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Alonso Zamora Vicente, hijo de Alonso y Asunción, natural de Madrid, etc.

Camilo José Cela





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El padrecito Baroja llamaba los jardines del Buen Retiro al parque del Retiro; quienes venimos después lo hacemos sólo por broma o por añoranza, que es una suerte de broma con la que disfrazar de resignada tristeza las ganas de vivir; algunos le llaman costumbrismo al apego a los arrestos mozos. Ahora esto del sentimiento cuenta poco y la gente toma la añoranza a cachondeo y se escuda en las estadísticas, la técnica y otras zarandajas de escasa monta. Allá cada cual porque, dentro de cien años, todos calvos y de los técnicos no quedará ni la memoria; de los escritores, en cambio, quizá sí; de los escritores siempre quedará alguna página, alguna ocurrencia, algún gesto resignado o rebelde, que en el fondo es lo mismo y a nadie le importa demasiado.

El Retiro está fresco a las primeras horas de la mañanita de San Juan, que este año cayó en domingo. La clientela infantil del parque todavía no rebulle por sus veredas y   —116→   parterres, debe estar desayunando café con leche y galletas o mojicones; a lo mejor, a los niños los están aún peinando con agua de colonia; antes, cuando gastaban flequillo, algunos llevaban tupé, era más fácil pero ahora, con esto de la melena, hay que desenmarañarles el pelo de la dehesa y se tarda mucho. Las parejas de novios tampoco asomaron aún sus hocicos dulcísimos y besucones; lo más probable es que se estén acicalando (por separado, claro es, que una cosa es el parcheo y otra cosa la pecaminosa convivencia), y a los guardas todavía no se les erizó el fiero mostacho de la autoridad; hace años, cuando se comía peor y había más reservas espirituales de occidente, los guardas del Retiro lucían mostachos de gato garduño, copiaban al káiser (a lo pobre) o a los generales de la guerra de Melilla (que al menor descuido ponían los huevos encima de la mesa y se quedaban tan anchos) y se comportaban con un aire y un gesto muy ecuánimes de mílite portugués; ahora van casi todos afeitados y los que usan bigote dan mucha risa, la gente los toma a coña y los turistas les sacan fotografías en color o les dan pitillos yanquis emboquillados, de esos que producen carraspera. En la actualidad hay guardas que hasta mascan chiclets y leen los discursos de los ministros; se conoce que la raza va para abajo. ¿Qué se hizo de aquellos guardas ternes y bravucones, ordenancistas e iracundos, que tundían a palos y sin previo aviso a los novios propensos al sobo del solomillo amado? ¡Ay, tiempos, tiempos, y qué poco dura la alegría en casa del menesteroso!

Sí, el Retiro está fresco y desierto a las primeras horas de la mañanita de San Juan, que es santo manso y caritativo, y la conversación discurre con serenidad y placidez.

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Alonso Zamora Vicente, hijo de Alonso y Asunción, natural de Madrid, nacido el 1.° de febrero de 1916, catedrático de universidad y secretario perpetuo de la Real Academia Española, va sin corbata, lleva un jersey obscuro de cuello alto: parece un deportista o un cura europeo, de esos que en vez de purificar el alma del prójimo con la amenaza del fuego eterno, se lavan las propias carnes mortales bañándose de vez en cuando en la bañera. Alonso es hombre afable y sonriente, de conversación sabia y sosegada, palabra contenida y voz de temple civil.

Alonso y yo somos de la misma quinta, cuando él ingresó en la Academia -el día 28 de mayo de 1967- yo no perdí el puesto de benjamín de aquella casa porque soy tres meses más joven; eso es como ganar una carrera de caballos por corta cabeza, pero el triunfo, aunque apuradillo y por los pelos, vale lo mismo; el día 21 de mayo de 1972, Antonio Buero -que también es de la quinta- me arrebató el juvenil lugar que ocupaba desde hacía quince años.

Alonso y yo somos de análoga estatura y de parejas aficiones; él es más culto que yo en algunas cosas -la filología, la lexicología, la dialectología- pero yo, para compensar, soy más culto que él en otras varias -las coplas de pueblo, el billar, el tango- y así la cosa queda bastante equilibrada y podemos seguir siendo buenos amigos amén de serlo ya viejos, viejísimos: Alonso y yo -y lo digo para que pueda aprovechar de ejemplo a no pocos- somos amigos desde hace cuarenta años, más o menos, de los cincuenta y siete de vida que ya llevamos gastada, ¡qué horror! El arbitrio de quitarse años es admisible sólo entre señoras de la clase media y poetas líricos: tal Luis Cernuda Bidón,   —118→   valga por caso, que nació en 19021 pero que en la segunda antología de Gerardo se declara dos años más joven. Si llegó a creérselo, hizo bien.

Hablar con Alonso Zamora es fácil, su compostura da confianza y buen ánimo.

-Mis padres tuvieron cinco hijos, yo fui el menor.

-Se dice que no hay quinto malo.

-Bueno se dicen muchas cosas.

-Sí, eso también es verdad.

Por la Rosaleda se pasea un gato fino, sentimental y orondo; el sitio no es propio de gatos pero éste de ahora, se conoce que satisfechas más perentorias necesidades, quizá padezca de spleen o de mal de amores.

-¡Qué gato más raro! Parece un académico.

-¡Hombre, Camilo!

Recojo velas y cuando paso al lado del gato, le tiro una patada con disimulo; tuvo suerte, porque no le di.

-Mi madre murió siendo yo un muy niño; tendría unos cinco o seis años, casi no me acuerdo.

Una brisa suave mece las más altas rosas mientras un jubilado pasea con lentitud, apoyado en su bastón de puño de plata.

-Las primeras letras las aprendí en el colegio Español-Francés, en la calle de Toledo. Del colegio Español-Francés también fue alumno Pedro Salinas, si viviera tendría ya más de ochenta años..., claro, nació el 92..., era mayor que Jorge   —119→   Guillén y que Juan Larrea y siete años más joven que León Felipe... ¡Pedro Salinas con ochenta y un años!

-Sí. Y Lorca con setenta y cinco, si viviera, Alonso; eso del tiempo pasando sobre los muertos es muy difícil de explicar.

-¡Y tanto!

En el paseo de coches una señora riñe con un taxista, no debe ser nada grave porque no se insultan.

-Después vino el bachillerato en el instituto de San Isidro. ¿Te acuerdas de don Enrique Barrigón González, el cura de latín?

-¿No voy a acordarme? ¡Qué burro era!

-¡Hombre, Camilo!

Como ya no tengo gato a mano para descargar la electricidad, le doy una patada a un banco de piedra y me hago daño en el pie.

-¡Ay!

-¿Qué te pasa?

-Nada, un tropezón.

-¿Te has hecho daño?

-No; no ha sido nada, gracias.

Un mocito silba el anciano bolero Piel camela con las manos en los bolsillos, se conoce que está enamorado de alguna vecina; hay vecinas muy aparentes que están buenas, ¡ya lo creo!, que están como trenes pero que dan mala vida a sus pretendientes, les hacen concebir esperanzas y después, nada: se casan por interés con un funerario y le ponen los cuernos con un taxista que no sea del Opus Dei (esto no es obligatorio, claro, pero sí probable); entonces el mocito enamorado y desairado silba Piel canela y se reconforta.

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-Lo de la facultad de Filosofía y Letras ya lo sabes, allí estuve del 32 al 36; después, al acabar la guerra, en el año 1940, me licencié. En la facultad coincidía con María Josefa en las clases de Tomás Navarro; yo trabajaba en el Centro de Estudios Históricos, con don Ramón, y ella en Índice literario, con Salinas. ¡Qué profesores, aquellos! Don Américo era la imagen del entusiasmo, del afán de acercamiento a la juventud; don Américo era un verdadero maestro; de los hombres de entonces guardo un recuerdo imborrable, para mí siguen siendo un ejemplo permanente.

Alonso se ha quedado como pensativo; Alonso está siempre como pensativo, cuando camina despacio se le nota más.

-Me doctoré en filología románica el 41 ó 42; mi tesis fue El habla de Mérida, que tú conoces. Eran momentos duros, con toque de queda, con toros bravos en el campo y maquis en el monte, con gran pobreza de medios... Luego sale un señor y te dice que, en tal página, a la «o» breve le falta el signo de cantidad. ¡Vaya por Dios! Sí, eran momentos duros, momentos de mucha confusión; si no es por Dámaso, yo renuncio después de la guerra; a él le debo el haber seguido.

Alonso se recrea, cautelosamente, en la memoria y, mientras recuerda, sonríe con muy dulce y diáfana añoranza.

-Mira, Alonso, lo que yo te digo es que los intelectuales, o tienen vocación, o no la tienen; cuando no la tienen, no son más que compañeros de viaje. Hoy, la universidad está llena de compañeros de viaje y de fingidores.

-¡Hombre, Camilo!

-¡Ni hombre, ni nada! Eso no eres tú quien lo dice: soy yo.

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Alonso es una viva llama de vocación; para mí tengo que en su vida, no dio un solo paso que lo apartase de la senda culta; yo pienso que no hubiera podido hacerlo, aun de haber querido.

-Mi gran problema es mi real vocación universitaria.

Los escritores somos más zascandiles; ese es un lujo que los sabios no pueden permitirse. Alonso es escritor, magnífico escritor, para descansar de la ciencia; cuando se harta de sabiduría, toma la pluma y escribe un cuento para sosegarse, también para rememorar e inventar.

-La gente es como es y eso no hay quien lo arregle. Cuando escribí Smith y Ramírez, S.A., hubo quien me preguntó: ¡Pero, hombre! ¿Qué te ha hecho Sepu?

Alonso, mientras camina con las manos a la espalda, vuelve a escarbar en el recuerdo.

-Después, las oposiciones. Y antes, también; antes de doctorarme. Catedrático de instituto en las primeras oposiciones de después de la guerra, el año 40: Mérida, Santiago... Más tarde, catedrático de universidad: el 43, Santiago ¡hace ya treinta años!, el 46, Salamanca...

-Treinta años pasan en un vuelo, Alonso; la gente cree que esto de que pasen los años tiene mucho mérito, pero no es así. Don Ramón no llegó a los cien años por tres o cuatro meses; don Manuel se murió después de cumplirlos.

Un niño que cumplirá cien años en el 2068 le da una torta despiadada, un lapo inmisericorde a un niño que cumplirá cien años en el 2070.

-Pero, hombre, ¿no te da vergüenza pegarle a un niño más chico?

-No, señor.

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-¡Ah, bueno! Tú sigue, hijo, ¡no te prives, no te vaya a dar el trauma!

Hay criaturas muy respetuosas con el calendario pero hay otras, por lo que se ve, que no le hacen ni caso; con las personas mayores pasa lo mismo y las consecuencias suelen ser más graves.

-Y los viajes; en la Argentina estuve cuatro años, del 48 al 52, de director del Instituto de Filología. Vuelvo a España y marcho a Alemania: Colonia, Heidelberg... Más Europa, más América, Méjico, los Estados Unidos..., y Madrid. Después de rodar por el mundo pienso que nos debemos a nuestro país, pese a todo: pese a la envidia, que es el mal hispánico.

-Eso lo dije yo hace años.

-Sí, y antes que tú lo dijo Lope de Vega; eso lo decimos todos... La envidia tiene muchos matices, el arco iris se queda pálido a su lado. En España se procede por pasiones, no por ideas; la sociedad española tiene oxidados los goznes de pensar.

Un mirlo silba en la copa de un árbol para barrernos de la cabeza los malos pensamientos.

-Yo acabé en dialectólogo porque en la facultad había un catedrático que no podía levantarse antes de las doce. Entonces me buscaron a mí, yo fui siempre madrugador. En El Escorial, los fines de semana y siempre que puedo, trabajo la tierra; ése es un buen ejercicio. Yo tengo un poso rústico grande; la familia de mi padre tenía fincas en la ribera del Júcar albaceteño. Yo hago muy bien migas manchegas o ruleras, de rulo, lo que rueda... A mí el mar me impone, lo veo un poco como espectáculo; a mí me gusta más   —123→   la tierra. Yo también he sido un gran andarín, creo que conozco el país muy bien. Me gustan los animales en el campo, un perro que cruza, el estupor de una gallina que incuba huevos de pato cuando los polluelos se le tiran al agua... La cerámica popular también me gusta; yo no colecciono nada, pero cerámica popular tengo bastante.

En El Escorial, María Josefa y Alonso son vecinos de Pilar y de Rafael Lapesa y de mis cuñadas; en Prado Tornero cabe todo, y que don Felipe II nos coja confesados, amén. María Josefa y Alonso tienen dos hijos que tocaban la música en la Agrupación Instrumental de Música Antigua, tocaban la flauta y el cromorno o cromornos; el diccionario de la Academia no define el cromorno; se conoce que, preocupados con esa sandez del güisqui, no son partidarios de la música antigua. El cromorno es una especie de flauta ronca, se parece a la bombarda; los italianos le llaman cornamuto storto; en mi casa tengo un disco interpretado por los dos mozos Zamora y sus compañeros, se titula Música en la corte de Carlos V y es muy melodiosa y delicada, es una música culta y de mucho misterio. El mayor de los hijos, Alonso, es arqueólogo y dejó la música; el menor, Juan, es físico pero sigue tocando.

-Eso de la mujer no está mal, bueno, la verdad es que no está nada mal. A mí me dieron calabazas muchísimas veces pero, al final, acerté: lo único serio que hice en mi vida fue casarme con una mujer excepcional en todos los sentidos, con una mujer que está lo mismo a las duras que a las maduras.

En esto del matrimonio, unos aciertan y otros se equivocan; suelen hablar más quienes yerran que quienes dan en la diana, pero Alonso hace excepción a la norma al uso.

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-En la Academia me elegisteis en mayo del 65, tú me votaste y leí un año más tarde, en mayo del 66.

-Sí te voté, claro, pero fuiste elegido en mayo del 66 y leíste en mayo del 67.

-Sí, eso. Me tocó la silla D, que había ocupado Melchor Fernández Almagro y, antes, don Niceto.

Empieza a apretar el calor, lo que siempre ayuda a los malos pensamientos. Un recluta pasa chupando un helado y una niñera desahoga el rijo sacudiéndole estopa a un infante guapito y bien vestido.

-Sí, Melchor, don Niceto..., ¿tú no crees, Camilo, que esto es la vejez?

-Hombre, no sé lo que decirte. ¡Mientras el cuerpo aguante!

C. J. C.





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