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Ambarina: historia doméstica cubana

Tomo I


Virginia Auber Noya



Portada



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AL RESPETABLE HACENDADO CUBANO
Sr. D. Julián L. Alfonso

La circunstancia de practicarse en las fincas de Vd. para con la humilde raza encargada de los trabajos rurales de Cuba el humanitario sistema que observaba en la suya la heroína de la adjunta obrita, y sobre todo un afecto tan sincero como antiguo y consecuente, me impelen, respetable amigo, a dedicar a Vd. el nuevo trabajo literario que presento al público. ¡Ojalá pues que la santa amistad, que en cierto modo pongo a su frente por medio de estas líneas al manifestar a Vd. mi consideración y mi aprecio, sirva a mi Ambarina de talismán bienhechor capaz de preservarla de los ataques de la crítica intolerante que ha sucedido en La Habana de repente a la indulgente fraternidad con que antes nuestros escritores se alentaban unos a otros en el cultivo de las letras!

FELICIA.





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- I -

Polluelo de águila en nido de gorriones


Una de las más singulares leyes humanas es la que convierte en afrentoso delito desgracias que no ha originado el individuo que las soporta. Aunque sólo las vituperables acciones debieran envilecer al mortal, un ilegítimo nacimiento, la mezcla de sangre y otras causas por el estilo, en que su voluntad no tiene parte, bastan para arruinar su porvenir. En vano se clama contra ciertas preocupaciones destinadas a ofuscar injustamente el brillo del mérito y de la virtud. El espíritu habituado a concebirlas no puede rechazar su yugo, y hasta las mismas víctimas de su rigor les tributan ciega obediencia. ¡Desdichado pues el que aparentando despreciarlas por tal de satisfacer alguna pasión obstinada osa hollar a sus pies la opinión de la sociedad! Por grande que sea su fortaleza moral no logrará escapar a los anatemas del círculo en que vive y, temprano o tarde, se arrepentirá de haberlos excitado.

Pero tregua a inútiles reflexiones y pasemos al hecho verdadero que sin adiciones ni preámbulos me propongo referir al curioso lector.

La fisonomía de los pueblos cambia con el trascurso de los siglos: el hombre, que de los brazos de la juventud cae en los de la vejez, muda también de aspecto al empujarlo hacia su sepulcro el alado anciano que armado de una segur recorre el globo; mas la Naturaleza permanece igual siempre en la variación de sus estaciones, en su belleza fecunda y admirable. El día de verano que inundaba de luz la población campestre, situada a algunas leguas de La Habana, donde esta sencilla historia principia, se asemejaba en consecuencia como una gota de agua a otra a todos los días claros y sofocantes que durante el estío de la zona tórrida se encargan de agobiarnos con el ardor de su fulminante hermosura. Radiaba en el profundo1 azul del firmamento el sol de julio, derramando torrentes de fuego sobre los techos de paja de la rústica aldea, y la vigorosa vegetación de las próximas estancias. La brisa perdía su frescura al atravesar la   -84-   inflamada atmósfera: mugía el ganado como lamentándose al pastar la quemada hierba del yermo y polvoroso potrero; inclinaba el marchito plátano sus anchas hojas hacia tierra; apenas osaba la palma mover en medio del letargo general su erguido penacho, y la campiña de los trópicos palpitaba abrasada por el astro que lucía en el cenit como un monarca en su trono.

A pesar del insoportable calor de la mañana dos muchachos de distinto sexo jugaban casi desnudos a la puerta de una de las casas del lugarejo, que aunque techada de guano revelaba en su exterior aseo y comodidad. Pertenecía a una de las personas más importantes del pueblo, porque era menos pobre que sus vecinos, a una mujer de mediana edad y de aventajada presencia en su clase, allí conocida por la mulata Mariana.

-Dorila2. ¡Valentín! -exclamó aquella, compareciendo en el umbral de su morada-. ¿Queréis ganar un tabardillo saliendo a la calle con un sol tan fuerte? Más valiera que en vez de emplear el tiempo en locas travesuras aprendierais a leer con Ambarina. ¡Adentro! ¡Adentro!

Los chicuelos, de un color tan atezado como el de su madre, cuyas mejillas parecían de cobre, entraron en la casa saltando y gritando:

-Enséñanos a leer, Ambarina.

La persona que respondía a este extraño nombre era una niña de unos catorce años que revelaba en su pensativo rostro prematura reflexión. Según en los poéticos albores de la aurora se adivina el principio de un hermoso día así en las facciones todavía infantiles de Ambarina, y en sus formas incompletas, descubríase desde la primera mirada la futura beldad. Grandes ojos negros dotados de sobrehumano resplandor, una elevada frente, asiento del candor y la inteligencia, una nariz fina y recta como la de la Venus romana, labios de un coral oscuro como el que producen las rocas marinas y cabellos tan magníficos como los de Berenice anunciaban en el capullo pomposo una rosa que no tardaría en desarrollar sus exquisitas perfecciones. No la habían pues llamado Ambarina porque poseyera la menor analogía con la humilde flor designada con igual nombre en el reino botánico, sino porque teñía su aterciopelado cutis un matiz de ámbar, una dorada palidez que jamás alteraban ráfagas de carmín.

Lejos de acoger cariñosamente a los dos chicuelos contemplolos con una expresión indefinible que se asemejaba al desdén, y los rechazó murmurando: «Apartaos: no manchéis mi vestido con vuestras manos sucias», y levantándose   -85-   precipitadamente se dirigió a la puerta de la calle, donde sus pupilas, que despedían rayos de luz, recorrieron con una especie de ansiedad el inmenso horizonte.

-¡Ingrata! -dijo pesarosa la mulata Mariana, acercándose a ella-. Estas pobres criaturas te acarician y tú las repeles con aspereza. Recuerda, desagradecida, que son mis hijos, y casi tus hermanos, puesto que te he criado también con la leche de mi seno.

-Gracias a Dios tengo para con vosotros la deuda del reconocimiento, pero no la del parentesco -replicó Ambarina con el aire de orgullo que se unía en su peregrino rostro al de la bondad-. Cien veces me has asegurado que circula sangre pura y sin mezcla por la red de mis venas. Me lo has repetido, sí, con placer, porque me has servido de madre y me amas. Mas ah... ¡Con cuánta mayor complacencia te escuchaba yo, Mariana! Tus palabras encerraban para mí la esperanza, la salvación, la vida.

-¡La vida! murmuró Mariana con aire de duda. ¡Bah! Uno se acostumbra a todo. En prueba de que así sucede mira cómo a pesar de no haberme otorgado Dios una piel blanca he disfrutado horas felices en que no me ha pesado haber nacido. El silvestre arbusto que apenas se levanta una vara del suelo no ostenta la gallardía de la palma real, y sin embargo, no por eso deja de producir galanas flores, ni de gozar como ella del sol, del rocío y de la fresca brisa. ¡Pero qué veo!, añadió con asombro. ¡Estás llorando! ¿Me ocultas alguna pena? ¿Te ha ofendido alguno de la casa? ¿Hijita (tú me has permitido darte este cariñoso dictado en consideración a lo mucho que te quiero), qué significan esas lágrimas?

-No lo sé, Mariana, balbuceó sofocada la niña al enjugar sus húmedos párpados. Mas dime ¿de qué lado queda el mar? ¿Hacia dónde debo volver los ojos para encontrar ese lago proceloso, infinito, que nos pone en comunicación con el continente europeo?

-Y a ti, niña, ¿qué te importa el viejo mundo?

-En él, según me has referido, reside la familia de mi padre, el cual ya no habita en la tierra, pues si te presto crédito sobrevivió pocos meses a la infeliz a quien robó el honor, y que falleció al darme a luz. Un borrón hay en mi nacimiento ilegítimo: turbio está en parte el manantial de mi existencia. ¡Pero qué diferencia de una mancha que puede desaparecer el día que un hombre honrado3 me ofrezca su mano y su apellido a la indeleble que en mi destino hubiera impreso la sangre de una raza degradada! Esta última afrenta se trasmite a los hijos: pasa de generación en generación y ni acciones laudables, ni méritos, ni opulencia consiguen destruirla. ¿De que sirve que llamemos preocupaciones a los escrúpulos que la sociedad abriga respecto al particular si el mismo que las moteja las experimenta en secreto?

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Semejante lenguaje, que debía ofender los oídos de Mariana, sólo le arrancó un gesto de pena. Tan natural juzgan las especies atezadas fuera de su país el predominio de la blanca que ni siquiera lo califican de injusto. Convencidas en los civilizados pueblos de su menor valía suelen profesarse a sí propias cierto desdén, mostrándose ufanas con el más pequeño favor y consideración de la orgullosa raza que las subyuga. ¡Triste condición humana, que siempre ha de tener en más al más poderoso!

-Hijita mía, exclamó la mulata, acariciando los lustrosos cabellos de Ambarina. Tranquilízate, que no hay en tu fe de bautismo nada capaz de avergonzarte. Aunque no provengas de legítimo matrimonio no tienes tú la culpa de las faltas de los autores de tu ser.

-Dios ha dicho que los errores de los padres serán castigados en los hijos hasta la cuarta y quinta generación, replicó la jovencilla con vehemencia. ¿Cómo existen por consiguiente hombres tan locos o egoístas que al abandonarse al torrente de sus pasiones olvidan que van a transmitir a su descendencia el oprobio de sus criminales deliquios?

-¡Jesús! ¡Jesús! exclamó Mariana sorprendida. Al oírte hablar le parece a uno que deben poblar tu cabeza tristes canas en lugar de los rizos de la niñez. Sí; aunque me juzgues una mujer poco escrupulosa conozco que te indignas con un motivo sobrado del olvido que solemos hacer de la razón para satisfacer inclinaciones vituperables. Pero cuando el corazón desea una cosa con toda su energía es tan difícil someterlo a la penosa ley del sacrificio. Ambarina, tu madre no se había criado entre ejemplos a propósito para enseñarle a preferir su honor y virtud a las felicidades que a menudo arrastran a un abismo a las personas más honradas. Huérfana como tú había crecido como tú también en el seno de una familia de color que sin ser enteramente desmoralizada habitaba en una ciudadela con otras gentes de su clase, de todas costumbres y cataduras. Huyendo por instinto de los escándalos y perniciosas escenas que la circuían, la buena muchacha dejó aquella fétida morada para trasladarse al domicilio de una respetable señora, donde se puso a trabajar de costurera, conquistando pronto con su docilidad y moderación el afecto de su ama. Doña Margarita le regaló multitud de bonitos trajes y a pesar de su tez de ámbar como la tuya, o quizá a causa de ella, cuando María se ponía facistora y salía a pasear luciendo finas muselinas y cintas galanas, así, así, la seguían los mozalbetes suspirando por una mirada de sus ojos de fuego. ¡Ya se ve! María, que debía la vida a una salerosa gaditana, poseía todo el gracejo de la más seductora gitanilla.

-Mi madre fue bien desgraciada y concluyó tan mal como principió, murmuró Ambarina, escuchando con una mezcla de humillación y de interés la relación de Mariana.

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-No siempre padeció descontenta, repuso la mulata, incapaz de comprender las delicadezas de un ánimo altivo, no obstante el lenguaje superior a su condición en que se expresaba. Hubo un tiempo, aunque breve, en que no hubiera cambiado su suerte por la de una reina. Yo, que sirviendo al par de criada de mano a Doña Margarita la trataba casi como a mi igual; yo, objeto como ella de la protección decidida de la rica señora viuda, que privada de hijos profesaba a sus domésticos casi maternal cariño; yo en fin, que asistía con María a las lecciones de lectura que se complacía en darnos Doña Margarita por entretener su ocio, o por lástima hacia nuestra ignorancia, puedo referirte cuanto le pasó entonces. María, lo mismo que yo, a fuerza de oír a su ama vituperar las groseras palabras que según nos repetía echan a perder las mejores ideas aprendió a hablar en los términos escogidos que todavía mi lengua no ha olvidado, a pesar de los muchos años transcurridos desde que tenía quien la dirigiera bien. Doña Margarita nos hubiera arrojado a la calle si la mulata linda (así me llamaban), o la huérfana blanca, no hubieran hecho honor como hábiles alumnas a sus pretensiones de sabia maestra. María pues, ufana con su educación de señorita, y no queriendo confundirse con las criaturas cuyo envilecimiento la ahuyentó del asilo de su desamparada infancia, cerraba prudentemente los oídos a los aduladores que le pusieron los dictados de perla de oro, paloma torcaza y flor de saúco. Pero la tentadora serpiente, halagando su vanidad, logró echar por tierra sus honestas resoluciones. Dos caballeros hermanos y recién llegados de la Península se alojaron en la morada de la opulenta viuda. Habiendo ingresado como socios en una de las primeras casas de comercio de La Habana alquilaron las habitaciones altas del vasto domicilio de dicha señora. Ambos poseían juventud, elegancia y agradable rostro. Era sobre todo Don Eduardo (tu padre) un mozo sin rival. ¡Qué brillo en la mirada, qué suavidad en la voz, qué gracia en la sonrisa! ¡Ah! ¡No extraño que la pobre María perdiera la cabeza por él!

-Los ejemplos repugnantes que contempló en sus tiernos años debieran haberla hecho inaccesible a las seducciones del vicio, exclamó Ambarina con énfasis.

-¡Vicio! ¡Vicio! repitió Mariana encogiéndose de hombros. Olvidas que tratamos de una muchacha en quien la delicadeza se reducía a un barniz exterior. Tu madre fue débil, pero no viciosa.

-¿No es afrentoso todo lo que causa desprecio? Yo preferiría la muerte a excitar semejante sentimiento por estilo alguno. Por eso estoy segura de que nunca cometeré una acción que me ruborice.

-¡Incauta! ¿Quién puede responder del porvenir? objetó Mariana, recordando las lecciones de su antigua ama con un aire de importancia que no sentaba mal en su rostro de bronceada matrona. Como dijo después Doña Margarita   -88-   el dragón enemigo, que comenzó a atacar a María por la vanidad, concluyó venciéndola por el corazón. Trastornada con los obsequios que el galante Don Eduardo tributó a su hermosura se entregó pronto y sin reserva al placer de oírle y escucharle. Habíasele presentado en su infancia la inmoralidad bajo tan asqueroso aspecto que no la reconoció disfrazada con la gallarda figura y los graciosos discursos del forastero. Por último el brillo de una conquista que no se atreviera a esperar ofuscó la razón de la huérfana. La perla de oro se empañó, cesó de arrullar la paloma torcaza, perdió la flor de saúco su humilde perfume, y tu primer quejido resonó en la tierra, lejos por supuesto de la residencia de Doña Margarita, que abandonó a María apenas sospechó la falta a que quizá la guiara imprudentemente comunicándole aspiraciones que sólo podían realizarse a costa de su oprobio.

-La desgraciada víctima en compensación no sobrevivió a él, balbuceó Ambarina, juntando las manos. ¡Madre mía! No hay mañana que no me levante deplorando tu ausencia, ni noche que no me recoja rogando a Dios por ti. ¡Amada madre! Tu hija ha empezado a padecer desde que te perdió y sin embargo te bendice agradecida, porque tu temprano fallecimiento le prueba que aunque delinquiste no cesaste en el fondo de tu alma de rendir homenaje a la virtud, porque al saber que sucumbiste bajo el peso de tus remordimientos puede adorar y respetar tu memoria.

Mariana volvió a examinar con asombro a la altiva niña, cuya índole no lograba comprender su espíritu vulgar. En seguida, moviendo la cabeza confusa y dudosa, prosiguió:

-María murió a los pocos meses de haber nacido tú. Entonces yo, que me había casado con el hombre de mi clase de que enviudé no ha mucho tiempo, te crié con la leche de mi seno. Tu padre aunque no se confesaba tal, atendió solícito a tu subsistencia hasta su hora postrera, que siguió de cerca a la de su víctima, según tú llamas a María. La fiebre amarilla lo arrebató y Don Diego, su hermano, informado del misterio de tu nacimiento, continuó protegiéndote en secreto. Mas aún no contarías más de tres años cuando Don Diego, a quien había enriquecido un gran premio de la lotería, persuadido de que el ardiente clima tropical destruía rápidamente su salud, arregló sus negocios y retornó a su patria, donde según rumores públicos contrajo inmediatamente matrimonio.

-A pesar de su legítimo enlace mi tío no me ha olvidado del todo, exclamó Ambarina ansiosamente. Él te ha señalado una pensión mensual para mi manutención, y en medio de mi orfandad tristísima réstame siquiera el consuelo de saber que reside en el mundo un miembro de mi familia que no me ha borrado de su memoria.

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Inclinando Mariana la cabeza con aire inexplicable murmuró:

-Sí; Don Diego es un buen señor. Otro en lugar suyo ya no se acordaría de ti. Catorce años cumplirás pronto, en cuyo largo espacio de tiempo no te han faltado alimentos sanos, decentes vestidos, ni en cierto modo comodidades, gracias a su liberalidad. A fines de cada mes viene el administrador de los bienes que en la isla conserva, el «Antilla», el hermoso ingenio de Don Diego próximo a este pueblecillo, y me entrega de paso cuatro onzas de oro españolas que invierto en tus más urgentes necesidades, en pagar al maestro de escuela que te ha enseñado a escribir mejor que un abogado, y en otra multitud de gastillos que se originan en una familia pobre como la nuestra, pues mi difunto Pepe, que en paz descanse, únicamente nos ha legado por herencia sus viejas herramientas de carpintería.

Al oír decir a la mulata «nuestra familia» tiñéronse las pálidas mejillas de Ambarina del brillante rubor que jamás provenía en su impresionable organismo de la savia de la juventud sino de alguna emoción extraordinaria. Pero, apagando al momento la reflexión aquella llama refulgente, exclamó con dulzura como proponiéndose triunfar de los impulsos interiores que la inducían a mostrarse ingrata con su segunda madre:

-Buena Mariana ¿qué me importa lo que haces de la suma que recibo puntualmente por orden de mi tío? No será con retribución tan pequeña con lo que conseguiré pagarte lo mucho que te debo. Te equivocas además si imaginas que me regocijan los dones de Don Diego por su valor material. Mi corazón sólo busca en ellos la memoria de un cercano pariente que no ha olvidado mi mísera existencia, el pensamiento afectuoso del hermano del autor de mis días, que quizá en remoto continente se detiene alguna vez en la pobre Ambarina. ¡Ay! ¡Es tan triste no tener padres, haber perdido antes de conocerlos a esos inefables protectores de la edad más feliz de la vida, desear su ternura, sus consejos, su patrocinio, y encontrarse aislada, desamparada, y sin guía en un mundo inmenso y falaz, según me dicen mis libros! ¡Oh Mariana! ¡Perdóname si con frecuencia permanezco sombría, concentrada, llorosa, a tu lado y al de tus hijos rechazando las caricias que me prodigáis, y que no merezco! ¡Entonces os huyo porque siento que me agobia como una losa fúnebre mi orfandad, porque llamo con la voz del alma a los que me engendraron y no me responden, porque veo que tus hijos sonríen en tus brazos, que los polluelos de las aves se refugian llenos de placer bajo el ala materna, y que cuanto comienza a vivir apoya su debilidad en el robusto tronco de donde ha brotado, excepto yo, condenada desde que nací a permanecer desheredada de ese precioso amparo, a no disfrutar otros halagos que los de la compasión! ¡Oh Dios mío! ¡Afirman que sois grande, justo, misericordioso, y no obstante habéis mirado con enojo mi humilde cuna: me   -90-   habéis quitado mis padres, a quienes hubiera adorado de rodillas mi veneración filial! ¿Temíais acaso que los amara demasiado? ¡Ah! No, Señor, pues vos mismo nos mandáis honrarles y obedecerles. Primero vos; ellos después. Mas yo no tengo padres y he naufragado antes que su cariñoso acento me hubiera enseñado a distinguir los escollos. ¡Desdichada de mí! ¿Qué haré...? ¿Quién me guiará...? A pesar de mi sincera aversión a todo lo que nos degrada, privada de los expertos directores que nos proporciona la naturaleza ¿no llegaré a pecar y delinquir como mi madre?

Mientras hablaba Ambarina las lágrimas que henchían su pecho logrando subir a sus ojos corrían como un torrente por sus mejillas. Al contemplar su abatimiento, su dolor, su amargo desconsuelo, extraña mezcla de esperanza, zozobra y ansiedad se pintó en las caracterizadas facciones de Mariana.

-¡Pobrecita! murmuró. ¡Ah! Triste cosa debe ser efectivamente no haber conocido uno a sus padres. Los míos fueron gentes ajenas a los remilgos y refinamientos que tanto preocupan a los blancos, y sin embargo me amaron con ternura y me hicieron feliz ínterin los conservé. ¿No crees, Ambarina, añadió interrogando con atención la fisonomía de la adolescente que, aunque en tu concepto haya descendido tu madre deshonrada al sepulcro, si se levantara de él por un milagro divino lo olvidarías todo menos que la recobraras?

-¡Prefiero respetarla muerta a acusarla viva, replicó Ambarina con firmeza. Prefiero, sí, regar con mi llanto su fría tumba a ruborizarme al eco de su voz. Lamentar la pérdida de nuestros padres cubre el alma de luto; pero avergonzarse de ellos ¡oh! eso convertiría el negro crespón en sudario horrible. Sucumbiendo mi madre joven, bella y amada, al pesar de haberse extraviado ha expiado su culpa, que de otro modo permanecería indeleble. Por eso a través del polvo de la huesa me sonríe su imagen revestida de gloria: por eso tan a menudo se me aparece en sueños coronada de flores, guirnalda inmarcesible que no hubiera obtenido quedándose en la tierra tranquila y resignada con su oprobio...!

Volvió Mariana a mirarla admirada, y a balbucear:

-Confieso que nunca se me hubieran ocurrido semejantes ideas. Diríase que en realidad circula bajo una piel blanca sangre distinta a la que corre en las venas de la gente de mi color. ¡Paciencia!

Un estruendo parecido a un repentino cañonazo detuvo el curso de sus reflexiones. Absortas en su conversación, no habían reparado que las ligeras nubes, que media hora antes rodeaban el horizonte sin empañar la claridad del cielo,   -91-   tornándose densas con extraordinaria rapidez habían extendido en el aire negro toldo preñado de electricidad. El estampido del trueno les anunció por tanto la llegada de una de esas pasajeras tempestades tropicales que el mugir del viento, los fulgores del relámpago y los torrentes de lluvia convierten en imagen de un formidable cataclismo destinado a desvanecerse a los pocos instantes, dejando la atmósfera purificada, la sedienta tierra empapada en riego benéfico, y a todas las vivientes criaturas, próximas a perecer sofocadas por el riguroso estío de la zona tórrida, aspirando con ansiedad la húmeda frescura que las reanima. El orden admirable que reina en el mecanismo físico del universo ha colocado en todas partes el remedio junto al mal para evitar que los poderosos agentes que combinados unos con otros propenden a la general conservación truequen su acción provechosa en destructiva. Cuán previsora y sabia es la Naturaleza.

La turbonada que acababa de enviar su imponente voz a la mujer y la niña cuyo diálogo he referido poseía la solemnidad de un huracán verdadero. Remolinos impetuosos arrebatando en sus alas los raudales que del firmamento descendían, luminosas sierpes surcando los etéreos vapores y detonaciones eléctricas aturdiendo los ecos vecinos, todo comunicaba al desorden de los elementos suficiente majestad para incluir aquel espectáculo entre los que ha llamado un célebre poeta «Magníficos horrores de la Creación».

-Vamos a tener un temporal de verano, dijo Mariana asustada. ¡Entremos, Ambarina; entremos pronto!

-Permíteme observar la escena terrorífica que a nuestros ojos se presenta, contestó la jovencilla sin moverse. ¡Me gusta tanto ver a los árboles torcerse bajo los furiosos ataques de su aéreo enemigo, a la Naturaleza irritada ostentar todo su poder, y al rincón que habito salir de su monotonía perenne!

Estruendoso estallido interrumpió la sencilla expresión de sus elevados impulsos. El rayo se desprendió de las nubes, cayó sobre la cima de próxima palma real, la tronchó y desapareció en la tierra, dejando a los dos testigos de su velocidad destructora mudas de asombro y de miedo.

Mariana fue la primera que sacudió su estupor. Haciendo la señal de la cruz empujó a Ambarina hacia el interior de la casa con violencia.

-¡Aguarda! exclamó la niña alargando su trigueño cuello. ¿No oyes el ruido de un carruaje que se adelanta precipitadamente?

-Es el rumor del agua que corre, del viento que muge, de los árboles que se agitan, y tal vez del ganado que se queja en los potreros inmediatos.

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-No. He ahí una volante de viaje que anda casi tan aprisa como las nubes impelidas por el vendaval, repuso Ambarina. Arrástrala vigoroso trío de caballos del país. Viene hacia nosotras. ¿Quién puede exponerse así a la ruda intemperie?

-Alguno de los dueños de las vecinas fincas a quien la turbonada habrá sorprendido en el camino.

Ocurría esto en el año 184... y entonces las vías férreas no extendían tan numerosas ramificaciones en el suelo cubano como en la actualidad.

Deteniéndose el carruaje bajo el diluvio a la puerta de la mulata Mariana un joven como de veinticuatro años levantó el paño delantero y se puso de un salto en la pequeña sala.

-Buena mujer, exclamó, dirigiéndose a la dueña de la casa, sírvase Vd. designarme la ruta más corta para llegar al ingenio «Antilla», que se halla situado en las inmediaciones. El calesero no conoce la finca y mi hermano ha olvidado los senderos que a ella conducen.

-Tomando por la guardarraya de palmas que enfrente tenemos caminarán Vds. en recta dirección al «Antilla», contestó Mariana presurosa. Pero hágame Vd. el favor de decirme a su vez si ese ingenio pertenece aún a su antiguo propietario, Don Diego de Alarcón.

Antes que el joven satisfaciera la curiosidad de la mulata un hombre de madura edad asomó su pálido rostro fuera del carruaje murmurando con voz impaciente y débil:

-Ven, Bernardo. La humedad del aire me molesta extraordinariamente.

Bernardo saludó a Mariana y volvió a subir a la volante, que atravesó con vertiginosa rapidez la calle de palmas fronteriza, desparramando con el movimiento de sus ruedas el agua estancada en los charcos del camino.

La brusca retirada del joven le impidió oír el grito en que prorrumpió la mulata al distinguir el semblante del individuo que lo había llamado. Mariana temblando como una azogada, y amarilla como la cera virgen, balbuceaba buscando apoyo en una silla:

-¡Virgen Santísima! ¡Es él! ¡Mas cuán cambiado está! ¡Cómo nos pone el tiempo, Divina Señora!

-¿De quién hablas? preguntó Ambarina ansiosamente.

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-De Don Diego de Alarcón.

-¿Del hermano de mi padre? ¿De mi tío?

-Del mismo, niña, del mismo. Mis ojos no esperaban volverlo a ver antes de cerrarse para siempre. Don Diego no me miró; de otra manera también me hubiera conocido.

-¡Oh! ¿Qué osas indicarme, Mariana...? ¿Mi tío, mi único protector en la tierra, se encuentra tan próximo a nosotras? exclamó Ambarina fuera de sí. ¡Ah! Me engañas; te burlas de mi credulidad.

-Te repito que es él, niña. El corazón me latió al percibirle, como si quisiera escaparse de mi pecho. ¡No se recuerda con indiferencia la época dichosa de la juventud! ¿Habrá traído a su familia? ¿Tendrá hijos? El joven de cabello rojo que acaba de salir de aquí le dio el dictado de hermano.

-Entonces, si no te has equivocado, mañana irás a presentarte a Don Diego, a hablarle de mí, a decirle que necesito abrazarle y reclinar mi cabeza sobre su seno como sobre el de un segundo padre... ¡Es mi tío...! ¡Un miembro de mi verdadera familia...! ¡Gracias a Dios ya no estoy sola!

-No formes castillos en el aire, repuso Mariana sin ofenderse con las palabras de su hija de leche, a cuya significación ya se había acostumbrado. Tu ilegítimo nacimiento impedirá quizá que Don Diego te reconozca por su sobrina, o te ame como a tal. Roguemos al cielo que su esposa no haya venido con él, y que no le rodeen otros niños para que no se oponga a admitir en su hogar doméstico al triste fruto de una pasión culpable. Hija mía, con razón acusas a tus padres por haber cedido a un efecto ilícito destinado a labrar la desventura de tu inocente existencia.

Mariana lloraba; Ambarina respiraba con dificultad.

-No importa, objetó con firmeza la última. Suceda lo que quiera la suerte, mañana solicitarás una entrevista con Don Diego. ¿Me lo prometes, Mariana? Será el mayor de los beneficios que te deberé.

-¡Lo haré, niña, lo haré, y si Dios abre sus oídos a mis acentos terminaron, pobre paloma, tus desdichas!

Con estas palabras renació la esperanza en el alma oprimida de la adolescente. La atmósfera pareció reflejar de improviso sus felices ideas. Huyeron las nubes con tanta ligereza como habían llegado: el borrascoso viento se trocó en blando Favonio; el azul del cielo brilló como transparente zafiro, y el sol, derramando   -94-   de nuevo su luz sobre la húmeda vegetación, cubrió de millones de diamantes la tierra y las plantas.

Figurósele un siglo la tarde a Ambarina, aunque se recogió muy temprano para abreviar las horas que la separaban de la explicación anhelada. Durante su interrumpido sueño, fantásticas visiones continuaron el hilo de los pensamientos que la preocuparan despierta. Tan pronto creía que Don Diego la rechazaba como que le abría cariñoso los paternales brazos; tan pronto imaginaba dirigir el postrer adiós al triste albergue de la mulata como que un destino implacable la condenaba a perecer de dolor entre Mariana y sus hijos, y la noche lejos de proporcionarle reposo le arrebató de consiguiente las pocas ilusiones que le sonrieran al impensado arribo de su tío.

Al apuntar el alba abandonó Ambarina desfigurada e inquieta el tormentoso lecho. El alma de la niña comenzaba a sentir desde la edad de la imprevisión con intensidad extraordinaria. ¡Profundas emociones la aguardaban sin duda en la de las pasiones impetuosas!

Mariana le llevó como de costumbre la taza de aromático café que al levantarse toman indispensablemente los habitantes de los campos cubanos. Ambarina, imposibilitada de tragar un sorbo del fortificante líquido, se pudo desde luego a preparar las galas de su nodriza, diciéndole:

-Ya es hora.

-¿De qué, niña?

-De dirigirte a la morada del Sr. de Alarcón. ¡Mariana! Anoche soñé que me estrechaba contra su pecho llamándome su hija querida.

La pobrecilla le callaba la parte adversa de sus nocturnas visiones a fin de no desanimarla.

-¡Ojalá que se cumplan tan halagüeños presagios, Ambarina! repuso suspirando la mulata, pues aunque de índole imprevisora conocía algo el mundo gracias a la experiencia.

Mariana, deseando calmar la impaciencia de la jovencilla, ciñó a su talle flotante vestido de blanca muselina sembrada de grandes ramos rojos, adornó su cuello con una sarta de corales iguales a los que formando pulseras realzaban la bronceada morbidez de sus brazos, se echó sobre los hombros una inmensa manta de burato color de fuego que le descendía hasta los pies y se cubrió la casi lacia cabellera con un pañuelo de seda encarnada que imitaba el tocado   -95-   peculiar a las criollas mestizas de Santo Domingo. A pesar de sus cincuenta estíos así envuelta en carmíneos lienzos podía simbolizar a la indiana América con su tez tostada por el sol y su ardiente horizonte.

Despidiose la mulata de Ambarina recomendándole cuidara mucho a Dorila y a Valentín, que solían aprovecharse de su ausencia para cometer mil travesuras y encaminándose hacia la frontera guardarraya de palmas pronto desapareció tras los cortinajes de espesa verdura.

No tardó Mariana en llegar al «Antilla», donde todo indicaba el largo tiempo que sin visitarla pasara su legítimo propietario. La hierba crecía por todas partes: los campos de caña, que no fueron renovados oportunamente, presentaban una vegetación raquítica; las palmas reales, a cuyo pie habían germinado las semillas caídas de su cúspide, formaban tupidos bosquecillos; el terreno, casi abandonado a sí propio, ostentaba la agreste fertilidad de los países cálidos y asemejábase el ingenio más bien a una llanura virgen que a la finca cultivada que tantos beneficios había proporcionado.

Arrojando Mariana una mirada melancólica en torno suyo balbuceó confusa:

-¡Lo que va de ayer a hoy!

Sin embargo todo mostraba al par que aquel desorden iba a repararse. Reunía el mayoral la dotación del «Antilla» ante la casa de vivienda: paseábase el administrador pensativo como aguardando órdenes y temiendo rendir cuentas; enumeraban el ganado los empleados blancos de la finca, trazando a la vez el inventario de todas las existencias, y el joven de la cabellera rojiza a quien Don Diego llamara Bernardo dictaba sus mandatos desde el colgadizo de la casa con aire de autoridad absoluta.

-¿Qué se le ofrece a Vd.?, preguntó distraído al acercársele Mariana.

-Deseo hablar con Don Diego de Alarcón, el dueño del ingenio, respondió la mulata, mientras su aceitunado cutis se ponía amarillo a la idea de volver a hallarse cara a cara con el hombre que le recordaba la antigua historia de su juventud.

-Don Diego está indispuesto y no recibe hoy a nadie, exclamó Bernardo con el tono impaciente de quien tiene cosas más importantes de que ocuparse.

-Anunciándole VD. que yo he venido a verle no permanecerán cerradas sus puertas para mí.

  -96-  

-¿Y quién es Vd. que tamaña influencia ejerce sobre el Sr. de Alarcón? replicó el joven con burlón acento. ¿Alguna reina de Etiopía vestida de máscara?

-Ni mi traje ni mi color impedirán que Don Diego se preste a oírme apenas sepa que solicita hablarle la mulata Mariana, dijo ésta alzando la voz.

Había tal expresión de seguridad en sus palabras que Bernardo, vislumbrando en ellas algún misterio interesante, escondió las uñas que a fuer de malévolo gato acababa de enseñar para añadir con la dulzura hipócrita del mencionado cuadrúpedo, a quien se parecía bastante su fisonomía:

-No pretendo indicar a Vd. que Don Diego se niegue a recibirle mañana u otro día cualquiera que se encuentre aliviado, sino que hoy le es eso imposible por hallarse en cama con fiebre y haberle recomendado el médico completa quietud. Como vendrá Vd. probablemente a resucitar en su espíritu añejas memorias la emoción que acompaña a los recuerdos causaría en su ya tan quebrantada salud un trastorno perjudicial si no lo preparáramos con anticipación.

-De cierto que se conmoverá D. Diego al escuchar mi nombre, exclamó María con imprudente orgullo. El pecho más endurecido se abre a la voz de la sangre y el del Sr. de Alarcón nunca fue rebelde a los instintos de Naturaleza.

-¿Cómo? ¿La unen a Vd. lazos de parentesco con mi hermano?, preguntó Bernardo sorprendido.

-No; pero trece años hace que habita bajo mi pobre techo una sobrina de Don Diego, a la cual el buen señor abrazará sin duda muy gustoso.

-¿Qué oigo?, exclamó Bernardo, cuyos ojos parduzcos adquirieron un reflejo singular. Entonces el padre de esa niña...

-Fue Don Eduardo, el hermano mayor de Don Diego, que falleció hace catorce años en La Habana de la fiebre amarilla.

-¿Y la madre...?

-Sucumbió al pesar de serlo sin haber tenido esposo.

-¡Ah!, dijo Bernardo con extraño acento. En tal caso Don Diego habiendo apenas conocido a esa muchacha en la cuna y considerándola una página vergonzosa en la historia de su familia, habrá tratado de olvidarla.

-No; pues me ha entregado hasta la fecha puntualmente el administrador de sus bienes la suficiente suma para alimentarla y vestirla.

  -97-  

-¡En efecto! Vd. me manifiesta la importancia de cosas que he juzgado pequeñeces ignorando la explicación que de su sentido me da Vd. A menudo, por orden de Alarcón, he escrito al encargado de sus negocios en esta isla para que sastisfaciera la pensión señalada por aquél a una mulata llamada Mariana.

-¡Bien persuadida estaba yo de que no abandonaría Don Diego a su sobrina!, murmuró la mulata enjugándose los ojos.

Bernardo, que meditó un rato en silencio, respondió al fin:

-Yo también creo, Mariana, que Alarcón acogerá gozoso a esa huerfanita. De todos modos, caso que se oponga a admitirla a su lado trataré de vencer su resistencia animado de la sincera convicción de que esa niña, a pesar de su ilegítimo nacimiento, posee los derechos a su amparo de una parienta próxima.

-¡Que Dios premie los excelentes sentimientos de Vd., caballerito!, dijo Mariana, penetrada de gratitud. No extraño en verdad que Vd. se haya sentido luego inclinado a favorecer a mi Ambarina, puesto que siendo hermano de Don Diego debe Vd. ser igualmente tío de la pobrecita huérfana.

-¡No! Sólo lazos de afinidad me ligan al Sr. de Alarcón. Mi hermana Cecilia, que hoy mora en el cielo, fue su esposa. De ese matrimonio provienen nuestras fraternales relaciones.

-¿Don Diego ha enviudado?, indagó Mariana casi con alegría. ¡Tan cierto es que el interés propio ahoga con frecuencia la compasión en el alma humana!

-Sí; el desgraciado tuvo consorte e hijos y la Parca le ha robado las prendas que tanto amaba. Aunque ha llorado con lágrimas de sangre la pérdida de una compañera ejemplar, la herida que jamás se cicatrizará en su pecho es la que en él abrió la muerte de su primogénita, de su Inés, ángel de diez primaveras que anunciaba demasiadas perfecciones para permanecer en esta tierra pecadora. Inés pereció de un modo trágico y horrible: Cecilia, mi hermana, que se hallaba próxima a dar a Don Diego un nuevo fruto de su conyugal4 ternura, no pudiendo resistir a tan tremendo golpe conoció que el dolor apresuraba fatalmente su alumbramiento, y a los pocos días del entierro de Inés se encontró Alarcón, antes feliz esposo y orgulloso padre, sin familia en el mundo.

-¡Desventurado! Pero Ambarina... su sobrina, suavizará las amarguras de su corazón afligido, recogerá sus lágrimas, ocupará el lugar de la preciosa niña que ha perdido, y le consolará al fin. ¡Ah! Quizá su memoria atrajo nuevamente a Don Diego a La Habana.

-Respecto a esa suposición se equivoca Vd., pues fui yo quien deseando sacarle del profundo abatimiento en que sumido yacía, y que pusiera en orden   -98-   sus asuntos, lo induje a regresar a la Isla de Cuba, dijo Bernardo, frunciendo involuntariamente el ceño. Si el hombre lograra leer en el porvenir no siempre haría lo que hace. Por último, buena mujer, vuelva Vd. mañana y cuente con mi influencia sobre el ánimo de mi hermano político.

-¡Que todos los santos de la corte celestial bendigan a Vd.! Mañana a esta hora retornará sin falta para saber qué disposiciones manifiesta el Sr. de Alarcón hacia nuestra huerfanita. Mientras tanto corro a fomentar la esperanza en su turbado espíritu.

La mulata efectivamente, a pesar de haber pasado ya la edad de la ligereza, cobró alas en los pies para volar al lado de Ambarina, que salió a recibirla con la tez de sus suaves mejillas, más en armonía que nunca con el nombre que le dieran. Su rostro era en realidad de pálido ámbar y conocíase que la inquietud enviara toda la sangre de sus venas a su impresionable corazón.

-¿Y bien, Mariana? preguntó con trémulo acento, viendo a la mulata adelantarse envuelta en sus rojas galas, que agitaba juguetona a la loca brisa tropical.

-¡Excelente, joven!, exclamó Mariana, jadeando de fatiga. Al principio me chocó su encendida cabellera, después me pareció tan hermosa y brillante como el fuego. Y hay quien diga burlándose: «Ni gato ni perro de aquella color». ¡Cómo si poseyera relación alguna la clase del cabello con la del alma!

-Por supuesto que no: esas son vulgaridades. Pero cuéntame todo lo que te ha ocurrido sin olvidar el menor detalle. ¡Te he aguardado con tanta impaciencia...!

Apresurose Mariana a complacerla. Al saber Ambarina que Don Diego padecía solo, enfermo, privado de las íntimas afecciones que constituyen el primer tesoro de la edad madura, experimentó el inmenso poder de la idea de deber y cariño que une entre sí a los vástagos de un mismo tronco y, respondiendo su amante naturaleza al grito de la sangre, voló su ser entero hacia el pariente que no conocía aún. Las enérgicas facultades de su exquisita5 sensibilidad se le figuraron débiles para enjugar el respetable llanto con que el padre afligido, el desconsolado esposo, regaba dos tumbas recién abiertas.

-¡Oh, cuánto le voy a amar! ¡Cuán asiduos cuidados he de prodigarle!, repetía, derramando lágrimas también. Aunque apenas distinguí su fisonomía cuando su carruaje de viaje, guiado por la Providencia, se detuvo a nuestra puerta me pareció llena de simpática bondad. Mariana, todo me presagia que no tardaré en abandonar esta habitación. Mas no temas que te olvide, ni tampoco a tus hijos. Al contrario aumentaré tu pensión con permiso de mi tío para que Dorila   -99-   aprenda en la mejor escuela de su clase las femeninas labores, y Valentín al lado de algún artesano un oficio honrado y lucrativo. Entonces no necesitarás dejarlo vagar como ahora con los pilluelos de la plebe para ir a comprar los objetos precisos a la manutención diaria, pues tendrás con que pagar un muchacho que desempeñe la parte más penosa del servicio doméstico. Repito, Mariana, que desde la morada de Don Diego extenderé protectora mano sobre todos los tuyos.

-Confío en ello, niña. De otra manera seríais muy ingrata, contestó la mulata, exhalando involuntario suspiro.



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- II -

La carreta


Ínterin Ambarina con el candor de la inexperiencia, juzgaba ya cierta su ventura, Bernardo trabajaba para que nunca llegara a realizarse. Mirando a su cuñado privado de herederos había halagado el joven la esperanza de conseguir que le legara su rico patrimonio. Por eso, bajo pretexto de distraerle de sus penas, lo había conducido a América, temiendo que las fincas que en ella conservaba, a cargo de extrañas manos, disminuyeran en valor productivo: por eso lanzaron sus inquietos ojos el reflejo salvaje del gato en acecho al revelarle Mariana que Don Diego tenía una sobrina, es decir, que lo había traído cerca de la misma persona en situación de despojarle de parte, sino del todo, del pingüe caudal que ambicionaba.

Hipócrita y sagaz como el felino cuadrúpedo que he citado comprendió que los medios violentos de nada le servirían en semejante crisis. De su resolución pues, de vencer en la lucha recurriendo a pérfidas armas dimanó el cambio de sus modales para con la mulata, y la confianza que trató de inspirarle después de haberla acogido al principio con burla y desprecio.

Dejando para otra hora el examen de las cuentas que pidiera al administrador del «Antilla» entró en la casa y se dirigió meditabundo al aposento de Alarcón apenas se alejó Mariana.

El rostro de Don Diego anunciaba patentemente su postración moral y física. Reclinado en un sillón de cuero viejo que el transcurso del tiempo ennegreciera, envuelto en una bata cuyos sueltos pliegues descubrían su excesivo enflaquecimiento, fijaba las distraídas pupilas en la abierta ventana de su alcoba, que sombreaban enredaderas indígenas cuyos frescos ramilletes colgaban hacia el interior de la pieza. El céfiro al agitar aquel verde arco, matizado de risueños colores, enviaba sus perfumados efluvios al enfermo: un sinsonte, emigrado   -102-   de la parte oriental de la isla, donde abundan esas canoras aves, saludaba con sus acentos brillantes e imitativos desde próximo naranjo la radiante mañana, y los fatigados ojos de Don Diego iban a reposar lánguidamente en los grupos de árboles que en la distancia se desprendían sobre el fondo luminoso del horizonte.

A despecho de la sensación del bienestar que debía causarle aquella perspectiva, tan campestre y plácida como un idilio de Gessner, Alarcón, silencioso, macilento, presa de ideas tristes, revelaba en su semblante los tormentos de un alma llena de recuerdos crueles.

-¿Te sientes peor, querido hermano?, exclamó Bernardo, tomándole una mano cariñosamente. Tu pulso late con febril rapidez, tus facciones indican una especie de angustia y todo manifiesta en ti que la elevada temperatura de la zona tórrida, lejos de disminuir tus dolencias las agrava.

-Bernardo, hijo mío (pues a causa de la diferencia de nuestras edades y, del amor filial que me profesas puedo darte tan tierno nombre), replicó Alarcón con voz apagada: no son los sufrimientos de mi débil cuerpo los que me martirizan6, son los del corazón ulcerado que conmigo llevo. De otro modo el espectáculo que tengo delante hubiera restituido ya la salud. Observa la esplendidez de la Naturaleza, que despliega sus galas a nuestro alrededor, la gloriosa claridad de ese cielo despejado y el maravilloso plumaje de esos pájaros que atraviesan el aire en bandadas, haciéndonos creer tan pronto que hemos percibido animados rubíes como alados zafiros, o esmeraldas y topacios arrebatados por el viento. Escucha el canto de ese sonoro trovador de las selvas tropicales, que ha venido a saludarme como a un amigo antiguo; aspira las aromáticas emanaciones que se desprenden del seno de la ardiente campiña como deseando devolverme las fuerzas de la juventud, y conocerás que si esta pobre ruina humana fuera capaz de reparación en parte alguna hallaría elementos más a propósito para salir de su decadencia. Mas ¡ay! que todos esos encantos, todas esas poesías, y todos esos manantiales de vida reanimar no consiguen la que se apaga en mi pecho, porque mi ángel querido, mi Inés adorada, la graciosa hiedra que tan dulcemente se enlazaba al viejo olmo, no me ha acompañado al mundo descubierto por el gran genovés y me aguarda en otro mejor.

Suspiró Bernardo tristemente al oírle. No obstante su índole egoísta conservaba su corazón algunas cuerdas sensibles que el trato social concluyó de embotar muy presto, pero que entonces vibraban todavía ante los infortunios de su cuñado. Cuando su hermana se uniera a Don Diego doce años antes apenas contaba él trece de edad. Huérfano pocos meses después pasó a vivir con Alarcón, de quien recibió el complemento de una educación esmerada, a la vez que   -103-   repetidas muestras de casi paternal cariño. La máxima popular de que los beneficios hacen ingratos es tan falsa como repugnante. Si hasta el león lame con rugidos de gratitud la mano que le acaricia ¿cómo el hombre podría sentirse dispuesto a despedazarla? Bernardo por lo tanto amó a su hermana, a su sobrina y a Don Diego ínterin el propio interés no se opuso a sus afecciones. Pero apenas el fallecimiento de Cecilia e Inés dejó a su cuñado sin familia, la codiciosa esperanza que vino a animarle despertó de golpe sus malos instintos. Desde aquella aciaga catástrofe consideró enemigos suyos a cuantos se conciliaban las simpatías de Alarcón. Para aislarlo todo lo posible le aconsejó el viaje a América como remedio exigido por el quebranto de su salud, y Don Diego, ya retirado del comercio, creyendo también que la mudanza de lugar aliviaría sus achaques consintió en embarcarse. Tal era además la indiferencia con que había llegado a mirar las cosas del mundo que sepultado en el marasmo sombrío de su perpetuo dolor dejaba a Bernardo dirigir a su antojo sus acciones.

Conociendo el postrero su ilimitada influencia sobre un hombre a quien el sufrimiento inspirara aversión a pensar por sí mismo se propuso utilizarla volviendo a alejarle inmediatamente del país a que lo trajera cediendo a un cálculo equivocado. Don Diego tenía en él una sobrina. Para el mortal cuyo enfermo espíritu necesitaba el bálsamo de íntimos7 afectos, una sobrina era casi una hija. No había pues tiempo que perder si quería evitar que aquella muchacha frustrara sus cautelosos planes de riqueza futura.

El disimulo constituía el arma favorita de Bernardo. Demasiado astuto para ignorar que el individuo empeñado en pasar al otro lado de una fuerte muralla arrojándose de frente hacia el obstáculo que le intercepta el camino se expone a estrellarse con el rudo choque, sin alcanzar su objeto, estudiaba el baluarte en busca de una brecha hasta descubrir la vía que debía guiarle en completa seguridad al punto deseado. A esta táctica recurrió como de costumbre el pérfido joven.

-Hermano y bienhechor mío, dijo, parodiando una franqueza antípoda de su carácter, me hallo plenamente convencido de que nos hemos equivocado respecto a los medios de obtener tu curación. Cerca de las cenizas de tu hija y de tu esposa te sentías menos triste, porque allí te acompañaban las sombras de ambas, los lugares donde disfrutaste de sus halagos y hasta las losas fúnebres bajo las cuales reposan para siempre con la tranquilidad del justo. Ahora comprendo que sólo debemos buscar distracción en la distancia y variación de escenas cuando intentamos desprendernos de la pena que nos oprime, o confiamos en que el tiempo la destruya. Pero tú no pretendes olvidar ¡oh hermano! Tu única esperanza se cifra en llorar con menos amargura, y en suspirar con menos desconsuelo. Regresemos pues a la patria de las prendas queridas que un destino   -104-   implacable nos ha arrebatado. Allá permanecen siquiera8 sus fríos restos: aquí nada poseemos de lo que les perteneció.

-¡Ah, sí, volvamos! murmuró Don Diego reclinándose desfallecido en su sillón con las manos cruzadas sobre el pecho como para comprimir sus sollozos. Retornemos a nuestro desierto hogar... Cuando perdemos algún deudo en tierra lejana reclamamos su cadáver para depositarlo en el cementerio de la ciudad nativa, que espera al par el nuestro. Y yo, egoísta endurecido, en vez de aproximarme a la huesa de mi hija y de mi consorte para cubrirla de lágrimas y preces he huido de su silencio como un hombre desnaturalizado porque carezco de valor para sufrir. Bernardo, regresemos a Europa. ¡Te lo suplico, te lo ordeno!

-Enhorabuena. Yo también ansío atravesar de nuevo el piélago anchuroso que a sus playas nos conduce. Mas necesitamos algunos meses para arreglar nuestros negocios y...

-¿Qué son los intereses materiales comparados con los del corazón?, replicó Don Diego, reanimándose.

-¡Miseria, nada! Vende o abandona mis fincas a tu voluntad con tal que nos marchemos pronto. ¡Ay! Desprecio los bienes terrestres desde que la muerte colocó todos mis tesoros en el cielo.

El desdichado Alarcón, velándose enseguida el rostro con sus dedos color de cera, lloró en silencio. Bernardo, que lo contemplaba con una mezcla de menosprecio y de compasión, lamentando sus torturas y juzgando al propio tiempo debilidad de carácter descuidar a causa de ya consumado infortunio un patrimonio bastante pingüe para compensar en su concepto aflicciones por el estilo, creyó el momento excelente para tratar de la idea que lo preocupaba.

-¿Sabes, hermano, le dijo, que según lo que la casualidad me ha descubierto los terribles golpes que has recibido pueden quizá considerarse una expiación de las faltas cometidas por algún miembro de tu familia?

-No te entiendo, balbuceó Alarcón entre sobresaltado y atónito.

-Hace media hora que estuvo aquí la mulata Mariana, añadió Bernardo, examinando el efecto que sus palabras producían en su interlocutor.

-¿Mariana... estuvo aquí?, preguntó Don Diego, estremeciéndose.

-Sí, y su boca me ha referido una historia insignificante para personas poco timoratas y religiosas, pero de gran trascendencia por el contrario para las de conciencia severa que prestan fe al castigo de los errores humanos por medio de la divina justicia. Don Eduardo, tu hermano mayor, sedujo en años anteriores   -105-   a una doncella honesta y sencilla, fue causa de que la incauta deshonrada falleciera en la flor de la juventud y legó al mundo una criatura infamada con la depravación de sus progenitores. Arrebatado poco después el loco libertino del número de vivientes por la fiebre amarilla (esto ocurrió, como sabes, en La Habana) dejó a su hija, fruto del desenfreno, a cargo de una impura mestiza que se dice viuda sin haber sido nunca casada, pues la prole de la mulata Mariana no posee otro origen que el de la inmoralidad. Ambarina (tan raro nombre han dado a la mísera muchachuela destinada a recordar los desaciertos del desgraciado Eduardo), criada entre continuas perspectivas de desorden y vicio ha manifestado desde la niñez extraordinaria inclinación a lanzarse en su seno. Según los fidedignos informes que he tenido de su conducta antes de venir a hablarte del particular su mayor placer consiste en vagar por las calles con los pilluelos más inmundos, asustando con su temprana perversión hasta a la mulata Mariana, que a pesar de su poca escrupulosidad ha pretendido en vano retenerla en ciertos límites de decoro. Amenazábala con escribirte su mal comportamiento a fin de que si no se moderaba la castigaras suspendiendo la pensión vitalicia que le has señalado, y la pequeña arpía, cansada de oír tu nombre como el de un preceptor rígido, y sabedora de que constituía tus delicias una hija angelical, exclamaba a menudo con el rencor de un alma negra: ¡Puesto que a mí me hacen llorar por culpa de ese hombre, permita Dios que muriéndose su hija llore a su vez eternamente sobre su frío cuerpo roído de gusanos!

-¡Ambarina ha dicho eso!, gritó Don Diego despavorido. ¿Ha osado desear la muerte de mi Inés? ¡Oh! ¡Has acertado! Hay en esa funesta historia una gran falta, un castigo mayor aún, y una terrible expiación, pues yo abandono a esa muchacha y... la maldigo.

Un clamor desesperado brotó a continuación de la contraída garganta de Don Diego. Horribles convulsiones agitaron su cuerpo: amarillenta espuma asomó a sus labios y durante largo rato todo fue confusión en la casa, oyéndose la voz de Bernardo repetir con sincera angustia:

-¡Un médico! ¡Traed un médico!

Acudió el de una finca próxima ínterin corrían a buscar a La Habana otro de renombre. Eficaces remedios se prodigaron al moribundo y un hijo no hubiera mostrado más solicitud hacia él que su cuñado.

Ansiaba heredarlo el joven traidor, pero no que recibiera de su mano el golpe de gracia. Así es que no sosegó hasta que calmada la espantosa crisis vio caer a Don Diego al llegar la noche en un sueño profundo que restituía la esperanza a los que por él se interesaban.

  -106-  

Dos días después9 de aquel en que Alarcón sentado en cómoda poltrona junto a la ventana de su aposento contemplaba el verdor de los campos, y escuchaba el canto del sinsonte, la luz del sol lo despertó en su lecho. Incorporose quebrantado aún por el sopor de la calentura y extendiendo la mano a Bernardo, que velaba pensativo a su cabecera, balbuceó: «He soñado».

-No por desgracia si aludes a la escena de antes de ayer, hermano mío, replicó el joven con una especie de ansiedad. Concluyamos de una vez tan penoso asunto para que no vuelva a aumentar sus zozobras. He hablado nuevamente con la mulata Mariana. En uno de tus intervalos de reposo salí de tu alcoba para refrescar con el libre ambiente mi cabeza, abrasada por el insomnio, y la encontré aguardándome en el colgadizo.

-¿Y bien?, preguntó Alarcón, tornando a reclinar su frente en la almohada.

-¿Vienes a informarte de la decisión de Don Diego respecto a Ambarina? le dije. Entonces oye su definitiva respuesta. Una hija adorada le fue arrebatada allende los mares de un modo atroz, horrible. Jugando con un mastín, hasta aquel día fiel guardián de la casa, el animal la mordió. ¡Estaba atacado de hidrofobia! Al cabo de dos semanas la celeste niña sucumbía a la propia siniestra enfermedad. Era evidente que la Providencia castigaba con aquel aciago suceso faltas graves en algún miembro de la familia de Alarcón, modelo en conjunto de escrupulosa moralidad. Habiendo buscado Don Diego inútilmente la nefanda causa en sus acciones pasó a examinar las de su difunto hermano. Desde luego renació en su mente con el minucioso escrutinio el recuerdo del extravío a que debe Ambarina la existencia. Bien se equivoque o acierte, considerándola Alarcón origen principal de sus males domésticos niégase a ver a esa niña, y resuelto a alejarla irrevocablemente de su lado se dispone a vender las fincas que en Cuba posee a fin de regresar en el acto a su país. Ambarina proseguirá disfrutando mientras viva de la renta mensual que hasta aquí ha recibido: si mejora de costumbres y se casa puede contar con una dote de seis mil pesos, mas en cuanto a lazos de parentesco olvide desde ahora que tiene un tío.

-¡Inés, hija mía!, murmuró el enfermo, no atendiendo en aquel artificioso relato sino a la cruel catástrofe que le robó el objeto de su idolatría paternal.

-Mariana quiso penetrar en tu alcoba, añadió Bernardo, clamó contra tu determinación y me enseñó sus dientes de culebra irritada. Yo la hice arrojar del ingenio por los criados, los amenacé con severas penas si le permitían pisar otra vez sus linderos y te liberté para siempre de la grosera furia. En adelante no podrán aturdirte con sus imprecaciones ella y Ambarina.

-Tanto mejor, repuso Don Diego, que sintiéndose más descontento que nunca odiaba el motivo que acrecentara su desasosiego moral. Aunque Ambarina   -107-   me pertenece de cerca no quiero ni debo colocarla en el lugar que ocupa mi Inés, serafín de inocencia y de dulzura en quien deposito legítimamente mis afecciones. El ángel lloraría en el cielo si viera que la reemplazaba en mi corazón dolorido la compañera de los pilluelos de las calles, la alumna de la mulata Mariana, el fruto del deshonor, como con sobrada razón la llamas Bernardo. ¡Ah! Hiciste bien en despedir a Mariana, en repelerla, en no consentir que contemplaran mis ojos su semblante falaz. Pues yo me niego a adoptar a Ambarina, y si escuchara el eco de su acento, o recibiera en las mías el reflejo de sus miradas, quizá hablaría la voz de la sangre más alto que la de la reflexión.

-¡Diablo, no he andado demasiado aprisa!, pensó Bernardo estrechando con aparente emoción la mano de su cuñado.

¡Que se juzgue del triste desengaño de Ambarina cuando regresó Mariana participándole que su tío le cerraba su puerta con entereza inflexible, que su destino era permanecer en la situación que ocupaba entonces! Bernardo había dicho a la mulata con hipócrita suavidad, y fingiendo apiadarse de un mal irremediable, que a las primeras palabras con que intentara recordar a Alarcón los lazos que a la huérfana lo unían, aquel se había enfermado de cólera, calificando de imperdonable ofensa que la hija de la culpa pretendiera reemplazar en su cariño a la pura y malograda flor producida por el casto entusiasmo de un himeneo virtuoso.

-Don Diego, según el joven que maneja todos sus asuntos, se ha atrevido a echarte en cara la ilegitimidad de tu nacimiento, prosiguió Mariana encolerizada. Y si no fuera por ciertas cosas que me atan la lengua yo probaría que no corresponde al viejo hipócrita hacerse tan delicado, ni lanzar al aire piedras que pueden caerle sobre la cabeza. Porque al presente está enclenque y arrugado se figura que nunca ha sido mozo y alegre. ¡Ah! El buen señor ha perdido la memoria, pero yo la conservo.

No la escuchaba Ambarina. Pálida, inmóvil, concentrada en su inmenso pesar, repetía amargamente:

-¿Conque pretenden condenarme a vivir humillada, envilecida como hasta aquí, hallándose tan próximo el hermano de mi padre? ¡No, no lo lograrán!

Cuando la mulata, afligida de antemano, esperaba perpetuo llanto y quejas infructuosas de parte de la huérfana, la última, revistiéndose de la serenidad desesperada propia de las enérgicas índoles en las crisis decisivas, sólo trató de buscar modo de penetrar hasta Don Diego a despecho de su prohibición. Dirigiose al Antila; pero los siervos del ingenio se opusieron a dejarla pasar, escribió a Alarcón pero sus cartas le fueron devueltas sin abrir. Más de un mes   -108-   consagró no obstante a su propósito de vencer a fuerza de perseverancia la rigidez de su tío. ¡Inútil empeño! Estrellábase su constancia de niña contra la resistencia de un hombre. Entonces, ya desanimada, le llegó el turno de gemir y llorar. Sus incesantes lágrimas detuvieron el desarrollo de su adolescencia, su dorada tez se puso blanca y Mariana temió perderla.

-¡Morir mi niña por ese viejo ruin, por ese tigre sin entrañas!, exclamaba la mulata fuera de sí. Secarse mi rosa silvestre por culpa del árbol carcomido que le rehúsa su sombra. ¡Ah! Le he de sacar los ojos como se ponga al alcance de mis uñas.

-No olvides que te refieres a mi tío, replicaba Ambarina con doliente voz, a aquel a quien amo aunque no lo conozco, porque la misma sangre circula por sus venas y las mías. Además todos afirman que es bueno, humano, generoso. Únicamente conmigo se muestra duro e insensible. Pero si yo consiguiera postrarme a sus pies y hablarle de nuestro parentesco, el corazón me dice, Mariana, que extendiéndome los brazos me llamaría su hija.

-Tu corazón te engaña ahora según antes te engañó, murmuraba la mulata compadecida.

Una mañana que vagaba Ambarina por los alrededores de la finca de su pariente, un carruaje que atravesaba el camino arrastrado por robusto trío de caballos del país, tan llenos de vigor y poder bajo su humilde estampa, se detuvo cerca de ella. Asomó la cabeza fuera del vehículo un individuo de mediana edad, paseó en torno suyo escudriñadora mirada y preguntó a la huérfana:

-¿Sabes, preciosa jovencilla, si se encuentra a mucha o poca distancia el ingenio de Don Diego de Alarcón denominado «El Antilla»?

-Sí, señor. Esas calles de palmeras y esos bosques de mangos pertenecen a la finca que Vd. busca. Pero dispense Vd. a su vez mi curiosidad, caballero, añadió la adolescente dominada por la idea de aproximarse a su tío. ¿Es Vd. amigo del Sr. de Alarcón?

-Aunque no tengo el gusto de conocerlo personalmente me dirijo a su casa con objeto de comprarle el Antilla. Adiós, graciosa Amarilis de los campos cubanos. Adelante, el calesero.

Voló el carruaje entre nubes de polvo y dejose caer la niña al pie de un árbol sollozando convulsa. Comprendió que al desprenderse de sus haciendas preparaba Don Diego su regreso al viejo mundo.

-Si no he conseguido explicarme con él teniéndolo tan inmediato ¿cómo lo lograré cuando el anchuroso mar nos separe?, balbuceaba presa de un dolor   -109-   capaz de matarla. Desvaneciose mi postrer rayo de esperanza. Don Diego se va y debo resignarme a pasar mis días en medio de gentes a quienes reconocida estoy sin poder estimarlas, o determinarme a morir. ¡Morir! Y no he vivido aún, y son tan bellos ese cielo azulado, ese glorioso sol, esa feraz campiña y ese radiante horizonte. ¡Morir! Es decir, acostarme fría, inerte, en un ataúd forrado de negro, como aquél en que encerraron a Pepe, el mulato carpintero a quien llamaba Mariana su marido... ¡Oh! Asusta demasiado a mi edad descender amarilla, helada, muda, al seno de la tierra para que me devoren los gusanos e invada mis miembros fétida putrefacción... Pero peor me parece todavía habitar siempre la casa de Mariana, oyendo el grosero lenguaje de las personas de su clase10 que la visitan, sospechando del decoro de la mujer que me protege, y temiendo que me coloquen al nivel de Dorila y Valentín, que me tratan como a su igual. ¡Qué atroz porvenir, eterno Dios, me presenta ese cuadro! ¿Mi mayor angustia proviene de que el tiempo puede acostumbrarme a él y mi horror al mal extinguirse a fuerza de rozarme con sus deplorables escenas? ¡Ah! Prefiero ir a reunirme con mi madre, a la cual el arrepentimiento habrá proporcionado la gloria. No quisiera, sin embargo, abandonar este mundo antes de alcanzar un abrazo y la bendición de mi buen tío. Porque él es bueno: me lo asegura el alma mía, que vuela en alas de irresistible simpatía hacia el hermano de mi padre. Que no me sea permitido surcar el aire como esos pájaros que pasan cantando sobre mi cabeza. Más felices que yo el espacio les pertenece para dirigirse a dónde ansían. ¡Ay, yo poseo alas sólo en el pensamiento!

Así llorando y hablando consigo misma permanecía Ambarina acurrucada al pie del árbol sin importársele el sol ni el polvo, que a tan avanzada hora de la mañana evitaban prudentemente los más rudos trabajadores. Aislábala su desgracia de toda sensación ajena a la pena profunda que martirizaba su espíritu. Cubríala por otra parte a medias un tamarindo con su afiligranado follaje y a través de sus ramas murmuradoras los rayos del astro protector de la región indiana acariciaban con benignidad la frente de la pobre afligida.

-¡Se va y me quedaré sola porque no he sabido acercarme a él!, gritó de improviso Ambarina levantándose, sacudiendo sus desordenados cabellos11 y recorriendo los objetos que la rodeaban con una mirada casi sin luz.

En aquel instante vio aproximarse una carreta cargada de fardos y barriles que tomó el rumbo del Antilla. La idea que se le ocurrió entonces se retrató con patentes rasgos en el semblante de la huérfana. El conductor de la carreta aguijoneaba los tardos bueyes de pie sobre los tablones delanteros del pesado vehículo. Ambarina corrió pues tras éste, saltó a él con la ligereza de una cabra salvaje y a riesgo de asfixiarse se escondió entre los bultos resuelta a no retroceder en su tentativa.

  -110-  

Cada vez que el boyero volvía el rostro por casualidad para arrojar una vaga ojeada a los campos, u observar si el movimiento de la marcha desarreglaba su carga, palpitaba el corazón de la niña de un modo que le inspiraba recelos de que se oyeran sus latidos. Y ni aun cuando el carretero recobraba la recta posición cantando algunas sencillas décimas, cesaba la congoja que la asaltaba.

De repente parose la carreta con un sacudimiento que conmovió toda la máquina de Ambarina. Una de las ruedas se había introducido en un hoyo, formado en el sendero que seguían por la lluvia y el fango. El boyero aguijoneó los dos robustos cuadrúpedos que guiaba y consiguió únicamente aumentar su cansancio, haciéndoles agotar sus fuerzas en inútiles tentativas para salir de aquel atolladero.

-¡Maldito hoyo!, exclamó el rústico. Necesitaré descargar la carreta para sacarla de él. Vamos, Azabache, añadió, estimulando con la lengua y el aguijón al animal de la derecha, que negro, lustroso y con una blanca mancha en el lomo hubiera recordado en el antiguo Egipto a los descendientes del famoso Apis. Ahórrame tan enojosa tarea y esta tarde te regalaré una ración de maíz adaptada a tus merecimientos.

Azabache mugió sonoramente como si hubiera comprendido las palabras de su amo y el tosco vehículo rechinó con su gigantesco esfuerzo para restituirlo a terreno firme.

-¿Sálvame, valiente animal! murmuró Ambarina desde su escondrijo, cual si se dirigiera a una criatura capaz de prestarle auxilio12 en su apurada situación.

Entonces el carretero clavó el aguijón tan vigorosamente en el lomo del compañero de Azabache que a su vez imitó, bramando de dolor, a su poderoso émulo. La carreta salió con lentitud de la hondonada y los dos bueyes continuaron su camino con las rojas lenguas colgando de las anchas bocas, la piel reluciente de sudor y los miembros contraídos de resultas de la extraordinaria pujanza que acababan de desplegar.

-¡Viva mi hermosa yunta! gritó el carretero alegremente. No la cambiaría por el caballo más andador, ni por un machete con el puño engarzado en fina pedrería, ni por un zapateo bailado al son del tiple con la guajira más salada de los alrededores.

Y de nuevo entonó las placenteras coplas que interrumpiera al hundirse su carro en el lodo, realizando sin saberlo la sentencia bucólica del divino Virgilio: «¡Feliz el hombre de los campos!»

Creíase ya segura Ambarina de penetrar sin otro obstáculo en el ingenio cuando el ruido de un caballo que corría a galope la indujo a sacar la cabeza   -111-   de su rincón con la desconfianza del que se oculta. Entonces vio al joven del cabello rojo que preguntara en casa de Mariana por la ruta que conducía al Antila, adelantarse en traje de viaje montado en un potro bayo.

-¡Hola, Francisco!, dijo Bernardo, deteniéndose junto al boyero. ¿Llevas al fin a la finca los efectos que encargamos a La Habana tres o cuatro semanas hace? No te has dado mucha prisa.

-No ignora Vd, don Bernardo, que la tardanza ha dependido del administrador, y no de mí, que en cierto modo me asemejó a mis bueyes, los cuales no se ponen en camino hasta que el aguijón les comunica la orden de partir. ¿Y Vd., señor Don Bernardo, se marcha para La Habana ahora?

-Necesitando mi cuñado antes de cerrar la venta del ingenio arreglar algunos papeles ante abogados y escribanos para la mejor conclusión del negocio voy a ocuparme del particular. Dentro de un mes, Francisco, regresaremos Alarcón y yo a la madre patria.

-Don Diego y Vd. nos dejan con la miel en los labios. Blancos y negros sentimos todos en la finca que ésta cambie de amo. Diríase que hasta los animales, perfectamente mantenidos en ella, se entristecen adivinando que su bienestar presente no durará mucho. Si según el refrán «Más vale malo conocido que bueno por conocer» ¿qué será cuando lo conocido es inmejorable?

-Tu lenguaje, Francisco, me demuestra que también la lisonja se alberga en las cabañas, repuso Bernardo riéndose. De todas maneras, te aseguro que por mi parte lamento tanto como tú la precisión de que Don Diego se halla de huir de esta hermosa isla, cuya riqueza de vegetación, de luz y de vida me embelesan. Muy gustoso hubiera pasado en medio de sus fértiles campos, o en sus tranquilas ciudades, algunos años. Pero asuntos de familia de que depende el reposo de Alarcón le obligan a alejarse de la perla cubana inmediatamente para evitar las agitaciones morales que acaban de ponerle al borde de la tumba.

-Ya sabemos, señor Don Bernardo, que la mulata Mariana, residente en el vecino pueblecillo, ha tenido la culpa de la reciente crisis que amenazó de muerte los días del señor Don Diego con las brujerías y chismes de que intentó valerse para sacarle dinero. Así nos lo ha repetido el mayoral al trasmitirnos orden perentoria de apalear a la tal mulata si osaba volver a aproximarse al Antila. ¿Qué pueden no obstante importar a un caballero como el señor de Alarcón los sortilegios de una miserable mestiza? Dependiera su permanencia entre nosotros de que no tornara a oír pronunciar siquiera el nombre de esa perversa mujer de color y vería Vd. como yo me comprometía a no permitir que la traidora pisase nunca los linderos de la finca, como tampoco los dos pilluelos hijos suyos, que son perfecto retrato de aquel bribón de Pepe que nos robaba los mejores racimos   -112-   del platanal, ni la muchachuela amarilla como las flores del saúco que con ellos habita, y a quien llaman Ambarina. Pero por desgracia impelen a Don Diego a abandonarnos negocios de mayor consideración que cuantos con él pueda tener esa canalla.

Faltó poco para que esta última palabra frustara la empresa de la huerfanita. Herida en su susceptible amor propio se agitó entre los sacos que la escondían, buscando algún objeto que lanzar a la cabeza del rústico que se atrevía a tratarla con tanto desprecio. Felizmente contúvola a tiempo la reflexión.

-Adiós, Francisco, exclamó Bernardo, arreglando las riendas de su caballo. Estaba escrito, como dicen los orientales, que atravesáramos mi cuñado y yo a fuer de aves de paso las playas del mundo de Colón, y jamás lograremos los mortales impedir los decretos trazados en el libro del destino. Sin embargo, como la delicada salud de mi hermano político exige cuidados excesivos te recomiendo encarecidamente no consientas que la menor misiva de la mulata Mariana llegue a sus manos en mi ausencia, pues esa endiablada mujer y su familia inspiran a Don Diego tal aversión que se pone convulso apenas se alude a semejante gente en su presencia. Respecto a las causas que le inducen a vender sus bienes de América son en parte extrañas, como comprenderás, a personas de tan baja extracción. Achaques antiguos, deseos de respirar el grato ambiente del país natal, necesidad de dinero contante, he aquí el principal origen del precipitado retorno de Don Diego al viejo continente. Hasta la vista, Francisco. Prosigue guiando tus bueyes y convéncete de que no son más felices que tú los que guían a los hombres.

Desapareció Bernardo mientras el carretero, perplejo con la sentencia de que se valió el joven para concluir su diálogo, prorrumpía poco más o menos en el siguiente monólogo:

-¡Bah! En efecto que causa gusto dirigir a Azabache y Bermejo, animales mejores en su clase que bastantes racionales criaturas... Ninguno de su especie gana en pujanza a Azabache, y en cuanto a Bermejo, aunque algo lento, es el más perseverante y sufrido de los bueyes habidos y por haber. ¡Qué haya luego quien de mal agüero juzgue ese color de pelo en hombres y cuadrúpedos... ¡Tontería! Ahí están para defenderlo Bermejo y Don Bernardo, que se parecen en las buenas cualidades. Está visto que... que... todos los días aprendemos algo, dijo Francisco, obligado a finalizar de cualquier manera su elucubración filosófica.

Afortunadamente para Ambarina, a quien la conversación de Bernardo y el boyero llenara de terror, la carreta atravesaba en aquel momento la tranquera   -113-   del Antilla, rodando a compás de ásperos chillidos por la ancha calle de palmas reales que formaba la guardarraya principal.

Ya en la finca mudaron de cariz sus zozobras. Había llegado al punto que deseaba; pero ¿cómo descendería del vehículo sin que lo notasen? ¿Cómo se deslizaría hasta el Sr. de Alarcón sin que se lo impidiesen?

Lívida de susto espiaba acurrucada entre los fardos la oportunidad de arrojarse a tierra desapercibida. La carreta se paró frente a los almacenes de la finca y al instante la circuyeron el administrador, el mayoral y varios etíopes que acudían unos a examinar los artículos que traía Francisco y otros a ayudarle a trasladarlos bajo techado.

Azabache y Bermejo, impacientes de ir a descansar de sus fatigas, mugían saludando a sus compañeros, que rumiaban la hierba en el corral, ínterin Francisco desataba las sogas que sujetaban la carga y un robusto africano agarrando un saco de arroz lo lanzaba al suelo con el vigor de un Goliat.

Pavoroso grito brotó entonces de la carreta. Retrocedieron todos sorprendidos y Ambarina, comprendiendo que no tenía un minuto que perder, precipitándose de su escondite echó a correr hacia la casa de la vivienda.

-Es Ambarina, la muchacha color de flor de saúco que habita con la mulata Mariana, exclamó Francisco, conociéndola inmediatamente con la perspicaz mirada del campesino acostumbrado a recorrer varias distancias. Don Bernardo acaba de recordarme la terminante orden de Don Diego de no permitir a miembro alguno de la familia de Mariana aproximarse a su persona.

-Detengámosla pues, añadió el administrador, temeroso de desagradar a Alarcón, y sobre todo a su cuñado.

Y blancos y negros, hombres libres y esclavos, volaron en pos de la niña, cortándole con la velocidad del relámpago el camino que conducía a la casa. Azorada como la perseguida cierva Ambarina, cambiando de rumbo, se dirigió hacia la parte inculta de la finca, llamada el monte. Trastornada, palpitante, lo único que definía en el vértigo de sus pensamientos era que no debía salir del ingenio sin hablar con su tío. Habituada a correr por los campos movíanse sus pequeños pies con extraordinaria presteza; pero tantos la acosaban que no tardó en sentir que se imprimía en su rápida huella la ruda planta de sus enemigos. Al persuadirse pues de que iban a alcanzarla, a estorbar su propósito, a llevarla nuevamente a la morada de Mariana, tal desesperación13 se apoderó de su corazón contristado que comenzó a gritar con penetrante voz:

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-¡Don Diego! ¡Tío, padre mío! ¡Socorro!

-¡Perversa! Va a causar con sus chillidos al amo una segunda crisis, dijo Francisco. ¡Hola! Ligero, continuó, atrayendo a su lado con un silbido a un gran perro galgo que los seguía. Cógela sin morderla, si puedes.

Todavía hablaba el carretero y ya bañaba la espalda de Ambarina el ardoroso hálito del inteligente cuadrúpedo, que la agarró con sus afilados dientes por el vestido sin lastimarla. Al contacto del perro, cuya prontitud celebraron los clamores de tantas personas reunidas en su contra, perdiendo la huérfana la razón figurose que le daban caza como a los negros cimarrones. Trocándose por consiguiente su angustia en miedo repitió, refugiándose en un grupo de árboles frutales que formaban el pórtico, digámoslo así, de la silvestre espesura del monte:

-¡Piedad! ¡Socorro! ¡Que me matan!

-¿Qué significa este tumulto?, preguntó un hombre de madura edad saliendo presuroso del bosquecillo.

La Providencia había permitido que los fervientes votos de Ambarina se realizasen. Don Diego se hallaba en su presencia. Al aspecto del perro sujetando a la jovencilla, que trataba de huir, profundo espanto se retrató en las facciones del Sr. de Alarcón: el temblor febril que precede a las convulsiones epilépticas sacudió sus miembros y su garganta contraída, apenas le dejó balbucear:

-Favorecedla. ¡Es un perro rabioso!... ¡Inés! ¡Inés!... Si la muerde ya no habrá remedio...

-Señor, esta muchacha se ha introducido en la finca probablemente con la intención de robar plátanos o frutas, le dijo el administrador, mientras Francisco, rodeando con sus robustos brazos a Ambarina, la apartaba de allí. No pretendemos hacerle daño sino obligarla a retirarse.

-Es Inés. ¡Mi Inés!... Y el perro se encuentra atacado de hidrofobia... ¡Oh! ¡Matadle, por Dios, matadle!

-Se equivoca Vd., Sr. Don Diego. El pobre Ligero disfruta de completa salud y sólo ha perseguido a esta bribonzuela causa-bullas porque se lo hemos ordenado, exclamó el carretero. Además no crea Vd. que se llama Inés la muy maliciosa. Su nombre es Ambarina, porque cubre perennemente su cutis un color de ictericia, aunque según su nodriza, la mulata Mariana, en la pila bautismal le pusieron el de Margarita.

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-¿Esa niña es Ambarina, mi... la protegida de Mariana?, preguntó Alarcón, a cuyas mejillas afluyó toda la sangre de sus empobrecidas venas para después, al abandonarlas, dejar en ellas el fúnebre matiz de la muerte.

-Sí, señor; la misma que Vd. nos ha mandado expulsar del ingenio por conducto de Don Bernardo, replicó Francisco, pugnando por llevarse a Ambarina, que con clamores y mordidas trataba de escaparse de sus brazos.

-¡Es verdad! Según mi hermano esa muchacha14 pasa su vida con los pilluelos de las calles, anuncia bajas inclinaciones y no merece enjugar las lágrimas que consagro a la memoria de mi inolvidable hija. ¡Quitadla de mi presencia!

-¡Vamos! Nada has conseguido, culebra mordedora, murmuró Francisco, limpiándose algunas gotas de sangre que los dientes de la niña atrajeran a la epidermis de sus encallecidas manos.

-¡Adiós! ¡Adiós!, gritó entonces Ambarina, dirigiéndose a Don Diego. ¡Ya puedo morir! A lo menos he contemplado el rostro respetable de mi único pariente en el mundo cruel donde vago huérfana y sola.

Y cesó de luchar con Francisco, que juzgándola vencida la volvió a colocar en tierra para que anduviese por sus pies, contentándose con asirle un brazo con sus dedos de hierro. Ambarina caminó a su lado, llorando y gimiendo; pero de improviso, cediendo a una determinación meditada, o a una inspiración del momento, desprendió su brazo delicado de las manos del brutal boyero con tanta violencia como si quisiera quebrarlo para recobrar su soltura, se libró por sorpresa15 de aquellas animadas tenazas y regresó como flecha hacia Alarcón.

Hombres y cuadrúpedos de nuevo se lanzaron tras la desdichada. Ya era tarde. Ambarina volaba en lugar de correr. Dios comunicaba alas a sus piececillos para salvarla, y cuando llegaron sus antagonistas a tocar su desgarrado traje estrechaba ya las rodillas de Don Diego, exclamando:

-Perdón, perdón, si en algo he ofendido a Vd. Pero protéjame contra los que ansían mi mal: escúcheme antes de repelerme con inflexible rigor... ¡Ah! ¿Qué ha hecho a Vd. la pobre Ambarina para que así la deteste? ¡Amar a Vd. y rogar al cielo por su bien aun antes de haberle visto nunca!

-¡Eh, cierra esa boca infernal, mocozuela!, que te has propuesto agotar nuestra paciencia, gritó Francisco, tirando de la infeliz. Yo te juro que has de pagar caro el rato de incomodidad que nos ha causado tu pertinacia.

-¿Permitirá Vd. que así me ultraje en su presencia?, dijo Ambarina, mirando a Don Diego ansiosamente. ¿No resuena en el corazón de Vd. la santa   -116-   voz de la sangre? ¿Es posible que oculte fría e impiadosa índole esa respetable fisonomía? ¡Oh!, duélase Vd. de la huerfanita, tío, padre mío.

Y enderezándose con suave rapidez Ambarina rodeó con sus brazos el cuello de Alarcón, bañó con sus lágrimas su alterado rostro, y apoyó sus labios en su demacrada mejilla con una ternura que le recordó los dulces ósculos de Inés.

-¡Inés de mis entrañas!, balbuceó el desventurado padre, estrechando conmovido a la suplicante niña contra su pecho.

-¿Agrada a Vd. más el nombre de Inés que el de Ambarina?, repuso la jovencilla, temblando de regocijo y no osando entregarse a él aún. En tal caso quiero que Vd. me llame Inés en adelante. ¡Ah! ¿Llora, solloza16 Vd.? Ya sé que motiva su dolor la pérdida de una hija tiernamente amada. Pero yo soy sobrina de Vd. y le amaré a mi turno con una intensidad que hará que Vd. llegue a considerarme también su hija. ¡Oh! No se niegue Vd. a darme tan afectuoso dictado. Arrodillada se lo suplico a Vd. ¡He suspirado tanto por conocerle, abrazarle y derramar mis lágrimas sobre su seno cariñoso! ¡He padecido tanto desde que nací, huérfana, desamparada y privada del paterno calor! ¡Por Dios, no frustre Vd. mi esperanza! Ampáreme Vd., que es hermano del autor de mi existencia, que acendradamente le quiso, y que le cerró los ojos. Al ver a Vd. creo ver la parte más preciosa de él mismo, pues me lo figuro, yo, que lo perdí en la cuna, con ese semblante grave y dulce, con esa mirada triste y benévola, con esos cabellos que comienzan a encanecer a semejanza de las hojas de otoño, cuando principian a ponerse amarillas. Oiga yo de los labios de Vd., aunque sea una vez sola, las inefables palabras «hija mía». Después, por tenaz que Vd. se manifieste en rechazarme, en enviarme a casa de la mulata Mariana, no podrá impedir que lleve conmigo un tesoro de felicidad.

-¿No deseabas tú mi desdicha porque te condenaba mi olvido a vegetar en humillante situación?, le preguntó Don Diego casi convulsivamente.

-¿Lo juzga Vd. posible?, replicó Ambarina con un candor que lo penetró. ¡Ay! Yo sólo formaba votos por la felicidad de Vd. y nuestra reunión. Si se dignara Vd. mirarme no dudaría de mi sinceridad.

Fijáronse maquinalmente las pupilas de Alarcón en las facciones de su interlocutora y de tal modo le enterneció su expresión melancólica, suplicante e ingenua que hacia ella voló su alma con efusión irresistible.

-Se parece tanto a Inés que mi corazón se siente inclinado a amarla apasionadamente. ¡Hija mía!

Y Don Diego volvió a oprimirla contra su pecho sin confundirla esta vez con la malograda prenda que echaba de menos.

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-¡Gracias, misericordioso Dios! Acoge en su seno a su pobre sobrina. Le dirige el afectuoso lenguaje que la infeliz ha ansiado tanto oír, murmuró Ambarina, llorando y riendo al propio tiempo.

-Tú no eres mi sobrina, exclamó Alarcón, que no cedía siempre a la voluntad de Bernardo por debilidad de carácter sino por la indiferencia que le inspirara el pesar hacia cuanto le circuía, y que al recobrar un objeto capaz de interesarle recobraba también su natural firmeza.

-¿Cómo? ¿No soy la hija de Don Eduardo, el hermano mayor de Vd.?, inquirió la niña, tornando a temblar asustada.

-Cuanto te han referido respecto a Eduardo se reduce a una fábula destinada a ocultar la verdad. El malogrado joven falleció en la flor de sus años inocente del yerro que le han atribuido. ¡No, tú no eres mi sobrina!

-¿Pues qué soy entonces?, preguntó Ambarina tímidamente.

-¡Mi hija!, gritó Alarcón con un acento que hizo estremecer a los que asistían a esa singular escena.

Renuncio a pintar las emociones de Ambarina al recobrar el envidiable tesoro de que se creyera desheredada para siempre. Abríase de golpe la tumba para restituirle el protector de su tierna edad; o, más bien, desvanecíase de improviso el error de su orfandad supuesta ante las sagradas caricias de la paternal afección. Doblemente pálida y agitada que cuando huía de sus perseguidores a través de matorrales y pedruscos repetía, agarrando con casi frenético delirio las ropas de Don Diego, y besando con el extravío de la demencia el rostro, las manos y hasta los pies de su ídolo:

-¡Mi padre!... ¡Padre mío!... ¡Tengo padre aún!

Cosa extraña. El ataque nervioso que trastornaba el impresionable organismo de Alarcón apenas una sensación fuerte lo sacaba de su apático marasmo lo respetó en aquel supremo momento. Nada nubló su gozo al volver a asirse a la tierra por un lado enérgico y querido. Para quien se abría el sepulcro y restituía la felicidad doméstica que devorara era para él. Su llorada Inés renacía en Ambarina. Todavía le quedaban en el mundo días de consuelo y de paz.

Pero mientras él se reanimaba como por un milagro divino, Ambarina sucumbía a la fatiga de los opuestos combates que desde las primeras horas de la mañana experimentaba su atribulado espíritu. El desaliento con que saliera del domicilio de la mulata Mariana, su tétrica meditación bajo el tamarindo, su angustioso viaje entre los fardos de la carreta, el espanto con que huyera de   -118-   los que le acosaran como a un venado silvestre, la desesperación que la dominó al rechazarla Don Diego al principio, y luego su inmensa dicha al conseguir más aún de lo que osara pedir al cielo, al encontrar en la tierra a su padre, que creía dormido para siempre en la huesa, al oírle repetir con la voz del alma: «¡Hija mía! ¡Mi hija adorada!» todo amenazó destruir los resortes de su máquina física. Descolorida, palpitante, se desmayó en brazos de Alarcón con los labios todavía separados, como si anhelara continuar exclamando:

-¡He recobrado mi padre! ¡Padre querido, bendito seas!

Los tristes huérfanos, aquellos que han perdido su mejor apoyo aquí abajo, comprenderán las intensas emociones de Ambarina. Los que favorecidos por la suerte viven dichosos en el completo círculo de su familia conocerán al par la fuerza omnipotente de los lazos de amor creados por la Naturaleza, que nos impele a aficionarnos desde luego al pariente que habiendo pasado su vida lejos de nosotros se presenta de golpe a nuestra vista o nos escribe desde países distantes, sólo porque sabemos que del propio tronco que nos produjo ha brotado el vástago de su existencia.

Más de un mes permaneció enferma Ambarina de resultas de las referidas agitaciones. Y bastó aquel tiempo para que Don Diego amara a la pobre niña casi tanto como había amado a Inés, oyéndole repetir en medio de los delirios de la fiebre, cuando el alma y el pensamiento de la inocente sin velo se descubrían:

-¡He recobrado mi padre! Me ha llamado su querida hija. Bendecidle, Dios mío, por tanta bondad.

Al regresar Bernardo de su excursión a La Habana halló a su cuñado paseando por las calles de perfumados naranjos del Antilla con tierna solicitud a la joven convaleciente, que no consentía en separarse ni un momento de él. Los grandes ojos de Ambarina buscaban inquietos a Don Diego, expresando impaciente afán apenas lo miraban desviarse de su lado. El intenso afecto que la apasionada niña le demostraba era una tiranía casi, pero ¡cuán inefable17 y grata para el hombre que sucumbía al dolor de haber perdido su familia! Si la lluvia los sorprendía vagando por los campos, Ambarina, olvidando su propia situación, arrastraba a su padre bajo el árbol más próximo, diciendo: «Va Vd. a coger un resfriado. Por Dios no se moje Vd»; si Alarcón amanecía melancólico cantaba y bailaba para distraerle, y si cualquier desagradable lance ocurría en la finca, como una querella, verbi gracia, entre los siervos o la aparición de algún malhechor en los alrededores, pretendía encerrar en su aposento al objeto de su adoración entusiasta para preservarle de todo peligro, cual si se tratara de un niño o de una mujer. Mucho cuidaba Ambarina el inapreciable bien que   -119-   la divina misericordia le devolviera; mucho agradecía igualmente su padre aquellas puerilidades, que revelaban un afecto profundo, indestructible.

Convencido Bernardo de que ya no había medio de destruir lo sucedido, de que Don Diego había abierto para siempre su corazón a una hija tan amable, linda y tierna como su difunta Inés, lejos de manifestar torpemente su despecho con infructuosas tentativas para luchar con hechos ya consumados fingió extraordinario alborozo porque hubieran salido falsas las supuestas acusaciones públicas que refiriera contra el carácter de Ambarina, y conociendo que su cuñado lo apreciaba demasiado para sospechar de la bondad de sus intenciones se contentó con exclamar filosóficamente mientras se aclaraba su horizonte:

-Estaba escrito.



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- III -

La tarde de un día tranquilo


¡Cuán rápidamente corren las horas, arrebatando en sus infatigables alas nuestra fugaz existencia! Parece sin embargo que el hombre, a pesar de caminar entre sepulcros, se forja siempre la ilusión de que ha de permanecer estacionario en la tierra, según lo que se atormenta, y agita y afana para embellecerla con sus perennes planes de felicidad futura. Creeríase, sí, viéndole sacrificar tan a menudo la dicha presente a la venidera, que confiando como el viajero en llegar a un albergue cómodo donde disfrutar prolongado descanso desafía contento las pasajeras penalidades de su ruta. ¿Pero de qué estamos seguros aquí abajo excepto de la muerte? ¿Qué otro asilo duradero nos aguarda excepto el de la tumba? ¡Ah! Todo lo demás constituye humo fugitivo, vanos ensueños, nada.

Don Diego de Alarcón habiendo pues soñado cerca de sesenta años tocaba al instante supremo del eterno despertar. Aunque, desde que Ambarina reemplazó a Inés al lado suyo, la enfermedad de languidez que minaba su vida se había curado con el benéfico bálsamo de la tranquilidad moral, la debilidad de sus pulmones lo había conducido gradualmente a una tisis que manifestó sus irremediables estragos cuando reducido a un espantoso estado de consunción le anunció la inercia de su máquina física que iba a pararse, imposibilitada de continuar funcionando a causa de la destrucción completa de sus principales resortes. Los órganos digestivos habían cesado de cumplir con sus tareas: la lámpara, agotado el aceite, vacilaba próxima a apagarse, y Don Diego, dispuesto ya a abandonar el mundo, esperaba extendido en su lecho el solemne trance porque todos hemos de pasar.

Mientras el padre de Ambarina expiraba con la serenidad del justo nada indicaba en la Naturaleza el tristísimo luto de que iban a cubrirse cuantos le amaban y conocían. La magnífica tarde que sucediera a una mañana aún más refulgente deslizaba su luz en el aposento de Alarcón, cuyas ventanas yacían todas   -122-   abiertas por su orden a fin de que la libre brisa ahuyentara el nauseabundo olor que por lo regular mortifica a los enfermos en medio de las drogas medicinales empleadas en su alivio. Gracias a Dios los facultativos de hogaño no consideraban indispensable como los de antaño condenar al pobre doliente a carecer de ventilación, y de las frescas bebidas que mitigan el ardor de la fiebre. La ciencia de Esculapio ha progresado como todas las otras, despojando a sus intérpretes de muchas preocupaciones que en su tiempo los impulsaron, de buena fe, a aumentar los sufrimientos del paciente, figurándose que lograrían lo contrario.

Habitaba Alarcón una de las más hermosas casas de la frondosa alameda de Isabel II y moría contemplando los verdes árboles, a los cuales profesara su apacible carácter afición sincera. Deleitaba todavía sus apagados ojos la risueña vegetación tropical, medio velada por las cortinas de blanca gasa de su lecho, al par que por la confusión de ideas que antecede a la agonía. Cruzábanse sus manos, del amarillento color de la cera, con resignado ademán sobre su pecho, y su rostro al aspirar los fragantes efluvios de las próximas plantas, expresaba una embriaguez semejante a la que experimenta el sibarita al saborear en espléndido festín la postrera copa de exquisito licor. Después, dejando caer los párpados sobre sus empañadas pupilas, se durmió tranquilamente.

Entonces una de las personas que le asistían, asustada con su inmovilidad, se levantó presurosa, se acercó a la silenciosa cama, apartó las cortinas, examinó al durmiente y murmuró, juntando también las manos con profunda angustia:

-¡Santísima Virgen! No hay remedio. Lo leo en su semblante desfigurado. ¡Ay! Inspiradme a lo menos, piadosa Señora, la precisa conformidad.

Hablando así arrojose más bien que se sentó, sollozando convulsivamente en un sillón inmediato.

Quien de este modo lloraba y se quejaba con tanta vehemencia, como si su lacerado corazón enviara a sus mejillas un río de lágrimas, era una joven dotada de poco común hermosura. Sobre su dorada tez, tan suave como la seda, brillaban dos ojos de fuego, dos ojos grandes y negrísimos cuyos rayos, superiores a los del diamante, no podían olvidar los que los admiraban una vez. El cabello, de un ébano magnífico, coronaba formando naturales ondulaciones una frente tan elevada como la que dieron los escultores de la antigüedad a la estatua de Minerva. La boca, diminuta, y de un coral algo oscuro que con el dolor había palidecido, servía de estuche a dos hileras de dientes de la rica madre perla. En fin, un talle esbelto y flexible, una torneada garganta que revelaba su opulenta morbidez, sin renunciar por eso a su castidad, en medio de los desordenados pliegues de una bata de muselina y un pie que hubieran envidiado las damas   -123-   chinas perdiéndose holgadamente en pequeñas babuchas de terciopelo, completan la descripción física de aquella mujer arrogante, cuyo exterior era un modelo de indiana belleza, y cuyo traje descubría que abrigaba su alma más sensibilidad que coquetismo, puesto que sumida en su pena olvidaba hasta el cuidado personal, a que su sexo concede en todas circunstancias marcada atención.

El lector habrá reconocido en la hermosa desconsolada a Ambarina. Era en efecto ella en todo el esplendor de una lozana juventud. Reclinada en el sillón permaneció silenciosa largo rato, y luego, alzando la cabeza de improviso, clavando nuevamente escudriñadoras miradas en el aletargado enfermo, tornó a exhalar en ayes desgarradores su amargura, repitiendo con fatídica tenacidad:

-¡Dios mío, vos lo habéis decretado! Voy a cesar de verlo para siempre.

Enseguida púsose a repasar en su mente, por centésima vez, los gratos días de su vida doméstica durante los diez años transcurridos desde que Alarcón la acogiera en sus brazos paternales. El alborozo con que salió de la morada de la mulata Mariana, la inefable dicha con que se oía llamar hija querida por el verdadero autor de su ser, el afán con que se dedicó a aprender las habilidades que realzan las femeninas gracias cuando Don Diego la llevó a La Habana para perfeccionar su educación, la infinita complacencia con que después de trabajar meses y meses bajo la férula de sus maestros iba en las temporadas de pascua al Antilla a correr y reír en completa libertad, y sobre todo la intensa satisfacción que embargaba su corazón agradecido al escuchar a su buen padre aplaudir sus intelectuales progresos, o al verle presenciar enternecido sus juegos juveniles, todo renació revestido de misterioso encanto en el fiel panorama de su memoria. También recordó la venturosa época en que ya convertida de lindo capullo en galana rosa, al leer en el respetable semblante de Don Diego el júbilo que le causaban sus triunfos de sociedad le echaba al cuello los brazos, preguntándole con su insinuante voz de mimada niña:

-¿Todavía llora Vd. a su Inés?

Y parecíale que Alarcón le contestaba como de costumbre con su afectuosísima sonrisa:

-No, hija de mi alma, porque tú me has consolado.

Pero cuando Ambarina, absorta en estos pensamientos, que constituían la plácida historia de su pasada felicidad, comenzaba a creer aciaga pesadilla la historia siniestra de su actual dolor, volvía los ojos hacia el hombre reducido a esqueleto que yacía a su lado, embargado por el sopor de próxima muerte, y un lamento tan agudo como si por primera vez se le ocurriera la idea espantosa   -124-   de la irreparable desgracia que la amenazaba, tornaba a escaparse de su atribulado pecho.

Tan cumplida fuera la ventura de que la joven disfrutó en el hogar de su protector legítimo que hasta sus antiguos padecimientos en el domicilio de su nodriza llegaron a presentársele vagos y confusos en la distancia. Su reconocimiento fervoroso hacia su padre por la mudanza de su situación probaba, no obstante, que no los había olvidado enteramente. El que ha sido siempre feliz, no comprendiendo todo el precio de su prosperidad, descuida el himno diario de su gratitud: el que ha sufrido mucho al librarse del yugo de hierro de la desgracia se postra ante el áncora de su salvación para adorarla y bendecirla de continuo.

No vaya el lector a figurarse que a causa del disgusto con que Ambarina participó en su niñez de la suerte de la mulata Mariana la desdeñó ingratamente apenas la acogió en su seno Don Diego. Jamás, por el contrario, se había manifestado tan llena de deferencia y amistad hacia Mariana y sus hijos como cuando ya no temió que demasiado frecuente roce la contagiara con sus defectos. Desde que no la atormentó el recelo de que la colocaran al nivel de unas criaturas a las cuales se sabía tan superior por todos los estilos, se despojó del orgullo con que antes se envolviera para impedir la completa fusión de sus respectivas situaciones. Las colmaba de regalos, las visitaba siempre que iba a la finca, y la mulata Mariana, aunque envanecida con la amabilidad de su señorita, contenida por el respeto que le inspiraba Don Diego, nunca la molestó ante extraños testigos con las demostraciones de una intempestiva familiaridad.

En un solo objeto se alteraba en parte la armonía de sentimientos e ideas que reinaban entre Ambarina y su padre. Aquel objeto era Bernardo, que proseguía ocupando un puesto principal en el cariño de Alarcón. Conservaba el joven la dirección de los negocios y bienes de su cuñado, y sin su auxilio el último, a quien las cuestiones de dinero fastidiaban, hubiera probablemente caído en manos de servidores ávidos que se hubieran aprovechado de su ciega confianza para llenar su bolsillo. Firme Bernardo en su secreto propósito de captarse una reputación de probidad que le produjera los seguros premios del aprecio público daba, sus cuentas con íntegra delicadeza. Contentándose con la mensualidad (a la verdad crecida) que le señalara su hermano político, se dedicaba sagazmente a aumentar el patrimonio que debía pertenecer a Ambarina, pues reconocida ya por hija natural del hacendado, y careciendo éste de otros herederos próximos, correspondíale su caudal de derecho. Calmados sus primeros ímpetus de oculto furor había calculado Bernardo que todavía18 podía apoderarse de las pingües rentas de Don Diego. Casándose con Ambarina tendría una esposa y una fortuna igualmente brillantes. He aquí por qué, formando su cauteloso plan de   -125-   ataque, apenas atravesó la hermosa doncella los umbrales de la pubertad comenzó a mostrarle una inclinación reprimida por el respeto que llenó a Don Diego de regocijo y suscitó, según ya he indicado, en su hija el pesar primero que empañara su cándida alegría, desde que ceñía sus sienes con la corona de rosas de la felicidad.

Unir los dos seres en que se concentraban sus afecciones, enriquecerlos a la vez mezclando los bienes que a ambos destinaba ¡qué proyecto tan risueño para el alma generosa de Alarcón! Pero inesperados obstáculos se opusieron a un pensamiento que juzgara tan posible y fácil. Rehusaba Bernardo confesar su amor a Ambarina, pretextando para mejor lograr su deseo lo mucho que a su delicadeza repugnaba la elección de opulenta consorte, y respecto a la joven su corazón sencillo y franco, a quien satisfacía el amor paterno, rechazó casi con indignación la idea de otorgar a Bernardo sentimiento más vivo que el amistoso que ya los enlazaba.

Atribuyó Don Diego al principio su resistencia a pudor virginal, a lo distante que aún se hallaba su inocente candor de las apasionadas emociones que más tarde experimentaría. Pero cuando los años transcurrieron, y la preciosa adolescente se convirtió en majestuosa beldad, y sus sonrisas empezaron a acoger los homenajes de otros adoradores, entonces Don Diego no calló la pena que le causaba su desvío hacia Bernardo. Ambarina, que a pesar de su amable índole hubiera resistido con entereza a despóticos mandatos, al escuchar las súplicas de su amado padre sintiose dispuesta, por tal de ahorrarle el más leve disgusto, a consumir la miseria de su porvenir. Mas al ir a consentir en la propuesta boda, expresó tan profunda angustia su elocuente fisonomía, descubrió el temblor de sus miembros tal repugnancia al himeneo que aceptaba contra su voluntad, que Alarcón detuvo en sus labios la sentencia destinada a sellar su desdicha doméstica, exclamando:

-No prometas hoy nada, hija mía. Aguarda a serenarte para decidir de tu suerte. Cuando te hayas acostumbrado a la perspectiva de un enlace que, lo confieso, realizaría todos mis votos, ese día me dirás con tu sonora y sincera voz: «Padre mío, la razón ha abierto las puertas de mi corazón a Bernardo. Le entrego mi mano segura de que afianzo al verificarlo mi futura dicha». Mientras no puedas hablarme así, Ambarina, calla y reflexiona.

Respiró la joven libre de un horrible peso, contemplando ante sí indeterminado plazo. Ínterin el mal está lejos, cree el incauto mortal que logrará evitarlo, y para la temprana edad, particularmente preséntase el enemigo distante como imposibilitado de acercarse jamás.

  -126-  

Desde aquella explicación siempre que Don Diego se preparaba a hablarle del asunto le tapaba la boca Ambarina con sus dedos de rosa, diciéndole al levantarse a la vez de puntillas para besarle la frente:

-Todavía mi rebelde corazón no se ha dejado vencer por la grave consejera que según Vd. me atraerá al matrimonio; aún no me hallo dispuesta para otro amor que el de mi buen padre. ¿Por qué tiene Vd. tanta prisa en abdicar su absoluto dominio sobre mis sentimientos? ¿Por qué se alarma Vd. por Bernardo no obstante la indiferencia con que trató a los demás galanes que me aturden con sus suspiros, falsos o verdaderos?

Y Don Diego se sonreía con el gentil donaire de la fascinadora hija de los trópicos, la cual al conservar, agasajando al anciano, su deseada independencia se revestía para con Bernardo de un aire de fría dignidad que contenía sus amorosas insinuaciones.

De este modo transcurrió el tiempo hasta que agravándose las dolencias crónicas de Alarcón tomaron las ideas de Ambarina distinto rumbo. Ya no se ocupó de futuros proyectos, ni de asuntos que personalmente pudieran convenirle. Insoportable zozobra, embargó de improviso todas sus potencias. Su bienhechor, su único amigo, el padre adorado objeto respetable de su entusiasmo filial, iba quizá a descender a la tumba, dejándola de nuevo sola, triste, desamparada. Pero sus inquietudes no se manifestaron con estériles lágrimas, ni con impotentes suspiros. Solícita, incansable, dedicose en cuerpo y alma a prolongar todo lo posible la amenazada existencia del ídolo de su sagrado afecto. Oró en abundancia, de sus pródigas manos y fervientes súplicas de sus labios elocuentes recibieron los médicos para ayudarla a detener en la tierra el espíritu que iba a escaparse de su momentánea prisión. De día su actividad rodeaba a Alarcón de incesantes cuidados, o su firme brazo lo sostenía en los paseos que por mandato de los facultativos emprendía a pie durante las horas de sol; de noche no abría una vez el enfermo los abatidos ojos sin que tropezaran éstos con las luminosas órbitas de la buena hija que velaba a la cabecera de su padre, devorando su lloro por no afligirle. Y Don Diego, aunque callaba conmovido su gratitud, hacía entonces tras las cortinas de su lecho un gesto misterioso. ¡La bendecía!

Como postrer recurso para un mal incurable aconsejaron los médicos al pobre ético que atravesara el mar. Antes pues que su decaído ánimo, que comenzaba a juzgar penoso todo movimiento, se decidiera a tentar aquella prueba última, ya Ambarina había arreglado los preparativos del viaje, ya su voz, que bajo su serenidad aparente ocultaba angustiosa emoción, exclamaba: «Marchemos». Dejando efectivamente su casa a cargo de Bernardo, Alarcón y su hija   -127-   se embarcaron para los Estados Unidos, recorrieron el hermoso país que ha enaltecido Washington y poetizado Cooper, bogaron en sus románticos lagos, buscaron en sus frondosos bosques las huellas de los mocasines indios y fueron a coger silvestres flores a orillas del Niágara, ante cuya asombrosa catarata recordó Ambarina suspirando la magnífica descripción de su célebre compatriota Heredia:


      ...Mil olas
cual pensamientos rápidas pasando
chocan y se enfurecen,
y otras mil y otras mil ya las alcanzan
y entre espuma y fragor desaparecen.
    ¡Ved! ¡Llegan, saltan! El abismo horrendo
devora los torrentes despeñados.
Crúzanse en él mil iris, y asordados
vuelven los bosques el fragor tremendo.
¡En las rígidas peñas
rómpese el agua: vaporosa nube
con elástica fuerza
    llena el abismo en torbellino: sube,
gira en torno, y al éter
luminosa pirámide levanta
y por sobre los montes que le cercan
al solitario cazador espanta!



La joven habanera, que a fuer del ilustre vate citado, podía exclamar frente a aquel accidente grandioso de la Naturaleza americana:


¡Yo digna soy de contemplarte: siempre
lo común y mezquino desdeñando
ansié por lo terrorífico y sublime!



hubiera experimentado al ver precipitarse de inmensa altura el caudaloso río, a quien de repente falta su lecho, las profundas delicias que espectáculo, semejantes causan a las almas capaces de comprender su hermosura si al volver los ojos chispeantes de entusiasmo hacia el autor de sus días la palidez del desgraciado, su desfallecimiento y su indiferencia por cuanto no poseía relación con su malestar físico no le hubieran recordado una realidad espantosa e inevitable. Entonces la elevada imaginación de Ambarina plegaba sus alas tristemente: un frío glacial penetraba en su pecho, y cesando de encantarla la portentosa escena murmuraba con débil voz:

-¡Regresemos a nuestro albergue!

Lejos de producir la mudanza de clima en Don Diego la mejoría deseada aumentó de tal manera sus padecimientos que antes que se desprendieran de los   -128-   árboles las amarillentas hojas de octubre se dirigió de nuevo con Ambarina a su adoptiva patria, huyendo más asustado del frío cierzo que las aves que todos los inviernos emigran de la república anglo americana a los vergeles perennemente floridos de la gran Antilla.

Desde su retorno la fatídica enfermedad siguió su curso y, según ha visto ya el lector, Don Diego, obligado a guardar cama, conocía que el ángel de la muerte se disponía a colocar el sello eterno sobre sus descoloridos párpados.

Tan esplendente y pura era la tarde tropical testigo de su agonía apacible que su tibio reflejo tiñó de sonrosado matiz las mejillas del justo aspirante, el cual, abriendo los ojos después de un breve letargo, sonrió con inefable ternura a su afligida hija.

-¡Padre mío!, exclamó ésta, corriendo hacia él, besando su mano al compás de convulsivos sollozos y alzándola en seguida al cielo entre las suyas con suplicante ademán.

-Ruégale que me admita en su gloria, perdonando mis pecados, balbuceó Don Diego débilmente, pues pedirle que evite nuestra separación sería formar un voto inútil. Cumplida ya mi jornada cedo mi puesto a los nuevos seres que deben reemplazarme según el orden gradual de la Naturaleza. Resignémonos, querida hija. La vida se reduce a un corto sueño de que cuando menos lo pensamos despertamos en la eternidad. Muy pronto por lo tanto volveremos a reunirnos.

-¡Ah! Yo no poseo suficiente fe religiosa para aguardar conforme el supremo momento de que Vd. me habla, gritó Ambarina, permitiendo que estallara su hasta entonces contenido dolor. ¡Gran Dios! Si eres tan bueno y justo como asegura la voz universal déjame a mi padre, o llévame con él a tu seno!

Y la desesperada19 doncella se arrojó sobre el lecho, mesándose los cabellos, mordiendo frenética las sábanas y exhalando guturales gemidos.

-¡Pobre muchacha!, murmuró Don Diego, enjugando una lágrima que a pesar de su valor moral asomó bajo sus pestañas encanecidas. En el exceso de su pena olvida que la hora de la muerte es triste hasta para el mejor cristiano y duplica sus angustias con el espectáculo de las suyas.

Bastaron aquellas palabras para que Ambarina reprimiera sus desgarradoras emociones, recobrara en parte su presencia de espíritu y tornara a sentarse a la cabecera de su padre con melancólica compostura. Pero todos sus esfuerzos no podían impedir que sus labios temblaran, que el llanto que pretendía encerrar   -129-   en su corazón humedeciera sus párpados enrojecidos, ni que sofocada por la violencia que imponía a sus sentimientos pensara en alta voz:

-¡Ay! Lo conozco. Nací para padecer.

-Ofrece tus sentimientos en holocausto al que nos redimió con su sangre y se calmarán, le dijo con dulzura Don Diego. ¿De qué además te quejas? Si otros me han ganado en larga existencia pocos en cambio han disfrutado años de tan completa ventura como los que acabo de atravesar para llegar al sepulcro. Mira una prueba de la paternal misericordia con que me ha tratado el Omnipotente en la magnífica escena que me ofrece su amor divino antes que el panorama del mundo desaparezca de mi vista. El cielo, de un azul deslumbrante, parece abrirme sus radiantes puertas; el sol, revestido de gloria, acompaña mi descenso hacia la tumba; los árboles, desplegando frente a mi albergue su follaje de esmeralda, me encantan aún. Todo me anuncia que sólo mi cuerpo va a perecer; que mi alma, inmortal como su Creador, volará a la patria inmarcesible apenas se desmoronen las paredes de su asilo transitorio. Y tampoco de la tierra desapareceré enteramente, amada Ambarina. ¿No has observado a menudo, penetrada de asombro, cómo el gusano convertido en crisálida, y luego en mariposa, aunque al depositar sus huevecillos bajo esta forma última sucumbe y se seca, renace luego vigoroso y juvenil en el nuevo insecto que brota de su semilla? Así, Ambarina mía, yo, que dejo en ti un vástago de mi rugoso tronco, resucitaré en tus hijos, que serán mis nietos, y te consolarán. ¡Oh niña sensible! ¡Corazón agradecido y apasionado que me has indemnizado20 con usura de la pérdida de la familia que tanto lloré! Bendice al Hacedor en vez de lamentarte, pues perdonando piadoso los errores de mi mocedad me ha proporcionado en ti una recompensa en lugar de un castigo.

Ambarina inclinó la cabeza, meditó en lo pasado y exclamó, estremeciéndose al unir el recuerdo de las anteriores desdichas a las desdichas presentes:

-¡Oh, yo le bendeciría con mayor sinceridad si prolongase los días de mi padre!

La tarde declinaba: la alcoba se iba por grados oscureciendo y una hora resonó con lentitud entre las melancólicas sombras del crepúsculo. ¡La de la oración! Al acompasado tañido de la campana religiosa Ambarina, Bernardo y cuantos se hallaban en el aposento se prosternaron ínterin Don Diego pronunciaba rezos en alta voz. Luego que hubo concluido Ambarina lo besó en la frente, pidiéndole su bendición, piadosa costumbre que va desterrando la sociedad moderna por rancia y anticuada. ¡Cómo si no debieran vivir siempre las venerandas habitudes que mantienen el orden, el amor y el respeto en el círculo de las familias!

  -130-  

-Quizá no volveré a escuchar en este valle de lágrimas el toque del Ave-María vespertino, dijo Alarcón. Que halague pues también mi oído una vez más la patética melodía que dedicó a esa hora imponente un compositor ilustre. ¡Canta el Avemaría de Schubert, mi Ambarina querida! ¡Sé el poético cisne para la agonía de tu padre!

En vano todas las potencias morales y físicas de la joven se rebelaron contra semejante deseo. Inútilmente la espantó como un sacrilegio la idea de la música, la poesía y el arte interrumpiendo el fúnebre colorido de su dolor. Don Diego le pedía un sacrificio y si hubiera sido éste el de su vida lo mismo se hubiera apresurado a complacerle.

Bernardo abrió el piano, que el enfermo al agravarse sus males mandara trasladar a su alcoba. Ambarina21, pálida, desmelenada y con los vestidos en desorden, se sentó ante él y después de grave y expresivo preludio una voz de ángel entonó con sublime tristeza la suave y religiosa inspiración de Schubert. ¡Ave-María!, cantaba Ambarina entre sollozos. ¡Ave-María! murmuraba el moribundo en su lecho, dirigiéndose a la Santa Virgen, en cuya presencia no tardaría en aparecer. Y todos los circunstantes con devoto recogimiento repetían. ¡Ave-María! en el fondo de su conmovido corazón.

Nunca aquel trozo musical, lleno de tan admirable sencillez, había producido el efecto que entonces causaba en el pequeño auditorio. Su misma melancolía lo hace en realidad más a propósito para el aposento del enfermo que para brillantes salones; su monotonía misma lo pone más en contacto con el silencioso dolor que con la perfumada atmósfera de los mundanos placeres. Hasta el alma escéptica de Bernardo envió, en consecuencia, al oírlo una lágrima a sus ojos y, olvidando un momento las miserias terrenales, aspiró respetuosa el sagrado incienso que subía hacia el trono de la Reina de los serafines en alas del genio, de la fe y del sentimiento profundo.

Cuando la joven hubo dado el postrer acorde en el sonoro instrumento con que acompañaba sus patéticas modulaciones, cuando su última nota se perdió en el aire, miró ansiosa a Alarcón como para obtener en su inefable sonrisa la recompensa de su penosísimo esfuerzo. Pero el agonizante yacía inmóvil y mudo. Entonces Ambarina lanzó un clamor terrible y sin valor suficiente para ir a cerciorarse de la funesta verdad dijo, próxima al par a desfallecer:

-¡Ya murió!

-No, no, es solamente un síncope, exclamó Bernardo, prodigándole los precisos auxilios.

  -131-  

Los cuidados de sus numerosos asistentes restituyeron en efecto a Don Diego el uso de sus facultades.

-¡Crueles!, balbuceó al recobrar el conocimiento, viendo a Ambarina y a Bernardo afanarse por llamarle de nuevo a la vida. ¡Me dormía arrullado por los ángeles y vosotros me despertáis en el lecho del dolor!

Después entró el médico de cabecera, lo examinó, le recetó algunos cordiales y se retiró caviloso.

-¿Y bien?, le preguntó Bernardo, que lo siguiera, mientras Ambarina con las manos juntas escuchaba su respuesta a pocos pasos de distancia.

-La lámpara, ya agotada, se habrá extinguido antes del alba próxima, contestó el profesor de la ciencia más grande que existe. ¿Ha hecho Don Diego todas sus disposiciones?

-Sí, ha arreglado sus asuntos para con los hombres y se ha preparado por medio de la iglesia a comparecer en el tribunal de Dios, replicó conmovido Bernardo. Lo único que nos corresponde ahora es...

-¡Rogar por él!, dijo el facultativo despidiéndose.

Leyó Don Diego en el trastornado semblante de su hija y en la patente agitación de su cuñado su definitiva sentencia. ¿Necesitaba tampoco que la confirmaran los mortales para comprender que la había pronunciado el Omnipotente?

De improviso Ambarina, que permaneciera como anonadada en un sillón, se levantó con febril presteza, se arrodilló junto al lecho del objeto de sus filiales ansias y exclamó con una voz que arrancó lágrimas a cuantos la oyeron:

-Padre mío muy amado, acabo de repasar en mi memoria si he servido y complacido a Vd. en todo como es deber de una buena hija y mil dardos me han atravesado el pecho al recordar que he contradicho22 uno de sus favoritos deseos rehusando el consentimiento que me pedía Vd., que podía mandar en mi persona como dueño absoluto, para mi boda con Bernardo. Perdón, perdón, queridísimo padre, por esa rebelión indigna e insensata. ¡Miserable de mí! Osaba ocuparme de mi propia felicidad como si la de Vd. no me bastara. ¡Ah! Sea Vd. indulgente con esta mezquina criatura, que le suplica prosternada en el polvo. ¡Dígame Vd. por Dios que me perdona!

-Ambarina, la aflicción te trastorna el juicio. En nada me has agraviado. El Ser Supremo me concedió en ti la más perfecta de las hijas y si marcho triste al encuentro de Inés es porque hubiera preferido quedarme a tu lado.

  -132-  

-El cielo premie tanta bondad y tanto amor, replicó la joven convulsivamente. ¡Oh! Crea Vd. que si inmolando mi existencia me fuera posible conservar la suya el regocijo con que me extendería en el ataúd manifestaría que también sé yo amar y agradecer. ¡Oh padre! Mi corazón, rebosando en filial ternura, no comprende que haya otro sentimiento tan enérgico en la tierra, ni quiere tampoco experimentarlo. Bástame pues para llenar mis obligaciones en el matrimonio un cariño casi amistoso, una simpatía casi fraternal. Bernardo me inspira esos afectos y Vd. ansía nuestro enlace. Yo le prometo por lo tanto la mano de esposa y cumpliré mi juramento a no ser que Bernardo mismo me releve de él.

-¡Muero contento!, dijo entonces Alarcón, uniendo entre las suyas las manos de su hija y de su cuñado. Dejándote a ti, Ambarina, un apasionado consorte, y a ti, Bernardo, una dulce compañera, mi grata deuda para con entrambos queda satisfecha. En mi testamento, que abriréis a los pocos días de mi fallecimiento, os lego, hijos míos, cuanto poseo. Temiendo sin embargo que Ambarina rehusara contraer la propuesta boda contigo, Bernardo, le ordenaba en el documento referido que, caso de persistir23 en su repulsa, y de no verificarse por oposición suya la fusión conyugal de vuestros respectivos intereses, te cediera la cuarta parte de la herencia como recompensa justísima de los desvelos con que la has cuidado. Mas ahora que felizmente va a ligaros eterno lazo por vuestra espontánea voluntad, es la mía que no dividáis los bienes que me pertenecieron. ¡Ojalá fructifiquen en vuestras manos como la buena semilla en las del justo! He aquí arreglados ya definitivamente mis negocios en este mundo pasajero. Llamad a un sacerdote para que me ayude a ascender al inmarcesible con alma serena y tranquila.

En el momento de apartarse Ambarina y Bernardo del lecho del agonizante una idea repentina hirió al parecer la imaginación de éste, pues desapareciendo la santa conformidad pintada en sus facciones exclamó con impaciencia:

-¡Mísero de mí! ¡Y he podido olvidar!... ¡Mariana, quiero hablar con la mulata Mariana!

-Por mucha prisa que nos demos a comunicarle tus órdenes, hermano mío, no llegará a la capital desde el pueblecillo de su residencia hasta mañana al mediodía, contestó Bernardo con intención.

-¡Es cierto, y la muerte, que no espera, me arrebatará antes del alba!, repuso Don Diego comprendiéndole. ¡Pluma, tintero, papel! Voy a escribir.

Le proporcionaron los utensilios que pedía y con tanto trabajo que para trazar algunas líneas tardó horas enteras, logró trasladar Alarcón a una carta   -133-   el pensamiento atormentador que se le había ocurrido. Después selló la epístola cuidadosamente, puso el sobre «A Mariana» y la entregó a su hija.

-Prométeme que Mariana recibirá este billete cerrado como te lo confío, dijo a la joven al verificarlo. Júramelo por la hora de mi agonía bajo la pena de tu eterno infortunio y de la profanación de mi sombra.

-¡Lo juro!, exclamó Ambarina, asiendo el papel y guardándolo en su seno.

Todavía iba a hablar Alarcón; pero la emoción patente que experimenta al ocuparse de un importante secreto casi olvidado en medio de tantas angustias apresuró su fin. Empañáronse sus ojos, volviose su respiración penosa, y al levantar el tembloroso brazo sobre la inclinada cabeza de su hija para bendecirla otra vez voló su espíritu al seno de Aquel que lo había sacado de la nada.

Distinguiendo Ambarina de golpe en las facciones de su adorado padre, el terrorífico color de la muerte lanzó un grito agudísimo, y tan incapaz de soportar con firmeza la catástrofe como si no la hubiera aguardado con dolorosa anticipación cayó para atrás atacada de estremecimientos espasmódicos. Bernardo, sosteniéndola a tiempo, la condujo a un asiento inmediato, donde continuó agitándose presa de contracciones epilépticas. En el desorden de su desesperación abriose la bata de muselina que velaba su cuello y asomó sobre su seno virginal el papel que el difunto con tanto encarecimiento le confiara.

-La carta dirigida por Alarcón a la mulata Mariana, murmuró al verla Bernardo, al cual no abandonó ni en tan suprema crisis su carácter previsor y artero. Debe encerrar algo muy importante que quizá me interese saber. ¡Recojámosla!

Y la guardó en su bolsillo sin asustarle el abuso de confianza que cometía frente al cadáver todavía tibio de su protector.

Durante muchos días de nada se acordó Ambarina excepto la irreparable pérdida que había cubierto su vida de luto. Cuando la obligaron de nuevo a pensar y a moverse, preguntó inquieta por el billete que le entregara su padre.

-Se habrá extraviado en la confusión de la noche en que expiró, le dijo Bernardo presuroso.

-De modo que ni siquiera tendré el consuelo de cumplir su postrer mandato. ¡Ay!, balbuceó Ambarina, repitiendo la convicción que abrigaba respecto a su infausto destino: ¡Nací para padecer!



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- IV -

La mulata Mariana


Al ver adelantarse hacia nosotros una inevitable desgracia quizá debe asustarnos menos el martirio del instante fatal en que recibimos el golpe aciago que la aflicción profunda, tenaz e implacable que le sigue de cerca. Mientras la herida brota fresca sangre todavía no se ha envenenado y la misma sorpresa y estupor que nos causa su intensidad no nos permite conocer toda su amargura. Pero luego que el primer aturdimiento ha pasado, que recobramos suficiente presencia de espíritu para analizar, digámoslo así, la dolorosa sensación que nos abruma, entonces ¡ay! la sentimos doblemente.

Esto sucedió a Ambarina, que al cabo de tres o cuatro meses de la muerte de Don Diego yacía más pálida, más abatida, más triste que el día en que lo sacaron cadáver de su mutuo albergue. Sus negras ropas eran menos sombrías que el duelo que en el alma llevaba. El inmenso vacío que hallaba en su existencia aumentaba el tétrico carácter de su filial dolor. Sola, sin familia, rodeada de superficiales amistades, faltábale un corazón afectuoso en el cual derramar las lágrimas que enchían el suyo con esa seguridad en la ajena simpatía que calma las mayores penas. ¡Ah! En medio de su aislamiento moral, bajo el fardo de sus pesares, que nadie le ayudaba a sostener, ¡cómo suspiraba por la sólida educación religiosa que no recibiera! Aunque veneraba a Dios como al augusto príncipe de todo lo bueno, grande y hermoso, en casa de la mulata Mariana le habían enseñado a recitar como un loro sus oraciones, sin reflexionar en las santas palabras que pronunciaba, ni penetrarse de la divina esencia de la fe. De las habitudes de la infancia dependen por lo regular las ideas de la edad de la razón. Acostumbrada Ambarina a ir por rutina a la iglesia, a manifestar las exterioridades de la religión sin empaparse en su inefable espíritu no encontraba refugiándose en el seno de la piadosa plegaria todos los consuelos que ésta posee para la devoción verdadera. Pedía auxilio a una madre de cuyas bondades no estaba suficientemente persuadida. Al elevar sus pensamientos al cielo buscaba   -136-   en él más bien al padre que perdiera que al Hacedor inmortal, y su incierta confianza en el socorro supremo la dejaba sin apoyo en el círculo de las terrestres espinas.

Residía su único alivio en la amistad de Inés, joven interesante a quien primero se aficionó porque llevaba el nombre de la malograda niña que tanto había amado Alarcón, a quien después concedió todo su aprecio porque a generosa índole y clara inteligencia unía exquisita sensibilidad, y a quien más tarde consideró hermana de su infortunio porque había perdido una madre objeto para su filial cariño de tan ferviente culto como el que a su padre profesara ella. Si el largo tiempo de que ya databa su materna orfandad había mitigado en parte el luto de Inés en cambio sufría otras penalidades de que Ambarina estaba exenta. El autor de sus días, que había apresurado el fin de su esposa con sus caprichosos devaneos, a pesar de las canas que sombreaban su frente incurría en errores ridículos a su edad. Sexagenario extravagante Don Lorenzo gastaba su patrimonio en báquicas orgías y homenajes a coquetas que se reían de él por tal de simular una juventud que desde muchos años antes lo abandonara. Cupido cubierto de arrugas revoloteaba ansioso en derredor de todas las flores fáciles y la pobre Inés vivía temiendo que el vetusto Tenorio le diera una madrastra indigna de reemplazar a la virtuosa y tierna madre que lloraba aún.

Sin embargo, aunque su posición bajo este punto de vista superaba en mortificaciones a la de Ambarina hallábase Inés menos abatida y atormentada merced al cristiano entusiasmo que albergaba su pecho. Sostenida por un ardor espiritual contemplaba con sereno semblante las asperezas de la ruta. Cuando la fatigaba demasiado la cruz de sus contrariedades domésticas acudía al templo católico, y allí, exhalando sus gemidos entre nubes de oloroso incienso, conocía que el santo perfume era maravilloso bálsamo para sus heridas morales. Y si obstáculos imprevistos le impedían dirigirse a la divina mansión prosternándose ante la imagen del Crucificado en un rincón de su aposento, o enviando sus preces al cielo a la sombra de los árboles de la campiña, acababa de convencerse al recobrar la paz de su alma, antes tan agitada como un mar tempestuoso, de que la morada del Altísimo es la Naturaleza entera.

Ambarina, tibia creyente, paloma criada a la ventura entre silvestres aves, cuando pasó a poder de Don Diego se dedicó a estudiar los conocimientos del mundo, olvidando casi en su juvenil efervescencia los de la eternidad. El hombre de nuestros días, por otra parte, sometido generalmente al indiferentismo religioso, no posee la fe necesaria para transmitir a la niñez esa piedad sincera que se consolida con los actos de una minuciosa práctica. Sólo la mujer, sólo una madre ama y cree lo bastante para desarrollar en sus hijos con sus pacientes   -137-   lecciones y su ejemplo las devotas virtudes. Contentándose Don Diego con que Ambarina asistiera a la iglesia y llenara las exterioridades del buen cristiano no se acordó de sondear las disposiciones de su índole respecto a las profundas materias de que depende nuestra salvación. La adolescente pues, viendo que sus preceptores únicamente daban importancia a los ramos de cultura intelectual, o de adorno, que excitan el aplauso público, dejó secarse abandonados los manantiales de amor divino que no podían menos que existir en el fondo de un alma tan sensible, agradecida y elevada como la suya.

Relacionadas Ambarina e Inés por el trato social se habían agradado mutuamente desde la primera mirada. Convirtiose su simpatía en intimidad afectuosa cuando la anterior vio descender a la tumba al respetable anciano que en la tierra la protegía. Inés, que acudió solícita a su lado al saber el terrible golpe con que la agobiara la parca, se esforzó en enjugar su lloro con sus dulces caricias. Pero desavenencias de familia le impidieron continuar visitando con la frecuencia que deseaba a la triste huérfana. Envuelto su padre en las redes de una artificiosa mujer que aceptaba sus vetustos suspiros, ansiando escapar a la pobreza que la amenazaba, obligaba a cultivar la supuesta amistad de personas que con justos motivos excitaban su antipatía. Rehusando al principio Inés servir de juguete a los desvaríos de un hombre que desconceptuaba el venerable carácter de la ancianidad recurría a incesantes pretextos para quedarse en casa, y luego trasladarse presurosa a la de Ambarina. Mas descubrió desgraciadamente Don Lorenzo la preferencia que otorgaba su hija a una joven extraña sobre aquella con quien su locura pensaba emparentar pronto, y marchando en su busca colmábala de denuestos en la morada ajena sin importársele que oyera todo el mundo su indigno lenguaje. Una vez que la mulata Mariana, la cual iba a menudo a ver a su señorita, presenció una de las referidas escenas, en que el padre abusaba de sus derechos prorrumpiendo en injustas invectivas, y la hija recibía silenciosa la grosera descarga de su cólera, con el desenfado propio de su condición se interpuso entre Don Lorenzo y su víctima, llamándole viejo loco, necio esclavo de una mujerzuela que se mofaba de él, y otras lindezas por el estilo. Don Lorenzo, usando de los privilegios de su color, alzó el bastón para sacudirle el polvo: Mariana, furiosa como una gata lastimada, le hizo frente con las uñas de fuera, y los gritos de «vil mulata» y «roñoso vejete» hubieran resonado largo rato a compás de sendos golpes a no haber Bernardo relegado a cada uno de los contrincantes al lugar que le correspondía.

Desde aquel lance, a la vez ridículo y penoso, prohibió Don Lorenzo a su hija frecuentar tan asiduamente el trato de Ambarina. Inés sin embargo, aprovechaba todas las oportunidades de visitarla que se le presentaban y hallándola siempre sepultada en sombría tristeza decíale compadecida:

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-¿Por qué no apresuras tu matrimonio con Bernardo? Creándote una familia desaparecerán con el desempeño de tus obligaciones de esposa tus melancolías actuales.

-¡Ay!, contestaba suspirando la huérfana. Para llevar a la morada conyugal un corazón contento se necesita más viva afección que la que me inspira Bernardo. Éste por su parte, en un tiempo tan prendado al parecer de mi escaso mérito, y tan deseoso de pertenecerme por íntimos lazos, no pronuncia ahora palabra alguna relativa al compromiso que contrajimos junto al lecho de muerte de nuestro mutuo protector. ¿Motiva su reserva el respeto que mi dolor le causa, o ha cesado de profesarme el cariño que creyó indestructible? Lo ignoro. Pero de todos modos comienzo a convencerme de que he conocido mal a Bernardo juzgándole capaz de sacrificarlo todo a la propia conveniencia, pues si le dominaron sórdidos pensamientos hubiera reclamado la mano de la rica heredera que ha prometido acompañarle al altar.

Transcurridos cinco o seis meses de lóbrego luto resolviose al fin Ambarina a trasladarse al ingenio, lo que no verificara antes por temor a las intensas memorias que la posesión campestre donde se deslizaran muchos de los días de su felicidad conservaba para su alma constante. Ocupábase una mañana de los preparativos de su próxima partida cuando entró Bernardo en la sala en que arreglaba la joven algunos objetos que pertenecieran a Don Diego, dejando correr mientras tanto por su dorado rostro las lágrimas inagotables de una eterna aflicción.

-¿Es pues cierto que te marchas, Ambarina, para el Antilla? le preguntó Bernardo, sentándose a su lado y golpeando, como embarazado, con el bastoncillo que en la mano llevaba la punta de su bota.

-Sí; me voy, respondió la huérfana afectuosamente, porque su soledad la impelía a contemplar en Bernardo un amigo. Y añadió con débil sonrisa: espero que me acompañes siquiera algunos días, y que te compadezcas de la pobre abandonada.

-¿Has adivinado entonces que he determinado desistir de nuestro enlace?, repuso el joven, aferrándose a las palabras que su interlocutora pronunciara con distinta intención para atraer el diálogo al terreno que le convenía.

Nunca había amado Ambarina a Bernardo; menos aún, en otro tiempo lo había calificado de la mayor de las desdichas su boda con él, y no obstante miró romperse casi pesarosa el único lazo que la unía en la tierra a otro individuo de su especie.

-¿Puedo saber el motivo que te ha inducido a renunciar al proyecto que tanto complacía a nuestro bienhechor?, indagó turbada en consecuencia.

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-Seguramente, murmuró Bernardo, dimana de la repugnancia con que primero miraste nuestro matrimonio, y de... de...

A despecho de su frío egoísmo detúvose Bernardo dudoso. Comprendiendo que iba a dar a la huérfana el golpe de gracia temblaba su misma dureza al descargarlo sobre la indefensa víctima.

-Yo creía que me habías perdonado mis caprichos de niña mimada, exclamó Ambarina, fijando en él los llorosos ojos. Hoy necesito tanto un amigo, un hermano, un compañero, que sufro mucho, lo confieso, al conocer lo indiferente que te es mi suerte. ¡Pero cuán pálido estás! ¡Cuán demudado! ¡Ah, me asustas! Aunque nada debo temer en el mundo después de los crueles males que me agobian me aterra tu trastorno24.

Un relámpago de conmiseración brotó de las rojizas órbitas de Bernardo.

-¡Pobre muchacha!, balbuceó. Yo no quisiera25 ofenderte; yo me siento interesado a tu favor con sinceridad. Pero la preocupación, la costumbre, la mulata Mariana... ¡Oh! ¡Por todo pasaré menos por eso!

-¿Qué dices?, gritó Ambarina, abandonando su asiento presa de un espanto instintivo.

Entonces hizo la casualidad que penetrara Mariana en la habitación donde hablaban ambos. Su espesa cabellera lanosa, completamente desordenada, comunicaba a su cabeza monstruoso tamaño, y todos los especiales signos de su raza, tales como los abultados labios, los morados tintes y el blanco amarillento del globo de los ojos, puestos en evidencia por la cólera, se revelaban en su rostro con extraordinaria energía.

-¡Ah! ¡Querida hija, qué desgracia! Ya no puedo ocultártela, exclamó, enjugando el copioso sudor que le bañaba la frente.

-Te he prohibido usar para conmigo los dictados familiares que te inspira el imprudente afecto que me profesas, dispuesto a olvidar demasiado a menudo la distancia que ha colocado la sociedad entre mi condición y la tuya, replicó la joven con una susceptibilidad rencorosa que a ella misma le sorprendió.

-¡Por cierto que me encuentro ahora en situación a propósito para elegir mis palabras!, añadió Mariana con peculiar desenvoltura. ¡Aquel bribón de Francisco! No en vano me causaba admiración verte rondar permanentemente mi puerta. Tan pronto se aparecía en el umbral diciendo: «Mariana, vengo a que Vd. y Dorila me cosan esta ropa», como «Marianita, le traigo a Vd. una granada más fresca que un vaso de agua de coco y unos mameyes colorados que ganan en lo sabroso a la mejor conserva». Gracias, Francisco, me apresuraba yo   -140-   a contestarle. ¿Qué milagro nos ha valido de repente el cariño de Vd.? ¿Ha olvidado Vd. los días en que no permitía que ninguno de mi casa se acercara al ingenio de Don Diego de Alarcón, y en que persiguió Vd. a la pobre Ambarina como a una sierva cimarrona para impedirle explicarse con aquel caballero que en gloria esté? ¡Bah!, exclamaba el muy taimado: «Lo pasado es como si nunca hubiera sido. Si antes no me agradaba la familia de Vd., Mariana, en la actualidad me gusta y está dicho todo. ¡Ea!, Toma una tajada de mamey, Dorila. Tu madre, o más bien, tu hermana mayor, pues la hermosota Mariana no parece otra cosa, te va a ayudar a comer la exquisita fruta». He aquí poco más o menos las zalamerías con que me engañaba Francisco. ¡Saben tanto los hombres cuando les conviene! Por astuta y experta que se juzgue una mujer les sirve de instrumento como ellos se propongan ofuscarle la razón.

-No comprendiendo a donde conduce semejante preámbulo, dijo Ambarina con desabrimiento, suplícote Mariana, que caso de que hayas venido a hablarme de Francisco y de sus visitas a tu casa dejes la materia para otra ocasión. Tengo al presente asuntos más importantes de que ocuparme.

-¿Más importante que la fuga y pérdida de Dorila, ingrata? Mira; yo podría confundir tu altivez. Pero no, no; he jurado por la salvación de mi alma guardar silencio.

-Te has propuesto hoy atormentarme y has comenzado a conseguirlo, repuso Ambarina, elevando su voz hasta las agudas notas del enojo. Explícame el galimatías con que me aturdes, o me alejo de aquí mientras recobras tu serenidad.

-¿Quién estaría serena en lugar mío sufriendo tantas penas?, gritó Mariana, prorrumpiendo en violentos sollozos. ¿Te figuras acaso, soberbia criatura, que únicamente las personas de piel blanca saben sentir? ¡Ah! Fuera menor el afecto que te tengo y yo te probaría lo contrario. Francisco frecuentaba tan a menudo mi morada que los vecinos repetían... pues... que pensaba en mí demasiado. Mas el tunante a quien acechaba era a mi hija Dorila. El gallo viejo necesita tiernas pollitas. Una noche Dorila huyó con el carretero y se refugió en su choza. Aunque ya había perdido su honra comisioné a Valentín para que me trajera a la fugitiva, asegurándole de antemano mi perdón. Dorila rehusó escucharle; Francisco lo arrojó a empujones de su bohío; Valentín, irritado, sacando una navaja hirió al carretero y heme aquí con la hija deshonrada y el hijo condenado a presidio. Dígame Vd. ahora, señora mía ¿quiere Vd. más aún para que rabie y no chille no sólo la mujer de mi color sino también la madre blanca más remilgada y artificiosa?

-Por supuesto, Mariana... El caso es serio... Dorila lanzada en la carrera del vicio... Valentín degradado para siempre... ¡Ah! ¡Ya no extraño tu exaltación febril!

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-Francisco tiene la culpa de todo. Mas yo me vengaré de ese hombre, doblemente infame en haber fingido que me miraba con afección para luego seducir a mi hija sin escrúpulo. Conmigo el daño hubiera sido de menos trascendencia; quien hace un cesto hace ciento y al cristal empañado no se le nota una mancha más. Pero Dorila estaba tan pura como tú, Ambarina. Yo contaba con que Francisco le serviría de padre y el malvado en lugar de protegerla ha labrado su desdicha. No importa, iré a buscarle, le arañaré, le arrancaré los ojos y después prenderé fuego a su casa en castigo de su traición, que ha precipitado a Valentín en la cárcel, ha desacreditado a Dorila y me ha dejado sola en el mundo con mi desengaño.

Experimentaba Ambarina indefinible mezcla de horror y lástima al oír a Mariana, adivinando que el principal motivo de su desconsuelo consistía en que Francisco no la hubiese preferido a su hija. La mulata prosiguió con indiscreta locuacidad:

-Si los hombres suelen manifestarse malos por capricho, las mujeres no les vamos en zaga. Fuera Francisco siquiera rico y generoso y se disculparía en parte la influencia que logró adquirir sobre tan linda mulatica como Dorila. Pero ¡bah! El muy avaro jamás le regaló otra cosa que frutas de la finca donde trabaja, o insignificantes galas de vestir. Hoy le traía un racimo de plátanos, mañana una vara de cinta deslustrada, y se concluyó. Ni un traje bonito que lucir en los bailes del pueblo, ni un pintado pañolón que llevar a la iglesia, ni una joya fina con que inspirar envidia a sus compañeras, recibió Dorila de su mano. Presentábase la muchacha mejor ataviada que otra alguna de su clase merced a lo que le regalabas tú. En cuanto a Francisco no se valió por cierto de brillantes preseas para seducirla. ¡Tacaño ruin! Duéleme en el alma que Valentín no hubiera podido colmarlo de los improperios que merece, pues desde el principio de su contienda Francisco le cerró la boca con una bofetada, a la cual contestó mi hijo con el navajazo que lo ha enviado a presidio. ¿Comprendes ahora, Ambarina, la extensión de mi desgracia?

-Tanto la comprendo que la mía se ha aumentado desde que te he oído, repuso la huérfana, pálida como la sustancia fósil cuyo nombre le dieran. Tu relato al penetrarme de compasión me hiere de un modo cruel que a mí propia me asombra. Entra en mis aposentos, Mariana, y tranquilízate mientras reflexiono en los medios necesarios para remediar lo sucedido. ¡Ay! Tiempo ha que he descubierto que es la vida una cadena de zozobras.

Bernardo, que atento y silencioso asistiera a esta escena singular, apenas desapareció la mulata tras la puerta de la alcoba de su señorita dirigiose a Ambarina y tomándola de una mano díjole con profundo acento:

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-Mariana acaba de indicarte la secreta causa de mi rompimiento contigo.

-¡Mariana!, repitió la huérfana, agitada de nervioso temblor.

-Ella misma. Aunque yo podría ahorrarte una explicación dolorosa, seguro de que, a pesar de desatar mi voluntad y no la tuya los lazos de nuestra dispuesta boda, me cederías los bienes que tu padre y mi hermano político me designó en caso de que rehusaras aceptarme por esposo, ¿para qué exponerme a que si mañana te casas me dispute tu marido el patrimonio que habré debido en apariencia a tu liberalidad? ¿Por qué tampoco he de recibir como una gracia rentas que me corresponden de derecho? Pues al rechazar tu mano no obedezco a un frívolo capricho, ni a un inconstante cambio de afecciones: retrocedo ante un obstáculo que a la generalidad de los hombres arredraría, ante la repugnancia que nos inspira la mezcla con otra raza que justa o injustamente consideramos inferior a la nuestra.

-¿Qué dice, Dios mío? ¡No lo entiendo!, balbuceó Ambarina, respirando apenas.

-Esta carta, donde grabó tu padre sus postreros pensamientos, y que ha llegado a mis manos no importa cómo, aclarará a tus ojos la cuestión, exclamó Bernardo, sacando un papel de su bolsillo. Escucha lo que en ella decía Don Diego de Alarcón a la mujer de color que acaba de salir de aquí.

Y leyó lo siguiente casi en el oído de Ambarina:

«Mariana: La expiación de nuestras culpas es que su memoria nos martirice hasta en los brazos de la muerte. Ya su terrible frialdad comienza a helar mis miembros; ya van debilitándose los latidos de mi corazón; ya un velo misterioso empaña mi vista, y sin embargo, no consigo concentrar todas mis ideas en la majestuosa imagen del Dios omnipotente que no tardará en juzgarme. Un recuerdo me lo impide, recuerdo de acerba tristeza, de punzante remordimiento, de humillación cruel. ¿Lo has olvidado tú acaso, frágil criatura que me arrastraste a la falta que tanto me avergüenza, falaz Dalila que me sedujiste para luego introducir en mi pecho un implacable torcedor? ¡Es imposible! Oye pues la orden que te reitera un agonizante desde el borde de la tumba, y cúmplela si no quieres padecer en tu hora final todavía mayores angustias que yo.

»Exijo de tu obediencia que el fruto de nuestro error juvenil prosiga creyendo que no hay en sus venas gota de impura sangre, que arrostres mil veces la muerte antes que darle a sospechar que la historia de aquella pobre muchacha blanca víctima de la desesperación que le causó su deshonor fue una fábula que te enseñé para que nuestra hija escapara al oprobio que una sociedad despiadada imprime en la frente de los infelices cuyos padres han carecido de suficiente   -143-   virtud para oponer las leyes, usos y preocupaciones ya en ella establecidos al desarrollo de la grosera llama producida por una pasión material. Mi airada sombra se levantará del sepulcro para maldecirte el día en que la joven delicada, púdica y buena que me ha perdonado su ilegítimo nacimiento sepa por tu indiscreción cuán culpable fue mi extravío; mi espíritu pedirá al cielo tu eterna condenación cuando por causa tuya descubra Ambarina que su madre es la mulata Mariana...»

Un grito agudo interrumpió la lectura de Bernardo. Habíase lanzado Ambarina hacia él exclamando:

-¡Mientes, me engañas! ¡No encierra ese papel declaración tan horrible!

-Leelo tú propia, respondió el joven, poniéndole el terrible documento, escrito y firmado por Alarcón, ante los ojos.

Recorrió Ambarina tan espantada como si encerrara su sentencia de muerte. Cayendo después sobre una silla próxima repitió como estúpida:

-¡Ambarina es hija de la mulata Mariana!... ¡La mulata Mariana es madre de Ambarina!

-Ahora no extrañarás que a despecho de tu raro mérito no hayan llegado mi filosofía y mi pasión hasta el punto de hacerme aceptar por suegra una mulata, y por cuñados un presidiario y la querida de un carretero...

-¡Infame!, gritó Ambarina, exasperada con su fría insolencia. ¿Y tú cómo has osado apoderarte de una carta dirigida a otra persona, violar un secreto sellado, digámoslo así, por el anatema de un difunto? ¡Devuélveme ese papel, traidor: entrégamelo, fementido!

-¡Ola! ¡Ola! ¡Parece que la ovejilla empieza a transformarse en silbadora serpiente! Me alegro, Ambarina. Temía que tus lágrimas y ruegos me enternecieran: tu cólera y tus reproches me ayudarán a conservar mi serenidad. Cesa pues de prorrumpir en inútiles invectivas. Este papel es una garantía de la realización de mis planes que nadie ¿lo oyes? arrancará de mi poder.

-¿Pretendes entonces, deshonrarme, perderme, enseñando ese papel al mundo entero?, añadió la huérfana fuera de sí. ¿Qué te he hecho yo para que así me odies y amenaces?... ¡Piedad, piedad, Bernardo! ¡Dame esa carta!

-Jamás, Ambarina, porque he resuelto guardarla para poner a cubierto mi patrimonio, que se reduce a la consabida cuarta parte del tuyo, que Alarcón me legó por si acaso te negabas a casarte conmigo, del futuro ataque de tu parentela. Sabiéndome dueño de este documento no se atreverá a molestarme ninguno   -144-   de los tuyos. Además, si los reveses de la suerte me arruinan, un día mostrándotelo o recordándote que yace en mis manos, no me rehusarás tu piadoso auxilio. Ínterin no llegue semejante crisis no temas de mi malicia la publicación de tu secreto. Usaré con moderación de mi influencia sobre ti y si nunca necesito apremiarte te dejaré vivir y morir en seráfica tranquilidad.

-¿Crees posible que retorne a mi corazón el sosiego encontrándose mi destino a merced de un hombre como tú? ¡No en vano sospechaba mi espíritu previsor que ocultaba tu hipocresía pérfido egoísmo! ¿Pero de qué me asusto neciamente como una inexperta niña?... Quizá esa carta es parto de la delirante imaginación de un moribundo u obra de una pluma hábil en falsificar la letra ajena, quizá...

-¡Mariana!, exclamó Bernardo, dirigiéndose a la alcoba donde entrara la mulata, ven a decir tu misma a Ambarina si no eres...

Corrió la joven hacia él y le tapó la boca con sus crispados dedos. -¡Mi madre! murmuró, concluyendo la frase que Bernardo comenzara. ¡Ah! Ignore a lo menos siempre esa desdichada mujer que conozco sus derechos a mi cariño. Te lo suplico, arrodillada, Bernardo.

-Lo ignorará, contestó éste compadecido, pues, lo repito, quiero utilizar el secreto de que me he apoderado, mas no tu daño infructuoso. Cálmate, Ambarina: cédeme con todas las competentes formalidades la parte de tus bienes que me corresponde, afirmando que la ruptura de nuestra boda proviene de tu repugnancia en contraerla, y probablemente este papel desaparecerá en el fondo de mis gavetas para no volver jamás a disfrutar de la claridad del día.

Inclinose después Bernardo galantemente para levantar a la huérfana, pero evitando ella con horror su contacto, huyó al opuesto extremo de la pieza, repitiendo casi demente:

-¡Me mataré! ¡Me mataré!



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