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Amadeo I

Benito Pérez Galdós





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ArribaAbajo- I -

El 2 de Enero de 1871 vimos entrar en los Madriles al Monarca constitucional elegido por las Cortes, Amadeo de Saboya, hijo del llamado re galantuomo, Víctor Manuel II, Soberano de la nueva Italia. En las calles, alfombradas de nieve, se agolpaba el pueblo, ansioso de ver al príncipe italiano, de cuyo liberalismo y caballerosidad se hacían lenguas los amigos de Prim, que le habían buscado y traído para felicidad de estos abatidos reinos. Como los españoles no habíamos visto, en lo que iba de siglo, Rey ni Roque a la moderna, más arrimados a la Libertad que al feo absolutismo, ardíamos en curiosidad por ver el cariz, el gesto, la prestancia del que nos mandaba Italia en reemplazo de los en buen hora despedidos Borbones.

Entró don Amadeo a caballo, con brillante escolta, y su persona despertó simpatías en el pueblo... Varios amigos, de quienes hablaré   —6→   luego, nos situamos en la esquina de la calle del Turco, palacio de Valmediano, orilla baja del Congreso, y le vimos muy a gusto desde que apareció por el Prado y embocó el repecho que llaman Plaza de las Cortes. Saludaba con graciosa novedad, extendiendo ceremoniosamente el brazo al quitarse el sombrero. Uno de los amigos que me acompañaban aseguró que aquel era el saludo masónico en su expresión castiza, y sólo por este detalle vio en el Rey entrante una esperanza de la Patria.

A todos pareció don Amadeo gallardo, y animoso hasta la temeridad. Y que el hombre tenía los riñones bien puestos y un cuajo formidable, se demuestra con decir que de una monarquía juvenil le traían a reinar en una vieja monarquía, devastada por la feroz lucha secular entre dos familias coronadas. Verdad es que España se sacudió a entrambas como pudo; pero una y otra dejaron en los repliegues del suelo cantidad de huevecillos que el calor y las pasiones de los hombres cluecos, aquí tan abundantes, habrían de empollar más tarde o más temprano. Venía el buen príncipe de un país en que el pueblo y sus reyes recíprocamente se amaban, y entraba en este, recocido en el hervor de las opiniones, amante tan sólo de irisados ideales, o de vagas incógnitas que sólo podría despejar el tiempo.

Y por si no estuviera bien probado el valor del chico de Saboya, la fatalidad le sometió a mayor prueba. Al llegar a Cartagena, diéronle,   —7→   para hacer boca, la noticia del asesinato y muerte de Prim, que le había traído a reinar en este manicomio. Mostrose apenado y sereno el príncipe al recibir este jicarazo... Su arribo a España en momentos trágicos, no carecía de romana grandeza. La Historia, que aún no tenía nada que decir del nuevo Rey, señaló aquel primer paso, puesta la mano en el esforzado corazón del hijo de Víctor Manuel.

En el trayecto por ferrocarril desde Cartagena a Madrid no llegaron a don Amadeo calurosas demostraciones populares. Diéronle la bienvenida caciques inveterados en la adulación, y alcaldes de Real orden que lo mismo habrían festejado al Moro Muza si el Gobierno se lo mandase. Llegó a Madrid la Majestad saboyana, y de la estación fue al santuario de Atocha, donde visitó a Prim muerto y amortajado de uniforme entre hachones; y cuando el Rey, con mudo estupor y recogimiento, contemplaba el embalsamado cadáver, este le dijo: «Aprende de mí la inseguridad de las grandezas humanas. Vienes a reinar en España traído por Prim. Pues aquí tienes a tu Prim... Ya no soy más que un nombre, un despojo mortuorio, un tema para que algún sabio cuente lo que hice y lo que no he podido hacer. Creíste encontrar un hombre, y sólo soy una leyenda... una ráfaga de gloria, un frío mármol quizás y una biografía... Arréglate como puedas, hijo. Consulta el corazón del pueblo, y al son de los latidos de este pon los del tuyo. Para poseer   —8→   el arte de reinar, aprende bien antes la ciudadanía. El buen Rey sale del mejor ciudadano...».

Oído esto, o pensado (es un suponer), don Amadeo hizo su oficial entrada en la Villa y Corte con la arrogancia caballeresca que le captó la querencia y agrado de los madrileños. Después de jurar en las Cortes, siguió su camino, entre soldados y apretada muchedumbre, prodigando el quita y pon del tricornio, que mi amigo llamaba saludo masónico. Los que gozamos de aquel lindo espectáculo éramos cinco: Córdoba y López, federal exaltado y escritor valiente; Emigdio Santamaría, furioso propagandista republicano; Mateo Nuevo, otro que tal, revolucionario de acción, que a la idea consagraba toda su actividad y toda su pecunia: los dos restantes, inferiores sin duda en edad, saber y gobierno, nos habíamos conocido y tratado en una casa de huéspedes donde juntos hacíamos vida estudiantil. Él era guanche y yo celtíbero, quiere decir que él nació en una isla de las que llaman adyacentes, yo en la falda de los Montes de Oca, tierra de los Pelendones; él despuntaba por la literatura; no sé si en aquellas calendas había dado al público algún libro; años adelante lanzó más de uno, de materia y finalidad patrióticas, contando guerras, disturbios y casos públicos y particulares que vienen a ser como toques o bosquejos fugaces del carácter nacional. A mí también me da el naipe, por las letras; pero carezco de la perseverancia que a mi amigo le sobra.   —9→   Ambos, en la época que llamaré amadeísta, matábamos el tiempo y engañábamos las ilusiones haciendo periodismo, excelente aprendizaje para mayores empresas. Y no digo más por ahora, reservándome, con permiso del bondadoso lector, el nombre de mi amigo y el mío.

Visto el paso del Rey, divagamos por las calles, recogiendo de las bocas y de las caras de la muchedumbre la impresión del suceso, y debo declarar honradamente que el príncipe italiano, traído a ocupar el trono vacío de los Borbones, había entrado en la capital del Reino con buena sombra. Las mujeres encomiaban al Rey forastero por su garbo y su valor sereno, y los hombres, en general, le veían como una esperanza engarzada en una novedad. Lo nuevo lleva siempre ventaja sobre lo gastado y caduco. La medicina desconocida consuela al enfermo, ya que no le cure, y el cambio de amo trae algún alivio a los que sufren miseria y esclavitud.

Los amigos que desde la tribuna de periodistas del Congreso presenciaron la sesión solemnísima de las Constituyentes cuentan que el nuevo Rey, bien plantado, la derecha mano sobre el corazón, pronunció con voz entera el Sí juro, sanción elemental de su investidura y primer aliento de su reinado. Respondiole con fervientes aclamaciones la turbamulta que llenaba el salón, voces que fueron ¡ay!, el estertor de las Constituyentes, pues con aquel hálito expiraron y se desvanecieron en la Historia, dejando tras sí un   —10→   rastro glorioso. En el propio instante feneció también la discreta Regencia ejercida por Serrano desde que la Democracia se hizo monárquica por el voto de los más, hasta que el Principio se hizo carne en la persona del hijo de Víctor Manuel...

Al salir del Congreso, el Rey alteró la carrera y ordenamiento de su marcha triunfal, volviendo al Prado para dirigirse a Buenavista. No quería entrar en su casa sin visitar a la viuda de Prim, Condesa de Reus y Marquesa de los Castillejos, doña Francisca Agüero. La visita fue breve y patética, según nos contó Ricardo Muñiz en la misma tarde del día 2. Don Amadeo besó la mano de la desolada señora y abrazó a los huérfanos. Ni él pudo hablar largo por su escaso dominio de la lengua castellana, ni la viuda tampoco, porque la intensidad de su dolor le entorpecía la palabra... De Buenavista subió el Rey por la calle de Alcalá, saludando y saludado con afectuosa cortesía.

Buenos observadores éramos para saber apreciar el momento político por el adorno de los balcones de la carrera. Las irreductibles formas de opinión hablaron aquel día claramente, aquí con las profusas percalinas, allá con la ausencia de toda clase de trapos manifestantes de una idea. Un amigo muy despierto, de filiación moderada, Juanito Valero de Tornos, nos hizo notar que los palacios de Medinaceli y Villahermosa en lo más bajo de la plaza de las Cortes, no habían colgado sus elegantes reposteros. También faltaban   —11→   los tapices en la casa de Miraflores, Carrera de San Jerónimo, y en la de Oñate, calle Mayor. El veto del alfonsismo era, pues, terminante. Yo me permití decir a nuestro amigo que más significativo que aquel veto era el de los federales, bien manifiesto en innumerables balcones desnudos, y él respondió burlándose: «Poco significa la opinión de la cofradía sinalagmática, conmutativa, bilateral, que muerto Prim, ya no podéis tocar pito ni flauta». Uno de los nuestros le dijo: «Tocaremos lo que nos acomode, y vosotros el cuerno». Y el otro replicó: «Sí, sí, el cuerno de Hernani».

Vuelvo un poquito atrás para referir que los cinco amigotes agrupados el 2 de Enero de 1871 para ver entrar a don Amadeo, formamos la misma piña el día anterior, domingo 1 de Enero, en las rampas aún no concluidas del palacio de Buenavista, para ver salir y pasar tristemente el féretro de Prim. También aquel día cubrían el suelo cuajarones de nieve. El sol se ocultaba entre nubes pardas, ceñudas. ¡Oh luctuoso día, el más triste que yo había visto desde que mis ojos pudieron observar la corriente de la Historia viva! Pasó el coche en que iba el General cuando le dispararon los tiros en la calle del Turco, rotos los vidrios, enlutados los faroles, enlutado el cochero; detrás la carroza fúnebre, lenta como el barquichuelo de Aqueronte. Vi a los que llevaban las cintas por el lado en que yo estaba: eran el General Contreras, don Manuel Silvela y don Vicente Rodríguez.   —12→   Seguía la cabecera del duelo: General Serrano, don Salustiano Olózaga, un obispo, don Nicolás Rivero, Moreno Benítez... Ulloa, Ruiz Zorrilla, que se habían adelantado al Rey para llegar al entierro del grande hombre, y detrás la revuelta turbamulta, diputados y políticos de todas marcas y abolengo. Recuerdo haber visto a Castelar, a Pi y Margall, a García Ruiz, Sánchez Ruano, Becerra... Era un desfile de caras que constituían la iconografía política de aquel tiempo... figuras del montón complejo, algunas de las cuales entraron en la Historia, y otras se quedaron fuera mirando a una puerta que se llama del Olvido... En marcha se puso la tétrica procesión, Prado abajo, en dirección del santuario de Atocha. Lloraba el día, lloraban los árboles desnudos, lloraba la muchedumbre negra, silenciosa, con el solo rumor de sus pisadas. Así fue llevado al sepulcro el hombre que ejerció en España durante veintisiete meses una blanda dictadura, poniendo frenos a la revolución y creando una monarquía democrática como artificio de transición, o modus vivendi hasta que llegara la plenitud de los tiempos.

El mismo día, tempranito, habíamos ido los cinco a los funerales masónicos que se hicieron al General en la basílica de Atocha. Aunque yo y mi amigo de hospedaje y periodismo no teníamos vela en aquel entierro, nos agarramos a los faldones de Nuevo, Córdoba y Santamaría, para colarnos en el sacro recinto y en la capilla que los atrevidos   —13→   masones convirtieron por un buen rato en logia o taller. Nunca vi cosa semejante, alarde atrevidísimo de licencia cultural. En los tiempos que corren, aquel acto habría sido la más escandalosa de las profanaciones, merecedora de los tizonazos del Infierno. Yacía el cadáver del héroe de los Castillejos en una capilla de las primeras a mano izquierda, descubierto en su caja bronceada. De la otra parte del templo venía el tintín de campanillas, señal de misa, y se oían pisadas y carraspeo de viejas. Los masones, que eran unos treinta, pertenecientes al Gran Oriente Nacional de España, dieron comienzo a la ceremonia, sin que nadie les estorbara en los diferentes pasos y manipulaciones de su extraño rito.

Descripción del funeral. Lo primero fue hacer tres viajes alrededor de la caja, formados uno tras otro. El primero y segundo viajes iban dirigidos por los dos primeros Vigilantes de la Orden; en el tercero iba de guía el Gran Maestre (Gr.·. Mae.·. de la Ord.·.). Al paso arrojaban sobre el cadáver hojas de acacia. Luego, el propio Gran Maestre dio tres golpes de mallete (un mazo de madera) sobre la helada frente de Prim, llamándole por su nombre simbólico: Caballero Rosa Cruz, Grado 18. A cada llamamiento, los masones, mirándose con gravedad patética, exclamaban: «¡No responde!». Después formaron la cadena mística, dándose las manos en derredor del muerto. El Vigilante declamó con voz sepulcral esta fórmula: La cadena se ha roto. Falta   —14→   el hermano Prim, Caballero Rosa Cruz. Gr. 18. A continuación el Gran Maestre pronunció un breve discurso apologético, y luego leyó un balaustre. Así llaman a las comunicaciones o documentos que las logias de diferentes países se cruzan entre sí para restablecer la fraternidad universal. El balaustre era de la masonería italiana, que ponía bajo la salvaguardia de los Hermanos del Grande Oriente Español la persona de Amadeo de Saboya, encargándoles encarecidamente que velaran por el nuevo Rey, y le protegieran de la maldad y asechanzas de todo género.

(NOTA. Luego resultó, según me dijo Santamaría, que el balaustre era falso, y que Amadeo no figuraba en la masonería de su país, ni pisó jamás las cámaras, logias o talleres. Superchería fue de un español amante de la casa de Saboya. Con tal ardid logró un efecto de propaganda previsora, muy eficaz en la ocasión crítica de aquella traída de un rey para fundar dinastía en país turbulento y alocado.)

Observé que en la última parte del ceremonial, cuando los Hijos de la Viuda estaban en la plenitud de su abstracción litúrgica, asomaron en la entrada de la capilla dos o tres viejas y algunos inválidos que habían despachado sus misas. Con más curiosidad que espanto miraron y oyeron los arrumacos y el vocerío masónicos. Debieron de pensar que aquellos señores rezaban por sus muertos en una forma y estilo extravagantes; mas no veían gran malicia en ello... Sotanas de curas   —15→   y sacristanes no vimos que a la capilla se acercaran, lo que demostraba excesiva tolerancia, o vista muy gorda de la superior clerecía de Atocha... Tolerancia hubo de una parte; pero la otra incurrió en el pecado de indiscreción, porque algún periódico describió la ceremonia con todos sus pelos y perendengues, sin omitir las hojas de acacia. Consecuencia de esta simplicidad periodística fue la destitución del Rector de la basílica, don Leopoldo Briones, varón docto y un tanto hereje, según oí decir; liberal sin careta, muy dado al libre pensar y a la libre crítica de personas y cosas eclesiásticas.




ArribaAbajo- II -

Volviendo al punto inicial de este relato, diré que a media tarde del 2 de Enero nos dispersamos los cinco ciudadanos que habíamos presenciado juntos la entrada del nuevo Rey. Mi amigo el canario se fue con Córdoba López a la casa de pupilos donde moraban (Olivo, 9); Santamaría se unió a la trinca de Félix La Llave, Patricio Calleja y Nicolás Calvo, conspiradores de oficio, y se encaminaron los cuatro al domicilio del último (Olmo, 30), donde tenían su sanhedrín. Yo me fui con Mateo Nuevo a su casa (Montera, 11), donde se agazapaba la redacción de un ardiente periodiquillo, El Tribunal del Pueblo. Ayudábale yo a escribirlo, y no miento al   —16→   decir que las parrafadas más libres y frenéticas eran de un servidor de ustedes. Sorprendíanos a Mateo y a mí la aurora del nuevo día enjaretando artículos y sueltos, o hablando de la revolución que a juicio de él se incubaba sigilosamente, y pronto saldría del cascarón cantando la Marsellesa.

Era Mateo Nuevo un hombre ingenuo y exaltado. Su fe revolucionaria, a prueba de desengaños, le inspiraba la persistente acción y el ciego impulso hacia los fines que creía tener al alcance de la mano. Los dedos tocaban los fines, y estos huían alejándose en una atmósfera de azul y dorado ensueño. Su casa era un tubo de largo pasillo y habitaciones lóbregas que empezaba en la calle de la Montera y acababa en la de los Negros, rebautizada con el nombre de Tetuán. En esta parte estaba la redacción, y allí teníamos nuestro club y mentidero, con asistencia de amigos locuaces, adorantes de un dogma bellísimo, dispuestos a dar toda su saliva y en último caso su sangre por traerlo a los altares de la realidad. Las noches largas de invierno se nos hacían cortas, y deslizaban sus horas entre el correr de nuestras charlas, ora utópicas, ora proyectistas, pues en el delirio de la conversación imaginábamos lindas leyes concisas que no esperaban más que el triunfo material para colmar a España de felicidad y contento. El desperezo matutino del próximo mercado del Carmen y el ronco son de la taberna y carbonería que caían bajo los balcones por la calle de los Negros, nos   —17→   traían a la razón y al sueño. Ya era virtud el descanso. Cada mochuelo se iba a su albergue, y yo a mi cueva, que así la llamaba por ser en la calle de los Leones.

Mi trato constante con Mateo Nuevo y otros románticos de la política, constructores clandestinos de una España feliz, me puso en condiciones de descubrir algunos tapadijos revolucionarios y rasgar velos de conspiración, cosa muy grata a los que anhelamos libertad que nos despabile y mudanza que nos mejore. Con mi destreza en atar cabos, y algo que se le salía de la boca al bueno de don Mateo, vine a saber que existía en Madrid un organismo designado con el resonante título de Junta Suprema del Consejo de la Federación Española. Lo presidía don Francisco García López, diputado constituyente, estirado de palabra y de ropa, y fueron Vicepresidentes los hermanos Pierrad, y después don Juan Contreras. Mateo Nuevo figuraba como Vocal, y también Córdoba López y Emigdio Santamaría.

Tuve luego conocimiento de otros, y de los que componían las juntas de distrito, que irán saliendo conforme los reclame el desarrollo histórico. Reuníase a veces la Junta Suprema en la casa de mi amigo Nuevo. Por variar de sitio se congregaron alguna vez en el taller de Nicolás Calvo (Olmo, 30); andando días, los olfateos de la policía les movieron a recatarse más, y la guarida revolucionaria fue... lo diré aunque no me lo crean... fue un convento de monjas.

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Ello era en la plaza de Jesús esquina a las Huertas, y ocurría cuando ya llevaba largos días en Madrid el Rey saboyano. Emigdio Santamaría, que era el mismo demonio, me reveló, cuando llegamos a unirnos con mayor confianza, que él había sido el catequizador de las monjas para que facilitaran un salón de planta baja donde se reuniera la Junta Suprema. Mas no supo o no quiso explicarme el porqué de tal tolerancia en personas de ideas tan contrarias a las nuestras. He dado en pensar que como la conjura iba contra un Rey excomulgado, creían aquellas mujeres simplísimas que ayudando a la Federación Española, laboraban santamente en servicio de Dios. Misterios de la conciencia, misterios de la política, ¿quién os entiende, quién os deslinda, quién os baraja?

Perdóneme el piadoso público la falta de método que habrá notado en mis escritos, los cuales aparecen reñidos con el orden cronológico. Este defecto mío radica en el fondo de mi naturaleza, y sin darme cuenta de ello refiero los acontecimientos invirtiendo su lugar en el tiempo. Si nunca me ha entrado en el cerebro la aritmética, tampoco hice migas con la cronología, y sin pensarlo refiero lo de hoy antes que lo de ayer, y la consecuencia antes que el antecedente... Va siempre por delante lo que hiere mi imaginación con más viveza... Al franquearme contigo, noble y cachazudo lector, presumo que desearás conocerme, saber quién soy, de dónde he salido, y el cómo y por qué de mi metimiento,   —19→   de mi colaboración en estas historias. Por de pronto diré que soy un hombre chiquitín de cuerpo, grande de espíritu y dotado de amplia percepción para ver y apreciar las cosas del mundo. Reservo por ahora mi verdadero nombre, y entre los diferentes motes que suelo usar en mi labor periodística, escojo el más adecuado, que es también el más breve: Tito.

Si queréis saber algo de mi ascendencia os diré que es un extraordinario ciempiés o cienramas. Por mi padre tengo sangre de los Pipaones y Landázuris de Álava, absolutistas hasta la rabia, y sangre de los Torrijos y Porlieres, mártires de la Libertad. Mi madre me ha transmitido sangre de verdugos como González Moreno y Calomarde, sangre de Zurbanos, y aun la de fieros demagogos, ateos y masones. Mi abolengo es, pues, de una variedad harto jocosa. Yo, con paciencia y saliva, quiero decir tinta, he reconstruido mi árbol, y en él tengo señoras linajudas, títulos de Castilla, que casi se dan la mano con logreros y mercachifles de baja estofa; tengo un obispo católico, un cura protestante, una madre abadesa, dos gitanos, una moza del partido, un caballero del hábito de Santiago y varios que lo fueron de industria... Soy, pues, un queso de múltiples y variadas leches. Debo declarar que de la heterogeneidad de mis fundamentos genealógicos he salido yo tan complejo, que a menudo me siento diferente de mí mismo.

En la época de este mi cuento amadeísta   —20→   había cumplido yo los veintitrés años; pero declaraba veinticinco por el afán de hacerme más hombre, y atenuar la poca estimación en que, a mi parecer, se me tenía por mi rostro aniñado, casi lampiño, y mi corta estatura. Temeroso de que se dudara de mi eficacia varonil, yo aumentaba mi humanidad agregándome años, y mi talla usando descomunales tacones... Han pasado desde entonces algunos lustros: rugoso y lleno de canas, ya no me cargo años, sino que me descargo de ellos, y ni a tiros me hacen pasar de los cincuenta y nueve. La estatura es la que no ha cambiado, ¡ay de mí!... Suspiro, señores míos, porque este defecto de mi pequeñez ha sido y es la mayor amargura de mi vida. A la menguada talla debo atribuir todas mis desgracias, el fracaso de mis tentativas literarias y el estancamiento de mis ambiciones... Mi defecto era simplemente la pequeñez, pues no padecía ninguna deformidad: al contrario, mi rostro era correcto, mi cuerpo bien repartido de miembros y de notoria esbeltez, mi temperamento de gran viveza y acometividad, compensación que la Naturaleza suele dar a los chiquitines, casi enanos. Completo mi retrato asegurando con toda veracidad que en los días a que me refiero hice la mar de conquistas, como verá el que me leyere.

Una de las más rápidas y felices la intenté y llevé a venturoso término en Palacio, en la época de interinidad, poco antes de que las Cortes eligieran Rey a don Amadeo de Saboya.   —21→   ¿Quién era ella? Pues una mujer picotera y bien armada de carnes, planchadora desde los tiempos de doña Isabel, esposa de un portero, que tuvo bastante habilidad y cuquería para empalmar el último reinado borbónico con el primero de la dinastía italiana. Vivían marido y mujer en una modesta habitación del piso más alto, y les protegía el intendente interino don José Abascal. A Palacio iba yo para visitar a un primo de mi madre, don José Folgueras, empleado en las oficinas. Recorriendo las alturas, topé con María de las Nieves. Pronto hallé un pretexto para entrar en su casa. Ello fue que se me hizo un tremendo desgarrón en la capa y ella me ofreció el remedio de aguja y hebra de seda. Era bajita y frescachona. Sin encomendarme a Dios ni al Diablo le planteé la cuestión de confianza. A mi primer exabrupto contestó con risas y fingidos desdenes; al segundo advertí que le había caído en gracia; al tercero fue la vencida, y quedamos amigos. El marido, Quintín González, que se pasaba gran parte de la tarde y prima noche trajinando en la reventa de billetes de teatro, era un buenazo, corpulento como un buey y confiado como un borrego de Dios.

No duró mucho tiempo aquel lío. En Febrero del 71 fui una tarde a Palacio, por visitar a Nieves, sin otro fin que preparar un delicado rompimiento, pues ya me había deparado el Cielo conquista mejor. Apenas pude ver a Nieves un instante: toda la servidumbre estaba muy afanada en disponer las habitaciones   —22→   para la Reina doña María Victoria, que no tardaría en venir a estos reinos. El Marqués de Dragonetti, caballero rubio y de buena presencia, ayudante, secretario y amigo de Amadeo I, se multiplicaba en la organización de los servicios palatinos, y en equipar con arte pintoresco la servidumbre. A los porteros vistió de colorado rabioso. Cuando en la puerta del Príncipe topé con mi candoroso y coronado amigo Quintín González, vestido en tal guisa y armado de una cachiporra, no pude contener la risa. Bromeamos un rato. Díjome que a su mujer le gustaba lo colorado. Era Nieves muy fantasiosa y algo torera. A él no le hacía maldita gracia el traje, porque ya la gente tomaba en broma las libreas rojas de los porteros, y dentro y fuera de Palacio les llamaban los langostas. «Mala cosa es -dijo moviendo el testuz- que empecemos ya con el mote, el chistecito y la guasita. Yo le diría al Rey, si tuviera confianza: 'Mire, señor, si los españoles le atacan con discursos, injurias y aun con armas blancas o de fuego, manténgase tieso; pero si vienen con chafalditas y remoquetes, a puede ir preparando el petate'».

Mi siguiente conquista fue romántica, pasión que venía rezagada, no de los tiempos de Don Álvaro y El Trovador, sino de otros más próximos en que privó el sentimentalismo baboso de Flor de un día y de Borrascas del corazón. La mujer soñada se me apareció en el anfiteatro del Teatro del Príncipe, viendo, en función de tarde, Los Polvos de la Madre   —23→   Celestina, obra de risa en que Mariano Fernández derrochaba su inagotable gracejo. ¡Ay!, aquellos polvos me trajeron pronto a los lodos de mi amorosa demencia. La joven que me trastornó era, como yo, chiquitina, de bellas facciones y cuerpo primorosamente formado. A esta igualdad o armonía de nuestra naturaleza visible se debió quizás la repentina inclinación de ambos, y el fogonazo de amor que no tardó en producir voraz incendio. El nombre de la menuda divinidad era Obdulia, de exquisito sabor romántico, y su talle y rostro componían la más encantadora muñeca que en bazares de juguetes se ha podido ver. Iba en compañía de otra mujer, de más edad y complexión hombruna, y desbordada entre ellas y yo la confianza, supe que la pequeña servía y la grande había servido en la casa de una empingorotada señora, la Marquesa de Navalcarazo.

En el primer acto de Los Polvos, hicimos Obdulia y yo nuestra presentación respectiva; en el segundo declaramos la mutua simpatía, y en el tercero afirmamos enfáticamente que habíamos nacido el uno para el otro. Romeo y Julieta no se dieron más prisa. Fue casualidad picante o simbólica que la compañera de Obdulia se llamara Celestina, y confirmaron el nombre sus astutos requerimientos. A la salida de Los Polvos las acompañé, y en el tránsito desde el teatro a la calle del Sacramento, repetimos nuestros gorjeos amorosos, añadiéndoles ya planes y horarios para nuestras futuras entrevistas.   —24→   Celestina Tirado nos dio facilidades de tiempo y lugar que me colmaron de gratitud.

Aventura tan novelesca me pareció cuento de hadas. Fue Obdulia encanto y alegría de mi existencia, y yo con mi labia y fáciles recursos de expresión, la trastorné y enloquecí. Mi muñeca dejaba traslucir constantemente el romanticismo azucarado y tonto que llevaba en su alma. A lo mejor salía diciendo con canturria: Si oyes contar de un náufrago la historia -ya que en la tierra hasta el amor se olvida... y lo demás de que no me acuerdo. Cuando yo le preguntaba, suponiéndome náufrago, si me olvidaría, contestaba poniendo la mano sobre el corazón: Aquí -vivirás mientras yo viva. A pesar de estas ardientes ternuras, tuve que darle palabra de casamiento para continuar nuestros amores. Cada día me requería con más empeño a legalizar su situación. Mostrábase celosa guardiana de los buenos principios y de la corrección legal... En verdad, la melaza romántica no se avenía con las asperezas del deber social y católico; pero yo entraba por todo, y cuando mi Obdulia salía con la tecla del matrimonio, yo le aseguraba que en cuanto me mandaran los papeles... pim... a casarnos.

Llegó un día en que mi muñeca, sin apagar sus poéticos fulgores, mostraba un admirable sentido práctico. «He confesado a mi señora -me dijo poniéndose muy seria- que tengo un novio, a quien quiero de veras... novio con buen fin, que si otra cosa le dijera   —25→   se pondría furiosa; que a nosotras las criadas no nos consienten gallos tapados, por más que veamos a nuestras señoras enredadas con este o el otro caballero, que a lo mejor es el más íntimo del marido... Pues bien: sabedora de estas relaciones, me aseguró que si vamos por el camino de la decencia y la religión, nos protegerá. ¿Te vas enterando? Sabrás que la Marquesa de Navalcarazo es muy lista, que ha leído y lee libros en francés de mucha sabiduría, y que en política vale más de lo que pesa. A un cura de cuello y medias moradas, que suele comer en casa, le oí decir que las personas más sabias de España son ese Cánovas y mi señora... Bueno: pues me dijo ayer que este Rey que han traído tendrá que tomar el tole dentro de unos meses, porque en esta tierra no puede cuajar rey extranjero. Y no le vale que sea, como dicen, honrado y caballero. Con eso y la excomunión que tiene encima su padre el Rey de Italia, saldrá pronto de aquí con viento fresco. En seguida vendrá esa cosa que llaman la Restauración, que es como decir Alfonsito, el niño de doña Isabel, y ese día mandarán los que hoy se llaman alfonsinos. ¿Te vas enterando? Pues en cuanto eso venga, si para entonces estamos casados, tendrás un destino de doce mil reales, y de catorce mil si quieres servir en provincias mejor que en Madrid... Mi señora es cumplidora fiel de su palabra. Del empleo no dudes, que ello es pan comido, en cuanto este pobre don Amadeo se aburra y salga pitando, despedido por   —26→   los tiros de los federales y los desprecios de la aristocracia. Si oyes contar de un náufrago la historia... Si ves que Amadeo se embarca... ya sabes... destino al canto».




ArribaAbajo- III -

Y siguió diciendo mi muñeca, o lo dijo otro día: «Sabrás que en casa se reúnen a tomar té las señoras alfonsinas. Van la Monteorgaz y la Campo-Fresco. Esta tiene, según dicen, la contrata de los chistes, porque los hace tan graciosos, que dan risa para todo el año. Es muy salada, no se asusta de lo verde ni de lo colorado; cuenta sus historias, y a lo mejor te suelta una barbaridad que canta el credo. Esa fue la que, hablando de su hijo, se dejó decir que le había llevado en su vientre como se lleva una solitaria. También van la Belvís de la Jara, la Villares de Tajo, la Villaverdeja y la de Yébenes. Esta, que según cuentan, es más nea que Dios, toma las cosas de política por el lado de la religión. Dice que este Rey es masón y nos ha traído acá el Infierno... Pues allí se están picoteando toda la tarde, y por la noche van algunas de ellas y muchos señores: uno que le llaman Orovio, el Marqués de Molins, este... ¿cómo se llama?, Iranzo, y otros que tú conocerás... En fin, que no paran de hablar mal de este pobre Rey... Que si no piensa más que en divertirse...; que si sale a la calle como un cualquiera,   —27→   encanallando la majestad; que si todas las noches se va de picos pardos con su ayudante italiano; que si le han visto en tales o cuales casas... ¡Jesús, qué cosas dicen!».

Hablome otra tarde Obdulia de su familia. Era natural de Villaviciosa de Odón, donde su madre moraba. En Madrid tenía un tío muy bestia, que diferentes veces la requirió de amores con mal fin; pero ella no se daba a partido. Temía que cuando el tal tío tan tío se enterara de nuestras relaciones y del proyecto matrimonial nos dificultara la boda de acuerdo con la madre. ¡Ay!, lo que nos enfadó esta idea no hay para qué decirlo. Hicimos juramento de vencer cuantos obstáculos se nos opusieran. Antes que renunciar al casorio, haríamos cuanto aconsejasen el romanticismo y el clasicismo más desenfrenados. Huiríamos, nos mataríamos con pistola o veneno si alguno intentaba cortarnos la fuga. Acordado esto solemnemente, volvíamos a nuestras conversaciones. Obdulia me dijo:

«No sabes cómo andan ahora de alborotadas las señoras alfonsinas con la llegada de la Reina, que parece está ya en camino. ¡Y cómo la muerden! Lo menos que dicen de ella es que es una buena mujer, sin hábitos de reina. No pasa de señora de un comandante, lo más de un teniente coronel. Es algo instruida, como que ha estudiado para maestra. Su título es de la Cisterna. El título no puede ser más profundo. Fama de virtuosa sí que tiene. Gusta más de vivir recogida, que en las   —28→   bullangas de la Corte. Eso no se puede criticar, digo yo, pero tampoco es razón para que venga aquí a por una corona. Una reina debe ser ante todo reina. La de Yébenes dijo: «No nos oponemos a que sea virtuosa; eso nunca. Las virtuosas reinan en sus casas. Oí que esa buena señora da el pecho a sus niños y a los niños de sus criadas. Lo mismo puede ser esto afectación que pobreza de espíritu».

Yo advertí a Obdulia que la guerra de damas estaba prevista, porque cuando acudían a cumplimentar a don Amadeo las entidades decorativas del Estado, la Diputación de la Grandeza se abstuvo, salvo dos o tres familias. La aristocracia está de uñas... De doña María Victoria se sabe que es una gran señora, y que viene a honrar la Corte y Trono de España. Dilo así a tu ama...

«¡Qué tonto! ¿Cómo quieres que le diga yo eso a mi señora? ¡Buena se pondría!... ¡Bonito genio tiene estos días para que se le vaya con bromas! Sabrás que... Esto te lo digo con reserva... No salgas por ahí contándolo a tus amigos... Sabrás que está con un humor de mil demonios porque el suyo parece que anda distraído... dícese que con la Tordesillas... Cuando yo entré en la casa, ya mi señora hablaba con el Marqués de Uclés... Todo Madrid le conoce por Manolo Uclés. Pues ahora están de monos... A mi señora no hay quien la aguante, de la celera que tiene. Y ya no es una niña... Los cuarenta y pico no hay quien se los alivie... Y   —29→   ya no te digo más; no se te vaya la lengua con tus amigos...».

-Nada importará que cuente lo que sabe todo el mundo -repliqué yo-. Esas historias son en Madrid comidilla fiambre, que pasa de boca en boca sin que nos parezca muy gustosa. Los paladares piden manjares fuertes, Obdulia.

-Llamas tú manjares fuertes al escándalo gordo, a las revoluciones... Hazme el favor de no andar tan metido con los federalotes, gentecilla fulastre... Ya sabes que tienes que hacerte alfonsino, poquito a poco para que no chillen tus amigos. Si no te conviertes, será difícil que nos casemos... Y ahora que me acuerdo: mi señora me preguntó ayer si mi novio es católico. Yo le respondí que sí, que eres muy católico.

-Sí, sí; tan católico por lo menos como Manolo Uclés, que es grande amigo de Nocedal, y da dinero para el Pensamiento Español, donde escribe Gabino Tejado... Si a pesar de ser yo catoliquísimo no nos dejan casar, nos suicidaremos, ¿verdad, gacela mía?

-Eso habrá que pensarlo... Cierto que es bonito morirse de amor, como aquellos de Teruel, o matarse una con el humo de un braserillo, como leí en una novela de por entregas. Pero la muerte más simpática es la de la dama de Espinas de una flor, que se va quedando muertecita en un sillón; y allí sale un cura vestido de calzón corto, que le dice al oír la campana: es un alma que divisa -las palmeras de Sión. Para mí, que esas palmeras   —30→   son el cementerio. A mí me gusta pasearme por un cementerio, y ver los nichos, las lápidas del suelo, y pensar que debajo de ellas están descansando tan tranquilos los enamorados... En fin, chico, a ver si vienen de una vez tus papeles, que los míos encargados los tengo al secretario del Ayuntamiento de mi pueblo, sin que lo sepa mi madre... Me corre mucha prisa, no sea que... ¡Ay! Es cosa fea el salir una en estado interesante, cuando menos se piensa, y no poder ocultarlo, y que le digan a una que no es católica por no haberse casado antes de...

Yo procuré tranquilizarla, persuadiéndola de la pronta venida de los papeles, que ya estaban de camino. Pero los papeles no podían venir, ni yo los había encargado. Vino en cambio un grave suceso que torció de súbito la corriente histórica de mi vida, llevándola por torrenteras dramáticas. Veréis lo que pasó. Llegado el día de la entrada de nuestra Soberana, doña María Victoria, me planté en el Prado, por donde la comitiva había de pasar, dispuesto a referir el acto para nuestro periódico, conforme a las indicaciones de Mateo Nuevo, quien me ordenó que hablase de la señora Reina con respeto, pero sin entusiasmo. Yo debía decir que doña María Victoria era atrozmente virtuosa; pero que no lograría captarse el amor de los españoles, que ya no querían cuentas con reyes, y menos si son extranjeros.

Vi la regia procesión palatina entre filas de tropas y grandes masas de gentío curioso.   —31→   Pensaba decir en mi crónica que en las caras del pueblo se combinaba la curiosidad con la indiferencia, y que el sentimiento general era de lástima más que de simpatía. En esto no decía verdad. Oí comentarios en extremo favorables. Las mujeres, sobre todo, contemplaban a la Reina con alegría, y con cierta confianza la saludaban, cual si en ella vieran la más alta de sus iguales. No sé si me explico bien. Al paso de la ilustre dama, se discutía su hermosura. Algunos la ensalzaban con exceso; otros la deprimían con esta crítica pesimista, que es la miel más grata en bocas españolas. Yo, dejando a un lado la reseña oficial escrita para mi periódico, daré a los beneméritos lectores de estas páginas la veraz impresión de un honrado testigo.

Era doña María Victoria de buena presencia y más que regulares carnes, que propendían a la gordura. En su rostro advertí perfil y rasgos napoleónicos, la sonrisa franca, el mirar entre melancólico y asustado. Creyérase que la dignidad real era en su pensamiento cosa prestada o postiza, y que a nosotros venía, no a ejercer un cargo, sino a desempeñar un papel. En estas ideas me afirmé después, cuando la esposa de Amadeo convertía la realeza, que le dieron entonada y rígida, en cosa blanda y doméstica. Al verla pasar en el coche de gala, a la derecha del Rey, que no paraba en repartir a un lado y otro su garboso saludo, comprendí que doña María Victoria sería muy querida de las mujeres humildes, y admirada de las de clase   —32→   intermedia, que pueden ser llamadas señoras sin llegar a damas. Estas brillaron en la recepción de Palacio con todo el fulgor de su ausencia, bien campaneada por los periódicos moderados, alfonsinos y carlistas. La gente adinerada se hizo notar también por sus desdenes. El Imparcial señaló las casas donde no lucían colgaduras, y aludió claramente a Manzanedo, hablando de un palacio que debía ostentar en los florones de su escudo Tabaco Virginia o Kentucky, y algunas motas de ébano, representativas de la compra y venta de negros en Cuba.

En la Puerta del Sol hubo apreturas y algún calor de vivas y aplausos al paso de los Reyes; en la plaza de la Armería mayor tumulto, por el gentío que esperaba el desfile de la tropa. Salieron las saboyanas Majestades al balcón, y el pueblo desempeñó muy bien la parte de coro que le corresponde en estas partituras. Las músicas militares enardecían a las muchedumbres, y estas, a su vez, estimulaban con sus gritos al fervor de los inocentes soldados... Hallábame yo muy entretenido con aquel espectáculo pintoresco, cuando me sentí tocado en el hombro. Volvíme, y vi a un hombrejo zanquilargo, feo, encopetado con sebosa chistera que fue de moda el año 41. Con señas y medias palabras me dijo que le siguiera para hablar conmigo dos palabritas, y me fui tras él, rompiendo no sin dificultad por el primer resquicio que nos ofreció la multitud. Fuera ya del arco de la Armería y encontrándonos en sitio más desahogado,   —33→   el tal, ceñudo y con áspera voz, me dijo: «Usted no me conoce».

-Sí, señor -le respondí-. Usted es don José Malrecado, que sirve en la Policía.

-No soy Malrecado ni Buenrecado, ni permito que usted se burle de mí.

-Dispense: no me burlo -dije, observando su ropa negra y raída, con las trencillas del chaleco y levitín deshilachadas, el rostro sudoroso, el bigote lacio, los ojos de carnero moribundo.

Y él, mirándome con amenaza y cogiéndome el brazo con garra de cernícalo, soltó la voz a estas ásperas razones: «Yo soy Aquilino de la Hinojosa... Veo que se asusta. Es natural. Por mi nombre se entera de que soy tío de Obdulia por parte de madre».

-Aunque lo fuera usted también por parte de padre no me asustaría -respondí, sacando del pecho toda mi entereza-, pues nada tengo que ver con usted, ni me importa un bledo que sea usted tío de la Osa Mayor o del Espíritu Santo.

-¿Bromitas tenemos? -replicó el tío, tambaleándose en su soberbia-. Le he buscado para decirle que no se casará usted con Obdulia... que aquí estoy yo para impedir que siga trastornándole el seso a esa buena chica. Entiéndalo, y me ponga en el caso de hacer con usted una barbaridad.

-Pues le participo que me casaré con Obdulia cuando me dé la gana, y sepa que me descargo en usted y en su pastelera madre.

  —34→  

Hizo ademán de echarme al cuello sus manos; pero yo, que chiquitín y todo soy una fiera cuando tocan a mi dignidad, invoqué a mis tacones para que aumentaran media cuarta, y haciendo como que requería un arma en mi bolsillo, le solté esta rociada: «Si usted me provoca, no tendré inconveniente en sacarle al aire el bandullo, so tío».

-Poco a poco -gruñó el estafermo echándose atrás-. No hemos de armar escándalo entre tanta gente. Si usted no tiene vergüenza, yo la tengo. Tiempo y lugar habrá para ver quién puede más.

Diciendo esto sacó del bolsillo una tarjeta sucia, en la que leí: Aquilino de la Hinojosa, afinador de pianos. Cuchilleros, 3. Yo me arranqué a decirle con mayor coraje: «Iré a buscarle a usted y le afinaré el entendimiento». A lo que, ya en retirada discreta, respondió: «No me busque en mi casa, donde tampoco quiero escándalos. Me encontrará todas las tardes en el Casino Conservador... Abur... Nos veremos, caballero miniatura».

-Cuadrúpedo, nos veremos.

Nada me sulfuraba tanto como que me llamaran chiquitín. El miniatura me sonó como la injuria más grosera y soez... Viendo al tío gandul alejarse hacia los Consejos, hice juramento mental de romperle la crisma o el hueso palomo donde y cuando le cogiera... La inesperada emergencia de aquel gaznápiro fue la mueca repugnante con que el Destino me anunciaba una reata de infortunios: al siguiente día me tocaba entrevista con Obdulia,   —35→   y Obdulia no fue. Busquela en la calle del Sacramento, paseando desde las Monjas de este nombre a la plazuela del Cordón, y el eclipse de mi linda muñeca en la calle como en nuestro nido me colmó de amargura y despecho. El jicarazo lo recibí aquella misma noche en mi casa por una carta que me llevó Celestina. ¡Oh ansiedad, oh enigma fatídico! ¿Qué diría la carta? Pues la carta, con el lenguaje burlón de sus garabatos, esto decía:

«Apreciable Mico (apodo familiar inventado por su cariño): Tengo que decirte con sentimiento que ya no puedo casarme contigo, porque he sabido que no eres católico. Mi señora la Marquesa y mi madre, que ha venido ayer, son muy católicas, y las dos me mandan renegar de ti. ¡Ay, Mico mío, qué pena! ¿Pero qué quieres que yo haga? Dejar de ver a Dios por ti y condenarme, no puede ser. Si me muero por esta pena, que me entierren en un cementerio bonito, con muchas flores... y que me dé sombra una palmera de Sión. Yo le pediré a Dios en la otra vida que te arrepientas y en seguida te mueras, para que allá estemos juntos mi Mico y yo.

»Supe que no eres católico porque me contaron que estuviste en la reunión de los federales en el Teatro de la Alhambra, y allí dijeron mil herejías ese Pío Margallo, el Castelar, el don Roque de Barcia, don Marcos de Albaida, y tú te subiste a una silla y soltastes 1 el mayor sacrilegio, diciendo que no estabas seguro de que hay Dios, ni ángeles ni Virgen... que adorabas al Demonio y que te   —36→   descomías en los santos... ¡Qué cosas, qué pena! No puedo ser más larga. Ya no vuelvas a verme ni a escribirme... De ti se despide hasta la eternidad la que llorando te aborrece y verte no desea. -OBDULIA».

Estrujando la carta en el puño dije a Celestina que aquello me parecía una estúpida farsa. La letra era de Obdulia; pero no el sentido ni la intención de la carta. Algún mal intencionado la obligó a escribirla, dictando quizás parte de ella. En el párrafo tocante a mi supuesto discurso en la reunión de la Alhambra, vi bien a las claras la malvada inspiración directa del siniestro mastín que había querido morderme en la plaza de la Armería. Cierto que estuve en la reunión de los federales y que pronuncié algunas palabras; mas no fueron para meterme con Dios ni ensuciarme en las imágenes de santos. Celestina, dejándome ver su blanca dentadura, se reía de mi furor y de las vulgares perfidias que lo motivaban. Confesome que la familia de la muñeca no aprobaba sus relaciones conmigo; querían casarla con un hombre de más fuste y estatura. Lo de estimar los maridos por la alzada levantó en mí una borrasca de indignación. Díjome también que Obdulia me tenía ley, y vacilando entre el amor y la obediencia, se hallaba la pobre como una borrica entre dos piensos.

Sospechando que la señora Marquesa de Navalcarazo pudo ser causante de mi desventura, interrogué a Celestina, la cual, soltando de nuevo su reír frescachón, me dijo:   —37→   «La señá Marquesa es muy católica, eso sí, pero no se mete en los líos de sus criadas, ni se cuida de lo que ellas hacen o dejan de hacer con sus novios. La Marquesa no piensa más que en el suyo... Por cierto que ya se ha reconciliado con el caballero de Uclés... El galán ha vuelto arrepentido cantando la mea culpa. La señora le ha perdonado, y tan creída está de que por sus oraciones ha vuelto el caballero, que ayer, en acción de gracias, confesó y comulgó, y a las monjas del Sacramento llevó de limosna un buen puñadito de monedas de cinco duros. Protege de largo a la Comunidad. Es beata de ley, socorre a los necesitados, y como tiene más dinero que pesa, a todos atiende: da para el culto, da para que se casen los amancebados, da para los pobres de su casa y de la casa de Uclés, y siempre le queda un buen pico para mandárselo al pobrecito Papa, que está preso, como usted sabe, en su propio palacio convertido en cárcel por esos malditos italianos... ¡Ay, Jesús!».




ArribaAbajo- IV -

«¡Cómo está la sociedad! -exclamé yo-. ¿Cuándo se vio pisto igual? ¿Es que Dios y Luzbel han llegado a un arreglo? Civilización de España, ¿quién te entiende? ¿Somos un país europeo, o aquel País de las monas descrito por un inglés de cuyo nombre no me   —38→   acuerdo?». Viéndome tan triste, la bondadosa Celestina me administró estas palabras de consuelo: «Confórmese con lo sucedido, y no crea que se acaba el mundo porque se le va una novia. Mujeres hay muchas, y yo, si quiere, le proporcionaré una mejor que esa sosaina de Obdulita. Si sus negocios andan mal, y la pluma no le da para vivir, arrímese a lo católico, pues lo que es dinero no encontrará fuera del catolicismo. Si no tiene valor para meterse de hoz y de coz en el alfonsismo, no hable mal del hijo de su madre, ni le ponga motes feos, como el que le aplican ahora los que no le quieren, ni le saque a relucir al padre ni a la madre... Siga el consejo mío, que es consejo de persona que conoce como nadie el tecleo de este Madrid y su gente. Tenga juicio y pupila; váyase desapartando de los federales, familia tronada que no da más que palabrería sin jugo... No se meta con el Altísimo ni con el Papa, escriba para el Gobierno, y saque un buen destino, que si usted pega de firme a los que mandan, de ellos saldrá el amansarle con un cacho de turrón».

Aquella mujer ruda era una sabia de tomo y lomo, y yo la estimaba y agradecía sus consejos, sin tener en cuenta su ruin oficio, del cual dijo Cervantes que era muy necesario en la república. Debo declarar que antes de oír los sesudos consejos de Celestina ya había pensado yo en gestionar una colocación. Todos los españoles adquirimos con el nacimiento el derecho a que el Estado nos   —39→   mantenga, o por lo menos nos dé para ayuda de un cocido. Los valedores a quienes acudí fueron Llano y Persi, amigo de Sagasta, y Ramos Calderón, íntimo de Rivero y de Martos. Ambos me las prometieron muy felices; pero... había que aguardar a que pasara el periodo electoral... Pasó el funesto periodo, y por cierto que el bueno de Práxedes manejó los cubiletes con arte maestro para traer mayoría; mas no pudo impedir que la coalición de carlistas y republicanos, diabólico himeneo, trajera setenta o más diputados.

No sé si mis lectores tendrán interés en conocer el Ministerio de conciliación, presidido por el Duque de la Torre. Eran los de siempre, ni mejores ni más malos que los anteriores y subsiguientes. ¿Qué hacían? Ir viviendo, ir trazando una Historia tediosa y sin relieve, sobre cuyas páginas, escritas con menos tinta que saliva pasaban pronto las aguas del olvido. Si no recuerdo mal, Martos se encargó del Foreign Office, Ulloa regentaba la Gracia y la Justicia, Sagasta era el gallito de Gobernación, Moret tomó las riendas del Fisco, y Beránger el timón de la Marina. Paréceme que Ruiz Zorrilla ocupó la poltrona de Fomento y Ayala la de Ultramar.

Más que el quita y pon de ministros, os interesa sin duda mi asunto personal, que a mi parecer también era histórico. Pues a ello voy. No tenía yo sosiego hasta que pudiese acometer y apabullar al ruin, al sucio, negro y desvergonzado aguilucho que me privó de las gracias de Obdulia, Aquilino de la Hinojosa.   —40→   Designado el día de mi venganza, me calcé las botas de tacón más alto que en aquellas décadas poseía, cogí un roten nudoso que parecía la maza de Hércules, y me fui derecho al Casino Moderado de la calle de Atocha, donde esperaba medir mi fiereza con la barbarie soez del tío más tío del mundo.

Pronto comprendí que iba mal encaminado, porque al Círculo de la calle de Atocha no concurrían más que moderadotes de ropa limpia y elevada representación pública, como el señor Carramolino, el señor Moyano, el señor Collantes, el Conde de Cheste y otros tales. Mejor orientado, me dirigí a un casinejo de reciente fundación, abierto en la calle de Jacometrezo con el mote de Círculo popular... no sé si conservador o alfonsino, y apenas entré en la obscura, deslucida y puerca antesala, oí la voz del cernícalo graznando en estridente disputa con otros pajarracos de la fauna reaccionaria. Con un mozo que pasaba llevando servicio de café en abolladas cafeteras, mandé recado a mi enemigo... Una visita... un señor que deseaba decirle dos palabras...

Los vocablos con que se inició la visita fueron más de dos, seguidos de réplica insolente y de un garrotazo que descargué con delicioso coraje sobre la cabeza del tío, la cual sin el resguardo del sombrero habría quedado rota. Em como hucha de barro que yo quería cascar para sacarle la calderilla, digo, los sesos... Al vocerío de Hinojosa y el traqueteo de los palos acudieron de una parte   —41→   el mozo y conserje, de otra los compinches de mi enemigo. Unos me sujetaban, otros corrían al socorro del tío... Ya he dicho que soy un hombre terrible, y que me crezco al castigo convirtiéndome de chico en grande por la fiereza de mi embestida y la arrogancia de mis actitudes. Con presteza increíble me sacudí de los que intentaban acorralarme, y seguí el vapuleo contra todo el que por delante me caía. El número al fin pudo más que el ardimiento feroz. Uno salió al balcón gritando: ¡guardias, guardias!; otro a la próxima escalera reclamando el auxilio de los vecinos. Pude, tras ruda pelea, batirme en retirada solo contra tantos, y gané la escalera. A no ser yo quien soy, habría bajado rodando; pero no perdí pie... Felizmente, acudió en mi ayuda un amigo que a punto subía presuroso, alarmado del estruendo.

Era Telesforo del Portillo, en los viejos anales conocido con el apodo de Sebo, criado que fue del Marqués de Beramendi, después policía, funcionario de Gobernación, y al cabo cesante cuando ya le indicaban para secretario de un gobierno de provincia. Provino su desgracia de habérsele descubierto concomitancias con el Marqués de Bedmar, el de Uclés y otros acreditados alfonsinos. Su esposa, Fabiana Jaime, ex-criada de la Campo Fresco, tenía parentesco con mi madre, de donde vino mi amistad con Sebo, y las consideraciones que me guardaba, estimándome más que como periodista como pariente. En cuanto me vio, púsose de mi parte,   —42→   diciendo con aplomo policiaco: «Paz, caballeros. Ténganse a la autoridad, que todo ello será por mala inteligencia. Vengan explicaciones leales de una parte y otra. Conmigo no valen soterfugios. Silencio, digo, y envainen los insultos. Este joven es de mi familia, y será el primero en retirar sus palabras». Algún trabajo le costó al ilustre Sebo imponerse, y en cuanto hubo sosegado las encrespadas olas, lo primero que hizo fue sacarme del remolino, escaleras abajo, recomendándome, como había hecho más de una vez, que pusiera frenos a mi fiereza indómita. Aunque yo había quedado airoso, por ser uno contra tantos, llevaba en mi cabeza tremendos chichones, y mataduras dolorosas en distintas partes de mi cuerpo garboso y pequeñín.

Acompañome Telesforo a mi casa de la calle de los Leones, llevándome antes a una botica, donde fue el león asistido de apósitos y tafetanes. Y véase ahora cómo se empalman y enraciman los males con los bienes en esta vida humana, complejidad eterna de llanto y de risa, de ansias coléricas y expansiones de júbilo. ¿Qué creéis que en mi casa encontré al volver a ella con bizmas y parches? Pues la credencial que meses antes había solicitado de Llano y Persi. Bendije la risueña credencial; bendije al Destino y a Dios, inspiradores del próvido Sagasta, sin acordarme de que dos días antes habíale disparado un dardo periodístico hablando de su tupé, de su frescura y otras zarandajas. ¡Cosas de la vida! La vida es pasión, contrastes, fuga   —43→   veloz de corazones duros, de corazones tiernos, toma y daca de arañazos y caricias. Y el mundo marcha... y el sol sale todos los días. Vivid, humanos, en la dulce alternativa del odiar y el querer.

Mi primer pensamiento al verme colocado fue ocultar mi felicidad a Mateo Nuevo, a Santamaría y demás amigos políticos. Luego lo pensé mejor y abominé del tapujo, que, además de ser inútil, me habría colocado en el listín de traidores o siquiera sospechosos. Franqueado con mis amigos, que conocían la distancia que la Fatalidad había puesto entre mi boca y el pan, alentáronme a envainar mi dignidad, previa declaración de que sería más federal hoy que ayer, y mañana más que hoy... El mundo marchaba y yo con él derechamente a mi bienestar, porque para colmo de ventura, me dijo Llano y Persi que yo no tenía que ir a la oficina más que a cobrar, el primero de cada mes.

Encerrado permanecí en mi leonera esperando a que fueran menos visibles en mi cara los achuchones de la reciente trifulca. Apenas puse el pie en la calle fui a ver a Llano y Persi, el cual me dijo que deseaba llevarme a la redacción de La Iberia. Quedé perplejo. No quería disgustar a Llano, uno de los hombres más nobles y generosos que he conocido, ardiente liberal y patriota desinteresado; no me agradaba ser redactor de un periódico rabiosamente ministerial, un cuerpo anquilosado de la opinión que sólo a la defensiva funcionaba, desaborido y sermonario,   —44→   sin vis política, ni gracia ni literatura. En tal indecisión pedí a mi buen amigo plazo de tres días para decidirme... Y aconteció que en aquella semana se acumularon sobre mí, como aluvión de un Destino caprichoso, multitud de sucesos raros y sorprendentes.

Entre aquellos halagos de una fatalidad benigna, menciono la visita del amigo citado por mí en las primeras páginas de esta relación, el excelente chico isleño con quien trabé amistad en la casa de huéspedes donde vivimos desde el 66 hasta el 70... No vino el tal a mi casa por visita de cumplido, ni por ociosa charla; vino a proponerme que fuese a trabajar con él en El Debate, fundado a principios del año por José Luis Albareda. La verdad, me sedujo la proposición, por el modernismo y buen tono de aquel periódico, y con esto y una sola consulta con la almohada, quedé libre de mis dudas y me desligué del pendiente compromiso con Llano y Persi... No poco se holgó el isleño de mi resolución, y al día siguiente nos fuimos gozosos al pisito bajo de Trajineros, donde estaba El Debate, y en otro cuarto del mismo piso tuve el gusto de hablar con Albareda, a quien yo no conocía más que de vista y fama.

Por las Once mil Vírgenes, que me fue muy simpático el caballero andaluz. Hombre más salado no he visto, y si en la primera visita me cautivó por su gracejo, cuando el trato afinó mi conocimiento, le admiré por su talento macho y por la viveza con que percibía   —45→   y atrapaba las ideas políticas culminantes en cada día, y la claridad con que veía la fase de razón de esa idea, la fase de oportunidad y la fase de peligro... Inspirado por José Luis, que así le llamaban sus íntimos, escribía yo de todo: teatros, vida social, política. El fundador leía nuestros artículos, y si le gustaban nos elogiaba desaforadamente. Cuando, según él, lo hacíamos mal, nos trataba como perros.

Prevínome el isleño contra las hipérboles de Albareda. «Ni cuando te pone en los cuernos de la luna te envanezcas, ni demasiado te aflijas cuando te trata a zapatazos». Un día que escribí muy a su gusto una croniquilla de salones elegantes, alfonsinos y católicos, me dijo así: «Tiene usted más talento que Dios». Al día siguiente le desagradó un suelto político, y al entrar en su alcoba, oí que decía, por mí: «A ese judío enano le voy a dar cien patadas». Su enojo pasaba como el humo y se desvanecía en donosas ocurrencias. Nos quería, y le queríamos. Para mí era el periodista ideal. Cuando nos llamaba para sugerirnos alguna idea, con igual confianza nos recibía en su alcoba, recién dormida la mañana, que en la próxima pieza donde le veíamos bañarse en pelota, tomar ducha por regadera, y hacer luego su toilette de persona pulcra y elegante, todo esto hablando de lo humano y lo divino con singular donaire ceceoso, apuntando la idea política o el juicio picante de cosas y personas.

  —46→  

Era nuestro inspirador y Mecenas partidario ferviente de la Conciliación, y apoyaba con su periódico el primer ministerio de don Amadeo, armadijo de unionistas y radicales. Creía el buen andaluz que se hundiría el mundo en cuanto los dos concertados puntales de la situación se cayeran cada uno por su lado. Y si esto creía el maestro, o si no creyéndolo lo afirmaba, de su caletre al nuestro lo transmitía por razones de puro arte político. Yo no pensaba como él en lo tocante a la Conciliación, que infecunda me parecía, pues cada una de las dos partes a la otra estorbaba para toda labor eficaz. Pero me guardaba de manifestarlo a mi jefe, que me habría soltado el chorro saladísimo de su verbosidad andaluza. Yo pensaba en ello y me decía: «Algún motivo tendrá este hombre para patrocinar con tanto ardor la forzada coyunda de los dos partidos, y para fundar un periódico con el fin exclusivo de sostenerla». El Debate araba la tierra política sin lograr la derechura del surco, porque ni el buey unionista ni el buey radical se avenían a tirar del arado con igualdad. ¿Romperían el yugo?

Lo rompieron, sí señor, bastantes días después de entrar yo en El Debate; pero antes de referir esto, traeré a colada otras materias para no disgustar a los devotos de la exacta cronología. De asuntos privados, confundidos con los públicos hablaré, para que resulte la verdadera Historia, la cual nos aburriría si a ratos no la descalzáramos del coturno para   —47→   ponerle las zapatillas. ¡Cuántas veces nos ha dado la explicación de los sucesos más trascendentales, en paños menores y arrastrando las chancletas! Y vais a verlo.




ArribaAbajo- V -

Sabréis, amigos, que mi conquista de aquellos días (que no consigno por orden numérico porque he perdido la cuenta) me deparó una moza bravía y algo hombruna, morena y agitanada, más alta que yo en cuarta y media, gallardísima, de ojos bonitos y más bonitos morros, la cual me juró amor eterno y fidelidad, siempre que yo le mantuviese el pico y con decencia la vistiera, sin interrupciones de ayuno y desnudez. Trájome Celestina aquella hermosa bestia, diciéndome que era su prima, y yo le di el gobierno de mi casa y la soberanía de mi persona. Vivíamos felices. Felipa, que así se llamaba, natural de las Peñas de San Pedro, era una fuerte trabajadora en los menesteres más duros de la vida doméstica; lavaba la ropa y los suelos y toda la casa con verdadero frenesí; guisaba con abuso de especias y picantes, y hablaba con estridor de gritos y libérrimo vocabulario...

Naturalmente, mis relaciones con Felipa trajéronme nuevas amistades y trato con personas del propio jaez. Conocí a otra mujer, muy bonita por cierto, pelo rojo, figura delicada.   —48→   Aunque el tipo, lenguaje y modales de Lucrecia (¿nombre verdadero o postizo?) eran tan distintos de los de Felipa, tratábanse las dos mujeres con familiar intimidad... Tras Lucrecia compareció en nuestras tertulias un hombre ordinario, disfrazado de elegante, estrenando ropa, mal carado, y hablador verboso, insubstancial y cínico de asuntos que no entendía.

De esta sociedad, llamémosla así, que a mi albergue acudía, pasamos a otras, yendo Felipa y yo a tertulias amenas en casas donde conocí y reconocí caras bonitas y feas, y encontré amigos entre sujetos que veía por vez primera. No se crea que era la mansión de Celestina ni otra semejante. Algo se celestineaba allí, es cierto, por bajo cuerda, y más que algo se le tiraba de la oreja al amigo Jorge; el tono general era de semi-decencia o medio-mundo, y algo de armas al hombro. Útiles enseñanzas de la vida y del mundo adquirí en aquel extraño beaterio. Oyendo aquí y adivinando allá, vine a comprender que mi Felipa había sido criada de Lucrecia, y que el fachoso cortejo de esta, adornado con gruesos brillantes en pechera y sortijas, era jugador de profesión, y poseía en Madrid pingües chirlatas. Otras muchas rarezas vi y observé, que no cuento a mis buenos lectores porque quiero irme derecho al asunto de más interés. Una mujer entró allí, la Tía Clío, con mantón y delantal, arrastrando gastadas pantuflas en chancleta. Mirándola en tal guisa y desgaire, tardé un rato en reconocerla, y me   —49→   dije: «yo he visto a esta vieja en alguna parte».

Y en el mismo instante se destacó del grupo principal de la tertulia un señor inflado, calvo y herpético que me llevó aparte para reanudar conmigo una conversación entablada la noche anterior. Aquel sujeto llevaba frac, no por llevarlo allí, sino porque de allí se iba al Teatro Real. «En El Debate está usted muy bien -me dijo-. José Luis es listo, bien relacionado, y sabe mirar por los que le sirven, y abrirles camino para las buenas posiciones políticas. Un sueldecito regular no le faltará a usted... El periódico está bien hecho: me gusta mucho... Y vivirá: su vida está asegurada para largo tiempo. Hay dinero, amigo, hay dinero a granel. ¿Sabe usted de dónde vienen los monises?... Pues vienen de Cuba... ¿Por qué abre tanto esa boca? De Cuba, sí, señor. ¿Pero usted cree que hay en España dinero que no venga de la perla de las Antillas?... ¿Qué... lo niega usted?».

-No señor, no niego ni afirmo nada: oigo.

-Pues oiga usted más. El dinero lo mandan los ricos hacendados de la Isla para crear aquí una opinión favorable a sus intereses. Considere usted, joven, lo que son los intereses en aquel país tan rico, y tan desatendido por estos Gobiernos. Los buenos españoles de allí quieren que no se precipite el Gobierno en echarles reformas y reformas. Sobran aquí sabios, oradores, y el buen sentido se cotiza muy bajo. Quieren los buenos españoles que si se ha de quitar la esclavitud,   —50→   nos contentemos ahora con el vientre libre, dejando lo demás para mejores tiempos. Si así no se hace, peligrará la riqueza, la propiedad, y los ingenios serán pronto montones de ruinas... Para meter estas ideas en las cabezas alocadas de acá, los hacendados desean tener aquí órganos de la opinión sensata... Hacen ellos su cuestación, reúnen una porrada de miles de pesos y la mandan acá. Ahora viene el dinero a las manos de don Manuel Calvo, que está en Madrid. ¿No le conoce usted? Vive en casa de Lhardy. Es la única persona que Lhardy aposenta en su casa... De las manos de Calvo pasa el dinero a las de don Adelardo Ayala, que lo distribuye... porque no es sólo El Debate el que cobra por defender la buena causa. ¡No he visto yo pocos fajos de billetes pasar de las manos de don Manuel a las de don Adelardo! ¿Qué, se asusta, Tito? ¿Es usted de los españoles pacatos que tiemblan y se descomponen cuando oyen hablar de gruesas cantidades?

-No me asusto, señor -le dije-; me asombro y casi me indigno de que se suponga a mi jefe capaz de...

-¡Ay qué gracia! -exclamó el herpético rompiendo en franca risa-. ¡Pero si Albareda no pierde con ello ni un átomo de su honradez; si esto es lo más lícito, lo más meritorio, lo más...! Albareda es un amable filósofo, que se adelanta a su época. Si a él le conviene tener un periódico defensor de su política, ¿qué mal hay en recibir auxilio de un grupo de buenos españoles que miran   —51→   por su patria? Me consta que el dinero pasa por las manos de Albareda sin que nada se pegue en ellas.

Aquel hombre, que, según dijo, venía de comer en Lhardy, hablaba con salpicaduras de saliva y un galopar tumultuoso de los conceptos. Creí advertir en su lenguaje los efectos de un mediano exceso en la bebida. Sin venir a cuento, sacó un largo puro habano, diciéndome: «Tome este tabaco. Es de los de regalía». En seguida me dio otro, y cuando yo creía que tomaba aliento para seguir despotricando, se levantó, dejándome con mis observaciones atravesadas en la boca... Le vi acercarse a las que llamaremos damas por no saber qué nombre darles, y se fue no sé por qué puerta... Acerqueme entonces a la Tía Clío con avidez para interrogarla, y me volvió la espalda, volteando su anchuroso cuerpo, pobremente vestido... Y al instante, sin decirme una palabra, sin dejar tras de sí otro rumor que el de sus chancletas sobre la gastada esterilla, desapareció. Mis ojos la buscaban; buscándola la perdieron de vista. En medio de la sala quedeme perplejo y apenado... Cogí de un brazo a Felipa y le dije: «Ven, vámonos de aquí, mujer, que en esta casa hay duendes».

Me guardé bien de contar a don José Luis lo que había visto y oído, tal vez soñado. Tratando en largos días al maestro y a sus amigos, llegué a la certidumbre de que El Debate, como otros periódicos de Madrid, vivía de la savia cubana. Esta pasaba por las   —52→   manos de Albareda sin que en ellas quedaran ni partículas del precioso metal. Todo era poco para el cuerpo y el alma de la publicación (imprenta, papel, redactores). El hombre que sostenía con fatigas y el apoyo de sus amigos La Revista de España, fue un grande y desinteresado propulsor de la cultura de este país. Fue el más aristócrata de los periodistas y el más elegante de los políticos. Las campañas que él inspiraba llevaron siempre el sello de distinción exquisita. En contacto constante con la gente linajuda se mantuvo fiel a los ideales de la soberanía de la Nación; era conservador a la inglesa y predicador del self-government. Esta fórmula y los motes de los dos partidos, fundamento y piezas principales de la máquina política, los torys y los wighs, no se apartan de su boca andaluza... Y viviendo entre millonarios siempre fue pobre, y en la pobreza se deslizó su vida, que muchos tenían por ociosa y era muy activa. Mujeriego, taurófilo y deportista, tenía tiempo para todo, hasta para demostrar con hechos que el talento fecundiza la misma frivolidad, y de ello sacan frutos preciosos la razón y el ingenio.

A propósito de ingenios quiero hablar del conocimiento que en El Debate hice con varios sujetos que lúcidamente han figurado en las Letras y en el Periodismo. Los que más vivos conservo en mi memoria son Rodríguez Correa y Ferreras... ¡Alto!... Déjenme volver atrás. Necesito el desorden; la estricta cronología pugna con mi temperamento voluble   —53→   y mis nervios azogados. Atención. Cuando llegamos a casa pregunté a Felipa quién era el señor obeso y calvo, de frac, que me había llevado aparte para hablarme a solas. Díjome que era un mozo de café o de fonda, que se fue a La Habana y de allá volvió dándoselas de ricachón, o siéndolo de verdad. De la Tía Clío, por cuya procedencia y oficio le pregunté, díjome lo que a la letra copio: «Es una vieja medio loca que en el piso bajo tiene una tienda de muebles, armas y papelorios antiguos. Lejos de aquí la hemos visto vestida de señora con borceguíes de tacón dorado, y aquí se nos presenta hecha un pingajo, con chinelas que dice fueron de una tal doña Urraca. Charlotea de trifulcas que pasaron y de las que están pasando, y es una criticona que no hace más que gruñir. Se va como viene, sin saludar a nadie y diciendo no más que: 'Hasta ahora'. Y el ahora quiere decir siempre».

Hablábamos de esto medio dormidos ella y yo, por lo cual quedó en mi cerebro aquella conversación como cosa de incierta realidad, tocando en la frontera de lo mentiroso y fantástico... Y a los pocos días caí enfermo de una fiebrecilla que empezó leve, y por descuidarla hubo de parar en tifoidea, que a mí me postró por más de tres semanas, y a Felipa dio mucho que hacer y que sentir. La pobre mujer, creyendo que me las liaba, forcejeó con la muerte, y mientras esta tiraba de mí para llevarme al otro barrio, mi coima tiraba con verdadera furia para dejarme aquí.

  —54→  

¡Qué días de sufrimiento y qué noches de angustia! El único amigo que me acompañaba y a ratos hacía de enfermero auxiliar de Felipa, era el isleño por cuya mediación afectuosa entré yo en El Debate. No se concretaba su auxilio a las palabras consoladoras y a la dulce compañía, sino que, a las veces, con su corto peculio cuidaba de proveer el vacío portamonedas de Felipa... En la soporífera largura de mis horas de fiebre me acosaban las visiones de la Tía Clío y del hombre herpético que me contó la leyenda de los dineros de Cuba... Al fin, restablecida poquito a poco la normalidad en mi caletre, entré en convalecencia, fui tomando fuerzas, curé, y una tarde, cuando ya podía valerme y saborear la lectura y la conversación, hablé de este modo a mi buen camarada el isleño: «Por mucho que yo viva y prospere, no podré pagarte lo que en esta ocasión, la más crítica de mi vida, has hecho por mí». Y él me respondió: «Quién sabe si algún día me presentaré yo a cobrarte esta deuda, y tú, con buena memoria, te apresures a pagarme».

Corrió el tiempo arrastrando sucesos públicos y privados; se fue don Amadeo; salió por escotillón la República, feneció esta, dejando el paso a la Restauración... Reinó Alfonso XII; pasó a mejor vida. Tuvimos Regencia larga; se fueron de paseo las Colonias y entraron a comer manadas de frailes y monjas... El niño Alfonso XIII fue hombre; reinó, casó... Vino lo que vino: agitación de partidos, inquietud social, prurito de libertad,   —55→   alerta de republicanos, guerra con moros, semanas de fuego y sangre...

Pues en tan largo estirón de la Historia, el hombre chiquitín que os habla vio caer sobre sí un diluvio de calamidades. Pasó miserias, sufrió persecuciones; trabajó sin descanso, repartiendo su voluntad entre las tareas de pluma y la conquista de mujeres, únicas empresas en que le favoreció la fortuna. Errante anduvo de un hemisferio a otro; fue empleado en Cuba, empleado en Filipinas, periodista que jamás obtuvo recompensa, escritor que no llegó a conocer el galardón de la fama. Siempre obscuro y desconsiderado, en sus retornos de América y Oceanía vivió pobre en Madrid, vegetó en diversos pueblos y poblachos de provincia. En el curso de esta odisea, alguna vez topó con su amigo el isleño; se cumplimentaron y departieron sobre la buena o mala suerte de cada uno. Pero llegó un día en que la conversación fue más larga y de mayor substancia, como a continuación se verá.

En la Puerta del Sol nos encontramos a los treinta y siete años justos del día en que tomó el portante don Amadeo de Saboya. ¡Treinta y siete años! Muy pronto se dice; mucho se tardaría en contar lo que pasó bajo las chinelas o el coturno de la Tía Clío en trece mil quinientos cinco días. Yo, lejos de aumentar, había menguado de talla; los pelos que me quedaban eran hebras de plata, y rostro y cuerpo mostraban lastimosamente los zarandeos del tiempo. Mi amigo no llevaba   —56→   mal sus años maduros, y su rostro alegre y su decir reposado me declaraban mayor contento de la vida que el que yo tenía. Hablamos de trabajos y publicaciones; díjele yo que había leído las suyas, y él, replicándome que algo le quedaba por hacer, saltó con esta idea que a las pocas palabras se convirtió en proposición:

«Una promesa indiscreta oblígame a escribir algo de aquel reinadillo de don Amadeo, que sólo duró dos años y treinta y nueve días. Tú y yo vimos y entendimos lo que pasó y lo que dejó de pasar entonces. Tu memoria es excelente; sabes contar con amenidad los sucesos públicos. Hazme ese libro, y con ello quedará saldada la deuda de caridad que tienes conmigo. Puedes observar el método que quieras, ateniéndote a la cronología en lo culminante y zafándote de ella en los casos privados, aunque estos a veces llegan al fondo de la verdad más que llegan los públicos. Puedes entreverar entre col y col la lechuga de tus conquistas; ya sé que han sido innumerables, algunas acometidas y consumadas con temerario atrevimiento y dramáticos peligros... Por este trabajo te pagaré lo que dio Cervantes al morisco aljamiado, traductor de los cartapacios de Cide Hamete Benengeli, dos arrobas de pasas y dos fanegas de trigo, o su equivalente en moneda, añadiendo el gasto de papel, tinta y tabaco en los pocos días que tardes en rematar la obra... Dime pronto si aceptas, para cerrar trato contigo, o buscar otro plumífero con quien pueda entenderme   —57→   para sacar al mundo la vaga historia de Amadeo I».

Vacilé un instante, mirando al cielo y a los tranvías que de un lado a otro pasaban, y acepté, y con un apretón de manos sellamos nuestro compromiso.




ArribaAbajo- VI -

Y ya que sabéis la razón de que yo escribiese lo que estáis leyendo, añadiré para mayor claridad de este negocio, que el isleño me autorizó a contar la Historia como testigo de ella, figurándome en algunos pasajes, no sólo como presenciador, sino como lo que en literatura llamamos héroe o protagonista. A mi observación de que yo tendía por temperamento y volubilidad natural a la mudanza de opinión, y a variar mi carácter y estilo conforme a la ocasión y lugar en que la fatalidad me ponía, contestó que esto no le importaba, y que la variedad de mis posturas o disfraces daría más encanto a la obra.

Dadas estas explicaciones, continúo mi cuento. En pleno verano del 71 se despegó con el calor la Conciliación, retirándose cada parte por su lado con ganas de pelea. No habían hecho nada. Al soltar sus cuellos del yugo, la emprendieron a cornadas unos contra otros: «Ya ve usted, mi querido don José Luis -dije al maestro-, lo mal que resulta el intentar que gobiernen juntos los que de   —58→   su separación y diferencia sacarían la fuerza eficaz que pone en marcha la máquina del sistema. Ya que tan enamorado está usted del turno inglés, hágase la prueba de que gobiernen ahora los wighs con su programa y planes de reforma, y que los señores torys aguarden con paciencia su vez».

Pero Albareda no daba su brazo a torcer. Hombre agudísimo, que por imposiciones de la Fatalidad tenía compromiso de abogar por el contubernio, desmintiendo su dilettantismo anglómano, sacaba razones de su fértil ingenio, y me apabullaba con sofismas deliciosos. Seguía yo defendiendo con mi fácil pluma el desbaratado armadijo, tratando de recoger los pedazos para volver a pegarlos con la cola de mis artículos. Pero por mi cuenta digo que los torys de acá eran la mayor calamidad del Reino. De cepa unionista moderada, llevaban en la masa de la sangre los vicios y las malas mañas de la rancia política y de la Administración apolillada. Con necia fatuidad aseguraban que ellos solos poseían el secreto de regir a la Nación, y que sin ellos todo era desorden y merienda de negros. Conocía yo a un señor, inveterado unionista del 63 y 64, y siempre que nos encontrábamos largábame un sermón, contrastando la omnisciencia de los suyos con la ineptitud de la gente nueva. La síntesis era esta: «Nada, nada, amigo; es cuestión de camisa limpia...». Según aquel inmenso congrio, la clave del gobierno de España estaba en manos de las lavanderas y planchadoras.

  —59→  

Divorciados el Ayer y el Mañana, matrimonio de conveniencia, entró a formar Gobierno el Mañana, don Manuel Ruiz Zorrilla, el más valiente y entero de los hombres de la Revolución, popular cual ninguno por mirar de frente a los intereses del pueblo, voluntad firme, corazón que ardía en el amor romántico de una España redimida. Sus compañeros de Gabinete, llamándose demócratas, gastaban pecheras tan blancas y lustrosas como las de los palaciegos mejor almidonados. No era cuestión de camisas limpias, sino de cerebros lavados de roña y telarañas.

Un poquito atrás, caballeros. Se me olvidó decir que en los tenebrosos y amargos días de mi enfermedad fue la apertura de Cortes, y en el acto solemne leyó don Amadeo el acostumbrado discurso, como todos los del ritual, enfático y pedantesco, henchido de vanas promesas y preñado de hiperbólicas esperanzas. En boca del Rey puso el Gobierno parrafillos en que este pudo vanagloriarse con sincera bravura de su liberalismo, como de su respeto a la voluntad de la Nación. Con entusiasmo loco recibió el anfiteatro estas lindas canciones, que trascendieron pronto a las calles y el corazón de los adictos... Presidente de las Cortes fue Olózaga por votación no muy nutrida. Ciento diez papeletas le colaron en las urnas. La oposición era tremenda; entre federales, carlistas, moderados netos, alfonsinos de solemnidad o vergonzantes, formaban una falange de complejos   —60→   rencores que iban a una contra el Gobierno, el Rey y el Verbo divino.

Adelante. Reanudo el hilo cronológico para deciros que Ruiz Zorrilla trajo a la política oxígeno abundante y frescura de reformas por las que suspiraba el envejecido ser de la Patria. Entró don Manuel con singular arranque a matar las rutinas; crujía la Gaceta del empuje, y el radicalismo se estrenó con un sonoro triunfo. De aquel Gobierno se dijo que era una República con Rey. ¡Lástima que no hubiera sido cierto, y que no durara lo bastante para que se consolidase la utopía y se hiciera verdad de carne y hueso! Los Ministros que don Manuel asoció a su obra tuvieron éxitos redondos desde los primeros días. Don Servando Ruiz Gómez realizó brillantemente una emisión de 220 millones en un papel que yo no he poseído nunca, y que llaman Billetes del Tesoro, y un empréstito de 150 millones; Montero Ríos dio un buen tajo al presupuesto eclesiástico; el tan modesto como entendido don Santiago Diego Madrazo ordenó las cosas de Fomento, y Mosquera intentó lo mismo con las antillanas, que eran más duras de pelar.

El verano apoyó con su calor esta vehemencia del zorrillismo, y todos íbamos viviendo... digo mal, yo no vivía, porque no daba un paso sin pisar horrendas dificultades, por los desniveles de mi hacienda, que ya me llevaban a la bancarrota inevitable. Así como los Estados, en sus conflictos pecuniarios, acuden a los grandes financieros   —61→   del mundo, yo, en mis apuros (secuela de mi enfermedad y otros excesos), llamaba a las puertas de la Casa Rostchild 2, a las de la Casa Lafitte. Mi sueldo y lo que yo ganaba en El Debate hablando pestes del radicalismo, barajando los torys con los wighs, o bien preconizando como heroica medicina de España el self-government, todo esto y algo más se lo llevaba la Casa Rostchild, un roñoso prestamista de la plazuela del Alamillo, que en diferentes crisis metálicas me había facilitado algunos millones o puñados de maravedises... Ahogado ya, puse mis paralelas a otras opulentas casas judaicas, y como estas me mandaran a escardar cebollinos, fui y qué hice, contratar un empréstito de diez duros, a corto plazo, con Baring Brothers de la City (en Madrid, callejón de San Cristóbal); mas no habiendo podido cumplir, me dieron un escándalo, y a la escandalera se agregó la Casa Rostchild, y entre todas aquellas casas me dejaron, como quien dice, en cueros vivos; buena moda para verano.

A estos males se sumaron otros, que por ser de calidad afectiva dolían y amargaban más, y fue que Felipa empezó a mostrarse displicente y a renegar de mi estado financiero. Aunque me adoraba, según decía, no se sentía con fuerzas para vivir del aire como los camaleones, y en sus actos y aun en la palabra, notaba yo el propósito de poner entre mi descarnada pobreza y su gallarda persona la distancia que impone el instinto de conservación. A cada momento, por un daca o por un   —62→   toma, nos peleábamos... El regaño gordo vino al cabo, y la vi recoger su ropa para marcharse a vida menos ruin. Como yo observara que alguna prenda de su uso dejaba en casa, pensé que preparaba un artificio para volver... Al verla salir, tomé una actitud de dignidad severa, sin desplegar los labios ni alterar mi adusto entrecejo...

Al día siguiente supe que se había hospedado en una casa donde la honestidad no tiene su asiento... Como yo esperaba y temía, volvió... Burla burlando nos enredamos en reconvenciones, más eres tú y que torna, que vira... Con furia un tanto grotesca Felipa me cogió de improviso doblándome por la cintura en la disposición de darme lo que llaman en Cuba un boca-abajo, y con la palma de su mano dura me arreó tal azotina en semejante parte, y luego tales estrujones en la espalda y cabeza, que olvidé mi condición varonil para chillar como un niño. Concluyó el castigo poniéndome en pie y zarandeándome. «Aunque me voy, pizca de hombre -me dijo cogiendo la puerta-, no creas que te dejo campar solo... ¡Qué sería de este pobre Tito sin mis azo... titos!...».

Al siguiente día recibí por un mozo de cuerda un paquete conteniendo entre papeles un terno de lanilla de los que en El Águila valen cinco o seis duros. No era nuevo, pero sí en buen uso, comprado a una prendera, o en el Rastro. Debió de pertenecer a un niño de catorce años, y a mí me venía como si me lo hubieran hecho por medida. En un bolsillo   —63→   del chaleco encontré dos pesetas envueltas en un papel. La procedencia del regalo ninguna duda me ofrecía. Antes que el mozo me diera las señas de la donante, reconocí a Felipa, que era una bestia muy delicada...

Pues, señor, me endilgué al instante mi trajecito, que me caía muy bien, y salí a la calle gustoso de exhibir en ella mi persona, recluida por falta de vestimenta... Y bien podría mi buena sombra depararme una conquistilla que me consolara de tantos infortunios... Después de pasear un rato por las aceras, caldeadas del sol, volví a casa, donde reparé mi organismo con el frugal comistraje que me aderezaba la portera. Fuime después al Café Oriental, y me arrimé a la tertulia de don Santos la Hoz, Roque Barcia, Rispa Perpiñá y otros desinteresados patriotas. Sólo estaba el primero, y con él me explayé hablando de la situación y poniendo la persona de Zorrilla sobre el cuerno de la luna.

Ya sabéis que don Santos la Hoz era un curita que condenó a garrote vil sus hábitos, metiéndose de lleno en la vida laica y en el torbellino de la política, primero progresista, después republicana. Mezquino de cuerpo, ahilado de rostro, en el cual dejó crecer patillas y un lacio bigote; suelto de nervios y más suelto de palabra, don Santos ponía en la política toda la honrada vehemencia que su alma no pudo encontrar en la vida eclesiástica... Había cambiado de tema, de norte y de ideales; pero su estilo era el mismo, y en los clubs tenía dejo y tonos de predicador;   —64→   en el café, delante del licor negro y humeante, movía las manos y miraba al vaso como un grave sacerdote que está diciendo misa.

«Esto va muy bien -me dijo mirando a un periódico que al lado tenía, como si estuviera leyendo la Epístola-. Si don Manuel sigue por el camino que ha emprendido, la democracia forzosamente ahogará la Monarquía, y don Amadeo tendrá que volverse a su tierra diciendo: 'Españoles, habéis demostrado que merecéis la República...'. La benevolencia se impone. Pi Margall, Castelar y Barcia, que forman el Directorio, dirán a las masas en el manifiesto que preparan: '¿Hemos de tratar con igual rigor a los que nos dan condiciones de vida y de progreso, y a los que pugnan por quitárnoslas?'. En fin, yo estoy contento. Esto marcha... Claro es que Sagasta y el Duque pondrán en el camino de don Manuel chinitas y peñascos... pero, amigo, todo lo vence amor o la pata de cabra, todo lo vence el principio sacrosanto de libertad, ese rayo de Dios, esa palanca, esa panacea...».

Nos burlamos luego de los carlistas, diciéndoles ante el mármol de la mesa del café: «Venid, echaos de una vez al campo... Así os aniquilaremos más pronto». Nos reímos de las damas católico-alfonsinas. Ya podéis guardar en vinagre o en alcohol a vuestro niño. La Patria le rechaza (frase de Castelar), como el mar arroja a la playa los cadáveres... Y dicho esto, nos quedamos tan frescos, con permiso del calor que nos abrasaba.   —65→   Don Santos pagó mi café, y yo me fui a la calle... ¡Oh calle, única delicia y recreo del hombre tronado!

El verano se me presentaba fosco y aterrador. Casi todos los amigos que podían aliviar mi penuria, habían echado a correr. Para mayor desdicha, la inacción veraniega metió a El Debate en el pantano de las economías, y a mí me tocó el ser uno de los licenciados hasta otoño. El isleño se fue a Santander, Albareda a tomar los baños de Dax, y yo no tenía santo a quien poner una vela... Ferreras y Correa, ¡ay de mí!, también levantaron el vuelo. Lleneme de paciencia, y me vestí de la coraza del estoicismo. Hallaba consuelo en mi fatalismo musulmán, el cual en aquella triste ocasión me decía: «Está escrito que por desconocida senda te vendrán satisfacciones y venturas...».

En largos y calurosos días esperé, mirando a la esfinge del Mañana. Por pasar el rato escribía gratis en La Igualdad y en La Ilustración Republicana Federal. Tenía esta su redacción en la Plaza de la Cebada, 11, y la dirigía Rodríguez Solís. En la lista de los colaboradores figuraba todo el santoral republicano, con los pontífices a la cabeza; pero los más constantes eran Roque Barcia, Roberto Robert, Ramón Cala y otros de vago y hoy olvidado nombre. Tanto como me encantaban Robert y su acerada sátira, me entristecía don Roque con su literatura bíblica y orientalesca en rengloncitos de este jaez: «Avanza, hombre loco, y dime: ¿cuál   —66→   es tu sino?...»; y el hombre loco y pálido responde: «Mi sino es llorar hoy el Pasado, que no quiere volver y vuelve. -Retírate, Pasado, y no olvides llevarte tu manto de tinieblas. -Adiós, hijos del día; la luz en que vivía me daña. Adiós». ¡Y había lectores, entre ellos mi portera, que se deleitaban con estas cosas!

En La Ilustración Republicana Federal me aclimataba yo más que en La Igualdad, pues aunque en ninguno de los dos periódicos ganaba un real, en el primero tenía de director al bueno y cristianísimo Rodríguez Solís, que solía convidarme a comer en su modesta casa, llenándome el buche para un par de días. A las veces, llevábame Roberto Robert a Lhardy, un espléndido bodegón que radica en los sótanos de la Plaza Mayor, y tiene su entrada suntuosa por Cuchilleros, en lo más bajo de la Escalerilla. Dábannos allí cocido, judías u otro plato suculento; y amenizábamos el festín con el dulce murmurar, comentando la vida social o política. Recuerdo que en aquel Lhardy apuramos una tarde el tema candente de las Cacerías de Riofrío. No se hablaba de otra cosa. Persiguiendo venados con el Rey, Serrano conspiraba para derribar a Zorrilla, al mes de subir este al poder. No sería verdad; pero el público, ávido siempre de novedades, se hartaba de aquella comidilla... Las cacerías fueron y son los más seguros vedados para matar las grandes reses políticas.

Pero don Manuel seguía tan terne, sin que   —67→   le alcanzaran los tiros, si acaso los hubo, ni cuidarse de ellos. Por aquel tiempo, si no me falla la memoria, visitó a su hermano el Príncipe Humberto, heredero de la corona de Italia. Estuvo en La Granja, en Madrid y en Toledo y Sevilla. Al despedirle, nuestro Presidente del Consejo oyó de labios del huésped ilustre estas palabras de felicitación, que recordaba siempre con orgullo: «Deseo para mi hermano y su dinastía diez años de gobierno radical».

Grabada con letras de oro quedó en mi memoria esta frase, porque la oí de la boca dulce y colorada de una dama, de una mujer... que... Leed, os lo suplico, leed a renglón seguido mi nueva conquista.




ArribaAbajo- VII -

Doña María de la Cabeza Ventosa de San José, a quien respetuosamente inscribo con el número tantos en mi amoroso Registro, era una dama fresca y agraciada, de negros ojos, risueña boca, lucidas carnes, poseedora de dos tiendas de telas, una en la calle de Toledo y otra en la Concepción Jerónima, donde habitualmente residía. No diré que fuese una cabal hermosura; pero sí que tenía lo que llamamos un gancho fisionómico, un garabato facial, un mirar pillín y un fruncimiento de la boquita que a todos cautivaba, y con tal gancho a mí me pescó el alma, inspirándome   —68→   una pasión que no vacilo en llamar volcánica.

¿Cómo la conocí? Pues los vaivenes de mi miseria me llevaron de nuevo hacia Córdoba y López, y Mateo Nuevo, que quiso arreglar mi complicada cuenta con la Casa Rostchild de Alamillo Square. Algo se aflojó con aquellas gestiones el dogal que me apretaba el pescuezo; respiré un poco, y por derivaciones naturales hice conocimiento con un vejete gracioso y pío, que llamaban Plácido Estupiñá, corredor de dependientes de comercio, el cual me exhortó a dejar la pluma por la vara de medir, y la literatura por la contabilidad mercantil. Intercedió noblemente con las opulentas casas de banca para que me dieran mayor respiro, y llevándome de tienda en tienda, di con mi persona en la de doña María de la Cabeza, que precisamente, ¡oh felicísima casualidad!, necesitaba un chico que supiera llevar cuentas. ¡Cielos divinos!, aquel chico fui yo. ¿Era sueño, era realidad? Estupiñá fue el alado mensajero de la Providencia que me llevó del abismo de la desesperación al pináculo de mi ventura.

Del gusto que me dio el verme admitido por doña Cabeza y aposentado en su propia casa, me puse muy malo, me entró fiebre, atacome la tos ferina con quebranto de todo el cuerpo. Me metieron en cama; mi admirable patrona y principala me llevaba calditos, infusiones, alguna golosina para llamar el apetito, apelando a las friegas para desvanecer los dolores erráticos. Mi gratitud hízome ver   —69→   en la señora un ser divino, quizás la propia esposa de San Isidro Labrador, Santa María de la Cabeza, cuyo glorioso nombre llevaba. ¡Vive Dios, que antes que el nombre las igualaba y confundía la santidad!... Cuando me dieron de alta y me levanté, poniéndome la ropa limpia, lavada en mi nueva casa, me sentí inundado de una luz celestial y abrasado en fuego de inspiración. El alma se me quería salir por ojos y boca para ofrecerse con sublime rendimiento a doña Cabeza, como galardón de sus divinas bondades e infinita misericordia.

Yo soy un hombre que no sabe disimular sus sentimientos. Soy todo un torrente para la sinceridad, y un águila para poner en ejecución, sin perder instantes, lo que me dicta mi conciencia. Consecuente conmigo, me arranqué, como suele decirse, de una vez, y le solté a mi doña Cabeza una declaración de amor tan coruscante y ardorosa, que la buena señora se quedó asustadica, vacilante entre la risa y el asombro. Notando yo que no era la dama tan fácil al asedio, avivé el fuego de mi oratoria, echando en él llamaradas de locura, sutilezas de poesía, y conceptos que doña Cabeza oía quizás por primera vez en su vida... Y el efecto se produjo al fin. Al través de los espesos vapores que, a mi parecer, levantaba mi apasionado lirismo, observé que el rostro de doña Cabeza se ponía muy serio, que en su boca graciosa expiraba la última risa, que aparecían después unos pucheritos muy monos... y   —70→   que la interesante señora, enmudecida por la emoción, me mandaba callar... ¡Ay, qué pillo!

Aunque doña Cabeza me dijo aquella tarde que se vería en el caso de despedirme de su casa, en tal forma lo dijo, y con tal mimo de quiero y no quiero, que me tuve por vencedor. Debo declarar que mi pasión era sincera, y que mi protectora se hacía dueña de todo mi ser. ¿Había encontrado mi felicidad y la solución de los graves problemas de mi vida? Tal vez... A los tres días de aquella mi flamígera declaración, desesperado vuelo de un alma que huye del vacío, aseguré y celebré mi triunfo. Loco de orgullo juré amor eterno, fidelidad hasta la muerte. Y cuando a este culminante fin llegaba, un desengaño enfrió mi entusiasmo. María de la Cabeza no era viuda, como presumí viéndola vestir de alivio. Por ella supe que su viudez consistía en vivir separada de su esposo, un perdido criminal, con méritos bastantes para ir a presidio. En Madrid andaba el tal: su mujer le pasaba un duro diario, y de vez en cuando le pagaba las trampas; pero antes muriera que admitirle a su lado. La riqueza, las tiendas y alguna finca rústica eran de ella. No refiero lo que Cabeza me contó del engaño y disparate de su casamiento, porque no añade ni quita interés a esta verídica historia.

Si me afligió por un lado el saber que mi dama no estaba capacitada para segundas nupcias, me agradó mucho conocer su abolengo   —71→   liberal, rancio y clarísimo, como esas aristocracias cargadas de blasones. Mi señora era nieta, por parte de madre, del gran don Benigno Cordero, espejo de milicianos, que inmortalizó su nombre en el Arco de Boteros, hoy 7 de Julio; sobrina, en segundo grado, de Calvo Asensio, y en tercer grado, de don José Abascal. Parentesco lejano tenía con Mariana Pineda, y cercano con don Vicente Rodríguez y don Juan León Moncasí. Su padre, don Lucas Ventosa, fue uno de los más leales amigos de Espartero, íntimo de don Evaristo San Miguel y de don Ramón de Calatrava. En su casa, y en la de sus padres, Cabeza se pasó parte de la vida bordando banderas para los batallones de milicianos. Era la encarnación del ideal progresista, y en sus dos tiendas se refugiaron una y mil veces los cabildeos electorales y aun los tapujos revolucionarios. Toda esta tradición cálida y candorosa se fue acumulando en la cabeza de mi doña Cabeza, tan entusiasta de Prim, que lloró tres días cuando le mataron. Muerto el héroe, la idolatría de mi dama vino a condensarse en el único santo que, a su parecer, representaba las glorias del Progreso, don Manuel Ruiz Zorrilla.

Yo también me volví radical como el mismo don Manuel, o como su trompetero Ángel Fernández de los Ríos. Fuera de esto, yo estaba en la gloria, bien comido, bien bebido, admirablemente apañado de ropa, y satisfecho en cuantas necesidades y estímulos constituyen la vida espiritual y fisiológica. El   —72→   marido de Cabeza, Serafín de San José, no me inquietaba gran cosa. Alguna vez me tocó despacharle con tres pesetas o un duro, sacados del cajón; era un cínico silencioso que a su degradación ponía máscara de prudencia. Más me inquietaban algunos parientes de Cabeza que se retraían de visitarla, reprobando así discretamente su irregular trato conmigo. Y mayor zozobra que el despego de los primos y agnados me causó la insistencia con que paseaba la calle un sujeto alto y zancudo, de color cetrino, barba negra, nariz tajante, con lentes que daban no poca impertinencia a su mirar fisgón, bien vestido, la chistera un poco ladeada. Advertí un día que al pasar le saludó Perico Luna, que solía tertuliar en mi tienda.

Interrogué al amigo, que así me dijo: «Es un tal Alberique, amigo de Madoz, empleado que fue en La Peninsular. No tiene hoy más oficio ni más beneficio que pintar la mona y hacer el oso». Por algo más que se escapó a la discreción de Luna, y otro poco que me indicó Roberto Robert, sospeché que aquel tipo había sido mi antecesor en los blandos afectos de mi señora doña Cabeza. No necesité saber más para decidirme a espantar al enojoso estafermo. Elegida la ocasión más favorable, salí a la calle una mañana, y me encaré con el cargante individuo. A quemarropa le di el quién vive en la forma que cuento, y no es jactancia: «Caballero, quiero saber qué se le ha perdido a usted en esta parte de la calle, y qué motivos tiene para   —73→   montarnos la guardia. Si es policía, dígalo y se le dará una propineja para que no moleste tanto».

-Señor enano de esta venta -me replicó zumbón, ajustándose los lentes en la nariz huesuda y poniéndose en facha-, yo estoy en mi derecho cogiéndome parte de la calle o la calle entera, y usted váyase a medir percales, y déjeme en paz.

-Si usted me insulta, le diré que voy a coger la vara para medirle a usted las costillas.

-Antes me insultó usted a mí llamándome policía y ofreciéndome propina... Si usted no fuera tan chiquitín le pediría cuenta de sus ridículas arrogancias. Conozco su nombre y condición. Por si usted no sabe quién soy y cómo las gasto, ahí le dejo mi tarjeta. Como usted no trae tacones altos, y ha salido en zapatillas, tengo que inclinarme para que la tarjeta pueda llegar a sus manos.

Tomé la tarjeta, y leí: Modesto Alberique, representante de la Sociedad Belga Constructora de cierres mecánicos. Esgrima, 3. Y viéndole partir con aire jaquetón, le dije con el pensamiento: «Ya te daré yo a ti cierres mecánicos, farsante». Volví a mi tienda, y nada dije a Cabeza, que estaba en el principal, en manos de su peinadora. Era tan firme mi resolución de mandarle los padrinos al infatuado virote que me ultrajó groseramente, que no pasó la tarde sin pensar en los amigos que debía escoger para función tan delicada.   —74→   Andando en esto, supe que mi rival era un poco espadachín, o que de ello presumía. Mejor que mejor. El lance había de ser duro. Mi amor propio no consentía otra solución que matar a mi contrario, y quedar yo airoso y arrogante, cantando el quiquiriquí en mi gallinero.

En las tertulias de mi tienda menudeaban los noticiones y las profecías políticas. Oigan lo que me dijo aquella tarde, o la siguiente, un amigo nuestro, inveterado progresista semi-fósil: «Parece que se conspira de lo lindo. ¿Qué hay de La Granja? Pues hay...». Diciendo esto mostraba un fajo de periódicos, entre los cuales vi El Imparcial, El Debate y La Política. El corresponsal del periódico del señor Mantilla contaba que la Reina María Victoria había salido como escapada del Real Sitio, llevándose a su marido... Hay más: «El Brigadier Palacios, Comandante General del Real Sitio de San Ildefonso... ¡oído a la caja!, arrestó al joven Díaz Moreu, oficial de Marina, ayudante de Su Majestad». ¿Por qué creerán ustedes? Porque siguió demasiado cerca a don Amadeo. Pero El Imparcial trae otra versión. Oigan: La causa del arresto del ayudante fue que este saltó una zanja con más presteza que el Brigadier Palacios. ¿Quieren decirme ustedes qué significa esto de Reina fugada, y de arrestos y zanjas? Pues el corresponsal de La Política salta otra vez con la cuenta de cuarenta y ocho reales que no ha sido abonada al dueño del Hotel Europa de La Granja, el señor   —75→   Davide Macchino. ¿Qué es esto? ¿Quién me compra un lío? Hame dado en la nariz, señores, olor de barraganía... Estas cosas tan raras y esta cuenta sin pagar, y el Rey que escapa con la Reina, ¿no os señalan un rastro? Seguid el rastro, seguid la pista, y encontraréis una res que dicen es hermosa, yo no la he visto... la dama de las patillas.

Tomó entonces la palabra don Francisco Bringas, otro de los asiduos a mi tienda, varón calmoso y sesudo, colocado recientemente por Zorrilla en una modesta plaza de Fomento. Asegurándose las gafas sobre la nariz, aquel hombre, que llamaban Monsieur Thiers por la perfecta semejanza de su rostro y talle con los del celebérrimo político francés, nos dijo que no era de buenos españoles sacar a colación a la de las patillas, ni dar aire a los malignos rumores, de que se apacienta el vulgo ignaro. El Monarca que nos regía, por obra de los 191 votos o por lo que fuere, se menoscababa en su alta dignidad, traído y llevado en lenguas de la gente ociosa. «Yo serví lealmente a doña Isabel -añadió-, y mientras comí su pan, jamás permití que en mi presencia se dijeran las atrocidades que corrían acerca de ella... Ahora, después de larga cesantía, debo un humilde destino a don Manuel, colocación que viene encabezada con el nombre del Rey. Pues yo, fiel a mis principios, no digo ni escucho ninguna cuchufleta en mengua del Jefe del Estado. ¿Qué más? Ayer me vino Rosalía con el cuento de la señora patilluda,   —76→   y yo le dije: 'Rosalía, hazme el favor de callarte la boca'. Por mi decoro de funcionario público, por respeto al primer Magistrado de la Nación, oigo esas anedoctas como fábula indecente. Y punto final».

-Tiene razón don Francisco -me dijo Cabeza interviniendo en el coloquio con la bondad juiciosa que era el mayor encanto mío-. Sí, amigo Bringas, fuera cuentos que bien pueden ser falsos testimonios. ¿Qué nos importa que Su Majestad tenga un devaneo, y que la tal gaste patillas o barba corrida? No demos aire a las habladurías, y menos ahora que tenemos el progreso en el poder. ¡Y que está el Rey poco contento, vaya! Por lo que he contado a ustedes de las palabritas del don Humberto al despedirse, comprenderán que hay don Manuel para rato... lo que digo: ¡don Manuel para rato!

Al anochecer desfilaron los amigos, y antes de cenar di un salto al Casino Federal, para conferenciar con mis padrinos, hombres inflexibles en materias de honor: Córdoba y López, Ramón Cala... Pasaron tres días; el feroz Alberique no se daba prisa para designar padrinos. Los míos iban en su busca; no le hallaban nunca en su casa. Temimos que se lo tragara la tierra. Pero del centro de ella le habría sacado yo para vapulearle públicamente y pregonar su cobardía. Por fin dio la cara, y se concertó el duelo en las condiciones que imponía la gravedad del caso. Y en los días que precedieron al terrible lance, mi señora doña Cabeza mostró deseos de   —77→   que yo escribiese en Las Novedades, ensalzando hasta las nubes a don Manuel, y declarándome radical monárquico, bajo el manso poder de don Amadeo I. Claro es que yo no podía negarme a tan dulces requerimientos. Escribí, pues, sin esfuerzo, hinchados panegíricos de la política radical, y el bueno de don Manuel se asfixiaba seguramente con las nubes de oloroso incienso que yo arrojaba sobre él. Llevado y traído por fatal corriente misteriosa, yo era el campeón de todas las causas. En corto tiempo enaltecí con mi fácil pluma el federalismo intransigente, el federalismo templado, la monarquía conservadora de Serrano y Sagasta, y la monarquía democrática de Ruiz Zorrilla. Era yo, pues, un caso peregrino de proteísmo; y ved, amigos, cómo esta mi voluble constitución mental venía consagrada desde mi nacimiento y bautismo por mi nombre y cognomen. Yo me llamo, sabedlo ya, Proteo Liviano, de donde saqué el Tito Livio usado en mis primeros escritos, y el Tito a secas que hoy merece mi preferencia por lo picante y diminuto.

Escribí, como digo, furiosos alegatos ministeriales para dar gusto a la gobernadora de mi existencia. Pero en lo más recio de mi campaña, vino el trueno gordo; las intrigas del Real Sitio dieron su fruto, y Ruiz Zorrilla con todo su radicalismo reformista se desplomó con estrépito. Y he aquí que aparecieron en el tablado, por el foro derecha, Serrano y Sagasta tapándose el rostro con el antifaz del Ministerio Malcampo-Candau.



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ArribaAbajo- VIII -

Un poquito atrás. No se me vaya a quedar en el tintero mi épico lance con Alberique, más interesante, a mi juicio, que aquella cáfila de hombres que iban y venían, y aquellas menudencias del vivir nacional, que el Tiempo y la Tía Clío arrojan en el polvoriento rincón de la trastienda, donde toda antigüedad inútil tiene su sepulcro.

Acordaron los padrinos que el duelo fuese a pistola: la desigualdad de talla entre mi enemigo y yo imposibilitaba el uso del arma blanca. Los padrinos de mi contrario, Felipe Ducazcal y el teniente Luque, de quien hablaré después, propusieron el sable, arma en que Alberique se creía fuerte; pero al fin cedieron a la razón, que era la pistola. Llevamos de médico a un chico de San Carlos que en aquellos días recibió la Licenciatura. El lugar donde habíamos de tirar a matarnos era un jardín o huerta en las cercanías de las Ventas del Espíritu Santo.

Las ocho de la mañana serían cuando llegamos al terreno los dos rivales, con nuestros respectivos apoderados. Alberique iba muy estirado de guantes, vestido de negro, el sombrero muy encasquetado para que no se lo arrebatase el viento que del Oeste soplaba. Por no cansar, suprimo los pormenores. Partido el campo y cargadas a conciencia las   —79→   pistolas, nos pusimos frente a frente. Sin ninguna jactancia, debo hacer constar que yo estaba sereno ante la faz del drama, como lo estoy en el momento de referirlo. Yo he nacido para las ocasiones críticas, para los actos que se desarrollan en raudos minutos, decisivos entre la vida y la muerte. Tocó a mi rival disparar primero. No me acertó. Disparé yo... Nada... En su segundo disparo, Alberique afinó la puntería. Yo dije: «¿Sí? Pues ahora verás». No era yo tirador; afiné con toda calma..., ¡pim!, le metí la bala en el costado derecho... ¡Alto!... La herida de Alberique era de pronóstico reservado. Terminó el lance. No me presté a reconciliaciones ni saluditos, y me retiré con tranquilidad augusta.

O mucho me equivocaba yo, o todos los que se cruzaron con mi coche en la carretera de Aragón me miraban con respeto admirativo, quizás, quizás con respeto medroso. En mi casa me declaré a Cabeza, refiriéndole con terroríficos detalles el lance y sus antecedentes y motivos. Oyome atenta sin mostrarse demasiado orgullosa de mi serena valentía, y contra lo que yo esperaba, me salió con esta desentonada cantinela: «Has hecho mal, Proteo, en tomar las cosas tan por lo caballeresco, porque ese majadero de Alberique es casado..., casado y con cinco hijos. Figúrate que se muere de la herida. Pues tú le has matado, y por tu quijotismo quedarán huérfanas esas pobres criaturas... Todo por el honor. ¡Dichoso honor, que sólo existe en   —80→   las lenguas de los que no lo tienen! Dime, Proteo querido, ¿dónde tienes tú el honor? ¿Lo has traído tú a casa, o estaba aquí ya cuando llegaste?... Hazme el favor de no hablarme a mí de esas pamplinas. No hay más ley que el amor, el trabajo, la libertad y el progreso, y todo lo demás es verso y tonterías. ¡Ah!, se me olvidaba: también es ley de vida la buena contabilidad y el arreglo de los negocios, y respetar el tuyo y mío. Como me llamo Cabeza, que esto creo y no creeré otra cosa si mil años vivo».

Quedeme de una pieza oyendo estas razones, y ellas habrían bastado a quitarme el sosiego, si Cabeza no me mostrara su cariño y confianza en terreno que no era el ideológico. Adelante: Como decía, cayó Zorrilla cuando se le creía más seguro. El terremoto político que llamamos Crisis, se produjo por la elección de Presidente de la Cámara. El candidato ministerial, Rivero, obtuvo 110 votos, y a Sagasta, candidato de los unionistas, progresistas templados y carcundas, le votaron 123 padres de la Patria. Esta se quedó turulata viendo que por corta diferencia de votos se cambiaba el Gobierno. Pero tal era el sistema, mal traducido del inglés, tal la bastarda imitación de aquel self-government con que Albareda y yo andábamos a vueltas en El Debate... Malos ratos debió de pasar el Rey con este self-desbarajuste.

¡Sorpresa, escándalo, furor! La Tertulia Progresista se echó a la calle con un pendón morado. Salieron los estudiantes de Farmacia   —81→   y San Carlos a ventilar su ardorosa juventud, fatigada de la estrechez y disciplina de las aulas. Madrid ardió en alborotos, vocerío de vivas y mueras. Restallaban de boca en boca los dicterios contra Sagasta, y hasta las verduleras designaban a las fracciones políticas contrarias al Radicalismo con los viles apodos usuales: fronterizos, cangrejos, calamares, palomos, tomadores... Mi Cabeza me mandaba que fuese a meter ruido en las manifestaciones, y a enfoguetar los ánimos con mi briosa elocuencia.

Obediente a mi dulce tirana, acudí al bullicio, y entre la turbamulta encontré a muchos federales que se agregaban al progresismo radical, para hinchar el coraje público y armar camorra con los agentes de la autoridad. Ramón Cala me aseguró que antes de dos meses tendríamos la Federal con todo su complejo tinglado de pactos y cantones; Rodríguez Solís comentó el retraimiento cada día más significado de la sangre azul y del dinero amarillo. Las únicas damas de alcurnia que iban a Palacio y acompañaban a la Reina, más por lástima y respeto que por adhesión verdadera, eran las Duquesas de Fernán-Núñez y de Tetuán, la Condesa de Almina y otras poquitas más. Y Luis Blanc opinó cándidamente que la Grandeza, con la sorda y persistente conspiración del desaire, nos estaba haciendo el caldo gordo a los republicanos. Yo, que si en letra de molde, por dar gusto al dedo, falsifico donosamente la verdad, soy esclavo de ella cuando hablo con   —82→   mis amigos, les dije que nosotros éramos los que hacíamos el caldo gordo a las elegantísimas damas alfonsainas y catolicoides, ayudando a convertir en palabras vacías los tres rotundos jamases del General Prim.

La implacable cronología, de la cual quiero hacerme esclavo, me lleva en los primeros días del Ministerio Malcampo a referir una nueva y peregrina conquista...; digo mal, porque en realidad no fui yo conquistador, sino conquistado. Ved qué cosa más rara. Una tarde, terminado el trajín de la tienda (que fue, por más señas, harto engorroso: recibir el género de invierno, anotar precios según factura, precios de venta al vareo), salí a desentumecerme y proveer de aire fresco mis pulmones, y cuando pasaba junto al callejón de la Concepción Jerónima, salió de este una muchacha, que puso en mi mano una cartita y apretó a correr. Pronto la perdí de vista. «Aventura tenemos» pensé yo; y antes de que abriera la esquelita, comprendí, por el color del papel y el perfume que de él se desprendía, que era carta de fémina. No creí prudente leerla en mi calle, y seguí hasta la plaza del Progreso, donde satisfice mi curiosidad. Ved la carta, que me sorprendió tanto por su contenido como por su excelente escritura y ortografía, mejor que las que gastan las mujeres bonitas... y aun las feas.

«Caballero: Reciba usted la entusiasta felicitación de una señora desconocida para usted... Sentime ¡ay!, inundada de alegría cuando supe que había castigado al infame   —83→   y presumido Alberique, y mi júbilo habría sido completo si hubiera usted dirigido su puntería al costado izquierdo en vez del derecho, para que quedase partido aquel corazón donde jamás anidó un sentimiento noble... He sabido con satisfacción que se agrava la herida de ese bigardo insolente. Lo celebro con toda el alma. Yo soy así, implacable con los que me han ofendido. Sé querer; no sé perdonar.

»En usted veo al hombre honrado que, cuando el caso llega, sabe proceder con vigor y arranque, comprometiendo su vida. Mis plácemes y vítores entusiastas al héroe. ¡Arriba los hombres de ánimo grande y corta estatura!... Cuando me han enterado de que el héroe es chiquitín de talla, he sentido por usted admiración más viva. Séame lícito decir que de niña jugué con muñecas más tiempo del que mi crecimiento permitía; que de mujer me agradan todas las variedades de muñecos. Entre lo pequeño y lo grande hay una escala de gratas sensaciones. Ya sabe usted que per troppo variar Natura è bella.

»Y no digo más por hoy. Deseo conocerle, mas no es ocasión. La ocasión llegará... En tanto, valiente caballero, admita los sinceros plácemes de su amiga -Graziella».

Leí por tres o cuatro veces la carta, y ni con veinte lecturas habría salido de mi confusión. Por la gramática no parecía carta de mujer. ¿Sería obra de algún amigo maleante? No... La corrección gramatical y la ortografía revelaban quizá las manos y pensamiento   —84→   de mujer neurótica, de superficial cultura. No desconocía yo la suma extravagancia mezclada con el sumo donaire que constituyen el ser de algunas almas del reino femenino, entendimientos desequilibrados que fluctúan entre la sutileza del ingenio y los desvaríos de una razón desmandada. Por su nombre y la cita italiana, la tal declarábase compatriota del Dante. Nueva confusión mía mezclada de ardiente curiosidad. ¿Por qué me dejaba, como quien dice, a media miel, revelando su nombre y guardándose la dirección de su casa? ¡Pues de saberlo, no iría yo poco contento a darle las gracias y rendirme a su fineza y bondad!... Rompí la carta en los pedacitos más chicos que pude obtener, cuidando mucho de que alguno de ellos no se me quedase pegado a la ropa, porque...

Ya lo comprenderéis. Cabeza era muy celosa, y además mujer de grandísimo talento. Por algo se llamaba Cabeza. No ignoraba mis aficiones al bello sexo. Mi fama de galanteador afortunado le quitaba el sueño, y a mí me ocasionó sofoquinas. En sus ataques agudos de celera, mi dama se levantaba de puntillas, a media noche, para registrar mi ropa, buscando alguna carta que su encendida imaginación sospechaba y temía. Y cuando entraba yo en casa de dar un paseíto o evacuar alguna diligencia mercantil, me olía las solapas, la corbata, el cuello, buscando algún aroma que delatase mi supuesta infidelidad. La tarde de marras, al llegar a la tienda después de rotos y aventados los pedacitos de   —85→   la carta de Graziella, me asaltó el temor de que el papelejo hubiese dejado en mis dedos algún resto de su intensa fragancia. Subí corriendo a lavarme las manos, mas ni aun con esto estuve tranquilo, ni vencer pude el terror que me causaban los ojos inquisitivos de Cabeza y el venteo de sus narices.

Advertí en los siguientes días a Cabeza más pensativa y fisgona que nunca lo estuvo. Parecíame que su mirada, al fijarse en mis ojos, los atravesaba para sorprender los pensamientos míos replegados dentro del cerebro. Y en este no habría encontrado más que una infidelidad puramente mental. Yo pensaba en la italiana. Su imagen revoloteaba dentro de mi caletre como un insecto alado que cambiara de luz y colores a cada instante. Por las noches, mi cara mitad me tenía prisionero en casa, no permitiéndome ni quince minutos de expansión en el café Oriental o en el de las Columnas, donde yo encontraba los amigos de mi mayor aprecio. Vedme, pues, forzado a soportar la insípida tertulia casera, formada por dos viejas regañonas, que se dormían cuando no jugaban a la brisca, y de tres o cuatro sujetos soporíferos, entre ellos un primo de Rojo Arias, que no hacía más que hablar pestes de Sagasta y de los amigos de este, Abascal, Muñiz, don Zoilo Pérez, y un inspector de arbitrios municipales, que proponía como única solución política la traída de Espartero.

El Ministerio Malcampo-Candau seguía pasando el rato con un enredoso debate parlamentario   —86→   sobre La Internacional. Pero el interés político no estaba en el Congreso, sino fuera de él, en los conciliábulos y recíprocas embajadas de los dos feroces bandos que se disputaban la primacía. Rompieron en terrible pelea zorrillescos y sagastorros. Cada uno de los jefes de estas dos revoltosas taifas dio al país su manifiesto. Leílos yo, y la verdad, no encontré gran diferencia entre una y otra soflama. No era obra de romanos concordarlos y hacer de los dos uno solo, que fuera cimiento en que fundar honrosas y duraderas paces... Los padres de las criaturas, que parecían mellizas, Zorrilla y Sagasta, se avinieron a nombrar un Jurado o comisión de arbitraje que examinara los dos manifiestos, y desarmándolos y volviéndolos a armar en un solo cuerpo de doctrina y conducta, creara el progresismo único y de una sola pieza, amplio terreno dogmático en que pudieran vivir y comer todos los caballeros de la orden setembrina. ¡Qué cosa más sencilla, ¡vive Dios!, y qué facilísima dificultad!

Apoderados de don Práxedes fueron Calatrava, el Marqués de Perales y don Cipriano Montesinos; de Zorrilla, Fernández de los Ríos y Moya (don Javier). A estos, por si eran pocos a discutir, se unieron luego otros cuantos, que no me tomo el trabajo de citar, pues para lo que hicieron vale más dejarlos recostaditos en el almohadón del olvido... Conque, manos a la obra, caballeros. Un día se reunían aquí, otro allá, y vengan consultas,   —87→   vengan ponencias, vengan... Y no sigo, pues me urge decir que cuando comenzaban los finos dedos de los señores jurados a tejer aquella tela de Pentecostés (como decía un General de la época queriendo decir Penélope), recibí segunda carta de la italiana, más perfumada y más pequeña que la primera. Diómela la misma criadita en el mismo sitio, y yo, poseído de zozobra, escapé a leerla lo más lejos posible, y no pareciéndome bastante segura la distancia de la plaza del Progreso, fui a dar con mi cuerpo y mi epístola olorosa... más abajo de Antón Martín.

¡Oh, Tito, afortunado mortal! ¡La incógnita dama te indicaba calle y número... y hora para recibirte! Aventura tan bonita y novelesca no se presentó jamás a ningún nacido. Esto pensaba yo cuando me acercaba, tímido y dudoso amante, a la gruta en que la diosa se ocultaba. La misma duda aumentaba el encanto de amor. ¿Sería Graziella una hermosa ninfa, o un culebrón espantable? Pronto había de verlo.




ArribaAbajo- IX -

Ni culebrón repugnante ni hermosura radiosa. La llamada Graziella, italiana o española, debiera ser clasificada en el tipo vulgar de la escala femenina, si no le dieran valor estético las llamaradas de sus ojuelos negros,   —88→   su graciosa movilidad de ardilla, y el libre chorro de su lenguaje atrevido y pintoresco... En mi primera visita, que hubo de ser corta, como simple acto informativo, de puro reconocimiento, no pude adquirir la identificación completa de mi nueva conquista, nombre, familia, lugar de nacimiento. Diome en la nariz que el nombre de Graziella era postizo, la nacionalidad dudosa, la mujer un misterio, una cifra obscura de interpretación imposible. La gruta de tan singular ninfa estaba en barrio muy distante del mío, allá por Monteleón o Maravillas. El interior era reducido y pulcro: pocas y bien arregladas estancias, gabinete coquetón y alcoba rosada. Sorprendiome el adorno de paredes, donde descollaban panderetas pintadas entre láminas de Santos y Vírgenes de distintas advocaciones, Pilar, Desamparados, Sagrario y Paloma. En peana y entre flores vi a San Antonio, el frailecito amable, indulgente patrono de las enamoradas. En la heteróclita casa vi a la mozuela que me llevara las cartitas, y mujerona que se escurría por los pasillos sin otro rumor que el de toses y carraspera. Era un anchuroso bulto de vieja, o una elefanta en dos pies cubierta de refajos...

En nuestra conversación inicial, la enigmática hembra puso algo de sordina en su expresivo parlar de amores y en su liviano propósito de entenderse conmigo. «Ya ves, Tito -me dijo con donaire-, que la franqueza es mi Norte y mi Sur, mi Este y mi Aquel.   —89→   Si te dijera que soy honrada, te echarías a reír. Tráeme una honradez que me dé de comer, y tendrás que santiguarte al entrar en mi casa. Yo he admirado en ti al caballero valiente, vengador de la virtud ultrajada. Eres chico y grande... Me gustaste por tu hazaña, y más me gustas ahora que te conozco... Pero entendámonos. Tú eres pobre. A mí no me hace maldita gracia la pobreza... No soy hermosa; pero no soy pava... Soy de esas feas que dan la desazón y revuelven medio mundo... Como no quiero perjudicarte, lo primero que te digo es que no dejes a tu tendera lozana y rica... La engañas un tantico, y nada más. Yo no engaño... Vivo en libertad... protegida por la Corte Celestial... Entre los santos que cuelgan de estas paredes, hay uno, que no se ve, y es mi Santo Gusto... Por el reverso de los santirulicos, andan mis diablillos, quiero decir, mis rencores y malos quereres... Has de saber que uno de mis mayores odios ha sido ese ladrón de Alberique... Algún día te contaré la trastada que me hizo, y que no pagará con cien vidas».

Tras una pausa grave, siguió así: «Ya me irás conociendo; soy voluble, caprichosa y un demonio de travesura... Tengo una virtud, digo, muchas virtudes... Vas a saberlas: 1.ª, que el que me la hace me la paga; 2.ª, que todo lo que digan de mí me sale por una friolera; 3.ª, que soy larga en tomar dinero, y más larga todavía para darlo al que lo necesita... Si tú hicieras comedias y quisieras   —90→   sacarme en una, deberías titularla: La deshonrada más honrada».

Volví a mi casa un poco aturdido. Pensando en mi aventura, hice propósito de proceder con cautela. No me convenía dejar lo cierto por lo dudoso, ni sacrificar lo positivo a lo de puro pasatiempo y fantasía. Tuve la suerte de que mi señora Cabeza no estuviese aquel día tocada de celera, y sacudiéndome el perfume, salí pronto de mi cuidado. Al día siguiente tuve ocupaciones en casa; pero al otro, que fue viernes, me entendí con un amigo progresista radical para que me escribiese llamándome a una entrevista con Zorrilla, que quería encargarme un trabajo de pluma urgentísimo. Con este sutil engaño, en que fácilmente cayó mi Cabeza (que si en amores era la misma suspicacia, en política tenía tragaderas para cuanto se le quisiera echar), me fui a la gruta, donde pasé toda la tarde con la endiablada ninfa, recreándome con su grácil salero, y disfrutando en su compañía variedad de esparcimientos, algunos, créanmelo, del orden espiritual...

Del ingenio y del libertinaje de la diabólica italiana (me aseguró aquel día que era hija de un cardenal) saqué no pocas enseñanzas para mi estudio y conocimiento del mundo. Ratos pasé de alegría, ratos de confusión y perplejidad. Si mi huéspeda empezó la tarde con dulce temple, luego le sobrevino de súbito la racha de las diabluras, y me fastidió de medio a medio al acercarse la hora de separarnos. «Tito, mio caro -me dijo cuando   —91→   me disponía para la retirada-. Me ha picado la tarántula, y esta noche quiero darte un bromazo... y otro a tu doña Cabeza».

-¿Qué dices, Graziella?

-No pongas esa cara de tonto. Esta noche no vas a tu casa. Yo lo he determinado así. ¿No me has dicho que soy una ninfa hechicera? Pues prepárate a pasar la noche en mi gruta.

-Graziella, por San Antonio bendito, que te custodia, no gastes bromas trágicas.

-Aquí estaremos los dos divirtiéndonos con la idea de lo que ha de rabiar doña Cabeza. ¿No me has dicho que es celosa y que te huele la ropa y te registra los bolsillos? Pues yo detesto a las personas celosas, y me divierto aplicándoles al corazón un hierro encendido al rojo. Yo soy así.

Protesté indignado... Pero Graziella, con infernal risa, me dijo que me había escondido botas, ropa y sombrero, y que estaba cautivo, sin que por ningún medio pudiera evitarlo. Omito, por no fatigar a mis lectores, los gritos que proferí, ahora coléricos, ahora suplicantes; las vueltas que di por toda la casa, descalzo y en mangas de camisa, buscando mi ropa; los extremos de ira y desesperación; los ruegos y amenazas; el último recurso de mi desesperación, que fue lanzarme escaleras abajo, escaleras arriba, llamando al portero, a los vecinos para que me sacaran de aquel aprieto. ¿Dónde estaba la policía, dónde el alcalde de barrio, dónde el sereno que ampararan a un honrado cliente   —92→   de la nefanda Antarés, diosa del quinto Infierno?

Nada me valió. Con risueña frescura Graziella contemplaba mi sufrimiento; la muchacha reía, y la vieja elefanta deforme y carraspienta se mofaba también de mí.

Dieron las ocho, las nueve, y cuando sonaron las diez me rendí... «Ya no te atreverías a ir a tu casa si yo te soltara -me dijo la hechicera-, porque Cabeza te sacaría los ojos. Vale más que esta noche prepares aquí tranquilamente el lindo embuste con que podrás aplacarla mañana. ¿No le diste el pego con una fingida carta de Zorrilla, llamándote para escribir con él un papelón político? Pues date prisa: escríbelo aquí. Yo te ayudaré». Esta donosa superchería me consoló un tanto. Audaz era la idea; pero no despreciable para soslayar el peligro y gravedad de mi situación. En esto pusieron la mesa para cenar. Cuatro cubiertos vi: sin duda comíamos juntos las criadas, Graziella y yo. ¡Oh, burlesca democracia y confusión de clases! La cena fue substanciosa: estofado y frituras, hojaldres y polvorones, todo ello ingerido con el estímulo de un vino blanco, excitante y traicionero, que a los pocos tragos me puso perdido de la cabeza, alterándome la justa percepción de las cosas. Advertí que Graziella tragaba como si no hubiera comido en tres días, y que la vieja elefanta, sin dar paz a los dientes, rezongaba conceptos ininteligibles. El recuerdo más claro de aquella noche fue que, después de cenar, me cogieron   —93→   en vilo las tres mujeres, y con gran chacota y fiesta me arrojaron sobre la cama como un fardo insensible.

¡Noche de fiebre, de un girar vertiginoso en torno de mi propio pensamiento! La primera sensación de la mañana siguiente fue que una de las tres, no sé cuál, me llevó en brazos a la salita que comunicaba con el gabinete. Yo me sentía más chiquitín; no pesaba ni abultaba más que un nene de cinco años. Desgreñada, pálida y pitañosa, Graziella me sirvió café con leche y tostadas. Me entoné con el brebaje caliente... Junto a la butaca donde mi menguada persona yacía, pusieron un velador con papel en cuartillas, tintero y pluma, y la ninfa me dijo: «Aquí tienes los avíos de escribir. Tómalo con calma. Fácilmente podrás enjaretar el turri-burri, que supones dictado por ese don Manuel, para dársela con queso a tu cara mitad. ¡Pobre Cabeza... destornillada! Dará gusto verla con el adorno de la vistosa cornamenta que le has puesto. Siento que mi peinadora no sea la suya. Yo le diría: «Cuando arregle a esa señora, lleve serrucho en vez de peine. ¡Ay, Tito mío chiquitín!... Eres lindo y perverso: así me gustas».

En esto, entró la matrona corpulenta trayéndome de la calle todos los periódicos del día y de la noche anterior: Iberia, Correspondencia, Novedades, Eco de España, Tiempo, Pensamiento Español, Universal, Discusión y alguno más. «Ahí tienes hilaza -me dijo Graziella-. Ya puedes hilar y tejer   —94→   cuanto quieras». Viendo salir a la vieja pregunté su nombre, condición y empleo que en la casa tenía, a lo que respondió mi tirana: «Es la tía Mariclío, comercianta de antigüedades y papeles viejos, que ha venido a menos. Yo le doy albergue, y me hace servicios menudos y recados. Tú la conoces: no te hagas de nuevas... No se ha podido averiguar la edad que tiene. Hay quien asegura que nació un poquito después del principio del mundo. No siempre está en el mal pergenio en que ahora la ves. Si en tales o cuales días viene a menos, en otros sube a más, y se pone unas botas al modo de borceguíes de cuero carmesí, con tacones dorados, y de gordiflona y ordinaria se te vuelve esbelta y elegante... Sabe más de lo que parece, y cuando escribe lo hace con primor. Llámala para que te ayude, y te dará buena cuenta de lo mucho que ha visto, y te alumbrará las entendederas para que sepas ver lo que ahora pasa».

Oí estas advertencias de la diablesa como si sus palabras fueran rum rum de mis propios oídos. Yo no estaba en mis cabales. Sospeché que aún me duraba el efecto del vinazo ardiente que aquellas hechiceras, brujas o lo que fuesen, me dieron en la cena de la noche anterior. Fuese Graziella, reclamada por su peinadora, y yo me puse a leer periódicos... Largo tiempo, a mi parecer, invertí en la lectura, que fue irregular y nerviosa, saltando de uno en otro papel, y fijándome en todos antes que en ninguno   —95→   de ellos. ¿Qué decían? Que si el Jurado encontraba la fórmula, que si la fórmula resbalaba cual anguila en las manos de aquellos respetables majaderos... De pronto vi a la vieja sentada frente a mí. No supe cuándo ni por dónde entró. Apoyaba sus robustos brazos en el velador, y me acariciaba con su mirada complaciente. Sus cabellos, que antes me parecieron blancos, tenían irisaciones y reflejos que en las ondas del rizado tan pronto eran oro como plata. Su rostro se había tornado apacible, tirando a hermoso, y el volumen de su cuerpo quedaba reducido a las proporciones de una mujer de medianas carnes.

Antes de que yo le hablara, acercó sus dedos al rimero de periódicos, y con voz que de ronca se había trocado en blanda, me dijo: «Pobre Tito, si para sortear la furia de tu mujer engañada has de fingir un alegato dictado por el bueno de Zorrilla, puedes empezar diciendo que los del Jurado no acabarán de encontrar la fórmula de avenencia hasta el momento preciso en que suenen las trompetas del Juicio final. De estos hombres que ponen en la mediocridad el límite más alto de sus ambiciones, nada puede esperarse. Ya ves. Empezaron por decir que no veían gran diferencia entre los dos manifiestos. Se les dice: 'A ver, a ver. Reducid las dos monsergas a una sola', y empiezan a quitar o poner esta o la otra palabra, y aquí doy un toque, allá otro toque».

-Ya, ya... Y luego vienen las consultas... «¿Qué les parece?...». «Nos parece -responden   —96→   de allá- que ahora debe atenuarse aquel verbo, y poner aquí un adjetivo de más color».

-«Está bien», dicen los otros... -prosiguió Mariclío zumbona-. «Pero antes conviene discutir la cuestión previa, para fijar la forma y manera de proceder en este negocio». Y en la cuestión previa se pasan días y días, noches y noches.

-Llegan al artículo de La Internacional... ¡Ah!, es indispensable poner algún freno a ese monstruo disolvente.

-Sí, sí... Pero ¡ah!, no toquemos a los derechos individuales, inalienables... Sistema preventivo... No, no, represivo... Pues hagamos un bello maridaje de lo represivo y de lo preventivo...

-Viene la cuestión de Cuba. ¡Ah!, ante todo la integridad del territorio... Cuestión elemental, cuestión previa.

-Pero ¡ah!, las reformas se imponen... No puede España permanecer divorciada de la opinión universal.

-Sí, sí... reformas, aire nuevo... Pero ¡ah!, alentemos la abnegación y el patriotismo de los Voluntarios de Cuba, salvaguardia del honor de España, y de la integridad, etc.

-Por encima de todo, los derechos ilegislables, por ser naturales, inherentes a la personalidad humana... Pero ¡ah!, medios ha de tener siempre el Gobierno para castigar, sin salirse de la Constitución, todo acto político de carácter inmoral o delictivo...

-Otra cuestión a debatir: La Internacional,   —97→   ¿es moral o inmoral? Que sí, que no... Por fin, tras largas disputas enredosas, declaraban que entre el programa de Sagasta y el de Zorrilla no había un comino de diferencia... Pero ¡ah!...

Rompimos en franca risa los dos, mirándonos sin pestañear. Y ella fue la primera que convirtió las notas picantes de su risa en palabras donosas.

-¡Ay, Tito, no sé cómo me río hablando de estas cosas que son, ¡vive Dios!, tan tristes! ¡Que un país, donde hay sin fin de hombres que discurren con juicio, y sienten en sí mismos y en conjunto el malestar hondo de la Patria; que una Nación europea y cristiana esté en manos de esta cuadrilla de politicajos por oficio y rutinas abogaciles, hombres de menguada ambición, mil veces más dañinos que los ambiciosos de alto vuelo! Si algo pudiera contra ellos, los barrería como barro esta sala, regándolos antes para no levantar polvo, y mezclados con serrín los metería en su más adecuado sumidero, que es el eterno olvido.

-Pues anda, anda... En este periódico veo que después de inútiles conferencias, alambicando palabras, y evacuando consultas... ¡ridículas diplomacias!, salimos con que todos se sacrifican... No hay avenencia... ¡Ah!, yo me sacrifico... No quiero ser obstáculo... Y salta otro por allí sacrificándose...

-Sacrifiquémonos. Eso dicen cuando se ven cogidos en la última maraña de sus enredos...   —98→   Si creen que debe sustituirse en el manifiesto la palabra pitos por la palabra flautas, hágase en buen hora; pero ¡ah!, mi dignidad no me permite...

-Y por allí salta otro diciendo que su Credo es tal o cual cosa, y que no puede quitar ni una tilde de su Credo. ¡Valientes Credos, valientes Salves las que rezan estos farsantes! Riámonos de su indigna dignidad y de sus interesados sacrificios. Si no se avienen a vivir juntos en una sola Iglesia con un solo Credo y un solo Gloria patri, es porque en caso de avenencia sólo serían ministros las cabezas más visibles...; mientras que dividiéndose en hatillos o cofradías de corto personal, irían todos entrando en el comedero, y hasta los gatos serían ministrables. La ambición de estos hombres raquíticos y de cortas luces se limita, como ves, a la vanidad de ser ministros, sin otros fines que darse tono, repartir empleos, y que la señora y los niños paseen en coche galonado. Ello les dura poco tiempo, y salen del Gobierno en completa virginidad política. Lo más que han hecho es estudiar los asuntos que allí se quedan para que los estudie el sucesor. Esta caterva de estudiantes debiera ser mandada, ¡voto a Sanes!, al Limbo de las eternas vacaciones...

Esto dijo la vieja Mariclío, a quien diputé por persona sagaz y de mundana picardía. Salió para entrar de nuevo, y durante su ausencia me visitó Graziella en un intermedio de sus abluciones. Aún le faltaban toques de   —99→   afeite y compostura, y el pelo lo traía suelto... La peinadora, que podía pasar por hombre público, según lo que charlaba y peroraba, lucía en el cercano gabinete la soltura de su lengua. La tía Mariclío volvió a mí con un libro viejo, que abrió sobre el velador sentándose en postura de escribir. «Aquí voy yo anotando... Mira, mira -me dijo risueña, escribiendo con un estilete que a cada momento se llevaba a la boca para mojarlo con su saliva-. Obligada estoy por mi Destino a mencionar todo lo que hace esta gentezuela; pero escribo sus nombres con una saliva especial que me dio mi padre para estos casos».

-¿Qué casos?

-Esta saliva tiene una virtud preciosa. Lo que con ella escribo se lee hoy, se lee mañana; pero luego se borra y no llega a la posteridad.




ArribaAbajo- X -

Ignoro cómo tracé, con rápido mover de pluma, lo que suponía dictado por don Manuel Ruiz Zorrilla; pero hablando en conciencia, no puedo afirmar sino que me lo dictaron los mismos demonios. En mi escrito, que no tiene principio ni fin, ensalcé el radicalismo puro, única receta para sacar a esta Nación de su atonía y somnolencia mortíferas. Si don Manuel se sentía con redaños para obra tan grande, bastárale plantarse en   —100→   firme, y dar grandes voces diciendo: «Cortes y Rey, caterva de políticos intrigantes y ociosos: Convocad a la Nación con verdad y honradez, y ella os dará un criterio de gobierno. ¿No queréis hacerlo? ¿Teméis que os manden a todos al corral? Pues aquí estoy yo para esa hombrada... ¿Que yo tampoco me atrevo? Pues al corral con vosotros... Venga un hombre, un tiazo que hable poco y sepa sacar la voluntad nacional de las teorías pedantescas a la realidad viva... O perecemos como nación, o hay que rehacerla desde el cimiento. Justicia, Ejército, Administración, Trabajo, Igualdad ante la ley, Libertad de la conciencia. Que todo sea nuevo, de flamante material y hechura... Que todo sea tan sólidamente construido que no podamos volver atrás, y que si cuatro carcundas o cinco sacristanes intentasen remover las viejas ruinas, sean hechos polvo, y el polvo aventado por los espacios infinitos...». Estos y otros disparates escribí con mano febril, dejándome arrastrar de mi ardiente imaginación, y de mi odio a las repugnantes rutinas y ficciones que forman el entramado político y social de nuestra existencia.

Tres, cinco, seis pliegos emborroné, cual máquina que obedece a un impulso extraño y superior. En mi delirio llegué a trazar planes y programas de orden jurídico, financiero, social: Presupuestos, Organización de tribunales, Mecanismo electoral, Espectáculos públicos, Relaciones entre el Municipio,   —101→   la Provincia y el Estado; Ley de Servicio militar, Catastro, Minas, Código de Comercio, y mil y mil disposiciones que en surtidor inagotable salían de mi cabeza... Y en los pasajes más afluentes de mi inspiración metía paréntesis imperativos: «Don Manuel, ánimo; don Manuel, atrévase; don Manuel, ahora o nunca...». La presencia de Graziella, ya peinadita y acicalada, contuvo un tanto la velocidad de mi rotación cerebral. Leyó algo de lo que yo escribía; lo alabó sin entenderlo, y yo le dije: «Espérate un poco, ninfa hechicera. Déjame acabar. Aún me falta lo de Culto y Clero, Instrucción Pública...; ahí es nada... Receta contra frailes y monjas...

-Con toda esa monserga que llevas a tu casa, doña Cabeza quedará desenojada. El toque está en que sortees la primera embestida de la fiera celosa...

-Déjame acabar. Pongo la última razón: «Don Manuel de mi alma: o sois el salvador de España, o quedaréis perdido en el montón gregario, donde se os pondrá un cencerro y pastaréis tranquilamente en el presupuesto...».

Concluido mi trabajo, me sentí satisfecho, y hasta cierto punto conforme con la esclavitud que la hechicera me imponía. Ya me inquietaban menos los temores y el deseo de volver a mi casa. Hallábame un si es no es alelado, como si obraran en mi voluntad los efectos de un licor o esencia de extraordinaria virtud aplanante. A ratos dormía, y en   —102→   mi sueño me asaltaban visiones placenteras, me arrullaron lejanos cantos eróticos de ninfas, entre cuyas voces distinguí la de Graziella con agudas notas humorísticas... Desperté, y halleme solo en la casa, la puerta cerrada con llave... Entraron luego la italiana y su criadita, que me traían dulces, cigarros y más botellas de aquel delicioso y somnífero vino que me apagaba la voluntad, y me encendía la imaginación con ardores resplandecientes... No pedí a mis carceleras que me devolviesen la libertad. Dulce pereza me familiarizaba con la atmósfera tibia y perfumada de aquel presidio. Pasó todo el día sin que me aliviara de la holganza, y vi llegar la noche sin que me asustase la idea de pasarla blandamente en la serena gruta.

En mi segunda noche, no vi a Mariclío. Pregunté por ella, y dijéronme que había ido a la Academia de la Historia (calle de León), donde cobra la menguada pensioncilla de que vive. En aquella casa venerable, suele entretenerse ayudando al conserje en el barrido de la biblioteca y en quitar el polvo a los estantes. Si le anochece en esta faena, suele quedarse a dormir en la portería, y por la mañana le cepilla la ropa al gran don Marcelino, por quien siente ardoroso cariño maternal... Prosigo contando que yo dormitaba, y Graziella, junto a mí, escribía cartas en el velador. Y a cada renglón que trazaba se interrumpía para celebrar con risas lo que había puesto en el papel.

«Estás en ascuas -me dijo- viéndome escribir   —103→   y reír juntamente. Es que cuando estoy aburrida, me entretengo escribiendo anónimos... Verás... escribo a las damas católicas y alfonsinas, que andan en intriga contra el pobre don Amadeo y su mujer... En mis cartas figuro que soy también católica, y que para traer al Alfonsito ofrezco todo el parné que tengo... En esta he firmado la Marquesa del Congosto, y en esta otra la Condesa de Pata del Cid... No creas, algunas las pongo con tan lindo artificio que no parecen de burlas. Otra voy a poner diciendo que a mis tes viene todita la crema de Loeches. Me divierto la mar. Les digo que cuenten conmigo para todo, y que vino a verme Zorrilla para ofrecerme la plaza de Camarera de doña María Victoria, y yo le respondí: «Para ese cargo pongo a su disposición cualquiera de mis criadas...». Voy a escribir otra en que me planto título de Duquesa, y digo que en mi palacio se han reunido ayer el Obispo de la diócesis y el Clero castrense, Sor Patrocinio, el fiel de fechos y dos generales invictos, manifestando todos a una que están decididos a pronunciarse por Alfonso y a dar el grito un día de estos, con la fresca...».

Leyendo y comentando los disparates con que amenizaba sus ratos de ociosidad, me entretuvo la diablesa toda la prima noche... Me maravillaba que, en largas horas de mi permanencia en la gruta, no fuera esta visitada de hombres... A mis dudas contestó, poniéndose un poquito seria, lo que literalmente copio: «Aquí no vienen hombres, Tito... Porque   —104→   has entrado tú, no vayas a creer... que esta casa es un tranvía para el Infierno... Infierno no digamos... En fin, lo que sea. Yo vivo amparada por un señor, por un caballero..., te lo diré claro, por un sacerdote que podría ser mi padre..., y por su comportamiento conmigo lo es. Créelo, Tito, aunque lo oigas de estos labios míos, que te parecerán mentirosos; puedes creerme que persona como esa no existe en el mundo, y que si entre tantas virtudes no tuviera la flaqueza de quererme, sería un verdadero santo, mejor que muchos que se han encaramado en los altares. El nombre no te lo diré; lo venero y guardo por respeto... Es bueno para todos; es humano, caritativo, y no se asusta de nada. En su oficio de cuidar de las almas cumple como el primero... Reprende todos los vicios; pero hay uno en que a mi buen cura le falta valor para incomodarse..., y abre la mano... Lo que él me ha dicho mil veces: 'Por esta debilidad, que es imperio de la carne, no se va al Infierno. Se va por la crueldad, por el no socorrer a nuestros semejantes cuando están necesitados, por levantar falsos testimonios, por la usura, la ira y la soberbia'».

-Me dejas atónito, Graziella. ¿Y cómo has encontrado ese mirlo blanco, ese espejo de los caballeros, más digno cuanto más tonsurado?

-¡Ay, no fue poca mi suerte al dar con él! Perdida andaba yo, cuando una casualidad me deparó su conocimiento. Hará de esto   —105→   diez años. Me recogió y amparó... Prendose de mí; le cautivaba el fenómeno de que, siendo yo lo que era tuviese el poquito de ilustración que se me pegó en Italia. Él también estuvo en Italia. Era familiar de un cardenal español, y fue con él al cónclave en que eligieron Papa a Pío IX. Cuenta cosas muy interesantes del cónclave y de fuera de él. En Roma perdió la fe... Ya sabes: Roma vedutta, fede perdutta.

-¿Y no quieres decirme...?

-No, no, Tito; el nombre no me lo preguntes... Es persona muy conocida, muy apreciada en Madrid... Puedo alabarle, puedo contarte lo bueno que es...; pero la boca se me cierra al querer pronunciar su nombre. Si algún día lo sabes, te lo callas, guárdate de decir que es mi protector, y que viene a verme una o dos veces por semana... Antes venía más a menudo; ya no puede... Está viejo, achacoso...; las piernas le flaquean... Ya no dice la misa todos los días... Sale poco de su casa... Y ninguna falta le hace trabajar en el oficio de cura, porque es rico. Tiene fincas allá por Toledo, y dinero en el Banco.

A propósito de la riqueza del santo varón, dije a la ninfa que bien podría contar con una parte en la herencia, si no había sobrinos o amas con mayor derecho, y Graziella me aseguró que no tenía pizca de ambición en lo tocante a intereses. De aquí derivó la conversación hacia el terreno moral, y no pude ocultar a la moza mi extrañeza de que   —106→   no guardara fidelidad a un protector tan generoso y bueno. Delicada era la cuestión. Graziella supo sortearla con sutil razonamiento y gracia... Harto sabía el caballero sacerdote que su protegida era de la piel del diablo, alocada fantasía y temperamento inflamable. Tolerante y filósofo, no había de exigir que... Sin manifestarlo claramente, dio a entender a su amiga que podría tomarse una libertad relativa..., evitando todo escándalo. Mil veces le había dicho que no era pecado... sino en tanto cuanto... Ni Graziella encontraba la fórmula racional para cohonestar sus pasatiempos licenciosos, ni yo podía dar mi conformidad a tan absurda ética.

Con nuevos pormenores adornó la ninfa su peregrino cuento. La razón de su odio al farsante Alberique era que este malvado, furioso porque ella desatendió sus requebrajos, cometió la villanía de abochornar públicamente al cura, una mañana, a la salida de la parroquia de San Marcos. De aquí provino el entusiasmo y alegría de ella cuando supo que yo le había metido una bala en el cuerpo, y el felicitarme y hacerme por escrito amorosas carantoñas, llamándome valiente caballero y un poquito héroe... Otro detalle: el buen presbítero era muy aficionado a los estudios históricos; poseía copiosa biblioteca, y mataba sus largos ocios escribiendo una obra de mucha miga, titulada: Historia del Clero Mozárabe en la diócesis de Toledo. «Y para que te enteres, Tito -añadió Graziella poniendo toda el alma en sus ojos-, aquellos   —107→   benditos clérigos no eran solteros, y todos tenían sus lindas barraganas. De su gran obra, ya lleva el señor publicados tres tomos...; la venerable Mariclío que has visto en casa, sabe de estas cosas más que yo. Ella te contará...».

Esto y algo más que hablamos completó en mi mente la figura extraña de la hechicera, que en su gruta me alojó tres días. Al tercero salí, más que por impulso mío, por un suave empujón de ella, que así me dijo: «Ya es hora, Tito, de que vuelvas a tu casa. Anda; muéstrale a tu consorte el programa pistonudo que te ha dictado don Manuel. Tres días y dos noches te ha tenido en su casa sin dejarte salir... Entiendo yo que al verte llegar, Cabeza te recibirá de uñas, bramando improperios y rugiendo amenazas. Pero en cuanto se entere de lo que rezan esos papeles, se irá trocando de frenética en razonable, y de dura en tierna. Si así no fuere, aplícale unos cuantos bastonazos en las partes blandas, con que la sacudas bien el polvo sin hacerle daño. Verás qué pronto se le aplaca el genio... Anda, hijo mío; no lo pienses más. Ánimo, y a la Cabeza».

Salí de la gruta con flojera de piernas y desmayo de mi corazón, y en todo el largo trayecto desde aquel lejano barrio al mío, fui pensando en la catástrofe que esperaba y temía. Al dar en mi calle los primeros pasos me detuve a pensar si no me convendría más volverme atrás y emprender definitiva y veloz carrera en sentido contrario. La imagen   —108→   de María de la Cabeza Ventosa de San José se me ofrecía en el pensamiento como la de una espantable hidra... Por fin, anteponiendo a todo mi dignidad de varón, avancé hacia el peligro y me metí en la tienda... Las caras de los dependientes me dieron la impresión de estupor, de miedo y lástima... Yo les dije: «¿Qué hay de nuevo por aquí...?». Y como no me contestaran, quedándose ante mí cual estatuas de hielo entre percales y lanillas, les dije otra vez: «¿Qué hay por aquí...? ¿Y de ventas qué tal?». El mayor de ellos respondió: «Así, así... ¿Y a usted cómo le ha ido por esos mundos?».

-¿Qué mundos ni qué carneros?... ¿Cabeza no está?

-Creo que ha salido. Suba usted y le dirán...

Subí medio muerto de sobresalto. Salió a recibirme Jesusa, la criada vieja que a Cabeza servía desde tiempo inmemorial. No esperó a escuchar el metal de mi cortada voz para decirme: «Cabeza no está. Se ha ido a casa de su tía doña Florencia».

-¿Pero no vendrá pronto?

-No... Pase usted por aquí. Tengo que darle un recado.

Llevome a la que había sido mi habitación, y con seca voz me dijo señalando mi baúl: «Aquí tiene usted su ropa..., lo mismo la nueva que los pingajos que trajo acá... Puede usted retirarse. Cabeza me ha dicho que le diga..., vamos..., que no volverá a su   —109→   casa... hasta que usted no se haya ido, llevándose su ropa».

-¡Jesús, Jesusa! -exclamé yo-. Eso no puede ser... Necesito explicar a Cabeza... ¿Ve usted estos papeles que traigo? Pues aquí está la explicación... Don Manuel Ruiz Zorrilla... ya sabe Cabeza que...

-Cabeza no sabe nada de eso. Por don Ignacio Rojo Arias mandó recado al señor Ruiz Zorrilla preguntándole... Total, que ni ese señor le llamó a usted, ni usted ha parecido por la casa de él, y que todo es inventorio de usted. Ya se lo dije yo a Cabeza: «¡Ay, Cabeza, Cabeza; ten cuidado con esa sabandija que has metido en tu casa!».

-Pero yo necesito explicar, dar mis razones... Este papel... ¡Oh! Me harán pedazos antes que retirarme sin que Cabeza se entere de... Dígame, Jesusa: ¿las personas que aquí suelen venir han hablado desfavorablemente de mí..., han supuesto que yo...?

-Algo han hablado, por mi fe. «Es mucho Tito este», decía el señor de Bringas. Según don Roque Barcia, usted se había perdido en los laberintos federales. Ni don Mateo Nuevo, ni don Roberto Robert, ni ningún otro dieron razón. Y todos a una decían: «Perdido está entre faldas...». ¡Ah!, se me olvidaba... Llegó ayer una carta... La firmaba una Marquesa... A ver si me acuerdo... La Marquesa de Pata del Cid... Decía que el señor Tito se había puesto al servicio de las damas católicas y alfonsinas, y que con ellas pasaba el día y la noche... Ya se vio que era broma. Pero detrás   —110→   de las bromas salen las verdades... Conque a despejar pronto... Cabeza no vuelve a su casa, ya se lo he dicho, ¡caramba!, hasta que usted no se haya perdido de vista.

-Pues, ea, me voy al otro mundo -dije avergonzado de la ultrajante despedida-. Me llevo mis papeles... Ella se lo pierde. A ver, a ver, Jesusa: llame usted a un mozo de cuerda, para que me lleve el baúl. Y diga usted a Cabeza que la perdono. Ella se lo pierde... Ella es la reacción; yo soy el progreso; pero el progreso indefinido... No lo digo yo. Lo dice Ruiz Zorrilla en estas páginas que han de ser inmortales... Ea... con Dios... Abur... Conservarse. ¡Oh, qué país! Al español honrado no se le hace justicia hasta que se muere... Pues venga la muerte, y tras de la muerte vendrá la justicia, vendrá la apoteosis.

Y así, empleando los tonos patéticos al emprender mi forzosa retirada, salí de aquella casa, donde mi vida tormentosa gozó algunos días de regularidad placentera. Mandé el baúl a la portería de mi antigua casa de la calle de Los Leones, y me lancé a una divagación callejera, dando libre vuelo a mi desolado pensamiento. ¿Dónde me guarecería? Felizmente tenía cinco duros que me había echado en el bolsillo al salir para mi aventura loca. Por una noche y un día, podría creerme potentado. En el café de Las Columnas, me convidé a comer una tortilla y un bistec, seguidos de café con leche... Abreviaré mi relato, diciendo que aquella noche   —111→   me dio albergue Mateo Nuevo, mi consecuente y bondadoso amigo, y que al siguiente día, mis pasos se fueron solos, por inconsciente magnetismo, hacia el barrio de Maravillas, donde tenía su encantadora gruta la diablesa causante de la soledad en que me veía...

Entré en la calle, y como a primera vista no reconociera la casa, fui mirando los números, y atontado anduve de abajo arriba sin encontrar el 16 que buscaba. Aturdido pregunté a una mujer que parecía portera: «¿No es este el 16?». Respondiome que era el 14... «El siguiente será 16», dije yo; y la maldita vieja, que me miraba con sorna, tomándome por demente o borracho, pronunció estas fatídicas expresiones: «El número que sigue es el 18. En la calle no hay 16. Lo hubo. ¿Ve usted esa valla de madera que sigue? Pues en ese solar estuvo el 16..., si usted no manda otra cosa...». No pude menos de hacer una juiciosa observación: «Anoche debió de ser derribada la casa, porque ayer estuve yo en ella. Y si así no es, habré yo confundido el número. Dígame, ¿no vive en este 14 una señora que llaman doña Graziella? Si no es aquí, será en el 18». Oído esto, la portera me dio la contestación más inconveniente y soez: «¿Sabe lo que le digo? Que si viene usted dormido, aquí tengo yo el palo de la escoba para despertarle... Y váyase pronto a que le den el amoníaco».

En mi confusión y azoramiento al ver desaparecida o tragada por la tierra la gruta de   —112→   la maga, me retiré sin saber por dónde iba. El incierto rumbo de mis pasos me llevó a la calle de Fuencarral; por esta me metí en la de San Mateo, y al promedio de ella vi que hacia mí venía una persona..., un hombre, en quien creí reconocer a uno de mis amigos más queridos. Dudé; desconfiaba de mis ojos, que en tales días padecían quizás la dolencia de ver visiones. Avanzaba el sujeto... Su talla y andar, su rostro, su larga perilla rubia no podían engañarme. Era él, era él. Cuando a mí llegó con los brazos abiertos, mis dudas se extinguieron en este grito de alegría: ¡Estévanez... Nicolás Estévanez!




ArribaAbajo- XI -

Bastante más joven que él era yo, y por la edad, como por el respeto, solía llamarle don Nicolás. Él me devolvía la fineza llamándome burlonamente don Tito. Abrazados todavía me dijo que acababa de llegar de Cuba, por vía muy larga y tortuosa... ¡Qué viaje, qué fatigas! Aún llevaba el pantalón blanco de hilo que usan los militares antillanos. Con él salió de la Habana, con él andaba en Madrid por no tener otro. ¡Y estábamos en pleno invierno! Por sólo este detalle, me movió a grande admiración la sublime pobreza del héroe... Así le llamo, porque por tal le tuve y le tengo.

«Yo no poseo más que cincuenta reales   —113→   mal contados, don Nicolás -le dije-; pero con esa suma, le convido: almorzaremos juntos». Aceptó, y nos fuimos en busca de un cafetín. Por el camino y dentro del local modesto donde almorzamos, me explicó los motivos de su inesperada vuelta de Cuba, cuando le suponíamos allá bregando con los insurrectos... Hallábase en Madrid de reemplazo a fines del 71. No deseaba la situación activa, porque en ella se habría visto en el caso duro de tener que combatir a los republicanos. Puesto en el dilema de faltar a sus deberes o a sus arraigadas creencias, pensó en abandonar la carrera militar... Sus modestas ambiciones se verían colmadas con un destino civil. ¿Cuál? Desde niño soñaba con desempeñar plaza de torrero en un faro. Era su ilusión vivir entre las olas, con los pies en tierra, gozando la inefable ventura de no tener vecinos.

Ignoro si había llegado Estévanez a pretender la plaza de torrero, que era su ensueño. Soñando vivía cuando se pensó en destinarle a un regimiento, y aquí vino el conflicto: o mandar soldados, cuya misión entonces no era otra que pegar a los republicanos, o abandonar la carrera. No teniendo otro medio de vivir que su paga de capitán, salió del paso pidiendo el traslado a Cuba con el propio empleo. Otros iban con ascenso; él no aspiró a tal gollería. Embarcó en Octubre; llegó el 2 de Noviembre, día de los Difuntos; se presentó a las autoridades; no se le dio ocupación activa, ni en guarnición   —114→   ni en campaña. Su único trabajo era pasearse en la acera del Louvre, y charlar con los amigos en el café, del mismo nombre.

Ocurrió en el curso de aquel mes que se alborotaron los Voluntarios por no sé qué broma, ligereza o travesura de los estudiantes de Medicina. Contaba don Nicolás que no dio importancia al suceso, y que cuando oyó en el café que se había formado consejo de guerra para juzgar a los estudiantes, creyó que era también ligereza o broma de la infatuada tropa de Voluntarios... Una tarde, al entrar en el café, lo encontró casi vacío. En las calzadas y paseos próximos no se veía un alma. ¿Qué ocurría? Pues nada... «¿Pero qué ocurre?» preguntó a un mozo del café.

-¿Qué ha de ocurrir? Que los están fusilando.

-¿A quién?

-A los estudiantes.

Contándolo, el rostro de Estévanez se transfiguraba... parecía otro... «Nunca, ni antes ni después -me dijo-, en ninguno de los trances por que he pasado en mi vida, he perdido tan por completo mi aplomo. Grité, me descompuse, pensé en mis hijos, creyendo que también me los fusilaban... No sé lo que me pasó... Ahora mismo no puedo explicármelo». El horror de la brutal tragedia, la indignación, la idea del oprobio que caería sobre España y su Ejército por tal acto de barbarie, le pusieron en un estado congestivo, privándole de conocimiento. Fue menester sangrarle. Amigos cariñosos le llevaron   —115→   a su casa... En una noche de insomnio y horribles pesadillas, atormentado por la idea y visión de que le arrancaban de cuajo el alma y con ella los sentimientos más arraigados, Estévanez pasó por todas las formas de la demencia; y cuando esta fue declinando hacia la serenidad, surgió la inquebrantable resolución de abandonar la Isla.

Hombre de tal temple, enardecido desde sus años juveniles en la devoción de la Humanidad, de que se derivan las ansias de Libertad y Progreso, no podía vivir en aquel campo de fieras discordias: por un lado los enemigos de la Patria, por otro los que, llamándose hijos de ella, la deshonraban con sus violencias y crueldades; allí la soberanía del honor militar; aquí el imperio de las ideas... Imposible residir en Cuba sin tirar el uniforme o tirarse al mar...

¿Pero cómo volver a España? Amigos fieles facilitaron a don Nicolás la salida de aquel cráter: se solicitó del Capitán General licencia y pasaporte para la Península, y conseguido esto, ya sólo faltaba esperar la salida del primer vapor. Pero a Estévanez se le hacían siglos las semanas, los días... Ansioso de partir, como si en ello le fuera la vida, tomó pasaje en una goleta llamada Estrella, que salía para Nueva Orleans con cargamento de madera... El relato que me hizo el hombre de su viaje en aquel barcucho, ponía los pelos de punta. Fue un viaje de incidentes y trabajos que recordaban la primitiva navegación en los mares de América.

  —116→  

Zarpó la goleta al anochecer, y a las pocas horas se inició en su bodega un incendio. Echaron el bote al agua, y en él se embarcaron precipitadamente tripulación y pasajeros. Estos eran dos: don Nicolás y un chino. El capitán de la goleta, un yanki de mala catadura, les puso a remar, y al fulgor de las llamas que devoraban el barco, emprendió el bote la penosa navegación por un mar nada tranquilo. Sospechaba mi amigo que el incendio no había sido casual: capitán y tripulantes dieron fuego al barco con un fin de piratería. Provocaban un siniestro para estafar a la Compañía de Seguros... Esto sospechó Estévanez. Confirmaron su presunción las maneras y actitud del capitán y marineros.

Rema que te rema, los dos infelices pasajeros veían cercano el momento de ser asesinados o arrojados al mar. Parecía novela de navegación por aguas de piratas o caribes. El miedo que pasaron fue tal que a otro que Estévanez le habría durado toda la vida. Así transcurrió la noche, y en tan horrorosa incertidumbre llegaron los náufragos al nuevo día. Felizmente encontraron un vapor yanki que los recogió y los llevó a Cabo Haitiano. De Cabo Haitiano partió mi amigo a Santomas, y allí, descansado de tan hondas angustias, no pensó más que en dar realidad legal a la situación que se había creado. Al abandonar la Isla de Cuba, devolvía resueltamente a la Nación la espada que esta puso en sus manos. En cuanto pisó tierra de Santomas, fue al Consulado de España, y entregó al Cónsul un   —117→   pliego en que solicitaba del Rey la licencia absoluta.

«Lo hice con pena -me dijo grave y melancólico-. Yo no tenía más carrera que la militar: era capitán del 59, con el grado de comandante; pero me había persuadido al fin de que no se puede pertenecer a la milicia cuando se antepone la propia conciencia a todas las leyes, a todas las ordenanzas, a todos los prejuicios de profesión y de escuela...». Siguió refiriéndome que por hallarse muy escaso de dineros, tomó pasaje de tercera en un vapor francés, que a Europa venía con escala en Santander. Recaló el vapor en el puerto cantábrico en día de furioso temporal del Noroeste, y suprimida la escala, siguió a Saint-Nazaire. Desembarcó don Nicolás, y con los pantalones blancos de la Habana, en pleno invierno, y la misma ropa veraniega estuvo en Nantes... Prosiguiendo en ferrocarril su odisea, pasó la frontera y se plantó en Madrid.

Esta breve y pálida referencia no puede dar a mis lectores idea, ni siquiera remota, de la precisión, elocuencia y donaire con que el héroe, que tal nombre debo aplicarle, relataba su dramático viaje de las Antillas a España, y las tremendas causas que lo motivaron, y el admirable tesón cívico que vigorizaba su alma generosa. Oyéndole, saboreaba yo una gallarda página histórica, que él solo puede y debe escribir, como su propio creador o cosechero.

Del cafetín fuimos, corriendo calles, a la   —118→   busca y captura de amigos de él y míos, y por el camino le enteré de las extrañas cosas que aquí pasaban. Se maravilló y enojó de que los republicanos estuvieran divididos en Intransigentes y Benévolos, y me dijo que por esta castiza propensión al divorcio, estábamos tan lejos del advenimiento de la República. No había en España voluntades más que para discutir, para levantar barreras de palabras entre los entendimientos, y recelos y celeras entre los corazones... Puedo afirmar con plena convicción que de cuantos amigos tenía yo, ninguno me cautivaba como aquel hombre inflexible y de una vez, dicho sea vulgarmente.

Perdónenme ahora si me acuso de una nueva licencia cronológica... Caigo en la cuenta de que mi destornillado caletre ha invertido los hechos, pues mi encuentro con Estévanez fue bastantes días después de mi violenta salida de la casa de Cabeza, y de la misteriosa desaparición de la gruta (número 16 de cierta calle) en que visité a la ninfa graciosa y endemoniada. Se me apareció el gran republicano ya bien entrado Enero del 72, y lo compruebo con un dato político. Hablamos don Nicolás y yo del Ministerio Sagasta, y precisamente en aquellos días don Práxedes derribó con un simple codazo al Gobierno de Malcampo para subirse al pescante y coger las anheladas riendas.

Sagasta era otra vez el gallo de nuestro corral político, y con su arrogante cresta o tupé, su quiquiriquí tribunicio y el irisado   —119→   plumaje de su simpatía personal, dominaría las olas que socavaban el trono de Amadeo I. Del caído Ministerio conservó a Malcampo y a Angulo, y completó el retablo con estas figuras: De Blas, Groizard, Topete y Gaminde.

En los propios días, ¡oh lector mío bonachón!, esa misteriosa fuerza de los hechos menudos que llamaré onda social, me apartó del trato y compañía de Nicolás Estévanez para llevarme a la vera de mis antiguos camaradas de El Debate. ¿Fue caso providencial, o una nueva virazón de mi voluble destino? Pues una noche, dadas ya las once, me encontré a Ramón Correa que del Príncipe venía muy embozado en su capita. Del teatro solía ir a sus tertulias de gente de tono, y después se zambullía en el Casino hasta el amanecer. Me paró; hablamos con expresiva confianza; quejose de mi retraimiento... «¿Pero dónde te metes, Titillo? Ya sabes que te queremos... Vete por mi casa...». Le prometí visitarle, y él puntualizó la cita, diciéndome: «Vete pronto. Ya sabes...; a la hora a que me levanto. Abur. ¡Qué flaco estás!».

La hora a que me levanto era, en el reloj de la vida de Correa, las siete de la tarde. Hombre más nocturno no he visto nunca. Vivía en un pisito bajo de la calle de Claudio Coello. Retirábase al despuntar el día. Despertaba de doce a una; se incorporaba, y sus criadas le servían un buen almuerzo en una mesilla de patas muy cortas, construida ad hoc para formar un plano sólido sobre las   —120→   telas del rebozo. Después de bien almorzado, seguía durmiendo hasta las seis y media o las siete. Era la hora de recibir a los amigos, y lavándose y vistiéndose charlaba con ellos hasta que salía para la casa rica en que había de comer. Tal era el vivir de Ramón Correa, que se pasaba meses y años sin conocer al sol más que de oídas. En la noche social resplandecía la luciérnaga de su grande ingenio. Por ser Correa cubano, debo decir cucuyo. De noche brillaba más que de día, y hablando más que escribiendo, pues la indolencia ponía diques a su talento para mostrarse en la literatura escrita. Su gracia, su exquisito gusto literario y su inmenso saber de cosas mundanas corrían sin tasa en los raudales de la conversación.

Desde que iniciamos la nuestra, todo lo que me dijo mi amigo, acabado de salir de la cama, iba encaminado a catequizarme para que me hiciese sagastino. Con burlas y razones quería convencerme de mi estulticia, y alabó a don Práxedes y al Duque de la Torre, presentándolos como los únicos hombres que podían traer a España la paz, el bienestar y la cultura. Era Correa un espíritu liberal metido en la armadura de un eclecticismo elegante y conservador, como Albareda y demás políticos procedentes de El Contemporáneo. Con el buen gusto y la pasta de un positivismo del mejor tono adornaba sus argumentos. Pero con todo su donaire y amenidad no lograba convencerme.

«Mire usted, amigo Correa -le dije-. Yo,   —121→   bien lo saben Albareda y Ferreras, escribo fácilmente, ajustándome a las ideas que se me piden. Escribo en republicano, escribo en conservador y hasta en neo si fuera menester. Pero esto es, como si dijéramos, producción inconsciente de mi ser, un chorro con variados criterios, que brota de mí sin más valor que el de un juego de palabras. Dentro de mí quedan mis convicciones inalterables. Si se me piden parrafadas anónimas, dispuesto estoy a darlas; pero si me quieren afiliar públicamente al sagastismo, o como se le llame, no accederé nunca, aunque usted me ofrezca posiciones, destinos y jamón con chorreras. Vendo por un pedazo de pan mis tiradas de prosa política; mis ideas no las vendo por ningún tesoro». Sin pensarlo me ponía yo en la cuerda paradójica en que él con gracioso balancín sabía moverse y bailar.

«Todos guardamos en nuestra alma, querido Tito, un depósito grande o chico de convicciones, que vienen a ser nuestro equipaje para el siglo que viene. Pero no cambiemos de siglo antes de tiempo. La vida presente nos tira del faldón cuando queremos lanzarnos hacia un lindo porvenir, y nos dice: 'Detente, amigo, y no corras hacia las fechas de 1910 ó 1915, que aún están vacías'. Tiéntate el estómago, y tu estómago te dirá: 'Estoy como caño de órgano. Échenme algo pronto, que si no, me muero y te mueres'».

De broma en broma fui a parar a mi grave profesión de fe política, diciéndole que yo no quería cuentas con Sagasta, el cual era el   —122→   escepticismo, el aplazamiento, el ya se verá, y yo aceptaba de lleno el programa de don Manuel Ruiz Zorrilla, la reforma inmediata, radical, concluyente... Libertad de cultos, Enseñanza totalmente laica, Derechos inalienables, imprescriptibles; Igualdad social, Reparto equitativo del bienestar humano, Supresión del voto de castidad, Desamortización de conciencias, Ejército cívico, Autonomía municipal y provincial. Fuera títulos de nobleza; fuera cruces y calvarios... No más pena de muerte; no más quintas; no más frailes, no más gandules presupuestívoros; no más colmenas para zánganos administrativos... En mi exaltación, me dejé decir aturdidamente que tal programa me lo había dictado el propio cosechero, y en mi poder lo tenía para darle publicidad... Mirábame Correa con asombro, poniéndose las gafas, después de lavarse... Dudó de que yo estuviera en mis cabales; soltó la risa... Volví yo entonces de mi fugaz desvarío, y sujetando la burra que se me quería escapar, rectifiqué. No me lo había dictado Zorrilla... Obra mía fue la nueva Constitución, en noche fantástica, hospedado en la gruta de una hechicera Circe, barragana de un cura loco.

Contagiado el gracioso cubano de los escapes flamígeros de mi pensamiento, aseguró que él iba más allá, y que dentro de un par de siglos levantaría la simpática bandera de la supresión de todo gobierno que es como decir anarquía. La entidad Gobierno es la negación de la paz pública... Y de aquí, con   —123→   gradaciones airosas, iba a parar a este dilema: O yo me afiliaba públicamente en el Sagastismo, o se me ofrecería celda gratuita en Leganés, ya que no se habían creado aún los tonticomios que reclama el considerable aumento de la necedad... Una vez que endilgó su frac, como feliz comensal de casa grande, salimos juntos, y por la calle repitió sus bondadosos requerimientos para redimirme de la obscuridad y solitaria pobreza en que yo vivía. Díjome al despedirme que si él no lograba convencerme lo haría Ferreras, que también me distinguía y honraba con su afecto...

A buen paso me fui a mi domicilio, que a la sazón era una casa de huéspedes, calle del Amor de Dios, de mediano trato y no muy lucido aspecto, donde en días de penuria grande me metí, por los motivos y circunstancias que a renglón seguido contaré. La horripilante situación de mi erario me lanzó nuevamente a la busca y captura de la Casa Rostchild, la cual, echando los bofes, encontré reencarnada en un varón seco, duro, agrio, que se llamaba don Francisco Torquemada y vivía en la calle de San Blas, zona baja de Atocha. Enorme cantidad de saliva gasté, y sin fin de escalones subí para conseguir de aquel perro algún alivio de mi necesidad. Pidiome garantía del Banco de España, o la firma de Manzanedo, y cuando ya llegaba yo a los extremos de la ira, llegó él a los de la piedad, y salí de su casa contento, aunque desplumado para una fecha no lejana.   —124→   Al despedirme quiso mostrarme su protección recomendándome una casa de huéspedes buena, limpia y económica. Acepté por hallarme a la sazón muy mal alojado, y por dar gusto a Torquemada. Sin duda la casa de pupilos era suya, o de algún cliente con quien iba a la parte.

Mi patrona era una pobre mujer derrengada y envejecida por el trabajo, con la carga de cuatro hijos y la impedimenta de un marido que no le servía para nada, en el orden de la industria huesperil. Llamábase Nicanora, y Rosita la mayor de sus niñas, que era muy mona y algo bachillera. El esposo, don José Ido del Sagrario, había sido maestro de escuela. Aquejado de cierta frialdad del cerebro, hubo de abandonar el noble oficio de desasnar chicos; mas no con el descanso pudo recobrar la salud, ni siquiera un mediano gobierno de su máquina muscular y nerviosa. Quedó, pues, en situación de esqueleto vestido de fláccidas carnes; no resistía ningún trabajo fuerte, físico ni mental; ocupábase tan sólo en repartir entregas de una Casa Editorial, reduciéndose a un corto callejero, y en hacer recados a los huéspedes, que eran conmigo tres estudiantes de San Carlos. El trato de Ido me agradaba; era hombre que no carecía de luces, aunque solían brillar tan sólo por ráfagas intercadentes, lívidas llamaradas de alcohol. Tristeza y goce me causaban a la par mis conversaciones con aquel hombre inocente y bueno, cerebro que yo comparaba a la celda de una   —125→   cárcel, en que hubiera estado preso un filósofo. Este se había fugado dejando en las paredes efluvios de su espíritu.

A poco de entrar en la casa de doña Nicanora, tuve amores con una princesa... Déjenme explicar. Era una tiple que había estrenado en los Jardines del Retiro el airoso papel de la Princesa Colibrí, farsa medio lírica, medio bailable. Por la interpretación libérrima y desahogada de aquel personaje mímico y cantable, quedole entre el vulgo teatral el mote de La Princesa. Su nombre auténtico era Pepa Hermosilla, sobrina carnal de dos guapísimas hembras de la generación pasada, las Hermosillas, comúnmente llamadas las Zorreras, por ser hijas de un fabricante de zorros. Vierais en Pepa una mozuela linda y desfachatada, bailarina más terrestre que aérea, tiple ligera, ligerísima.




ArribaAbajo- XII -

Sí; tan ligera, que la conocí antes de media noche en el escenario, y a la madrugada estábamos ya casados requetecivilmente... No debería yo contar estas cosas; pero allá van para descargar mi conciencia, mostrando a mis lectores la locura de aquellos años juveniles. Confieso mis pecados con la mira saludable de que en ellos se vea la procedencia de mis fieros quebrantos y desdichas, y de ello tome ejemplo la juventud para que se   —126→   aparte de los caminos que no conducen a la moral... Pues, señor, llevaba yo media semana en las alegrías de príncipe consorte, cuando una tarde me encontré en la Plaza de Matute con aquella Lucrecia de quien ya hice mención, bonita y vaporosa rubia bermeja amiga de Felipa..., la que conocí asociada a un jugador de oficio que llevaba la pechera y los dedos cuajados de brillantes. Al jugador le había salido la mala, y se lo llevaron los demonios. Lucrecia se me presentó desolada. La compadecí, le prodigué los consuelos que mi alma generosa me sugería, y por último, observando que su pena no tenía más alivio que el contármela a mí, decidime a protegerla; hablamos, nos entendimos, y punto concluido.

Mi doble juego de amor fue descubierto a los pocos días por las dos apasionadas hembras, a quienes yo engañaba y entretenía con toda clase de sutilezas o equilibrios. El resultado fue que estalló el conflicto una mañana... Encontrándose en la calle de Santa Isabel se acometieron, se arañaron, se dijeron cuanto dos bravas mujeres pueden decirse en caso tal, y se arrancaron recíprocamente mechones de sus respectivas cabelleras, negra la una, rojiza la otra. El culpable de aquella mujeril trifulca, que los periódicos narraron como un caso de risa y festejo, fue el bendito chiflado don José Ido, a quien entregué dos cartas, una para cada cual, y el desventurado filósofo las trabucó y... Ya comprendéis lo demás... Cuando enterado   —127→   de la zaragata increpé al mensajero por su descuido, me respondió con fría y angelical serenidad: «Francamente, naturalmente, yo pensé, señor don Tito, que usted, en vez de regañarme, me agradecería la equivocación, porque así, enzarzadas la una con la otra, se ve usted libre de las dos, y quedará en franquía para mejor arreglo con una sola».

No dejé de apreciar en su justo valor esta sutil filosofía; pero, ¡ay!, del lance mujeriego no me resultó el beneficio que el candoroso Ido presumía, sino todo lo contrario... Sucedió que cuando se hallaban Lucrecia y Pepita en lo más recio de su pelea, acudió a separarlas y a poner paz una señora que con su criada venía de hacer la compra en el mercado de los Tres Peces... Logró el armisticio entre ellas; oyó las razones de cada cual, y con humanitaria diligencia vino a mí para gestionar avenencia y concordia con una de ellas, ya que con las dos no podía ser. Y cómo se arreglaría la desconocida señora en su arbitraje, que de las sucesivas conferencias resultó que llegué a un modus vivendi con las dos separadamente, y luego me entendí con la mediadora, que era mujer agradable, viuda en buena edad y de no poca sal en la mollera... Yo no sé qué tengo, señores que me leéis, no sé qué tengo... Lo mismo es hablar yo con una mujer, que esta se pone tierna y no tarda en enloquecer por mí... No sé lo que tengo, repito, no sé...

De lo que acabo de referir, salió, como podréis   —128→   suponer, mayor desventura mía, y el trabajo hercúleo de tener que triplicarme con diarias fatigas y combinaciones. La más amada de las tres era la que fue mediadora. Trataba yo de que fuera la única; pero tales dificultades y trapisondas me salieron al paso en mi tentativa de moralidad, que hube de seguir bailando, como decía el otro, en el triple trapecio de Trípoli, hasta que la desdichada derivación de tales hechos dio su funesto resultado... Antes de que pasaran dos semanas de este horrible trajín, Lucrecia fue asesinada por el empresario de timbas que había sido su amante, y aunque no me alcanzaba ni alcanzarme podía culpabilidad en el crimen, por el lugar y ocasión en que fue perpetrado, no me libré del espanto y consternación propios del trágico suceso. Pocos días después descubrió la princesa mi triple juego, y alborotada se plantó en mi casa, y cual furiosa rabanera, vertió sobre Nicanora y el pobre Ido las más groseras injurias. Lo que me dijo a mí me está escociendo todavía... Y por último, compasivo lector, mi tercera, que yo tenía por primera, no pudo menos de abrir sus enamorados ojos a estos escándalos, y me despidió de su trato, ya que no de su corazón, derramando lágrimas amarguísimas.

Era una viuda tierna, bastante supersticiosa, tirando a mística. Llamábase Delfina. Su padre fue un excelente confitero que tuvo gran parroquia en Madrid. Su marido fundó y disfrutó la más elegante Funeraria de esta   —129→   Corte, industria que la viuda traspasó, mediante conquibus, al que había sido primer dependiente del fundador. Con este provecho y lo que heredó de su padre, Delfina disfrutaba de un buen pasar; vivía holgadamente, y daba socorros a parientes pobres, suyos y de su marido... Entendía yo que aquellas granjerías tan diferentes en forma y fondo habían dejado en la infancia y juventud de la buena señora la impresión de las cosas familiares adheridas a la existencia. Por esto decía de ella mi amigo Roberto Robert que era dulce y tétrica..., y que en su carácter veía un ataúd lleno de yemas y tocino del cielo.

Algo de verdad había en estas paradojas. Mi amiga era suave y borrascosa; con sólo minutos de diferencia mordía y acariciaba. Ferviente devota de San José, a quien pedía todo lo que anhelaba, creía mil profanos disparates. Cuando en misa sacaba el cura casulla verde (lo que sólo en contados días se ve), doña Delfina se llenaba de terror, y de la iglesia salía persuadida de la proximidad de grandes daños y calamidades. Creía en el mal de ojo y en las recetas para impedir sus terribles efectos, y era fuerte en fórmulas cabalísticas para conseguir de la Santísima Trinidad la pronta cura de tercianas y cuartanas.

Refiriendo a mi persona estas extravagancias, diré que la viuda me quería y me apartaba de su trato; tan pronto era la benigna divinidad que por mí se interesaba, como la   —130→   fiera sacerdotisa que arrojaba sobre mí siniestros augurios y maldiciones... Termino el retrato con estas noticias que, si por el momento no interesan, podrán tener algún valor en lo que más adelante relataré. Delfina Gil era natural de un pueblo próximo al que tuvo el honor de verme nacer. A no pocas personas de mi familia conocía, y huroneando en el pasado sacaba remotos entronques de sus antecesores con el claro linaje de los Livianos.

Adelante con mi cuento. Las resultas de la referida borrasca mujeril, y la extraña doblez del carácter de Delfina, mi benéfica protectora por un lado, por otro mi fiscal implacable, me llevaron a un estado de intensa melancolía. Vagaba yo mañana y tarde por los barrios extremos y las afueras de Madrid, hablando a solas, o pronunciando discursos férvidos ante la soledad agreste. El casual encuentro con algunos amigos me sacó del pozo de mis meditaciones, llevándome a la política, que es eficaz medicina de tristezas. El trajín de las opiniones propias y ajenas, que en mil casos no nos llegan a lo hondo del ser, nos restablece a una normalidad vividera, y al suave pasar de las horas y los días... Sin saber cómo llegué a verme metido en el hervor de la campaña electoral. Corría Febrero, Marzo le siguió en aquel afán; yo, avispado o embrutecido, que esto no lo sé, por la propaganda, me metí más en ella. No era que yo pretendiese la diputación; pero amigos míos pedían   —131→   sus votos al pueblo, y quise poner en la lucha todos mis esfuerzos, interesándome particularmente por Nicolás Estévanez, que presentaba su candidatura en uno de los distritos de Madrid.

En aquellos días de ciego furor sectario, quedó formada la magna Coalición o piña electoral para derrotar al Gobierno. Componían la Junta Mixta, o si se quiere, el pisto manchego, tres individuos por cada uno de los cuatro partidos de oposición: por el carlismo tres neos hidrófobos; por el alfonsismo tres reverendos caballeros de los de alba camisa, únicos poseedores de lo que se llama dotes de gobierno, esto es, planchado con brillo; por los radicales tres añejos progresistas, y por los republicanos los más culminantes del partido. Omito los nombres para no contribuir a que llegue a la generación venidera el fuerte olor del vinagre en que se hizo esta ensalada o gazpacho...

Menudeaban las reuniones, las prédicas y las asambleas. Yo fui a las que celebraron los republicanos en el teatro de la Alhambra, y sin hacerme de rogar, por impulso instintivo y comezón declamatoria, en todas hablé... Me oían con vivo interés, me aplaudían a rabiar. Luego, mi ardor y los aplausos me llevaron a la exageración de mi énfasis, a emplear argumentos retorcidos y dislocados y a burlarme de la lógica. Una noche defendí el contubernio electoral, y a la siguiente lo combatí con saña... Sin saber cómo, se me salían del pensamiento a la boca las ideas de   —132→   aquel fantástico programa que supuse dictado por Ruiz Zorrilla en la hechizada gruta de Graziella. Todas las zarandajas de mi Credo radicalísimo iban cayendo de mis labios sobre el auditorio, como lenguas de fuego sobre el montón de combustible. Una noche, a la salida, Santamaría y Luis Blanc me dijeron: «Chico, no hables más. Te exaltas demasiado. Procura serenar tu entendimiento».

Estas suaves reprimendas de mis amigos, y otras más agrias de algún primate de los que ocupaban la mesa, conminándome con no concederme la palabra si seguía por aquel camino, me redujeron un triste silencio. Salíame yo por las tardes a los barrios del Sur y de allí a las afueras, y dondequiera que veía un grupo de seis o siete personas, me detenía y les predicaba... No tardé en encontrar prosélitos; llevaba tras de mí una pandilla de hombres y mujeres que me incitaban a que les arengase, y yo, diciendo para mí aquí que no peco, soltaba el surtidor de mi desordenada oratoria. No ponía ningún freno a mis ideas, y lo menos que les decía era que el mejor Gobierno era el no-gobierno... Cuando a mi casa me retiraba fatigado y ronco, y en la soledad de mi cuarto con fría reflexión pensaba en mis discursos, me asaltaba la sospecha de que en mi cerebro había ocurrido alguna conmoción, que desmontara o por lo menos sacara de sus quicios las piezas del mecanismo pensante. Y cavilando más en esto cada noche sobre el agasajo de las almohadas, creí dar con la razón de tales   —133→   sinrazones. Si en efecto yo iba camino de la demencia o de la chifladura, la causa no podía ser otra que el desequilibrio en que estaba mi ser por la interrupción de mis conquistas y de los dulces efectos de ellas, o sea, el trato con el bello sexo.

Firme en esta tesis, me propuse volver a las amenidades amorosas. Sí, sí; el amor es la vida, y además la razón, y el perfecto funcionar armónico de nervios, sangre, masa encefálica, estómago, pulmones, etc... ¿Qué hice? Visitar a Delfina Gil y abordarla bruscamente con arrumacos sentimentales, suaves arrullos, miradas incendiarias, y sobre todo ello puse las florituras y fermatas de un vocabulario de seducción que, dicho sea sin falsa modestia, sé manejar como nadie... Pues Delfina no me hizo caso. Hallábase en un estado de espíritu incompatible con mis malvadas pretensiones. Sufría el ataque de virtud furiosa y empedernida, que solía durarle diez o doce días y a veces meses enteros. Seria y desdeñosa, me dijo que llamase a otra puerta, y al verme salir, me retuvo para echarme esta suave indirecta del padre Cobos: «Estás mal de la cabeza, pobre Tito. He notado el desorden de tus razonamientos. Tus amigos se alarman oyendo los disparates que dices en los metingues. Será preciso aislarte, tenerte en encierro y observación hasta que entres en caja. Escribiré a tu familia, enterándola de tu mal. Allá dispondrán si vienen a buscarte y te llevan al pueblo, que sería lo más acertado, o me autorizan para ponerte   —134→   en cura». Yo me reí... «Adiós, adiós...».

Al pie de la letra tomé el llama a otra puerta, y de la calle de la Magdalena me fui tan campante a la de Tabernillas. Sabía que en aquellos barrios moraba mi antigua socia Felipa, que aún me guardaba ley, demostrándomelo en repetidas ocasiones con recaditos de amistad y aun con menudos obsequios... Busca buscando, la encontré en la calle del Águila, más negra y agitanada que antes, por efecto del negocio de carbón a que se dedicaba en compañía de un hombre robusto, tiznado y carbonífero, llamado Bernabé Díaz. A mis halagos contestó Felipa que no contara con ella para nada contrario a la fidelidad que a su Bernabé debía. Hallábase, pues, en pleno periodo de virtud; era feliz, trabajaba de sol a sol, y no cambiaba su actual vida de activa tranquilidad por otra de escándalo y deshonor. Pregunté si se casaría con Bernabé, y me dijo: «En eso andamos. Las damas catoliconas nos están trabajando el casorio. Yo lo deseo. Me espanta la idea de llegar a vieja sin tener un arrimo y vivir en ley...».

Ya me iba cargando tanta virtud... ¿Por ventura tendría yo que hacerme también virtuoso para recobrar mi equilibrio?... De la carbonería pasé a la taberna próxima, donde tuve la satisfacción de encontrarme a mi amigo y casi pariente, Sebo por mal nombre, rodeado de toscos ciudadanos, entre los cuales estaba el tal Bernabé, presunto esposo de Felipa. Trataban de la elección por   —135→   aquel distrito (Latina), el más republicano de Madrid. Sebo, agente electoral de la Coalición, recomendaba la candidatura de Estévanez, que era predicar a convencidos, pues en aquel barrio pobre, liberal y entusiasta, gozaba don Nicolás de gran predicamento. Metí yo al instante mi cuarto a espadas en la reunión, haciendo del candidato el más fogoso panegírico que aquellos hombres inocentes habían oído. Y fue grande mi satisfacción oyendo lo que a la salida de la tasca me dijo Telesforo: «Mi antiguo señor, el Marqués de Beramendi, me ha mandado que apriete de firme para sacar a Estévanez, pues aunque no le trata ni le ha visto nunca, le tiene en gran estima por su honrada convicción, y por lo derecho y firme que va camino del Progreso, sin mirar atrás».

Desde aquel día, me metí en el trajín electoral, y tuve la dicha de oír de los autorizados labios de don Nicolás, en las reuniones del teatrito de la calle de Las Aguas, parrafadas y apóstrofes tan tremendos como los que a mí me valieron poco menos que la excomunión de la Asamblea del partido... Si a mí me tuvieron por loco, no lo estaba menos Estévanez, y esto me consolaba. O ser revolucionario de verdad, o no serlo. Si nuestra sociedad reclamaba, con su hondo malestar, renovación completa, nada se haría si no demolíamos el vetusto y apuntalado edificio para reconstruirlo con nuevos planos, nuevos materiales y arquitectos nuevos. Sacáramos estos de la nada, no del personal existente...   —136→   Antes de crear un nuevo mundo, hiciéramos un delicioso caos.

No canso a mis lectores refiriendo al detalle una campaña electoral en que apenas hubo pelea, por la excelente disposición del popular distrito y el arranque del candidato. Sin gastar una peseta le sacamos, con 8.000 votos de ventaja sobre el contrincante sagastino. Los electores eran gente sencilla, proletaria, que no ambicionaba destinos ni prebendas, voz y voluntad auténticas del pueblo soberano. La Coalición triunfó en Madrid, con dos republicanos, Estévanez (Latina) y Galiana (Hospital); cuatro radicales, Montero Ríos (Palacio), Ruiz Zorrilla (Centro), Martos (Congreso) y Becerra (Audiencia); el único ministerial que tuvo acta fue el General Beránger (Hospicio). En provincias, los amaños de Sagasta dieron a este una mayoría gregaria; mas no pudo ahogar el empuje de las minorías. Sólo el carlismo trajo treinta y cinco puntos... Y estos sí que eran puntos negros.

Seguí en relaciones de cordial amistad con Estévanez, que no se envanecía de su triunfo, ni creía que en el futuro Congreso pudieran hacerse campañas eficaces para la idea republicana. En nuestras charlas, tuve el gusto de oír de su boca las apreciaciones más exactas de la realidad política en aquellos días. La revolución estaba muerta por haber perdido en gran parte la savia progresista que le dieron los trabajos del 67 y el triunfo del 68. Los alfonsinos habían ganado terreno   —137→   con la traída de un Rey extranjero; contaban a la sazón con lo más florido de la oficialidad del Ejército. Todo cuanto veíamos despedía olor a muerto. Los Gobiernos de don Amadeo no salían de la norma y pauta somníferas de los Gobiernos anteriores a la Revolución. Los vicios se petrificaban, y las virtudes cívicas no pasaban de las bocas a los corazones. Administración, Hacienda, Instrucción Pública, permanecían en el mismo estado de quietismo y pereza oriental. No salía un hombre que alzara dos dedos sobre la talla corriente. Hacía falta un bárbaro, como Pizarro, que sin saber leer ni escribir, creó un mundo hispano en la falda de los Andes.

Estas ideas me cautivaron. Sí, hacía falta un bárbaro que creara otro mundo hispano. Pero aquel bárbaro no era yo, que poseía regular cultura, sabía escribir, y echaba sin ton ni son discursos elocuentes... Hacía falta un mudo, que hablara con los hechos y con la piqueta, demoliendo los viejos muros, sin pedir permiso a las letras de molde; un mudo, sí, que entendiera de cirugía política, y supiera leer lo escrito con caracteres de fuego en el alma de la Nación... Debajo del pesimismo de mi gran amigo, latía, como es de ley en todo ser superior, un fuerte optimismo. No desconfiaba de la idea, sino de los hombres que en el telar político, llamándose ministeriales o de oposición, tejían la misma tela frágil y descolorida, tan fea y tan mala por el derecho como por el revés... En suma,   —138→   que la oposición republicana, aliándose con los Nocedales y Barzanallanas, se contagiaba de esa legalidad indigesta que siempre resulta infecunda, y cándidamente hacía el juego a sus naturales enemigos. Los arañaba; pero no supo darles, como debía, muerte y sepultura... Mientras más lecciones de estas cosas me daba mi amigo, más me enamoraba su carácter. Lo que aún tengo que decir de él quédese en remojo todavía, pues me urge contar un suceso de importancia, que a mi ver cae dentro de la fase humorística de la Historia. Sígame, si gusta, el benigno lector desde este capítulo al que inmediatamente le sigue.




ArribaAbajo- XIII -

No cesaba yo de interrogarme así: «¿Estaré un poco demente, o siquier tocado de tenaces manías, la manía de mi proteísmo, que consiste en escribir con distintos criterios y aparente convicción, la manía de mi esencial criterio inmanente, de tendencias atrozmente revolucionarias?». Y otra cosa pregunto a los que me leen y a mí mismo: «¿Todo lo que cuento es real, o los ensueños se me escapan del cerebro a la pluma y de la pluma al papel? ¿Las amorosas conquistas que me sirven de trama para la urdimbre histórica, son verdaderas o imaginarias? ¿Creo en ellas porque las imagino, y las escribo porque las creo?...».   —139→   Mientras con ayuda de mis indulgentes lectores dilucido estos puntos, seguiré contando... A ver si me acuerdo... Ya, ya he cogido el hilo... Pues Felipa, después de repetida por décima vez la proclamación dogmática de su virtud, me aconsejó que viese a Celestina Tirado, y a sus buenas disposiciones me encomendara.

Pero... el demonio lo hacía..., encontreme a Celestina también atacada de monomanía virtuosa, y en vías de abandonar su vil industria, dándose de baja en el escalafón del Infierno. Tenía una hija, criada en el campo, ya grandecita. Celestina la llevó consigo, sedienta de cariño maternal, que apenas había gustado en su vida liosa. Enterose de ello la Marquesa de Navalcarazo, y queriendo apartar a la pobre niña de todo influjo maléfico, obligó a la madre a ponerla bajo la guardia y custodia de unas monjitas de la calle de San Leonardo. Accedió Celestina, movida de un vago prurito de corrección espiritual, y las mañanas pasaba en la iglesita del convento, o en la fronteriza parroquia de San Marcos, entretenida en rezos y otros actos de devoción. Hablando de esto, me confesó que hasta las oraciones más elementales, Credo y Padrenuestro, se le habían olvidado, y en aquella ocasión las aprendía de nuevo, sintiéndose volver a sus años infantiles.

En estos contactos con la vida eclesiástica, la antes pecadora, y después reformada Celestina, echose también su director espiritual, y tuvo la suerte de topar con un sacerdote   —140→   ejemplarísimo, llamado don Hilario de la Peña. Hablando de él la pícara convertida no agotaba el filón de las alabanzas. Tales cosas me dijo, que me entraron vivas ganas de conocer al bendito clérigo. Y una mañana, en que mis divagaciones callejeras me llevaron a la de San Leonardo, me deparó mi suerte el encuentro de Celestina, que del convento salía con su reverendo amigo y capellán don Hilario, y ambos iban hacia la parroquia de San Marcos. Presentome la pícara como periodista y cultivador de las Letras, y apenas hablé diez palabras con el buen señor le diputé por hombre bueno, tolerante, y de no común cultura.

Metiose Celestina en la parroquia, y yo seguí con el cura hasta la puerta de su casa. Era viejo, de gran talla y al parecer gotoso. Aliviaba su cojera con un grueso bastón. Lucio y carilleno, pareciome hombre que se había dado buena vida. Su afable sonrisa y sus ojuelos vivarachos delataban el amplio conocimiento del mundo y el hábito de la preciosa indulgencia. Mostrose complacido de hablar con un escritor, y juzgándome con benevolencia cortés, por desconocer mi escasa valía, me reveló que él también plumeaba, por pasar el rato, y sin pretender el galardón de la fama. «Soy aficionado a los estudios históricos -dijo con modestia-, y he consagrado mis ocios a escribir la Historia del Clero Mozárabe en Toledo, de la cual llevo ya publicados tres tomos. Es obra de pura erudición, árida, como centón de documentos».   —141→   Mi cortesía correspondió a la suya, diciéndole que conocía parte de los tres tomos publicados, y haciendo del contenido de ellos un ardiente elogio. Al darme las gracias advertí en él un amable escepticismo. No creía en mi entusiasmo por su obra... Con recíprocos plácemes y cumplimientos nos separamos, pidiéndole yo la venia para visitarle, pues me honraría mucho su trato y buena amistad.

Y no pasaron tres días sin que me personara en la casa del cura. Me recibió en su biblioteca, que era copiosa y algo desordenada, como toda biblioteca en que se trabaja. De lo que habló don Hilario, saqué en limpio que era rico, que por no abandonar en absoluto su ministerio religioso, desempeñaba la capellanía de las monjas vecinas. Algún trabajo le daba el delicado gobierno de las conciencias de aquellas santas señoras, que por no tener nada que hacer, inventaban pecadillos, y apuraban la paciencia del confesor para lavarlos y restablecer su inmaculada pureza... Deseaba el señor Peña ocasión para zafarse del enfadoso lavatorio y planchado de las monjiles conciencias... También me dijo que le amargaba el sentimiento de no poder terminar su obra. Herido de la gota y otros desgastes del organismo, sólo contaba ya con un par de años de vida, o poco más...

La persona del venerable clérigo trajo a mi cabeza espantosa confusión. Antes de tratarle, tenía yo noticia de él (ignorando el nombre) y de su magna Historia del Clero Mozárabe.   —142→   Intentaba yo por mañana y tarde descifrar aquel enigma, y desvanecer mi perplejidad. No sé cuántas veces me llegué a la calleja, entre Monteleón y Maravillas, y con ojos inquietos buscaba el 16 de marras, sin perder la esperanza de que la casa de aquel número hubiera salido de las entrañas de la tierra. Pero lejos de ver que esta devolvía lo que se tragara en días ya lejanos, mi barullo mental aumentó con sucesos más contrarios a la lógica y al sentido común.

Acudiendo una mañana de Abril a mi tercera visita, encontré a don Hilario en la calle, yendo yo por la de los Reyes. Nos paramos, y después de los recíprocos saludos, me dijo: «Tengo que ir a Palacio. Si no tiene usted que hacer acompáñeme, y por el camino le contaré el porqué de ir yo a la Casa Grande, novedad para mí extraordinaria, pues sólo una vez estuve en ella, cuando a doña Isabel le dio por hacerme obispo, y yo rehusé. No recuerdo la fecha. Ello fue cuando Pío IX concedió a doña Isabel la Rosa de Oro. Vamos, hijo». Andando, siguió así: «Pues esta buena señora, doña María Victoria, sale ahora con que quiere nombrarme capellán de ese Asilo que ha fundado para las lavanderas... Ello habrá sido idea del Conde de Rius, intendente de Palacio, y gran amigo mío. Usted le conocerá: es yerno de Olózaga, que también me honra con su amistad. Sea de quien fuere la iniciativa de mi designación, voy a decir que nombren a otro. Yo declino ese honor, yo no sirvo para nada.   —143→   Busquen para las lavanderas un clérigo mozo. Yo no estoy ya para ninguna función que reclame el vigor juvenil...».

Charlando con voluble intercadencia de veras y bromas llegamos a Palacio y entramos en la Intendencia, que está, como sabéis, en la planta baja, plaza de la Armería. En una antesala nos detuvimos; salió el intendente, Conde de Rius, a quien yo sólo conocía de vista; el cura me presentó a él como un amigo que le acompañaba en clase de rodrigón o lazarillo de su cojera, y pasaron los dos al despacho próximo, donde a mi parecer trataron de la Capellanía de Lavanderas. Quedeme solo en aquel aposento, donde no veía más que estantes llenos de legajos, y algunos cuadrotes deslucidos del tiempo y del humo del gas, y que representaban edificios o campiñas de los Sitios Reales. A poco de estar sumido en tal soledad, sentí hormiguilla en brazos y piernas, y zumbar de mis oídos, cual si a ellos llegaran las ondas de un lejano son de bronces vibrantes. Convirtiéronse aquellos sonidos en voz humana, demasiado dulce para ser de hombre, demasiado grave para ser de mujer. Volví la cabeza... y vi que por escondida puertecilla entraba un bulto... Mi primera impresión fue de una señora gorda y ajamonada... Al acercarse a mí se volvió esbelta sin gran merma de sus carnes lúcidas. Vestía elegante traje negro de seda, a la última moda... ¡Ay, Dios mío! Que me llevaran los demonios si no era la Mariclío, con sin fin de años   —144→   menos de los que representaba cuando anteriormente la vi, y muy apersonada y peripuesta.

«Hola, Tito -me dijo con graciosa confianza, arrastrando un pesado sillón para sentarse frente a mí-. ¿No me habías conocido? Vengo ahora un poquito transformada. Yo me pongo más fea o más bonita según los lugares por donde paso y las diligencias que traigo entre manos. Estamos en lo que los periodistas llamáis el regio alcázar, y cuando aquí entro, procuro adecentar mi facha y traje por si me sale en estas alturas del Estado algo decoroso que pueda llevar a mis archivos».

Diciendo esto, alargó hacia mí uno de sus pies, con la mayor desenvoltura, sin cuidado de que yo le viera la pantorrilla. Calzaba en aquel pie un lindo borceguí colorado, con tacón de plata. Y viéndome suspenso, sin saber qué hacer con el precioso y bien engalanado pie, me dijo risueña: «Parece que estás tonto. Haz el favor de descalzarme. ¿Tanto te asusta una vieja compuesta? No es el coturno lo que ves; es un zapatón de media gala. Me lo he puesto para venir a esta casa, y ya me pesa. No lo merecen...». Le quité el borceguí con todo el respeto que me inspiraba, y al instante sacó, no sé de dónde, una blanda zapatilla, que por su propia mano se calzó sin esperar mi auxilio. Antes de repetir la operación en el otro pie, levantose muy ligera, y dio paseos airosos por la estancia, un pie con medio coturno y el otro con zapatilla.   —145→   Esgrimiendo la que le quedaba en la mano, decía: «Con este escarpín azotaría yo las posaderas de los desgraciados y ridículos hombres que arriba he visto. Pide a tu Patria que tenga un arranque y los mande a donde fue mi amigo el reverendo padre Padilla».

Dicho esto, volvió a sentarse; la descalcé y calcé del otro pie, y quedose meditabunda un mediano rato, mientras yo discutía mentalmente con mis ojos sobre la realidad o ficción de lo que veían, y les acusaba de burlarme con alucinaciones infantiles... Y ellos me contestaban que no era culpa suya, sino de doña María Clío, hechicera y juguetona. Esta terminó sus meditaciones diciendo: «Mal andan allá arriba. Ministros y Rey han rivalizado en torpezas. Al Rey le disculpo. Sagastinos y zorrillistas le traen mareado con sus necias enemistades por un quítame esas pajas. Los 191 votos que dieron la corona a la casa de Saboya, ¿qué se hicieron? Hanse dividido en dos bandos; viven tirándose a la cabeza todos los trastos de la Constitución. Como don Amadeo no se imponga a esta tropa, ya puede preparar sus equipajes... Figúrate, hijo mío, que los llamados constitucionales se dividen a su vez, y por la combinación de generales andan también a repelones... El sábado, día de Consejo en Palacio, se presenta Sagasta en la Cámara Real, y dice al Rey que no se celebrará Consejo, porque no hay asuntos de qué tratar. No le valen al camerano sus marrullerías, y Amadeo, con acento más firme del que suele usar, le contesta:   —146→   Si el Gobierno no tiene hoy nada que decirme, yo tengo cosas muy serias de que hablar al Gobierno. Cite usted ahora mismo, y aquí quedo esperando...

-Ya sé lo demás, señora mía -repliqué yo-. Lo traen los periódicos.

-Cada periódico cuenta el caso a su modo, y con el aderezo y salsa que cada bandería suele gastar en sus guisos. Óyelo de mi boca, que no miente. Mi único guiso es la verdad... Azorados reuniéronse los ministros en Consejo, y ante ellos desenvainó el Monarca un papel que leyó con buena entonación. El documento era declamatorio y enfático, como los que escribías tú en El Debate, recomendando el específico de la Conciliación. No admitía el Rey nuevas disidencias, ni que el partido llamado Constitucional se partiera en mitades, que en la política general resultaban cuarterones. La intención expresada en el papelito era buena, el modo de señalar y el estilo vulgarotes a no poder más... Los ministros fueron desde aquel momento pintorescos personajes de ópera cómica. ¿Dimitían o continuaban después de rascarse las partes de sus cuerpos azotadas por el papelito? De sus reflexiones resultó que debían quedarse, con ligero cambio de personas. No hay cosa más desagradable que dejar vacías las poltronas para que otros las ocupen... La gran escena cómica de hoy en la Cámara regia y piezas inmediatas es de tal modo bochornosa, que me he quitado los coturnos por zafarme de la obligación de contarla. Para dar   —147→   noticia de lo que hoy he visto, heme puesto estos borceguíes traídos y viejos... Figúrate que los sagastinos y unionistas han arreglado su guisote de crisis con salsa de calamares, y hoy se han presentado a jurar.

-Juran y perjuran poniendo su mano al revés sobre un falso Evangelio.

-¡Anda, que del indecoroso plantón que les dio el Rey, se acordarán mientras vivan! Yo le dije a Sagasta: «¿No te sientes humillado? ¿Eres un cochero que viene a pedir plaza en las Caballerizas?». Y él, rascándose la barba, me contestó: «Paciencia, madre Clío; este oficio pide mucho aguante y resignación por arrobas. La política es valle de bilis». Dos horas les tuvo Amadeo en la antecámara. A lo mejor salía Dragonetti con recaditos: «Dice Su Majestad que si traen el programa». Y el riojano de amarillo rostro y boca rasgada, respondía: «El programa no lo traemos; pero... se traerá. El amigo Colmenares lo está confeccionando...». Confeccionando, como si fuera un pastel o una torta de dulce... Vuelve Dragonetti con dulzura oficiosa, y dice: «Que si no traen el programa no juran». Yo disimulaba mi enojo hablando de teatros con la Marquesa de Constantina. El hombre del tupé bajó al Ministerio de Estado con De Blas, y los que allí quedaron se miraban asustados de su paciencia ovejuna. Me acerqué al Ministro primerizo, y le dije: «Simpático pollo antequerano, parece que estás triste. Te ha tocado un estreno de mala sombra». Y él desplegando su boca y mostrando   —148→   su blanco dentamen, se sacudió así la broma: «Madre, la buena sombra la traigo yo conmigo... Sea usted benigna, y dejaré memoria de mí».

»Volvió de Estado Sagasta, con el tupé más crecido y la color más biliosa. Traía también el programa que enseñó a los amigos. Como reapareciese Dragonetti con nuevas chinchorrerías, Práxedes le dijo: «Aquí está, aquí está el programa. Mañana lo verá Su Majestad en la Gaceta. Le hemos dado forma de Circular a los Gobernadores. Se les dice que este Ministerio es estrictamente compacto, que somos el progresismo histórico, firme columna de la Monarquía; y al propio tiempo les encarecemos la más exquisita legalidad en las elecciones. Legalidad ahora y siempre, para que el sufragio sea la exacta expresión de la voluntad del país...». Amén. Pasaron a la Cámara Real; hicieron arrumacos de juramento...

»Yo lo vi; hice cuanto pude para ponerme seria. Di una vuelta en derredor de todos; pasé delante del Rey casi tocándole las narices, y ni él ni sus desaprensivos secretarios me vieron. Fuertemente dirigidos hacia los senos de su egoísmo tenían los ojos del alma, y los del cuerpo estaban ciegos. «Si me vierais, hijos del aire -les dije-, no seríais lo que sois». Bajé corriendo a quitarme el calzado, que torpemente llevé a las alturas. No merecen los de arriba mis tacones de plata... Y ahora, buen Tito, acompáñame. Quiero espaciarme, alegrar mi pobre espíritu   —149→   ansioso de verdad. Vámonos a la Fuente de la Teja, y allí veremos a los soldados bailando con las criadas. Aquello, en su humildad, es más noble que esto. De allí puede salir algo grande, de aquí no. Iremos también a ver a los chicos jugando al toro o a la tropa, en la Virgen del Puerto. De allí saldrán hombres de poder, ciudadanos, trabajadores, mártires, héroes. Aquello es la sal y el fuego de la vida... Aquí no hay más que hombres de humo que burla burlando asfixian a su patria.

Ya estábamos en la puerta con ánimo de no parar hasta la Fuente de la Teja, cuando llegaron don Hilario y el Conde de Rius, que bajaban de las habitaciones de Su Majestad la Reina doña María Victoria. Hablando pasaron junto a nosotros, como si no nos vieran. Creímos entender que había sido mala inteligencia del Conde la designación del señor Peña para la Capellanía de Lavanderas.

«Le han llamado -me dijo Mariclío- porque a esta buena señora le ha dado ahora por hacer obispos. Cree con esto desarmar a las damas católicas que le han declarado la guerra. Equivocada está de medio a medio, porque aunque propusiera una hornada episcopal de sacerdotes virtuosos y entendidos, el Papa no los aceptaría... Así lo dije ayer a doña María Victoria, y ella me aseguró que secretamente, y sin que lo supieran don Amadeo ni Víctor Manuel, había tendido un hilo de inteligencia con el Vaticano, y por este hilo le habían dicho que sí, que propusiera...   —150→   ¡Ay, no sabe esta buena señora con quién trata! Yo le dije: 'No te fíes. Suponiendo que Pío IX entre por el aro, no te preconizará más que obispos carlistones, afectos a él más que a ti y a tu marido... Hija mía, no te metas con Roma, ni creas que amansarás a las apostólicas damas, poniéndote todos los moños del catolicismo y del papismo...'. Y este bienaventurado Hilario Peña no se calará nunca la mitra. Es hombre bueno, sabio y caritativo. No tiene ambición...; no quiere obispar. Ya sabes que pertenece a la militar orden de Santiago el Verde, quiero decir que es de Caballería».




ArribaAbajo- XIV -

No sé cómo escapamos de aquel antro, que tal me parecía... Salimos oyendo la voz lejana de don Hilario que decía: «No, no; nunca». En la calle nos encontramos Mariclío y yo, y apenas tomamos la dirección que ella indicara, noté que su persona se iba despojando de la dignidad señoril, y su vestimenta desluciéndose hasta tomar las apariencias humildísimas con que la vi en la gruta de Graziella. Pero a medida que envejecía y se vulgarizaba, era mayor su agilidad, y su paso tan vivo que no podía yo seguirla sin sofocarme. Yo me preguntaba: «¿Cómo ha podido cambiar tan pronto de traje y facha?... ¿Y dónde demonios lleva escondidos los zapatos   —151→   de medio lujo?... ¿Y cómo salimos de Palacio sin pasar por ninguna de sus puertas?... ¿Y qué se le habrá perdido a esta buena señora en la Fuente de la Teja?».

Por Caballerizas, Cuesta y Puerta de San Vicente, Puente del Manzanares llegamos al popular sitio de recreo. Hormigueaba en él la descuidada plebe; sonaban en estridente algarabía los organillos, los pregones y el gozoso runrún de los merenderos. Por entre la turbamulta paseamos; Mariclío habló con dos aguadoras, yo con un mendigo lisiado a quien llevaban en un carrito... Llegamos a donde militares y muchachas habían armado el incansable bailoteo. Daba gusto ver el entusiasmo con que ellas zarandeaban sus cuerpos en aquel ejercicio, agarrándose al hombre o brincando frente a frente y haciendo graciosas figuras. «El baile -me dijo mi compañera de paseo- es la primitiva manifestación del arte y del amor. En su ritmo verás el aleteo con que la especie humana dice: 'No quiero morir, sino vivir y reproducirme'».

Contemplando los enardecidos grupos danzantes, y luego las parejas que entre los espesos olmos se alejaban buscando la soledad, Mariclío, con lenguaje que sólo entendíamos el viento y yo, les decía: «Divertíos en la edad gozosa... Soldaditos y criadas, chicos y chicas que comenzáis la vida en la sana esclavitud de las obligaciones, no os detengáis, y de estos devaneos inocentes pasad a mayores devaneos... Casados o sin casar, cread españoles,   —152→   traednos ciudadanos, que es menester venga nueva generación a enmendar a esta, desvaída y decadente. Traed acá nuevos hombres de quienes yo pueda referir acciones altas y nobles».

Seguimos andando... Yo era un autómata... En la Virgen del Puerto y la Puente Segoviana, nos cruzábamos con parejas a quienes Mariclío hacía la misma recomendación de aumentar a toda prisa el censo de España... «Nueva gente... y pronto, pronto... Hombres que traigan cerebros machos, corazones grandes y ternillas a la medida de los corazones...». Pasamos luego por la Tela, donde vimos enorme caterva de chiquillos jugando a la tropa con palos, banderitas y morriones de papel. Los más audaces se disputaban el mando: Yo soy Plim, chillaba uno, y otro gritaba: Pues yo Napolión. Límpiate... Un tercero venía dando zancajos y vociferando así: Quitaos, gallinas, que yo soy mi abuelo, y mi abuelo se llamaba el Tío Pecinado... Formaban batallones; batían marcha imitando con la boca el rataplán de los tambores; disparaban tiros, se acometían al arma blanca, tomaban la fortaleza de un montón de piedras... Mariclío se metió entre ellos y fogosa les decía: «No desmayéis, valientes chicos. Creced y dadme tela para que yo corte a vuestra patria un vestido espléndido, y dadme materia para que ese vestido salga recamado con estrellas de oro... Mandaos los unos a los otros, recompensaos, castigaos, para que aprendáis la justicia. Sed guerreros   —153→   chiquitos para que de grandes seáis buenos ciudadanos».

Otras estupendas cosas les dijo, y ellos, exaltados por tan sonoras palabras, no vieron mejor modo de expresarnos su conformidad que apedreándonos. Las peladillas silbaban en nuestros oídos... Era un disparar impetuoso y graneado que no nos hizo daño alguno. Mariclío se descuajaba de risa, y sin miedo a la pedrea les enardecía de este modo: «Bien, hijos: no importa que me ofendáis ahora si mañana os portáis como dignos y valientes. Seguid, seguid jugando...». Embocábamos la calle de Segovia, cuando mi brava compañera me habló así: «Tito mío, estas diabluras de los rapaces y el embeleso de las parejas de enamorados, me consuelan de la mísera vida que arrastro en esta tu decaída tierra. Veo que abres tus ojazos, admirándome sin conocerme, deseando que te diga quién soy y te explique por qué vine al mundo, y cuáles son mi abolengo y familia. Sentémonos en este sillar que aquí está como preparado para nuestro descanso». Nos sentamos, y he aquí lo que me contó:

«Somos nueve hermanas... No te diré cuál es más joven o más vieja, pues nacimos juntas de un mismo vientre... Nuestro padre nos dedicó a diferentes artes. Cada cual escogió la más de su gusto. Una de mis hermanas se dedicó a bailarina, y ha venido muy a menos; es más desgraciada que yo, y hoy nadie le hace caso. Dos fueron cómicas: la una se dedicó a la tragedia, la otra a la comedia.   —154→   Andan hoy regular; consideradas sí, pero muy discutidas...; que si eres, que si no eres... La que estudió para oradora brilla y aparenta, mas con poca substancia. La que se aplicó a la tarea de componer versos heroicos, está por los suelos, más que yo quizás; la que hace versos alegres va viviendo..., da qué hablar, y los desocupados la festejan. La que actúa de observadora del cielo y del curso armónico de los astros, goza de gran predicamento. Pero la que ha subido más en el aprecio de las gentes y más éxitos alcanza es la que eligió el arte de la música, del dulce canto y tañer de concertados instrumentos. A mí ya me ves. No valgo para nada, por falta de materia con que pueda dar al mundo muestra y señales de mi grandeza... Las nueve hermanas nos vemos y nos visitamos a menudo para comunicarnos nuestras glorias y desdichas...».

Cuando esto decía, ya no estábamos en la calle de Segovia, sino internados en las calles más bulliciosas de Madrid. Mi interesante compañera se detuvo en un punto, donde oíamos dulcísimos acentos de violines y de humanas voces melodiosas, y despidiéndose me dijo así: «Aquí me quedo, que siento la voz de mi hermana, la que rige y gobierna los reinos de la Música, y subiré a pasar un ratito en su compañía... Vete a descansar, que bien lo necesitas... Haz por dormirte; olvida lo que conmigo has hablado y visto, que todo es figuración y embuste de tu cerebro enardecido y no muy sano...».

  —155→  

Dejé de verla a mi lado... Mi camino seguí claudicante y haciendo eses... Esto de las eses que yo hacía me puso en gran cuidado, pues no recordaba yo haber bebido ni una gota de licor espirituoso. Alguna cuchufleta oí referente a mis eses...; la cabeza me pesaba como si en ella se me hubiera metido todo el azogue de las minas de Almadén... No puedo asegurar cómo y en qué postura llegué a mi casa; pero es indudable que en ella y en mi cama me encontré por la mañana, como quien despierta, o más bien resucita... Apenas puse mis huesos de punta, me lié con Ido del Sagrario en agria disputa. Empezamos por sostener, yo que las Musas eran diez, y él me contradijo con burlas diciendo que no eran más que nueve, quizás ocho no más, pues una de ellas, la de la Historia, se había dado de baja por no tener ya cosa bella o grande que contar... Estallé yo en cólera; quise pegarle, y habríamos tenido en casa una tragedia si no entrara Nicanora con zorros y una estaca para restablecer la paz. ¡Cómo estaría yo en aquellos días, que no hablaba con ningún amigo sin que acabáramos poniéndonos de vuelta y media! Con Mateo Nuevo reñí tan ásperamente que faltó poco para enredarnos a pescozones. Por una palabra, por una sonrisa, desafié a Luis Blanc y a Roberto Robert. A Ramón Cala, por haberme recomendado moderación en la bebida (yo no lo cataba), le mandé los padrinos, que fueron Ido del Sagrario y Roque Barcia.

Divagando solo, examinaba lo que bien   —156→   puedo llamar mi conciencia mental, y sentía que alguna pieza del aparato pensante no se hallaba en perfecto engranaje con las demás. Yo quería pensar una cosa y me salía otra. ¿Cómo restablecer la ordenada función de mi cerebro? Consulté el caso con Ido, muy práctico en tales achaques, y me dijo que tomase mucha tila y no leyera más libro que Las Tardes de la Granja, obra muy distraída, o la Vida de Santa María Egipciaca, que a él le había probado muy bien. En esta situación de espíritu, llegaban a mí ecos zumbantes del estruendo político en las Cortes y en la Prensa. A Sagasta y Romero Robledo, el gallo de Cameros y el pollo de Antequera, les traían locos por la transferencia de dos millones, que la gente maleante dio en llamar Los dos apóstoles. Traviesos eran Sagasta y Romerito, y no reparaban en pelillos para engrasar la máquina electoral. Y aun así no pudieron impedir que trajeran acta treinta y cinco carlistas. Estos se preparaban en el Norte para obsequiarnos con otra guerra civil... ¡Bueno se iba poniendo esto...!

Mis amigos políticos y particulares huían de mí, o me trataban como un caso patológico. La vagorosa Delfina se presentó en mi casa un día, luctuosa y con un negro velo por la cara, y en tono dulzaino y lúgubre, revelándome su doble procedencia confitera y funeraria, me dijo: «Tito de mi alma, tus amigos no hacen más que compadecerte; yo te compadezco y trato de curarte. Ya escribí a tu familia. Tendrás pronto remedio. La vida campestre   —157→   te probará muy bien. Yo, cuando me quedé viuda, estuve también algo tocada, y con dos meses de andar al zancajo en una dehesa, pastoreando vacas y subiéndome a los alcornoques, sin cuidarme de que los zagales me veían las piernas, me puse buena, y tan fuerte que al volver habría podido levantarte en vilo para darte azotes, como lo hice después... bien lo sabes».

A los tres días de esta visita, hallábame yo recién salido del lecho, sentadito en incómodo sillón de gastados muelles y desiguales pelotes. Trájome Ido mi desayuno, y apenas lo tomé con menos que mediano apetito, me sumergí en hondísimas reflexiones. ¿Adónde iría con mi cuerpo aquel día? Estando en los senos cavernosos de esta meditación, la mirada en el suelo, el dedo en la frente, oí ruido de voces que venían del recibimiento... Alcé los ojos, y en la puerta de mi cuarto vi un bulto, una persona que allí apareció como clavada. Era tan semejante a mí, que creí ver la reproducción de mi figura en un espejo... El sujeto que suspenso me miraba era chiquitín como yo, con mi propia cara más curtida, cabello gris y... Lo diré de una vez. Aquel señor era mi padre.

La inesperada presencia del autor de mis días sacudió todo mi ser, privándome del habla por un mediano rato... Y el pobre señor, más envejecido que viejo, se conmovió intensamente al verme tan alicaído, si bien su pena no tardó en dulcificarse, pues por la carta angustiosa de Delfina, temía encontrarme   —158→   en un manicomio. Pasada la efusión primera, y dada cuenta de toda la familia, mi padre planteó la cuestión secamente. Había venido por mí. Yo no dije nada; me sentía máquina rota. ¿Y cuándo nos iríamos al pueblo...? Aquella misma tarde. «Bueno... pues vámonos». Así dije, y mi padre dio las órdenes a Ido para que aprontara mi ropa y todo mi bagaje, con excepción de libros, pues no consentía que llevase conmigo las causas de mi desarreglo mental, que eran la vida loca de Madrid, el hervidero de las ideas disolventes, y las lecturas de obras perversas que inducían a la inmoralidad y al crimen... Él no tenía nada que hacer en la Corte, que odiaba y maldecía... «Yo no me separo de ti -me dijo-. Tomaremos un bocado al mediodía...; yo con un caldo me arreglo. Hoy es vigilia de precepto».

Fuimos a visitar a Delfina, y largo rato platicó mi padre con ella, recordándole sus bondades con mi familia. Y entre otras remembranzas de gratitud, sacó de la obscuridad del pasado la siguiente: «Usted, Delfina, ha sido muy buena para nosotros. Cuando vino a Madrid el año 67 mi hermana Bonifacia con su marido, a consultar a los médicos su enfermedad del pecho, estaba usted recién casada. Acompañó a mi hermana en el visiteo de doctores; le regaló una magnífica torta de dulce, y cuando el pobrecito Manuel murió, no quiso usted cobrarle nada por el ataúd y hachones... Esto no lo olvida mi hermana, que ahora vive en Burgos». Con estas y otras   —159→   finezas nos despedimos, y Delfina me dio un escapulario y una cajita de bombones de chocolate para que me entretuviera por el camino... Dos horas después, estábamos ya en la estación del Norte, con una hora de anticipación a la de la salida del tren, pues mi padre temía que este se le escapara, dejándole un día más en este Madrid, objeto de todo su asco y aversión.

En marcha el tren, llevando en nuestro departamento de segunda tres compañeros y dos compañeras de camino, mi buen padre, libre ya de la inquietud del regreso, y gozoso de llevarme consigo, me franqueó sus cariñosas intenciones. «Hijo mío, creo que sólo con sacarte del laberinto de ese Madrid arrastrado y disoluto, te curarás de tus murrias y del desvarío de tu cabeza. Te inficionaron los miasmas del vicio y de la corruptela, ¿no entiendes lo que te digo?...; pues corruptela quiere decir el burlarse de las leyes de Dios, el no amarle ni temerle, el andar en el tole tole de libertades, que yo llamo licencias, y el querer meternos a los españoles en un fregado de ideas pestíferas y, como quien dice, republicanas. Te lo diré más claro... En los aires limpios del pueblo soltarás toda esa podredumbre, y serás otro hombre... Echarás de tu cabeza todo el maleficio, dejando que entre poquito a poco, como ave que busca su nido, la paloma del Espíritu Santo».

De esta figura que de su boca salió envuelta en seráfica sonrisa, debió de quedar muy satisfecho el buen señor, pues con ella puso   —160→   punto final, y apoyando su venerable cabecita en la palma de la mano, se durmió como un ángel. Era mi padre, don Matías Liviano y Pipaón, un hombre bueno y simplísimo, incapaz de hacer daño a una mosca, de ideas petrificadas, patriarcales, resultado del vivir estrecho en pueblos de corto vecindario, sustrayéndose sistemáticamente a todo contacto con el vivir que irradia de las grandes ciudades del reino. Alavés de nacimiento, se estableció desde muy joven en Oña, patria de mi difunta madre, doña Pascuala Zurbano y Calomarde. En Oña, el Cubo y Medina de Pomar poseían mis padres algunas tierrucas y dos o tres casas de mala muerte con que disfrutaban de un pasar modesto, insuficiente para los hijos que aspirábamos a mejor vida. Mis dos hermanas casaron, la una con un bigardo vizcaíno, bien cubierto del riñón, vamos al decir, rico; la otra con un viudo joven de Miranda de Ebro, que traficaba en vinos de Rioja. Yo, el más chico de la familia en edad y estatura, pues a mis hermanas les tocó la talla que a mí me faltaba, anhelé desde niño horizontes más amplios, y cuando pude valerme solo, me fui a Vitoria en busca de alimento con que saciar mi apetito mental. No hallándolo en la capital de Álava, planteme en Madrid, desde donde anudé relaciones con mi padre, ofreciéndole villas y castillos, y pronosticándole mi próxima, indubitable celebridad.

El sueño no quiso apagar mis arrebatados pensamientos. Mi desvelo fue parte a que   —161→   me fijase en una señora que a mi vera estaba, la cual durmió hasta más allá de Ávila, y poco después, volviéndose a mí, me preguntó que cuánto faltaba para llegar a Bribiesca. Al contestarle que allá iba yo también, vi que era de agradable rostro, lozana y risueña. Al instante reapareció en mi ser el caballero galanteador, sentí mi cabeza despejada, y mi corazón henchido de amor a toda la humanidad femenina. Empecé por acometerla con discretas finuras, sondeando hábilmente su receptividad galante. Mantúvose firme un buen rato, ni admitiendo ni rechazando las varas que yo quería clavarle; mas yo saqué las armas retóricas de mi arsenal persuasivo, y a poco de medirlas con la recatada concisión de la dama, supe que era viuda sin hijos, y que tenía fincas en la Bureba... Poco a poco fue entrando en el nimbo de simpatía que sé formar entre mi persona y una blanda hembra. Desde Medina a Valladolid la dama recompensaba mi rendimiento con sonrisas, y un juego de ojos que fue como si las estrellitas del cielo se colaran en la penumbra del coche. Más animado yo en cada estación, pues por estas contaba yo las etapas de mi aventura, rompí a cantar, cerca de Burgos, la cavatina de mi declaración, con la mala pata de que en los primeros compases despertó mi padre, y estirándose y bostezando exclamó: Alabado sea el Santísimo Sacramento del Altar. Al terminar la frase, hizo la señal de la cruz sobre su boca, y sacando el rosario se puso a rezar... Me había cortado el   —162→   resuello... ¡Ay, si no fuera mi padre...! Entre dos avemarías, pronunciadas a media voz, me dijo: «Tito, ¿te encuentras bien? ¿Has podido dormir?».

-Sí, padre; he dormido. Estoy tan bien, tan bien, que ya se me han quitado todos los males, y me siento tal y como fui en mis días de fuerte salud, enteramente conmutativo y bilateral». El pobre señor no me entendía, y siguió despachando su tercio de rosario.




ArribaAbajo- XV -

A poco de pasar de Burgos, envainó mi padre su rosario suspirando ya por la llegada, y aunque sobraba tiempo, diome prisa para que recogiera nuestros bultos y paquetes. «Por Dios vivo, Tito, no se nos quede algo». La señora guapa se arregló la cabeza y toquilla dirigiéndonos una mirada que me pareció precursora de inteligencia. Sin duda le supo mal el quedarse a media miel cuando el despertar de mi padre cortó bruscamente la volcánica declaración que yo empecé a espetarle. «Hasta que pase Santa Olalla no hay prisa» nos dijo; y en su acento creí notar cierta dulzura que a mí solo dedicaba. Llegamos, y al ponerse en pie la señora para salir vi con espanto que era coja, pero de una cojera de solemnidad, pues tenía una pierna de palo, y se ayudaba de un bastón... En ninguna de mis conquistas, tuve tan   —163→   mala pata... Hice como que no me enteraba, y extremando mi finura y prodigando las expresiones más corteses, la ayudé a bajar del coche. Los demás viajeros seguían durmiendo profundamente. El frío era intensísimo... De mi brazo pasó la dama coja a los brazos de personas que la esperaban... Mi padre saludó a un cura, y luego al dueño de los coches que llevaban diariamente el correo desde Bribiesca a Medina de Pomar, pasando por Oña, nuestro pueblo... Descansamos; amaneció, y ¡al coche...! Antes de las diez estábamos en la risueña y monacal villa de Oña, donde me crié, y con las primeras travesuras realicé mis primeras infantiles conquistas.

Declaro que me rejuvenecí y me fortifiqué con sólo pisar el suelo de aquella villa guardadora de mis dulces recuerdos. El convento de benedictinos con su iglesia y claustros y frondosas huertas, que conservaban aún a mi parecer la huella de mis zapatitos agujerados a poco de estrenarlos, renovaron en mi espíritu las alegrías de la niñez. Con placer indecible me recreaba en las verdes orillas del río y en los embalses de cristalinas aguas que los frailes tenían para sus recreos de natación y pesca... La menguada población me divertía menos. En el tiempo que yo faltaba de allí, aumentado había el rebaño de curas; la beatería del vecindario era ya un estado epidémico... Para mí, pasar de Madrid a Oña era como saltar de un planeta a otro. Mi padre, que con tanto desprecio y horror   —164→   hablaba de los miasmas de Madrid, no se daba cuenta del aire espeso de fanatismo que allí respirábamos. Felizmente, corta sería nuestra estancia en Oña, y cobrados unos cuartejos de la renta de dos casuchas y tierras pobres, seguiríamos hasta Durango, donde mi padre, desde su viudez, vivía con mi hermana Trigidia (nombre de una santa oñense), bien casada y establecida.

Con mal tiempo y buen humor, metidos mi padre y yo en vehículos que variaban de lo malo a lo pésimo, emprendimos la peregrinación hacia Frías; de allí por el valle de Tobalina seguimos a Miranda de Ebro, donde nos detuvimos para pasar un día con mi hermana Pascuala. De Miranda seguimos en tren hasta Vitoria, y otra paradita, pues mi padre no pasaba por allí sin visitar a sus parientes los Pipaones y Suredas, todos redomados carcundas. La última etapa fue de Vitoria a Durango, por Ochandiano, paso de la Peña de Amboto... Y heme aquí, lectores que bondadosos me seguís de mazo en calabazo, heme incrustado en una sociedad de sentimientos y pensares tan opuestos a los míos, que me tuve por transportado, no digamos que a otro planeta, sino al más lejano de los mundos siderales. Vivía mi hermana en casa holgona, del tipo más patriarcal. Su marido, Ignacio Zubiri, estaba ausente. Guardábase en la familia cierto misterio, que al fin descifré suponiéndole en la facción. Fruto lozano de este matrimonio eran tres chicos sonrosados y mofletudos. Trigidia se   —165→   alegró mucho de verme; como mi padre, celebraba que me hubieran traído del infecto ambiente de Madrid a la sanidad de los valles risueños entre montañas. Halagado de la buena vida material, yo simulaba un apego mansurrón a la verde Vasconia.

La verdad, yo comprendía y admiraba las sólidas virtudes de la raza, su contumaz apego a la tradición, cualidad meritoria cuando sirve de punto de partida para el progreso, como acontece en Inglaterra; me agradaba la lealtad de los hombres, la lozanía de las mujeres; los alimentos eran muy de mi gusto: la rica ternera, el pescado que los más de los días traían de Mundaca o Elanchove, las gallinas, patos y abundancia de verduras que mi hermana recibía diariamente de sus caseríos. Las borrajas, las habas, nabitos, y cuanto constituye la nutrición castiza en el país, satisfacía mi paladar y me restauraba el estómago, tan necesitado de vida nueva. Lo que no me entraba ni con escoplo era el habla. Toda mi atención no era bastante para entenderla, y ni el oído ni la mente podían habituarse a tan archiengorrosa cháchara. Mayormente me afligía ver en el vascuence un valladar, un tremendo aislador para todo amoroso intento. Siempre que inicié la conquista de alguna garrida hembra campestre o frescachona criada, el maldito lenguaje me descomponía y me desarmaba, pues ni yo les entendía una palabra, ni ellas a mí más que si les hablara en lengua chinesca.

  —166→  

En aquel pueblo y en ambiente tan apropiado a un espíritu enteco, vivía mi buen padre como si estuviera en las antesalas del Paraíso. Desocupado y con sus cortas necesidades satisfechas, vegetaba y dormitaba como un bendito a la sombra del dogma, que en aquel país es como una bóveda solemne que protege y abriga las almas. En su credulidad candorosa, el pobre don Matías Liviano y Pipaón no veía nada más allá de su vivir cómodo, en lo material, y de su pensar estrecho dentro de la elemental esfera religiosa. «Así lo encontramos y así lo hemos de dejar, hijo mío», era su única réplica cuando yo me permitía deslizar en su oído alguna observación conforme a mis ideas. Viéndole tan tranquilo, tan feliz dentro de su redoma, me parecía crueldad impertinente contrariarle. Si le hubiera dicho que no creo en el Infierno, le habría ocasionado tal vez un catarro gástrico, tal vez un ataque a la cabeza; que su flaca salud pendía de cualquier disgusto. Si yo le hubiera dicho que el Purgatorio no es más que un establecimiento industrial y mercantil, de cuyos pingües rendimientos se nutre el cuerpo de la Iglesia, el choque de mis ideas con su inefable quietud le habría quizás provocado un torozón que le llevara al otro mundo. Y aunque él creía tener asegurada la gloria eterna, por el pronto le iba bien aquí con las borrajas, las habas, la merluza en salsa verde, los pichones y las sabrosas sardinas de Elanchove.

Por esta causa, yo no me metía en discusiones   —167→   con él ni con mi hermana, ni con ninguna de las personas que a casa concurrían. Y aun le guardaba la fina consideración de acompañarle en sus frecuentes visitas a Santa María, seguidas de inmersiones larguísimas en la casa del cura, vicario o arcipreste que en aquella santa iglesia gobernaba, con otros, las almas duranguesas. Para sobrellevar tan fastidiosos plantones no tenía yo paciencia, y esperaba al santo varón paseándome en el espacioso atrio de la iglesia, donde me entretenía viendo salir y entrar chicas guapas, no por beatitas menos interesantes.

Buena parte del tiempo que allí me sobraba, invertía yo en pasearme por las anteiglesias o pueblecitos que rodean la villa. A todas las mujeres que encontraba les pedía plática, con idea de ejercitarme en el vascuence, lengua preciosa, les decía yo, que deseaba poseer...; como que mi estancia en Durango no tenía más objeto que aprender el idioma vasco. Ya poseía veinticuatro lenguas, entre ellas todas las orientales, y además el catalán y el chino. Con estas y otras sutilezas iba entrando en la confianza de ellas, y como ya sabía no pocas frasecillas éuskaras, me divertía, bromeaba, y con alguna logré asomos de intimidad, que andando días llegaron a mayores, proporcionándome sabrosos ratos a la sombra de espesos laureles o nogales.

Fuera de estos experimentos harto arriesgados y de compromiso, vivía yo confinado en la desabrida normalidad de la casa y sociedad de mi hermana, rezando el rosario con   —168→   mi padre, oyendo la cancamurria de los ojalateros que le hacían la tertulia, o el relato de lo que ocurría en la facción lejana. Mi único recreo, las más de las tardes, era jugar a la pelota con mi sobrino mayor y otros chicarrones del pueblo, en el trinquete próximo a Barrencalle, donde vivíamos.

Por las noches, arrimados a la lumbre si hacía frío, o reunidos en la sala baja, había de aguantar el chaparrón de la ojalatería carlista, que ni poco ni mucho me importaba. Ello era como vivir en un Limbo todo tristeza nebulosa, y ya me cansaba ¡por Júpiter!, tan miserable vida. Los asistentes a la casa eran vecinos de mi hermana y amigos de su marido, algunos curas que olían a pólvora, y hombrachos aguerridos que apestaban a incienso.

Una noche vi a mis buenos ojalateros tan movidos al optimismo, que hube de prestar más atención a sus ardorosos comentarios. Según noticias mandadas con un propio por mi cuñado Zubiri desde Lecumberri, donde a la sazón estaba, el grito se daría muy pronto en la frontera de Navarra, proclamando la Monarquía cristiana y su cabeza don Carlos, alias Duque de Madrid, nieto del glorioso don Carlos María Isidro. Habían concluido, pues, las vacilaciones entre los consejeros del Rey; ya los Elíos, los Radas del orden militar, los Morales y Manterolas del civil y eclesiástico, habían superpuesto su opinión guerrera a la de los Nocedales y Canga-Argüelles que en los ocios de Madrid predicaban   —169→   la paz. Ya el hijo de cien reyes, por la recta línea masculina, desenvainaba el acero, y seguido de sus leales, pasaba la raya de Francia, y con bravura y ardor repetía la frase guerrera del comunero episcopal Acuña: ¡Adelante mis clérigos!

La buena sombra, que a todas partes me acompaña, deparome un amigo, cuya compañía y grata conversación suavizaban la rigidez monótona de mi vida en aquellos días de Mayo. Era el tal un donoso cura, don José Miguel Choribiqueta, rector de la iglesia de San Pedro de Tavira, viejo ya el hombre y cascado, algo enfermo de los ojos, que recataba con vidrios verdes, carácter jovial, ameno y comunicativo. Asistente por rancia costumbre a la tertulia de mi hermana, se aburría como yo de las ojalaterías enojosas, y me hacía el favor de sacarme de paseo por las alegres campiñas. En cuanto le traté, vi en él a uno de esos hombres que, habiendo realizado en la plenitud de la vida lo que le imponía su conciencia, llevando a la esfera de los hechos su fe, su valor y su buen criterio, miraba con desdén a los que imitar querían en peores tiempos los mismos actos y las mismas virtudes, o lo que fuesen. Don José Miguel, héroe de la otra guerra, no podía desechar la idea de que lo pasado fue mejor, ni admitía que hubiera dos epopeyas en un mismo siglo.

«A solas con usted, señor don Tito -me decía en castellano corriente, aunque un poco turbio-, me reiré de estos majaderos, que   —170→   quieren repetir... ya, ya... para repeticiones estamos. Aquellos eran otros tiempos, aquellos eran otros hombres... Dígame usted, señor don Tito, qué guerra pueden hacer, ni qué lauros conquistar Fulgencio Carasa y Jerónimo García...».

-No les conozco, amigo mío, y esos nombres escucho ahora por primera vez.

-Pues no pierde usted nada con no conocerles... Como si el mandar tropas fuera cosa de juego... Oiga usted. Yo mandé tropas desde el 33 hasta el convenio de Vergara, que Dios confunda; yo tengo mi cuerpo lleno de agujeros, cicatrices y costurones. Yo...; no es que yo lo diga... Ahí están los partes de la campaña, desde el gran Zumalacárregui hasta el bribón de Maroto...; en algún archivo estarán...; véanlos... Pero no hablemos de mi humilde persona. Yo le pregunto a usted si puede esperarse algo bueno de Jiménez de Rada, que fue liberal y conspiró con Prim para traer la Revolución llamada de Septiembre... ¿Se concibe, pregunto yo, que Valdespina pueda hacer algo? ¿Y de Calderón qué me dice? ¿En Elío tiene usted confianza?

-Yo, ninguna. No les conozco siquiera...

-Y puesto a comparar, mi señor don Tito, diré a usted en confianza que entre este reyezuelo y aquel otro respetable y sentado cristianísimo monarca don Carlos María Isidro hay alguna diferencia... me parece a mí... Y dígame ahora, hágame el favor, dígame: ¿Dónde tenemos un Zumalacárregui, un Villarreal, un Gómez, un Zariátegui, un   —171→   Cabrera?... En cambio, veamos los que han salido a la palestra... ¿Pero no se ríe usted? Yo me descuajo de risa. Han salido armados de punta en blanco, Canaelechevarría y Solís, dos clerigachos guerniqueses, que no pueden ni con el hisopo... Le digo a usted que esto es un paso de comedia... También ha ido el danzante de Urraza, síndico del Ayuntamiento... Y ahora, mi buen don Tito, no se enfade si le digo que su cuñado de usted, el marido de Trigidia, Ignacio Zubiri, que anda no sé por dónde haciendo el papelón, es un calzonazos que se asusta de ver pasar un conejo... ¡Bonita guerra nos traerán, bonita! Yo barrunto que estos van a su negocio... Guerra y guerra de figurón, para luego venderse al Gobierno de Madrid, y pescar grados y galones. Otra vez el infiel Maroto que vendió como carneros a los hombres de fe, a los guerreros cristianos de España... ¡Oh, España! ¿Quién te sacará de esta miseria?... Los leones que pelearon en aquella soberbia campaña, o se han muerto, o están como yo con una garra en la sepultura. Nuestro galardón no está aquí sino allá -añadió con solemnidad señalando al cielo con su cayada-. Dios nos acoge en su santo seno, y dice a estos malos imitadores: «Mequetrefes, no intentéis lo que es superior a vuestra flaqueza. Dejad las armas hasta que me plazca resucitar a mis hombres, y les mande a defender mi causa».

En otro paseo, oyéndole los mismos o parecidos razonamientos, le dije: «Según veo,   —172→   esto será nube de verano, y todo acabará en corto tiempo, por la poca lacha de la gente nueva y el abandono del Gobierno...».

«No se duermen, no, los fantasmones de Madrid. Ya tiene usted a Serrano en campaña. Ayer estaba en Tafalla... ¡Por mi patrón San Miguel, que no me dieran a mí más trabajo que hacer polvo a esos Serranos y a esos Moriones, generales de teta, que aún no han llegado a la dentición militar! Oiga usted, amigo: En uno de los encuentros que tuvimos con los cristinos al retirarnos de Peñacerrada, no copamos a Espartero porque el General Guergué, que entonces nos mandaba, no hizo caso de mí, que a cada momento le advertía sus errores tácticos. Y a pesar de ello, supe arrollar al entonces coronel don Juan Zabala, matándole mucha gente, y al maldito Zurbano le tuve cogido... Fue cuestión de minutos, señor don Tito...; debió la vida suya y la de su tropa al socorro que le dio de improviso el General Rivero... Pues verá usted otra: Días adelante, mandaba yo la Caballería del General don Julián Alzaa... No tiene usted idea de las palizas que le di a Zurbano en Arechano, en Gamarra y en otros lugares de Álava... Pues digo, también el General León me conocía... Menudas cargas nos dimos, y si los falsos historiadores le dicen a usted que en Belascoaín quedó vencedor el Leoncito, no lo crea usted. El vencedor fue este cura». Dijo esto puesta la mano en el pecho, parándose, con lo que dio a su figura un aspecto estatuario.

  —173→  

-Ha sido usted un héroe, señor Choribiqueta -le dije poniendo en ojos y boca todas las formas de admiración-. He oído que también estuvo usted en Ramales y Guardamino.

-Allí estuve... ¿Cómo no? Bien armada se la teníamos a Espartero. Pero la cobardía de Maroto nos birló la victoria... El tal Maroto, desde los fusilamientos de Estella... y yo fui de los que escaparon de milagro... venía tramando su infame traición al Rey legítimo. Bien nos la jugó a todos. Yo he servido a la causa de Dios desde sus comienzos hasta que Maroto nos vendió miserablemente en el llano de Vergara. En el Infierno está pagando su culpa... Yo he servido a las órdenes de Zumalacárregui, de Villarreal, de Cástor Andéchaga, del Conde de Negri, de Guergué y de otros guerreros abnegados y valientes; serví y luché sin ambición, despreciando ascensos, despreciando pagas, comiendo un pedazo de pan y unas habas mal cocidas después de veinte horas a caballo, o de medio día de combate; yo no miré jamás a ninguna ventaja temporal; no miraba más que a Dios y a su santa doctrina... Cuando salí de mi casa para entrar en la facción, llevaba en mi cinto sesenta y cinco duros, y cuando a mi casa volví después de la traición de Vergara traía dos pesetas en plata, y otra, o poco más, en calderilla...

-¡Bien por los hombres valientes y honrados -exclamé- que sacrifican a una finalidad altísima la conveniencia personal y la   —174→   propia vida!... Y ahora, don José Miguel, me va usted a permitir que le haga una pregunta: Cuando, terminada la campaña, dejó usted la existencia militar para restituirse a la eclesiástica, ¿no sintió en su alma los efectos de transición tan violenta?... Yo me figuro que usted no sabría ya ser cura...; vamos... que se le habría olvidado hasta la misa, el modo de decirla... y el rosario y las preces más usuales.

-Le diré a usted. Cuando a mi pueblo y hogar volvía, con la pena del convenio, deshecha y arrojada en el polvo la causa de Dios, venía yo pensando eso mismo que usted dice, que se me había olvidado todo el ritual... Pues verá usted, señor don Tito: yo fui siempre especial devoto de la Purísima Concepción. La Dulcísima Señora, San Miguel Arcángel y el Señor San Pedro fueron y son mis abogados así en la guerra como en la paz. A la Reina de los Ángeles me encomendaba yo en todos mis aprietos, y con su amparo y el de los santos que nombro, salí felizmente de todos los peligros... Como digo, venía yo mustio y desconsolado en un jamelgo que me proporcionó el cura de Placencia, y al divisar la torre de mi pueblo querido, se me ensanchó el corazón..., me entró en el alma una luz celestial, y volviendo toda mi voluntad hacia la Purísima Señora, le pedí que a la memoria de su siervo humilde volviera todo lo que pudo olvidar en los trajines de la guerra... Fue para mí aquel momento el más solemne de mi vida,   —175→   puede usted creerlo, momento en que me sentí comunicado con la Virgen Santísima y con mis celestiales patronos... Esto no lo comprenderá usted, esto no está al alcance de las personas de fe poco ardorosa. Pues bien, llego, me desmonto del rocín, me quito las espuelas, y entro en la iglesia. Lo mismo fue verme bajo la bóveda obscura, que recordar de golpe lo que había olvidado. Mi memoria se vació de todo lo de la guerra, y se llenó de todo lo eclesiástico. ¡Virgen Inmaculada, qué cosas! Lo que usted oye... A la media hora de mi llegada, me revestí y salí a decir mi misa.




ArribaAbajo- XVI -

Me entretenían lo indecible las conversaciones con el amable cura, tipo singular del más violento hibridismo que puede ofrecernos la naturaleza humana. Sólo España, fecunda en ingenios, en héroes, en santos y en monstruos, nos da estos engendros de la razón y la sinrazón, de la fe mística y el orgullo marcial fundidos dentro de un alma... Y debo añadir que el bravo veterano Choribiqueta era en su vejez un venerable padre de almas, que cumplía sus deberes escrupulosamente y ejercía la caridad con verdadera efusión cristiana.

Tanto como me agradaba la épica historia del clérigo y su franco carácter, picante mixtura   —176→   de lo divino y lo humano, me entristecía la sociedad de mi casa, donde se oía tan sólo el áspero zumbido de los ojalateros, y el comentar de verídicos o fantásticos incidentes de una guerra lejana. Iban y venían emisarios, llevando masas de juventud y trayendo noticias de las gestas de Navarra. También se hablaba de política o sucesos de Madrid, afeándolos con groseras burlas. Había caído el Gobierno de Sagasta, por la porquería de dos millones que el Sagasta y un tal Romero habían sustraído de la caja del Tesoro público para llevárselos a sus propias cajas. Decíase que si los gastaron en elecciones; que en Madrid, el dinero es el mejor cebo para pescar votos; que si los gastaron en comilonas y regalos a señoras guapas, cosa en Madrid corriente por ser pueblo de continuos festejos y cuchipandas... En las Cortes se armó tal rifirrafe por este alivio de dos millones que hicieron al Tesoro los indignos administradores del procomún, que el Gobierno se tuvo que retirar, lavándose las manos con el agua del río Manzanares, que es agua muy sucia... Naturalmente, vino otro Gobierno, con el indispensable Serrano al frente, llevando de compañeros a Topete, a un señor Ulloa, a otro que llamaban Candau, a un tal Elduayen y a otro que respondía por Balaguer. Estos señores, salvo Serrano y Topete, que con Prim componían la trinidad revolucionaria, eran para la gente duranguesa muy conocidos en sus casas.

Corrió Serrano a Madrid a tomar posesión   —177→   del mando político, y encargando al Topete que le hiciera la vez, como cabeza del Consejo de Ministros, se volvió al campo de la guerra... En tanto, mi padre, mi hermana y otras personas que por su metimiento en la casa eran como de la familia, apartaban a ratos su atención del grave negocio bélico para ocuparse de mí. Queriendo resolver de golpe y porrazo el problema de mi vida y asegurarme la felicidad, decidieron casarme... ¿Con quién? Con una zagalona, más alta que yo en media vara, llamada Facunda, hija de un pariente de mi cuñado Zubiri, y heredera de cuatro caseríos de valor, según dijeron, situados en la risueña vega que fertiliza el río Durango. La que me destinaban para compañera de mi existencia en todo lo que esta me durase, era... Dejadme tomar resuello, que esto es muy grave.

Era una muchachona desgarbada, más sosa que las calabazas que a mi parecer crecen a la puerta del Limbo; tan cerrada en el habla vascuence, que apenas podía decir en castellano frases premiosas, trabucando los casos, descoyuntando la sintaxis como lo harían los mismos demonios. Desde que la vi, me fue atrozmente antipática, por su ceño displicente, la sequedad de su trato, y algo que en ella noté, como sombra o trasluz de un brutal fanatismo. Casándome con ella, según me manifestó mi padre en una sesuda conferencia, sería yo poseedor de cuatro caseríos, dos de ellos en Santa Polonia, lo más hermoso de la vega de Durango; otro en Malespera,   —178→   y el cuarto en Leguineche. El cuidado de mis tierras y ganados acabaría de limpiar mi cabeza de los miasmas cerebrales, que me habían puesto al borde de la locura en la mil veces endemoniada Villa y Corte. Aunque estos proyectos y augurios me desconcertaban, fingí conformidad con la idea paterna, esperando que algún inopinado quiebro de mi destino me sacara de aquel compromiso sin oponerme derechamente a los planes del pobre viejo.

Los padres de mi novia eran admirable pareja para presentar como maniquíes vestidos al tipo éuskaro en un museo etnográfico. Con ambos hablaba yo mediante intérprete, pues sólo jirones desgarrados del idioma castellano les habían entrado en la mollera. El padre pareció mirarme con simpatía y alegrarse de tenerme por yerno: dijo que, siendo yo persona de mucha lectura y escritura, podía enseñar algo a la chica que se conservaba cerril. No le habían enseñado más que a rezar y a escribir y leer torpemente. Era un ángel, eso sí, muy buena y obediente; sabedora de todas las artes caseras, y tan excelente labradora del campo que valía por dos hombres de los más fornidos. La madre no fue, a mi parecer, tan propicia, y puso el reparo de mi corta estatura, por lo cual no haría buen ayuntamiento con la yegua que el Cielo le había deparado por hija... También la chica, mi novia o prometida, Facunda Iturrigalde (allá van nombre y apellido), me motejaba por chiquitín; la risa no iluminaba su   —179→   rostro inexpresivo y mofletudo sino cuando se hablaba de mi corta talla, y algo decía en vascuence que hacía reír... Era sin duda un concepto semejante al de La Niña boba, de Lope, cuando le presentan el retrato de medio cuerpo del novio que le destinaba su familia: Eso es no tener marido -siquiera para empezar.

Esto me ofendía. Pues una tarde... Dejadme tomar otro aliento, que esto es gravísimo. Una tarde, digo, iba yo acompañando a mi novia desde Durango a Santa Polonia. Una fatalidad benigna nos dejó solos, pues los padres iban delante con el carro cargado de aprestos de fábrica, herrajes, maderas, para una obra que habían emprendido en la mejor de sus casas. Charloteaba yo con Facunda, dándole lección de lengua castellana, y obligándola, con insistencia de dómine, a repetir temas y conceptos de uso constante en la conversación. A propósito estiraba yo mi acción escolar para retrasarnos en el camino y ponernos a mayor distancia de los padres. Dos criados que nos seguían con un borrico, cargado también de material, pasaron delante de nosotros, y en esto, atardeciendo, atravesamos un grupo de nogales que con su sombra anticipaban la noche y convidaban al descanso. Díjome Facunda que aquellos nogales y otros que más allá se veían eran suyos. Entrome con esto un vivo afán de posesión de la tierra y de lo que no era tierra. Y pues esta y los ganados, el fruto vegetal y la carne animal habían de ser   —180→   míos, bien podía tomar posesión de todo en aquel instante.

Apenas pensado el propósito mío de hacer efectivos mis derechos, acudí a la práctica, declarando a Facunda la pasión violentísima que el lugar sombrío y apacible, el sosiego del campo y la hermosura de ella levantaron al modo de tempestad en mi alma. Observé que mis palabras ardientes en castellano declamatorio, parodia de las famosas endechas de don Juan Tenorio en el sofá, la impresionaron hondamente y la movieron a estupor y curiosidad seguida de infantiles risotadas. Estimando la actitud de Facunda como un principio de consentimiento, me lancé de las palabras fogosas a los actos atrevidos... Echele los brazos, y ello fue como si el algodón quisiera ceñir y sujetar el acero. Facunda, sin dejar de reír como una chicuela, se defendió de mí con rápida zancadilla. Caí al suelo en postura poco airosa... Quise levantarme... Facunda, con vivo juego de infancia campesina, me volvió a dejar tendido y sin gobierno de mis piernas, y cuando yo, vencido y maltrecho, pedía misericordia, me increpó y vilipendió con horroroso traqueteo de frases de burla en vascuence. Comprendí que jugaba conmigo, y que celebraba con algazara jocosa el triunfo de su fortaleza sobre mi debilidad miserable... Terminó el juego desliándose de la cintura un cordel y atándomelo al tobillo sin que yo pudiera evitarlo... Me ayudó a levantarme, y arreándome con su varita, me llevó por delante. No me   —181→   quedaba otro recurso que aceptar el juego y seguir la broma. De la boca de Facunda salió una frase que me dolía más que la caída y los varetazos. Haciéndome el tonto, y fingiendo alegría, traduje a mi modo la frase. Creo que no era infiel esta versión: «Vean, vean el cochinito que he comprado en la feria... A mi casa lo llevo... Tres duros me costó... Engordarelo para San Martín. Cochinito, arre...; arre, charrichu».

Llegué al caserío renegando de las bromas de la zángana Facunda, aspeado de la prisa con que me llevó haciendo el charrichu. Quisieron los padres que me quedase a cenar con ellos; mas yo, pretextando quehaceres en casa y órdenes de mi hermana, me volví a Durango por el mismo caminito llano, a trechos sombreado por nogales corpulentos. Si aquellos hermosos árboles no me fueron propicios, otros más arrimados al monte habían sido mis sagrados bosques citereos, y váyase lo uno por lo otro. Yo podía vanagloriarme de más de tres y más de cuatro conquistas en la soledad nemorosa.

Añado ahora, como dato interesante, que después de mi frustrado ataque a la virtud de Facunda, esta empezó a mostrarme afición, y a gustar de mi compañía y lecciones; ya no se burlaba de mi estatura mezquina, ni me daba a entender que era poco hombre para su corpulencia. Esto me envanecía; mas no cambiaba mi invencible repugnancia de hacerla mi esposa, por incompatibilidad o desproporción muscular y sanguínea. Bestias   —182→   había yo conocido que no me desagradaban. Bien vengas, bestiezuela, para el amor, mas no para el matrimonio.

A los tres días de hacer yo el cochinito, supimos que en un lugar de Navarra llamado Oroquieta, había dado el General Moriones un tremendo palizón a los carlistas, echándolos a la frontera con su iluso rey, desvanecido por la adulación de sus prosélitos montaraces, y por el estímulo de las plumas y voces que en Madrid movía la turba de neocatólicos y tradicionalistas hidrófobos, explotadores de la religión como resorte de absolutismo. El desconsuelo y turbación que tal noticia produjo en la villa de Durango, y marcadamente para mí en nuestra tertulia o cabildo de ojalateros, ignorantes de cuanto concierne a gobierno de pueblos y al fuero de ciudadanía, no es para referido. Unos clamaban, otros gruñían... Llegó mi cuñado Zubiri, desarmado, rabioso, sin que la vista de su hogar y de su familia le consolase del porrazo recibido en lo más delicado de su amor propio y en lo más duro de su barbarie.

Por no desentonar en el coro, yo me mostré afligidísimo, como si la derrota de Carlitos VII me quitase la breva de ser su Ministro Universal; mi padre era la imagen de la consternación paralítica y estupefacta, cual si oyera el son terrorífico de las trompetas del Juicio final. Todos se hallaban igualmente cariacontecidos, incluso el cura Choribiqueta, aunque este lo hacía por comedia, pues cuando salimos, y a discreta distancia   —183→   de mi casa nos hallamos, rompimos los dos en la misma exclamación: «¡Tenía que suceder!». Sin disimular su alegría, el valiente clérigo me dijo: «¿Estaba yo en lo cierto, querido Tito? ¿Se puede esperar algo de un Carasa, de un García, de un Urraza? ¿Cabe en lo humano que nos traigan la Monarquía de Dios las cabezas más vacías que tenemos en nuestra tierra?... Amigo, cada día me encontrará usted más aferrado a mi tema. Dios no quiere que haya dos epopeyas dentro de un siglo».

-En el otro será, don José Miguel.

-En el siglo XX resucitaremos..., lo creo como si lo estuviera viendo...; resucitaremos los soldados de la fe para traer a España el Reino de Dios.

Por la tarde fui con mi padre a visitar al amigo Choribiqueta, que a la hora de ritual nos dio chocolate con exquisitos bizcochos. Y tomando los tres el Guayaquil, repitió don José Miguel los solemnes conceptos sibilíticos que había expresado ante mí... Entusiasmado quedó mi buen viejo, y no sentía sino que él no fuera también resucitado para ver la maravilla del siglo XX. Al volver a casa, le vi engolfado en soliloquios que eran destellos de la misma idea consoladora... Llevándome a su cuarto a la hora de acostarse, tomó el tonillo más patético y dulce para decirme: «Tito, hijo mío, ya que trayéndote a esta tierra de la virtud y de la fe, te hemos curado de tus desvaríos, yo te ruego que apliques tu ingenio y dotes oratorias a ilustrar a   —184→   estas buenas gentes sobre aquel punto de la venida del Reino de Dios. Tus ideas han cambiado de una punta a otra del pensamiento. Eras hereje, y herejías y locuras y pestilencias predicaste. Hoy eres creyente y acatas la ley divina. ¿Qué trabajo te cuesta regalarnos con un buen discurso que instruya y consuele? Yo me he cansado de decir a todos los amigos de acá que eres un verdadero pico de oro, que en Madrid entusiasmas, y que alguna vez te sacaron en hombres tus oyentes. Pues si tales triunfos obtenías cuando predicabas la mentira, ¿qué tendrás ahora, reformado y arrepentido, proclamando la verdad? Yo, sin esperar tu consentimiento, he dicho que mañana por la noche nos darás una conferencia en la sala de esta casa, que es bastante capaz... No, no me vengas con repulgos, ni arrumacos de falsa modestia. No, Tito...; yo he anunciado la plática tuya, y no has de dejar mal a tu padre. Di que sí. Tienes la noche y todo el día de mañana para prepararte. A más de los amigos, que ya están en el ajo y esperan la función como pan bendito, convidaré a las personas principales del pueblo, sacerdotes, señoras..., señoritas...».

No dijo más. Lo pensé un instante, y accedí, representándome la sala, mi sermón, mi triunfo...



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