Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

Amado Alonso y Alonso Zamora Vicente al frente del Instituto de Filología de Buenos Aires

Mario Pedrazuela Fuentes






Los orígenes del Instituto de Filología

El Instituto de Filología de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires se creó en 1923 gracias a la actividad conjunta de Ricardo Rojas, decano de dicha Facultad, y de Ramón Menéndez Pidal. Con su creación se pretendía inaugurar un centro donde se investigara la lengua castellana y, más concretamente, las peculiaridades de su variante argentina. Se dividió, para ello, en cuatro secciones: Filología general, Filología romance, Filología americana y Filología indígena. Al frente del Instituto estaría un especialista, avalado tanto por su experiencia como por su conocimiento; y como se trataba de una ciencia nueva en la Argentina, se decidió que fuera extranjero, concretamente español, ya que el prestigio de la escuela de Menéndez Pidal había cruzado el Atlántico. Por eso, a pesar de su nacionalismo, Ricardo Rojas reconoce, en el discurso de inauguración del Instituto, la necesidad de un director extranjero, puesto que no había nadie en el país preparado que pudiera ponerse al mando de tal institución:

Quiere ello decir que si necesitamos traer del extranjero especialistas de una ciencia que aquí no se cultiva o se cultiva por métodos equivocados, debemos traerlos: y que si España ha formado una escuela filológica moderna, aunque ella se haya iniciado bajo el magisterio de la ciencia alemana, es lógico preferir un filólogo español, porque éste posee, con el genio del idioma común, la llave mágica para entrar en el secreto de nuestros propios corazones.


(Rojas, 1923: 10)                


Ricardo Rojas pretendía que el director se quedara en la capital bonaerense al menos tres años para dar continuidad a los trabajos iniciados, y que además impartiera algunas clases en la Facultad, según le hace llegar a Menéndez Pidal:

El consejo de la Facultad me autorizó a fundar el Instituto y a contratar por tres años (renovables) a un especialista europeo que será su director y a la vez se encargaría de dos lecciones semanales sobre filología española o gramática histórica para los alumnos de la Facultad1.


Menéndez Pidal no era partidario de dejar que sus colaboradores se marcharan tanto tiempo fuera de España, ya que en el Centro de Estudios Históricos tenían muchos proyectos que realizar, por lo que propuso una fórmula que consistía en que mandaría a sus mejores alumnos a la dirección del Instituto, pero no más de un año; a cambio él se comprometía a asumir, de forma compartida con Ricardo Rojas, la dirección honoraria, con lo que daba unidad al proyecto, puesto que los posibles directores saldrían del Centro y tendrían unas inquietudes intelectuales semejantes. Esta solución no le pareció mal a Rojas:

Como su fórmula número uno excluye la posibilidad de un contrato de tres años, he convocado al consejo para obtener la modificación de este artículo. Daré en compensación la dirección honoraria que usted me ofrece y que yo la deseaba. Con esa mitad de su dirección de usted creo que hasta puede resultar ventajoso el cambio de director local.


En esa misma carta, Rojas expresa a don Ramón su pensamiento acerca de cómo tiene que ser el funcionamiento del Instituto; para él, los temas referidos a la lengua americana en general y argentina en particular, debían tener un tratamiento prioritario:

El Instituto será de lingüística general en el nombre, pero, prácticamente y por hoy, creo que debemos reducirnos a la filología española en todos sus aspectos, incluyendo los fenómenos locales de interés para nosotros (leyendas de indígenas, dialectalismo, fonética regional, lexicografía, etc.). El director tendrá plena libertad en el plan de trabajo. Desde ya le digo que tengo plena fe en esta empresa de alto interés cívico y científico para ustedes y para nosotros.


El director, además, ocuparía la cátedra de Filología Románica de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, de reciente creación. Américo Castro, uno de los colaboradores más cercanos a Menéndez Pidal en el Centro de Estudios Históricos, fue el primer director. Ocupó el cargo durante un año y fue sustituido por Agustín Millares Carlo, con quien apareció la primera publicación del Instituto: Cuadernos, en los que colaboraron Menéndez Pidal y Navarro Tomás. Durante el año en que Millares estuvo en Buenos Aires, y debido a su formación, el Instituto se centró en investigaciones sobre la historia del español antiguo. En el curso siguiente ocupó el cargo Manuel Montoliú, que se dedicó principalmente a realizar los trabajos preparatorios del Diccionario del habla popular argentina.

Uno de los principales problemas que preocupaba, ya desde sus orígenes -como hemos visto-, a la Facultad de Filosofía y Letras respecto a su recién creado Instituto de Filología era que, debido al escaso tiempo que sus directores estaban a su mando -un año-, los proyectos no cuajaban por falta de continuidad. Cada director, a pesar de proceder de la misma escuela filológica, tenía unas inquietudes intelectuales distintas a las que dedicaba su esfuerzo y el del Instituto, lo que provocaba que quedaran truncados los proyectos puestos en marcha por su antecesor. Por esta razón volvieron a proponer a Menéndez Pidal su vieja reivindicación de que el próximo estuviera un plazo más largo de tiempo, al menos tres años, lo que permitiría, además de que los proyectos se asentaran y cuajaran, dotar al Instituto de la infraestructura necesaria para llevarlos a cabo y para formar y atraer a colaboradores.

A este problema, debemos añadir las duras críticas que, desde ciertos sectores de la sociedad argentina, se hacían a que los directores fueran filólogos españoles. Se creía que se movían por sus intereses profesionales y por los de la escuela filológica de la que procedían, y que no eran capaces de entender la verdadera identidad del pueblo argentino.

Ahora bien: como el gnosticismo, también el cientificismo es de naturaleza sectarista, está dividido en círculos que, al parecer independientes, son en realidad las diversas logias de una misma masonería, constituidas para ayudarse entre ellas [...]. De ahí la camadería, la relación personal, la asociación interesada que en estos tiempos vincula a los docentes de nuestras universidades con sus colegas en las instituciones científicas americanas y europeas, especialmente con las de España. De ahí que la universidad bonaerense, al resolver hace tres años la creación del Instituto de Filología, confiara su organización al Centro de Estudios Históricos de Madrid, escuela cientificista y sectarista que tiende a germanizar en España, fundándolo en el análisis estructural microscópico, el estudio científico del castellano. No obstante el germanismo, el sectarismo y el cientificismo de esta escuela, cuyas características resultan no tanto de la labor personal de Menéndez Pidal como de la obra de sus acólitos en la Revista y en la Biblioteca de Filología Española, la acción de ella entre nosotros habría dado algún fruto, si como ha sucedido antes de ahora en otras ramas de la enseñanza, el catedrático extranjero hubiera empezado por estudiar nuestra índole para concluir por adaptar sus métodos a ella. Pero el Centro de Estudios Históricos envió acá catedráticos golondrinas, aves de paso que no podían detenerse a ver que, en nuestro medio estudiantil, refutario al estudio desinteresado, afecto al título profesional y no al diploma académico, era necesario recurrir a estímulos especiales para despertar, fomentar y desarrollar en él la desconocida vocación filológica; menos aún podían ver que los argentinos somos substancialmente antitradicionalistas, y rechazamos por eso muchas cosas de otros tiempos, entre ellas el principio de autoridad que en España es todavía la columna vertebral del maestro, del profesor y del catedrático2.





La dirección de Amado Alonso

Don Ramón pensó que Amado Alonso podría ser la persona indicada para llevar a cabo dicha tarea. Una de las grandes preocupaciones de Menéndez Pidal era la de colocar a sus discípulos en lugares clave de la enseñanza y de la investigación con el fin de que continuaran la labor investigadora profundizando y modernizando los métodos, también los de la enseñanza, lo que dio a la escuela filológica creada por él una apertura de mente que no existía en el momento. Frida Weber señala que «quien eligió a Amado Alonso e insistió en que lo mandara [Menéndez Pidal] a Buenos Aires fue Américo Castro que pensaba que con su capacidad y entusiasmo impulsaría la labor del nuevo centro de estudios filológicos» (Weber, 1975: 3). Puede que fueran estas las razones por las que el joven Amado Alonso marchó a Argentina, aunque Zamora Vicente apunta a otras de tipo más prosaico:

Sé que, por gentes de muy diversa orientación y en varias ocasiones, se ha planteado la pregunta: ¿por qué vino Amado Alonso al Plata? ¿Por qué Pidal envió al primer discípulo que tenía en esa situación al aparentemente dorado aparcamiento de la Plata? Y se han dado muchas razones: capacidad, afecto personal, interés del propio elegido. Todas coadyuvaron al trasplante. Pero, creo, y hoy, después de prolongadas experiencias sobre las rigideces de la administración española, que hubo una razón mucho más sencilla y gris, sin orillas heroicas o conflictivas. Que después de todo haya coincidido en espléndido resultado, es ya la parte que corresponde al esfuerzo personal de Alonso. Pero la realidad, los prejuicios aún decimonónicos sobre la seguridad en el trabajo, la condición de funcionario del catedrático español, etc., pesaba mucho en la vida de las generaciones jóvenes. Y la autonomía universitaria, que ya se estaba gestando, no parecía llegar nunca.


(Alonso Zamora Vicente, 1996: 2543)                


Como afirma Zamora las razones fueron de tipo pragmático. En aquellos años veinte no existía en la universidad española una cátedra de filología a la que pudiera optar Amado Alonso.

Lo cierto es que no había lugar -administrativo lugar- para su personalidad en la Universidad española. En 1925, 26, 27, en España hay solamente once universidades (frente a la inundación que hoy existe, séanlo o no) y cátedras de simple filología, dos o tres. La de Filología Románica, que desempeñaba don Ramón, y la de Gramática Histórica, que estaba en manos de Castro.


(Zamora Vicente, 1996: 254)                


Amado llega a un Buenos Aires en todo su esplendor. Es una ciudad próspera, con una intensa vida cultural; se había convertido en el París de América. Allí estrenan los grandes dramaturgos, como Pirandello o García Lorca, allí establecen su residencia escritores, como Tagore, Neruda, Alfonso Reyes, etc. Se crea la revista Sur, dirigida por Victoria Ocampo rodeada de sus colaboradores, entre los que se encuentra Borges; sobre su primer libro, Historia universal de la infamia, publicó un estudio Amado. La facilidad que tenía el filólogo recién llegado para relacionarse con los demás le permitió incorporarse plenamente a la ciudad y a su vida cultural con rapidez.

Bien es cierto que Pidal supo escoger a la persona más adecuada para dirigir el Instituto de Filología y trasladar a él el ambiente de estudio y trabajo del Centro de Estudios Históricos, convirtiéndolo en una prolongación del mismo. Cuando Amado Alonso llegó, en la primavera de 1927, a Buenos Aires, era un joven filólogo, con una enorme preparación, con grandes cualidades humanas, lleno de entusiasmo y de ganas de trabajar, y afín a las apetencias y a los fines del Centro. En él había trabajado junto con Navarro Tomás (quien siempre intentó que regresara4) en el laboratorio de fonética, además de haber estado dos años como lector en la Universidad de Hamburgo. Por lo que se planteó su labor como si el Instituto fuese una extensión del Centro. Para ello partió de los dos grandes pilares en los que se fundamentó Menéndez Pidal para crear el Centro: rodearse de un grupo de colaboradores competentes y trabajadores, y proyectar trabajos de cierta identidad dentro de la filología hispánica.

En el discurso de inauguración del Instituto, Ricardo Rojas ya anunció que el futuro de éste se encontraba en aquellos jóvenes que iban a pasar a formar parte de él y que ayudarían al director a llevar a cabo los futuros proyectos: «Claro es que los resultados del Instituto dependen de un largo porvenir, o sea de sus futuros colaboradores» (Rojas, 1923: 9). Ellos serían los encargados de, con su trabajo diario, otorgarle la entidad que la Facultad deseaba. Amado sabía muy bien cuál era la importancia de los colaboradores en un proyecto como éste, pues él lo había vivido en el Centro. Por eso, al poco de llegar, llamó a Pedro Henríquez Ureña, para que se sumara al proyecto y junto con él pasaron a formar parte, por periodos más o menos largos, un grupo de jóvenes y entusiastas filólogos que fueron los encargados de dar la impronta al Instituto: Eleuterio F. Tiscornia, Raimundo y María Rosa Lida, Ángel Rosenblat, Marcos A. Morínigio, Raúl Moglia, Berta Elena Vidal de Battini, Enrique Anderson Imbert, Guillermo Domblide, a los que se unieron más tarde Julio Caillet-Bois, José F. Gatti, Ana M.ª Barrenechea, María Elena Suárez Bengoechea, Ernesto Krebs, Frida Weber, Juan Bautista Avalle-Arce y Celina Sabor, muchos de los cuales han ocupado cargos importantes en universidades europeas y americanas.

El otro pilar era el de las grandes publicaciones. Amado buscó proyectos de una cierta identidad, sobre los que existiese un vacío en la filología hispánica, que tuviesen continuidad y que estuviesen dedicados al campo específico de la lingüística en la América hispana, es decir, al estudio de las variedades dialectales del español americano. Así fue como surgió la Biblioteca de Dialectología Hispanoamericana, en la que se publicaron, reunidos en volúmenes, aquellos trabajos que se habían realizado fuera de España sobre el español. Con esta Biblioteca pretendía Amado compendiar los estudios que se estaban realizando sobre la dialectología americana con el fin de sentar las premisas en las que se tenía que basar la investigación posterior. Él era partidario de que las variedades americanas tenían que estudiarse dentro del marco de la dialectología española, para lo cual debía tener en cuenta todas las variedades de la lengua española. El editor, a veces también traductor, añadía notas, corregía posibles errores y ponía al día aquello que se hubiese quedado atrasado5.

La otra gran publicación que acometió el Instituto de Filología durante los años que Amado estuvo como director fue la Colección de Estudios Estilísticos. Dentro de la escuela de Menéndez Pidal surgió el interés por hacer de la estilística una ciencia de la lingüística, que sirviera de unión entre ésta y la literatura. A través de ella se podía interpretar los textos literarios utilizando la lengua como un instrumento de análisis capaz de explicar el embrión de la creación literaria. Ya Dámaso Alonso, con sus trabajos sobre las Soledades o La lengua poética de Góngora, estudió la obra del poeta cordobés a través del léxico que utiliza. Como dice Diego Catalán: «Fue, sin duda, Amado Alonso, en Buenos Aires, quien incorporó a la filología española, de modo más consciente y decidido, esta nueva rama de la investigación» (Catalán, 1974: 104). Para él, que conocía la obra de Charles Bally, la estilística era la ciencia de la lingüística que permite llegar al conocimiento último de una obra literaria o de un autor por el estudio de su estilo6. Con esta idea fue con la que inició el proyecto de la Colección de Estudios Estilísticos, Amado quería, mediante traducciones, a las que se añadía un prólogo y notas, acercar a la filología hispánica los trabajos más representativos de la estilística romance. Las traducciones las hacía o él mismo, como el Curso de lingüística general, de Saussure, o bien sus colaboradores en el Instituto.

Junto con estos dos proyectos, al margen de los trabajos individuales que cada colaborador realizaba, surgió, en 1939, la Revista de Filología Hispánica. En ese año, con la guerra civil española ya finalizada, y con el nuevo régimen repartiéndose los cargos de poder, no se sabía todavía muy bien qué iba a suceder con la Revista de Filología Española. Amado escribe, cuando la guerra está a punto de terminar, a don Ramón para ofrecerle su Instituto de Filología como un lugar donde se pudiera seguir editando, junto con el Centro Hispano de Nueva York dirigido por Federico de Onís.

Pienso, don Ramón, en que bien podría, objetivamente hablando, salvarse la Revista de Filología Española publicándose fuera: Buenos Aires-Nueva York. Desde luego, nada de dar a su publicación ninguna significación antisituacional. Solo seguir nuestra labor científica. Los de Onís harían la bibliografía, que desde aquí no podemos hacer con seguridad por falta de muchas revistas. Nosotros la costearíamos. Las colaboraciones las pediríamos unos y otros. Espero en mi alma que no sea (o fuere) ningún peligro para usted seguir siendo su director. Suponiendo que pronto volverá usted a su casa de Chamartín. Un punto delicado, importantísimo y cada día más difícil de resolver (si es a favor) es éste: ¿podría la RFE de Buenos Aires-Nueva York contar con la lista de suscriptores de la RFE de Madrid para ofrecerles la continuación? ¿Cómo obtener -en caso afirmativo- esa lista?7


Amado Alonso llevaba ya tiempo dando vueltas a la idea de crear una revista con el núcleo sólido de investigadores que había formado en su Instituto. «Hace varios años -le escribe a Menéndez Pidal-, desde antes de la guerra, que nos estamos sintiendo ya maduros en el Instituto de Filología para sacar un publicación periódica8. La dificultad de confeccionar la bibliografía desde este rincón del mundo es lo que nos detenía»9; y por ello se ofreció a su maestro para continuar en Buenos Aires la labor de la Revista de Filología Española, pero este ofrecimiento fue mal visto por algún colaborador del Centro de Estudios Históricos, que veía en él una intención de Amado de adueñarse de la revista.

Como yo le escribí a usted, creí ver en las actuales circunstancias la publicación y oportunidad de que la nueva revista fuese la continuación de nuestra Revista de Filología Española; de ningún modo lo hacía yo como un gesto de rebeldía, sino, al revés, como una demostración de piedad, de respeto y de cariño para el Centro. Con la respuesta de usted, es claro que desistí en seguida de esta idea, pero no de la publicación de nuestra necesaria publicación periódica10.


De esta manera, Amado continuó con su idea de sacar adelante una revista que complementaría a la RFE (en el caso de que ésta se siguiera publicando una vez acabada la guerra), pues se centraría principalmente en temas hispanoamericanos y para la cual era necesario buscar un nombre que la diferenciara de la de Madrid.

Justamente por eso desistí, y convencí a Navarro y Onís de que desistieran del título Revista de Filología Hispánica, porque con su orden de palabras parecía un ligero disfraz del título consagrado RFE. La revista se llamará RHF11 haciendo juego con RHM. Ya le decía a usted en mi segunda carta que esto no alteraba lo más mínimo mi actitud para la RFE, y que si algún día logra usted hacerla continuar cuente usted con mi más entusiasta y efectiva colaboración. También creo haberle dicho que, si este caso llega, mi revista se dedicará especialmente a los temas americanos, siendo, pues, no una inconcebible rival, sino un complemento de la RFE. Vea usted, don Ramón, en esta revista mía la continuación de su propia obra y no un testimonio de desentimiento12.


Finalmente la Revista de Filología Española continuó, pero en manos muy diferentes a las que la crearon (de su consejo de redacción desaparecieron Ramón Menéndez Pidal, Américo Castro, Navarro Tomás, Amado Alonso y Homero Serís, y sus lugares fueron ocupados por Miguel Artigas, Francisco Rodríguez Marín, Ángel González Palencia y Joaquín Entreambasaguas), por eso la Revista de Filología Hispánica se convirtió en un punto de unión de todos aquellos antiguos colaboradores del Centro que habían tenido que salir de España. A partir de aquel momento, con un Consejo Superior de Investigaciones Científicas dominado por los seguidores del nuevo régimen dictatorial que se implantó en España tras la guerra, el Instituto de Filología pasó de ser una continuación del Centro de Estudios Históricos y a desempeñar las funciones que aquél realizaba, convirtiéndose en el lugar de encuentro de la filología hispánica. En las páginas de su revista encontraron muchos filólogos españoles un espacio para publicar sus trabajos e investigaciones.

La vida de la Revista de Filología Hispánica fue breve, ocho volúmenes. Su final llegó con la marcha de Amado Alonso de Argentina. Tras el golpe de Estado de 1943, Argentina entró en una época de convulsiones políticas constantes. Tres años después, en 1946, Perón se alzó a la presidencia de la República. Su política populista entendía que la labor que estaban realizando determinadas instituciones públicas era demasiado elitista y no tenía repercusión en el pueblo. Según Amado Alonso: «La consigna es perseguir sin descanso, pero por resquicios de los reglamentos, para hacerlo con apariencia de legalidad. Los más tremendamente odiados somos: a) jueces, b) médicos, c) profesores»13.

La situación provocó que muchos docentes universitarios perdieran su posición y tuvieran que salir del país. Fue el caso de Amado que aceptó una invitación de la Universidad de Harvard para dar clases durante un año. «Nuestra vida es triste -le escribe a Menéndez Pidal- los triunfadores están dispuestos a perdonar a todos menos a la Universidad. Dos consecuencias prácticas va a tener esta situación [...], segunda, que me voy a Harvard»14.

Durante dicha estancia en el extranjero, fue destituido de su cátedra y de la dirección del Instituto de Filología.

Después de mi cesantía «por haber demostrado desapego a la cultura argentina al aceptar la invitación a Harvard», un día recibieron todos los del Instituto la notificación («tengo el gusto de notificar a usted que...») de que el 28 de febrero quedaban cesantes. Así, pues, nuestro Instituto ha dejado de existir15.


La Universidad de Harvard no desaprovechó la ocasión y lo sumó a su claustro de profesores. Desde allí intentó unir esfuerzos para que el Instituto continuara con su labor, pero era una tarea prácticamente imposible. Como veremos más adelante, la estructura del Instituto había cambiado y eran otros, afines al nuevo régimen político, los que habían pasado a ocupar los cargos que ellos habían dejado vacíos. Un final muy parecido al del Centro de Estudios Históricos, como Amado comenta a don Ramón:

Si yo me quedo aquí [en Harvard] haré todo lo posible por que los del Instituto de Filología sigan trabajando y siga saliendo la Revista de Filología Hispánica, aunque será inevitable que en gran parte será una publicación de aficionados, como ha pasado a la Revista de Filología Española. Puede ser que a mí también me caiga esa antigua cortesía de «Fundador». Ya me doy cuenta que estoy poniéndome en paralelo con usted y a mi Instituto con su Centro. Pero no lo digo por la obra, sino por la historia bastante similar: «como la uña de la carne» me separo de mi pequeño Instituto ¡Qué habrá sido para usted el arrancarse de aquel Centro Histórico! Ya sé que sigue teniendo usted melancolía por sus colaboradores dispersos16.


Por mucho empeño que pusiera Amado, el final del Instituto era algo evidente: su director expulsado, sus colaboradores dispersos por distintos lugares, y ocupado por personas ajenas al espíritu con el que nació en los años veinte. Su fundador, Ricardo Rojas, lamenta profundamente en lo que se ha convertido su vieja idea:

Yo estoy ya fuera de la Universidad -escribe a Menéndez Pidal- cuya atmósfera se ha tornado irrespirable. Aquel Instituto de Filología que fundé durante mi decanato y con su colaboración de usted ha quedado destruido bajo la pisada de los bárbaros17.


En los Estados Unidos, Amado intentó reagrupar a sus colaboradores en torno al Colegio de Méjico y continuar con la revista, aunque fuera con un nuevo nombre: Nueva Revista de Filología Hispánica. Pero también dedicó las escasas fuerzas que el cáncer que padecía le dejó a realizar su último gran proyecto: sus trabajos sobre la pronunciación del español. La muerte prematura, que le sobrevino en 1952, le impidió acabar el trabajo iniciado; y pocos días antes de morir encargó a Rafael Lapesa que diera la redacción definitiva a la obra y que se encargara de su publicación. El primer volumen De la pronunciación medieval a la moderna en español se publicó, gracias al trabajo de Lapesa18, en 1955.

Tras la muerte del pobre Amado, ocurrida a los dos días de llegar nosotros a su casa, dediqué un mes a ordenar sus papeles y disponer para la imprenta la parte hecha de su Historia de la pronunciación, con los retoques y adiciones que me encargó. Dejé casi ultimado el primer tomo y reservo para el segundo -donde hay varios capítulos sin redactar- el cuatrimestre septiembre-enero que pasaré enseñando en Harvard.


(Lapesa, 1996: 14)                


Finalmente, el segundo tomo no salió hasta 1969, gracias al trabajo de María Josefa Canellada, como agradece Lapesa:

El segundo se retrasó por nuevos desplazamientos míos a los EE. UU., Puerto Rico, Argentina, México; pero gracias a la sabia y eficaz colaboración de María Josefa Canellada, excelente fonetista y dialectóloga, se publicó en 1969. Con este segundo tomo se había dado a conocer todo lo que Amado redactó, ya de manera definitiva, ya en borrador, puesto al día por María Josefa y por mí.


(Lapesa, 1996: 15)                





La dirección de Alonso Zamora Vicente

Con la marcha de Amado Alonso, el Instituto de Filología perdió su independencia y su identidad. En aquellos años peronistas se produjo un cambio en sus estructuras y sobre todo en el personal. La Facultad de Filosofía y Letras se reorganizó y se crearon varios institutos dependientes de ella: antropología, didáctica, filosofía, literatura, investigaciones históricas (que dirigía Claudio Sánchez Albornoz) y filología. En esta nueva organización, el Instituto de Filología estaba compuesto por dos secciones: clásica, bajo cuya dirección se encuentra el Instituto, y románica, dependiente de la anterior. Aunque Amado mantuviera todavía la esperanza de que Battistessa, que había sido colaborador suyo, fuese el nuevo director, sabía que ese cargo se lo había dado a sí mismo Enrique François, delegado interventor de la Facultad de Filosofía y Letras y encargado de la sección de clásicas, y, por tanto, director del Instituto.

Pero ahora me doy cuenta de que le tengo a usted [Menéndez Pidal] en un error: Battistessa será mi sucesor si yo me quedo en Harvard, pero ahora mi sucesor es François, se ha nombrado a sí mismo19.


Cuando en septiembre de 1948 Zamora Vicente llega a la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires lo hace como director de la sección de románica del Instituto de Filología, además de catedrático de filología románica de la Facultad. Ante el panorama que se encuentra, lo primero que intenta hacer es reorganizar el Instituto y para ello necesita principalmente dos cosas: dotarlo de la independencia de que antes disponía y recuperar a los colaboradores que trabajaron con Amado Alonso y que ahora se encontraban dispersos, con los que poder comenzar nuevos proyectos y publicar una nueva revista. Con estas ideas llega a Buenos Aires y así se lo hace saber a su maestro Menéndez Pidal:

He hecho un gran esfuerzo a fin de coordinar de nuevo a los elementos que trabajaron con Amado Alonso, que estaban totalmente dispersados, y creo que será posible la publicación de una revistita o algo parecido20.


Para conseguir estos objetivos deberá luchar contra el «Mal francés», como Amado Alonso llamaba a Enrique François, que intentaba controlar el Instituto y evitar que se llenara de nuevo de personas contrarias a la política de Perón:

Me alegra mucho de que ya le hayan visitado mis antiguos colaboradores. Ya les he escrito yo varias veces y me contestaron que se pondrían a su disposición. El inconveniente va a ser el Mal francés (a veces erróneamente llamado el mal Francés) no va a permitir que ninguno de los que fueron mis colaboradores tengan participación en el ex instituto21.


Otro inconveniente con el que tenía que luchar Zamora era el de sustituir al gran maestro que fue Amado Alonso, ante quien sus colaboradores sentían tanta admiración que no veían con buenos ojos que nadie viniera a reemplazarlo, ya que, además, quien ocupara el cargo de director en unas circunstancias políticas como las que se estaban viviendo en Argentina durante aquellos años, sería visto por ellos como un peronista que accedía a un cargo que no le pertenecía. A pesar de ello, Zamora se empeñó en llamarlos y convencerlos para que volvieran al Instituto; para lo que contó con la ayuda de su antecesor, quien les escribió pidiéndoles que colaboraran en todo lo que pudieran con el nuevo director.

Hay otro punto en su carta que me veo obligado a comentar: dice usted cómo abre las puertas del Instituto a mis antiguos colaboradores. Eso está bien, pero creo que se le escapa a usted dónde está la verdadera importancia del asunto, en que mis antiguos colaboradores han entrado y le están ayudando a usted. Yo tengo en ello alguna responsabilidad, pues cuando usted me anunció su viaje a la Argentina, yo les escribí a todos con mucho encarecimiento para que le prestaran a usted todo el auxilio y asistencia que a mí querrían prestar, y sé que así lo han hecho22.


Algunos de ellos, cuando recibieron la llamada del nuevo director, aconsejados por su antiguo maestro, decidieron regresar al Instituto y colaborar con él23; fue el caso de Berta Elena Vidal de Battini, Frida Weber, Raúl Moglia, José F. Gatti, Ana María Barrenechea, Enriqueta Terzano de Gatti, entre otros. A ellos se les unieron nuevos alumnos, como Daniel Devoto, Oreste Frattoni, Narciso Bruzzi, Guillermo Guitarte, Ángela Dellepiane, Enma Speratti, y alguno más. Todos ellos con una gran preparación filológica, se reunieron bajo la dirección de Zamora, a quien algunos superaban en edad, con la finalidad de devolver al Instituto una identidad perdida. Uno de aquellos colaboradores, Daniel Devoto, recuerda cómo fue aquel reagrupamiento:

El nuevo «catedrático de prima» (como que daba clase a las tres de la tarde) empezó por llamar a su «Sección» a todo lo que aún andaba vivo y coleante del viejo Instituto (Don Pedro Henríquez Ureña había muerto; Rosenblat y los Lida estaban ya lejos). Nos llamó, y nos engañó a todos. Hasta engañó a Paul Bénichou, también colaborador de la Revista de Filología Hispánica, que me dijo un día: «Ese hombre está loco», aludiendo precisamente a ese deseo de volver a estrechar filas. Quería decir que solamente un despistado era capaz de intentarlo, en pleno régimen de «regeneración» del profesorado, alumnado y otros malos hados. Por eso puedo decir que nos engañó: todos lo creímos un despistado, y era, por el contrario, nada menos que un frío calculador, que reunió en torno suyo a todo lo poco que quedaba en pie -si éramos pocos y menos brillantes que los otros, no fue culpa del recién llegado sino de nosotros- sacó una nueva revista, que aún vive, y no paró hasta volver a dar a la «Sección» su vieja categoría de Instituto independiente, que lleva hoy el nombre de Amado Alonso, pero que el nuevo profesor reconstruyó teja por teja.


(Devoto, 1973: 361)                


Junto con este grupo de colaboradores directos, el nuevo director quiso unir al Instituto a profesores de otras universidades argentinas a los que les podía interesar la labor que en él se realizaba; fue el caso de Fritz Krüger, que se encontraba en Mendoza; de Emilio Carilla y C. Hernando Balmori, que eran profesores en la Universidad de Tucumán; de G. Moldenhauer, en Rosario; también contaron con la colaboración del profesor Dimitri Grazdáru (Zamora Vicente, 1953: 224)24. Con el equipo de trabajo rehecho, Zamora se propuso llevar a cabo uno de los objetivos principales con los que había salido de España, como había reconocido a Menéndez Pidal al poco de llegar a la capital argentina: publicar una nueva revista de filología.

Creo que a pesar de las dificultades que la marcha de Amado Alonso ha planteado, podré hacer alguna cosa. Pienso publicar una revista, o unos Cuadernos, lo que se pueda y me gustaría publicar algo de usted25.


La revista se llamó Filología y salió a la luz en la primavera de 1949. En el editorial del primer número, el director establece los nuevos caminos por los que se va a guiar tanto la nueva etapa de la sección de románica: «La Sección, que cuenta con los caudales del antiguo Instituto de Filología, se propone continuar sus esfuerzos en logro de un mayor conocimiento de los problemas del español hablado»26; como la nueva revista:

Filología, digámoslo de una vez, no pretende continuar revista alguna anterior [en clara referencia a la Revista de Filología Hispánica], ni, muchísimo menos, suplantarla. No. Su afán es la comunidad del esfuerzo generoso por un laborar común, en este caso el idioma, y la carga, la maravillosa carga espiritual de que es portador.


En ella se otorgará gran importancia a los temas relacionados con la filología hispánica, que era la idea primitiva con la que se creó el Instituto en los primeros años de la década de los años veinte: «No dejaremos fuera tampoco lo que sin ser decididamente hispánico, pueda encerrar un interés románico colectivo, pero, como es de esperar, nuestra preferencia irá por lo específicamente americano, y, con mayor morosidad, por lo argentino».

No podía faltar en este número inaugural una referencia y un apoyo incondicional a don Ramón Menéndez Pidal, gracias a cuya intervención se creó el Instituto:

Por último queremos dejar aquí manifiesto un recuerdo de lealtad inalienable. En este año de 1949, en que Filología se asoma a la vida del trabajo, cumple sus ochenta años Ramón Menéndez Pidal, el maestro reconocido y admirado, bajo cuyos auspicios nació este Instituto en 1923. E, irremediablemente, inesquivablemente, nuestra mirada se detiene allá, en el olivar de Chamartín, donde el maestro labora sin fatiga, y nos sentimos obligados, por deuda impagable, a continuar, en la escasa dimensión de nuestras fuerzas, las exigencias de su lograda, bien llena vocación.


La revista se abría con un artículo de su director sobre el rehilamiento porteño. En dicho artículo estudia el yeísmo bonaerense, que está basado -según el autor- en el predominio de una articulación fricativa sorda s, frente a la africada sonora z. La primera, más frecuente en las clases trabajadoras y semicultas, se impone a la segunda, que es un reducto de la clase social culta. Con esta afirmación, Zamora contradice algunas de las conclusiones a las que llegaron Amado Alonso y Ángel Rosenblat en las notas que añadieron a Español de Nuevo México, de Espinosa, publicada en la Biblioteca de Dialectología Hispanoamericana, en las cuales afirmaban que la presencia de la sorda se debía a circunstancias de tipo enfático27. En ese primer número aparecieron también artículos de Grazdáru, Frida Weber, Antonio Tovar, José F. Gatti, entre otros.

Además de la revista, durante el tiempo que Zamora estuvo en el Instituto se llevaron a cabo otras publicaciones que dieron continuidad a la línea iniciada por Amado Alonso. Hizo de puente entre una época y otra la publicación del libro de Vidal de Battini, El habla rural de San Luis, tomo VII de la Biblioteca de Dialectología Hispanoamericana, que se realizó bajo la dirección de Amado Alonso y Ángel Rosenblat, en la época anterior del Instituto, pero que se editó con el nuevo director. También se publicó la tesis doctoral de Ángela Dellepiane, América en el teatro de Tirso de Molina, y se preparó para la prensa la de Daniel Devoto Sobre la transmisión tradicional donde estudia el romancero español desde el punto de vista del folclore y de la transmisión oral del romance; otros colaboradores realizaron sus tesis en universidades europeas, ya que consiguieron becas para salir del país, fue el caso de Bruzzi, que la leyó en Salamanca. Se reanudó una colección de textos clásicos, que se inauguró en 1945 con el Setenario de Alfonso el Sabio, y se hizo con una edición de la comedia de Tirso de Molina Por el sótano y el torno realizada por Zamora Vicente y por María Josefa Canellada. También se continuó con la Colección de Estudios Estilísticos iniciada por Amado Alonso. En el número cuatro de dicha colección, el nuevo director publicó un estudio sobre las Sonatas de Valle-Inclán.

Zamora Vicente intentó que los años dorados que había disfrutado el Instituto de Filología durante la dirección de Amado Alonso no se acabaran para siempre, a pesar de las constantes trabas políticas que tuvo que sortear para ello. Quiso que sus pasillos se llenaran de las mismas caras que los habían recorrido en la época anterior y que regresara el mismo espíritu de trabajo. Amado, desde Estados Unidos, le agradecía el empeño y el esfuerzo que estaba realizando para devolver al Instituto la identidad perdida: «Usted está haciendo una labor excelente y con toda mi alma deseo que siga usted haciéndola, junto con mis antiguos amigos»28.






Obras citadas

  • ALONSO, Amado, 1929. «La filología del señor Costa Álvarez y la filología», Síntesis II. 23/ 1929, 125-141.
  • ALONSO, Amado, 1929. «Sobre el difunto Costa Álvarez», Síntesis III. 26/1929, 175-178.
  • Archivo Menéndez Pidal.
  • Archivo Amado Alonso. Residencia de Estudiantes.
  • Archivo Zamora Vicente.
  • CATALÁN, Diego, 1974. Lingüística Íbero-Románica. Crítica Retrospectiva, Gredos.
  • DEVOTO, Daniel, 1973. «Que hasta tuvo un hijo criollo» en Papeles de Son Armadans, t. LXX, núms. CCIX-CCX, 359-362.
  • GÓMEZ ALONSO, Juan Carlos, 2002. La estilística de Amado Alonso como una teoría del lenguaje literario, Universidad de Murcia.
  • LAPESA, Rafael, 1996. «Recuerdo y legado de Amado Alonso» en Lexis, vol. XX, n.º 1-2, 11-30.
  • ROJAS, Ricardo, 1923. Discurso de inauguración del Instituto de Filología, Universidad de Buenos Aires.
  • WEBER, Frida, 1975. «Para la historia del instituto de Filología y Literaturas Hispánicas "Dr. Amado Alonso"» en Homenaje al instituto de Filología y Literaturas Hispánicas «Dr. Amado Alonso». En su cincuentenario 1923-1973, Buenos Aires, 1975.
  • ZAMORA VICENTE, Alonso, 1997. «Para Amado Alonso, ausente», Boletín de la Academia Argentina de Letras, t. LXI, Buenos Aires.
  • ZAMORA VICENTE, Alonso, 1953. «Instituto de Filología de la Universidad de Buenos Aires» Orbis, t. I, núm. 1, 223-227.


 
Indice