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¿Alta/baja cultura? Texto, paratexto y literatura de «Magazine» en Delmira Agustini

María José Bruña Bragado





La creación poética de la uruguaya Delmira Agustini (1886-1914), escueta pero de una solidez y calidad fuera de lo común en el contexto modernista latinoamericano, pugnaba y pugna por inscribirse en el canon, ayer como hoy, contribuyendo, de este modo, a modificar su sentido y el de la propia tradición. Por el curso de la biografía escabrosa de su autora, su figura literaria deviene en una suerte de fetiche cultural, en buena medida masculino -la crítica ha pervertido la interpretación de su persona y poética durante décadas-, pero también femenino -la crítica feminista ha incurrido en algunos casos en el mismo error-, fetiche que, saturado de sentidos, a veces dificulta o mediatiza en exceso la lectura de su obra. Precisamente en los últimos años, y corno consecuencia de la progresiva tendencia del hispanismo hacia los Gender Studies y Cultural Studies importados del ámbito anglosajón, los acercamientos a esta escritora han tendido a reivindicar tal fetiche, sin mostrar, salvo casos excepcionales, una excesiva preocupación por la obra. Sin desestimar este esfuerzo realizado desde la órbita de los estudios culturales y feministas, que intentan insertar la producción de Agustini en una tradición otra, femenina, transgresora y novedosa, me permito señalar la existencia de un vacío crítico en ese movimiento. Es obvio que se ha pasado sin transición de un extremo al contrario, esto es, de la total exclusión de la tradición literaria a la inserción en una tradición femenina, sin hacer escala previamente en la necesaria ubicación de la poeta en un canon más abarcador que permita comparar su obra con la de otros autores y autoras. El valioso intento realizado por la propia escritora durante su vida para formar parte de la intelectualidad masculina es, como vamos a ver, lo suficientemente importante y meditado como para no considerarlo1. Ciertamente, en el Montevideo de las primeras décadas del siglo XX la única cultura posible era la «alta cultura», dominio casi exclusivo de un patriarcado intelectual capitaneado por José Enrique Rodó y Julio Herrera y Reissig, entre otros. En este sentido, asombra la lucidez y conciencia del oficio y de su género de Agustini, quien procura abrirse un hueco en este campo elitista y masculino para obtener un reconocimiento general, reconocimiento que, desde la «baja cultura» -folletines, publicaciones sentimentales y crónicas-, siempre asociada a lo «femenino» en su interpretación más literal y maniquea, se presentaría como inviable.

A continuación, estudiaremos en detalle cuatro de las estrategias o procedimientos de los que Agustini hace uso y que se vinculan con la construcción de la identidad como artista, más compleja en su caso por tratarse de una artista mujer. Esta reflexión nos remite a una idea que no debemos perder de vista, la de que el modernismo está especialmente preocupado por la representación femenina y cuando el sujeto de enunciación empieza a ser la mujer, todas aquellas fantasías masculinas revertidas en la literatura, la pintura, la fotografía modifican sustancialmente sus sentidos y proyección. Operamos, por tanto, sobre los artefactos culturales delmirianos: iconografía, formas de publicación, biografía, como sobre «textos» que hay que leer y descodificar antes que como objetos. Su faceta como actriz, sus poses de dandi, su temprana mitificación como niña artista, el uso de la fotografía como instrumento por parte de Agustini son sumamente interesantes en este sentido. En última instancia, lo que se derivará de un análisis de estas características es, insistimos, la extraordinaria conciencia del oficio poético de la autora, así como su clarividencia a la hora de comprender y manejar las reglas de un mercado literario que, desde el comienzo del capitalismo, transforma tanto a la obra de arte, como al sujeto, en mercancía. Haremos referencia, por tanto, 1) a la utilización de la fotografía o imagen como apoyatura de su obra, 2) a la adopción de una actitud de autopromoción en los círculos literarios, 3) al uso paratextual de prólogos y juicios críticos y 4) a la redacción de crónicas periodísticas. Desde este punto de vista, como venimos diciendo, Delmira Agustini es convertida -aunque ella también participa activamente en dicha conversión- en «objeto-fetiche para el campo cultural que la fabrica: máquina productora de sentidos, superficie especular de las fantasías masculinas e intelectuales de la época»2. De todo ello se deriva un deseo legítimo de ingreso en el canon que pasa, necesariamente, por terceros, pero que no está tan mediatizado como se ha dicho y responde también a la voluntad consciente de Agustini.

1) En el período previo al advenimiento de la Modernidad, las representaciones del cuerpo se realizaban a través del dibujo o de la pintura y, por tanto, eran un lujo sólo accesible a las clases dominantes. Hasta el momento en que el ejercicio o la posibilidad de la fotografía se amplía al conjunto de la sociedad, podría decirse que la mayoría de las personas carecía de un discurso sobre su imagen o no tenía constancia diferida de su propio cuerpo, de su representación3. Así, el invento de la fotografía, la reproducción mecánica y compulsiva de la imagen, que tan vinculada estaba a la percepción fragmentaria, impresionista y efímera del fenómeno urbano implícita en el proceso ideológico de lo moderno, supuso por vez primera la toma de conciencia colectiva de un cuerpo al que se podía dotar de pronto de una gran cantidad de significados4. En concreto, esta apertura de posibilidades en la tarea de configuración y reinterpretación del propio yo se reveló de gran importancia para tejer la figura y la proyección del dandi y del artista, personajes que hacían de la imagen un ejercicio erótico de narcisismo y que se exponían ante los demás mediante fotografías de cuerpos aparentemente perfectos, bellos, eternamente jóvenes5. El cuerpo, y la manera de vestirlo, de cubrirlo, constituía, pues, para tan peculiar sujeto una especie de sueño de inmortalidad, una invitación al deseo, a la seducción de otros cuerpos y, sobre todo, un espectáculo. En este sentido, en el contexto de un siglo XIX que significó una dependencia cada vez mayor de la tecnología y maquinaria suponiendo tal auge, como hace notar Benjamin, una uniformización en todos los ámbitos de la vida -en el vestir, en el comportarse, incluso en las expresiones del rostro-, esta nueva forma artística de la fotografía iba siendo percibida paulatinamente como un modo de diferenciación, a medida que se arrogaba de un discurso autolegitimador y de una autoridad estética. En consecuencia, si bien es cierto que la difusión de la fotografía dio lugar en un primer momento a fenómenos determinantes para el desarrollo del arte moderno, como la democratización aparente del mismo o la «perte d'auréole», consecuencia inevitable de la existencia de una pluralidad de copias que reemplazaba al original único, ausente o perdido ya sin remedio, el propio medio fotográfico propiciará más adelante una rearticulación del concepto de aura6. Que ciertos dandis, y en nuestro caso una escritora también dandi como Delmira Agustini, abrazasen sin paliativos una forma innovadora en sus medios y marginal en el sistema del arte no sería, entonces, sino un gesto más de provocación, de elitismo, frente a los usos puramente utilitarios y económicos de la fotografía por parte de la clase burguesa, que trataba de recrear con ella las posibilidades y logros de un grupo social que se proponía como emprendedor y poderoso. Captar una imagen de sí, un momento, algo efímero y circunstancial para hacerlo circular más tarde era la consigna a seguir por estos artistas, quienes se encontraban a sí mismos primero y después se vendían como tales: en el momento del surgimiento del capitalismo y del desarrollo de todas sus estructuras y presupuestos, podría decirse que ellos fueron los primeros y más visionarios publicistas. Sin embargo, la plusvalía de tales mercancías no era ya de orden económico sino que estaba relacionado con la idea de aura.

El análisis del archivo fotográfico de Delmira Agustini demuestra que la autora siguió de cerca el ideario estético surgido en el siglo XIX y que con tanta habilidad recogió y recreó Rubén Darío en Los raros: se trataba de que el artista comenzara a crear su vida en función de su obra con el deseo o el ideal de poder llegar a identificar ambas, se trataba, en definitiva, de llevar a la realidad la «leyenda del artista»7. Ahora bien, la poeta Delmira Agustini percibe las dificultades de ser dandi para una mujer y decide introducirse, en principio, en el imaginario del deseo masculino y aparecer, ofrecerse en las fotografías como objeto erótico con el fin de autorizar, más adelante, su obra y ser aceptada en los círculos literarios. Ciertamente, hasta el siglo XX, el regalo de la belleza había supuesto un lastre y un freno para una figura pública masculina que debía probar su inteligencia por encima de su aspecto. El caso de la mujer había sido diferente pues una imagen externa seductora era considerada como uno de los elementos para su aceptación dentro de la nómina de intelectuales; era una de las formas de convencer del interés o la calidad de su obra. Así, aunque Delmira Agustini podía entrever los malentendidos e interpretaciones parciales que implicaba la lectura de su cuerpo simbólico de mujer junto al cuerpo escritural de poeta, se diría, por un lado, que estaba interesada en fomentar tales malentendidos, en trabajar con tales errores, en ingresar sin ambages en el deseo masculino, y que, por otro, admitía y era connivente con las ventajas y el acicate para su carrera literaria que la adopción de tal doblez podía generar si consideraba su objetivo de ser admitida y aplaudida socialmente. De manera que para que la poeta se «vendiera» corno dandi, como artista provocadora, era preciso primero presentarse como mujer bella. La faceta erótica -no ignoraba que su público era predominantemente masculino- se imbricaba por tanto hasta extremos indisolubles con la faceta intelectual o la pose de artista. El artificio y el juego presentes en las fotografías de la creadora muestran que gran parte del poder de seducción del «fetiche» reside en la atracción por lo fabricado, en la artificialidad relacionada con la cualidad mágica del encantamiento8. Delmira Agustini tolera, según lo dicho, verse inmersa en el estereotipo de belleza en que una mujer de su momento debe estar ubicada y encarna la musa finisecular con el objetivo de poder hacer pública, más adelante, su faceta como artista9.



2) En segundo lugar, hay otro elemento que muestra la ansiedad desmedida de Agustini por entrar en el canon. Se trata de seguir jugando con las imágenes de «femme fatale» o «ángel del hogar» que dominaban la retórica y el imaginario de la época y pueden proporcionarle el codiciado lugar de prestigio artístico e intelectual, pero no ya desde la fotografía sino desde una actitud y vestimenta, una pose. Por tanto, aunque es cierto, como se ha afirmado, que se utilizó su juventud y belleza a efectos promocionales, no deja de ser cierto también que había plena conciencia de la artimaña de marketing y Agustini se pliega a los dictados masculinos pero desde la seguridad y confianza que le otorga su obra. Así, con arrojo y resolución, protagoniza gestos como el de acudir a una editorial para publicar sus poemas o, más tarde, defender, con vehemencia insospechada, su poesía contra los ataques de quienes la consideraban deudora de la de Darío -«la angustia de las influencias» late de fondo- simulando en todo momento, sin embargo, aceptar el papel de musa o «poetisa». En 1903, Delmira Agustini se dirige a ver al editor Manuel Medina Betancourt con sus poemas en la mano. El prólogo de su primer libro, cuatro años más tarde, describe esta visita:

«Una mañana de Septiembre, hace cuatro años, golpeó a la puerta de mi cuarto de trabajo en la revista La Alborada, una niña de quince años, rubia y azul, ligera, casi sobrehumana, suave y quebradiza como un ángel [sic] encarnado y como un ángel lleno de encanto e inocencia»10.



Desde que atisbamos la mitificación prematura que se hace a continuación de la autora nos damos cuenta de que poema y retrato «funcionan como dos grandes operadores subyacentes de un mismo mecanismo semiótico que, en lugar de difundir la "leyenda de autor", hace de la joven "poetisa" un privilegiado objeto cultural cuyo principal valor es el placer que le produce a la mirada (dominante) que la acoge y la promociona»11.

El inconsciente sexual colectivo del Novecientos transformó la obra de Agustini en un objeto precariamente conectado a una fantasía, en un fetiche. Ciertamente aquello por lo que Agustini trascendió posteriormente, esto es, su obra creativa se deja un tanto de lado y se menciona sólo corno soporte de algunos pensamientos. En este sentido, para el ambiente cultural montevideano que recibe la obra, Delmira Agustini es también «objeto de deseo que materializa las fantasías de toda una época, de un grupo social y de un género; Delmira Agustini, no tanto poeta cuanto artefacto modernista: actriz o escritora, es vista más como "musa" que como "profesional", más como "obra de arte" que como "artista", más como deidad seductora que como agente capaz de producir y reproducir la belleza»12. Gwen Kirkpatrick hace notar que los objetos que se convierten en fetiche, pierden contenido semántico, se vacían de información y se convierten en un referente vacío o libremente interpretable. Algo así es lo que le sucede a Agustini cuya obra y personalidad es leída desde los signos más opuestos13. De otra parte, otro elemento fundamental que contribuye a la conversión en objeto de la uruguaya es la insistencia de la crítica masculina en sus anomalías, rarezas o peculiaridades -insomnio, precocidad, indumentaria atípica- que busca, al enfatizar lo excepcional, provocar un efecto de distanciamiento con los lectores que preferirían leer a la autora y sus singularidades o excentricidades vitales que la obra, Esto nos permite seguir analizando aspectos tan importantes como la interrelación entre sociedad y escritura, sus conexiones con las condiciones de producción artística, la coherencia con el propio proyecto poético que contiene la obra o su relación con la época histórica; es decir, permiten seguir hablando del autor como una instancia discursiva que sitúa cada uno de esos contenidos. Pero hemos de tener sumo cuidado de atribuir signos de igualdad entre determinadas situaciones del personaje real y la calidad de su obra, porque quien se expresa en la misma es, como venimos diciendo, un pronombre personal, un personaje, esa categoría vacía construida detrás de la que se sitúan los hablantes: en suma, «lo que vemos tomar forma es un modelo válido para todas las relaciones humanas: es una mezcla de mito y realidad, de conjeturas y observaciones, de ficción y de experiencia lo que definió, y aún define, la imagen del artista»14. En definitiva, palabra poética e identidad física son prácticamente indisociables; el trabajo literario sobre el lenguaje y el trabajo gestual sobre el cuerpo de mujer son dos partes complementarias de un mismo espacio de significación.



3) Pasemos, en tercer lugar, al uso paratextual de prólogos y juicios críticos. En general, la recepción crítica de la obra de Delmira Agustini en tiempos de la «sensibilidad civilizada», esto es, en el período del Novecientos, se puede localizar en su correspondencia personal, en breves publicaciones en periódicos y revistas, así como en los prefacios de sus dos primeros libros y los comentarios finales de Cantos de la mañana y los Cálices vacíos. Cuando Agustini publica El libro blanco (Frágil) en 1907, toda una oleada epistolar de juicios elogiosos sobre la misma procedentes de intelectuales tanto uruguayos como extranjeros invadió Montevideo abrumando a la misma poeta. Algunos de estas opiniones serían publicadas, fragmentariamente y a modo de paratexto que serviría como protocolo de lectura, en su segundo libro, Cantos de la mañana (1910) y estaban firmadas por prestigiosas plumas como las de Francisco Villaespesa, Carlos Vaz Ferreira, Roberto de las Carreras o Carlos Reyles. Una orientación biografista, que deja traslucir el cuño patriarcal y sexista que estaba en su origen, era la que dominaba el panorama de las letras hispanas en aquel momento y encontró una mina en las peculiares circunstancias vitales de nuestra poeta. De ahí que más allá de lo verdadero del tributo una perspectiva esencialista y segregativa vertebra desde un punto de vista ideológico los juicios referidos y, con posterioridad a su muerte, se canalizará en una mitificación absurda de su persona y obra que impidieron una crítica rigurosa y lectura coherente de esta última.

Esta vertiente analítica consideraba el subjetivismo, la confesionalidad, el infantilismo, la recurrencia monótona, la hegemonía del verso sobre la prosa y, en definitiva, la literatura más denotativa que simbólica, más explicativa que interpretativa como rasgos inherentes a una práctica femenina de la escritura. Tomemos un ejemplo: el crítico y editor uruguayo Samuel Blixen subraya: «Si hubiera de apreciar con criterio relativo, teniendo en cuenta su edad, etc. Diría que su libro es simplemente "un milagro"... No debiera ser capaz, no precisamente de escribir, sino de "entender" su libro»15. Pero existía un precedente crítico con anterioridad a 1907 sobre el que se asentaba este mito de la «niña artista». Delmira Agustini ya había publicado varias composiciones en revistas y semanarios de Montevideo, especialmente en los años 1902, 1903 y 1904. En uno de ellos, el semanario ilustrado Rojo y blanco junto a su composición «¡Poesía!», se incluía un retrato de la autora y la siguiente aclaración: «La autora de esta composición es una niña de doce años, y aunque ella no necesite disculpa, creemos oportuno hacer una advertencia que realce su valor»16. Con esta estrategia se ponían en el mismo plano la vida y la obra, la belleza y juventud de la creadora y la calidad del poema sin que se pretendiera otra cosa que configurar la «leyenda de autor» a través de la imagen de la «niña genia». De esto último dan cumplida cuenta otras opiniones críticas sobre su obra. Así, en otra de sus tempranas publicaciones en la revista La Alborada (1 de marzo de 1903), su figura literaria es presentada mediante una exaltación de «su belleza física de virgen rubia, delicada, sensible y joven como un pétalo de rosa»17. Lo paradójico de esto, y que llama poderosamente la atención, es que sea la propia Agustini la que recoja y exhiba con orgullo opiniones de este cariz sobre su obra18. El libro blanco continúa esta estrategia ilusoria pero supuestamente efectiva de vender no sólo poemas sino la personalidad, intimidad y belleza de la autora de los mismos mediante la incorporación de un retrato y del intencionado prólogo de Manuel Medina Betancort al que ya hicimos referencia. Más tarde, los Cálices vacíos repiten la misma estructura de autoridad y recogen junto al «Pórtico» de Rubén Darío, para una poeta que no precisaba ya presentación alguna, una serie de «Juicios críticos» posteriores y que, firmados por Manuel Ugarte, Miguel de Unamuno, Julio Herrera y Reissig, finalizaban con un anexo que recopilaba extractos críticos de varios periódicos (El Siglo, El Tiempo, La Democracia, El Bien). Recordemos, a modo de ejemplo, el «Pórtico» de Darío:

«De todas cuantas mujeres hoy escriben en verso ninguna ha impresionado mi ánimo como Delmira Agustini, por su alma sin velos y su corazón en flor. A veces rosa por lo sonrosado, a veces lirio por lo blanco. Y es la primera vez que en lengua castellana aparece un alma femenina en el orgullo de la verdad de su inocencia y de su amor, a no ser Santa Teresa en su exaltación divina. Si esta niña bella continúa en la lírica revelación de su espíritu como hasta ahora, va a asombrar a nuestro mundo de lengua española. Sinceridad, encanto y fantasía, he allí las cualidades de esta deliciosa musa. Cambiando la frase de Shakespeare, podría decirse "that's a woman", pues por ser muy mujer, dice cosas exquisitas que nunca se han dicho. Sean con ella la gloria, el amor y la felicidad»19.



Al mito de la «poeta-niña» se une el mito de la «poeta-pitonisa» y el de la «poeta-cortesana»; al «enigma» de la precocidad se une el de la capacidad visionaria y el erotismo explícito de sus poemas. Agustini refrenda tales imágenes, sabe cómo gestionar sus propios paratextos para conseguir, en definitiva, ingresar en el canon masculino.



4) Pasemos, en último lugar, a las crónicas y lo que podríamos denominar «el sistema misceláneo del magazine». La variedad de estrategias y modelos femeninos disciplinarios para «educar» a la mujer que invadía la prensa rioplatense a finales del siglo XIX y principios del XX tenía como contrapartida la multiplicación progresiva de mecanismos de combate, igualmente efectivos, a la filtración de tales modelos. Así pues, la prensa se erigía en instrumento de control ideológico privilegiado, en un arma propagandística de extraordinaria difusión y eficacia que actuaba sobre toda la sociedad y. muy específicamente, sobre el sujeto femenino, marcando sus lecturas e incluso la recepción. Este canal a través del cual expresarse es también entrevisto y aprovechado por la sagaz y emprendedora Delmira Agustini, quien se transforma en cronista social para la sección «Legión Etérea» de la revista La Alborada en el año 1903. Se trataba de una serie de descripciones de la belleza externa y espiritual de las damas de la alta sociedad montevideana. Lo novedoso de esto no es sólo que Delmira entre a formar parte del ambiente periodístico -otras mujeres lo hacen-, sino que utilice su pluma como arma combativa contra la moral de la época, y entre elogios, pensamientos e impresiones superficiales sobre la distinción de determinadas señoritas, infiltre subliminalmente ideas de paridad sexual y validación del intelecto femenino. En este sentido, se revela no tanto un discurso masculino o una actitud infantil y lúdica, cuanto un mimetismo perturbador, similar al que se observa en la adopción de un lenguaje infantil en su correspondencia amorosa, que más que bajo la categoría de la parodia hemos de entender como un extrañamiento del lenguaje, o como lo que Freud llama lo «siniestro», lo familiar desconocido, el umheimlich. Ya un seudónimo como el de «Joujou», con el que firma estas crónicas, apunta a ese carácter20. Además, Agustini usa la convención del retrato en la literatura del magazine para infiltrar algunos desvíos: así bajo unos «ojos de esmeralda», con los que suele empezar por lo común estos retratos de mujer, se encuentra un temperamento de «artista» o «un alma ultraterrena». El ejemplo paradigmático de esta tendencia es, sin duda, la descripción que nos ofrece de María Eugenia Vaz Ferreira: de ella nos dice que aúna «un alma y un cerebro que sueña y crea por encima de su sexo», o que «en caso de no ser bella, le bastarían para atraer, la extraña fascinación de esa cabecita incomparable, de languideces suavísima, de aristocracias principescas»21.

Por otra parte, de 1902 a 1905, la poeta uruguaya Delmira Agustini se está formando aún como creadora a través de sus lecturas de los simbolistas franceses y los románticos españoles, pero es ya una colaboradora habitual en las crónicas de sociedad de revistas femeninas como La Alborada, Rojo y blanco y La Petite Revue, Sabido es que el trabajo procuraba independencia, libertad y derechos al escritor; sin embargo el profesionalismo era más una ambición de los artistas que una realidad y eran contados los que pueden ganarse la vida con el periodismo, por ejemplo, aunque al menos sí se daban algunos casos que no tenían su contrapartida femenina: «No hay noticias de mujeres uruguayas que ganasen dinero de esta manera, sí de hombres»22. Pero se desgaja algo positivo para la mujer de esta discriminación en el orden del trabajo intelectual remunerado: la paradoja de que la profesionalización intelectual se da en forma paralela a la marginación del arte en el esquema imperante de «división de trabajo» facilita la incorporación de la mujer al medio periodístico al considerarse el arte en ella «adorno pasajero» y «extravagancia»:

«Si la mujer, en los estratos de los que podían salir escritoras, no competía en la conquista del dinero, no es extraño entonces que ocupara en abundancia ese espacio cultural ambiguo, marginal, no remunerado y prestigioso de la prensa, la revista, el libro»23.



Delmira Agustini escribe, por tanto, para La Alborada, Caras y caretas y La Petite Revue y en ese marco entra en contacto no sólo con todos los discursos de los que hemos venido hablando hasta aquí, sino que se adscribe también al circuito de las producciones culturales dominadas por el mercado, aspecto fundamental en la conformación de un nuevo espacio literario. Pero, más allá de ello, ¿cuál es la relevancia que puede tener este dominio en su formación artística y en su propia obra? Resulta evidente que los semanarios y revistas suponen, para quien desea su inscripción en la esfera de la «alta literatura», un modelo estético en negativo, en la medida en que se trata de una propuesta que no plantea ninguna problemática, y se erige sobre lo previsible, lo conocido y lo aceptable.

El hecho de que Agustini comience asimismo a publicar sus primeros poemas en semanarios y revistas tiene un significado interesante en este sentido porque, al carecer el Uruguay de las estructuras sólidas, modernas y profesionales para que las obras circulen libremente, es preciso utilizar un canal más popular y menos prestigioso para modificar el estado de cosas. En efecto, Agustini se aprovecha de lo que Sarlo ha denominado el «sistema misceláneo del magazine», es decir, la convivencia en el espacio de la revista de textos que responden a retóricas, poéticas y objetivos diferentes, bajo la única característica común de la brevedad24. De esa forma, los textos que Agustini envía a La Alborada o a La Petite Revue corresponden no a diatribas de disciplina social o narraciones folletinescas sino a sus primeros poemas y algunos textos en prosa donde explora los cauces de una poética personal, acepta su condición «femenina» y por tanto secundaria con tal de formar parte de la Generación del 900 y se entrega a alguna polémica literaria. Ejerce desde ese espacio un papel que le permite proyectarse no sobre el ámbito de la propia revista sino sobre el más amplio, y el deseado por ella, de la literatura uruguaya del momento. Si es cierto que «la cuestión del género sexual masculino/femenino en la narrativa masculina del canon no puede entenderse sin volver reiteradamente a la relación local/global, norte/sur», cabe afirmar para el caso de la poesía moderna que esa relación se desplaza persistentemente a la de cultura popular -revistas- /cultura minoritaria -poesía-. Con todo, en la obra de Delmira Agustini no hay, evidentemente, una discusión de estos conceptos, sino de su lógica y de sus criterios de distribución. En esa dialéctica hombre/mujer y alta cultura/baja cultura están implicados muchos de los contenidos dispuestos en el magazine, de tal forma que la ideología se infiltra en su propia obra como una suerte de escritura cifrada, como un criptograma que también precisa ser tenido en cuenta, pues las estrategias que despliega Agustini en su intento por acceder como sujeto activo a la «gran literatura» -según la ideología estética del momento, y sin que la expresión suponga un juicio de valor por nuestra parte- chocan con los dispositivos más o menos abiertos, más o menos sutiles, que de manera reiterada articulan los textos y las ideologías sobre la «mujer» presentes en las revistas de la época.








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