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ArribaAbajoCapítulo XIII

La casa sola


Siguiendo el camino del Bajo que conduce de Buenos Aires a San Isidro, se encuentra, como a tres leguas de la ciudad, el paraje llamado Los Olivos, y también cuarenta o cincuenta árboles de ese nombre, resto del antiguo bosque que dio el suyo a ese lugar, en donde más de una vez acamparon en los años de 1819 y 20 los ejércitos de mil a dos mil hombres que venían a echar a los gobiernos, para al otro día ser echados a su vez los que ellos colocaban.

Los Olivos, sobre una pequeña eminencia a la izquierda del camino, permiten contemplar el anchuroso río, la dilatada costa, y las altas barrancas de San Isidro. Pero lo que sobre ese paraje llamaba más la atención en 1840, era una pequeña, derruida y solitaria casa, aislada sobre la barranca que da al río, a la derecha del camino: propiedad antigua de la familia de Pelliza, pleiteada entonces por la familia de Canaveri, y que era conocida por el nombre de la Casa Sola.

Abandonada después de algunos años, la casa amenazaba ruinas por todas partes, y los vientos del sudoeste que habían soplado tanto en el invierno de 1840 habrían casi completado su destrucción, si de improviso, y en el espacio de tres días, no hubieran refaccionádola, y héchola casi de nuevo como por encanto, en toda la parte interior del edificio, dejándole sin mínima compostura en toda su parte exterior.

¿Quién dirigía la obra? ¿Quién mandaba hacerla? ¿Quién iba a habitar esa casa? Nadie lo sabía, ni lo interrogaba en momentos en que, federales y unitarios, todos tenían que pensar en asuntos muy serios y personales.

Pero el hecho es, que las paredes, antes derruidas, quedaron en tres días primorosamente empapeladas, asegurados los tirantes; allanado el piso; nuevas las cerraduras de las puertas, y puéstose vidrios en todas las ventanas.

Y en aquella mansión que todo el mundo conocía por el nombre de la Casa Sola, habitada poco antes por algunas aves nocturnas; sobre cuyas cornisas abatidas resbalaban las alas poderosas de nuestros vientos de invierno, mientras que al pie de la barranca en que se levantaba, se quebraban en las negras peñas las azotadas olas del gran río, confundiendo su salvaje rumor con el que hacían los viejos olivares mecidos por el viento, y apenas a tres cuadras de aquella solitaria y misteriosa casa; en ella, decíamos, se veía ahora el sello de la habitación humana; y lo que es más, de la habitación humana y culta.

Las pocas y pequeñas habitaciones estaban sencilla pero elegantemente amuebladas; y al áspero grito de la lechuza había sucedido allí el melodioso canto de preciosos jilgueros en doradas jaulas.

En el centro de la pequeña sala, un blanquísimo mantel de hilo cubría una mesa redonda de caoba, sobre la que estaban dispuestos tres cubiertos, y cuya porcelana y cristales reflectaban la luz de una pequeña pero clarísima lámpara solar.

Eran las ocho y media de la noche, y la luna, llena y pálida, se levantaba de allá, del horizonte del Plata, como una magnífica perla sacada del fondo de las aguas por la mano de Dios, y presentada al mundo.

Una franja de luz, desde el pie de la tierra viajera de la noche, atravesaba el río, y parecía, sobre su superficie movediza, una inmensa serpiente con escamas de nácares y plata.

La noche era apacible. Las estrellas poblaban el azul del firmamento, y una brisa sutil, y perfumada en los jardines de nuestro Paraná, pasaba por la atmósfera, como el suspiro enamorado de las sílfides que vagaban en aquel momento entre los tiernos rayos de la luna, bebiendo el éter y jugando con la luz diamantina pero tenue de nuestros astros meridionales.

Todo era soledad y poesía; todo diafanidad y calma en la Naturaleza, allí, a orillas de ese río, testigo tantas veces y en ese instante de la tormenta desencadenada en las pasiones de todo un pueblo.

Las olas se escurrían muellemente sobre su blando y arenoso lecho, y por un momento parece que el invierno había plegado sus nevosas y agostadoras alas: y en la brisa del norte un aliento primaveral se respiraba.

Al pie de la barranca, que declinaba suavemente hasta la orilla del río, parada sobre un pequeño médano, a pocos pasos del linde de las olas, una mujer contemplaba extática la aparición de la redonda luna, saliendo muellemente de las ondas. La serpiente de luz venía a quebrar sus últimos anillos junto aquella misteriosa criatura, y las aguas llegaban con respeto a derramar su blanca espuma en la arena en que se acolchonaba su delicado pie, con ese murmullo del mar tranquilo que parece el canto misterioso con que arrulla al genio del espacio, cuando duerme quieto sobre su lecho de olas.

Los ojos de esa mujer tenían un brillo astral, y su mirada era lánguida y amorosísima como el rayo de la cándida frente de la luna.

Sus rizos, agitados suavemente por el pasajero soplo de la brisa, acariciaban su mejilla, pálida como la flor del aire cuando el sol la toca; y los encajes de su cuello, descubriéndolo furtivamente, dejaban ver el alabastro de una garganta que, lejos de esas horas primeras de la noche, habría parecido una de esas columnas del crepúsculo matutino, que se levantan, blancas y trasparentes como el mármol de Ferrara, entre los estambres dorados del oriente.

Su talle, ceñido por un jubón de terciopelo negro, parecía sufrir con resistirse a las ligeras corrientes de la brisa y no doblarse como el delicado mimbre de la rosa; y los pliegues de su vestido oscuro, englobándose y desmayándose de repente, parecían querer levantar en su nube aquella diosa solitaria de aquel desierto y amoroso río.

Esa mujer era Amalia. Amalia, en quien su organización impresionable y su imaginación poética estaban subyugadas por el atractivo imperio de la Naturaleza, en ese momento y bajo esa perspectiva de amor, de melancolía y dulcedumbre, críspido el cielo por el millar de estrellas que, como un arco de diamantes, parecían sostener engarzada la trasparente perla de la noche, cuando todos los síntomas hiemales habían huido bajo una brisa del trópico. Y el alma sensible y delicada de la joven, sufriendo uno de esos delirios deleitables, que a menudo absorbían en ella y abstraían su pensamiento, sólo oía y veía con su espíritu, lejos del mundo material de la vida, sumergida en ese otro sin forma ni color, donde campean los espíritus poetizados en los vuelos de su enajenación celestina.

Ella no veía ni oía con los sentidos, y el leve rumor que de repente hicieron las pisadas de un hombre cerca de ella no la hicieron volver su bellísima cabeza del globo argentino que contemplaba en éxtasis.

Un hombre había descendido de la barranca. Sus pasos, precipitados al principio, se moderaron luego, a medida que fue aproximándose a la solitaria visitadora de aquel poético lugar.

Una especie de contemplación religiosa pareció embargar el ánimo de ese hombre, cuando a dos pasos de Amalia cruzó sus brazos al pecho y se puso a admirarla en silencio. Pero un suspiro hizo traición de repente a su secreto, y, volviendo súbitamente la cabeza, la joven dejó escapar una exclamación de sus labios, a tiempo que su cintura quedó presa entre las manos de aquel hombre, arrodillado ante ella.

Ese hombre era Eduardo.

-¡Amalia!

-¡Eduardo!

Fueron las primeras palabras que exclamaron.

-¡Ángel de mi alma, cuán bella estás así! -dijo el joven continuando de rodillas a los pies de su amada, mientras sus manos oprimían su cintura, y sus ojos se extasiaban en la contemplación de su belleza.

-Pensaba en ti -dijo Amalia poniendo su mano sobre la cabeza de Eduardo.

-¿Cierto?

-Sí; pensaba en ti; te veía, pero no aquí, no en la tierra; te veía a mi lado en un espacio diáfano, azulado, bañado suavemente por una luz de rosa, respirando un ambiente perfumado, y embriagado de una armonía celeste que vibraba en el aire; te veía en uno de esos instantes de éxtasis en que una fuerza sobrenatural parece desprenderme de la tierra.

-¡Oh, sí, tú no eres de la tierra, alma de mi alma! -dijo Eduardo sentándose en el declive del pequeño médano y colocando a Amalia al lado suyo, su pie casi tocando las espumosas y rizadas ondas.

-Tú no eres de la tierra -continuó-. ¿No ves qué majestad, cuánta belleza sobre el pálido rostro de la luna? Pues hay mayor majestad, mayor encanto sobre tu frente alabastrina. ¿Ves esa luz que se diría que se difunde bajo la bóveda del cielo? Pues más bella es la luz de tus miradas, más tierna y melancólica que el rayo azul de estos diamantes de la noche. ¡Oh! ¡Por qué no puedo remontarme contigo al más espléndido de esos astros, y allí, coronada de luz, llamarte la reina, la emperatriz del universo! ¡Ah! ¡Cuánto te amo, Amalia, cuánto te amo! Con mis manos yo querría cubrir la delicada flor de tu existencia, para que los rayos del sol no ajaran su belleza; y con el aliento abrasado de mi pecho yo quisiera ausentar el invierno de tu lado...

-¡Eduardo! ¡Eduardo!

-¡Cuán bella estás, Amalia!

Y Eduardo echaba a la espalda los rizos de su amada para que todo su rostro fuese bañado por los rayos plateados de la luna.

-Eres feliz, Eduardo, ¿no es verdad?

-Luz de mi vida, yo no envidio a tu lado la existencia inefable de los ángeles... Mira: ¿ves aquel astro, al más brillante que tiene el firmamento? ¿Lo ves? Ese es el nuestro, Amalia; ésa la estrella de nuestra felicidad; ella irradia, y brilla y resplandece como nuestro amor en nuestras almas, como nuestra felicidad a nuestros propios ojos, como tu belleza irradia y brilla y resplandece a mi alma.

-¡No, no!...

-¡Amalia!

-¡No; es aquélla! -dijo la joven extendiendo su mano y señalando una pequeña y pálida estrella, que parecía pronta a sumergirse en el confín del río. Después, su espléndida cabeza se inclinó sobre el hombro de su amado, y sus ojos se clavaron sobre el cenit azul del firmamento.

-¡Eduardo! ¡Eduardo! -exclamó la joven con sus ojos fijos en las estrellas.

-Vivo para ti, Amalia.

-Tú me has reconciliado con la esperanza, Eduardo.

-Yo no envidio a tu lado la existencia inefable de los ángeles, Amalia.

-Yo he conocido a tu lado que la felicidad no era un delirio de mi vida.

-Vivir para ti, Amalia.

-Respirar siempre, siempre, un perfume de felicidad como ésta que nos embriaga.

-Beber tu risa.

-¡Oh!, soy feliz; sí, feliz.

-Oír siempre de tus labios una palabra de cariño... Amalia, la esplendidez del día, la melancólica hermosura de la noche, el universo entero desaparece a mis ojos cuanto tu imagen me preocupa; y como tu imagen está fija y grabada sobre mi alma, sólo Dios y tú existen para mi corazón... Tú me amas, ¿no es verdad? ¿Tú aceptas en el mundo mi destino, es verdad?

-Sí.

-¿Cualquiera que él sea?

-Sí, sí, cualquiera.

-¡Ángel de mi alma!

-Si eres feliz, yo beberé en tu sonrisa la ventura inefable de los ángeles.

-¡Amalia!

-Si eres desgraciado, yo partiré tus pesares; y...

-¿Y? Acaba.

-Y si el destino adverso que te persigue te condujera a la muerte, el golpe que cortara tu vida haría volar mi espíritu en tu busca...

Eduardo estrechó contra su corazón a aquella generosa criatura; y en ese instante, cuando ella acababa su última palabra inspirada del rapto de entusiasmo en que se hallaba, un trueno lejano, prolongado, ronco, vibró en el espacio como el eco de un cañonazo en un país montañoso.

La superstición es la compañera inseparable de los espíritus poéticos; y aquellos dos jóvenes, en ese momento embriagados de felicidad, se tomaron las manos y miráronse por algunos segundos con una expresión indefinible. Amalia al fin bajó su cabeza, como abrumada por alguna idea profética y terrible.

-No -la dijo Eduardo sacudiéndose de su primera impresión-. No... Esto habría sucedido de todos modos... Es efecto del calor extemporáneo que hemos tenido en este día de invierno; nada más, Amalia.

Una sonrisa dulce y melancólica vagó por los labios de rosa de la joven; y un suspiro se escapó silencioso de su pecho.

Eduardo continuó:

-La tempestad está muy lejos, Amalia. Y entretanto un cielo tan puro como tu alma sirve de velo sobre la frente de los dos. El universo es nuestro templo; y es Dios el sacerdote santo que bendice el sentido amor de nuestras almas, desde esas nubes y esos astros; Dios mismo que los sostiene con el imán de su mirada, y entre ellos el nuestro... sí... aquélla... aquélla debe ser la estrella de nuestra felicidad en la tierra... ¿No la ves? Clara como tu alma; brillante como tus ojos; linda y graciosa como tú misma... ¿La ves, mi Amalia?

-No... aquélla -contestó la joven extendido su brazo y señalando una pequeña y amortiguada estrella que parecía próxima a sumergirse en las ondas del poderoso Plata, tranquilo como toda la naturaleza en ese instante.

En seguida, Amalia reclinó de nuevo su cabeza sobre el hombro de su amado como una blanca azucena que se dobla al soplo de la brisa, y se reclina suavemente sobre el tallo de otra. Sus ojos luego quedaron fijos sobre el diáfano cendal del firmamento.

Eduardo la contemplaba embelesado. Y las olas continuaban desenvolviéndose y derramando su blanca espuma, como pliegues vaporosos de blanco tul que se agitan en derredor del talle de una hermosa, a los pies de esos amantes tan tiernos y tan combatidos de la fortuna, olas cuyo rumor asemejaba al cerrar de un abanico cuando con mano perezosa lo abre y cierra una beldad coqueta.

-¿Por qué me separas tus ojos, luz de mi alma? -la dijo Eduardo después de un momento de silencio.

-Oh, no... Yo te miro... yo te miro en todas partes, Eduardo -respondióle la joven mirándolo con una sonrisa encantadora.

-Pero tú has cambiado, alma mía.

-¿Yo?

-Sí, tú.

-Te engañas, Eduardo, yo no cambio jamás.

-Esta vez, sí... Hace un momento que radiabas de felicidad y de amor... y ahora...

-¿Y ahora?

-El brillo de esa felicidad se ha ennublecido.

-Es porque la felicidad es un cristal que se empaña de repente con nuestro propio aliento.

-¿Desconfías acaso de nuestra suerte?

-Sí.

-¿Por qué, mi Amalia, por qué?

-No sé... ¡Qué quieres!... Han empezado tan tristemente nuestros amores.

-Y qué nos importa todo eso si vivimos el uno para el otro.

-¿Y cuál es el instante que hemos tenido de tranquilidad desde que se cambiaron nuestras miradas?

-No importa, somos felices.

-¡Felices! ¿No está pendiente la muerte sobre ti? ¡Oh! ¿Y sobre mí, porque yo vivo en ti?

-Pero pronto seremos felices para siempre.

-¡Quién sabe!

-¿Lo dudas?

-Sí.

-¿Por qué, mi Amalia?

-Aquí; aquí hay una voz que me habla no sé qué, pero que yo interpreto tristemente-dijo Amalia poniendo la mano sobre su corazón.

-¡Supersticiosa! -dijo Eduardo tomando aquella mano que había estado sobre el corazón de su amada y llenándola de besos.

-¿No es singular -continuó la joven-, no es singular que en el momento de hablar de una desgracia, en medio de esa aparente tranquilidad de la Naturaleza, un trueno haya retumbado en el espacio como una fatídica confirmación de mis palabras?

-¿Y por qué hemos de complicar a la Naturaleza con nuestra mala fortuna?

-No sé... pero... yo soy supersticiosa, Eduardo; tú lo has dicho.

Y una nueva sonrisa dulce y tierna pasó otra vez jugando por la preciosa boca de la tucumana, descubriendo sus bellos y blanquísimos dientes.

En seguida levantóse, y dijo a Eduardo:

-Vamos.

-No, todavía.

-Sí, vamos; es tarde, y Daniel puede haber llegado quizá.

Y Amalia, con esa superioridad regia que acompañaba todas sus maneras, atrajo a Eduardo suavemente hasta ella. La mano del joven rodeó la cintura de la bien amada de su alma, mientras el brazo de ésta reposaba sobre el hombro: y, asidos de ese modo, los dos amantes empezaron a ascender la barranca, paso a paso, hablando con los labios y los ojos, hasta que llegaron a la aislada y desierta Casa Sola.




ArribaAbajoCapítulo XIV

Aparición


Según las órdenes de Amalia ninguna luz se veía en la casa. Las puertas de las habitaciones estaban cerradas, a excepción de las que daban al río, porque por ese lado era seguro que no pasaba nadie de noche.

A su entrada a la pequeña sala Luisa vino a recibir a su señora, y el viejo Pedro asomó su cabeza por una ventana interior para ver que volvía sin novedad la hija de su coronel.

-¿No ha venido Daniel?

-No, señora: nadie ha venido después del señor Don Eduardo.

Pocos momentos hacía que la linda viuda y su gallardo amante conversaban siempre de sus amores y de sus promesas para lo futuro, cuando Pedro, que vigilaba el camino desde una ventana de su cuarto a oscuras, se asomó a la puerta de la sala, y dijo:

-Ahí vienen.

-¡Vienen! ¿Quiénes? -preguntó Amalia sobresaltada.

-El señor Don Daniel y Fermín.

-¡Ah! Bien, cuidado con los caballos.

-Daniel es nuestro ángel custodio, Eduardo.

-¡Oh, Daniel, Daniel no tiene semejante entre los hombres! -dijo el joven con cierto aire de vanidad, al tributar aquel homenaje de justicia al amigo de su infancia.

Vivo, alegre, desenvuelto como siempre, Daniel entró a la sala de su prima, cubierto con un pequeño poncho que le llegaba al muslo solamente, atada al cuello una cinta negra sobre la que caían los cuellos de su camisa, descubriendo su varonil garganta.

-Los amantes no comen; y esta bobería es una felicidad para mí -dijo, haciendo desde la puerta una cortesía a su prima, otra a su amigo, y otra a la mesa en que, como sabe el lector, estaban prontos tres cubiertos.

-Te esperábamos -dijo la joven sonriendo.

-¿A mí?

-Con usted se habla, señor Don Daniel -dijo Eduardo.

-¡Ah! ¡Muchas gracias! Son ustedes las criaturas más amables del mundo. ¡Y cómo se habrán cansado de esperarme! ¡Qué fastidiados habrán pasado el tiempo!

-Así, así -le respondió Eduardo meneando la cabeza.

-¡Ya ustedes no pueden estar solos un momento sin fastidiarse...! ¡Pedro!

-¿Qué quieres, loco?

-La comida, Pedro -dijo Daniel quitándose su poncho, sus guantes de castor, sentándose a la mesa y echando un poco de vino de Burdeos en un vaso.

-¡Pero, señor, eso es una impolítica! Se ha sentado usted a la mesa antes que esta señora.

-¡Ah! Yo soy federal, señor Belgrano, y pues que nuestra santa causa se sentó sin cumplimiento en el banquete de nuestra revolución, bien puedo yo sentarme sin ceremonia en una mesa que es otra perfecta revolución: platos de un color, fuentes de otro; vasos, sin copas de champagne; la lámpara casi a oscuras, y una punta del mantel cayendo al suelo, como el pañuelo de mi íntima amiga la señora Doña Mercedes Rosas de Rivera.

Amalia y Eduardo, que sabían ya la aventura de Daniel, dieron libre curso a su risa y vinieron a sentarse a la mesa donde Pedro acababa de poner la comida, a las diez de la noche, en aquella casa en que todo era romanesco y extraño.

-Y bien; antenoche te comprometiste con esa señora a hacerla ayer una visita y oír sus memorias; según nos lo dijiste anoche, ayer faltaste a tu palabra de caballero, pero supongo que hoy habrás reconquistado tu buen nombre.

-No, mi querida prima -dijo Daniel trinchando una ave.

-Has hecho mal.

-Puede ser; pero no iré a casa de mi entusiasta amiga, hasta no tener el honor de presentarme en ella con Eduardo.

-¿Qué? -preguntó Amalia frunciendo las cejas.

-¡Conmigo! -exclamó Eduardo.

-Pues no creo que haya aquí otro que se llame Eduardo.

-No pierda usted esa ocasión, señor Belgrano -dijo Amalia con ese tono y ese gestito que emplean las mujeres cuando quieren decir a su querido: «Dios lo libre a usted de hacer tal cosa».

-Amalia, yo no he perdido el juicio todavía -le respondió Eduardo.

-A fe de Daniel que es una desgracia: yo no he conocido mucho juicio acompañado de mucha suerte.

-¡Ah!, ahora me explico tu excesiva fortuna -dijo Amalia, queriendo vengarse de Daniel.

-¡Cabal!, como dice el respetable presidente Salomón; y si Eduardo tuviera menos juicio sabría aprovechar la poderosa protección que se le presenta en la difícil situación en que vive; es decir, haría una visita a la hermana del Restaurador de las Leyes; leería con ella sus memorias; comería con ella antes que Rivera; se encerraría con ella en la sala mientras Rivera comía, y después... y después ya no habría que temer de Doña María Josefa, ni de nadie.

-Vamos, Eduardo, aproveche usted.

-Amalia, ¿no conoce usted a Daniel?

-¡Quién sabe si él tiene motivos para hablar así!

-Eso es, prima mía, eso es: nunca se hacen aberturas sino cuando hay presunción de que serán aceptadas. ¿Qué dice usted, Eduardo?

-Digo, Daniel, que me hagas el favor por todos los santos del cielo de mudar de conversación.

Amalia tenía una cara tan seria, y Eduardo había encapotado su mirada cuando habló a Daniel, que éste no pudo menos que soltar una estrepitosa carcajada que desarmó a los jóvenes haciéndoles conocer que se burlaba de ellos.

-¡Son impagables! -exclamó Daniel riéndose todavía-; Florencia es menor que tú, Amalia; yo soy menor que Eduardo, y sin embargo, Florencia y yo tenemos más juicio que ustedes, sin comparación; apenas nos enojamos tres veces por semana; pero eso es calculado por mí para tener tres reconciliaciones.

-¿Pero la haces sufrir, entonces?

-Para hacerla gozar, Amalia; porque no hay felicidad comparable a la que sucede al enojo entre dos personas que se aman de corazón; y si yo consigo que ustedes se enojen tres veces por semana...

-No, no, gracias, Daniel, gracias -dijo Eduardo con tal viveza que hizo sonreír de placer a aquella mujer querida, a quien quería ahorrarle la juguetona oferta de su amigo.

-Como quieras, yo no hago sino ofrecer.

-Y bien, Daniel, hablemos de cosas serias.

-Lo que será un prodigio en esta casa.

-¿Has sabido de Barracas?

-Sí, todavía no han asaltado la casa, lo que es una cosa prodigiosa en tiempo de la santa causa de los federales.

-¿Ha cesado el espionaje?

-Hace tres noches que no va nadie, lo que también es raro entre los federales; yo he estado esta mañana. Todo está en el mismo orden que lo hemos dejado hace quince días. He hecho poner una nueva llave a la verja; y tus fieles negros que cuidan la quinta duermen mucho de día para vigilar de noche; y si alguien va se hacen los dormidos, pero ven y oyen, que es lo que yo quiero.

-¡Oh, mis viejos criados, yo los compensaré alguna vez!

-Ayer los mandó llamar Doña María Josefa; estuvieron con ella esta mañana temprano, pero los pobres no han podido decirla sino lo que saben; es decir, que no estás en la casa, y que ignoran dónde te hallas.

-¡Oh, qué mujer, qué mujer, Eduardo!

-No, no es de ella de quien debemos vengarnos.

-Una cosa, sin embargo, conspira en nuestro favor.

-¿Cuál?

-¿Cuál? -preguntaron con prontitud.

-La situación pública. El Ejército Libertador está aún sobre la guardia de Luján, pero mañana 1.º de setiembre seguirá sus marchas; Rosas no puede dar su atención sino a los grandes peligros, y nadie se atrevería a importunarlo con chismografía individual; la persecución que se te hace, y la que continúa sobre Eduardo, es simplemente parcial, y en baja esfera; no hay órdenes de Rosas para ello; y la Mashorca, y todos los corifeos de la Federación, no quieren tomar posición más determinativa hasta saber los resultados de la invasión. Así es que, desde el suceso del 23, no hemos tenido nada notable en los últimos quince días; pero esa desgracia fue ordenada por Rosas.

-¿Pero qué desgracia? -preguntó Amalia llena de inquietud.

-Es un hecho horrible, característico de Rosas.

-Dilo, dilo, Daniel.

-Oye: un Ramos cordobés, hombre pacífico, abstraído e insignificante en política, llegó a nuestro Buenos Aires el 21 del corriente, trayendo una tropa de carretas desde la campaña del sur. Su mujer dio a luz, en la madrugada del 23, un niño muerto, quedando en un estado muy delicado. Ramos salió a la calle a hacer las diligencias para el entierro. Un comisario de policía le detuvo en ella, fue con él a casa de Ramos, donde sin consideración al estado de la familia, empezó el más minucioso e indecente rebusco, descerrajando muebles, y sin perdonar los colchones de la enferma. Aunque nada halló, tuvo que cumplir sus órdenes. Intimó a Ramos que le siguiese; salió con él y su partida; le sacó de la ciudad y le condujo a San José de Flores. Entonces le hizo saber que iba a morir, y que «Su Excelencia el Restaurador de las Leyes le concedía dos horas, para ponerse bien con Dios». Las dos horas pasaron y Ramos fue muerto a pistoletazos por la partida.

-¡Qué horror! -exclamó la joven cubriéndose los ojos con sus manos-. ¿Pero, y la mujer? ¿Qué es de esa desgraciada, Daniel?

-¿La mujer? Se ha enloquecido, prima mía.

-¡Loca!

-Sí, loca, y morirá pronto.

Eduardo hizo señas a su amigo de que mudase de conversación. Amalia se había puesto excesivamente pálida.

-Cuando hayamos pasado esta época terrible -continuó Daniel-, y vivamos juntos tú y Eduardo, mi Florencia y yo, entonces te diré, mi noble prima, cosas horribles que han pasado cerca de ti y que las ignoras. Es verdad que entonces seremos tan felices, que quizá no queramos hablar de desgracia ninguna. Vamos a beber por ese momento.

-Sí, sí.

-Sí, bebamos por nuestra dicha futura -contestaron Eduardo y Amalia acompañando a Daniel con una copa de vino.

-Apenas lo has probado, Amalia, pero yo y Eduardo hemos hecho tus veces, y hacemos bien, el vino vigoriza, y dentro de un momento vamos a correr tres leguas por la costa de nuestro río.

-¡Dios mío! Esto me inquieta -exclamó Amalia-, a esta hora...

-Hasta ahora hemos salido bien, y bien saldremos en adelante -dijo Eduardo.

-¿Y si esa confianza fuera demasiada?

-No, amiga mía, no. Los hombres de Rosas nunca andan solos, pero sus comitivas nunca pasan de seis u ocho hombres.

-¡Pero ustedes no son más que tres!

-Justamente, Amalia, y es porque somos tres que los mashorqueros necesitarían juntarse hasta el número de doce; cuatro por uno; entonces la cosa podría ser dudosa -le contestó Eduardo con una confianza tal, que casi llegó a inspirársela a su amada; pero esto fue momentáneo: una mujer enamorada no duda nunca del valor de su amado, pero no quiere jamás que lo ponga a prueba, y Amalia le dijo prontamente:

-Sin embargo, ustedes evitarán todo encuentro, ¿no es cierto?

-Sí, a menos que no se le ocurra a Eduardo recordar un poco su viejo frenesí por la esgrima. Por no soportar yo el peso de la espada que él trae todas las noches, me dejaría dar con otra igual.

-Yo no uso armas misteriosas, caballero -le contestó Eduardo sonriendo.

-Así será, pero son más eficaces; sobre todo, más cómodas.

-¡Ah, ya sé! ¿Qué arma es ésa, Daniel, que usas tú y con que has hecho a veces tanto daño?

-Y tanto bien, podrías agregar, prima mía.

-Cierto, cierto, perdona; pero respóndeme; mira que he tenido esta curiosidad muchas veces.

-Espera, déjame acabar este dulce.

-No te dejo ir esta noche, sin que me digas lo que quiero.

-Casi estoy por ocultártelo entonces.

-¡Cargoso!

-Vaya, pues; ahí está el arma misteriosa, como la ha llamado Eduardo.

Y Daniel sacó del bolsillo de su levita y puso sobre la mesa una varilla de mimbre de un pie de largo, y delgada en el centro, y en cuyos extremos había dos balas de fierro de seis onzas a lo menos cada una, cubierto todo por una red finísima de cuero de Rusia, sumamente espesa; arma que tomada por una de las balas, se blandía sin quebrarse el mimbre, y daba un peso y una fuerza triple al otro extremo, al más leve movimiento de la mano.

Amalia la tomó al principio como un juguete, pero luego que comprendió todo su poder mortífero la separó de sus manos.

-¿La has visto ya, mi Amalia?

-Sí, sí, guarda eso. Debe ser terrible un golpe dado con una de esas balas.

-Es mortal si se descarga sobre la cabeza, o sobre el pecho. Ahora te diré su nombre: en inglés se llama life preserver; en francés casse-tête; y en español no tiene un nombre especial, pero le aplicaremos el del francés, que es el mas expresivo, porque quiere decir, como tú sabes, rompe-cabezas. En Inglaterra esta arma es muy común; en una provincia de Francia la usan también; y Napoleón la hacía llevar en varios regimientos de caballería. Para mí tiene dos méritos: el uno, haber salvado a Eduardo con ella; el otro, estar pronta para salvarlo otra vez si llega el caso.

-¡Oh, no llegará! ¿No es verdad que no se expondrá usted, Eduardo?

-No, no me expondré; yo temo demasiado el verme imposibilitado de volver a esta casa.

-Y dice bien, porque es la única de que no lo echan.

-¿A él?

-¡Toma! ¿Pues no lo sabes ya, mi querida prima? Nuestro respetable maestro de primeras letras no lo echó a empujones, pero lo echó a discursos. Mi Florencia le dio hospedaje una noche, pero yo lo eché de allí. Un amigo nuestro quiso tenerlo dos días, pero su respetable padre no quiso hospedarlo sino día y medio; y por último, yo no he querido tenerlo sino dos veces, y con esta noche son tres.

-Pero he estado una en mi casa -dijo Eduardo con cierto énfasis.

-Sí, señor, es bastante.

Amalia se esforzaba en sonreírse, pero sus ojos estaban bañados de lágrimas. Daniel las percibió y dijo sacando su reloj:

-Las once y media: es preciso volvernos.

Todos se levantaron.

-¿El poncho y la espada de usted, Eduardo?

-Se los di a Luisa, creo que los ha llevado a una pieza interior.

Amalia pasó de la sala a la habitación contigua, y de ésta a otra; ambas sin ninguna luz artificial, alumbradas apenas por la claridad de la luna que penetraba a través de los cristales de las ventanas que daban hacia el camino de arriba, que pasaba entre los olivos y la Casa Sola.

Eduardo y Daniel se cambiaban algunas palabras cuando sintieron un grito de Amalia, y al mismo tiempo sus precipitados pasos hacia la sala.

Los dos jóvenes se precipitaban a las habitaciones, cuando las manos de la joven los detuvieron en el dintel de la puerta de comunicación.

-¿Qué hay?

-¿Qué hay? -preguntaron los dos amigos.

-Nada... no salgan todavía... no salgan esta noche -les respondió Amalia excesivamente pálido y descompuesto su semblante.

-¡Por Dios, Amalia! ¿Qué hay? -le preguntó Daniel con su impetuosidad natural, mientras Eduardo se esforzaba por entrar a las habitaciones oscuras, cuya puerta había cerrado Amalia y parádose delante de ella.

-Yo lo diré, yo lo diré; pero no entren.

-¿Pero hay alguien en esas piezas?

-No, nadie hay en ellas.

-¿Pero, prima mía, por qué has dado ese grito, por qué estás pálida?

-He visto un hombre arrimado a la ventana del cuarto de Luisa que da hacia el camino; creí al principio que sería Pedro o Fermín, me aproximé para convencerme, y descubierta por ese hombre al acercarme a los vidrios, dio vuelta precipitadamente, se cubrió el rostro con el poncho y se alejó casi a carrera, pero al separarse de la ventana los rayos de la luna alumbraron su cara y le conocí.

-¿Y quién era, Amalia? -preguntaron los dos jóvenes.

-¡Mariño! -exclamó Daniel, mientras Eduardo se torcía los dedos.

-Sí, él era, no me he engañado. No pude contenerme y di un grito.

-Todo nuestro trabajo está perdido -exclamó Eduardo paseándose precipitadamente por la sala.

-No hay duda, he sido seguido por él al salir de lo de Arana-dijo Daniel reflexionando.

En seguida el joven se asomó a la puerta que daba al río, y llamó a Pedro, que acababa de salir de la sala con el servicio de la mesa.

El veterano se presentó en el acto.

-Pedro, durante comíamos, ¿dónde estaba Fermín?

-No se ha movido de la cocina después que guardamos los caballos en el cuarto caído.

-¿Y ni usted, ni él han sentido cosa alguna en el camino, o cerca de la casa?

-Nada, señor.

-Sin embargo, un hombre ha estado largo rato, al parecer, contra las ventanas del aposento de Luisa.

El soldado llevó las manos a sus canos bigotes y, fingiendo retorcerlos, se dio un fuerte tirón de ellos.

-Usted no lo ha sentido, Pedro. Eso ha podido suceder, pero es necesario mayor vigilancia en adelante; llame usted a Fermín y entretanto ponga usted el freno al caballo que él monta.

Pedro salió sin responder una palabra, y al instante entró el criado de Daniel.

-Fermín, necesito saber si hay hombres a caballo entre los olivos; y si no están ahí, quiero saber qué dirección acaban de tomar, y cuántos eran; si de allí han salido, no hará cinco minutos cuando tú llegues.

Fermín se retiró, y en el acto Daniel, Amalia y Eduardo pasaron al aposento de Luisa, y abrieron la ventana, de donde se descubría el camino y los cuarenta o cincuenta árboles que aparecían a tres cuadras de la casa, como otros tantos fantasmas que visitaban aquel solitario paraje.

Pocos minutos hacía que estaban observando el camino en la dirección a los árboles cuando Amalia dijo:

-¿Pero por qué tarda en salir Fermín?

-Oh, está ya a muchas cuadras de nosotros, Amalia.

-Pero si no ha pasado y sólo por aquí se va al camino.

-No, mi hija, no; Fermín es buen gaucho, y sabe que al animal que dispara no se le persigue de atrás; estoy seguro que ha bajado la barranca, y que a tres o cuatro cuadras ha subido y dado vuelta hacia los olivos por el camino de arriba... Allí está, ¿lo ves?

En efecto, a dos cuadras de la Casa Sola, orillando el camino a la derecha y dejando un poco a la izquierda los olivos, se veía un hombre sobre un caballo oscuro que a galope corto seguía el camino; y un momento después se oyó la voz de ese hombre que cantaba una de esas melancólicas y espirituosas canciones de nuestros gauchos, todas diferentes en la letra, y semejantes en la música.

Después se le vio parar el galope y tomar el trote hacia los olivos, siempre cantando. Perdióse luego entre los árboles, y pocos instantes después se le vio salir de ellos como una exhalación, repasando en un minuto el camino que había andado.

-Corren a Fermín, Daniel.

-No, Amalia.

-Pero mira, ya no se ve.

-Comprendo todo.

-¿Pero qué comprendes? -preguntó Eduardo, que carecía de ese talento de observación que poseía Daniel en tan alto grado, y que le había hecho conocer la ciencia del gaucho como la de la civilización.

-Lo que comprendo es que Fermín no ha encontrado a nadie entre los olivos, que se ha bajado, que ha buscado algún rastro, que ha encontrado frescas indicaciones de caballos que acaban de tomar la dirección que él lleva, y que sigue por ella a convencerse de su presunción.

En seguida volvieron a la sala, y no haría diez minutos que estaban en la puerta de ella que daba hacia el río, cuando divisaron a Fermín, que venía volando por la playa. Subió la barranca a trote largo y vino a desmontarse delante de la puerta.

-Ahí van, señor -dijo con esa indolencia característica del gaucho.

-¿Cuántos?

-Tres.

-¿Por qué camino?

-Por el de arriba.

-¿Has distinguido los caballos?

-Sí, señor.

-¿Conoces alguno?

-Sí, señor.

-A ver.

-El que iba delante es el picazo de galope trabado, que monta el comandante Mariño.

Amalia miro sorprendida a Eduardo y a Daniel.

-Bien: baja los caballos a la orilla del río.

Fermín se retiró llevando el suyo de la brida.

-¡Pero qué! ¿Se van? -preguntó Amalia.

-Sin perder un momento -la respondió su primo.

-¿Y cómo la dejamos sola, Daniel?

-Fermín se quedará, y él y Pedro nos responderán de ella.

-Yo debo acompañar esta noche al jefe de día; y tú dormirás en mi casa.

-¡Dios mío, nuevos trabajos! -exclamó Amalia llevando sus manos a sus ojos, y oprimiendo sus párpados, como era su costumbre en los momentos en que sufría.

-Sí, nuevos trabajos, mi Amalia, ya esta casa no nos ofrece seguridad, será necesario buscar otra.

-Pero vamos pronto, Daniel -dijo Eduardo con una impaciencia tan marcada y una expresión tan dura en sus brillantes ojos de azabache, que Amaba creyó adivinar su pensamiento, y le cogió la mano diciéndole:

-Por mí, Eduardo, por mí -con tal dulcedumbre, con tal ternura en su mirada y en su voz, que Eduardo, por la primera vez, tuvo que desviar sus ojos de los de ella, para que el león no fuera fascinado por la maga.

-Descansa en mí, mi Amalia -la dijo Daniel imprimiendo un beso sobre su frente, como tenía de habitud al despedirse de ella; de esa criatura tan bella, tan noble, generosa, y tan desgraciada al mismo tiempo.

Eduardo apretaba la mano de su amada, y al mismo tiempo Pedro le daba su poncho y su espada, renegando entre sí mismo de no haber podido saludar con su tercerola al que vino a espiar las ventanas de la hija de su coronel.

La despedida fue casi silenciosa: cada uno allí estaba animado de distintos deseos, de distintas emociones:

Amalia sufría por verlos partir; Eduardo, porque veía que cada momento se ganaba terreno Mariño; y Daniel, porque no podía volverse dos hombres y velar por Amalia en el camino de San Isidro y por Eduardo en la ciudad.

Al pie de la barranca saltaron sobre sus caballos, y Fermín recibió orden de permanecer cerca de Amalia, hasta las seis de la mañana.

En seguida partieron a gran galope por el camino del Bajo, mientras Amalia los seguía con sus ojos, elevados al cielo cuando húbolos perdido de vista, buscando el propiciar a la divinidad con los sentidos ruegos de su purísima conciencia, bajo aquel magnífico y sagrado templo de la Naturaleza, que pocas horas antes había escuchado la expresión de amor de dos almas formadas por Dios, la una para la otra, y en el peligro a cada instante de ser separadas para siempre por la mano del hombre.




ArribaAbajoCapítulo XV

El jefe de día


-¡Es inútil, Eduardo! Vamos a reventar los caballos sin conseguir lo que deseas -decía Daniel, mientras que los caballos volaban.

-¿Y sabes lo que deseo?

-Sí.

-¿Qué?

-Alcanzar a Mariño.

-Sí.

-Pero no será.

-¿No?

-No lo conseguirás; y he ahí la razón por que me presto a tu capricho de que corramos como dos demonios por este camino, a riesgo de rompernos la cabeza de una rodada.

-Veremos si lo alcanzo.

-Nos lleva veinte minutos.

-No tanto.

-Y más.

-Al menos, diez hemos reconquistado ya.

-¿Y si lo alcanzáramos?

-A Roma por todo.

-¿Qué?

-Que le busco pendencia y lo atravieso de una estocada.

-¡Magnífica idea!

-Si no es magnífica, a lo menos es terminante.

-¿Olvidas que son cuatro?

-Aunque sean cinco; pero son tres solamente: él y sus dos ordenanzas.

-Son cuatro; Mariño, dos ordenanzas, y yo.

-¿Tú?

-Yo.

-¿Tú contra mí?

-Contra ti.

-En hora buena.

Tal era el diálogo de los jóvenes mientras hacían volar sus poderosos corceles; y ya habían andado legua y media de las tres que tenían que correr, cuando Daniel, que empezaba a temer que a tal carrera saliérase Eduardo con su loca idea, que era preciso evitar a todo trance, se aprovechó de la aparición de dos hombres a caballo que divisó hacia la derecha del camino, y que marchaban en la misma dirección que ellos.

-Ve ahí; allá van tres hombres, Eduardo..., a nuestra derecha... como a dos cuadras... ¿Los ves?

-Pero no son tres, son dos solamente.

-No; he visto tres... Es que están en línea con nosotros.

Eduardo no oyó más, y dio vuelta su caballo en dirección a los jinetes que distaban como quinientos pasos.

Sesgaba, pues, el camino, perdía tiempo, y era cuanto quería Daniel, que siguió siempre al lado de su amigo.

Los desconocidos, al ver a aquellos hombres que se venían sobre ellos a carrera tendida, tiraron las riendas a sus caballos, y esperaron lo que ocurriera.

Los jóvenes sentaron sus caballos a cuatro pasos de ellos; y Eduardo se mordió los labios al ver que eran un pobre viejo y un muchacho, los que le habían hecho perder cuatro o seis minutos de marcha recta; y sobre todo al comprender que había sido un artificio de Daniel.

Salir de su error, dar vuelta su caballo, y volver a tomar de nuevo la carrera, todo fue obra de un segundo.

Daniel, por ese cálculo frío con que sabía clasificar la importancia de los sucesos, equivocándose rara vez en su vida, tenía la seguridad de que no alcanzarían a Mariño llevándoles veinte minutos de delantera, en el corto camino de tres leguas; confiado en que el redactor de la Gaceta no era hombre de ir contemplando la Naturaleza, sino de correr aprisa para dejar cuanto antes aquellos solitarios caminos; y ya casi sin temor ninguno dejaba correr a Eduardo, persuadido de que no había otro inconveniente que el de dar una rodada, como lo había dicho.

Los caballos de Daniel eran superiores; de él era el que montaba Eduardo; pero al fin los pobres animales no podían andar tres leguas a carrera tendida, y poco a poco fueron desobedeciendo a sus amos, y perdiendo su fuerza.

Seguían, sin embargo, incitándolos, cuando el ¡quién vive! de un centinela llegó súbito al oído de los jóvenes; estaban bajo las barrancas del Retiro, donde se hallaban acuartelados el general Rolón, un piquete de caballería y media compañía del batallón de la marina que mandaba Maza, y que hacía la guardia del cuartel, pues que el batallón, como se sabe, había marchado el 16 de agosto para Santos Lugares.

-¡Gracias a Dios! ¡La patria! -contestó Daniel sentando su caballo, al mismo tiempo que el de Eduardo, de cuya rienda dio un tan fuerte tirón, que al brusco y desigual movimiento del animal casi saltó el jinete de la silla.

-¿Qué gente? -continuó el centinela.

-Federales netos -respondió Daniel.

-Pasen de largo.

Y ya volvía Eduardo a tomar el galope cuando una ronca y vibrante voz les gritó:

-Alto.

Los jóvenes se pararon.

Una comitiva de diez jinetes descendía por la barranca del cuartel de Maza.

Tres de aquéllos se adelantaron a reconocer los que venían por el camino del Bajo. Y examinándolos detenidamente estaban, cuando el resto de la comitiva llegó a ellos.

-Me debe usted un caballo, general -dijo Daniel con ese tono de confianza que sabía tomar en los momentos más difíciles, y con el que desarmaba al más malicioso y perspicaz, luego que conoció al general Mansilla, que hacía esa noche el servicio de jefe de día.

-¿Usted por aquí, Bello? -contestó el general.

-Sí, señor; yo por aquí, después de haber andado más de una legua por la costa del río a ver si daba con usted, pues que no lo he encontrado en las inmediaciones de ninguno de los cuarteles de la ciudad. No hay más: me debe usted un caballo, pues que el mío ya no puede más, después de lo que he corrido en su busca.

-Pero quedó usted en ir a casa a las once, y he salido a las once y cuarto.

-¿Entonces yo tengo la culpa?

-Por supuesto.

-Bien, me confieso culpado, y no reclamo el caballo.

-¿Y hay novedad, general?

-Ninguna.

-Pero yo le he pedido a usted que quiero ver nuestros soldados en sus cuarteles.

-He empezado por los del Retiro, y nos faltan todos los demás.

-¿Y se dirige usted ahora?

-Al fuerte.

-A que están dormidos.

-¡Toma! Alcaldes y jueces de paz; ¡hágame usted el favor, qué soldados!

-Bien, general, ¿qué camino va usted a llevar?

-El del Bajo, porque voy primero a la batería.

-Bien, nos encontraremos en la plazoleta del fuerte.

-Pero vamos juntos.

-No, general; voy a subir a la ciudad a acompañar a este amigo mío que pensó pasar la noche con nosotros, pero que se ha indispuesto.

-¡Toma! Si ustedes no sirven para maldita la cosa, los mozos de ahora.

-Eso es lo mismo que yo le decía a usted esta mañana.

-No pueden pasar una mala noche.

-Ya usted lo ve.

-Bueno, vaya ligero, y nos reuniremos en el fuerte; allí cenaremos.

-Hasta de aquí un momento, general.

-Ande pronto.

Eduardo hizo apenas un ligero saludo con la cabeza al general Mansilla, y subió con su amigo por la barranca del Retiro.

Diez minutos después Daniel abría la puerta de su casa: entraba en ella con su amigo; y poco más tarde, volvía a salir solo, cerraba la puerta y montaba de nuevo en su caballo; en su ágil, nuevo y brioso caballo, el mejor de cuantos había en la poblada estancia de su padre.

Al pasar por el grande arco de la Recova vio al jefe de día y su comitiva que subía a la plaza del 25 de Mayo; y volvieron a saludarse junto a los fosos de la fortaleza, donde entraron después de las formalidades militares.

La noche seguía hermosa y apacible; y en el gran patio del fuerte, y en los corredores de lo que fue en otro tiempo departamentos ministeriales, apiñados estaban, fumando y conversando, todos los alcaldes y jueces de paz de la ciudad, con sus tenientes y ordenanzas; la mitad del cuerpo de serenos, y gran parte de la plana mayor; componiendo todos un número de cuatrocientos cincuenta a quinientos hombres.

Toda esa heterogénea guarnición de la fortaleza mandada esa noche por Mariño, según las disposiciones del general Pinedo, inspector de armas.

Imposible es describir la sorpresa del comandante de serenos al ver a Daniel en compañía del general Mansilla, cuando lo creía en ese momento en la Casa Sola, a tres leguas de la ciudad.

Daniel no sabía que Mariño estaba esa noche a cargo de la fortaleza, pero ninguna sorpresa manifestó su semblante; y comprendiendo la de Mariño, delante de él, dijo al jefe de día:

-Esto es servir, general: el señor Mariño deja la pluma y toma la espada.

-Eso es cumplir los deberes, señor Bello -le contestó Mariño sin volver todavía de su sorpresa.

-Y esto es vigilancia. Todo el mundo está aquí despierto -dijo el jefe de día.

-Lo que no hemos visto en parte alguna -agregó Daniel, acabando con esto de perturbar la imaginación de Mariño, pues que si Daniel había andado acompañando al jefe de día, no podía ser él a quien había seguido de lejos hasta la Casa Sola, tres horas antes; y quizá no sería Amalia aquella mujer que dio un grito en un cuarto a oscuras de esa casa. Así, Mariño se perdía en conjeturas; y mientras el general conversaba con varios jueces de paz, yendo con ellos a una de las habitaciones altas, donde había una mesa con algunos fiambres y botellas, Mariño no pudo menos de preguntar a Daniel, con esa indiscreción que acompaña siempre a los espíritus perturbados de improviso:

-¿Entonces usted no ha paseado esta noche solo, a caballo?

-Un poco.

-¡Ah!

-Estuve hasta las siete en casa del señor gobernador delegado, y antes de ir a juntarme con el general Mansilla di un paseo por esos lados del Retiro.

-¿Por el Retiro, en dirección a San Isidro?

-Pues, en dirección a San Isidro. Pero me acorde que tenía que hacer una diligencia por el Socorro, y dejé de repente mi paseo envidiando la suerte de uno que iba delante de mí, y que siguió sin tener que hacer diligencias.

-¿Adelante de usted?

-Sí, en dirección a San Isidro, por el camino de arriba -contestó Daniel con una candidez tal, que Mariño acabó de perder la cabeza, empezando a convencerse de que él mismo se había burlado a sí mismo.

-¿Qué quiere usted? -continuó Daniel-, nosotros no tenemos un momento nuestro.

-Así es.

-¡Oh, y si yo tuviera el talento de usted, señor Mariño! Si yo supiera escribir como usted sabe, mis desvelos entonces podrían ser útiles a nuestra causa; pero ando de aquí para allá todo el día y toda la noche, y maldito lo que hago en beneficio del Restaurador.

-Cada uno hace lo que puede, señor Bello -contestó Mariño, en cuya alma, más torcida que sus ojos, ni la lisonja hacía impresión.

-¡Cuándo estaremos en paz y veremos afianzados esos luminosos principios federales que usted propaga en la Gaceta!

-Cuando no haya ningún unitario descubierto, ni disfrazado -respondió el escritor federal.

-Eso es lo mismo que le decía yo esta tarde al señor gobernador delegado.

En ese momento un ayudante del jefe de día vino a llamar a Bello y a Mariño de parte de aquél.

Subieron.

Parados en redor de una mesa doce o catorce individuos tomaban una copa con el jefe de día. Pero ¡cosa rara, era la tercera o cuarta vez que vaciaban sus copas, y ningún entusiasta brindis federal había resonado bajo las bóvedas de aquel palacio, que escuchó en otros tiempos los brindis a la libertad y a la patria! Mariño llegó a tiempo de beber con ellos, pero tampoco dijo una palabra.

-Vamos, Bello, ¿qué toma usted? -dijo el general Mansilla.

-Nada, señor, nada de comer; pero beberé una copa por el pronto triunfo de nuestras armas federales.

-Y la gloria eterna del Restaurador de las Leyes -agregó Mansilla; y todos cuantos allí había bebieron su copa, pero en silencio.

-¡Comandante Mariño!

-Pronto, señor -contestó éste acercándose al general Mansilla, que le dijo, separado de los demás:

-Haga usted que toda esta gente se acueste; la cosa puede ser larga, y no es bueno que se fatiguen tanto.

-¿Hago levantar el puente?

-No hay para qué.

-¿Cree usted, general, que esta noche no haya novedad?

-Ninguna.

-¿Se retira usted ya?

-Sí; voy a visitar otros cuarteles, y me voy a dormir.

-Lleva usted un buen compañero.

-¿Quién?

-Bello.

-¡Ah, es una alhaja este muchacho!

-¿De qué, general?

-No sé si es oro, o cobre dorado, pero brilla -dijo Mansilla, sonriendo, y dando la mano a Mariño.

En seguida, bajaron por la grande escalera, y mientras Mansilla se reunía a su comitiva para montar a caballo, Daniel se acercó a Mariño y le dijo:

-Lo envidio a usted, comandante: yo quisiera tener también algún puesto donde poder distinguirme.

-¿Y sufriría usted por la Federación los desvelos que sufro yo?

-Todo: hasta las murmuraciones.

-¿Murmuraciones?

-Sí. Aquí mismo acabo de oír a algunos que criticaban algo de usted.

-¿De mí?

-Decían que no ha venido usted a la fortaleza hasta las once de la noche, debiendo venir a las siete.

Mariño revolvió los ojos, y se puso colorado como un tomate.

-¿Y quién decía eso, señor Bello? -preguntó Mariño con voz trémula de rabia.

-Eso no se dice, señor Mariño: se cuentan los milagros, sin nombrar los santos; pero hablaban de ello, y sería bien desagradable que esto llegase a oídos del Restaurador.

Mariño se puso pálido.

-Habladurías -dijo.

-Por supuesto. Habladurías.

-Sin embargo no repita usted esto a nadie, señor Bello.

-Palabra de honor, señor Mariño; yo soy uno de los hombre que más admira el talento de usted; y que tengo especiales motivos para estarle a usted grato, por el servicio que quiso prestar a mi prima.

-¿Y su prima de usted está buena?

-Muy buena, gracias.

-¿La ha visto usted?

-Esta tarde he estado con ella.

-He oído que se ha mudado de Barracas.

-No. Ha venido a pasar unos días a la ciudad, pero se vuelve pronto.

-¿Ah, se vuelve?

-De un día a otro.

-Vamos, Bello -gritó el general Mansilla ya de a caballo.

-Vamos, general; buenas noches, señor Mariño.

-Recomiendo a usted el olvido de estas habladurías, señor Bello.

-Ya no me acuerdo de ellas; buenas noches.

Y Daniel saltó en su caballo y salió de la fortaleza con el jefe de día; dejando a Mariño lleno de perplejidades y zozobra, sin poder clasificar bien a ese joven que por todas partes se le escapaba, y por todas partes se le entraba en sus negocios privados; a quien odiaba por instinto; y de quien no podía tomar una sola prueba, una sola indiscreción para perderlo.




ArribaAbajoCapítulo XVI

Continuación del anterior


La comitiva del jefe de día tomó por la calle de la Reconquista, que conducía al cuartel del coronel Ravelo.

No eran más que las doce de la noche, pero la ciudad estaba desierta, pues sólo veíase en ella el bulto de los serenos en sus respectivos puestos, prontos a marchar a la fortaleza para reunirse con su jefe, a la señal de alarma; pero nada más. De aquel alegre y bullicioso pueblo de Buenos Aires, cuya juventud en otro tiempo esperaba con impaciencia la noche para dar expandimiento a su espíritu ávido de aventuras y de placeres, no quedaba ya un solo vestigio. Cada familia encerraba desde el anochecer a los padres y a los hijos; y la simple acción de pasear las calles de Buenos Aires, en la época del terror, después de las ocho de la noche, era lo bastante para hacer entender que había una gran seguridad federal en quien tal cosa hacía. Terrible escuela desde 1838, en que la juventud que permaneció en Buenos Aires comenzó a aprender hábitos femeniles aconsejados por esa falta de seguridad personal, que hacía buscar entre las paredes del domicilio la única garantía posible a los que temían a cada paso encontrarse con el puñal o el chicote de la Mashorca.

¿Pero el sueño venía siquiera en auxilio del inquieto y abrumado espíritu de los habitantes de esa infeliz ciudad? Los deseos eran demasiado vivos, y demasiado punzantes las impresiones del momento que atravesaban, para poder encontrar en el sueño el olvido de la vigilia. Y no bien las herraduras de la cabalgata del jefe de día resonaban en el empedrado de las calles, cuando alguna sombra se proyectaba desde una azotea, o algún postigo de una habitación en tinieblas se entreabría para dar paso a una mirada inquieta y buscadora.

Un caballo a galope daba origen a imaginar un chasque que volaba a anunciar una traición, una victoria, una derrota.

Un ruido cualquiera, cuya explicación no se podía encontrar en el momento, era clasificado de cañoneo, o de tropel de gente armada.

Y para más de uno, la comitiva de Mansilla pareció acaso un escuadrón del general Lavalle que se había precipitado a la ciudad.

¿Era la causa política quien ponía a los espíritus en esta irritabilidad nerviosa? Era más que esto: era la causa política y la causa individual quien los sujetaba a ese penoso modo de existencia, porque a las opiniones de la causa común ligado estaba para cada individuo el azar de su destino propio.

Los federalistas, por principio, sabían bien que no había que temer individualmente del triunfo del principio unitario, porque tal principio no venía campeando, ni el jefe de la cruzada libertadora venía a consumar venganzas de opiniones políticas. Mas ellos sabían que el caudillo llamado federal los había precipitado a una vida de responsabilidades privadas, en las cuales ya no entraba la política sino la justicia; y temían.

Los hombres pertenecientes al Club de la Mashorca, manchados con cuanto género de crimen puede conducir al cadalso, comprendían bien que eran millares de familias las que tenían descargando sobre ellos el anatema justísimo a que se habían hecho acreedores; porque sus insultos individuales no podían traer sino venganzas y castigos individuales; y a su vez, temblaban del triunfo de Lavalle.

Los que tenían un deudo en el Ejército Libertador recordaban que era una cuestión de sangre la que se iba a resolver a sus ojos: y temían de los combates.

Los que no habían dado jamás pruebas prácticas de su entusiasmo federal, motivo suficiente para la clasificación de unitario, sufrían la inquietud consiguiente a la incertidumbre de los sucesos pendientes: y temblaban por la patria y por ellos, al imaginarse una desgracia en el Ejército Libertador.

Y he ahí, pues, que toda la sociedad, de uno y de otro color político, sus clases complicadas en la actualidad por las opiniones o por las obras, por los parientes o por los amigos, toda entera estaba conmovida, y pendiente su espíritu del más leve incidente que ocurría.

Daniel, que marchaba al lado de Mansilla, percibía a menudo el movimiento de las ventanas, o las sombras en las azoteas, y comprendía perfectamente cuanto acabamos de decir.

-Nuestra buena ciudad no duerme, general, ¿no nota usted que es cierto lo que le digo?

-Todos esperan, amigo mío -contestó el general Mansilla, de cuyos labios rara vez salía una palabra sin malicia, sin doble sentido, o sin sátira.

-¿Pero todos una misma cosa, general?

-Todos.

-¡Es asombrosa la mancomunidad de opiniones que reina bajo nuestro sistema federal!

Mansilla dio vuelta y miró furtivamente a aquella alhaja, como él decía, y luego contestó:

-Especialmente en una cosa. ¿La adivina usted?

-Palabra de honor, que no.

-Hay una admirable mancomunidad de deseos, de que esto se acabe cuanto antes.

-¿Esto? ¿Y qué es esto, general?

Mansilla volvió a mirar a Daniel, porque la pregunta era una estocada a fondo sobre sus confianzas.

-La situación, quiero decir.

-¡Ah, la situación! Pero para usted no pasará nunca la situación política, general Mansilla.

-¿Cómo así?

-Usted no es hombre para vivir en la vida doméstica; necesita usted los asuntos públicos, y sea en favor, sea en oposición al gobierno, habrá usted siempre de figurar en nuestro país.

-¿Aunque entrasen los unitarios?

-Aunque entrasen. Hay muchos de nuestros federales que figurarán entre ellos.

-Sí; y algunos estarán en un puesto muy eminente, por ejemplo, en la horca; pero, en fin, nosotros debemos estar siempre al lado del Restaurador.

El doble sentido de esa palabra no escapó a Daniel; pero prosiguió con una naturalidad infantil:

-Sí, él es digno de que ninguno lo abandonemos en este trance.

-No crea usted que es terrible, este hombre tiene mucha suerte.

-Es que representa la causa federal.

-Que es la mejor de todas, ¿no es verdad? -dijo Mansilla, mirando a Daniel.

-Así lo he aprendido en las sesiones del Congreso Constituyente.

Mansilla se mordió los labios: él había sido unitario en el Congreso; pero Daniel tenía tal aspecto de sencillez, que el astuto viejo no pudo comprender bien si aquellas palabras eran, o no, un sarcasmo.

Daniel continuó:

-Causa que nunca habrá de ser destruida por los unitarios. No hay que equivocarse, solamente los federales podrán dar en tierra con el general Rosas.

-Parece que tuviera usted cincuenta años, señor Bello.

-Es que me fijo mucho en lo que oigo.

-¿Y qué es lo que usted oye?

-La popularidad de que gozan algunos federales; usted por ejemplo, general.

-¿Yo?

-Sí, usted. Sin los lazos de parentesco que le unen al Señor Gobernador, éste vigilaría mucho sobre usted, porque no debe ignorar la popularidad de que goza, y sobre todo, su talento y su valor. A pesar de que he oído que hablando de esto alguna vez en 1835, dijo que usted no servía sino para revueltas de real y medio.

Mansilla acercó violentamente su caballo al de Daniel y le dijo con una voz nerviosa:

-Son propias de ese gaucho bruto estas palabras; ¿pero sabe usted por qué las ha dicho?

-Por broma quizá, general -contestó Daniel con la mayor sangre fría.

-Porque me tiene miedo -dijo Mansilla apretando el brazo de Daniel, y adjetivando el nombre de Rosas con aquella palabra que debía ser pronunciada bien claro, para poder ser rey de España, según decían los españoles, en su última guerra con los franceses.

Aquella brusca declaración era propia del carácter de Mansilla, mezcla de valor y de petulancia, de arrojo y de indiscreción. Pero la situación era tan grave, que no dejó de conocer pronto que se había avanzado demasiado en sus confianzas con Daniel; mas era tarde ya para retroceder, y creyó que lo mejor sería arrancar iguales confianzas de su compañero de ronda, y le dijo con su astucia natural:

-Yo sé que si pegase un grito tendría toda la juventud en mi favor, porque ninguno de ustedes quiere este orden de cosas en que vivimos.

-¿Sabe usted, general, que yo creo lo mismo? -le contestó Daniel, como si por la primera vez de su vida le ocurriese tal idea.

-Y usted sería el primero en estar a mi lado.

-¿En una revolución?

-En... en cualquier cosa -dijo Mansilla no atreviéndose a pronunciar aquella palabra.

-Me parece que tendría usted muchos que lo siguieran.

-¿Pero vendría usted? -preguntó Mansilla insistiendo en arrancar alguna confidencia de aquel joven que acababa de ser depositario de una enorme indiscreción suya.

-¿Yo? Mire usted, general, yo no podría por una sencilla razón.

-¿Y cuál?

-Porque yo he jurado no asociarme a nada de lo que hagan los jóvenes de mi edad, desde que ellos en su mayor parte se han hecho unitarios, y yo sigo y profeso los principios de la Federación.

-¡Bah, bah, bah!

Y Mansilla separó su caballo, queriendo convencerse de que Daniel no era sino un muchacho hablantín, y sin peso ninguno en sus ideas, pues que aquel escrúpulo de amor propio no podía caber en un espíritu superior.

Daniel continuó, como si nada notase:

-Además, general, yo tengo horror a la política y me avengo mejor con la literatura y con las damas, como se lo decía esta tarde a Agustinita, cuando me pedía que le acompañase a usted esta noche.

-Así lo creo -contestó Mansilla con sequedad.

-Qué quiere usted, yo quiero ser tan buen porteño como el general Mansilla.

-¿Qué?

-Es decir, quiero acreditarme como él en el concepto de las buenas mozas.

El amor había sido siempre el flaco de Mansilla, como su fuerte habían sido siempre las tramoyas políticas; y Daniel le empezó a dar en el clavo.

-Pero esos tiempos ya se pasaron -dijo Mansilla sonriendo.

-No para la crónica.

-Bah, ¡la crónica!; ¿y qué sacamos con eso?

-Ni para la actualidad si usted quiere.

-Eso no es cierto.

-Cierto. Hay mil unitarios que odian al general Mansilla, de envidia por la mujer que tiene.

-¿Es linda mi mujer, eh? ¡Es linda! -dijo Mansilla casi parando su caballo, y mirando a su compañero con un semblante lleno de satisfecha vanidad.

-Es la reina de las bellas; así lo confiesan hasta los mismos unitarios, y me parece que si ha sido el último triunfo, ha valido por todos.

-Eso del último...

-Vamos, no quiero saber nada, general... Yo quiero mucho a Agustinita... y no quiero oír que usted le hace infidelidades.

-Ah, mi amigo, si usted enoja y desenoja a las mujeres como a los hombres, usted tendrá en su vida más aventuras que yo.

-¡No entiendo, general! -le contestó Daniel fingiendo la más perfecta sorpresa.

-Dejemos esto, ya estamos en el cuartel de Ravelo.

En efecto, habían llegado al cuartel donde dormían cien negros vicios a las órdenes del coronel Ravelo, y hecha la inspección de ordenanza, siguieron luego a visitar el cuarto batallón de patricios, a las órdenes de Ximeno; y en seguida algunos otros retenes.

Pero, ¡cosa singular!, el champagne de la Federación parecía no fermentar ya en el pecho de sus entusiastas hijos; pues que salían sin espuma las preguntas, las respuestas, las conversaciones todas, que tenían con el jefe de día los jefes a quienes se acercaba, y lo que allí pasaba, sucedía en todas partes y en todas las clases... Causa sin fe, sin conciencia, sin entusiasmo del corazón, que trepidaba y desmayaba al primer amago de sus adversarios políticos.., sacerdotes sin religión, que besaban el suelo cuando el ídolo se columpiaba sobre su altar de cráneos.

Daniel veía y estudiaba todo, y se decía a sí mismo a cada paso:

-«Doscientos hombres solamente, y toda esta gente se la entregaba atada de pies y manos al general Lavalle».

Eran ya las tres de la mañana cuando el general Mansilla tomó para su casa, en la calle del Potosí.

Daniel lo acompañó hasta ella. Pero él no quería que el cuñado de Rosas durmiese inquieto por sus confidencias, y le dijo, al llegar a la casa:

-¡General, usted ha desconfiado de mí, y lo siento!

-¿Yo, señor Bello?

-Sí; conocedor de que toda nuestra juventud se ha dejado fascinar por los locos de Montevideo, ha querido sondearme diciéndome cosas que no siente, porque yo sé bien que el Restaurador no tiene mejor amigo que el general Mansilla; pero felizmente usted no ha visto en mí sino patriotismo federal. ¿No es cierto? -preguntó Daniel fingiendo la expresión más tímida del mundo.

-Cierto, cierto -le contestó Mansilla apretándole la mano y sonriendo de aquel pobre y cándido muchacho, como él lo clasificaba en ese momento.

-¿De manera que contaré con la protección de usted, general?

-Siempre, a todas horas, Bello.

-Bien, entonces hasta mañana.

-Hasta mañana, gracias por la compañía.

Y Daniel dio vuelta a su caballo, riéndose y diciendo para sí mismo:

-«No hubiera dado un diablo por mi vida, mientras tú creyeses que yo tenía tu secreto; ahora me la has dejado rescatar, y no te he devuelto tu prenda: buenas noches, general Mansilla».




ArribaAbajoCapítulo XVII

Patria, amor y amistad


Daniel entró a su casa y él mismo condujo su caballo al pesebre, porque no lo esperaba su fiel Fermín, y los otros criados nada sabían de las excursiones nocturnas de su señor: él despertó a uno sin embargo, y mandó estuviese pronto para recibir sus órdenes.

Eran las cuatro de la mañana, y cuando entró a sus habitaciones, alumbradas por una mustia lámpara, echó de menos el fuego de su chimenea, porque el frío de la madrugada empezaba a hacerse sentir con el rigor con que mostróse en el invierno de 1840. Pero no estaba Fermín, y ningún otro criado podía entrar a las habitaciones de Daniel.

El joven encendió una bujía, y lo primero que hizo fue pasar al aposento en que dormía Eduardo, contiguo al suyo.

El sueño era agitado en aquella robusta organización, cuyo espíritu apasionado estaba combatido por tan distintas impresiones, después de cuatro meses; y en su hermoso semblante grabado estaba un ceño duro, revelador de las imágenes adustas que en aquel momento estaban quizá hiriendo su estimulada imaginación.

Contemplóle Daniel un largo rato; conoció que no hacía mucho tiempo que dormía, por lo poco que quedaba de la vela a cuya luz había estado leyendo un volumen de la Revolución Francesa. Vio en Eduardo la imagen palpitante y viva de la persecución y la desgracia que sufría la juventud de la república; y elevándose más su espíritu a medida que las ideas se sucedían en él, llegó a creer que tenía delante de sus ojos una personificación de la actualidad, en cuya suerte podría estudiar el destino de la generación a que pertenecía.

Pálido, ojeroso, abrumado su espíritu y su cuerpo por el trabajo, la labor y la ansiedad continua, Daniel pasó a su bufete y se echó en su sillón.

Pero de repente, separando de sus sienes sus lacios y descompuestos cabellos, sentóse a su escritorio, y, tranquilo, con ese semblante sereno que se descubría en él cuando una alta idea le preocupaba, sacó algunas cartas de un secreto de su escritorio, leyólas, tomó la fecha de una de ellas, y escribió luego la siguiente, que leyó después con completa calma:

Al señor Bouchet Martigny, etc.

Buenos Aires, 1.º de setiembre de 1840.
A las cuatro de la mañana.

Muy señor mío:

Están en mi poder sus cartas del 22 y 24 del pasado, y la última me ha confirmado la lisonjera idea de que la noble causa de mi patria encuentra prosélitos, no sólo en sus hijos, sino también en los hombres de corazón, cualquiera que sea la tierra de su nacimiento: y las solicitudes que me avisa usted haber sido dirigidas por compatriotas suyos al gobierno francés, sobre los asuntos del Plata, y en favor de la causa argentina, son otros tantos títulos de reconocimiento hacia esas excepciones nobles de la Europa, que tan mal nos comprende y peor nos quiere.

Pero al pagar mi parte en esta deuda de gratitud, debo decir a usted con lealtad, que a la altura a que han llegado los acontecimientos, toda interposición que deba venir de Europa, favorable o adversa a nuestra causa, no llegará a tiempo de influir en los sucesos, porque las dos causas políticas deben resolverse al influjo de las armas, dentro de pocos días.

Para mí, la situación encierra un dilema preciso y terminante a este respecto: o la ciudad es tomada antes de quince días, y entonces Rosas está perdido para siempre, o el Ejército Libertador se retira, y entonces todo se pierde por muchos años, de un modo que no ofrecerá posibilidad de nuevo incremento, ni aun con el auxilio de un poder extraño.

Dar al general Lavalle todo cuanto elemento sea posible, es lo único que aconseja la situación actual; pero dárselo sin pérdida de hora; porque del efecto moral que produzca una violenta invasión a la ciudad, más que un ataque a los reductos de Santos Lugares, puede resultar solamente el triunfo de un ejército que no cuenta tres mil hombres, con las dos terceras partes de caballería; que tiene por enemigo un poder fuerte doblemente en el número, y que no puede, ni debe contar con la mínima cooperación de los habitantes de Buenos Aires, sino cuando haga sentir el ruido de sus armas y los vivas a la patria, dentro las ralles mismas de la ciudad.

Este aparente contrasentido en un pueblo, cuya mayoría maldice las cadenas que le oprimen, y espera con toda la efusión de su alma la regeneración de la libertad patria, yo sé bien que los unitarios se empeñan en separarlo de su consideración, por que ellos no quieren convenir cor. que el pueblo de Buenos Aires no sea, en 1840, lo que en 1810: es un honroso error, pero es error al fin, y pues que los hechos que están ya bajo el dominio histórico, y que han acaecido en todo el norte de la provincia, destruyen la mitad de las ilusiones unitarias, y arguyen muy alto contra las que se tienen fundadas en la ciudad, yo creo de una innegable conveniencia el no contar con otros recursos que los que tiene propios el ejército.

Es imposible, materialmente imposible, establecer hoy la asociación de diez hombres en Buenos Aires: el individualismo es el cáncer que corroe las entrañas de este pueblo. Ese fenómeno se explica, se justifica, puedo decir, pero no es tiempo de averiguaciones filosóficas, sino de tomar los hechos existentes, buenos o malos, y basar sobre ellos el cálculo de operaciones fijas. Y es sobre el hecho de la no revolución en Buenos Aires, que debe calcular sus operaciones el Ejército Libertador.

¿Sin más auxilios que los suyos propios, debe, o no, seguir sobre Rosas el general Lavalle? Tal es la cuestión que pueden proponerse algunos, especialmente la Comisión Argentina, que discurre tanto, aunque con tan poco buen éxito, desgraciadamente.

Antes de resolverla, sin embargo, yo querría hacer entender al general Lavalle, y a todo el mundo, que el poder de Rosas no está en los esteros, zanjas, cañones y soldados de Santos Lugares; que está en la capital; que está en el fuerte, puedo decir: Buenos Aires es la cabeza; todo lo demás no son sino miembros subordinados. Es de Buenos Aires que ha de partir la reacción en la corriente revolucionaria, que debe descender de ella para surcar por toda la república. Y en este caso el problema por resolver no es otro que el de si conviene o no invadir la ciudad por alguno de los flancos de los acampamentos de Rosas, y to mar posesión de ella, dejándolo a él dueño de la campaña.

En la posición del general Lavalle, yo no trepidaría en aceptar el primer caso, porque me asiste la convicción que si el ejército se retira, la cuestión se pierde y se pierde el ejército; y en esta coyuntura yo preferiría arriesgar esa inmensa pérdida, sobre el único terreno que ofrece una posibilidad de triunfo.

En la ciudad no puede haber resistencia; los federales están abatidos por la simple incertidumbre de los sucesos, y la mitad de ellos, cuando menos, se pasaría de buen grado al general Lavalle, para buscar con su traición a Rosas una garantía futura.

Mi carta anterior lo ha impuesto a usted del pormenor de los acuartelamientos, tropa de línea, etc, que hay en la ciudad; y si esta otra puede contribuir a meditar sobre la idea que aconsejo, habré conseguido mis deseos, pues que no dudo que del examen de ella resultaría su aprobación.

Quiera usted, señor Martigny, aceptar como siempre las seguridades de mi particular aprecio.

B.



Daniel puso a esta carta un sello especial; púsole luego una dirección para Mr. Douglas, y la guardó en el secreto de su escritorio.

Luego escribió la siguiente:

Amalia:

La visión no era otra que Mariño. He conseguido intrigarle el espíritu. Cree y no cree que me ha seguido y que ha dado contigo. Pero esa misma duda le excitará más y querrá salir de ella.

De hoy en adelante mis pasos serán seguidos más que nunca.

No hay remedio: para ¡as dificultades que nos cercan, no hay otro camino que el de la temeridad, que es la prudencia de las situaciones difíciles.

Es necesario volver a Barracas, y pronto.

Disponlo todo, y consérvate pronta a todas horas.

Los sucesos se precipitan ya, y todo debe ser rápido como va a serlo el choque de nuestra desgracia o nuestra fortuna.

¡Dios vele sobre los buenos!



Terminada esta carta, el joven escribió por último a su Florencia, y le decía:

Alma de mi alma: todavía soy feliz en el mundo, muy feliz, desde que, abrumado y cansado de una lucha estéril, pero terrible, que tú no conoces todavía, tengo tu corazón para refugio de mi alma, tengo tu nombre para acercarme a Dios y a los ángeles, al escribirlo.

Hoy he sufrido mucho, y mi único consuelo es la esperanza que tengo de que vas a prestarte a mis deseos: es necesario que persuadas a tu buena madre, que la decidas a su viaje a Montevideo; pero pronto, mañana si es posible. Yo facilitaré todo. Y si es necesario para la tranquilidad de su espíritu el que seas mi esposa antes de la partida, mañana mismo nos unirá la Iglesia, como nos ha unido Dios: para siempre.

Sobre el cielo que nos cubre, en el aire que respiramos esta hoy la desgracia, y quizá ¡Quién sabe! Todo es fatídico hoy... Yo no quiero tu mano, es decir, mi felicidad, mi orgullo, mi paraíso, en estos momentos. Pero lo haré, si es necesario para tu partida.

No me preguntes nada. No puedo decirte sino que quisiera alzarte sobre los astros, para que el aire de estos momentos no rozase tu frente. No me pidas que te siga... No puedo... Frío como un cálculo, mi destino está hecho. Estoy clavado a Buenos Aires, y... Pero nos hemos de ver pronto, dentro de ocho, dentro de quince días a lo más. Es un siglo, ¿no es verdad? No importa, en la nube, en el aire, en la luz, tú me conversarás, Florencia, y yo recogeré tus palabras en el adoratorio de tu imagen: en mi alma.

¿Me complacerás?

Madama Dupasquier nada te niega.

Y yo no te he pedido jamás nada, sino por tu felicidad y por la mía.

Daniel.



El joven cerró esta última carta, púsola en su pecho, y esperó al día para darla dirección con las otras.