asiento 22, despegue a las 10,15. Se recuerda a los señores viajeros que el autocar saldrá del despacho una hora antes), Jorge siente de nuevo frío, un frío que le atenaza las piernas, un frío que no es como el de otras veces, y está contento; adivina que todo el mundo en que ha vivido hasta ahora se le hace de golpe estéril y vacío (Instrucciones para el uso de este pasaje, No olvide llenar las formalidades de Aduana y Moneda), y alegría acera adelante, escaparates encendiéndose, y, junto al sol último de la calle, una casita blanca, en lo alto de una loma, al borde del arribe sobre el río, cerrada, silenciosa. La mestiza hablaba de esa casa. ¿Dónde estará la llave?

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Jorge atraviesa el pueblo. Cruza despacito, seguro, sin la menor desorientación en las esquinas. Sabe dónde va. Apiguaytay no le ofrece secreto alguno. Eran las mismas calles con llamas asustadizas, de trotecillo silencioso. Las que tantas veces se había supuesto él. Idéntica somnolencia prolongada y enmudecida junto a las casas blancas de cal. Le miran al pasar. Viejos fumando, mujeres tejiendo ponchos de vicuña, otras dándole al torno del alfar en los portones oscuros, prometedores de frescura. El susurro de las cataratas en el aire. Jorge lo va viendo todo, una mansedumbre deslumbrada. La torre de la iglesia, con su cupulita de azulejos, una palmera al borde. Las tiendas humildes, frutas, papeles recortables, utensilios de labor, herramientas, golosinas. En este boliche, él sabe que alguna vez -¿o fue en Europa?;   —63→   ¿qué hará ahora allí, frío o calor?- ha apretado las narices contra el cristal, para mirar dentro, entumecido, asustado ante el acopio de tantos prodigios; yuca, gomas de mascar, jaleas, copal, altramuces, rosas de maíz y miel, candelillas blancas y rosa, y azules, y oro, y las revistas de dibujos infantiles, y... ¿O no es aquí, sino allá, y quién me llevaba de la mano? ¿No era diferente el piso de la acera? ¿Pero... ? Esta cabeza. Será el calor. En otra esquina, el hombre que vende mates le saluda:

-Sabíamos que ibas a volver. Escribió a su madre Julia, que te encontró. ¿Cómo te va? Siete años, parece mentira.

Jorge no sabe qué decir. Una angustia iluminada le va llenando el ánimo; sabe ya que detrás de aquella ventana está el campo, y que al final de esta calle comienza el camino pendiente que lleva a la casa. Vacía. Sola. Estará llegando el otoño allá arriba, quizá llueva, pero ahora hace calor. Todo como él sabía que era. La casa al borde del camino, sobre el escarpe del río. Cerrada. «Tu casita cerrada, allá en la loma, todo secándose». Se le amontona la realidad de la casita, un si habré estado yo aquí alguna vez, un sosiego amargo creciendo de la boca, comenzarán a dorarse las hojas, los nopales rebosando las tapias, una palmera sola y alta en el jardín. Jorge empuja la cancela, que se abre, rota del óxido la cerradura, también lo está la puerta de la casa, reseca, carcomida, y los cristales caídos. Y el pozo. ¿Cuándo he visto yo este pozo? La roldana sin cuerdas, y el brocal arruinado; unos pájaros, asustados, que escapan por la tapia, cielo arriba, redondo revuelo y refugio en el paraíso verde claro, y el patinillo de juegos de niño, de los niños, de qué niños, con el frío que se pasaba allá, que hoy hace frío, no se puede salir, y aquí este jardín tibio, y si será posible, Julia con su pelo partido en dos bandas y sujeto en trenzas, peleándonos, qué me pasa a mí, y, dónde será esto, allá quizá esté lloviendo y las mujeres empezarán a ponerse el abrigo, en todas las habitaciones hay algo que sé llamar   —64→   y se me escapa innominable, Jorge contento, el cuerpo ya a su gusto, cuándo habré tenido yo todo esto. Ah, la hamaca, y ese puchero sobre el arca, si tendrá cartas dentro. Ese balcón de la galería, al río, seguro que da sobre el río. Y Jorge abre las contraventanas apolilladas y sale a la galería, que, podrida de tiempo y soledad, se hunde a su peso, y Jorge, contento, sí, se desploma en el río, allá estarán quizá pasando frío y aquí solamente el río, la frescura del río...

El hueco del balcón abierto, una quena resonante bajo el cielo limpísimo, en el cuadro de luz. La brisa agitó las cortinas malolientes, desgarradas.

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Las noticias locales fueron escuetas: «Ha aparecido en el río el cadáver de Demetrio Águilas, recién vuelto a nuestra ciudad. Las autoridades no descuentan la posibilidad de un suicidio. Pudo ser reconocido porque llevaba una sortija cuyas señas coincidían con las de la que era portador para la madre de Julia Márquez, nuestra ilustre compatriota en viaje de estudios por Francia. Muy estropeado por el agua, se encontró en un bolsillo del extinto un pasaporte a nombre de Jorge Sánchez Luján, ingeniero. Dicho documento ha sido remitido al Consulado pertinente por si es reclamado por su legítimo titular».





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ArribaAbajoDe «TREN DE CERCANÍAS»

Todos los jueves Martita baja a la capital. Martita vive en un pueblo suburbano, a veinticinco kilómetros del centro. Los trenes van y vienen por el sueño y la vigilia de Martita, una zozobra llena de horarios y tracatrá, y paisaje familiar, y combinaciones con el metro y el autobús, y la duda de si parará o no este tren en su pueblo. Martita baja hoy, jueves, a la ciudad. Media tarde, una transparencia amarilla llenando la espera, otoño arriba. Martita, una señorita bien, lo que se dice bien, distinguida, elegantísima, muy conocida y estimada en la capital y en su pueblo, donde pertenece a multitud de asociaciones locales, provinciales y nacionales, y donde es presidenta honoraria del Patronato para la restauración de la abadía románica en ruinas que hay en el término municipal. Martita baja hoy con su ceñidísimo traje sastre, de estreno, sus rizos brillantes, una piel al cuello, el enorme bolso al brazo, en banderola. Pasea por el andén distraídamente, fingiendo no darse cuenta de las miradas de los jóvenes y de los hombres ya talludos, son los más interesantes, y el recuerdo de alguna aventurilla le asalta, el tren entrando ya en agujas, una imprecisa sonrisa flagelándole la boca.

Martita sube al vagón. Se sienta junto a una ventanilla, hacia la mitad. El pasillo central comienza a llenarse. Siempre acaba abarrotándose el pasillo en los trenes de cercanías, sobre todo a esta hora en que baja la gente a resolver asuntos en la ciudad. Martita coloca el bolso en el asiento de al lado, así no se sentará nadie. El bolso, el enorme bolso de yacaré, brillante, ostentoso, algo de portalón gigantesco,   —66→   medieval casi, en el ruido del cierre. Un crac que suena bien, lejano, denso, definitivo, como un negro total del cine. El tren corre, alocado, por estos veinticinco kilómetros que Martita ya se sabe de memoria. Intenta, para llenar el tiempo y disimular ante la beata vieja que se ha sentado enfrente y la mira con descaro, poner un poco de orden en su bolso, revolver, simular que busca algo, a ver si no mirará tanto, aunque ella, en el fondo, está orgullosísima de que la miren, sobre todo ese jovenzuelo estudiante de bachillerato que pone cara de bobo contemplándola. Martita comienza a sacar cosas de su bolso, filón inagotable y perfumado. El periódico de la mañana, doblado por la crónica de sociedad, gozosa de verse citada por cualquier motivo, y Martita lo deja encima del asiento, que no se siente nadie al lado. Un número extraordinario de «Damas, damitas y damiselas», revista americana, Hogar, Modas y Belleza, edición española, que, al desenrollarse, deja ver en la portada un emocionante retrato de Marlon Brando. Martita ofrece la revista a una señora que se acaba de sentar en el asiento de enfrente, junto a la beata. Debe de ser una empleada en la ciudad, y siempre está muy bien un rasgo amable con estas pobres gentes. Otra vez el bolso. Una novela de Agatha Parkins, La desventurada llegó tarde, tan bonita, no le gusta mucho el desenlace, y luego: la heroína lo pasa tan mal algunas veces, pero claro, ya se sabe, son cosas de las novelas, y, además, tan baratita. Al asiento, la novela. En el bolso rebulle el múltiple desorden de los objetos zarandeados, y Martita hunde su mano allí dentro casi con gozo infantil, una experiencia de descubrimiento trascendental, segura del incomparable tesoro. Una estación, subirá más gente. Ya están ahí; son los de todas las tardes cuando el tren llega: dos hermanas enlutadas, que se ponen a tejer inmediatamente (si encuentran sitio), y el cura delgadito que lee siempre el «Boletín Oficial de la Diócesis», y el señor que toca la flauta en la emisora del Estado, y los otros pobres que la miran, pobre gente y nada más: mujeres que van de   —67→   compras a la capital, un viaje y apreturas por los ridículos céntimos del economato, o por los cupones de regalo o por las liquidaciones aniversario, y llevan niños con rabietas y caprichos. Al bolso, ya el tren en marcha. Y más cosas: qué bien, el plano plegable de Roma, que le han traído sus amigas cuando la última peregrinación de la parroquia. Martita siempre lo saca en el túnel, bueno, un poquito antes de llegar al túnel, porque San Pedro, el Coliseo, la tumba de no sé qué Cecilia, y las murallas, y las fuentes, y las puertas, y la Estación Términi y las termas de un romano muy importante, y el Campi -(siempre tiene que leer despacito y fijándose mucho ese oglio de ahí...), pues todo eso es fosforescente y Martita disfruta la mar moviendo las hojas de su plano en el túnel, camino de la capital. Una mala pata si dan la luz en el vagón, porque entonces...-. Martita se aplica a su bolso, cada vez más entusiasmada. La gente la mira ya ansiosamente, ya prendidos todos del inminente prodigio deslumbrador que va a salir de allí dentro. Y Martita saca su polvera de carey y esmaltes de Limoges y se da en los carrillos rápidamente; y su frasquito para las uñas, y se retoca una, el meñique izquierdo algo pálido; y luego la barra de labios, y una aguja de croché, que tira por la ventanilla, porque ya ha comprado hecho el pañito para la mesilla de noche, y el del sillón junto al radiador lo hará la abuela, que para eso no tiene obligaciones, y luego unas pinzas, y luego otras más pequeñas, y luego otras más pequeñas, y un estuche con una jeringuilla, y todo se va durmiendo, desmayándose en el asiento a su lado.

Y a continuación, dos cartas de Luis Ernesto, un poco sobadas, es que resulta tan preciosa la descripción de cómo ganó el campeonato de salto y de los 100 metros libres, que hay que leérselas a todo el que se puede. Y el perfumador inglés, tan estilizado, una nube frágil, desvaída sobre el rostro y las solapas de Martita; y la caja de piel de Rusia con los juegos de viaje, el ajedrez minúsculo y el dominó, si estarán completos, porque la última vez que jugam... -Y la   —68→   pirindola del Saca todo y Pon uno, y el Oscarín, una juerga poner las bolitas en su sitio con el traquetreo del tren, y los rompecabezas, y los dados, y la baraja chica Heraclio Fournier, y la mayorcita con toreros y bailadoras, y...-. Vaya, el revisor. Y hay que ver cómo mira, y el billete no aparece. Martita mira todas las cosas del asiento, escarba en los departamentos casi secretos de su bolso, en el monedero, donde Martita se encuentra, inesperadamente y camuflada entre monedas, la chapa-matrícula de Linda, su perrita pequinesa, hoy en casa con indigestión; y Martita sigue explorando en los bolsillos de su chaqueta, se levanta y mira debajo de su asiento, y por el suelo, y nada: el billete sin aparecer. El revisor, con gesto apicarado, se lo coge: asomaba discretamente por el bolsillito alto de su blusa de Nylón verde manzana. Martita ríe deliciosamente, una afligida torpeza avergonzada añoñándole la voz, y ¡Qué tonta, no acordarme!, ¡qué cabeza, Dios mío!, y muchas veces lamentos así.

Otra estación y más gente que sube y baja. Conversaciones en voz alta, recomendaciones, apuestas, pareceres, opiniones sobre cine, teatro, deportes, viajes, ciudades, gentes, política, horarios de trenes, crímenes, desfalcos, chicas, colores de moda, boîtes divertidas y cualidades espirituales de los catalanes, esa estúpida sabiduría universal del viajero charlatán, Martita despreciándolos. Al bolso: su encendedor de contrabando, primoroso, una larga borla dorada escoltándolo, y el paquete de rubios sin tocar, y el que ya está acabando (bonitos letreros ingleses Chesterfield y Lucky Strike), y Martita, sabia, enciende un cigarrillo y tira por la ventanilla el envoltorio vacío. Una caja de cerillas, dentro de un estuche de azabache compostelano, la cruz en rojo, algún recuerdo turístico, y Martita la agita en el aire para ver si aún quedan cerillas, porque estos mecheros... El montón del asiento aumenta, y algún viajero que va de pie mira ya rencoroso a Martita, pero, ella lo sabe muy bien, todos están pendientes de su bolso, de lo que pueda salir de su bolso, nadie se atrevería a interrumpirla. Hasta la señora que   —69→   lee la revista mira con disimulo por encima de las hojas, y la beata se hace la dormida para mirar de reojo, entre cabezada y cabezada, entre guiño y guiño. Al bolso: los innumerables carnets de Martita, envueltos en infinitos billetes usados de tranvía y de autobús, de cine y de teatro, y tickets de tiendas y de bares y de la peluquería, y números sin premiar de las Tómbolas de Caridad; el carnet de Delegada regional de la Asociación de Mujeres Cultas, y el de Consejera de Honor del Patronato de Protección a las Mujeres Descarriadas, y el de miembro de número de la Cofradía de Siervas de San Simón, y el de afiliada al Partido Progresista Confederado -que siempre hace mono tener preocupaciones intelectuales-. Un folleto de turismo, Le Louvre la nuit, y una lanzadera de frivolité: ambos por la ventanilla.

Otra estación. Ya no cabe nadie más por los pasillos, palabras, palabros, apretones, blasfemias, esa inaceptable discusión por un sitio, mi sitio, su sitio, y nadie en su sitio. Martita sigue con su bolso y juzga idiota que alguien repita, enfadado, los letreros: 86 personas sentadas. Plataforma: 35 personas de pie. El mismo efecto que si dijesen: Es peligroso asomarse al exterior. O: Prohibido escupir, prohibido tirar objetos a la vía. Pobres gentes, ¡qué se habrán creído! El bolso sigue manando: un estuchito de cuero para costura, sin estrenar, regalo de un cumpleaños, hay gente con unas ideas que ya, ya, y un tarrito de Crema de Placentas Humanas para alimento de la piel de la frente, marca Elisabeth Arden, y otro de sombras para pestañas marca Harrington Davies, son los mejores; y una cajita de Lunares Supletorios, marca Thompson, y un estuchito de goma de mascar. Por qué se habrá parado el tren. Ya es hora de que acaben de arreglar la vía. ¡Estas Compañías! Y luego, estos hombres que trabajan ahí afuera, medio desnudos, eso sí que es un escándalo. Y muchas veces, hay que ver, pero mirando. Y al bolso: Una carterita de cartulina Kodak con fotografías. Martita las repasa rápidamente, un alocado desvivirse fugitivo, otra vez la playa, y el baile, y el golf, y el   —70→   garden party, y cuando la boda de esa estúpida, Martita de dama de honor, y en la verbena, con sólo la cabeza propia, el cuerpo de un camello, o subida en un avión, o de troglodita enseñando el ombligo y con una barbaza enorme, o de sirena. ¡Qué cosas decían los soldados aquellos que se retrataban allí en el velador delante de la Giralda en morado! Martita se arregla las faldas, y un poco las medias, le gusta ver la cara angustiada que pone ante sus movimientos ese jovencito (¿qué años tendrá ya?), mecanógrafo en la Alcaldía XVIII, que se baja siempre en la última estación. Al bolso: una armónica, un manojito de imperdibles, dos cintas, un rosario, el brazalete con la Cruz Roja, de cuando postuló el día de la Compasión Universal y Socializada. Otra vez el revisor. Martita advierte cómo la mira, y, azorada, sin darse muy bien cuenta de lo que hace, tira por la ventanilla su piel de petigrís; esa mirada le daba calor, había que aligerarse, y se atusa los rizos ante un espejito que saca del bolso casi a ciegas. De igual modo han salido el peine y unas horquillas. Ya van llegando. Aún debe de quedar algo dentro del profundísimo bolso: un sobre con las medias que piensa llevar a arreglar, unos puntos escapados la otra tarde en el hipódromo. El horario nuevo de invierno, trenes de cercanías, con un llamativo anuncio: dos trenes que se van a cruzar, y de uno de ellos se cae, cuando ya está llegando el otro, un joven estudiante, muerte segura, y debajo: El cuerpo humano no tiene repuestos. Sea prudente al viajar. Martita hace un melindre de horror y el horario sale por la ventanilla.

Todos los compañeros de viaje se preguntan si quedará aún algo en el bolso, y empiezan a pensar alarmados que tendrán que ayudarla a guardar de nuevo todo aquello. Ya está el tren en agujas. Y sí, sí; quedan cosas allí abajo: el Diccionario español-inglés Liliput, tan necesario cuando el diplomático ese se exalta un poco, y tan inútil, porque nunca trae las palabras que... Y un pañolito estampado para el cuello, con monumentos y catedrales de Francia; y una boina   —71→   deliciosa de terciopelo, venida de Yprés, y el forro de plástico para leer las novelas sin ensuciarlas y poder cambiarlas luego ventajosamente en el cojo de la estación, tantas veces como lo había buscado en casa, sobre el piano, en el costurero, en la mesilla de noche, y en el cuarto de las criadas, y ahora aparece por aquí, qué cosas. Martita mira dentro del bolso: saca un camafeo neoclásico para el escote y se lo pone, algo sucio está, y aún sale la lamparita eléctrica miniatura para los días de restricción o los casos de urgencia en casa, y las gafas de color violeta, con montura de oro marca Apasionada, y unas perlas falsas, retozonas allá dentro, de un collar roto, y Martita recuerda que ha de llevarlo al joyero para que se lo enhebren, y todavía aparece el cojín neumático que Martita lleva plegadito en previsión de los viajes incómodos al regreso, por el embotellamiento cuando sale la asquerosa gente de las tiendas, de las empresas, de los talleres, de los bancos, gente fatigada, aburrida gente, anhelante por llegar a casa, todos muy capaces de no cederle a Martita el asiento, a Martita, tan elegante, provocativa, la piel de las manos tersa por el zumo de exquisitos rizomas tropicales. En esos casos, Martita infla su cojín y se sienta en el trasportín del pasillo.

Ya la gente se está bajando del tren, antes de que se pare del todo. Martita vuelca su bolso sobre el asiento, azotándole mimosamente la pared exterior del fondo, y caen unos papeles sobajados, restos de etiquetas y precintos, y tarjetas de visita arrugadas, y un caramelo de coco, y un papel de plata, y migajas, y polvo, una pelusilla tierna y gris, donde brilla oscuramente un papelito de confetti encarnado.

Y, de pronto, sobre el montón de portentos minúsculos, el revólver. Martita apenas se acordaba de que lo podía llevar allí. Casi un juguete más, pequeñito, el cañón repujado y las cachas de nácar desmontables como un libro, y, debajo, una foto de la Estatua de la Libertad por un lado y el Empire State Building por el otro. Martita, ya el tren se ha parado, se acerca el revólver a la sien, aprieta el gatillo   —72→   sonriendo, un buen silenciador, asunto concluido. La señora de enfrente le devuelve colérica la revista, y «¡Habrase visto, suicidarse delante de los niños! ¡Cómo están los tiempos!».

Los viajeros fueron bajando. Subieron las mujeres de la limpieza. Le quitaron a Martita el camafeo, las sortijas, el reloj, las pulseras, la medalla, los pendientes, las ocho insignias de las solapas, el cinturón. Después la barrieron, entre el fragor de los tarros, perfumes, estuches, frascos, papeles, juegos, las fotografías revolando, las faldas de Martita revolando. Las empleadas de la limpieza cantaban un bolero de moda muy sentimental, Espérame a las cinco. Pero, en el fondo, las pobres mujeres estaban muy malhumoradas: «¡Dejarse tanta porquería en el asiento, Dios mío, qué gente viaja ahora!».



  —73→  

ArribaAbajoDe «EL BALCÓN A LA PLAZA»

-¡Orden, amigas mías! ¡Orden!

Se hace el silencio, anhelante, todas deseando largar su archivo semanal. Carmen se acaricia la verruga, después de dejar los impertinentes sobre una cartera de fotos Kodak, que ha sacado de su bolsillo. Al ver que, como reclamo, hay una bañista con un gran balón de colores, muy sucinta de ropas, vuelve boca abajo la carterita, diciendo:

-¡Ni aquí se puede ya mantener el pudor!

Todas se van a disparar en asentimientos, cuando Casta, que regresa, se dirige a Piedad en voz alta:

-¡Doña Piedad! Cuénteles... Cuénteles usted lo del retrete.

-¡Casta! ¡Te tengo dicho mil veces que no hables así! ¡Disculpad, amigas! ¡Pero, Casta de mi vida, qué cosas se te ocurren!

-Pues yo creo que lo del retrete tiene su miga.

-¡Y dale!

La condesa apea su mano de la verruga y, extendiéndola:

-¿Qué es eso? ¿Grave? ¿Cómico? ¿Escatológico solamente?

Piedad se queda confusa. Por fin, apresuradamente:

-No, nada de eso; era un crío que tuvo la criada del tercero y lo tiró por allí.

Las señoras acuerdan su planto:

-¡Criaturita!

-¡Infeliz almita!

-¡Condenación!

-¡Eso no es madre! ¡Eso es un monstruo!

  —74→  

-¡Dañino!

- ¡Se me pone carne de gallina!

-¡Las carnecitas de rosa!

Casta, satisfechísima del resultado de su intervención, grita, una gran bandeja de pastas en las manos:

-¡Sí, sí, de rosa! ¡Bonito estaba cuando lo sacaron por aquí, por nuestro baño!

-¡Casta, Casta! -gime doña Piedad en el límite del ahogo-. ¡No me digas ordinarieces!

La condesa, verruga e impertinentes en vaivén, pontifica:

-¡Casta tiene el sentido de la realidad de nuestro pueblo! ¡Es un aguafuerte goyesco! ¡Casta, reconoce que disfrutaste al ver los restos del niño!

-¡Hombre, eso cualquiera!

-¿Veis? ¡Inquisición pura, delectación en los tormentos, en lo macabro! ¡Toda esta falta de caridad se debe también a la nefasta influencia extranjera! A mí todo me hiere, pero lo soporto como tipismo. ¡Yo soy muy europeizante!

Doña Angustias regurgita su sabiduría. A doña Angustias no le gusta que la condesa lleve la voz cantante:

-¡De todos modos yo no creo que en materia de crueldades tengamos que aprender nada de fuera! Nuestra Inquisición tenía procedimientos autóctonos magníficos, excelentes. ¡No hace falta traer nada de eso de fuera! ¡Nosotros nos pintamos solos!

Doña Carmen, despectiva, después de una pausa en la que la verruguita se enrojece por la fricción:

-Y tú, Piedad, ¿conocías a la desventurada ésa?

-¿A quién? -se despierta, ligero sobresalto, Piedad.

-¡Toma! ¡A quién va a ser! -apostilla doña Nieves.

Piedad sigue ausente, deseosa de cambiar de conversación.

-¡No caigo!

-¡A la madre del crío! -interviene Casta, dejando sobre la mesa una enorme rosca de nata-. En qué estás pensando... Digo: ¿No se da usted cuenta?

  —75→  

Casta sale hacia la cocina. Doña Carmen se cala los impertinentes y amonesta a Piedad:

-¡Supongo que no tolerarás que te trate de tú!

-¡Yo!

-¡Jamás!

-¡Carmen, yo...!

-¡He dicho que nunca!

Piedad trasuda algo nerviosa, molesta por el tono autoritario de la condesa. Ésta busca sostén en las demás. Un coro de exclamaciones rebosa prosapia, dignidad, señorío:

-¡Tú eres una señora!

-¡Te debes a tu apellido!

-¡Sería una plebeyez atufante!

-¡Tenemos que diferenciarnos!

Casta regresa con una gran jarra de chocolate. Brillan sobre el cobre algunos hilos de la bebida olorosa. En la puerta de la sala, dos criadas esperan, sin entrar, con otros cacharros, bandejas con bollos, dulces, azucarillos. El silencio se hace compacto, henchido de reproches para Casta, que finge no darse por aludida. Va y viene, sirviendo jícaras, acercando cucharillas, cuchillos, vasos, pequeños platos de frágil porcelana con adornitos dorados. Llega de la plaza un temblor de cristales al paso de un carromato tirado por caballerías, retemblón en el empedrado. Casta, sonriendo hacia sus adentros, y sin dejar su tarea, dice:

-¡Los soldados! ¡Es un carro del ejército! ¡Buenas estarán poniendo a las muchachas! ¡Dicen cada palabrota!

Doña Piedad aprieta los ojos:

-¡No las vayas a repetir!

Casta, triunfal, vengativa:

-¡Esas cosas sólo valen para las mocitas tiernas!

Doña Nieves, doña Paquita, doña Angustias, detienen en el aire, súbitamente espantadas, atragantándose, sus jicarillas. El estupor se desenvuelve en tuteos:

-¡Tú no eres una niña!

-¡A lo mejor te piropean a ti en la calle!

  —76→  

-¡Podrías disimular al menos, digo yo!

Solamente doña Carmen, engolándose, con un gesto lleno de patética desolación:

-¡Piedad! ¡No toleres en tu casa estas impertinencias! ¡Me siento desfallecer!

Piedad, haciendo de tripas corazón:

-¡Casta! No vuelvas a hablar hasta que te pregunten.

Casta sale de la habitación. Se oye un lejano rumor de cucharillas tropezando con las paredes de las tazas y en los platos. El tic-tac del reloj vuelve a adueñarse de la habitación. El sol, más amarillo, introduce otra larga serie de campanadas de las torres de la ciudad, más gritos de los chiquillos de la plaza. Empujándose, apretándose, se quiebran contra los hierros del barandal unas cuantas explosiones seguidas, petardos que los niños hacen reventar en la acera. Todas las cabezas se vuelven a la plazuela, rezongando, entreviendo sangriento porvenir destructor para los pequeñuelos:

-¡No hay maneras!

-¡Ni educación!

-¡Qué tiempos estos! ¡Así se portan luego, de mayores!

-¡Incendiarios!

Nieves, distinguiéndose:

-¡Iconoclastas! ¡Eso es!

Doña Paquita, frotándose empeñosamente un lamparón que le ha caído en la pechera, expone:

-¡Cuánto niño! ¡Y aún hay quien dice que se acaba el mundo!

Piedad y Carmen se quedan mirando, soñadoras, a la plazuela. La mirada de Piedad oscila sobre el brillo de los charcos, el borde blanco de un nubarrón oscuro, el ajetreo de la castañera en el portal de la ferretería «El candado», lee una vez más los anuncios de la fachada de enfrente, los cartelones de los toldos de los soportales, Café Regio, El Nacional, Bodas y Bautizos, Grandes Almacenes Sánchez y Sánchez, S. A., Sombrerería la Inglesa, Electrodomésticos.   —77→   Ya no hay canas con agua La... Pasa un repartidor de telégrafos en una bicicleta, tocando el timbre sin parar. Es jovencillo. Seguro que va cantando algo de eso tan movido, como en inglés, eso que cantan ahora los muchachos. Y Piedad se siente dueña de la plaza, de su cambiante fisonomía y, sin escuchar la conversación de las demás mujeres, la mirada perdida, ve las procesiones de la última Semana Santa, cuánto llovió, se apagaban las velas, pobres penitentes descalzos, muchas caras conocidas, algunos turistas, ¡esos turistas, Dios mío, esos turistas!, y la última huelga de estudiantes, haciendo un entierro en los jardinillos, decían que llevaban no sé qué ministro, una perdición las palabras que decía el que se subió en el banco ese a soltar el discurso, menos mal que la manifestación de los seminaristas en favor de Hungría resultó muy digna y fervorosa, que si no, seguro, seguro que los rusos se enteraron de la enérgica protesta, ni siquiera de este balcón puedo estar contenta, porque hay que ver qué cosas se ven desde aquí, que, anda anda, con esos novios que se quedan ahí ya anochecido y, caramba, ya se me ha quedado dormido el brazo, y me duele el cuello de mirar de costadillo, tendré que consultarle a don Rodrigo, el médico, pero claro, claro, en seguida dirá que análisis y más análisis, como si una no tuviera otra cosa que hacer que ir a los análisis y más análisis... La señora de Palomares la devuelve a la habitación:

-Yo no dejo a mis niños venir a la plaza. ¡Aprenden cada palabrota!

Doña Angustias masca ruidosamente, con grandes oscilaciones de los carrillos, que, al moverse, le acentúan la delgadez del cuello:

-¡Claro! ¡Los niños de ahora son unos insolentes! ¡Unos mal hablados!

-¡Ya, ya! -asiente Nieves-. ¡Con lo que cuesta educar a los hijos! Mi Angelita, cuando era chiquilla...

Carmen Lanchares, displicente, sacando las fotografías de la cartera:

  —78→  

-¡No nos vuelvas a contar las gracias de tu Angelita! ¡Ya nos las sabemos de memoria!

Nieves enmudece, colorada, y se aplica a devorar, a grandes bocados, un trozo de tarta. A cada oscilación de la mandíbula, las gafas despiden reflejos coléricos. Angustias le acerca la cabeza y, bajito, le susurra al oído:

-¡Es una mandona!

Carmen simula no darse cuenta y comienza a sacar fotografías. Las vuelca sobre la mesa y esconde la carterita anunciadora. Las demás mujeres se abalanzan, raudas, sobre las cartulinas, repartiéndoselas en alocada rebatiña. Piedad, agotada por la risa, hace bailar con su busto generoso la camilla. Carmen intenta, desconcertada entre los impertinentes y la verruguita y el afán de reconquistar ella todas las fotografías:

-Por favor, niñas. ¡Qué barbaridad! ¡Si son de mis nietecitos, que han pasado unos días en París! ¡Un poco de orden!

Las fotos corretean de mano en mano, rápidamente, cosechando negruzcas huellas de chocolate. Un alborozado griterío ahoga las reconvenciones de Carmen Lanchares:

-¡Anda, la Torre Eiffel esa!

-¡Qué río más grande!

-¡Yo creí que era mayor!

-¡Pues van todas las gentes vestidas!

-¡Igual que aquí!

La condesa, por fin, logra, trémula de rabia, acaparar sobre las faldillas, que le tapan los muslos, todas las fotos. Mira retadora a todas sus compañeras de tertulia:

-¿Qué os creíais que es París? ¡Vamos a verlas despacio! Piedad, ¿por qué no ordenas que Casta retire estos cacharros un poquito?

-¡Si aún no hemos acabado!

-¡Ya los volverán a poner!

-¡Podríamos verlas así, mujer!

  —79→  

-¡He dicho que no! ¡Podrían mancharse! ¡Han venido de París!

Y comienza el paladeo del último viaje de los nietos de Carmen Lanchares a París, en luna de miel. Se ve a Robertito, un señorito tarambana y medio memo, veintidós años, heredero del señorío de Aljicén, con Pili Portales, su mujer, un buen partido, qué duda cabe, aunque ricos de ahora, este nieto mío que no pudo ir a buscarse una novia como Dios manda y ha tenido que cargar con esa Portales o Portalés, o Portatecomotales, que va a las cafeterías, y cruza las piernas, y fuma, y toma 103, Señor, 103, qué será eso, si le diera una indigestión el tal 103, mira que tener una futura condesa que tiene una fábrica de plásticos, y, si no, déjalo y toma otro negocio, una fábrica de alpargatas de cáñamo en las afueras, camino de los Agustinos, lo que hay que ver, toda mi vida cuidando de mantener la sangre limpia y ahora, ni que fuéramos caballos de tiro, Robertito, mi Robertito precioso, enseñándole a peinarse con cuidado, a saludar a las damas, a hablar algo en francés, y ese tipejo de administrativo que no le aprueba ni a la de tres, dicen que es gallego, claro, será separatista y no podrá ver a la gente de mi apellido en su clase, una fábrica de plásticos en la familia, plásticos de colorines, como los que venden los gitanos en las romerías o en el arenal cuando llega la trashumancia, entre los puentes del río, en el arenal, valiente nuera te han traído, hija de Carmen Lanchares, ni pintada, menos mal que yo me moriré pronto, porque, vivir para ver, esto nos va a traer cola, si a lo menos valiese para hacer que Robertito terminara la carrera y se hiciese abogado del Estado, o jefe de Hacienda, o algo así... Las fotos van de mano en mano. Piedad, contemplando el traje de la novia:

-¡Qué distinguido conjunto! (...).



  —80→  

ArribaAbajoDe «A TRAQUE BARRAQUE»


SIEMPRE EN LA CALLE

La verdad, no sé por dónde empezar, y, en fin de cuentas, qué más da. Lo mejor es empezar por en medio. Años arriba, años abajo, siempre resulta algo muy parecido: malos humores, y nada más que malos humores. Pero se sigue tirandillo. ¿Qué quiere usted saber? A mí me da lo mismo contarle una cosa que otra, con éstos o aquéllos, pues que me han de arrastrar. Ésa es la fija. Ya ve usted, y no es broma, ¿eh?, a ver si me entiende, desde que me concedieron la plaza, la bequita, como dice Secundino, el nieto de la señora Cleo, la estanquera, que estudia para turista... El Secundino, hombre, el Secundino, la Cleo qué va, es más vieja que yo, solamente que como tiene familia puede vivir en su casa, pero ya ve, menudo telele que tiene, que cuando va a tomar la sopa, hasta la hija pierde la paciencia y le desea la muerte. Eso sí, se lo dice de manera muy fina, que para eso es bachiller, pero lo cierto es que se lo dice, y por muy finolis que sea, óigame, es que se trata de su madre, ¿eh? Su madre, y, vamos, que... Usted me entiende. Bueno, sí, vuelvo a lo mío. Claro, los viejos, ya se sabe, estamos algo idos, a ver, lo que pasa. Idos, babosos, reumáticos, pitañosos, todo junto, y, encima, muchas gracias a Dios. Bueno, pues le decía que, desde que tengo la placita en el hotel (ya sabrá que le llamamos el hotel a eso, lo cual a las monjas les cabrea de lo lindo), pues sí, desde que tengo cama y mesa en el hotel... Oiga, yo cuento como me da la real gana, vamos, hombre; usted a callar. Luego que si los viejos   —81→   tenemos mal genio. Sí, eso. Digo que desde que... Que ya me han sacado en televisión varias veces, y siempre digo que estoy muy bien, y que qué estupendo, y que qué hogar, y que qué estupendo tres o cuatro veces más, ya lo voy diciendo sin equivocarme, y que si mis médicos, y que si la ropita limpia, y que si fue y que si vino. Bueno, qué más da. Luego, por lo menos ese día, hay algo más de postre, o se merienda algo. Bien que se lo gana uno, tanto esperar, decir amén y luego... ¡Bah! Es un paseíto agradable ir a la tele. Claro que a mí me pueden sacar, porque aunque pobre, soy por lo menos limpio, y en el chisme ese de la tele no se me nota la tos, ni el resuello roto que se me queda un rato largo, después de los ataques de tos... Sí, me llaman, fíjese, fíjese, me llaman el tío Caralpúblico. Mejor, ¿no le parece? Es mote que revela buena familia. Hay otros que no se vaya usted a creer: Caracosida, Vinagrillo, Pinchaúvas, Tolondrondillo, Jorobetón... Ya se imagina usted cómo son esos desgraciados, ¿no? Una pena, le digo que una pena, lo mismito que un anuncio de funeraria. Luego, ¡nos visten tan de negro! No, qué va a ser por comprar todo igual, o por si nos perdemos, qué va, hombre, qué va. Es para que se noten más las manchas y poder regañarnos a sus anchas. Que si las babas, que si las cenizas, que si se queman las solapas, que si esa caspa, que si la salsa en la bragueta... Bueno, mejor no seguir, porque, a ver, lo que pasa, aunque uno es muy pobre y uno está muy viejo, pues que cada quién es cada quién, ¿no es verdad, usted? Sí, sí, en medio de todo, suerte, lo que se dice suerte, no me ha faltado. Qué me va a faltar. Antes, yo comía en la tasca del sanabrés, ahí a la vuelta de la esquina, en el treinta y ocho. Ya ve, todos estos viejales de aquí dicen que es un tipo de mucho cuidado. Que si mató a golpes a su primera mujer. Que si no paga impuestos como está mandado. Que si echa al vino cada bautizo que no sube ese día el agua al entresuelo, y que echa a las comidas la intemerata. Que si es republicano. Ya ve, una perla, ¿no? Pues a mí, cuando pasaba   —82→   el día 15, que ya sabía él que no tenía una perra, pues que no me cobraba la comida, y me seguía cambiando la servilleta, y los domingos me daba un partagás de tamaño natural, y el año de los hielos me daba café y media copa, y me pasaba a la rebotica a jugar a la lotería casi toda la tarde, tan calentito, venga a cantar Los-dos-patitos, El quince-la-niña-bonita, El se-ten-ta-y-dos, Tengo-quina, El-abuelo. Era un pasatiempo bonito. Y nunca me decían allí: Quítate esas legañas, Límpiate los puños, A ver si dejas de gargajear, so guarrete, y cosas así. Serán todo lo republicanos que quieran, pero allí se estaba bien, vaya si se estaba. Hasta un ponche hirviendo me subió Juanón, el chico, un soleche de no te menees, una vez que me quedé en cama, algo acatarrado. Sí, a mi sotabanco, allí, escalera interior, piso octavo puerta C (un solo retrete, al final del corredor, eso era malo para mi edad, sobre todo por la noche). A lo mejor, lo hacían porque yo, todo el mundo lo dice, tengo gracia contando cosas, a ver, mucha experiencia, uno ha visto mucho, les divertía que les hablase de Cuba o de Filipinas, y del mono que me traje de Malacañá (eso escríbalo como le parezca, yo no sé cómo se escribiría, será tagalo, o chino, o yanqui, Dios sepa). Les asombraba que yo, que había tenido bancales de azafrán... ¿Usted no ha visto los campos de azafrán en flor por Ruidera en noviembre? ¿Que no? ¡Anda mi madre! Pues, ¿cómo se atreve a escribir de nada si no ha visto eso? Le pasa a usted lo mismo que a las monjas del hotel, que no han visto nada de nada y hablan de todo. Vaya por Dios. Ya ves, usted habrá oído decir algo de un libro bueno, muy bueno, se llama el Quijote. Pues, ya ve, ese libro es tan bueno porque el autor se pateó bien bien los campos de azafrán, si lo sabré yo. ¿Estamos?... Pues le decía que les pasmaba que yo... Eso, que me hubiese reenganchado de sargento. La verdad es que había que curarse de alguna manera las fiebres que traje, ¿me entiende usted? Los riñones se me quedaron derrengaditos desde entonces. A cojear se ha dicho. Pero, como buen español, viva la resistencia.   —83→   Anda, que no he subido veces ni nada la escalera de ese dichoso octavo piso, escalera interior letra tal y tal. Lo que le he dicho antes ya. ¿África? Anda, pues claro. Allí es donde me dieron por inútil del todo, mejor, por inservible, eso sí, con muchas medallas y mucho jabón, pero a la calle. Oiga, oiga, ahí no ponga usted más que a la calle, solamente a la calle. La palabreja de antes no la ponga, no está bien, y luego, si las monjas la leen, ¡la que se arma! Y seguro que la leen, que no se les escapa nada. Menudas son. ¿Está bien? ¿A la calle? A la calle, así me gusta. No, mire, no hace falta exagerar las cosas, ni desembaular palabrotas. Ya a mis años, y más con la fama de limpio que yo tengo... Pues, sí, ya ve, me quedé en Carabanchel, cerquita del hospital, bueno, y del cementerio. Tenía una casita de una planta, con dos ventanas, una gran cortina de esparto en la puerta. No, no tenía calle, ni número, ni nada. No hacía falta. Nadie se acordaba de mí. ¿Para qué iba a ir al pueblo? Quite usted allá. Me dediqué a la chatarra. Era negocio honrado, fácil de mover. A tanto el kilo, compro. A tantito más el mismo kilo, me lo vendo. Y así fui pasando. Hasta tuve una radio de galena, oiga, aquello era vidorra. También salía a hacer otras cosas, extras... Recogía moñigos por la carretera, después de que había pasado la caballería, o la artillería montada, y los preparaba para mantillo de los tiestos, era muy lucrativo. No hay alhábega de mejor perfume ni hortensia de mejor color que las abonadas con el estiércol de yegua verrionda, eso lo sabe todo el mundo. Así sacaba unas beatas para los toros, o para el circo, o para las charlotadas nocturnas en Vista Alegre, tan cerquita de casa, a un paso. También cuidaba los caballos del médico y de su mujer, un tronco que daba envidia. Pero... Ya sabe usted, esas cosas que pasan: se compraron un automóvil, un fotinga, y, ¡a la calle! Ahora no he dicho nada feo. Solamente: ¡A la calle! Yo con los autos, nada. La única vez que he salido en los periódicos fue en 1923, mandaba García Prieto, en que la aleta de un Hispanosuiza me sacó   —84→   de la acera y me dio un buen revolcón. En la esquina de la Plaza del Rey, donde había un herbolario. Malparió la dueña que vio el accidente y se asustó mucho, a ver, usted me dirá, un auto subiéndose a la acera, eso era muy grave entonces. Me indemnizaron con un pantalón del propietario del Hispano, un fulano con bombín, botines y leontinas, algo amaricado, pero, eso sí, se quitaba el sombrero para hablar. Yo era un chatarrero, usted me comprende, me había hecho un gran favor al atropellarme. Se veía que era una persona de posibles y muy bien educada, no faltaba más. Ahí es cuando me casé con la Petronila, que vendía castañas asadas junto al Price, al ladito de donde me empitonó el Hispanosuiza. Las castañas, aquello rentaba, producía, o sea, vamos, usted me comprende. La Petronila, una gran mujer. Alta, fuerte, un lunar muy bien puesto en la sien, así, en semejante lugar, y se hacía un caracolillo la mar de aparente con los pelos que le salían allí, uno era blanco, se lo elogiaban mucho en la vecindad. Estábamos contentos con nuestra chabolita, pero, aquí... Es que aquí no dejan en paz a nadie, ya lo ve. Que si era una vergüenza, que qué barbarie, que qué pecado, que si un horror, que si el mal ejemplo para el pueblo... El pueblo, no vea usted para lo que valía el pueblo, para recibir el ejemplo de un chatarrero y de su mujer, bastante bien avenidos, no nos metíamos con nadie, se lo juro por éstas... Sí, claro, es que, ya me comprende usted, estábamos, bueno, pues así, arrejuntados, que no se llevaba entonces tanto, o que, por lo menos, parecía muy mal a aquellas señoras que se empeñaron en llevarnos a la Iglesia. ¡Vaya boda! Menos mal que fue tempranito. Luego lo sentimos, porque, la verdad, quedamos muy bien. La Petronila llevaba una mantilla de Almagro, negra, y una cruz de diamantes de doña Sonsoles, la del cabo, y un prendedor en el moño, con una perla, de la señora Colasa, la frutera, y un vestido de crespón, que brillaba mucho. Y yo mi corbata grande, con alfiler, y una chistera, y unas botas nuevas, y un medio chaqué. Talmente un   —85→   concejal. Estuvo todo muy bien y, al acabar, tomamos café con tostadas y chinchón dulce. En el tupi La Puerta de Getafe, frente a la fábrica de cerillas, donde estaba el pilón del ganado. Nos llevaron a casa. Y nos quitaron todo enseguidita, se ve que lo necesitaban para casar a otros malos ejemplos que a lo mejor habría por allí, digo yo, en Leganés, en Cuatro Vientos, vaya usted a saber, si no a ver por qué tanta prisa. Cinco duros por barba y a escupir a la calle. Siempre en la calle, ya se lo vengo diciendo, por eso quizá estoy muy contento en el hotel, siempre he tenido miedo de la calle. La Petronila me regaló entonces, se lo agradecí mucho, una cartera de piel de lagarto, mírela, aquí está, con la foto de nuestra boda. Ya teníamos bastantes años. ¡Hombre, estaría bueno, bastantes menos que ahora! No, no, por favor, no me haga hacer cuentas. La Petro, además, contaba por duros y por reales, y qué sé yo qué más. ¿Se da cuenta, oiga? Observe, llevo un clavel en el ojal. La Petro me lo guardó mucho tiempo en una caja, en la cómoda. Porque teníamos una cómoda, no se vaya a creer, de caoba. Esta cartera y esta foto es lo único que me queda de entonces. Todo el negocio se lo llevó la guerra, cuando los nacionales llegaron allí, ¡pum, pam, pam! Nada. Ni el solar. Luego han hecho por allí una cárcel, lo que prueba que la tierra era buena. Sí, hombre, sí, ya le he dicho que no nos quedó nada después del cacao aquel. Nos costó trabajo encontrar el sitio. Vamos, que no éramos nosotros solos los que no teníamos calle ni número ni nada. Casi todo el pueblo estaba igual. A ver, tres años y pico arreándole a dar. Y, para que usted vea lo que son las cosas, nos tropezamos, revolviendo la escombrera, el espejo de la Petro. ¡Qué alegría, qué gritos! ¡Mira, mira, Tomás, el espejito, mi espejito! ¡Qué lagrimones, Señor! Era un espejito de mano, de ésos con un mango así, y tenía una raja de lado a lado. Era el que empleaba Petronila para arreglarse, mi Petronila era muy aseadita. Ya se puede figurar cómo lo recogimos, cómo se le caía el moco a la Petro al limpiarlo con la falda,   —86→   acariciándole. Es que... Toma, a ver, ¿que salíamos a Madrid, a ver las procesiones? La Petro que gastaba un ratito en el espejo. ¿Que un desfile o un entierro gordo, como el de Primo de Rivera, que lo llevaban en un armón? Pues la Petro, el espejo en una mano, se ponía salivilla en los pelos del lunar, o se daba polvos. La Petro se peinaba, se miraba los dientes, se vigilaba las arrugas y se entristecía, pobrecilla, a ver, toda la vida en la calle, las castañas en la esquina del Price en el otoño de Madrid, ¿sabe?, el otoño de Madrid tiene ramalazos de muy mal café, a ver... Eso es muy malo para la piel. Pues, sí, se lo vengo diciendo, la Petro se peinaba canturreando Reverte en medio, o Una faca albaceteña se la sepulté en el pecho... La Petro cantaba muy bien, muy entonada, con mucho sentimiento. Parece que la estoy oyendo, tantas veces la oigo, ahora mismo, escuche usted, mire, así, bajito... También la oigo cuando duermo. ¿Eh? Anda, ya no, qué va. ¿Para qué quería yo el espejo? Era de propaganda, ¿comprende?, ponía por detrás algo, Piperazina, Potober, qué sé yo. Algo para engordar. Bueno, que no nos quedó nada, ya lo habrá notado usted. La Petronila se murió del tifus después de la guerra, cuando espichó tanta gente. Por eso estoy viudo ahora, a ver. No fue ella sola, sino mucha más gente se murió, hombre que si se morían, a ver, tantas hambres, tantos fríos, tantos disgustos. Los disgustos matan mucho, ¿no sabe? La Petronila era muy cariñosa, vaya si lo era, y me cuidaba mucho. ¡Qué camisas, qué pañuelito blanco tenía siempre yo! Una buena mujer, la Petronila. Ahora, al recordarla, me suena su voz, ya se lo he dicho, igualito, igualito aquí: ¡Tomás, no te vayas a resfriar! ¡Tomás, que no me entere yo que bebes! ¿No la oye? Todo está oliendo a ella, como ella. Se me pone la carne de gallina. Usted perdone. Esto no lo puedo decir en el hotel, está prohibido. Total, que después de lo de la pobre Petro, me quedé solo con el perro, un bastardo canelo muy simpático. Me daba calor por la noche durmiendo a mi lado, sobre la manta. ¡Ah, se me pasaba, caramba, esta cabeza!   —87→   Esa manta la habíamos salvado cuando la evacuación, nos la habían regalado las mujeres aquellas que nos casaron, era preciosa. Tenía una cinta de seda todo alrededor. Claro que ya al final esa cinta se había caído, o estaba rota por partes. Se ve que era de mala calidad. El perro, como le iba diciendo, a veces manchaba mucho la manta, no estaba bien adiestrado. También se murió. Para mí que lo mataron los de la loquería, porque se metía por allí, buscando la cocina. Había una enfermera alemana con muy malas pulgas, enamorada de su gato. Ahí estuvo la madre del cordero. ¡Adiós mi Canelo! A lo mejor le inyectaron locura y se les iría de la mano en la ración, a ver, pobre animal. Ya, otra vez solo. Siempre solo. Y, ¿sabe?, es muy malo tomar cariño a la gente, tomar cariño a la Petronila, tomar cariño al Canelo, al sanabrés, al espejito, a la manta... Tarde o temprano... ¡Hala, a hacer..., bueno, gárgaras! Por eso, yo, ahora, nada de encariñarme con nadie. ¿Al Caracosida? Que le den morcilla. ¿Al Vinagrillo? Ídem de lienzo. Y así a todos, a todos, a todos, a todos. El otro día palmó Cantimpalos, el tuerto que cuidaba de las gallinas. Era mucho más joven que yo. Pues bueno, al hoyo. Y ya está. Y yo a tomar el sol. ¿Que le cuente algo más de la guerra? Anda con lo que sale. Pues sí que. ¿Qué le voy a contar? A mí me está que esto fue igual para todo el mundo, una gran pena. Además, si no se habla del Alcázar, o de Garabitas, o del Clínico, o de la toma de Bilbao, no le hacen a uno caso. En el hotel no se puede hablar de otra cosa. Así que... Oiga, me estoy quedando ronco. Yo ya he pagado, con las pesetillas de la ayuda de no sé qué previsión, un ataúd la mar de arregladito. Como no gasto nada, cada mes le voy poniendo algún adornito, que si un crucifijo, esto me ha valido algún postre aparte, las monjas lo han celebrado mucho... Que si una especie de almohadita. Que si unas asas decentes. Lo malo es si no sé ya qué ponerle antes de... Tendré que decir que me pongan a mí, que me dejen allí, quietecito, y que se callen, por favor, que se   —88→   callen... Mire, mire, ya casi siento este descanso tan bueno, y me quiero estirar, y dormir, dormir... Oiga, ¿usted cree que allí, bueno, usted me entiende, la Petronila seguirá asando castañas, y el Canelo vendrá por las noches a la manta, y habrá un sitio para los republicanos como el sanabrés, y venga, y venga, y venga y dale...? Ojalá, porque si no...




EN LA CALLE FERRAZ

No, mire, no. No es que tenga reparo, ¡pasa solamente que lo he contado tantas veces ya!... Sí, a todo el que ha querido oírmelo. Ya no sé si es que paro a ratos de contarlo, o si es que, sin parar, hasta dormida, lo repito. Una es así de torpe. Hablo sola, digo siempre lo mismo. Así que lárguese con viento fresco, y déjeme a mí que siga hablando. No, por favor, no me pinche. Usted lo que busca es que yo empiece a hablar, y claro, ya se sabe, una vez empezado, hay que acabar, no queda otro remedio, y usted, tan tranquilo, se me marcha con el santo y la limosna, y yo tendré que volver a contarlo, para otro, luego, mañana, cuando sea... ¡Ay, amigo mío!, pues sí que está usted bueno, preguntarme por mi hijo. Todo el mundo lo conoce, algunos mejor que yo. Ya hay hasta algunos niños de esos crecidotes, que juegan al atardecer en las calles del barrio al burro, a pídola, a gangsters, o a otras cosas parecidas, que me preguntan cuando llego: «Qué, señora Dolores, ¿estará hoy su hijo arriba?». Y se ríen mucho al decírmelo, se ve que les alegra. Y yo subo la escalera, tan larga, tan alta, tan oscura, ya sé a qué huele cada descansillo, cada puerta, adivino quién está allí por lo que chilla la radio, oigo llorar siempre a las niñas del quinto, y rezongar a doña Catalina, la viuda pensionista del sexto derecha, la que tiene huéspedes, y todo así, ya lo creo que me los sé, y sigo subiendo, y a veces espero un poco en el corredor, por si   —89→   acaso estuviera dentro y se hubiera quedado dormido esperándome, es muy agradecida esa butaca de mimbre que tengo, que me la regalaron al renovar trastos de la terraza del casino, sí, ahí, donde voy a limpiar, ya ve, suelen ser muy buenos conmigo. Ya les tengo hablado para que le den un empleo a mi hijo. Además, le he hecho unos almohadones de ganchillo, de colorines, muy abrigados, blanditos... ¿Qué años tiene? A ver, eche usted mismo la cuenta. Nació en el 32, figúrese, está en la plenitud de la vida. Pero el pobrecillo, a ver, ya ve usted, sin padre. ¡Ay!, no me lo recuerde, claro que no tiene padre. A ver, aquellos días tan malos. Su padre era el hombre con más labia que he conocido. Un verdadero tunantón, se lo digo yo. Pero era tan cariñoso, tan cercano, tan... Bueno, tan como no había dos. Estaba estudiando, y venía al pueblo los veranos. Estudiaba no sé muy bien para qué, yo no he sabido nunca mucho de eso. Solamente sé que yo esperaba junio, cuando solía venir, y la Navidad, y la Semana Santa, y nadie lo sabía más que él y yo, los dos solitos, no me escribía nunca, habría sido terrible que sus padres lo hubieran sabido... Y así paso cuando se enteraron, cuando alguien les fue con el chisme, que si nos veíamos en la casilla del Pinatar, allá, en el camino viejo, ¿sabe? ¿O usted no ha estado nunca en El Salobral? Es un sitio bonito. Desde la puerta de la casilla se veía la sierra, entera, blanca en Navidades, azul en verano, y él (yo digo siempre él, ¿me comprende?), no hace falta decir su nombre, además sus padres nos debieron buscar, digo yo, y él no quería que nos los tropezáramos, no, no lo quería por nada del mundo, y así, no llamándole, sería más difícil dar con él, me entiende. Bueno, esto, la verdad, ya se queda muy lejos, y seguramente ya se lo han contado alguna vez, no me diga que no. Yo lo noto en seguida, y a usted lo veo con cara de que se lo han debido decir. Pues, sí, ya ve, es verdad, nos tuvimos que casar y largarnos, porque en un pueblo, El Salobral, pues que nadie quería nada conmigo, vaya, hasta me habían sacado coplas, y que si esto y que   —90→   si lo otro y lo de más allá, y mi padre, que era guarda jurado, era hombre de armas tomar. Y, por si era poco, la familia de él no podía verme ni en pintura. Que si había arruinado a su hijo. Que si le había dado bebedizos. ¡Qué bobadas! Eran ya mayores, y claro, así, usted dirá. Eran muy pesados, tercos, muy tercos, la tomaron con él. Siempre con la misma manía: «Con la hija del guarda, ¿no te sonroja? Habrase visto, nuestro nombre en la plaza, en la taberna, en todas las bocas esas. Desgraciado. Eres un imbécil». Le ponían la cabeza como un bombo, tanto dale y dale que te pego. Y nosotros sin caer en la cuenta. A ver, la casilla, olía la jara requemada de agosto, recuerdo un día de Santiago, fiesta en el pueblo, no había por allí un alma, todos en los cohetes, en las verbenas, en las carreras de sacos, en la capea, en la procesión, y allí, en la casilla, el calor, el cuadro cegador de la puerta por donde se entraba a raudales la siesta, de vez en vez la raya de una golondrina. Juntitos. ¿Cómo decirlo esto a su madre, tan estirada, siempre enseñando su dentadura de oro, sus hombros puntiagudos? No le voy a contar a usted la boda, para qué. La madre, fíjese usted que nunca he dicho mi suegra, yo les he tenido siempre mucho respeto, pues que la buena señora, mientras las pocas gentes que acudieron me daban el parabién, como es de ley en estos casos, me preguntó con mucho retintín si no me daba vergüenza ir a la iglesia con aquella barriga. Era una bobada, porque ya ve, qué me iba a dar vergüenza, y además no se me notaba mucho, ni mucho menos, pero, a ver, lo que pasa, estaba muy quemada de que su hijo se casase conmigo, con la hija de un guarda jurado que no tenía dónde caerse muerto. Son cosas que pasan, digo yo. ¿Mi padre? Mi padre ni fue. A la boda quiero decir. Dijo que para no hacer la barbaridad que correspondía. Ahí tiene usted una boda divertida, ¿no? Hasta el cura parecía tener miedo a la madre de él, y no nos dio consejos como los que yo le había oído en otras bodas, que si los hijos, que si nada de broncas, que si no entrometerse en los quehaceres   —91→   del marido y que si bautizar a todo lo que viniera. Nada. Se veía que estaba también acobardado. Nos casamos un 7 de marzo, era Santo Tomás, y no hizo más que hablar del santo del día, uno que, por lo visto, había escrito muchos libros. A lo mejor lo hizo porque él era estudiante, ya creo habérselo dicho, y así quedaba muy bien. Pero, ¿de nosotros? Ni pío. Aún recuerdo que al salir de la iglesia, la gente había desaparecido. Con el lío que se armaba en la plaza a la salida de otras bodas que yo había visto, todo el mundo diciéndole flores a la novia, y bromazos al novio, y entonces... Solamente algunas mujeres nos acechaban dentro, susurrando por detrás de los pilares o en las capillas, y algunos hombres se reían también sin esconderse. Ya en la plaza, pues que no había un alma, yo sabía que nos estaban mirando por detrás de los visillos, de las contraventanas entornadas, de los postigos a medio entreabrir. Hubo un instante en que nos paramos, solos en el centro de la plaza, junto al pilón, sin saber qué hacer, asustados, y éramos marido y mujer. Nunca habíamos pensado que aquello pudiera acabar de manera tan triste. Ah, sí, en el abrevadero estaba Segundo, el de la calle Larga, con sus caballerías, y nos dijo sonriendo: «¡A vivir, zagales, ea!». Se lo agradecí mucho. Le mataron, hombre, a ver, luego, como a tantos otros. Estaba lloviendo entonces, entonces estaba lloviendo, y nosotros allí, en medio de la plaza. Recuerdo que el reloj de la torre estaba parado. Eran las cinco. Un mal rato, sí, señor. Pero todo se pasó, todo, cuando él me echó el brazo sobre el hombro, y: Vámonos. Y recogimos unos hatillos de nada, y estuvimos esperando en la taberna, también solos, mire usted qué casualidad que ese día no fuese nadie a la taberna, siempre atestada, a ver, si nadie trabajaba, huelga va, huelga viene, hasta que llegó el coche de línea, parece que le estoy viendo, era amarillo, La Requenense, S.A., traía la baca atiborrada de seras de verduras y sacos de maíz, y unas jaulas de gallinas que alborotaban la mar, pobrecillas,   —92→   se ve que el viaje las mareaba mucho. Otras cosas no recuerdo, a ver, sería como estaba lloviendo...

Sí, sí, usted déjeme. ¡Qué me va a contar usted! Mire, lo que sigue, nadie nadie lo conoce mejor que yo. Eso, eso es, nos vinimos a Madrid. ¿Usted no se acuerda cómo eran los trenes en aquel tiempo? ¡Era una cosa tan bonita, hombre de Dios! Figúrese cuando el revisor aparecía en el estribo, por la portezuela, que nadie le esperaba, y asomaba por la ventanilla los bigotazos, y contaba los viajeros, y miraba con disimulo debajo de los asientos por si había niños escondidos para no pagar billete... Y la gente se ponía de acuerdo sin decirlo, para engañarle si era menester, o para disimular los pollos o los perros... Claro que esto era en el tren mixto, eso es, porque los había mejores, no digo que no, de esos que pasaban de largo por El Salobral, yo no monté nunca en ellos, yo era hija de un guarda jurado. ¿Sabe que a mi madre la llamaban La Pintá? Estaba picada de viruelas, a ver, esas cosas de los pueblos. Pero era muy buena, muy limpia, se murió de un zaratán a poco de empezar la guerra, que me enteré por casualidad. Veníamos en el tren, como ya le contaba, y los de enfrente no nos quitaban ojo, y se sonreían, y eso que nosotros, la verdad, no nos atrevíamos ni a mirarnos. Y es que era lo que me dijo Luciano al bajar en Madrid, es que parecía, de veras, que teníamos vergüenza el uno del otro, ay, bueno, no sé si me estoy retrasando mucho, a lo mejor me está esperando y no tengo hecha la cena, aunque estoy segura de que lo va a saber comprender, él es muy juiciosito, vaya si lo es, no tengo queja ninguna, no me enteré bien de qué quería que le hiciese hoy, ay, Señor, qué cabeza y no era eso, no, Señor, qué íbamos a tener vergüenza, es que nos queríamos mucho, era más bien miedo, eso es, susto muy grande, y no querer estar solos, porque nos acordábamos de demasiadas cosas, de la casilla, de las tardes allí solitos en el heno maloliente y podrido, el suelo lleno de sirle, en vilo siempre por los gritos de los niños que cazaban ranas en el Salobralillo, el   —93→   arroyo de al lado, no nos fueran a sorprender, siempre abrochándonos, arreglándonos la ropa al menor ruido a toda prisa, y nos acordábamos de mi padre, que nos escupía casi mientras se le caía el tabaco del cigarrillo mal hecho, y llenaba, gesticulando, toda la casa del olor de la madera larga, enrollada en muchos nudos, olía tan mal que la última noche vomité, y, ya lo adivina usted: Asquitos ahora, eso se piensa antes. Y oír palabras que nunca le oí contra mí, sino contra otras, y a Luciano se le saltaban las lágrimas, el estudiante, el señorito, el majarrajas este qué se habrá creído, y no querernos escuchar nunca, y, luego, la madre de él, y el sermón del cura, como si no estuviésemos allá, dóciles, apechugando con todo, quietecitos... Sí, no teníamos vergüenza, era que nos acordábamos de demasiadas cosas, digo yo que nadie debe acordarse de muchas cosas, aconséjeselo así a sus hijos si los tiene, es mejor no tener memoria y mirar solamente hacia adelante, a lo que Dios quiera mandar, y aceptarlo cuando venga y olvidarlo en seguida, los recuerdos pesan mucho y no enseñan nada más que algún que otro suspiro y una dureza aquí, en la garganta, tantos recuerdos, hijo mío, yo no puedo apenas transmitírtelos, no puedo decirte en qué consisten ni si valen para algo, ya tienes tú bastantes quebraderos de cabeza, lo que cuesta vivir, no voy a ponerte ahora los hígados revueltos, además que ya se han muerto casi todos, o algunos los mataron como a perros, ya ves, ahí, al borde de la carretera, en las cunetas sucias, llenas de cardos, quién sabe si no caería alguno en la casilla del Pinatar, allí, en la cuesta del riachuelo, donde crecen los nopales y había una higuera, ah, y un paraíso que ¡Dios, cómo huele!, es que los caminos de Dios, hijo mío, son o parecen torcidos, ea, ya lo ves, seguramente era cosa de risa vernos salir de la estación, los dos apretaditos, de la mano, acorralados más que otra cosa, diciendo que no al consumero, a los que pregonaban pensiones, a los que ofrecían taxi o autobús para ir a otra estación, y nos quedamos parados ante el hombre que nos pedía los billetes sin   —94→   saber si teníamos que decirle algo, quizá solamente buenos días, o preguntarle por sus niños, ay, ya ves, los demás niños, que cuestión esa de las compañías, hay que tener mucho cuidado con quién te juntas, luego vete a saber, porque, hijo mío, se aprende mucho malo por ese mundo adelante, un gran consuelo cuando nos pudimos sentar en la portería del Colegio, llegamos ya de noche, que no tomamos nada por no gastar y por ver algo, fue la primera vez que tú estuviste en Madrid, hijo mío, ya ves lo que son las cosas, qué va, hijo, qué va, cómo vas a acordarte tú, estaría bueno, y mejor que no te acuerdes, total para qué, en ese colegio era donde había estudiado antes tu padre, nos arreglaron los frailes un trabajo para los dos, él daba clases, yo repasaba la ropa para los internos, y, no me digas más que me estoy quedando ciega, que si tengo que acostarme, si ya ves que yo lo hago con el mayor gusto, bueno, tú sí que tienes que acostarte, que tienes que pasarte la mañana hablando, y así todas las noches, hasta que tuvimos un pisito en una hondonada de las Ventas, detrás de la Plaza de Toros Monumental, veíamos pasar muchos entierros, y ya nos conocían en el fielato, y en las tiendas, y en la frutería y en los tenderetes que ponían los viejos al sol a la salida de las corridas, es metro Ventas, ¿no?, algunos domingos llegábamos a la plaza de Manuel Becerra, cerca de la cochera de los tranvías, y volvíamos despacito a casa, la tardecita yéndose, y así siempre, ya no nos acordábamos del pueblo ni de la casilla (bueno, miento, de la casilla sí, aunque no hablábamos de ella nunca, era un acuerdo mutuo, una mirada, un bajar los ojos, un súbito calor), ni nos acordábamos del cura, ni apenas de nadie, tranquilitos tranquilitos, hasta que llegaste tú y todo se animó de pronto, eras muy rico, casi cuatro kilos, quién lo iba a decir, yo tan esmirriada y con tanto velar y pegar botones, y zurcir calcetines, y ya ves, todo tan fácil, y fue todo tan diferente, ay, cómo te lo diría yo, si esto no vale decirlo, sino pasarlo, ea, pasarlo, por eso no te cuento nada, porque yo sé que no nos sirve lo de los   —95→   demás, ni siquiera lo mío, hijo mío, es que no hay más remedio que pasarlo para aprenderlo, y aun así..., bueno, que fueron unos años tan buenos, Señor, tan buenos, qué fácil es ser feliz cuando Dios quiere que lo seas, porque de otro modo, qué pintamos aquí, si lo sabré yo...

¿Que cuánto tiempo? ¡Qué más da! ¿Usted sabe cuánto dura un sueñecito bueno, de ésos que, al despertar, no nos dejan abrir los ojos, y dura mucho tiempo un regustillo en la comisura de los labios, o en la yema de los dedos? ¿Que no? Pues no se ha mirado usted bien, o, dicho sea con perdón, es usted bastante gilí, por muy sabio que parezca. Un sueño es... un sueño es... Bueno, como fue aquello. ¿No le he dicho ya que Lucianín nació en el 32? Tenía cuatro años recién cumplidos en el 36. Íbamos para adelante. Mes tras mes, una cosa nueva en casa, ya puestecita, una radio y una máquina de coser, y unos tiestecitos. Lo que había que ver. Pero nadie sabe dónde está la vida de cada uno, qué cosas, sales a la calle y patapán, se acabó todo, bueno y malo, y sin comerlo ni beberlo, y así le pasó a él, a Luciano... Que salió a dar una clase particular aquel sábado después de comer, ya ve, no me acuerdo de la fecha, sólo sé que era sábado, en noviembre y tan lejos, pero esto no importaba, porque iba en el metro y volvería de día todavía, era a un chico suspenso, yo gasté la tarde en una cola de carbón, venga a chinchorrear las mujeres, y a decir cosas del frente. Esto se acaba enseguidita. Han tomado Toledo. Van a venir los rusos a ayudarnos. Por fin vamos a tener todos casa con baño. Se ha matado no sé qué general de ellos con un avión... En fin, que no volvimos a verle, porque el bombardeo debió agarrarle sin encontrar dónde refugiarse, no conocía el barrio, y eso es lo que más me duele, hijo mío, esa muerte así, tan estúpida, sin más defensa que agachar los hombros y afilar el miedo ante el ruido, que no cabe hacer otra cosa sino esperar que caiga la bomba en la otra esquina, mientras tú te estás allí tan quietecito, pegado al suelo, a la pared, o a donde sea, sin pensar, los ojos muy   —96→   abiertos, el corazón violento, y nada, ya ves, hijo mío, lo que es salir y no volver, no somos nada, pero tú puedes estar muy orgulloso, porque tu padre era un hombre muy bueno, trabajador, como no había dos, ya te lo tengo dicho, que seguro seguro que habría sido algo muy grande si no se hubiese tenido que casar conmigo, y ahí tienes la prueba de quién era, en sus carnets medio rotos, que yo los he guardado siempre para ti, fíjate cómo te pareces en esta fotografía del sindicato, quién sabe las veces que, a lo mejor, hemos pisado el mismo sitio donde cayó la bomba. Me dijeron así, a bulto: en Ferraz. Para qué le voy a contar a usted las veces que he recorrido esa calle arriba y abajo, ahora todo es nuevo, da lo mismo preguntar a nadie, para qué, les daría un patatús saber que alguien murió despanzurrado en su puerta, tan bonita, con ficus, con sansiveras, con alfombras así de gordas, con mármoles, con un portero de botones dorados. Ahora todo el mundo va a lo suyo y no a todas las sesentonas les han matado el marido allí, en una esquina, llena de escombros y silbidos, eso solamente les pasa a los incautos, a los sencillos, a la pobre gente que, como tu padre, no tiene trastienda, sino impulso, eso es, buena voluntad y deseos de trabajar, a ver, si no. Claro que bien mirado, cualquiera se atreve a asegurar nada, porque, aunque usted no me crea, los ratitos en que una dispone de lucidez, ésos en que notas que las gentes se llevan un dedo a la sien en cuanto das media vuelta, pero que tú lo ves, siempre hay un cristal oportuno para verlo, o peor aún, lo presientes que lo hacen, no sé, lo adivinas, bueno, es que notas en tu sien el movimiento de tornillo que ellos hacen con la yema de su dedo sucio. .. Pues ya ve usted, esos días, realmente, una muerte así, en la esquina, una muerte sin más resultados que reconocer las pertenencias, como aún recuerdo que decía el papelito del juzgado... ¡Qué bien, no me diga, tan resuelto! Ni en el entierro tuve que pensar. Nada. Y eso fue una pena. Cuando se vive algún tiempo así, tan bien, tan cercanos, se tiene miedo al día en que uno   —97→   falte, se querría morir siempre uno el primero. Y se entrevé el tal diíta, ya lo creo. Y yo, y me dolía el entrecejo, aquí, al pensarlo, pues que lo veía, teníamos una iguala muy arregladita, y yo veía el funeral, y los pésames, quizá la reconciliación con la engreída familia... Y nada. Las pertenencias y váyase, camarada, váyase, buena mujer, están esperando otras personas para lo mismo. No hubo flores, ni corona con dedicatoria, ni velorio, ni luto. Dios sepa qué habrá. No vale la pena, ahora sí que no vale la pena, pensar en eso. Pero, ¿y mi hijo? Si mi hijo volviera algún día, ¿quién le iba a decir todo esto, y lo que pasó luego, después que lo evacuaron, y cuando dejé de tener noticias suyas de Francia o de Bélgica, de Ucrania...? No, ya ve usted, prefiero todo lo pasado y seguir esperando, sé que algún día, cuando llegue a casa estará allí en la butaca de mimbre que me regalaron en el casino, esperándome, leyendo los prospectos de lavadoras o inmobiliarias que meten por debajo de la puerta, quizá haciendo el crucigrama poco a poco, a lo mejor es capaz, ¡tonto!, de chupar la punta del lápiz mientras busca las palabrejas, o a lo mejor haciendo números a ver qué nos convendrá comprar primero, pero, no, hijo mío, no te dejaré ser manirroto, hay que pensar mucho las cosas y ser previsor, muy precavido, tú no sabes lo mal que lo hemos pasado, y el seguro no cubre ni la mitad de las necesidades y hay que estar atentos al desempleo y a la carestía de la vida y no conviene tampoco aparentar, que ahora a todo el mundo le da por parecer más de lo que es en verdad, si lo sabré yo, nosotros, todo lo más procuraremos vivir otra vez por allá abajo, por detrás de la Plaza de Toros, como cuando eras niño, ahora están haciendo unas calles muy buenas por allí, el metro llega más lejos, estaríamos muy bien y saldría mucho más barato, porque, hijo mío, tú no sabes lo que fue aquello, tú, en la colonia y viajando por ahí, te libraste de todo, y gracias a Dios por ello, pero yo, aquí, solita, sin arrimo alguno, trabajando aquí y allá, que si en un hospital, que si en un comedor de soldados, bueno,   —98→   un calvario, qué frío en las noches, vueltas y vueltas en la cama tan grande para mí sola, qué ilusión el papelito aquel que decía que estabas bien, que crecías, que te ponías tantas y cuantas inyecciones, y cómo me afanaba yo, que no he estado nunca por esas tierras ni voy a estar, que no sirve de nada ahorrar, aparte de que de dónde voy a ahorrar yo, no me hagas reír, pues, sí, yo me afanaba por verte, por saber o imaginarme cómo sería el jardín donde corrías, el comedor donde comías, la alcoba donde de seguro te acostaban sin rezar, que era una delicia oírte chapurrear las oraciones... Ah, sí señor, hace usted bien en llamarme al orden, a mí se me va el santo al cielo y no sé, a veces, qué diablos estoy diciendo. ¿Cómo? Ah, sí, pues ya ve usted, gracias por recordármelo, me quedé sola, porque el niño, a ver, yo no tenía una perra, el colegio había sido convertido no sé en qué, en cuartel, o en cárcel, total, que no comía nada, y se lo llevaron a una colonia de niños evacuados. Por lo menos ha visto mundo. Hace tiempo que no sé de él oficialmente, pero, usted sabe, esas cosas de los servicios internacionales, el correo, todo está tan alterado, y, luego, ya lo dicen los periódicos, no nos quieren por ahí nada, nada, lo que se dice nada. Ya vendrán las noticias. Si yo no espero, ¿quién le esperaría? Yo tengo que esperar y enseñarle esos papeles que han ido llegando para él, los formularios para la herencia de sus abuelos, que, ya ve usted las vueltas que da el mundo, los liquidaron en el otro lado, lo que son las cosas, nunca me lo expliqué, y también tengo que darle el aviso de la Caja de Reclutas... Oiga, ¿será posible? ¿Usted cree que le harán ir al cuartel todavía? ¿Encima? Yo creo que deben dejarlo conmigo, que para eso le he esperado yo tanto, eso son sopas y sorber, qué caramba. Yo no puedo creer que hagan eso. Claro que tampoco parecía posible que su padre fuera a dar una clasecita y a morir en una esquina de la calle Ferraz, y menos aún que mi niño tuviera que irse por ahí solito, mundo adelante, y ya ve usted. El mundo es un lío de miedo, y es inútil querer arreglarlo.   —99→   No te metas a redentor, hijo mío, que el hombre es malo y no anda nunca a derechas, y tú has salido como tu padre, un bendito que le engañaba todo el que quería, solamente yo, yo fui para él como se merecía, y ya ves para lo que nos aprovechó, más años de los que yo tenía cuando nos dejó han pasado desde entonces, casi nada, y ¿hasta cuándo? Vete a ver. Todo sea por Dios. Ay, perdóneme usted, hace usted bien en traerme a la realidad, porque ya llevo mucho tiempo hablándole de lo de siempre, y por más que se repitan las cosas, no es un disco, no, qué va a serlo, que llega un momento en que siento cómo me sube así, desde el estómago, una bola grande, y me llega a la garganta, y a los ojos, y a los oídos, y, entonces ya, ahí, nadie lo sabe cómo es entonces todo, y cómo solamente el ponerme a esperar puede deshacer esa bola, y retragarla, y hacerla bajar de nuevo a su escondite. Sí, prefiero esperar, yo no hago daño a nadie esperando, usted me contará. Hoy mismo, ahora, cuando le deje a usted, ¿estará en casa? Tengo prisa, tanta prisa, por si acaso. Por otro lado, no querría llegar nunca, por no ver la butaca vacía, los almohadones intactos, la hoja del calendario sin quitar, los cachivaches de la cocina como yo los dejé esta mañana, cuando me fui a limpiar el casino, ya sabe usted, hacía tanta niebla, y, luego, los autobuses van tan mal, y yo voy andando cada vez más despacio. Sí, voy a dejarle a usted, ea, Señor, cómo pasan a veces las cosas, la memoria, los pies, las manos agarrotadas, la misma esperanza, hijo mío, esto no es vida, me voy a casa, a lo mejor se te ha ocurrido venir hoy sin avisar, también tú, qué ocurrencias, precisamente hoy que no limpié lo debido, me voy, me voy, discúlpeme usted, ya me parece que se lo he dicho todo, por lo menos todo lo que yo recuerdo, si necesita algo más pregúnteme usted otro día. Ahora tengo que irme, y... Bueno, ya sé por dónde voy a ir a casa. Me voy siempre por aquí, atajando, Cedaceros, la Carrera, las Cuatro Calles, Cruz, Barrionuevo, Progreso, luego la Cuesta del Mesón abajo, voy haciendo tiempo,   —100→   para dar lugar a que llegues tú, hijo mío, siempre puedes haberte encontrado con alguien y entrar en una barra a tomar un chato, tanto que le gustaba a tu padre, o quizá quede por ahí algún puestecillo de gambas, solían poner los carritos en Duque de Alba, y te habrás distraído a comprar unas pocas para animar la cena, o quizá te has metido en un cine de continua, al paso, lo has pensado mejor y has decidido llenar un rato, a ver, hay que distraerse algo, porque, así, de casa al trabajo y del trabajo a casa, esto no es vida, qué va a serlo, me pararé en todos los escaparates, zapatos, corbatas, pañuelos, encendedores, ¿te gusta fumar?, si seré tonta, no entiendo nada de clases de tabaco, tu padre no fumaba nunca, por lo menos desde que nos casamos, había que ahorrar lujos, y miraré en las camiserías, ¿qué número gastarás ya?, y me acerco al cristal, tan fresco en la frente, y vuelvo a ver esos tranvías que ya no están, y repaso las canciones que sonaban en la radio aquellos años, cuando los tres... Morucha divina, clavel tempranero, a ver por qué me mirarán esos idiotas, yo canto como me da la gana. Cerré los ojos pa no mirarla y abrí la puerta de par en par, y ya sé que en cuanto doble la esquina de la pastelería se ve la ventana de nuestra cocina, sí, hombre, sí, ¿no ves que han tirado la casa de al lado?, por eso se ve, es que hace un par de años no se veía, claro, estaba ahí la casa de la posada y de la ferretería, y ya no están, a ver, hay un solar, pronto tirarán también la nuestra, ahora lo están tirando todo, tienes que darte el domingo una vueltecita por allí, por detrás de la Plaza de Toros, a mí me gustan aquellos barrios, nos mudaremos, ya lo verás, es tan agradable, da el sol de plano las tardes del invierno, y hay chiquillos correteando por las cuestas de los desmontes, rebuscando tesoros en las escombreras, y pasan muchos, muchos aviones, y... Mire usted, señor, no sé para qué le cuento todo esto, porque figúrese que me entra lo que me ha de entrar, menudo telele, y que está allí, y me ve y... ¿Cómo me llamará? ¿Usted no sabe cómo me llamará? ¿Por mi   —101→   nombre? ¿Madre? Quizá ya no sepa español, y si lo sabe, dicen que por ahí saben de todo, ¿de qué me va a servir hablar? ¿Nos entenderemos? ¿Sabré yo arreglarle la ropa que traiga, ropa del extranjero, así, anchota, muy buena, llamativa, tan llamativa como algunas que vemos por ahí, por la calle? Quién sabe si no tendrá estudios, ingeniero, arquitecto, y entonces, ¡adiós!, porque, ya ve, yo no soy más que una mujer de la limpieza, una pobre mujer de la limpieza, y no podré hablar de sus cosas, tanto que les gustan a los hombres, cuando vuelven, cansados, a casa, que les elogien su trabajo. Ay, cuántas dudas, Señor. ¿Sabré hacerle yo algo que le guste? Pues, sí, yo, ya ve usted, creo que sí, que algo sabré hacerle... y me lleno de proyectos para el otro día, para los otros días, habrá que incluirle en el padrón, y vengan oficinas y ventanillas, y en la cartilla del médico, y poner el contrato del piso a su nombre, pondré un enchufito nuevo para que se afeite donde tenga más luz... Me sentiré firme, segura, acompañada. Quizá podamos tomar las vacaciones juntos, iremos al mar, que todavía no lo he visto o, mejor, nos quedaremos en casa en paz y en silencio, y, al atardecer, me leeré el periódico, los crímenes y los partidos, y los viajes del Papa, quién sabe si no haremos una quiniela, riéndonos, bobos, regañaremos (en broma, claro) al discutir en qué gastaremos los millonazos... Y cosas así. ¿Qué hay de malo en eso? Y subo por la escalera sin mirar si hay algo en el buzón, hoy quiero que sea total la sorpresa, y, a pesar de todo, tengo que ir deteniéndome poco a poco, que los escalones se van notando, y paso por los rellanos de puntillas para que no se enteren los vecinos, siempre esa Clotilde, tan monilla, la del tercero, dando gritos y riéndose, es un diablillo, ya ve usted, aún quedan niños, y me acerco a mi puerta sin hacer ruido, esa madera, cuidado que cruje siempre, por qué no le habré puesto algo de grasa a la cerradura, y rechinan los goznes, a ver, es tan vieja, y me alarmo, que a lo mejor se ha quedado dormido esperándome, no pasaré al comedor para no despertarle, ni encenderé   —102→   el brasero, sino que me quedaré en la ventana del pasillo un ratito, hasta que se dé cuenta de que he llegado, desde allí veo muchos tejados, muchas ventanas de cocinas donde las madres andan afanosas preparando la cena a sus muchachos, los que se habrán quedado en un bar o habrán entrado a un cine de continua que les salió al paso, quizá se han retrasado con la novia en el quicio oscuro, eso, ya ves, eso no ha cambiado, y me distraigo leyendo anuncios luminosos para llenar el tiempo, se apagan, se encienden. Electrodomésticos. Viajes. Champán. Vuele por Iberia, se apagan, se encienden, y veo el reloj de la Telefónica, y puedo hablar con él desde afuera, sin miedo a que me replique con mal humor si es que está rendido, a ver, el día es tan agonioso, ¿a qué hora te llamaré mañana? ¿Has visto qué sol tan bonito ha hecho esta tarde?, no daban ganas de ponerse a trabajar, es ya la primavera que está llegando, ya iremos el domingo que viene a dar un paseo, y eso que, a lo mejor, ya se sabe, alguna lagartona por ahí sale y si te he visto no me acuerdo, ¿eh?, Jesús qué tarde se ha hecho, vamos, vamos, hijo mío, es hora de acostarse, anda, oye a ver qué dicen del tiempo, no te vayas a dejar el transistor encendido, ya será de día y mañanaremos, bueno, yo aún voy a quedarme un ratito aquí cosiendo, no me digas que si la luz, que si me voy a quedar ciega, eres igual que tu padre, que siempre me lo decía, anda, ponme el brasero, enchufa, tú te puedes agachar mejor que yo, fíjate en este huevo de madera para coser calcetines, tanto que te gustaba jugar con él, pues ya ves, aún lo tengo... No, no me llames por mi nombre, eso no me gusta, vaya, que no, anda, quita, quita, no seas zalamero, te digo que mañana habrá que madrugar, hay que firmar a la entrada... Allí, donde tú estás, ¿hay que firmar en la entrada, al llegar y al salir? ¿Nunca? Vaya, hombre, también tienes suerte tú, ¿eh?, no te quejarás... A ver si con estas pamplinas nos olvidamos de poner el despertador. Anda, dale cuerda, con mimo, hombre, con mimo, ¿no sabes que me lo dieron de premio en el mercado, unos hombres de la televisión que preguntaban   —103→   cosas para anunciar no sé qué jabones? Ya ves, yo supe contestar, qué te has creído, claro que lo supe, ya apenas me acuerdo qué preguntaban, qué era un azumbre, quién está enterrado en Santiago, cuántos credos tarda un huevo en cocer... También cosas de Madrid, cuál es la primera verbena, dónde está la calle Ferraz... Ya ves tú qué facilito. Me dijeron en el casino, al día siguiente, que salgo muy bien en la tele, que sonrío, que no se me nota apenas el pelo blanco...