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- XIII -

El mismo al mismo


El ambiguo final de mi última carta te habrá indicado, Mauricio, que Ambarina ha vencido, que he pagado el falso flete, y que a pesar de Bernardo, de Mariana y de otras mortificaciones permaneceré en La Habana hasta que vendiendo mi esposa sus fincas pueda huir conmigo de nuestro adversario común. Quizá me taches de necio, y quizá lo soy efectivamente, dejándome manejar así por una mujer que me oculta parte de su corazón. Pero Ambarina ha estado a las puertas del sepulcro; en el delirio de la fiebre que la devoraba repetía de continuo: «Octavio, te amo y soy inocente». Voy a deberle además el santo gozo paterno, que me indemnizará de las sufridas angustias, y según ella al mirarme moribundo consintió en entregarme su mano, así yo, viéndola expirar de dolor a la idea de perderme, he prometido quedarme al lado suyo, tierno y solícito como al principio de nuestro enlace.

Ambos de consiguiente evitamos ahora con el mayor cuidado hablar de nuestras tristes desavenencias a la vez que nos ocupamos con actividad de reducir a metálico las posesiones que dejó D. Diego de Alarcón a su única heredera. Ni siquiera he preguntado a mi esposa lo que hace Bernardo Arribas en el ingenio, compadecido de la perenne inquietud que en su frente se retrata. Ambarina, como para escapar al tormento de unas zozobras en que no me inicia, me arrastra consigo a menudo a visitas, fiestas y paseos. Diariamente recorremos en lujoso carruaje la Alameda de Isabel II, tan umbría, fresca y olorosa; nos trasladamos al Cerro, que es un arrabal de La Habana ornado a ambos lados de su calle principal con lindas casas que quieren parecer campestres a causa de sus blancos pórticos y floridos jardines, y prolongando con frecuencia nuestra excursión hasta Puentes Grandes, otro pueblecillo precioso que, si no iguala al anterior en abundancia de ostentosas quintas, le gana en cambio en el pintoresco y romántico aspecto que le comunican tanto su quebrado terreno como el arroyo que lo atraviesa, formando cascadas sobre su lecho de limpios guijarros,   -272-   regresamos a la ciudad ya cerrada la noche. Entonces los ojos de Ambarina, refulgentes como las estrellas que tachonan el firmamento, buscan los míos con recelosa, suplicante y apasionada expresión. Su ternura y su beldad, realzada por la aureola del cielo, me conmueven a veces tanto que figurándoseme imposible que un ser tan perfecto en su forma física abrigue un alma falsa y cautelosa, que tan noble fisonomía oculte baja degradación moral, le dije la otra noche, apoderándome de su temblorosa mano:

-¡Oh Ambarina! Mi corazón te pertenece aún. Consérvalo abriéndome el tuyo enteramente, manifestándome por completo amor y confianza.

-Nunca he cometido acción alguna que me avergüence, respondió con su acostumbrada tristeza y sin embargo, védame el destino revelarte el misterio que ansías penetrar. ¡Ah! Si de veras me amaras no te interesaría101 nada que no fuera nuestro amor. Pero tu alma es veleidosa y se entibia pronto.

-Me juzgas mal, exclamé resentido. Jamás he pagado con ingratitud e inconstancia un afecto sincero. Mas ¿cómo prestar fe a quien me presenta contrastes incomprensibles? ¿Cómo creer que ama la mujer que posee bastante entereza para callar un secreto al esposo de su elección?

-Hablemos de otra cosa, murmuró, retirando su mano de la mía. Vuelvo a repetírtelo: no puedo satisfacer tu curiosidad. El día que descubras lo que reservo será el de mi muerte. Como en la alegórica fábula de Psiquea cuando a la luz de indiscreta lámpara examines los cimientos del edificio de nuestro conyugal reposo desaparecerá este a fuer de una sombra.

El acento lleno de melancólica impaciencia con que Ambarina me cerró los labios me mortificó. Retornamos pues a nuestro domicilio menos complacidos de lo que de su recinto saliéramos. Lo repito, Mauricio, con la mayor convicción. Himeneo es un dios celoso que no tolera misterios, y que determinado a sostener sus derechos mira con ceño al que osa disputárselos.

A la siguiente noche, como para distraer la penosa impresión que el referido diálogo nos dejara, me propuso Ambarina ir a pasar algunas horas agradables al teatro de Tacón, cuya interior elegancia, adaptada al clima, cautiva desde luego a los forasteros. Al reflejo de la magnífica lámpara de cristal que pende de su techumbre lucían sus tropicales encantos infinitas hermosas habaneras cubiertas de matizadas gasas y de encajes exquisitos, coronadas de perlas y de flores. El afiligranado barandaje de los palcos les permitía ostentar toda su gentil gallardía. En el patio agitábase la masculina juventud, que estropeaba sus blancos guantes aplaudiendo a la bella artista Fortunata Tedesco, la cual cantaba la parte de Elvira en la ópera de Verdi titulada «Hernani» a satisfacción de los   -273-   «dilettanti» gracias a los atractivos de su figura, a su fresca voz de mezzosoprano.

Vestida Ambarina de seda blanca, y ceñidos sus cabellos con una guirnalda de hojas de terciopelo verde entrelazadas con espigas de oro, causó sensación por su beldad pálida, melancólica e imponente como la de Vedella. A su lado, tímida como la violeta que se acoge a la sombra de erguido árbol, atendía con ingenuo entusiasmo al desempeño del drama lírico Inés, modesta y simpática joven que víctima de una cruel madrastra y de un padre insensato se consuela de sus disgustos102 con la amistad de mi esposa. Ambas sufren en su distinta situación y sin embargo no se pintan en la frente de la pura y resignada virgen, como en la de Ambarina, violentas pasiones ni lóbregas borrascas. Mientras la última lucha rebelde con la cruz que le ha caído, ignoro por qué, sobre sus hombros, sostiene la primera la suya con la conformidad de los ángeles humildes. Al sublevarse contra el dolor ha adquirido el rostro de mi compañera, a pesar de la clásica corrección de sus facciones, expresión adusta, inquieta e impaciente; al aceptar sumisa su acerba suerte se ha revestido, por el contrario, el de Inés de seráfica mansedumbre. ¿De qué proviene esta diferencia en dos mujeres de generosa índole? De que Inés vierte llena de confianza sus lágrimas en el seno de Dios y Ambarina le invoca sin la fe, que sirve de bálsamo benéfico para las heridas morales del buen cristiano.

A fuerza de tener mi esposa y yo nuestras incompletas explicaciones huimos uno de otro poseídos de natural embarazo. Ínterin Ambarina de consiguiente permanecía silenciosa e inmóvil hablaba yo con Inés, la cual vestida de tul azul y adornada con perlas y cándidas rosas, revelaba en sus gestos con gracioso candor, a la vez que en la humedad de sus ojos, del color celestial de su vaporoso traje, la impresión que causaba en su sensible organismo la hermosa música de Hernani.

-Sólo le falta a usted el arpa sagrada para ser una segunda Santa Cecilia, le dije, chanceándome al ver su emoción, y al oírla tararear en voz baja con suavidad infinita los cantos de la ópera que más le habían gustado.

-¡Ah! ¿Quién podrá escuchar con indiferencia ese magnífico terceto final que expresa con filosofía tan elocuente la desesperación del amor frustrado y los implacables rencores de los celos? me respondió, levantándose a compás de las ruidosas aclamaciones que saludaban a «Elvira», arrodillada junto al moribundo «Hernani», víctima de su pundonor y de la venganza del cruel «Silva».

-No compadezcas a Hernani, ni a Elvira, que bajan al sepulcro con sus ilusiones, exclamó Ambarina, abandonando también su asiento. Más vale morir que perderlas.

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Aunque comprendí que las palabras de mi consorte encerraban cierto sarcasmo no quise indagar su oculto sentido. Nuestras mutuas quejas han llegado a inspirarme tedio. Primero inquietaban mi alma y la afligían, ahora me importunan en alto grado. Si algún día te casas, Mauricio, evita ese tiroteo doméstico que concluye disgustando al esposo del domicilio conyugal. Las ilusiones huyen, como pretendió indicar Ambarina, a su prosaico ruido, y cuando ya no esmaltan galanas flores el monótono sendero de la existencia diaria, sólo distinguimos en perspectiva jornadas áridas, estériles y fatigosas.

Cualquiera que sea el origen de la extraña conducta de mi compañera para con Mariana y Bernardo hubiérale dado la naturaleza la blanda y flexible índole de Inés, hubiérale enseñado la religión humildad verdadera, y mis sentimientos hacia ella no hubieran perdido su primitivo fervor. Mi altivez hubiera desaparecido ante su dócil mansedumbre: mi desconfianza se hubiera aplacado ante su angélica piedad. Pero el orgullo de Ambarina gana al mío aún; ella, que por sus superiores bienes podría suplicarme sin envilecimiento, presenta a mi reserva una reserva igual, como desdeñando recurrir a la condescendencia para conservar mi amor. Y la idea de que un tierno fruto de la pasión hermosa que ¡ay! no recuerdo todavía con indiferencia, no tardará en estrechar con nueva fuerza los lazos que nos unen, lejos de imprimir en su tostada frente el santo gozo de la maternidad cercana ha aumentado, según creo, su aciaga palidez, su amargo silencio, su tristeza invencible.

Nuestra morada pues, a despecho de las comodidades que encierra, del alegre sol que continuamente la alumbra y de la perspectiva agradable que desde su elevada azotea se descubre, por hallarse situada en la favorita calle del Prado, se asemejaría a una tétrica prisión a no animarla a menudo Inés con su suave voz, su sonrisa más dulce aún y su gracia virginal. El mal trato que le da su indigno padre a causa de su ridículo amor por su segunda esposa, mujer falsa y desnaturalizada, no consigue destruir la celeste serenidad de la paciente niña. Injuriada por su madrastra, que le ha usurpado su legítima herencia, y desterrándola casi del paterno hogar, las pocas veces en que el resentimiento la ha dominado, ha provenido su cólera no de los agravios propios, sino de los que recibe el autor de su ser de la pérfida Dalila que lo vende. Inés, tan moderada, indulgente y enemiga de la murmuración, se exalta al recordar que un hombre inicuo se vale de las torpes flaquezas de Leocadia para escarnecer las canas del anciano que ella prosigue mirando con filial respeto. ¿Y sabes quién es el ente corrompido que ayudado de una mujer ligera así roba a traición la honra de uno de sus semejantes? El objeto de mi odio y de la protección de mi esposa, la causa de nuestras rencillas y de nuestro descontento mutuo, Bernardo Arribas.

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Al cerciorarme de ello no pude menos de decir a Ambarina irónicamente:

-¿Qué tal, señora? ¿Todavía continuará usted honrando con su confianza a su primer enamorado? ¿Tantas ruindades no triunfarán del singular empeño de usted en abrigar en su seno una serpiente?

-¿Cómo?, exclamó Ambarina, enrojeciéndose un instante a impulsos del enojo. ¿Persistes en atribuir a memorias de amor, a debilidades indignas de mi carácter franco y decidido mi consideración hacia Bernardo? ¿No te he repetido cien veces que esta consideración nace de miedo, y no de simpatía?

-¡De miedo, señora! repuse, subiéndoseme a mi turno la sangre al rostro por temor de que Inés, que presente se encontraba, diese a sus palabras alguna interpretación ofensiva para mi decoro conyugal. La mujer honesta y pura sólo teme a Dios, y en todo caso a su marido. ¡Tener miedo a Bernardo! Téngalo más bien usted de que hiriendo mis oídos con demasiada frecuencia, extravagante lenguaje llegue a exasperarme al fin.

-El testamento de mi padre me coloca en cierto modo en la dependencia de... nuestro enemigo si quiero conservar mi fortuna, balbuceó mi esposa con penoso esfuerzo.

-Miente usted, señora, grité, irritado como siempre que Ambarina trata de alucinarme respecto a las secretas causas de su culpable condescendencia con mi antagonista. Me engaña usted, figurándose quizá que prestaré fe a sus imposturas para proseguir disfrutando de unas riquezas que execro. Mas la engañada es usted, señora, si cree que me detienen a su lado otros motivos que un resto de loco amor y la esperanza de recibir en mis brazos a mi hijo.

-¿En qué términos me habla ya? murmuró Ambarina, trémula de dolor, o de enojo. Octavio, respeta a tu esposa para que los demás la respeten también.

-Usted me trastorna el juicio, señora. Usted me ha dado el mal ejemplo que imito, colocándome en ridícula posición a los ojos de nuestros sirvientes y del mismo Bernardo, que se ríe de mí viendo que usted me obliga a poner el cuello bajo su planta.

-De nuevo te juro que nuestros bienes... que el porvenir de nuestro hijo... que nuestra suerte feliz o desgraciada dependen en gran parte de la voluntad de ese hombre, añadió Ambarina gimiendo.

-¿Te atreves a sostener que dimanan de causas de interés material las zozobras que en ti excita Bernardo?, le pregunté con ansiedad verdadera.

-¡Sí!, me contestó vacilando.

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-Entonces podrás aún volver a ser mi Ambarina, exclamé acaloradamente. Podré, sí, probarte que aquella sospecha tuya, siempre presente a mi memoria, de que te pretendí por tu cuantiosa dote era injusta, falsa, inmotivada. En el acto vas a escribir a Bernardo mandándole salir del «Antilla», manifestándole al fin tu desprecio, anunciándole tu inmutable propósito de romper toda relación con él. Al cumplirlo quedaremos, según me indicas, arruinados... ¿Qué importa? En cambio conservaremos el tesoro de nuestro amor conyugal, la armonía íntima, la paz doméstica y el aprecio de la sociedad, que nos verá atravesar sus filas sin mancilla alguna. Vamos: escribe a Bernardo inmediatamente. Tu carta me libertará de la triste situación de marido pobre, esclavo de una mujer opulenta.

-¡Sueñas... deliras!, balbuceó Ambarina con los labios convulsos. Yo no puedo dirigir a Bernardo el lenguaje insultante que deseas... No puedo. ¡Oh! No renueves esta cruel conversación si quieres que nuestro hijo no muera antes de nacer. Silencio, discreción y huiremos para siempre de Bernardo. De otra manera el día en que su rencor te revele el misterio que te reservo será, te lo repito, mi último día. ¡Oh Inés! continuó, arrojándose en brazos de su amiga, que escuchaba apesarada nuestra querella. Tú, que al par extraña al aciago secreto de mi vida, jamás has dudado sin embargo de la rectitud de mis sentimientos; tú, que a pesar de mi excepcional posición no me has amado menos por eso, ayúdame a detener la funesta corriente de su desconfianza. ¡Mi tierna hermana de adopción, sálvame!

Contestó Inés con inefables caricias a los lamentos de Ambarina. Después, húmedos los ojos de celestiales lágrimas, trémula la voz de simpatía, me habló, con la elocuencia del corazón, de las desgracias de los primeros años de mi esposa, la cual habiendo perdido a su madre al nacer, y abandonada por su padre en la cuna, habitó en desamparada orfandad la humilde casa de su nodriza, la mulata Mariana. Añadió con acento dulcísimo que me correspondía indemnizarla a fuerza de abnegación y ternura de sus antiguos padecimientos; me aseguró con una santa confianza que me hizo avergonzar de mi ánimo sospechoso que había creído siempre, y creía aún, que el secreto tan cuidadosamente guardado por Bernardo y Ambarina pertenecía al hombre que tanto amara a ambos, al difunto D. Diego de Alarcón, y apoderándose de mi brazo me invitó a acompañarla a su morada, que se hallaba próxima; recogió allí en sus aposentos varias cartas que de soltera le escribiera Ambarina, y obligándome a leerlas, apenas retornamos a mi albergue, me probó que mi consorte que con tanto empeño me había huido antes de nuestro matrimonio, se había sentido dispuesta a amarme desde la primera vez que me vio.

Mirándome enseguida sentarme penetrado de compasión al lado de Ambarina y estrechar su fría mano en silencio, tomó un libro religioso, leyó con sonora   -277-   entonación varios edificantes pasajes que predisponían el espíritu a la indulgencia, y se detuvo sobre todo en aquellos que refiriéndonos lo mucho que sufrió el Crucificado por redimirnos, nos echan en cara la flaqueza con que reportamos las pasajeras penas, que su voluntad nos impone para acrisolar nuestra virtud. Mientras Inés leía admiraba yo involuntariamente el candor de su frente de alabastro, la pureza ideal de su ovalado rostro y la patética suavidad de su voz. El aspecto de Ambarina me entristecía, el de Inés me regocijaba. Esta joven es un ángel, Mauricio, y Dios la ha colocado junto a un demonio como Leocadia para que resplandezca mejor su raro mérito.

Su serena influencia ha calmado mi exasperación moral de una manera portentosa. Diríase que con nuestro frecuente trato se me ha comunicado su dulzura como un perfume que al impregnarse en mí me pertenece ya. Cuando al observar el sigilo con que mi esposa vende sus bienes para apresurar nuestra partida a Europa vuelve a sentir que se envenena mi sangre con el recuerdo de lo acaecido, la gracia infantil con que Inés me riñe, la mirada húmeda de piedad con que me señala a Ambarina, tan cambiada y tétrica a impulsos de sus pesares, la inefable bondad con que me dice: «Sea usted condescendiente y bueno con la madre de su hijo», destruyen al momento la hiel que comenzaba a llenarme el alma de amargura. ¡Mujeres! Si siempre recurrierais al tierno halago y a la paciente persuasión para dominarnos viviríamos postrados a vuestros pies. La tenacidad con que a menudo huimos de vuestros lazos consiste menos en nuestra ingratitud e inconstancia que en vuestro imprudente anhelo de trocar en pesadas cadenas las guirnaldas de rosas.

Ambarina, que se ha desprendido ya de las casas y solares que en la capital poseía, ha enviado en clase de depósito a los bancos de Europa cantidades de consideración. Un rico hacendado se presta a comprar el «Antilla», única finca que le queda; pero antes pretende verlo y examinarlo. Mi esposa se turbó al ocurrírsele las dificultades que se presentan para alejar del ingenio a Bernardo sin que la malicia de ese segundo Judas sospeche el motivo. Al notar mi sombrío silencio, y la profunda palidez de su amiga Inés, cuyos azules ojos alzados al cielo parecían pedirle una inspiración feliz, exclamó entre alegre y confusa:

-Bernardo saldrá del «Antilla» dentro de dos o tres días sin adivinar que ustedes lo echan.

-¿De qué modo? preguntó lacónicamente Ambarina.

-De una que Dios me dispensará103 en gracia de la intención. Indicaré a mi madrastra que Bernardo se ha dejado seducir en el ingenio por la mulata Dorila; celosa Leocadia le enviará orden de regresar a la Habana inmediatamente y él se apresurará a obedecer, porque ¡Dios me perdone tan mal pensamiento!   -278-   aspira a casarse con su cómplice, enriquecida con mis despojos, apenas fallezca mi pobre padre. Entonces bajo pretexto de restablecer tu quebrantada salud, que en efecto necesita aires más puros, te trasladarás a la finca sin despertar la desconfianza de tu enemigo. ¿Te conviene mi plan, Ambarina?

-Tanto, que desde luego lo acepto, replicó mi esposa, atrayendo a sus comprimidos labios pálida sonrisa.

La extraña expresión de la voz de Ambarina me indujo a examinarla atentamente y confieso que su aspecto me sorprendió. Su color dorado había adquirido tintes oscuros; sus grandes ojos se encontraban rodeados de verdoso círculo; su boca, antes tan fresca como una rosa de abril, se asemejaba ahora a una mustia violeta, y no obstante su incontestable hermosura oprimióseme el corazón, no sé porqué, viéndola contrastar como una estatua de bronce con Inés, blanca como la nieve, rubia como Venus, y cuyo delicado rostro ostentaba la transparencia del purísimo cristal.

Al cabo de algunos días retornó Bernardo Arribas a la capital, según Inés había pronosticado. Tuvo la audacia de presentarse en mi morada y mi esposa la de recibirlo. Ignoro lo que se dijeron; pero sin la idea del ángel que dentro de pocos meses sonreirá en mis paternos brazos creo que hubiera huido ya de Ambarina como de un objeto fatal. ¡Tan insoportable me parece vivir íntimamente con la amiga de mis enemigos!

-Querido Octavio, me dijo ella enseguida con cierta timidez, leyendo en mi nublado semblante mis interiores emociones. Bernardo nada sospecha aún de nuestro proyectado viaje; los que han comprado ya parte de nuestros bienes han guardado el secreto prometido y dentro de dos o tres semanas recobraremos al fin la ansiada libertad. Entonces, Octavio de mi alma, renacerá tu Ambarina como si saliera de una tumba, su confianza en el porvenir le restituirá sus medios de agradar y en vez de concentrarse, como en la actualidad, en sí propia, atormentada por el cruel recelo de perderte, desplegará sus alas al sol como la mariposa, cantará como el pájaro que se ha escapado de su prisión, y te mostrará amor tan ardiente e inalterable que la duda mutua que hoy nos separa a fuer de un muro de hielo desaparecerá bajo el fuego hermoso de nuestras caricias. ¡Oh! Dios se apiadará de nosotros concediéndonos la felicidad lejos de aquí, en la bella Andalucía, donde también hay naranjos y palmeras, o en la poética Italia donde al par luce un cielo esplendoroso y azul. Mientras tanto marchemos a despedirnos de los vastos cañaverales del «Antilla», de sus humildes siervos, que tanto me amaban, y de nuestra inolvidable laguna de la «Esperanza», a la cual te guió en época más venturosa la cotorra amarilla, pobre ave que yace rellena de paja sobre la mesa de mi tocador en lugar de triscar   -279-   entre la verde arboleda loca de alegría. ¡Octavio, Octavio! Vuelvo a repetírtelo penetrada de misteriosa convicción. No debemos desesperar todavía de la suerte.

-¡Ojalá el deseo no te engañe! respondí desanimado. Pronto partiremos pues para el «Antilla» en unión del individuo que ansía comprarlo. Estamos ya en los umbrales del invierno y sin embargo gruesas nubes cargadas de electricidad, terribles tronadas y lluvias copiosas semejante a las del verano turban la serenidad atmosférica. Extraño clima donde así se alteran las estaciones. Pero mucho más singular es aún aquella de sus hijas que he elegido para acompañarme en la vida, al inspirarme tan presto la certeza de su acendrado cariño como el recelo de su oculta perfidia, o mi mismo corazón, que a pesar de creerse constante, palpita hoy alborozado al eco de su voz para helarse mañana al oírla, cual si se arrepintiera de haberse abierto a los acentos de una sirena engañadora, querido Mauricio.



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- XIV -

Ambarina a Inés


¿No es cierto, dulce amiga mía, que hay en las sencillas palabras de la sinceridad algo que convence mejor que todas las enfáticas protestas de la impostura? Segura de ello, al saber que tu padre ha muerto, que pocos días han bastado desde que te dejamos si no alegre a lo menos con... con tu destino para convertir en fuentes de lágrimas tus serenos ojos, no necesito agotar el vocabulario de las lamentaciones para expresarte la gran parte que tomo en tu inmensa aflicción. Me limito a abrazarte, a mezclar mi lloro con el tuyo, a decirte con toda la efusión de un alma afectuosa no obstante su altivez: «Inés querida, aunque acabas de quedar sola en el mundo, pues tus únicos deudos en él se reducen a una cruel madrastra, no vagarás errante como paloma sin abrigo por su vasta superficie. Una amiga cariñosa y constante dividirá contigo gozosa su bienestar y hacienda. ¿No adivinas desde luego su nombre?

Mas ¡ay! que al ofrecerte104 mis servicios con toda la espontaneidad del corazón, al unir mis lágrimas a las que viertes, teñido de rubor el rostro, postrada de hinojos ante ti, voy a dirigir amarga negativa a la proposición que me haces en la carta donde me participas el fallecimiento del anciano a quien tanto amabas o, más bien, a rogarte sollozando que desistas de ella. Confiando en la generosidad de mis sentimientos, con la fe que te inspira la nobleza de los tuyos, me indicas que vas a separarte de la indigna mujer que te usurpó la ternura de tu padre para venir a pasar el resto de tus días conmigo, semejante a la más amorosa de las hermanas. Tal proyecto, que en otro tiempo me hubiera colmado de regocijo, a mí, tan sedienta de afectos íntimos y profundos, ahora me ha hecho palidecer como nuncio funesto de futuras desdichas. ¡Oh, ángel! Tú, que a causa de tu celeste candor ignoras las flaquezas de las víctimas de las pasiones, perdóname. Te amo; soy tu hermana efectivamente; por ti sacrificaría cuanto poseo excepto una sola cosa, y esa excepción única es la que me induce a negarte la hospitalidad, a decirte confusa, humillada, avergonzada de mi propia: «Busca   -282-   por Dios albergue en otra parte. Eres, Inés, tan amable que te temo sin poderlo remediar. Si a mi lado vivieras, Octavio compararía a todas horas tus suaves virtudes con mi impetuosidad indómita, tu inefable gracia con los defectos que me ha transmitido una educación incompleta, tu devoción, santa y persuasiva como un bendito perfume, con mi deísmo audaz. Entonces ¡desgraciada de mí! quizá Octavio a pesar tuyo, y de sí mismo, te profesaría simpatía demasiado vehemente. En fin, amiga, compadéceme en lugar de odiarme por la revelación que deposito en contrita actitud a tus pies. Tengo celos de mi esposo y... ¡tú me los inspiras!

¡Ay! La adversidad, encarnizada en mi contra, me ha comunicado una especie de aciago fatalismo que me presenta el porvenir cubierto de eternas sombras. Tu grata compañía, tus fraternales halagos, tus ósculos purísimos ahuyentarían quizá los fantasmas que me asedian. Y tal es no obstante el rigor de mi desgracia que a pesar del alborozo con que reclinaría mi frente en tu seno, con que descansaría en tus brazos de la fatiga que me abruma, me hallo obligada a decirte: «Si de veras me amas, Inés, huye de Octavio; ocúltale tus angelicales dotes y salva a la pobre Ambarina del nuevo tormento que la amenaza».

Axioma exacto como todos los de su clase es el proverbio popular que exclama con sobrada razón: «Bien vengas, mal, si vienes solo». Cuán cambiado hemos encontrado el «Antilla» en el poco tiempo que hemos permanecido fuera de sus verdes cercados. Bernardo destruyó en algunos días la obra de mi paciencia durante meses enteros. Al persuasivo sistema sustituyó el de la severidad, a la indulgencia el castigo inexorable, a la voz contemporizadora de la filantropía el funesto ruido del látigo. Mis siervos, antes tan conformes con un yugo que apenas sentían, confundiendo ahora en la natural irritación que les causa un bárbaro tratamiento a cuantos llevan en su rostro el blanco color de su verdugo me acogieron con tétrico silencio. Ya no cantan jovialmente al trabajar para un amo bueno. El perverso amo que acaba de oprimirlos para chupar como el vampiro la sangre de sus venas, los ha acostumbrado a recibir golpes para que muevan el perezoso brazo. La desesperación ha reemplazado en consecuencia a su humilde alegría y una perspectiva de continuas penalidades les ha quitado el valor que sacaban de la consoladora certeza de reposar a ratos de sus rudas tareas.

Bernardo, apaleándolos como a bestias de carga, ha logrado que unos hayan huido, otros se hayan ahorcado y los más hayan tramado sedicioso complot contra los blancos de la finca. Felizmente Valentín, alerta siempre por una extraña anomalía contra los de su raza, delató a tiempo a los criminales y cuatro de mis mejores trabajadores de campo han ido a arrastrar afrentosa cadena entre los envilecidos presidiarios.

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Estos inesperados reveses al disminuir bastante el precio del «Antilla» han aumentado mi deseo de abandonar un país que para mí posee cosas terribles. El señor N., acaudalado comprador que ha venido con nosotros a examinar la finca, se ha entendido conmigo perfectamente. Me ofrece por ella cien mil duros al contado y otros cien mil dentro de dos años. La mitad de la suma que va a entregarme te la destino, amada Inés, confiando en que la admitirás sin escrúpulos como el don de una hermana. ¡Ojalá te proporcione a falta de otra dicha la de la independencia mientras obtienes un esposo digno de ti! Si rehúsas un presente dictado por mi corazón, creeré que te ha ofendido la sinceridad de mis palabras, que me guardas rencor por los locos celos que he osado manifestarte, y que no te dueles de tu Ambarina, que ha sufrido tanto ya. Pero tú aceptarás ¡oh amiga! y entonces habrá a lo menos una flor perfumada, fresca y consoladora en el desierto que mi cruel desconfianza traza en torno de mi vida de secretas miserias, la de tu agradecimiento inefable.

En el ingenio he hallado a Mariana, la cual ha vuelto a abrazarme apasionadamente a escondidas de Octavio. Mi nodriza mora al lado de su hija Dorila, que a pesar de proseguir deteniendo en sus redes a Francisco el mayoral, logró entablar con Bernardo las inmorales relaciones que pretendió establecer primero con mi esposo. Su coquetismo infame suscitó violentas querellas entre Bernardo y Francisco. Parece que en mi ausencia hubo repugnantes escándalos en el «Antilla», de los cuales me ha hablado Mariana con indignación, no por vituperar la conducta de su hija sino la audacia del mayoral en querer rivalizar con un caballero que le regalaba oro y trajes bonitos. Su encono contra Francisco porque es pobre me hizo mucho daño, Inés mía, pues me prueba que Mariana no se ha corregido con la edad de su falta de delicadeza y de sanos principios. El recuerdo sin embargo de los cuidados que le debí en mi niñez me obliga siempre a disimular el disgusto que me inspiran sus costumbres como un delito de ingratitud.

Octavio sospecha que la veo y trato ocultamente. Lo he adivinado en las arrugas de su frente, en su silencio sombrío. ¡Ah! Necesitamos ambos ir a buscar sin más dilación en otro hemisferio paz, armonía, unión y confianza mutua.

Sean cuales fueren los defectos de mi esposo no son de esos que degradan a quien los abriga. Franco, generoso y arrebatado como el soplo del huracán, si algo tengo que reprocharle es que, como la tempestad, también su ánimo se incline a la inconstancia. Aunque Carmela y Beatriz gravemente le ofendieron en medio de sus acerbas quejas, el menos experto conoce que no tardó en consolarle de su ingratitud, que las heridas de su corazón fueron más dolorosas que profundas. ¡Mejor! Así el día que yo muera no correrá largo tiempo su llanto. Otra lo enjugará pronto embellecida por la novedad, y esa otra... ¡serás quizá tú!

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¡Ay! A guisa del enfermo que en vano pretende distraerse del mal que lo preocupa torno a cada momento a deplorar el mío. Dichosos los que saben olvidar y consolarse. En cuanto a mí aseméjome a esas raras plantas que sólo florecen una vez, y que lánguidas y marchitas enseguida perecen sin producir otros capullos.

Confío, sin embargo, en que pronto me hallaré tranquila en algún rincón de Europa. Mi hijo no tendrá en el antiguo continente más hermosa patria que la que aquí tenido hubiera; pero sí más a propósito para mi paz actual y la suya futura.

¡Qué el cielo te guarde, mi querida hermana de adopción, y que él te inspire siempre amor y piedad hacia la triste Ambarina!



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- XV -

Inés a Ambarina


¡Virtud, pura virtud, dame tu apoyo! Así exclamaba yo ayer, amiga de mi alma, casi tan fervorosamente como Santa Teresa de Jesús, al penetrar en el respetable asilo donde he comenzado ya el solemne noviciado de las esposas de Dios. Tu carta concluyó de madurar una idea que flotaba pertinaz en mi mente, luchando con la natural resistencia de una105 juventud débil y pecadora, la de buscar en el silencio del claustro, en la serenidad de una existencia religiosa, en la oración bendita de la virginidad eterna, el único bien a que aspirar puede mi orfandad, el de vivir olvidada del mundo. Un lazo me ligaba aún a él desde que la muerte de mi padre rompió el otro; tu fraternal ternura, a la cual he correspondido con toda la efusión de la gratitud. Figurábame en mi inexperta ignorancia que tu corazón enfermo necesitaba para curarse más que las caricias de un esposo el afecto de una hermana llena de abnegación; creía de buena fe que mis consuelos y compañía aclararían tu horizonte doméstico, y por eso sobre todo resistía al impulso que me arrastraba, como a la tímida paloma con quien a menudo me has comparado, hacia el sagrado nido donde no debía temer borrasca alguna. Pero informada ahora de que precisa no te soy, de que a despecho del cariño que me profesas, y cuya solidez me ha confirmado la franca lealtad con que me hablas, mi amiga voz no ahuyentaría de tu lado los males que te afligen106, recobro mi libertad y hago de ella el uso que te indiqué al principio de esta epístola, trazada bajo las bóvedas del monasterio cristiano.

No me compadezcas ¡oh Ambarina! Todos marchamos hacia el sepulcro por distintos senderos, y el que yo he tomado me conducirá directamente por el rumbo mejor. En este apacible asilo podré orar por mi padre y por ti con los ojos siempre fijos en el cielo, sin que turben mi éxtasis entes malignos como mi madrastra, ni perversos como Bernardo. El ruido de los extravíos terrenales no vendrá a combatir mi fe, ni a impelerme como a tantos otros a devolver mal por mal. Salvada del torbellino aturdidor, protegida por las místicas naves,   -286-   libre en el porvenir de las miserias que hasta el presente me han aquejado, mi alma llegará virgen al seno del esposo inmortal a quien me consagro, y conozco que ese divino compañero acepta complacido mis votos en la inefable calma que ha sucedido a los tormentos que acaba de causarme el fallecimiento del autor de mis días.

Ya sabes que el anciano sucumbió a una parálisis casi repentina; pero ignoras que apenas hubieron declarado los médicos que no se levantaría del lecho donde yacía postrado, cesó Leocadia de fingir con un cinismo indigno y repugnante. Abandonó su lugar a la cabecera del enfermo, y cuando por contemporizar con la sociedad pasaba algunas horas en su aposento, acudía Bernardo a sentarse a su lado para mitigar su fastidio entablando con ella pláticas de adúltero amor doblemente sacrílegas en semejantes circunstancias. El agonizante no podía moverse, pero los oía ¡oh sí! Estoy segura de que los oía, pues a veces los ojos de aquel cadáver que todavía alentaba se fijaban con expresión lastimera en mi rostro como implorando mi perdón filial. ¡Oh, padre mío! Tu expiación encerró en las breves semanas en que al fin todo lo comprendiste una eternidad de torturas. Después expiraste entre el murmurío de mis oraciones y el de los infames coloquios de Bernardo y Leocadia para ir a encontrar en el tribunal del Supremo Juez la piedad a que te hizo acreedor el martirio de tus postreros momentos unido a otras excelentes cualidades que a pesar de tus debilidades poseíste.

Jamás, lo prometo, tornaré a detener mis pensamientos en Leocadia y Bernardo. La indignación que en mí excitan los audaces reos es un pecado en la mansión de paz donde reina augusta quietud, donde se aspira religioso perfume. No me hables por consiguiente de ellos en tus cartas, Ambarina. Conozco que en mi pecho vibran aún ecos profanos y quiero extinguirlos para siempre. ¡Ay! Acabo de cerciorarme de que todavía execro a la mujer fementida que arruinó mi paterna casa. Voy por lo mismo a regar con mis lágrimas los pies del Crucificado para que, doliéndose de mi flaqueza, coadyuve con su divina gracia a mi futura conversión.

Me ocuparé ahora de tus privados asuntos. Ambarina, apresura en efecto tu salida del país. Mucho tiempo hace que mi amistad adivinó tu secreto, pero mientras te traté, disimulé que lo sabía, deseando evitarte una humillación insoportable107 para tu altiva índole. Si he acertado y Bernardo posee la llave de ese funesto misterio ¡desgraciada! tu vida será en realidad un continuo suplicio. Huye, Ambarina, huye. La injusta preocupación de que eres víctima en nada ha disminuido mi afecto hacia ti, pero ¿sucedería lo propio con el de Octavio? ¿Descubriría sin amarte menos que en las venas de su hijo...? ¡Ah! Tiemblo, pobre   -287-   amiga, involuntariamente. La idea de que Leocadia puede informarse por medio de Bernardo de lo que con tanto sigilo callas, y de que estás a merced de la dudosa discreción de Mariana, me hiere la sangre en el corazón. Querida hermana, con la ternura de tu esposo y las caricias del ángel que no tardará en sonreírte serás muy rica en todas partes. Aléjate pues pronto, muy pronto, antes que la casualidad, que hasta aquí te ha protegido, se canse de favorecerte. La distancia impide las explicaciones, tan fáciles con la proximidad. Ínterin Bernardo indaga el rumbo que hayas tomado pasarán meses, años quizá, y entonces tu hijo habrá nacido; ya su padre lo adorará con ciego entusiasmo, y ya la ausencia del punto en que hubiera adquirido la revelación de Bernardo terrible importancia habrá evitado la catástrofe. En Europa las preocupaciones a que aludo casi se desconocen. Allí, además no estarán en torno tuyo Mariana, Dorila y Valentín para degradarte con sus vicios; allí, vigilando cuidadosa la correspondencia de Octavio lograrás salvarte tal vez de la delación de tu enemigo; allí, en fin, te habrás puesto a cubierto de la borrasca si comparas el viento atronador que zumba actualmente en tus oídos con los sonidos apagados que a ellos enviará desde tan lejos. Sea por lo mismo tu respuesta a esta epístola una carta de despedida.

Mientras tanto, no admito de tu generoso regalo sino la cantidad precisa para costear mi dote monástica. Lo restante empléalo en las buenas obras que te dicte tu noble y humano carácter. Feliz tú si consigues al cabo vivir tan contenta en la escena del mundo como lo estará separada de sus agitaciones y vicisitudes tú. -Inés.



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- XVI -

Narración


Turbada con la lectura del último billete de la joven devota, Ambarina se apresuró a concluir, según en él le aconsejaba su amiga, la enajenación del ingenio. Olvidando, en su afán de poner término al asunto, que podía haber espías a su alrededor dejó que Mariana trasluciera el dispuesto viaje. Entonces necesitó la imprudente contemporizar a toda costa con aquella mujer, que era... su madre, según no ignora el lector, y Octavio, viéndolas de nuevo en aparente intimidad, sintió renacer su antiguo disgusto.

La frecuencia con que Tomás, el mayoral del «Paraíso», iba a visitar a Octavio aumentó el interminable catálogo de las zozobras de Ambarina. Dorila, a caza de conquistas perennemente, empezó a dirigir miradas de fuego al joven campesino, cuyo amor conyugal no resistió a la artillería de los incendiarios ojos de la desmoralizada beldad de cobre. Irritado Francisco de resultas de lo sucedido con Bernardo, se propuso desahogar sobre su segundo competidor la rabia que el temor de perder su destino en la finca le impidiera manifestar declaradamente al primero. Alzando la robusta diestra una tarde que Tomás, apoyado contra frondoso mango fronterizo a las ventanas de Dorila, cantaba al son del tiple los atractivos de la mulata, descargola con fuerza en la atezada mejilla del enamorado montero. Tomás por toda contestación, levantando el tiple a su turno con la velocidad del rayo, se lo rompió en la cabeza. Enseguida los machetes de ambos salieron de sus vainas de cuero, la sangre corrió y el daño no se hubiera reducido a leves rasguños si Octavio, asustado con los gritos de Dorila, no acudiera lleno de severidad a separar a los combatientes.

Tuvo después el esposo de Ambarina que agotar el vocabulario de las súplicas y reconvenciones para conseguir que Lola perdonara a su infiel marido su veleidad amorosa. Quería huir de él, maldecirle y regresar al bohío de sus honrados padres. Habíale amado tanto la pobrecilla que no podía perdonarle fácilmente.   -290-   El arrepentimiento de Tomás y la influencia de Octavio restablecieron no obstante la armonía en el desunido matrimonio. Pero convencido el postrero de que aquella sencilla y antes ejemplar pareja acababa de perder su verdadera felicidad, que era una completa confianza mutua, dio parte a la policía del comportamiento de la indigna mozuela que se complacía en introducir el desorden en las familias. Dorila fue pues condenada a sufrir diez años de encierro en una casa de reclusión.

Al ver que le arrebataban a su hija tornó a prorrumpir Mariana en injuriosas invectivas contra Octavio, ínterin Valentín se ponía, como de costumbre, de parte de la raza dominadora. El esposo de Ambarina, que desdeñando responder a la grosera alharaca de la primera, resueltamente ordenó que la expulsaran del ingenio, acogió con mayor desprecio aún las adulaciones del último. Si el insolente arrojo de la madre lo indignaba, la bajeza del hijo le inspiraba repugnancia invencible. La causa de los dos estaba perdida en el tribunal de su sensatez.

No osó apenas respirar Ambarina durante las referidas peripecias domésticas, como recelando que el cielo se desplomara sobre su frente. Tenía miedo a Mariana, que podía hablar en un arrebato de cólera, a Bernardo, que podía llegar de un momento a otro, y a su consorte, tan decidido en los casos extremos. Creyendo Octavio sumisión su triste inquietud, y agradecido a su obediencia, la acarició nuevamente como a un niño mimado. Su corazón, siempre sediento de emociones, deseaba hallar eterno manantial de gratos afectos en el pecho de su legítima compañera. ¿Por qué pues caprichoso destino se empeñaba en separar dos seres nacidos para unirse, comprenderse y apreciarse?

Al fin, la venta del «Antilla» se realizó con el mayor sigilo. A los nebulosos días de enero y febrero sucedió la atmósfera de marzo, bajo la zona tórrida casi tan resplandeciente como la del estío, y Octavio anunció alegremente una serena tarde a su bella consorte que en la inmediata mañana marcharía a la capital para arreglar el pasaje de ambos en el primer buque que saliera para Europa.

Tiñose al oírle la tez de la joven de subido rosicler que le comunicó sobrehumana hermosura, y suspendiéndose del cuello de su amigo lo abrazó tan estrechamente que se asemejaba su caricia a una nerviosa contracción.

-¡Gracias, Octavio, gracias!, exclamó con profundo acento.

Después, cayendo de rodillas, juntó sus manos, fundidas por la naturaleza en tan perfecto molde como las de la Venus de Médicis, las elevó al cielo y oró con fervor.

  -291-  

Aquella misma tarde se dirigió a la laguna de la Esperanza, visitó el bosquecillo de bambúes, recogió los prematuros capullos que la verbena y los lirios favorecidos por la fecundizante acción del calor y la humedad comenzaban a producir, besó en señal de despedida la inscripción trazada por Octavio en las flexibles cañas, consagró un suspiro a la memoria de la malograda cotorra amarilla y regresó a su hogar, desplegando ya sus alas como el ave criada en jaula demasiado estrecha, que al escaparse de su prisión conoce que ha nacido para recorrer con raudo vuelo extensos horizontes.

Acudió Octavio a recibirla con el involuntario alborozo que causa una perspectiva lisonjera y besando sus negros cabellos, perfumados por los olorosos efluvios tropicales:

-Me ocupaba en preparar, le dijo festivamente, mi maleta de viaje cuando vinieron a convidarnos del próximo pueblo para un baile que en él esta noche se verifica. Lo costean las familias residentes en las fincas inmediatas y si quieres asistiremos a esa campestre fiesta por curiosidad.

Aceptó Ambarina gozosa. Anhelando sacudir el tétrico yugo de la desdicha, necesitaba presenciar sin dilación plácidas escenas. Juzgándose ya libre de la enemiga persecución de Bernardo principiaba a respirar con algún desahogo. Al verla en consecuencia correr de un lado a otro con ligera planta, disponer su vestido de baile tarareando populares cantos y ostentar naturalmente la animación graciosa de su edad, a ella, siempre tan seria, taciturna y reservada, Octavio volvió a vislumbrar en sus sienes la aureola de sus ilusiones desvanecidas. Y esperanzado de que la felicidad le sonreiría junto a un ser tan seductor, luego que cesaran las funestas influencias que los habían desunido en parte, le preguntó con un resto de duda que las singulares circunstancias de su matrimonio excusaban quizá:

-Ambarina, respóndeme como responderías a un sacerdote en el confesionario: ¿me amas de veras?

-Mi conducta te probará en adelante los sentimientos que me inspiras, repuso la joven, húmedos de aprisionadas lágrimas los ardientes ojos.

Llegó la noche, noche radiosa y coronada de estrellas como una reina de diamantes. Ataviose Ambarina para el sencillo festejo con tanta armonía como elegancia. Un vestido de gasa rosada flotando en rizados volantes y abundosos pliegues en torno de su enhiesto talle, ramos de flores en los cabellos y en el pecho, y sonrisas inefables en sus voluptuosos labios constituían todo su adorno. Aquella ligera tela, transparente como los velos de la aurora, aquellas olorosas guirnaldas y aquella alegría algo triste aún componían un conjunto lleno   -292-   de frescura y de poético hechizo. Al atravesar Octavio en cómodo carruaje las guardarrayas de palmas, de murmuradores pinos y de balsámico reseda que poblaban el «Antilla», sentado junto a la hermosa indiana, sintió por lo tanto desvanecerse a fuer de fatídica pesadilla la memoria de las penas que destruyeran tan pronto el entusiasmo de su segundo enlace. La misma Ambarina, extasiada con la magnificencia del firmamento nocturno, y el puro amor que bajo un cielo sublime abrigaba su alma, cesó de repetir como acostumbraba esta desconsoladora estrofa de Zorrilla, canoro cisne del Parnaso nacional contemporáneo:


¡Tantas horas de esperar,
tantos días de dolor
aguardando otro mejor
que jamás ha de llegar!



Ambarina creía ya llegado, o a lo menos próximo, el del término de su martirio, y lo saludaba con la inmensa gratitud del prisionero que juzgándose destinado a perecer entre cadenas recobra de improviso la libertad.

Entraron en el salón campestre, engalanado con verdes ramas, gayados festones y matizadas banderolas. Numeroso concurso dispuesto a divertirse lo llenaba ya; la orquesta, traída de La Habana, tocaba las contradanzas más populares y las familias de los hacendados vecinos mezclaban allí con las leyes de la franqueza las de decorosa finura. Tan animado espectáculo recordó a Octavio el baile de Puentes Grandes en que por segunda vez viera a Ambarina. Comparando pues el desvío que le demostraba entonces la bella joven con su tierno abandono actual murmuró, estrechando la delicada mano que al dirigirse ambos en busca de un asiento permanecía entre las suyas:

-¡Qué diferencia!

-¡Oh, sí! ¡Qué diferencia! repitió Ambarina, cual si la propia idea la embargara en secreto.

Encantado con esta simultaneidad de pensamientos Octavio añadió, sonriéndose:

-Hemos venido a este lugar a pasar un alegre rato desembarazados de la enojosa etiqueta que reina en las ciudades. ¿Quieres bailar conmigo?

Ambarina por toda respuesta volvió a colocar su mano entre las de su esposo, lanzándole a la vez una mirada que revelaba dicha tan inmensa como el inmenso amor de que nacía.

  -293-  

Agregáronse ambos a los entusiastas bailadores y al sentir Ambarina en torno de su cintura el brazo del único hombre que había amado sosteniéndola cariñosamente, al levantar sus grandes ojos y hallar en las regulares facciones que para ella poseían atractivo tan infinito, la expresión de la simpatía en grado suficiente para satisfacerla, reclinándose sobre el corazón de Octavio como un avaro sobre su tesoro balbuceó, invocando en voz baja al Omnipotente:

-Permitidme, Señor, morir ahora amada por él y apoyada en su hombro. ¡Oh! Sea éste, os lo suplico, mi postrer instante si han de sucederle otros como los que habían comenzado a separarme de mi esposo y amigo.

¡Ay! La casualidad pareció encargarse de la realización de su voto. De repente invadió el ámbar de sus mejillas terrorífica palidez, la del mármol, la de la muerte. Quiso en vano permanecer en pie y diciendo entre sus dientes apretados: ¡Octavio, sácame de aquí!, dejose caer en un asiento próximo, doblado y flotante el cuello como el de una paloma en la agonía.

Asustado Octavio con su indisposición corrió a buscarle un vaso de agua. Apenas se hubo apartado de su consorte otro joven acudió solícito a auxiliarla. Era Bernardo, en cuya sarcástica boca vagaba una sonrisa de atroz enemistad.

-¿Tan impresionable te has vuelto108, Ambarina hermosa, exclamó con ironía satánica, que casi te desmayas a mi vista? Si yo perteneciera al gremio de los fatuos que lo interpretan todo a su favor, imaginaría que el recuerdo de los íntimos compromisos que entre los dos mediaron te turba demasiado aún. Por eso quizá tratabas de emprender la fuga sin que yo lo supiera, temiendo los peligros a que te expone esa tierna memoria en mi proximidad.

-¿Lo sabes todo? preguntó lacónicamente la joven, recobrando de golpe el aire sombrío que oscureciera su beldad como fúnebre velo, y que sólo por breves momentos ahuyentara el sol de la alegría. Entonces mi pérdida es inevitable.

-¡Toma! Has recurrido a la traición para vencerme y comprendes por lo mismo que debes perecer en la lucha. Nada sospechaba, sin embargo, mi astucia, te lo aseguro, de la venta del ingenio, ni de tus proyectadas romerías por el vasto mundo. Pero permitiste que tu amable esposo arrojara de la finca a Mariana, tu madre, encerrara en una casa de reclusión a Dorila, tu hermana, y Valentín que no aborrece, como tú, a su familia, para vengarla me descubrió tus vagabundos planes.

-¡Baja la voz en nombre del cielo!... ¡Baja la voz! murmuró la desgraciada, estremeciéndose.

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-¿Y por qué he de bajarla? Gracias a Dios puedo hablar sin recelo de que me escuchen. Mezclada sangre no circula por mis venas y los terrores que a ti te embargan me son desconocidos. ¡Ah! ¿Cómo creíste escapar a mi vigilancia y arrebatarme impunemente las utilidades que me proporciona la dependencia en que te tengo?

-Vete... Apártate... Otro día me hablarás a solas... En otra ocasión te oiré más tranquila, balbuceó Ambarina fuera de sí. ¡Piedad Bernardo! Mi existencia ya no me pertenece. No mates con tu crueldad a mi hijo. Te lo ruego por la tumba de mi padre, que te protegió sin sospechar que morderías como la serpiente el corazón de los que más amaba en la tierra. ¡Ten compasión de mí!

-¡Bah! ¿Y qué me darás en premio de mi complacencia? ¿La mitad del caudal que habías pensado llevarte entero? No vale la pena de renunciar a la venganza por tan poca cosa.

Antes que la víctima pudiera replicar, compareció Octavio con el vaso de agua en la mano. Al observar lo demudado que se puso cuando la presencia de Bernardo le reveló la causa del repentino síncope de su esposa, ésta, temiendo las consecuencias de la violenta contienda entre aquellos dos hombres, se lanzó con los brazos abiertos a separarlos, olvidando que arrostraba las miradas públicas. Su irreflexivo movimiento contribuyó a perderla. Furioso Octavio al conocer la extraordinaria influencia que sobre su compañera ejercía su enemigo la empujó hacia su asiento, diciéndole:

-¡Imprudente! ¿No te he repetido hasta cansarme que la mujer honrada no puede permitir que se le acerque un hombre vil sin contagiarla también con su degradación?

Púsose lívido Bernardo a su turno con las invectivas que lo desconceptuaban ante tantos espectadores, y olvidando en su anhelo de humillar a su contrario un resto de compasión hacia la infeliz Ambarina, exclamó, escapándose la voz como el silbido de una víbora de entre sus comprimidos labios:

-Nada hay tan audaz como el cinismo del hipócrita. ¿Qué tiene usted que echarme en cara, señor mío, para que se atreva a apostrofarme en términos tan insolentes? Locuras de la juventud, extravíos pasajeros que la sociedad no califica de vergonzosos, mientras yo en cambio poseo justos motivos para mirar a usted con desprecio a pesar de la tolerancia de mi carácter, que me ha hecho callar ante usted hasta ahora. No se sonría usted con ese desdén que oculta cobarde miedo. Yo sé, y lo declaro a gritos, que usted, hambriento advenedizo, aventurero sediento de oro, se ha vendido al metal que lo fascina, y que por tal de atrapar la dote de una rica heredera se ha casado usted sin escrúpulos con   -295-   la hija de la mulata Mariana, con Ambarina la mestiza, resolviéndose a mezclar en las venas de su futura prole la sangre del hombre blanco y libre con la del negro esclavo y envilecido.

-¡Mientes! dijo Octavio, arrojándole al rostro con un rugido de tigre el vaso de agua que empuñaba todavía su crispada mano.

Siguiose una escena de tumultuosa confusión. Ambarina se tapó los ojos para no presenciarla ínterin las fibras de su corazón se desgarraban para siempre. Cuando volvió en sí del aturdimiento que le causó el funesto desenlace de su triste historia, encontrose aún en la sala del baile, a cuya puerta se agolpaban los circunstantes repitiendo:

-Detenedlos... Van a matarse... ¡Que den aviso a la policía!

Un sentimiento superior a las violentas emociones que la agitaban se apoderó entonces exclusivamente del alma de Ambarina: su amor a Octavio, a su esposo, al hombre que iba quizá a morir despreciándola y maldiciéndola. La joven miró en torno suyo con la expresión salvaje de la leona a quien cercan los cazadores, o del demente que pretende recobrar su razón, y distinguiendo una ventana sin rejas que enviaba ráfagas de fresca brisa a su trigueño cuello lanzose por ella a la calle y corrió hacia donde corría la gente. De improviso se detuvo dudosa. Aunque la multitud seguía la línea recta, sus perspicaces ojos creyeron vislumbrar dos sombras que tomando por un sendero poco transitado acababan de perderse bajo una muralla de árboles. Guiada por el instinto, Ambarina, apartándose de la trillada carretera, voló en pos de los indecisos fantasmas. Numerosas escabrosidades interrumpían a cada rato la velocidad de su marcha, destrozando su ligero vestido, hiriendo sus delicados pies. ¿Qué importa? Su voluntad las vencía indignada de que fuera tan muelle la constitución física de Ambarina la mulata.

¡Infeliz! Esta palabra resonaba en sus oídos más lúgubremente que un doble funerario. Cuando quebrantada, sofocada, fuera de sí, sentía impulsos de pedir socorro dominada por un terrible pensamiento murmuraba llorosa:

-Calla y sufre conforme, miserable víctima de las preocupaciones y de la incontinencia de los que te dieron el ser. ¿Qué derecho posee para reclamar el servicio de personas blancas la mulata Ambarina?

A pesar de la serenidad de la noche, de los millones de astros que disipaban las tinieblas, y de su conocimiento de la localidad, la joven, trastornada por su aflicción, se extravió en los silenciosos campos. Cantaba el gallo en el corral vecino, mugía el buey en el establo, y la cigarra, verde como el césped que la   -296-   albergaba, entonaba himnos llenos de humildad. Eran aquéllos los únicos rumores que le anunciaban vivientes seres en rededor suyo. Después de vagar de un punto a otro como una insensata, de saltar zanjas cenagosas y dejar su vestido de gasa en los matorrales, Ambarina tropezó contra un árbol derribado, cayó a tierra e incorporándose de nuevo toda magullada se sentó a llorar al pie de una palmera con doble amargura que, cuando niña todavía, la esbelta reina de los campos cubanos vio correr las lágrimas que le arrancaba la ausencia de un pariente amado y desconocido.

Humanas voces la sacaron de repente de su penosa abstracción. Levantose como movida por un resorte sobrenatural, voló hacia el punto de donde partían y oyó a Bernardo que decía a Octavio con los quejidos del dolor, pero no del arrepentimiento:

-Me has herido... Los dos machetes que acabamos de comprar a peso de oro en la cabaña de un sitiero no estaban templados con igual fortaleza... El mío ha rozado tu frente sin romperla, el tuyo me ha abierto en el cráneo un agujero del que probablemente no sanaré. Ya que la muerte me amenaza con su horrible guadaña quiero antes que me venza declararte toda la verdad. ¡Escucha!... Cierto fue que arrastré a tu primera esposa al adulterio, y que seduje a Beatriz; pero cierto es también que anulé mis compromisos con Ambarina porque no me atreví a poner a mi futura prole en lucha con la sociedad, empañando su nacimiento con indeleble mancha, pues Ambarina es hija del difunto D. Diego de Alarcón y de la mulata Mariana, según probarte puede una carta escrita por el primero en su lecho de agonía que guardo con otros papeles importantes en mi necesaire de viaje, el cual encontrarás en un aposento de la pobre posada del pueblo donde me he alojado al venir de nuevo aquí en pos de la presa que se me escapaba. En mi bolsillo están las llaves de mi temporal habitación y del mueble a que aludo. Ahora haga usted que me socorran, a ver si logramos evitar que Satanás se lleve mi alma demasiado aprisa.

Todavía hablaba Bernardo y ya retornaba Ambarina rápidamente hacia la población que acababa de abandonar a causa del funesto incidente del baile. ¿Qué intentaba? Apoderarse de la carta delatora antes que su esposo la leyera a fin de poder declarar calumniosa la revelación del herido. El documento aciago, la prueba única de su desgracia, cuyo recuerdo le impidiera durante tanto tiempo dormir tranquila, y vivir en paz, se hallaba allí a pocos pasos de distancia para desaparecer cual si jamás hubiera existido si era ella bastante activa para evitar que Octavio la viese. ¡Oh! Su porvenir y el de la inocente criatura que ya más que a sí propia amaba, dependían de su prontitud.

-¡Hijo mío, hijo mío!, murmuraba, prorrumpiendo en delirante monólogo mientras desandaba lo andado, yo te salvaré de la fatal preocupación que   -297-   pretende deshonrarte antes que hayas nacido. Destruido ese maldito papel cuando te acusen podrás negar y hasta convencer el corazón de tu padre de que Bernardo recurrió a infame impostura para satisfacer su encono contra nosotros. ¿Mas si Octavio llega antes que yo al albergue de mi enemigo? Si atormentado por la duda quiere cerciorarse de una vez de lo que hay de verdad en el asunto. ¡Silencio! añadió dirigiéndose a su propia voz. ¿No viene alguno en pos de mis pasos? Es Octavio, lo conozco en el modo de andar. ¡Oh impetuosa turbonada de mi ardiente patria, vendaval borrascoso que tienes alas como el pensamiento, trasládame inmediatamente a donde llegar ansío!

Y Ambarina corría jadeando como la perseguida cierva. Pero el cazador corría también con sobrehumana ligereza, prometiendo dejarla atrás. ¿Qué hacer de consiguiente en tan crítica situación?

-¡Oh Dios! ¡Favorecedme! balbuceó la desdichada, deteniéndose un instante abrumada bajo el peso de la idea fija que rendía su alma y su cuerpo.

Era horrible renunciar a toda esperanza de salvación tocando ya la tabla a propósito para librarla del naufragio. Era casi un suicidio permitir que, por falta de una inspiración oportuna, el volcán que le daba tiempo para huir de una109 próxima explosión al lanzar el fuego de sus entrañas la sepultara entre la lava derretida.

Ya muy inmediata al pueblecillo, tropezó con Francisco y Tomás, que reconciliándose sin saber cómo en medio de la confusión producida por la contienda de Octavio y Bernardo, que presenciaran al contemplar el baile por fuera de las ventanas, según costumbre del pueblo cubano, regresaban a sus respectivas fincas hablando inquietos del suceso. Al verlos ocurriósele a Ambarina, según creyó, el pensamiento afortunado que en vano buscara antes en su mente aturdida.

-¡Tomás... Francisco! exclamó temblorosa. Si amáis a mi esposo detenedle; evitad que me siga y a pesar de su resistencia conducidle al «Antilla» en el acto. Acaba de desafiarse con Bernardo en un campo vecino y marcha en busca de un arma para darle muerte, o recibirla de mano suya. Impedid en nombre del cielo sus funestos planes; no os cuidéis de sus amenazas ni sus gritos y privadle de la libertad hasta mañana. Entonces ya las diligencias que voy a practicar habrán ahuyentado el peligro.

Y la joven prosiguió su loca carrera, dejando conmovida con la expresión desgarradora de sus acentos el alma de aquellos dos hombres rudos. Llegada a la humilde hostería donde fijara Bernardo Arribas momentáneamente su residencia,   -298-   parose pensando en una cosa que no se le ocurriera antes, que no tenía las llaves del aposento, ni del necesaire de su contrario. En vano, bajo pretextos especiosos trató de inducir al posadero a forzar la valija de su huésped. O por temor al castigo que semejante abuso de confianza podría atraerle o porque miró con desdén a la mujer desmelenada como una demente que le hacía, con una corona de flores sobre su esparcida cabellera, a tan desusada hora una proposición por el estilo, o porque Ambarina consigo no llevaba suficiente oro para vencer sus escrúpulos, lo cierto es que no se rindió a sus ruegos. Entonces, pidiendo una habitación separada, púsose la infeliz a esperar con un semblante que causaba susto la venida de Octavio, persuadida de que Francisco y Tomás no lograrían detenerlo mucho tiempo. Abrazando alternativamente cien opuestos partidos decidiose al cabo a pretextar a su esposo que Bernardo había mentido y a exigir de él como prueba de verdadero amor que no buscara los falsos documentos forjados por el Judas de la familia para destruir la felicidad de ambos. ¡Sí, sí! Octavio la creería cuando le jurara por la vida de su hijo (Dios le perdonaría su engaño, destinado a conservar un padre al pobre niño) que el «necesaire» de Arribas sólo encerraba el testimonio de la impostura concebido si no para convencer a la víctima a lo menos para aniquilar su paz doméstica. La creería ¡oh sí! y presuroso desviaría su mirada de la carta cruel con el horror que inspira el aspecto de un basilisco.

Pero las horas transcurrían; la noche adelantaba, las sombras, después de haberse vuelto densas como un paño mortuorio, empezaban a diafanizarse, y el precipitado paso de Octavio no hería su atento oído, y nadie llegaba, y en la posada continuaban durmiendo con el pesado sueño que produce el cansancio del trabajo físico, unido a la ausencia de toda inquietud moral. Atormentada por la incertidumbre, Ambarina, que sobrecogida primero con la idea de una entrevista con Octavio, encontrara demasiado veloz la marcha invariable de la hija del caos, la acusó enseguida de arrastrar con desesperante lentitud su oscuro manto hacia los linderos del día. Al miedo había reemplazado la impaciencia, a ésta un presentimiento doloroso que le anunciaba algo que no definía, y que sin embargo colmaba la medida de sus zozobras de un modo insoportable, siniestro, aterrador...

Sobrábanle motivos para sobresaltarse con aquella tardanza, que le parecía un siglo de torturas en su situación excepcional. Al dirigirse Octavio en busca del papel de que le hablara Bernardo, ansioso de descifrar de una vez los misterios que le rodeaban, caminaba entregado al vértigo que en todo su ser suscitaban arraigadas preocupaciones. De repente pusiéronsele delante Francisco y Tomás. Desviándolos pues a un lado con airado gesto Octavio les dijo:

-¡Dejadme! No puedo gastar mi tiempo con vosotros ahora. ¡Paso, impertinentes! Voy a donde no quiero que me acompañéis.

  -299-  

-La señora tenía razón; va a proveerse de pistolas o puñales, murmuró Tomás en el oído de Francisco. ¡Ah señor Octavio! añadió en alta voz el buen campesino, no permitirá nuestro afecto que siga usted adelante. Renuncie por amor de Dios a funestos arrebatos y regrese con nosotros al «Antilla».

-Os he dicho que me dejéis pasar. No me obliguéis a repetirlo, replicó Octavio imperiosamente.

Francisco hizo ademán de retroceder; pero Tomás, juzgando prestar importante servicio a quien otras veces a él lo sirviera, exclamó, interceptando siempre el camino:

-Antes me matará usted, señor Octavio110, que separarme de aquí. No debo consentir en que usted pase y no pasará de consiguiente.

-¡Miserable! gritó el esposo de Ambarina, desahogando sobre el mayoral del «Paraíso» la rabia que Bernardo encendiera en su pecho, ¿cómo te atreves a contrarrestar con esa insolencia mi voluntad?

-Me insulta usted, señor don Octavio, pero se lo perdono considerando que la ira le trastorna el juicio. Vamos, Francisco, ayúdame a conducirle al «Antilla».

-Si alguno de vosotros pone la mano en mi persona no respondo de su vida, dijo Octavio, buscando frenético en torno suyo algún objeto con qué defenderse. Sois unos traidores que pretendéis enviarme quizá al cadalso. Pero infames, cobardes, villanos, lucháis con un caballero e impunemente no lo verificaréis.

-¡Al cadalso! repitió Tomás, persignándose estremecido. Dios libre de tan mal pensamiento a dos hombres honrados hasta ahora. Tratamos por el contrario de evitar que usted se aproxime a él impidiéndole ir en ese estado de efervescencia a verter la sangre de una criatura humana, aunque sea esa sangre más vil que la de un perro.

-Ya la he derramado, necio, y tu pertinacia va a ser causa de que me sorprenda la policía. ¡Oye! Voces amenazadoras resuenan en la distancia. Me persiguen sin duda.

-Ese ruido proviene del populacho, que se ocupa aún del escándalo del baile al retirarse cada cual a su casa a conciliar el grato sueño. ¡Ea, señor don Octavio! Imitemos el ejemplo general y no se empeñe usted en alucinarme con pretextos que no creo, porque anticipadamente me los ha advertido su esposa.

-¡Torpe! ¿Qué tiene que ver Ambarina con nuestra actual situación?

  -300-  

-¡Toma! Ella, que todo lo prevé, nos ha ordenado que no permitamos a usted esta noche andar de vagabundo. Momentos antes que usted se apareciera aquí vino la señora, pálida, agitada, descompuesta, a decirnos estas palabras, poco más o menos: «Octavio me sigue. Me hallo informada de lo que ha hecho; me figuro lo que va a hacer y quiero estorbarlo. Detenedle aunque necesitéis luchar con él. Llevadle al «Antilla» y aguardad allí mi retorno». Un trastorno horrible se pintaba en su rostro ínterin hablaba. Estaban desencajadas sus facciones, trémulos sus miembros y destrozados sus vestidos. Después desapareció, recomendándonos de nuevo que condujéramos a usted al «Antilla» y asegurándonos que usted iba a matar al señor Bernardo, según la escena que acababa de presenciar entre ambos en un campo vecino.

Despertó aciaga idea esta inconexa relación en la mente de Octavio. ¿Cómo extrañar que su natural sensatez se extraviara en el caos que tan singulares eventos produjeran en su cabeza? Apoyando pues la mano en su frente con un ademán de desesperación que sobresaltó a los toscos espectadores de su emoción penosa murmuró convulsivo:

-Ha presenciado mi querella con Bernardo en el vecino campo. Luego sabe que acabo de herirle peligrosamente; luego al impedirme la fuga, intenta quizá entregarme a la policía para vengar la muerte del hombre a quien secreta voz me repite que amó en un tiempo como nunca me ha amado, o estorbar que me cerciore, aunque ciña a mi pie la cadena de los presidiarios, de su afrentosa procedencia. De todas maneras es una egoísta sin corazón que me sacrifica a sus particulares intereses. ¡Maldito sea el día en que la conocí! ¡Maldita la hora en que uní mi mano a la suya! ¡Soltadme cobardes! ¡Criados desleales, paso a vuestro señor! ¿No me obedecéis? ¡Y bien! Caiga vuestra sangre sobre vuestra cabeza.

Octavio en efecto, arrebatando a Francisco el machete que pendía de su cintura, lo blandió en formidable actitud. ¡Inútil amenaza! Tomás, fiel al bien que prestarle creía, prosiguió luchando con él tan tenazmente que tal vez hubiera salido mal parado de la contienda a no haber comparecido en la escena varios individuos a caballo, cuyo jefe, echando pie a tierra, preguntó sin andar con rodeos:

-¿Cuál de ustedes tres es el llamado don Octavio de Silva?

El desgraciado que llevaba aquel nombre probó desde luego, desdeñando buscar la salvación en mezquinos subterfugios, que le pertenecía.

-En tal caso dese usted a la justicia, contestó el recién llegado. Soy el capitán del partido y mis muchachos acaban de encontrar junto al palmar cercano a un hombre herido que acusa a usted como al criminal que en semejante situación lo ha puesto. Mientras la verdad se prueba irá usted a la cárcel.

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Dejose amarrar Octavio como un malhechor con gran asombro de Francisco y sincera pena de Tomás, que comenzó a sospechar que había cometido irreparable torpeza. Cuando Ambarina por lo tanto retornó en la inmediata mañana al «Antilla», cansada de permanecer infructuosamente de centinela en la posada, halló en la finca a Bernardo, debatiéndose con la muerte, y un billete donde en mal trazados renglones le decía su esposo:

«¡Inicua mujer! Tus deseos se han cumplido. Has vengado a tu antiguo amante, o has evitado tu vergüenza a costa de la mía condenándome a la afrenta de la prisión para que no se confirmara el descubrimiento de tu impuro linaje. De todos modos ya no dudo de que circula en tus venas la sangre de la mulata Mariana, sangre que a Dorila ha inspirado los deliquios horrendos de Mesalina y a ti la baja idea de arrojarme a una mazmorra para satisfacer tu egoísmo personal. ¡Ah! Tu conducta me haría morir de dolor si tu perfidia manifiesta no hubiera robustecido de golpe los sentimientos repulsivos que las contradicciones de tu carácter, las dobleces de tu cauteloso pecho y la falsedad de tus palabras habían empezado a inspirarme. Ambarina, te lo repito por centésima vez: no existe el amor sin la confianza, la fe y la expansión mutua. Tan grande, tan verdadero ha sido no obstante el mío que aunque al momento lo privaste de esos elementos de estabilidad triunfó de la duda, del temor y de la sospecha hasta que ordenaste a Tomás y a Francisco me detuvieran para que los sabuesos de la justicia me impidieran huir del castigo que aguardaba al matador de Bernardo, o apoderarme del documento que te interesa más que la vida de tu consorte. Por tu culpa, Ambarina, han oprimido mis miembros humillantes ligaduras, ha resonado a mi alrededor el feroz murmullo que lanza el pueblo contra el criminal que camina entre bayonetas amenazadoras. En medio de ese oprobio, la fatal pasión que encendiste en mi alma expiró para siempre, dejándome en su lugar acerbos impulsos de rencor. Y desde que mora negra hiel, donde hubo miel divina ya la muerte de Bernardo, que originará la mía, no me asusta: ya no me importa que me juzguen como un vil asesino. La mano del verdugo puede romper el lazo que nos une. Venga en buena hora a descargarse sobre mi cuello.

»Soy cristiano como jamás lo has sido tú, joven escéptica, y sin embargo me has despojado del paciente valor con que un día sostuve la cruz de la adversidad. Has colocado una tan pesada sobre mis hombros que sucumbiendo mis fuerzas, bajo el fardo terrible, ha resbalado mi planta en la falda del Calvario de mis sufrimientos y hállome ahora caído y débil y estúpido en la base del escabroso monte. Tú, que me has empujado impiadosa, apresúrate a cantar el himno de triunfo sobre mi postrado cuerpo.

»Gracias al cielo ya no te amo, ni aunque un milagro tornara a presentarte a mis ojos revestida de la brillante blancura del inmaculado cordero podrían   -302-   resucitar en mi corazón, herido mortalmente por tu imprudencia, o malicia, las antiguas afecciones hacia ti. Pero te he amado y el sonido de tu voz, que todavía ayer halagaba mi oído como melodía encantadora, lo atormentaría hoy después que ha perdido la celeste expresión que mis ilusiones le prestaban. ¡Mujer! ¡Mujer! Si te arrepientes de la aciaga influencia que has ejercido en mi destino, si lloras sobre la situación a que me has arrastrado, que tu pie no huelle el umbral de mi encierro, que tu presencia no venga a recordarme un pensamiento que me martiriza. ¡Que mi hijo nacerá de una madre que me ha perdido! Evítame profanar los más santos sentimientos de la naturaleza, trayéndome actualmente a la memoria que esa pobre criatura enturbiará la clara prosapia de los Silvas. Espera a que el tiempo (si no muero) me haga menos escrupuloso en la materia, o bastante justo para no reprochar al inocente vástago la impureza del materno tronco.

»Adiós para siempre en este valle de lágrimas de cualquier manera que mi suerte se decida, que sucumba Bernardo y acreedor me consideren a la expiación del patíbulo, o que sabidas las circunstancias de mi duelo con aquel hombre ruin me declaren absuelto, nada conseguirá reunirnos en lo futuro. Mi voluntad y tus circunstancias nos separan más completamente que la losa de una tumba, y al concluir estos desordenados renglones menos intranquilo de lo que los principié, conozco que apagándose hasta el resentimiento que ha reemplazado al amor que me inspiraste, pronto únicamente quedarán en mi corazón nuevas cenizas destinadas a mezclarse con las del antiguo afecto que sentí por Carmela y Beatriz, cenizas ¡ay! que como ha probado lo sucedido con entrambas nunca, nunca volverían a reanimarse aunque a causa de un cataclismo permanecieran solos en el mundo tú y. -Octavio.

-¡Gran Dios! exclamó Ambarina al terminar esta cruel lectura. Yo en efecto lo he precipitado en el abismo en que se agita ciego. ¡Salvadle, Señor, salvadle y aniquiladme enseguida para que recobre su libertad!

Sin pérdida de tiempo pues, se trasladó la joven a La Habana, donde respetando las órdenes de su esposo, que le impedían penetrar en su prisión, suavizó su cautiverio derramando a torrente el oro, a la vez que hacía su testamento, en el cual lo nombraba heredero exclusivo de todos sus bienes.



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- XVII -

Llamas y olas


A pesar de la calentura de fuego que había encendido una herida espantosa en las venas de Bernardo, a pesar del grave peligro que corrió su existencia a causa del tétano, tan temible y frecuente en la isla de Cuba, no tardó en declararlo el médico que lo asistía (el mismo que en época no muy remota jugaba al tresillo con Octavio y el maestro de escuela en el «Paraíso») en plena convalecencia. Tan favorable anuncio, unido a los empeños de que se valió Ambarina para abrir al encausado las puertas de su encierro, obtuvo pronto el éxito deseado. Con el pie ya de consiguiente en el umbral de la prisión, con la certeza incontestable de que iba a recobrar su libertad, Octavio tomó pasaje en un buque que se disponía a salir para un puerto de la península. Verificolo con el sigilo que los ánimos desconfiados manifiestan en los proyectos que pueden encontrar obstáculos. Quería huir de Ambarina sin verla más, poner el mar entre su persona y el objeto de tan dolorosas agitaciones, desaparecer en fin del hermoso país en que su fatal sino le impidiera disfrutar del apetecido reposo y no dejar en él rastro de su huella.

Trágico e inesperado acontecimiento apresuró la hora de su soltura. Concluía Bernardo en el «Antilla» su convalecencia, cuidado por Leocadia, que violando el decoro social había ido a sentarse a la cabecera de su amante, cuando una noche que el sueño embargaba las potencias de ambos un rumor sordo, siniestro, formidable, los despertó, introduciendo un estremecimiento en sus culpables corazones que ignoraban a qué atribuir. Leocadia, tan audaz en injuriar al indefenso como cobarde ante el riesgo propio, se incorporó asustada, alargó el cuello y arrojándose del lecho envuelta en un peinador se trasladó al inmediato aposento, donde igualmente halló a Bernardo sentado en la cama, atento el oído y pálido de miedo más bien que de resultas de su enfermedad.

-¿Has escuchado? le dijo temblando la pervertida joven.

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-¡Demasiado!, balbuceó Arribas como temeroso111 de su misma voz.

Entonces el ruido, primero confuso, después singular y por último amenazante que los sobrecogía adquirió toda su significación aciaga. Era una llamada monótona, misteriosa y salvaje que se parecía a la inarmónica música de un tango africano; era una seña uniforme que salía de diversos puntos para formar un acorde extraño, brutal y exterminador como la cólera de los hombres incultos.

-¡Huyamos!, exclamó Bernardo despavorido. Es una conspiración. Démonos prisa o somos perdidos.

Hablando así corrió hacia una ventana, cuyos postigos entreabrió. Al momento retrocedió lanzando un grito de angustia. Al resplandor de la luna que radiaba en el cenit como un globo luminoso, había distinguido multitud de feroces seres que rodeaban la casa de vivienda semejantes a un cordón de demonios. A su frente, un vil mestizo lleno de las abominables pasiones que le inspiraba su desprecio a los negros, a los cuales no quería pertenecer, y su odio a los blancos, que lo rechazaban, exhortaba a sus secuaces a la venganza. Era Valentín.

Al verle, reanimose sin embargo Bernardo.

-Socorro, fiel Valentín, ahuyenta a esos hijos de Lucifer y obtendrás un premio digno de tu gran servicio, díjole a través del postigo.

Una carcajada infernal que resonó acompañada del silbido de una bala le obligó a cerrarlo. No lo efectuó empero bastante aprisa para impedir que el mortífero plomo, encontrando a su paso a Leocadia, la hiriera en el pecho.

-¡Maldición! aulló Bernardo sosteniéndola. Ahora lo comprendo todo. Valentín es un infame que nos ha engañado con su satánica hipocresía para lograr nuestra muerte. ¡Somos perdidos!

-Yo por lo menos lo estoy ya, murmuró Leocadia, oprimiendo su ensangrentado seno. Pronto... pronto... Un médico... Un confesor. Mi alma no tardará en abandonar mi cuerpo.

-¡Y no poder huir! Y sentirse encerrado como el tigre que ha caído en la trampa del cazador artero. ¡Francisco! ¡Tomás! ¡Salvadnos!

Los mayorales del «Antilla» y del «Paraíso» a fuer de verdadera gente del pueblo, tan dispuesta a las reyertas como a las reconciliaciones, vivían en la mejor amistad desde que Dorila, manzana de la discordia, desapareciera de la escena. La víspera Francisco, impulsado por uno de esos presentimientos que suele   -305-   inspirar el ángel de la guarda al mortal por quien vela, sintiéndose triste de un modo extraño para su condición egoísta e indiferente, había invitado a Tomás al descender la tarde a venir a jugar un rato con él a la baraja para distraerse de la idea de que sin duda le amenazaba inmediata muerte, cuando así colgaban desfallecidas las alas de su corazón. Sumamente supersticioso Tomás, según sabe el lector, se ofreció a pasar con él la noche para ahuyentarlas fúnebres visiones que podían visitarle. El fatídico chirrido de una lechuza que se posó en la techumbre de la habitación donde los dos platicaban, acabó de determinarlo a quedarse. Avisó a su Lola los motivos que le inducían a dormir en el «Antilla», le recomendó mandara al boyero vigilar en lugar suyo la gente y cumplida esta obligación, colocando su excelente machete bajo su almohada para luchar con el diablo, si era necesario, entregose a Morfeo en el bohío de Francisco, con todo el abandono de una conciencia tranquila.

El rumor acompasado, y más aterrador aún a causa de su monotonía y misterio que un declarado tumulto, lo despertó también a la propia hora en que Bernardo y Leocadia abrieron en la fronteriza casa de vivienda los despavoridos ojos. Vistiose precipitadamente, asió su machete y se dirigió con la sangre fría del campesino cubano al lecho de Francisco, al cual halló ya igualmente prevenido. Sacó el postrero lumbre, encendió una vela, miró a su camarada y dijo con una calma más expresiva que los clamores de la exageración.

-La gente se ha levantado. Mira cumplidos mis presentimientos.

-No nos queda duda de tamaña desgracia. Francisco ¿dónde está tu trabuco?

-Aquí, cargado y dispuesto a la defensa como un fiel mastín. Informémonos antes de agujerear la piel de esos bribones de lo que pretenden.

Entreabrió un postigo como Bernardo y al par percibió cercado el bohío. Seguro no obstante por experiencia de que la voz del que manda ejerce sobre el que se ha acostumbrado a obedecer influencia fascinadora, exclamó con autoridad:

-¡Hola! ¿Qué hacéis ahí, muchachos? Habéis abandonado demasiado temprano la tarima para acudir a trabajar, equivocando la luna con el sol. Ya veis que no calienta, aunque luce mucho, hijos de Caín. A la choza de nuevo, o antes de la mañanita los soldados y vecinos de los alrededores os cazan como «jutías», u os cuelgan de los árboles como racimos de plátanos morados.

El acento temido de Francisco sobrecogió a la atezada muchedumbre. Pero Valentín, que se multiplicaba devorado por la sed del mal, durante tantos años   -306-   contenida en su pecho, le respondió como había respondido a Bernardo Arribas. El gatillo de su escopeta volvió a caer y una segunda detonación reveló los hostiles proyectos que le animaban.

Mas esta vez, hendiendo inútilmente la bala los aires cerrose el postigo sin que la sangre corriera.

-Nuestras personitas se hallan seriamente amenazadas, Francisco, murmuró suspirando Tomás. Bien nos lo indicó anoche aquella maldita lechuza. ¡Pobre Lola mía! Ya no tornaré a verte, ya tus trigueñas manos no rodearán mi cuello, ya... No sé lo que digo sino que es muy duro morir despedazado por esos perros jíbaros destinados a bailar en la hora después que nos hayan mordido a su gusto.

-Aguarda... Aquí hay otro trabuco, contestó Francisco, cuyos ojos relumbraban con la ira que produce en el jefe la rebelión del subordinado. Aquí hay también municiones en abundancia. ¡Carguemos nuestras armas y fuego con ellos!

Mientras con afán lo verificaban, los rebeldes, golpeando con fuerza sus tambores, prorrumpieron en los salvajes cantos de guerra del África esclava, y trocando en bullicio discordante el monótono112 murmullo de su agreste cólera, se precipitaban hacia la puerta, tratando de derribarla.

-¡Ánimo, firmeza! repetía Valentín, poseído de diabólico furor.

-Sí, firmeza sobre todo, exclamó Francisco, volviendo a abrir el postigo velozmente y disparando contra él su trabuco casi a boca de jarro.

Cayó blasfemando el mestizo. Entonces sus satélites empujaron la puerta con nueva furia. Tomás, imitando la maniobra de Francisco, descargó su terrible arma, regando por medio de un movimiento lleno de destreza los proyectiles que encerraba y diez o doce de los asaltantes cayeron a su turno entre muertos y heridos.

Aterrados con este desastre retrocedieron en masa, exhalando alaridos semejantes a los de las fieras que pueblan los bosques.

-No os expongáis imprudentemente, les gritó Valentín, a quien habían sentado bañado en su propia sangre contra un árbol. Prended fuego a los edificios de la finca... ¡Incendiadla toda!

-¡Ah, maldito tiznado! dijo Francisco, oyéndole dar la siniestra orden. Que haya sido tanta mi torpeza, que no haya conocido antes cuanto veneno albergaba tu corazón de víbora.

  -307-  

-Ya es tarde para tales reflexiones, observó113 Tomás con melancolía. Encomendémonos a Dios. ¡Nuestro último momento ha llegado!

-Muramos matando a lo menos. No dejemos que nos tuesten aquí como a lechones en un horno. Machete en mano, amigo Tomás, y cuando esos malvados cambien sus armas por las antorchas abrámonos paso a través de sus filas.

En efecto, según lo preveyera el astuto mayoral, los ofuscados siervos, ansiando apresurar su obra de destrucción, trocaron sus armas por maderos encendidos. Apenas comparecieron algunos blandiendo los fatídicos hachones los imitaron los demás con grotesca y bárbara algazara. Presto ondularon en el aire centenares de llamas rojizas agitadas por robustos brazos. Entonces Francisco exclamó: ¡Ahora Tomás! Abrió la puerta de improviso, descargó de nuevo su trabuco en unión del de su compañero, produciendo horrible estrago en sus desordenados antagonistas, y se lanzó, repartiendo machetazos a diestro y siniestro, hacia los campos próximos.

En medio del frenético clamoreo que les aturdía lucharon Francisco y Tomás como hombres determinados a vender sus vidas caramente. Manejando activamente su machete, tropezando aquí y cayendo allá, Tomás se salvó por milagro del diluvio de golpes que le dirigían, y a favor de una nube que veló la claridad de la luna pudo ocultarse en vecino cañaveral. Acurrucado en su escondrijo, sangriento, jadeando, aguardó en vano allí el mayoral del «Paraíso» al del «Antilla» durante cerca de un cuarto de hora. Con los ojos desencajados cual si fueran a saltársele de las órbitas, contemplaba mientras tanto a los negros fantasmas que iban y venían aullando como demonios al fulgor de las antorchas inflamadas, y al mirar elevarse de repente columnas de fuego hacia la bóveda etérea, al conocer que las fábricas del ingenio ardían ya todas a la vez, al oír los lamentos de las víctimas condenadas a un horrible martirio, venciendo la indignación al sentimiento de la seguridad personal, deslizose furtivamente hacía las cuadras y en medio de las tinieblas se apoderó de un caballo.

Lo asía ya por la soga para sacarlo fuera, cuando otras manos se pusieron sobre las suyas. El animal relinchó como si por el olfato conociera al último que lo había tocado.

-Es sin duda el etíope que lo cuidaba, pensó Tomás. Su muerte antes que la mía aunque Satanás se lleve su alma.

Y se lanzó al cuello de su enemigo, pugnando por ahogarle con sus dedos de acero. Aquél se lo impidió dándole con el pie tan violento golpe en las corvas que Tomás cayó para atrás, sintiendo a la vez desplomarse sobre su pecho dos rodillas de hierro empeñadas en quebrantarlo.

  -308-  

-¡Maldita lechuza... ¡No mentiste al graznar! balbuceó el pobre guajiro, luchando con el peso que lo abrumaba. Voy a perecer sin darte, querida Lola, el beso de despedida... ¡Ah! Te amo al morir... y te he amado siempre... a pesar de lo sucedido con Dorila... pues los hombres ¡ay! no sabemos amar... de otra manera.

Tomás, que comenzara su monólogo con apagada voz, lo concluyó con toda la fuerza de sus pulmones. Contradiciendo a no sé qué filósofo antiguo acababa de mostrar que la palabra de oro oportunamente usada vale más que el silencio que nada dice. Su adversario, abandonando la violenta posición que tomara sobre su cuerpo, le ayudó a levantarse, exclamando:

-Sin Lola y la lechuza te envío al otro mundo equivocándote con un cafre. Felizmente para los dos hablaste a tiempo. Montemos a toda prisa en mi potro alazán, a quien regalo doble carga, en recompensa de haberme conocido a oscuras, y volemos a traer la tropa que ayer provindencialmente llegó al inmediato pueblo a causa de las precauciones que ha tomado el gobierno para que aborten los proyectos de los etiópicos conspiradores.

Montaron pues, Francisco delante y Tomás a la grupa y huyeron con toda la velocidad que permitía el peso de entrambos a su cabalgadura. El ruido de las herraduras del potro resonó en el oído alerta de Valentín desde la distancia. Al instante mandó ocho o diez de los suyos a caballo también para cerciorarse de lo que significaba. Los perseguidores oían bastante cerca la carrera del cuadrúpedo fugitivo; pero Francisco, que se guardó bien de seguir un sendero recto, obligándole a formar un laberinto de curvas, ángulos y círculos que logró confundir a sus contrarios de manera que no pudieron dirigirle un tiro certero. Así llegaron a la pequeña población, donde no osando aquellos penetrar volvieron grupas, asustados a su vez.

Ínterin los dos mayorales volaban en busca de auxilio, Bernardo y Leocadia expiraban entre atroces tormentos. La última, experimentando la constricción114 que inspira por lo regular la proximidad de la muerte, pedía perdón a Dios, a su difunto esposo y a Inés de sus faltas. El primero, encerrado en la gigantesca pira que enviaba hacia el firmamento una masa enorme de llamas, huyendo en vano de una pieza en otra para evitar el humo, que le privaba de la respiración, y el terrible elemento, que antes de haberle tocado con su lengua abrasadora lo había cubierto, con su reflejo insoportable, de dolorosas quemaduras, no encontrando en su alma de ateo otro impulso que el horror a la tumba, blasfemaba como un réprobo. Tal miedo le causaba el frenesí de aquéllos a quienes su crueldad, unida a las instigaciones de Valentín, a semejante extremo guiara que la puerta cayó derribada por el incendio antes que se resolviera a abrirlo. Al   -309-   aspecto del pórtico circuido de rojos pabellones que se formó ante él repentinamente perdió sin embargo la cabeza y quiso salir gritando:

-¡Aire! ¡Aire!

Viole Valentín y reanimándose con las sugestiones del furor acudió a su encuentro.

-¡Implacable verdugo, corruptor inicuo de mi hermana!, le dijo, rechinando los dientes: baja al sepulcro de una vez.

Enseguida lo agarró con sus nerviosas manos, lo separó del suelo y lo arrojó dentro de un torbellino de fuego, que envolvió su presa en su manto devorador. Resonó angustioso alarido, brotaron igualmente de la inmensa hoguera los gemidos de una mujer y desplomándose a continuación la casa, prosiguieron ardiendo los escombros durante el resto de la noche.

A medida que ésta adelantaba, conocía Valentín la necesidad de abrazar enérgico partido. Cuando vio expulsar a su madre del «Antilla», y encerrar a su hermana entre las más viles criaturas de su sexo, su odio a Bernardo y Francisco, que habían corrompido a Dorila y a Octavio y su esposa, que en su concepto pagaban tan ingratamente los servicios de Mariana, le impelió a quitarse la máscara de una vez. Más que de simpatía hacia los de su raza, provenía su cólera de despecho por hallarse obligado a vegetar en sus filas; de envidia mortal hacia la especie superior que no lo admite en las suyas, y del alevoso corazón que la naturaleza le diera. El mal ajeno le deleitaba tanto que a menudo se sorprendía de su gozo al contemplar el llanto de una mujer, los padecimientos115 de un niño, o las enfermedades de un anciano. Puesto que detestaba así a la humanidad entera ¡cómo no aborrecería a los que le dominaban! Él había sido el autor del primer incendio ocurrido en el «Antilla», y cuyo crimen atribuyó a dos pobres negros bozales que no podían defenderse; él había sembrado desde meses atrás las semillas de la rebelión en el ingenio, y al descubrirse casualmente antes de que germinaran había acusado a los tres mejores siervos de aquél, desgraciados que por su falsa delación fueron condenados a perpetuo presidio, según refiriera Ambarina en una de sus cartas a Inés. Así, fingiendo interesarse por los mismos cuya pérdida ansiaba, ganó su confianza y llegó impunemente a la catástrofe final.

Pero sus perversas ideas experimentaron completa derrota, siendo su exterminio el suspiro postrero de la conspiración. Al dorar el sol las nubes de la aurora un cuerpo de tropa veterana entraba por un lado en el «Antilla», guiado por Francisco, ínterin por otro se presentaba Tomás a la cabeza de una compañía   -310-   de rurales perfectamente equipada. Apenas vislumbraron los fusiles, carabinas y sables de los hombres tan superiores a ellos en valor, pericia y disciplina, arrojaron sus heterogéneas armas los revoltosos, pidiendo misericordia, o huyendo a los inmediatos bosques. Infructuosamente los exhortaba Valentín a la resistencia. Acostumbrados a la sumisión, y quizá ya conformes con su suerte, se arrepentían de su audacia al tocar de cerca sus funestas consecuencias. Ni un tiro dispararon los vencedores para obtener la victoria. Un soldado que, irritado con los insolentes dicterios de Valentín, hizo ademán de atravesarlo con su bayoneta fue detenido por Francisco, que le dijo:

-No quite usted a la horca lo que le pertenece. Ese Judas debe bailar muy alto para que contemplen todos su escarmiento.

Cumpliéronse los deseos del mayoral del «Antilla». Transcurridas dos o tres semanas fue ejecutado Valentín sin excitar la compasión en pecho alguno. Ninguna noble dote abogó a favor del perdón de su conducta, fundada únicamente en la atracción que ejercían en su índole, como en la del tigre, la efusión de sangre y los destrozos. En tres mujeres empero produjo su fin una sensación profunda. Horror en Ambarina, que así poseyó un motivo más para lamentar su turbio origen; asombro en Dorila, que lo consideró justamente castigado por haberse aliado a la raza africana, que ella encontraba tan fea, y un dolor tan grande en Mariana, que amaba intensamente a su prole a su modo, que a fuerza de entregarse a desesperados arrebatos se volvió loca. Todavía habita entre los dementes de color en el hospital de San Dionisio. Quizá hubiera sido la expresada mulata una excelente madre si la educación hubiera prestado luz a su entendimiento, enseñándole el pudor, la moralidad y la delicadeza. Los desaciertos humanos provienen con más frecuencia de ignorancia que de perversidad.

Desde entonces los atezados trabajadores de nuestras fincas cultivan en paz el fecundo suelo de Cuba, convencidos de que el pobre compra en todas partes la subsistencia con el sudor de su frente, de que a pesar de la contrariedades de su situación no se hallan expuestos a las miserias que sufre el paisano irlandés al par de los labradores de otras tierras menos ingratas para sus habitantes que la subyugada Erin, y de que por más que digan exagerados filántropos no hay aquí amo malo para criado bueno...

...Impetuoso terral hinchaba las velas de la hermosa fragata mercante «La Voladora», que en una clara mañana de primavera salía del puerto de La Habana viento en popa. Dejando atrás casi tan rápidamente como un buque de vapor el Morro y la Cabaña, importantes fortalezas que defienden en inmejorable posición la boca de la bahía, tomó, dirigiéndose por el canal nuevo, el rumbo de la vieja Europa. Magnífica era la perspectiva que desde la cubierta de la fragata   -311-   descubrían los pasajeros, agrupados sobre la popa. Lucía en el cielo el risueño azul de la turquesa entre pabellones de ardiente rosicler trazados por el sol indiano, que comenzaba su diurna carrera con su pompa habitual. Disipándose la rezagada bruma de la pasada noche, al fulgor de su aureola permitía a las miradas de los circunstantes abarcar en toda su extensión el maravilloso espectáculo que ofrecían el firmamento, el mar y el verdor de las costas, mezclando sus bellezas en un cuadro lleno de poesía. Echado de codos sobre la borda de «La Voladora» observaba un caballero todavía joven la isla casi tan grande como un continente de que lo alejaba el velero bajel. Una palidez más intensa que la que por lo regular cubre el rostro de aquellos cuyo corazón, al separarse de un país sólo experimenta la tristeza que acompaña a las despedidas, teñía sus expresivas facciones. Con una ansiedad indefinible veía deslizarse tras él los espesos bosques, los grupos de palmeras y los fértiles panoramas de la virgen América. En medio de las voces de la marinería, entregada a la maniobra, de los gemidos de algunas damas cuya alma traspasaba el dolor al apartarse del patrio suelo, y del inevitable tumulto que forma parte del principio de una navegación, permanecía inmóvil, silencioso y concentrado en sí mismo. Al fin el mareo o la fuerza del sol vencieron su estoicismo, pues abarcando con una última mirada la masa ya confusa que coronada de árboles y colinas presentaba la gran Antilla descendió a su camarote, de donde no volvió a salir hasta ya entrada la noche.

Rutilantes estrellas habían reemplazado a la gloriosa luminaria del orbe. Aunque todavía bajo los trópicos, respirábase ya a bordo de la embarcación más fresca temperatura. Octavio (ya el lector lo habrá reconocido) retornó entonces a la cubierta. Recorriola a paso largo cual si necesitase exhalar con el movimiento físico su desasosiego interior. Sentándose después en un banco situado a popa contempló absorto las profundidades del espacio, que se asemejaba entre las sombras a un toldo ennegrecido recamado de plata, y el piélago vastísimo, que a pesar de su reposo murmuraba sordamente como el león adormecido.

-¡Abismo! dijo, respondiendo en alta voz a sus secretos pensamientos, no agites tus espumosas franjas, ni tus montañas líquidas. Hay otro que te vence en turbulencias y riesgos: el corazón humano.

-Juzgas por experiencia, Octavio, exclamó a corta distancia suya dulce acento femenil. El mar se irrita, brama y se lamenta; pero enseguida al recobrar tu tranquilidad olvida la pasada borrasca. No así ¡ay! nosotros, que cuando hemos padecido mucho sólo conseguimos olvidar en el seno de la muerte el funesto huracán de nuestras pasiones.

-¡Ambarina! gritó Silva, levantándose indignado: huyo buscando la paz y te empeñas en seguir mis huellas como nuncio fatal de perpetuas desdichas. ¡Te comprendo! añadió con cruel ironía. Ya no existe Bernardo y vienes de consiguiente   -312-   a recordarme la cadena que nos une. Pero yo te probaré que nada puede detener al hombre que quiere alejarse, que si la golondrina permanece cautiva en las redes en que ha caído, el águila las rompe y se escapa. Mujer, ya no te amo. Te lo revelé en mi carta y si poseyeras delicadeza no me pondrías en la dura precisión de repetírtelo verbalmente. He sufrido tanto por causa tuya que el cambio de mis sentimientos no proviene de versatilidad, sino de la aversión que cobra nuestra naturaleza egoísta a los objetos que con culpa o sin ella nos han mortificado y mortifican. Además eres delincuente para conmigo de haberme tendido un lazo para hacerme expiar en hedionda cárcel mi duelo con Bernardo, de haberme acompañado al ara conyugal sabiendo ¡desgraciada! que una mestiza no es la madre que desea el hijo de un blanco.

Juntó sus manos Ambarina con una contracción espasmódica y a la luz de las estrellas vio Silva deslizarse por sus mejillas un arroyo de lágrimas. En otro tiempo las hubiera enjugado con sus ardientes ósculos. Entonces desvió los ojos disgustado de aquel doloroso raudal. ¡Ay! Era pues cierto que ya no la amaba.

Recobró al cabo la infeliz joven suficiente dominio sobre sus emociones para decir convulsivamente:

-Octavio, esposo mío, no trataré de disculparme recordándote la larga resistencia que opuse a tus votos, la pertinencia116 con que quise separarte de mi camino, ni que únicamente consentí en pertenecerte cuando te vi moribundo a fin de que el ángel de tu guarda llevara un alma serena y resignada hacia los cielos. Nací para sufrir y debo apurar, con la paciencia que inspira la convicción de un destino irrevocable117, el cáliz de la amargura. Mártir de la casualidad, no he buscado a tiempo el único consuelo que hubiera podido suavizar las espinas de mi corona de miserias, la fe religiosa. Me ha faltado ese bendito báculo y andando sin apoyo por los difíciles senderos de la vida he caído en el abismo de desgracias que pretendía evitar. ¡Oh! Si la claridad divina hubiera alumbrado mi razón no estaría yo ahora a tu lado llorando y suplicándote como una delincuente. Hubiera ido a refugiarme en los brazos de mi querida Inés; hubiera pedido a las fraternales caricias de la piadosa joven el bálsamo que exigen mis heridas, y hubiera, a pesar de tu desprecio y el del mundo, recuperado el sosiego del alma mezclando con las suyas mis oraciones. Pero la santa tranquilidad del claustro me sobrecoge; Dios no basta a llenar este corazón impío, y las lágrimas de desesperación con que regarían mis ojos su santuario le ofenderían como la queja del réprobo. Por eso he venido aquí en lugar de ir allá; por eso lejos de ofrecerme en sacrificio al Redentor no deploro mis pecados sino la pérdida del frágil y pasajero amor de un hombre; por eso ¡miserable de mí! en vez de postrarme ante él, ante ti me postro murmurando: ¡Perdón!

  -313-  

-¿Estás loca? exclamó Octavio, impidiéndole arrodillarse. Después de lo sucedido humillarte tanto sería... bajeza. Concluyamos tan penoso diálogo, Ambarina. Yo me conozco y al causarme tu presencia en la actualidad la sensación amarga como el resentimiento, y fría como la muerte de la sincera pasión, a la cual ha reemplazado, que al par experimenté por Beatriz y Carmela, sé que nada, nada podrá volver a unirnos en el porvenir.

-¡Nada! ¿Y nuestro hijo?, preguntó Ambarina, recobrando por un instante su antiguo orgullo.

Doblando Octavio la frente sobre sus puños crispados dejose caer como anonadado en el asiento que abandonara al acercarse la joven.

-¿Y nuestro hijo? repitió ésta con energía. ¿Reprocharás acaso al inocente los infortunios de la madre? ¿Preocupaciones sacrílegas, inicuas, monstruosas, lograrán sofocar en tu pecho el grito respetable de la naturaleza? ¡Oh, cuánto más elevada índole poseyó el autor de mis días! Él me amó más aún de lo que ama un padre por consideración a mi desgracia.

-¿Entonces la confiesas?, inquirió Octavio, alzando el trastornado rostro. ¿Tendrá mi primogénito por próximos parientes al vil mestizo que acaba de expirar en el cadalso, a la mujercilla, oprobio de su sexo, que yace encerrada entre criaturas de su especie, y a la vieja mulata cuyas groseras exclamaciones resuenan en el hospicio de locos?

-¡No! contestó Ambarina fuera de sí con el desprecio de Octavio. Primero mi exterminio, mi ruina eterna que condenar al ángel al tormento de verse desheredado del afecto de aquel que le dio la vida. ¡Gran Dios!, añadió prosternándose, ya no invoco la clemencia de un hombre privado de generosidad sino la vuestra y sois tan magnánimo, tan superior a los pobres gusanos humanos que no desatenderéis mi ruego. ¡Perdón, Señor, perdón! Doleos de una madre desesperada, del fruto infeliz de sus entrañas, que padece antes de nacer.

Avergonzado de su dureza, quiso Silva dirigirle algunas palabras consoladoras. Ambarina no le escuchó: oraba fervorosamente y alumbraban los nocturnos astros sobre sus doradas mejillas lágrimas como perlas.

Cuando tornó a levantarse su irritación se había convertido en profunda tristeza, pues dijo a Octavio con dulzura:

-Adiós; renuncio a los planes que había formado caso que fuera posible una reconciliación entre nosotros. Tú, que has rehusado perdonarme la falta que cometieron mis padres al darme el ser, recibe el mío por el inflexible rigor   -314-   con que acabas de tratarme. Te he amado, no como tú a mí, para reemplazar otras pasiones ya extinguidas, sino con toda la efusión de un alma virgen, nueva, y que no había entregado a los caprichos de la veleidad sus ilusiones. Hasta en este momento de amargura conozco que te agradezco la única flor que ha perfumado mi tétrico camino, el placer que he sentido al amarte y creerme amada. ¡Qué Dios pues te bendiga y llene pronto el vacío de tu corazón!

-¿Qué intentas? preguntó asustado Octavio. ¿Qué debo temer todavía de mi adverso signo?

-Nada, murmuró la joven con tan indefinible sonrisa que juzgó Silva que su razón se extraviaba. Voy a dormir a mi hijo y la Virgen me acompañará. Por si acaso me sorprende la muerte, mi triste ruta, he dejado en manos de Inés el testamento donde te lego casi todos mis bienes. ¡Puedan ellos borrar de tu memoria tantas miserables tribulaciones!

-¿Pretendes injuriarme otra vez, atribuyéndome la sórdida ambición que nunca he conocido? Ambarina, todas tus palabras me prueban que no habíamos nacido para comprendernos mutuamente. Dominado por la pasión que me inspiraste lo he descubierto demasiado tarde y al naufragar en una costa que nos priva de toda esperanza de salvación, tengo el desconsuelo de haberte arrastrado conmigo a perecer entre los escollos.

-No importa. Mi abnegación te sacará de ellos, repuso la joven, apoyándose contra la borda como desfallecida. Te restituiré tu libertad y ya no aborrecerás a mi pobre hijo. Mira esa estrella, Octavio. Es la misma que a menudo contemplábamos en el «Antilla», bajo doseles de verdor, henchida el alma de tiernas emociones. Es la misma también que nos sorprendió una noche en el pintoresco botecillo de mi querida laguna de la Esperanza. Mariana, la pobre Mariana, nos gritaba desde la ribera que era hora de regresar a nuestro domicilio118; pero yo me reía, no le hacía caso y continuaba echándote aire con un abanico formado con las plumas de mi malhadada cotorra amarilla. Dulces recuerdos, no me arranquéis lágrimas. He vertido tantas ya. Sí, esa es la estrella que alumbró nuestro amor lleno de entusiasmo, de verdad y de poesía. ¿Cómo es posible que hayas dejado de amarme, Octavio? Ella brilla siempre hermosa en el espacio y nuestras almas son aún más inmortales que su luz.

Sintió Silva que su corazón se desgarraba dentro de su pecho cual si tratara de desprenderse de él. Bañó el llanto al par sus mejillas119 y con la violencia que poseen los sollozos del hombre, repitió:

-¡Recuerdos dulces, recuerdos inefables, recuerdos imperecederos!

-¿Lo ves, Octavio? El amigo eco responde todavía a mi voz. Yo me conduciré de modo que jamás permanezca mudo al resonar mi nombre en tu oído.

  -315-  

En lugar de aborrecer a Dorila y a Mariana compadécelas, Octavio; eso será más generoso. Respecto a Inés vivirá tranquila y contenta en humilde clausura; tímida paloma que como la romántica Amelia de Chateaubriand al huir de las borrascas del mundo hallará paz inalterable bajo el velo de las desposadas de Cristo. ¡Oh! El universo es un caos donde al girar su rueda de la fortuna nos encontramos lanzados en acontecimientos que ni siquiera podíamos sospechar. Cuando habitábamos Bernardo y yo a la sombra de mi buen padre ¿quién le hubiera a él dicho que las alternativas de la caprichosa deidad le harían perecer en un incendio, ni a mí alguien me hubiera dicho tampoco que me traerían a bordo de un bajel? En torno del perseguidor las rojas espirales del fuego; en derredor de la víctima los inmensos mares con sus misterios y terrores. ¡Llamas y olas! ¡Olas y llamas!

-¡Divagas, infeliz! murmuró Octavio. Tu juicio se trastorna. ¡Retírate! Mañana nos explicaremos a sangre fría.

-Jamás la claridad de mi entendimiento ha irradiado tan pura como en este instante, ni aun en los días dichosos que pasamos en nuestro Edén terrestre, en nuestro inolvidable «Antilla». Tampoco en él nos alumbró esa hermosa estrella con el esplendor que adquiere en el desierto, donde no interceptan sus fulgores frondosos árboles ni presuntuosos edificios. Dios, la inmensidad, la frágil tabla que nos sostiene y el puñado de hombres que nos acompaña son aquí los únicos testigos del poético rielar de esa lámpara de la noche. ¡Mírala, Octavio, mírala!

Alzo Silva involuntariamente los ojos hacia la tachonada techumbre y sintiendo mientras tanto que los brazos de Ambarina enlazaban su cuello, y que sus besos y lágrimas caían mezclados con el rocío sobre su frente, por no separar de sí con mortal desdén a la pobre mujer desconsolada permaneció con la vista fija en la bóveda, poblada de luminosos mundos, que se extendía sobre su cabeza. Pudo pues Ambarina desatar sin obstáculo el lazo afectuoso con que se estrechara a él y murmurando: «¡Bendecidle, Dios mío! ¡Perdonadle como yo le perdono y salvad mi alma del tormento eterno!» lanzose al mar, buscando por segunda vez el reposo del cuerpo en la tentativa criminal del suicidio, que ¡ay! siempre le atrajera como una siniestra fascinación de la fatalidad.

Al ruido de su caída, al distinguir los pliegues de su blanco ropaje confundiéndose con la rizada espuma que formaba la quilla del bajel al cortar el agua, Octavio, prorrumpiendo en terrible clamor, dijo con todas sus fuerzas:

-¡Persona al agua! ¡Pronto! Un bote, un salvavidas.

Él fue quien primero saltó a la lancha presa del frenético dolor que en sí mismo producían los remordimientos. ¡Nada encontró! El abismo se había apresurado   -316-   a tragar su presa. Después de infinitos peligros, pues «La Voladora», no pudiendo oponerse al viento, los dejó durante muchas horas expuestos a zozobrar entre el agitado oleaje, Octavio de Silva y los marineros que le acompañaban consiguieron al cabo regresar a su bordo. Entonces exclamó aquél, delirando como un calenturiento:

-Los dos elementos más formidables en su ira se han encargado del desenlace de mi historia de miserias. Tenía razón la infeliz: ¡Olas y llamas!

Y la estrella que amara Ambarina prosiguió brillando en el cielo, el océano jugando con los Tritones y Nereidas, y «La Voladora» dirigiéndose con toda la rapidez posible hacia el europeo continente sin cuidarse del trágico acontecimiento que acaba de presenciar.



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- XVIII -

Una Eva superior a la tentación


Meses después de la referida catástrofe Inés, envuelta en el cándido hábito del noviciado religioso, leía como enajenada en su celda el libro sagrado. Inefable serenidad se pintaba en el rostro de la virgen, blanco, puro e infantil como nos describen el de la santa de su nombre. Era el color mate de sus mejillas causado por la meditación, y no por las inquietudes del alma. Al recorrer las místicas páginas que absorbían su atención, expresaban sus ojos el ardor espiritual que mostraron los primeros catecúmenos del cristianismo al hollar la arena donde iban a sellar con su sangre la consagración de su fe. En las apacibles miradas de la devota joven, adquiría aquella llama austera una reverberación dulcísima, que comunicaba a su fisonomía supremo encanto. Y a medida que se engolfaba en la historia de la persecución y martirio de los primeros fieles, lágrimas relucientes humedecían sus párpados, e inclinaba la linda cabeza sobre el seno, cual si no osara elevar la vista hacia el divino esposo en cuyo celestial amor se abrazaba.

-¿Qué sacrificios he hecho yo por él, que por mí apuró el cáliz de la amargura, cargó la cruz sobre sus doloridos hombros y bañó la tierra con su sangre? murmuraba. ¡Ninguno! Quizá si como en tiempo de la tiranía pagana me amenazaran con el tormento, las garras de las fieras y las cadenas de la esclavitud desfallecería mi corazón cobarde, que se cree tan firme en seguir el camino de la salvación. Quizá ¡ay! bastaríame tener en el mundo quien me amara y protegiera para que, apagándose el fervor que juzgo ahora inextinguible, abandonara el culto de Dios por el cariño de un hombre. ¡Miserable de mí!

Entró entonces una lega en su celda encargada de varias comisiones concernientes a la próxima profesión de la novicia. Con las cartas de despedida que en afectuosos términos le dirigían sus amigas de sociedad, recibió Inés otra llegada del continente europeo cuya letra conoció apenas detuvo los ojos en el   -318-   sobre. Tembló la doncella a su aspecto, tiñéronse sus pálidas mejillas de brillante rubor y dudó un rato antes de abrirla. Pero triunfando al fin de lo que consideraba indigna flaqueza rompió el sello y leyó lo siguiente:

«Perdón ¡oh Inés! si el eco de mi profana voz va a resonar bajo las solemnes bóvedas que cobijan a la virgen más digna de consagrar al cielo el púdico perfume de su castidad; gracia para el atrevimiento que me impele a interrumpir el silencio del claustro que encierra a la mujer más amable del universo, con el acento impetuoso y triste de las pasiones terrestres. Pero al saber que estos renglones partiendo sin tardanza hallarían libre aún al ángel que podría derramar flores piadosas sobre las espinas de mi ruta, he luchado vanamente con el deseo de trazarlos. Cedo pues a una inclinación más fuerte que mi voluntad y traslado al papel los sentimientos que contenidos harían que mi corazón estallara como el vaso de cristal lleno de hirviente líquido que salida no encuentra.

»Querida Inés (la amistad que la unió a usted a Ambarina me autoriza a dar a usted ese tierno epíteto), Inés querida, en todas estas situaciones halla modo la virtud de servir bien a Dios, de seguir un camino grato a sus ojos, de ganar la futura bienaventuranza. Cuando se poseen las excelentes cualidades y sólidos principios que a usted enaltecen no es preciso para huir del mal confinarse entre paredes tan frías como la tumba. En el seno de la sociedad, en el círculo de las seducciones, junto al mismo abismo de la corrupción los seres angélicos como usted permanecen intachables, firmes contra el contagio de los perniciosos ejemplos, prontos a volar en alas de su pureza, lejos del fango de los vicios apenas amenaza salpicar las orlas de su vestidura. ¿No se manifestaría usted doblemente acreedora al galardón divino encargándose de restituir la paz a un hombre atribulado, formando una de esas ejemplares familias que respetan los mortales y bendice el Omnipotente, transmitiendo en fin a otros seres tantas virtudes, que viviendo para sí sola dominada por el afán tal vez egoísta de la propia salvación? ¡Inés, Inés! Al retirarse del mundo ¿obedece usted al celeste amor de la Divinidad, o al sagaz pensamiento de que reduciéndose la existencia a algunos breves y tormentosos días debe la previsión inmolarlos a una eternidad de sublimes goces? ¿Qué penosas luchas, qué tentaciones vencidas, qué lágrimas de sangre ofrecerá esa alma sin combates en holocausto a Jesús? ¿Qué gemidos habrá exhalado ese tibio pecho dignos de llegar a los pies de Aquél que tan dolorosos los envió al Cielo desde la cima donde lo crucificaron viles asesinos? ¿Proporcionarán a usted la inmarcesible palma que pretende fáciles oraciones y suspiros privados de amargura? No seguramente; sin agudos padeceres no habría en la tierra mártires, ni santos en la gloria.

»En una palabra, Inés: usted, nacida para ser la más perfecta de las esposas, según es la más casta de las doncellas, no puede negarse sin crimen a cumplir la misión de gracia y de bondad para que el Hacedor la ha destinado. Vuelva   -319-   pues al mundo a ejercerla. Ayudando a un compañero honrado a soportar conforme las miserias de este valle de penalidades, enseñando a sus hijos a venerar a Dios y ser útiles a sus semejantes, no se arrepentirá usted nunca de haber renunciado a sus actuales intenciones. ¡Ah! Mostraríase usted muy culpable por cierto permitiendo que la desesperación me arrastre tal vez a la carrera de extravíos por temor a los riesgos que correría su quietud moral fuera del santuario, donde no le alcanzara el vendaval que me sacude. El ungido del Señor lo arrostró todo por redimirnos. Imite usted su ejemplo y sea para mí lo que fue el Salvador para la inmensa grey humana.

»Inés, la amo a usted, no como amé a la desgraciada Ambarina, con la ciega pasión fundada en atractivos pasajeros, y que está expuesta por consiguiente a perecer con tan frágil estímulo, sino con el afecto apacible, profundo e inmutable que se apoya en el aprecio, en la convicción de que hemos elegido bien, y en el involuntario respeto que causan las dotes morales. Cuando me aficioné a Ambarina sólo conocía su rostro, siéndome su alma extraña enteramente. Ahora por el contrario, adoro en usted el noble y hermoso espíritu que la ha inducido a perdonar a una infame madrastra y a su ruin cómplice. Tan bello me parece ese espíritu que apenas me ha permitido reparar en la encantadora cubierta que lo encierra. Virtuosa joven, no me rechaces con desdén porque caigo a tus plantas devastado ya por otros amores. El que Ambarina me inspiró se asemejaba a los que antes había experimentado, el que siento por ti a ningún otro. Puedo pues juzgarlo el primero120 que viene con tanta dulzura a persuadirme de que mi triste corazón había ignorado antes de su llegada la pura y delicada simpatía destinada a no extinguirse jamás. Caso que te ofenda la idea de pertenecerme me contentaré con vivir a tu lado como un tierno humano, como un amigo cariñoso, el resto de mis días. Una de tus inefables sonrisas, una de tus tímidas miradas bastará para mi felicidad. El temor de perder a Ambarina antes de nuestra infausta boda me puso al borde del sepulcro; tu negativa ¡oh virgen incomparable! no me dará la muerte; pero me dejará tan pobre como el mendigo que ha soñado con la adquisición de un tesoro y al despertar se halla sumido en la indigencia. Los muertos olvidan a lo menos, los que viven desgraciados sufren siempre.

»Al hablar a usted en estos términos, que probablemente excitarán su asombro, añado de buena fe que ignoro si tuvo razón Ambarina en sus celos de otro tiempo. Nunca he podido leer con exactitud en mí mismo. Sin embargo creo que Ambarina se equivocó, y que mi amor hacia usted data desde que se apagó el suyo en su helada tumba. Mujeres tan puras y modestas como usted no suscitan afectos que necesiten envolverse como un crimen en las sombras del misterio.

»Vuelvo a rogar a usted, buena y amable Inés, que me mire con piedad. Que no sea yo el único para quien usted no posea indulgencia y compasión. He   -320-   padecido tanto desde que Ambarina, en un arrebato que a condenar no me atrevo, cortó los lazos que nos ligaban, que si usted me viera se dolería de mi infortunio. Pálido, triste, envejecido, me aferro a usted como el náufrago a una tabla para no contemplar con amarga misantropía a la humanidad entera. Siempre descontento de mi conducta, marcho de error en error hacia el nebuloso porvenir que me aterra instintivamente. Sírvame usted de guía y llegaremos al puerto de duradero descanso. Mi comportamiento con Ambarina, a despecho de las míseras circunstancias que motivaron nuestros domésticos disturbios, no se halla exento de vituperio. Pero según las páginas del Evangelio hasta el justo tropieza y cae varias veces, lo que no impide que Dios lo sostenga, lo ayude y lo levante.

»No es indigno de usted el sentimiento que le he consagrado, pues la piedad que en usted excitar deseo me mueve a mi turno a sacarla del silencioso claustro. Tan joven, tan interesante, tan llena de simpático mérito y renunciar a vivir antes de haber vivido. ¡Ah pobre niña! Lloro al pensar que quisiste en tu desamparo refugiarte en mi albergue, y que la que entonces era su soberana te cerró sus puertas. Mas yo te las abro ahora y te recibiré de rodillas si me permites esperarte.

»Que Dios te bendiga de todos modos, dulce Inés, cualquiera que sea la resolución que tomes. Bien me digas «ven a buscarme, amigo», o de mí te despidas hasta el día solemne en que todos nos reuniremos en torno del Señor, que la paz sea contigo, y que los ángeles, tus hermanos, te acompañen. ¡Ay! Aunque presiento tu contestación no impedirá ella que te ame y reverencie hasta su postrer aliento. -Octavio.

Al terminar la lectura de esta carta, dejola caer Inés sobre su blanca túnica, juntó sus diáfanas manos y deslizándose de su asiento hasta postrarse de rodillas, exclamó con rayos de sobrehumano regocijo brillando a través de un velo de lágrimas en sus pupilas, suaves como las de la paloma:

-Gracias, divino esposo a cuyo culto me dedico. Ya tengo una prueba de amor que darte. Ya puedo con un sacrificio convencerte de la sinceridad de mi fe.

Enseguida oró con un fervor parecido al éxtasis de los querubes. Levantose al cabo de algunos minutos, buscó una pluma, dispuso una hoja de papel y por la vez postrera se ocupó su escrupuloso pensamiento de materias extrañas a la esfera en que residía.

«La carta de usted llegó a tiempo, Octavio, escribió temblorosa. Hasta dentro de un mes no pronunciaré los votos destinados a separarme del mundo y he podido por lo tanto abrazar con toda libertad un partido definitivo. La letra de   -321-   usted ¿por qué negarlo? despertó mi débil corazón de su ficticio sueño, recordándome lo que, desde que aquí penetré, me propuse olvidar, mi juventud, los recreos sociales, el campo, las flores y (voy a confesarlo para castigarme por los usurpados elogios que acabo de recibir de usted) las seducciones de la culpable simpatía que se deslizó en mi pecho como una serpiente, cuando me colmaba de caricias la amiga tierna y generosa que me adoptó por hermana. Octavio, lo digo casi alborozada, porque las ofertas de usted me han proporcionado la expiación porque clamaba con afán mi alma delincuente; los celos de Ambarina no fueron infundados, aunque tomaron torcida dirección. Su instinto conyugal adivinó la borrasca que amenazaba su reposo, sin definir con certeza de qué punto se levantaba la lóbrega nube. Usted no me amaba entonces; pero yo comenzaba a amar a usted sin sospecharlo, y al revelarme las justas alarmas de mi amiga el misterio de mis sentimientos, adorando la bondad de Dios con la gratitud de aquél a quien ha salvado su mano protectora del riesgo cauteloso que iba a sorprenderle desprevenido, me puse a cubierto del pecado futuro en el santo lugar donde me hallo actualmente, y de donde no volveré a salir sino en mi ataúd.

»Ya ve usted que no nace mi inmutable propósito del deseo egoísta, como usted lo llama en profano lenguaje, de llegar a la bienaventuranza por un fácil sendero, sino de un reconocimiento infinito hacia mi Creador, que me ha ayudado a triunfar de una inclinación ilegítima, que me ha permitido leer en mi extraviado corazón, y que me ha librado en fin de pérfidas sensaciones. Según se inmoló él por redimirme quiero yo a mi turno sacrificar mis pasiones al pie de la Cruz, donde los perversos le clavaron, sufrir también largo y terrible martirio para presentarme a él limpia de graves faltas y pura de deseos ignominiosos. Octavio, yo me he sentido dispuesta a amar a usted; yo podría ser ahora su honrada compañera; las proposiciones de usted ponen una felicidad que no creía se me ofreciera nunca al alcance de mi mano y lejos no obstante de extender el brazo para asirla, la rechazo con firmeza para que Dios me perdone haberla codiciado cuando pertenecía a otra.

»Respecto a la compasión que a usted inspiro, al encerrarme entre monásticas paredes, cese usted de experimentarla, pues he principiado ya a ser dichosa con una ventura al abrigo de agitaciones y mudanzas; he sacudido ya de mis frágiles hombros el peso del remordimiento y la paz se ha introducido ya en mi pecho como un huésped bendito. La muerte, en lugar de atemorizarme en el porvenir, me sonreirá como un mensajero de goces inmarcesibles, y concluida mi terrestre jornada, desplegando las alas de mi espíritu, que humanas afecciones no aprisionarán, llegaré radiante de esperanza junto al Trono Supremo.

»Antes de conseguir el reposo mortal de que al presente disfruto, confieso ¡ay! que las funestas peripecias de la sociedad que he abandonado han venido a arrancarme acerbo lloro, en el grave y religioso asilo que me protege. El espantoso   -322-   fin de mi madrastra y de Bernardo en el «Antilla», las catástrofes ocurridas en la familia de la mulata Mariana, y luego el fallecimiento de la pobre Ambarina produjeron en toda mi máquina violento trastorno. El verdadero egoísmo, Octavio, reside en aquellos que, como los padres de mi malograda amiga, por tal de satisfacer sus pasiones no reparan en que su desenfreno cause el infortunio de otras criaturas. La prematura desaparición de la noble joven, que hubiera sido gloria de los suyos en distintas circunstancias, me ha revelado por medio de una aflicción inmensa cuan querida me fue. Al recordar de qué deplorable manera la perdimos, y al despedirme de usted hasta la eternidad, vuelve, Octavio, a correr mi llanto. Es el último que derramaré por motivos ajenos a la cruz, que abrazo, y al altar, que venero.

»Al sentirme en seguridad para siempre, no olvido que queda usted expuesto a peligrosos vendavales. Prometo, en consecuencia, orar de continuo para que en lo futuro sepa usted hacerse superior a sus embates tormentosos, para que conceda a usted el Cielo la conformidad del buen cristiano, y para que logre usted con edificantes virtudes rescatar sus pasados extravíos. Así conservaré la esperanza de que ambos nos reuniremos algún día con Ambarina en un mundo mejor. ¡Esperanza tierna y consoladora! Encontrarnos de nuevo los tres para no separarnos jamás. ¡Oh! Yo no la juzgo ilusoria, porque usted y yo podemos alcanzar aún la bienaventuranza, y porque Ambarina, por cuya alma, a mi súplica han doblado con frecuencia las campanas y han recitado a menudo venerables sacerdotes el oficio de difuntos, habrá, a causa de lo mucho que padeció, obtenido perdón e indulgencia de nuestro misericordioso Padre. Anoche justamente se me apareció en sueños revestida de la tristeza de los penitentes, pero no de la desesperada amargura de los condenados. «Sigue orando por mi salvación, díjome melancólica. Dios escucha tus preces y las admite. Aunque el acto criminal que puso término a mi existir me ha conducido al lugar de la expiación, de él pasaré pronto, purificada, a aquél donde para premiar las virtudes no se hace distinción de clases ni colores».

»Cuan grande y bella es esa idea, amigo mío. Como resalta la suprema magnanimidad al lado de nuestra pequeñez. Nosotros, lejos de acatar elevados sentimientos o cualidades nobles, nos inclinamos ante la riqueza y la jerarquía, mirando al pobre con desdén, y con insulto al que no nació de nuestra propia casta. El Omnipotente por el contrario contempla severo al orgulloso magnate y llama al humilde su hijo predilecto a cualquiera raza que pertenezca. Soportad pues ¡oh desgraciados! valerosamente vuestra corona de espinas. El que todo lo puede la trocará algún día en esplendorosa diadema.

»Termino, Octavio, diciéndote que mi adiós responde al tuyo con fraternal efusión. Único amigo que me queda en la tierra. Que cese mi destino de apesararte. Según tú has nacido para brillar en la escena del mundo, he nacido yo   -323-   para vegetar olvidada a la sombra del monasterio. Cuando por consiguiente medites en lo pasado, y recuerdes que existo todavía, di, sonriéndote satisfecho: «Ella es feliz, vive en paz y ora por los que ama».

»Hasta luego, Octavio, hasta la vista en la patria de los justos. -Inés».

Un mes después, la piadosa joven tomó el velo embriagada de santo alborozo. Al pronunciar sus irrevocables votos, resplandeció en su semblante tan inefable arrobamiento que sus compañeras la examinaron con asombro. La fe, sublime alimento de la sincera devoción, inflamaba su alma sin mancilla. Los escépticos, tan numerosos en el siglo de la adoración del becerro de oro, la compadecían mirándola despojarse de sus blondas trenzas, y envolver sus delicados miembros en el tosco sayal. Los verdaderos cristianos la envidiaban. ¡Felices en efecto aquellos que creen y confían de veras!

No se han vuelto a recibir en la Habana noticias de Octavio, aunque Tomás y Francisco suelen ocuparse de él fumando oloroso veguero, o saboreando aromática taza de café.

Extractando de las truncadas relaciones de ambos los principales sucesos de esta historia, he logrado coordinarla con el orden posible. ¿Qué objeto te propusiste al escribirla? me preguntará quizá el curioso lector. Además del de diseñar la fisonomía característica de mi adoptiva patria, respondo, el de probarte que el hombre, según dije al principio, aunque reconozca la injusticia de las preocupaciones no consigue casi nunca sobreponerse a ellas; que se necesita la lenta obra de los siglos que van y vienen para destruir aquello que la sociedad humana ha adoptado, y que por lo mismo el mortal previsor prefiere someterse a su influencia a desafiarla.


 
 
FIN
 
 




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