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Ambiente espiritual del 900

Carlos Real de Azúa






El cuadro

En una provisoria aproximación, podría ordenarse escenográficamente el medio intelectual novecentista hispanoamericano. Colocaríamos, como telón, al fondo, lo romántico, lo tradicional y lo burgués. El positivismo, en todas sus modalidades, dispondríase en un plano intermedio, muy visible sobre el anterior, pero sin dibujar y recortar sus contornos con una última nitidez. Y más adelante, una primera línea de influencias renovadoras, de corrientes, de nombres, sobresaliendo los de Nietzsche, Le Bon, Kropotkin, France, Tolstoy, Stirner, Schopenhauer, Ferri, Renán, Guyau, Fouillée...

Tal ordenación indica, naturalmente, que no creo que pueda hablarse de una «ideología del 900», sino, y sólo, de un ambiente intelectual caracterizado, como pocos, en la vida de la cultura, por el signo de lo controversial y lo caótico. Por ello, el esquema que intento aquí tiene un mero fin de claridad; quisiera ser aguja de navegar diversidades y no la artificiosa construcción de un corte realizado en la historia. Hacerlo, valdría desconocer que hay una temporalidad de las ideas muy distinta de la de las cosas, y que no cabe ensamblar, en un mismo panorama, con una entidad común, igualitariamente colacionadas, la muy diferente vitalidad de lo retardado, de lo germinal, de lo vigente y de lo minoritario.

No aparecen tampoco muy impositivamente los límites cronológicos que permitan acotar un coherente período. Los anuncios de la crisis de las convicciones dominantes en Hispanoamérica durante la segunda mitad del siglo pasado se escalonan copiosamente a lo largo de su última década. Desde nuestra perspectiva uruguaya, sería un inicio significativo la aparición de El que vendrá, de José Enrique Rodó, en junio de 1896. Sus páginas, angustiadas y grávidas, eran síntoma insoslayable de una inquietud histórica y de una inminente revisión.

La clausura de estos años se marca en cambio, con mayor claridad, hacia 1910. Fue la hora de los diversos centenarios de las naciones continentales. Estuvo subjetivamente marcada por una mentalidad de balance y de prospecto. Accedió por entonces a la vida americana una nueva generación, diversamente llamada «arielista» o «centenarista» o «de 1908» (por el primer congreso estudiantil en ese año realizado). Nuevas influencias intelectuales -James, Xenopol, Hoffding, Bergson- cobraron una imperatividad de la que habían carecido.

Diversos libros -algunos de ellos ejemplares, como la Historia de la Cultura en la América Hispánica de Pedro Henríquez Ureña- nos han mostrado el proceso cultural americano en una organización formal que, si no es falsa, resulta, por lo menos, una sola de las dos caras o planos de la rica evolución de nuestro espíritu. Se ha dado, y se da, en estos países, el proceso cultural como lógica secuencia personal, y grupal, de creaciones, de empresas y de actitudes. Neoclasicismo, romanticismo, realismo, positivismo, modernismo, insurgencia y surrealismo, tienen, según esta perspectiva (que es también un método) su etapa de lucha, sus hombres y obras representativas, sus planos de pasaje y su agotamiento. Pero en Hispanoamérica, mucho más acendradamente que en Europa, tales procesos no agotan la realidad de la cultura como vigencia objetiva de cada medio y época, como sistema actuante de convicciones de vastos sectores letrados y semiletrados, verdaderos protagonistas de la vida del continente.

En este ámbito, en estos repertorios de «ideas y creencias» cuya indagación hacia 1900 es en realidad mi objetivo, no asume la misma importancia que en el anterior la creación personal americana, la auténtica respuesta del individuo o la escuela a la sugestión foránea. Doctrinas hay, que han influido hondamente, sin una perceptible o recordable elaboración por nuestra parte. ¿La han tenido, acaso, el biologismo evolucionista o el organicismo sociológico? No aparece ahí tampoco una rigurosa sucesión de obras o de escuelas. Todo -o casi todo- está librado al azar, que en esta historia tiene el nombre de editoriales. Un capricho, o una manía, o un sectarismo, han obrado a veces decisivamente al lanzar a un autor a ancha publicidad, o al escamotear la obra o trascendencia de otros. Lo que impone -y anoto como rasgo final- la frecuente coexistencia de orientaciones antagónicas, cuya conflictualidad casi nadie ve y que se instalan así, cómodamente, en la incoherencia mental del hombre medio.

Todos estos rasgos pueden comprobarse en el medio intelectual del 900. Por lo pronto, el origen transatlántico, no suscitado en lo americano, de esas corrientes y de esas ideas. Cierto que el hecho es general en toda nuestra historia ideológica, pero en otras etapas de ella hubo una más clara suscitación de necesidad hispanoamericana y, sobre todo en lo literario, un orden mejor de agotamiento y renovación. Y aun entonces, mayor calidad en lo sensible e imaginativo. Por un Darío, un Lugones, un Herrera y Reissig, o un Díaz Rodríguez, poco significan un Ingenieros, un Bunge o un García Calderón. Están menos radicados o son menos valiosos (Excluyo a Rodó del cotejo por el carácter dual -arte y pensamiento- de su obra).

En esta realidad, cobra una primordial importancia la labor de las editoriales españolas y francesas, sobre todo la de las primeras. Unamuno tronó algunas veces contra «el alcanismo» y la «literatura mercurial». Es evidente, sin embargo, que los grandes y verdes Alcan (de filosofía y sociología), los más pequeños roji-naranjas de Flammarion (de las mismas materias) o los amarillos del Mercure de France (de literatura) influyeron, gracias a la amplia difusión del francés, sobre el sector creador y protagónico de la cultura. Es, en cambio, con las listas de publicaciones de las grandes editoriales españolas que puede reconstruirse casi medio siglo de influencias intelectuales sobre estratos mucho más grandes o profundos. En lo que importa a la ideología novecentista, debe iniciarse la nómina con las series de La España Moderna, magnífica empresa madrileña de fines de siglo. Tuvieron después gran repercusión la Biblioteca Sociológica Internacional de Heinrich, de Barcelona, y, desde la misma ciudad, la selección de Los Grandes Pensadores publicada por Maucci (más generalmente dedicada, al igual que Hernando, a la literatura) como instrumento propagandístico del pensamiento anárquico-positivista-ateo de la Escuela Moderna, de Francisco Ferrer. Por la misma época, la casa valenciana de Sempere (más tarde Editorial Prometeo) recogió en sus catálogos muchos de los títulos de las editoriales anteriores y ejerció en América una importancia global decisiva e incontrastable. Daniel Jorro, desde Madrid, continuó esta serie de grandes influencias editoriales, oficiando, en cierto modo, de enlace entre esa época y los años marcados por el imperio de la Revista de Occidente que presidió la formación intelectual de estos países hasta el año 1936 en que se inició la guerra de España (para ser sucedida en su función -y desde América- por el Fondo de Cultura Económica).

También se ve en este medio intelectual del 900 esa coexistencia anotada de posturas y corrientes. No es difícil sorprender la tonalidad romántica en los sentimientos, en la ideología política y en la filosofía de la historia, conviviendo con el positivismo ortodoxo y sus derivaciones, o con lo tradicional en las costumbres -y a veces en las creencias religiosas-, y a todos y cada uno de estos temperamentos con las reacciones o superaciones del positivismo, sin que la noción de su múltiple conflicto inquiete largamente.

Y es que si toda visión del mundo, o conjunto, o retazos de ellas, se adapta inflexiblemente -determinando y siendo determinada- a una situación histórico-social, pocas parecen hacerlo con la libertad, y aun con la imprecisión, con que lo realiza en la situación hispanoamericana, la ideología novecentista.

No debe exagerarse, ante todo, el volumen real que ese pensamiento tiene en estos países ni su trascendencia en las convicciones generales de la sociedad. Muchas de sus notas más características permanecieron confinadas en cenáculos más o menos juveniles sin irradiación contemporánea o posterior sobre medios más amplios.

Por otra parte, aun en obras tan dignas y preocupadas como el Ariel, parece estrictamente al margen de toda formulación intelectual esa realidad hispanoamericana del 900.

En casi todo el continente es, políticamente, la hora de las dictaduras. Gobiernan Cipriano Castro en Venezuela, Manuel Estrada Cabrera en Guatemala y Porfirio Díaz en México. Cuba se encuentra bajo la ocupación militar norteamericana. Chile, Argentina y Brasil en las manos de sus oligarquías liberales y progresistas. En el Uruguay, el constitucionalismo democrático ha vencido al pretorianismo y se prepara a radicalizarse. Sobre esta diversidad de regímenes se vive en general una seguridad mayor; crecen constantemente, fomentadas por la paz y las garantías, las posibilidades de un trabajo útil y altamente remunerativo. Todo esto favorece un bienestar más extendido que otrora; la inversión extranjera colabora en este proceso de alumbramiento y desarrollo.

Muy pocos ven -o pronostican- el fenómeno imperialista: es todavía la hora de miel del «capital honrado». Sólo en el norte de Hispanoamérica los Estados Unidos son una amenaza de orden militar y territorial, en el resto del continente se extiende apenas un vago temor, salvo en hombres o minorías aisladas, llamados a la realidad de la potencia norteña por su victoria de 1898 sobre España, o por sus manejos de 1902 en el istmo de Panamá.

Mientras estos países se convierten en lo que habían de ser dócilmente durante casi cuarenta años: los grandes abastecedores de materias primas del mundo; y sus carnes, sus vellones y sus metales se hacen indispensables en la vida económica de Europa, en el campo se transforma decisivamente la explotación campesina y en las ciudades sube una potente clase media. En las capitales del costado atlántico se va formando por aportes extranjeros lo que ya tiene fisonomía de un proletariado; es allí también que las corrientes inmigratorias dan a la vida un tono que se ha calificado equívocamente de cosmopolita y que más valiera calificar de multinacional.

Muy a menudo como reacción ante ese fenómeno, el nacionalismo es ya una realidad, que estimularían hacia 1910 las celebraciones centenarias y su caudaloso cortejo verbal. América, en cambio, es una presencia borrosa o intermitente; sólo alguna obra excepcional -un Ariel, unas Prosas Profanas- o la noticia de algún desafuero tiránico o revolucionario rompe el insular silencio de las naciones. Europa es la gran presencia. Su imperio es absoluto en lo económico, en lo cultural y en lo humano. Europeas son las ideas; nuestra economía depende de las alternativas de sus ciclos y de la intensidad de sus compras; el inmigrante replantea todos los días -en nuestras calles y en nuestros campos- la discusión de su ventaja o desventaja, el debate de las excelencias o peligros de sus respectivas naciones.

El tono de la vida es bonancible, esperanzado y burgués; parece definitivamente positivo, y muy poco dispuesto a ambientar los dilemas espirituales de la Europa finisecular.

No se extiende hasta su ideología, la buena literatura de que disfruta, en general, el 1900. Parecería que fuese más fácil volverse, enternecidamente, sobre el aire y el porte, ya clausurados, de una época, que llevar esa emoción, esa ternura, hasta ideas y doctrinas cuyas consecuencias, y a veces terribles transformaciones, se viven y se sufren.

Sus mismos hombres -o jóvenes- representativos divergen en el tono de su evocación hasta esta medida abismal que separa éstos de dos textos que espigamos de una larga antología posible:

«Soñábamos un orden mejor, no consistente como el nuevo que hoy se preconiza con la palabra y con la fuerza, en la regresión a los imperios rebaños de la antigüedad, sino en una sociedad armoniosamente organizada sobre la ley de una más justa distribución de los bienes de la vida [...]. Socialistas revolucionarios, que pensaran transformar catastróficamente el orden social los había pero eran los menos. Vagamente se creía que el fruto, sazonado por el irresistible calor de los movimientos populares, caería maduro del árbol. Ya veíamos la luminosa ciudad soñada, al extremo de la oscura calle por donde marchaba desde tantos siglos, fatigada y doliente, la humanidad...»1.


(Roberto Giusti)                


«Lecturas imprudentes y atropelladas, petulancia de los años mozos, y el prurito de contradicción, que es el peor riesgo de la juventud, me llevaron [...] a frisar en la heterodoxia. Nietzsche, con sus malsanas obras y especialmente su Genealogía de la Moral, me contagió su virus anticristiano y antiascético. Poco después, el confuso ambiente universitario, la indigestión de los más opuestos y difíciles sistemas filosóficos, la incoherente zarabanda de las proyecciones históricas, pautada apenas por el tímido eclecticismo espiritualista de Fouillée, o tiranizada y rebajada por el estrecho evolucionismo positivista, me infundieron el vértigo de la razón infatuada, engreída de su misma perplejidad y ansiosa trepidación. ¡Cuántos ingredientes tóxicos se combinaron en aquella orgía del pensamiento! Al rojo frenesí de Nietzsche el demente, se sumaron el negro y letal sopor del budista Schopenhauer, las recónditas tenebrosidades del neokantismo, la monótona y grisácea superficialidad disciplinada de Spencer, y la plúmbea pedantería de sus mediocres acólitos, los sociólogos franceses de la Biblioteca Alcan. Espolvoreando la ponzoña, disfrazaban la acidez de estos manjares intelectuales las falaces mieles del diletantismo renaniano, la blanda progenie de Sainte-Beuve, el escéptico, la elegante sorna de Anatole France y las muecas de Remy de Gourmont»2.


(José de la Riva-Agüero)                





Las vigencias

Fue el positivismo filosófico -en su versión spenceriana- el ingrediente de más volumen de ese ambiente intelectual de fin de siglo. Las casas editoriales españolas dieron a la obra del filósofo inglés una difusión que posiblemente, ni antes ni después, haya tenido entre nosotros pensador alguno. El impacto spenceriano oscureció completamente el prestigio de Comte, muy fuerte en tiempos anteriores, pero cuyas conclusiones en materia político-social resultaban indeseables, y hasta repelentes, a la mentalidad hispanoamericana.

Desde el enciclopedismo francés, ningún movimiento había corporizado históricamente, con tal prestigio y coherencia, como el positivismo inglés del último tercio del siglo pasado, las que podrían calificarse de «tendencias de larga duración» del pensamiento de occidente a partir del Renacimiento.

La visión del mundo y de la vida edificada sobre las ideas de razón, de individuo, de progreso, de libertad y de naturaleza, halló en este positivismo, y en su doble aptitud sincrética y sistemática, un instrumento de difusión que llevó la tonalidad inmanentista y antropocéntrica a sectores hasta entonces inmunizados a lo moderno por sólidas barreras tradicionales.

Ese positivismo fue un repertorio bien arquitecturado de ideas, pero tuvo mucho también de un catálogo de suficiencias y de un método de exclusiones o ignorancias. En numerosas expresiones -tantas veces las más vulgares, pero también las más influyentes- le movieron una caricaturesca idolatría de la Ciencia (con olvido de las modestas y trabajosas ciencias), un racionalismo, un agnosticismo y un relativismo suficiente, que postergaba o mutilaba sin beneficio la incontenible tendencia hacia la verdad y hacia el conocimiento cabal por la totalidad de sus vías posibles. Ignoró o despreció lo psíquico, lo metafísico, lo vital y lo histórico. Aplicó a todas las zonas de lo óntico las categorías y los métodos de las ciencias físico-naturales; se detuvo -como ante un vacío- allá donde el conocimiento experimental parecía no funcionar. Determinista y causalista, asociacionista, cuando se trataba de explicar todo tránsito entre lo simple y lo complejo, tuvo mucho de un balance y de un reposo, pero fue también la vía muerta de la que el conocimiento salió con grandes dificultades y no sin inolvidables lesiones.

Resultó el positivismo el núcleo generador de eso que Joad ha llamado comprensivamente «the world of nineteenth century materialism»; un mundo de sólida materia primordial que se diversifica y afina hasta lo psíquico y que se mueve y perfecciona desde lo inorgánico hasta lo humano, en una ordenada escala en el que cada uno de sus peldaños está determinado por una estricta causalidad desde el inferior.

Una de las características más firmes de esta corriente intelectual es la que encarnó ejemplarmente Max Nordau, y su explicación del genio en Degeneración. Se han referido a ella, contemporáneamente, Jean Grenier y Arthur Koestler. Es la constante operación disociadora y negativa que explica -y socava- el ámbito superior de los valores por la actuación de lo prosaico, de lo interesado, de lo morboso o de lo inconfesable. Esta filosofía del «no es más que...» tendría su más esplendorosa manifestación en toda la construcción derivada del psicoanálisis freudiano; ya gozaba por esos años de una difusión en la que no es posible desconocer uno de los rasgos mentales más tenaces de la modernidad.

Su fondo ético era el de un utilitarismo bastante limitado; deformado -especialmente en América- hasta un materialismo práctico que dio a nuestro ambiente ese tono «fenicio» o «cartaginés» al que tantos se han referido; refinado -en los mejores- en una sistematización social en que la última palabra era la adaptación a las vigencias de la generalidad, o la solidaridad, o los deberes, hacia la especie.

Históricamente, fue la concepción del mundo de la clase burguesa triunfante y de un tipo de vida movida variable, pero en la entraña paralelamente, por el ansia de placer o de lucro. Le caracterizaba una acción de tipo y finalidad individualista, que poseyó, en última instancia, una liberal comprensión de lo diverso, pero que en la práctica era fundamentalmente homogénea y estaba sellada por una tonalidad común, de la que el hombre no se salía sin riesgo o sin escándalo.

Cuando hablamos de positivismo vigente en 1900, englobamos dentro de él, en puridad, una serie de corrientes coludidas con su significación, lateralmente poderosas y de prestigio autónomo. Ejercieron una honda influencia en América el llamado «positivismo penal», el evolucionismo biológico de Darwin y Huxley, las teorías deterministas de Hipólito Taine, el monismo materialista de Buchner y de Haeckel, y la crítica religiosa y la exégesis bíblica protestante, liberal o atea.

La escuela criminológica italiana, de abundantes proyecciones sociales y políticas, fue ampliamente difundida por España Moderna y por Sempere. Lombroso, Ferri, y Garófalo, sobre todo; Rossi, Longo y Sighele, laboraron sobre la línea de la explicación mesológica y antropológica del delito, afirmando la preeminencia de los factores económicos, biológicos y sociales. En esta difundida concepción, según la cual el delincuente es más que nada una víctima o un enfermo, se liquidaba, siquiera indirectamente, las nociones de responsabilidad y libertad éticas.

El evolucionismo levantó en Hispanoamérica su inexorable ola de polémicas y dejó su trascendente huella en la visión del hombre y de la vida, con un corolario y serio debilitamiento de la noción creacionista de raíz religiosa.

La doctrina forjada por Hipólito Taine para la explicación del producto artístico y cultural por los tres factores de raza, medio y momento, llevó (ayudada por su atractiva simplicidad) el modo de pensar asociacionista, determinista y mesológico a la condición de un dogma que -con detrimento de la libertad humana y de la acción misteriosa del espíritu- dominó hasta hace pocos años en ambientes que no pueden calificarse completamente de vulgares.

Había sido anteriormente intenso el debate histórico religioso. Parecía vencedora, hacia 1900, la corriente doctrinal adversa al cristianismo y a toda religión revelada. Corrían en materia de exegética y filosofía o historia religiosa, las obras de Renán, Harnack, Strauss, el libelo de Jorge Brandes, los tratados y manuales de Salomón Reinach y Max Müller. Se reeditaban los libros, de intención antirreligiosa, de Volney, de Voltaire, de Holbach, de Diderot, el catecismo del cristianismo democrático y romántico de Lammenais, Paroles d'un croyant, se vertían al español los más actuales y ambiciosos ataques de Laurent, de Lanfrey, de Sabatier y de Guignebert. Sin necesidad de estos golpes frontales, las vigencias filosóficas poco tenían para respaldar la fe tradicional y en casi todo servían para denostarla o ignorarla; el monismo materialista, el evolucionismo y sus conclusiones sobre el origen del hombre -punto central de una repetida pugna-, el pesimismo de Schopenhauer o el amoralismo y anticristianismo de Nietzsche. Aceptábase, salvo esta última excepción, el magisterio humano de Jesucristo; érase terminante en la negación del aspecto sobrenatural e histórico del cristianismo; mostrábase en la historia de la iglesia la de una entidad tiránica y anticultural, permanente conspiradora contra la libertad y la justicia humanas.

El monismo materialista, que tuvo el valor de algo así como un superlativo de las negaciones positivistas, contó con las aportaciones significativas de Buchner y Moleschott, y especialmente con la de Ernesto Haeckel, cuyos difundidísimos Enigmas del Universo -de 1899- publicó poco después Sempere. Con su rigurosa argumentación naturalista y la facilidad vulgarizadora que le permitía llegar a un vasto sector semioculto, fue contribución decisiva a esa imagen del materialismo decimonónico a que nos hemos referido. También Guillermo Oswald, por aquella época traducido al francés, y Félix Le Dantec dentro de una inflexión vitalista colaboraron en la misma corriente.

Llevó el sello de todas las corrientes anotadas la sociología de esa época. Fue también causalista, determinista, mesológica; tendió a asimilar lo psíquico y lo social a las realidades de la naturaleza, examinándolos con los métodos de las ciencias de ésta. Tuvo la ambición y la suficiencia de las grandes construcciones y el gusto por las fórmulas abarcadoras. En Le Bon, en Letourneau, en Novicow y en Gumplowicz, puede rastrearse la función principalísima que esta sociología asignó a las categorías biológicas de la Raza y del Organismo, el papel que en ellas desempeñaron las nociones evolucionistas de lucha, de selección y de herencia.

Tarde y Durkheim (algo después), sin particularizarse del todo de estas características, purificaron los métodos, reencontraron la sustantividad de lo social o destacaron la realidad de lo psíquico; Tarde fue figura destacada del clima intelectual finisecular y sus seductoras Leyes de la Imitación despertaron admiración unánime; Durkheim, en plena producción hacia el final del siglo, no se difundió en realidad en España y América hasta las publicaciones de Jorro.

Se entendía la ciencia como dominio progresivo de la naturaleza y como explicación exhaustiva del universo, destinada a reemplazar la filosofía como instrumento cognoscitivo y a la religión, recluida a las zonas cada vez más alejadas de lo incognoscible. El entusiasmo del Renán joven de El Porvenir de la Ciencia; su fe -fe de unos pocos hasta décadas anteriores- se hizo desde entonces religión difundida y consoladora, esperanza socializada y secularizada. La vulgarización científica cobró una gran fuerza en casi todos los sectores; en una rama especialmente, en la de la Astronomía, Camilo Flammarion produjo una abundante obra que tuvo resonancia universal y es paradigma del género y de su intención. La facilidad literaria de sus páginas la hacía apta para llegar a manos de todos; su central afirmación de la intensidad cósmica en contraste con la pequeñez humana terráquea ejerció un hondo efecto en la crisis de las ideas religiosas y en la desmonetización de la imagen teocéntrica del mundo.

La fe en la democracia como corriente histórica incoercible era generalísima y las reservas que se le oponían lo eran en calidad de atenuaciones a sus excesos posibles o en condición de límites al agotamiento de su dialéctica.

De los tres clásicos postulados revolucionarios, el de la libertad era el más vivencialmente prestigioso. La igualdad era poco apreciada, salvo en los medios revolucionarios, y la fraternidad tropezaba con las negaciones del evolucionismo. La libertad se concebía, sobre todo, como ilimitada posibilidad de autónoma determinación, en conexión con una concepción inmanentista de la personalidad, como progresista eliminación de cortapisas ambientales y sociales.

Al combinarse el movimiento ascensional de las clases medias, la imagen positivista y naturalista del mundo, la fe indeclinable en el porvenir y en la ciencia y un anticlericalismo que autorizaban las corrientes intelectuales dominantes y nacía de una actitud social muy generalizada en los países mediterráneos, se definió el llamado «radicalismo», que aglutinó en Francia el asunto Dreyfus y triunfó al alborear el siglo con las leyes de Combes, como fuerza política más actual y en rigor más novedosa. El batllismo uruguayo fue en Hispanoamérica una temprana expresión de la tendencia y de los factores que la configuraron. También se benefició este temperamento «radical» del poderoso aval literario e ideológico que importaban el grupo de escritores del XIX francés que profesaron un liberalismo optimista teñido de socialismo o mesianismo, y del equipo republicano español. Las obras del Víctor Hugo posterior al 1851, de Quinet, de Michelet y de Zola; de Pi y Margall y de Castelar circularon mucho en Hispanoamérica y definieron un tipo y una mentalidad que las sobrevivió largamente.

El liberalismo, de tono doctoral y universitario, siguió, sin embargo, siendo el rasgo más general del pensamiento político hispanoamericano. Mucho más liberal que democrático -es decir: mucho más amigo de la libertad de una clase superior y media que preocupado e imantado por lo popular (recuérdese si no aquella observación uruguaya sobre «las blusas» y «las levitas» en una recepción política de principios de siglo)- respetó, en verdad hondamente, los conceptos básicos de representación, soberanía, constitución y garantías individuales; se inflexionó a menudo de aristocratismo, como imperativo de adaptación a una realidad social oligárquica o como gesto de impaciencia ante la inoperancia de las multitudes; asintió, sin embargo, a la perspectiva de un final y reivindicador advenimiento mayoritario.

Como oficio, como preocupación y aun como divulgación, la política ocupó en estos años hispanoamericanos un lugar que el afán cultural o los empeños económicos se esforzaron por minorar, no sin teñirse algunas veces del color de sus pasiones, fáciles, violentas, olvidadizas.




Reacciones y disgregaciones

Este cuadro de creencias fundamentales permaneció sin cambios en sus elementos hasta muy avanzados los años de nuestro siglo. Su signo fue pasando, sin embargo, de lo actual a lo superviviente; su imperio perdió terreno, a grandes quites, en el espíritu de los sectores realmente creadores y dirigentes de la cultura continental.

A la negación de lo antiguo, uniose entonces la de lo que se calificaba como moderno. Poseídos los hombres de un minucioso frenesí revisor (valga aquí la interpretación de Federico de Onís del Modernismo, como versión hispanoamericana de la crisis mundial de las ideas y las letras después de 1885), nunca tuvo esta faena de demolición histórica grandes señas de alegre intrepidez y tal semblante de confiada -e ingenua- seguridad en el poder palingenésico de la afirmación intelectual y en su capacidad para derrotar intereses, pasiones o tradiciones. Nunca tal gesto de desprejuiciado aventar lo que parecía un patrimonio fácilmente mejorable y reemplazable de formas y contenidos de pensamiento, de acción, de convivencia.

La quiebra del positivismo arrastró consigo la de su inescindible fe en la ciencia, como mágica solución de todos los conflictos. Las ideas sobre su faillite que enunció con elocuencia Ferdinand Brunetière (y subrayó el escuchado Paul Bourget) tuvieron tanta resonancia como las ya referidas de Renán en el período auroral de esta esperanza. El mismo Brunetière, que arrimó a la batalla su poderosa pasión polémica y su prestigio crítico y docente, lanzó en 1896 su pronóstico sobre el renacimiento del idealismo: una vasta y compleja serie de anuncios pareció ratificarlo. El positivismo ético utilitario había escorado en un superficial materialismo y la indigencia ontológica de la filosofía en boga hacía nacer, en el sesgo de lo literario y lo social, un caudaloso reclamo de últimas razones de existir y de actuar. Fue la hora de la importante conversión de Paul Claudel y la de ese idealismo social que se vertió por vías tan distintas como el evangelismo anárquico de Tolstoy, el socialismo cristiano de De Mun y La Tour du Pin y el reformismo de los sectores marxistas occidentales.

El simbolismo, y especialmente la obra de Maurice Maeterlinck, se fortaleció y prestigió en la creencia de que había redescubierto el alma, rescatando de la brutal realidad cuantitativa los veneros de la intimidad. Fouillée, con su doctrina de las ideas-fuerzas, restituyó al Espíritu su estilo de actuación en lo histórico; Dostoiewsky, conocido en Hispanoamérica a través de Maucci y de España Moderna, aportó con terrible y poderosa potencia esta dimensión de lo espiritual que parecía olvidada, o reducida cuando más al pequeño chispazo confortable de lo psicológico, dentro de un limitado inmanentismo.

No se hicieron sentir hasta el final del período que recorremos las verdaderas fuentes de renovación filosófica del positivismo. Sólo la línea ecléctica y espiritualista del pensamiento francés que buscaba suscitar el ideal del seno de lo real, con Guyau y Fouillée, sobre todo, o el pragmatismo de James, tuvieron una amplia circulación americana. Las tres venas por las que -partiendo de raíz positivista- se disolvió el edificio: la de la historia y el historicismo (Dilthey), la de la vida (Nietzsche), la de la intuición y el movimiento (Bergson), más el replanteo del problema gnoseológico que significó el neokantismo, fueron de actuación posterior, y aun muy posterior en nuestro ambiente intelectual. La boga bergsoniana fue posterior al 10; la de Nietzsche, en lo más fino y entrañable de ella, se dio más tardía y diluidamente; la de Guillermo Dilthey no se ejerció hasta treinta o cuarenta años después.

Pero aun puede particularizarse el deterioro de la concepción decimonónica en una serie de significativas disgregaciones:

La primera fue la del individualismo, que cabría llamar, más correctamente, la del egocentrismo, o la del heroísmo protagonice.

El siglo XIX había sido -en todo su curso- el gran siglo individualista; su cosecha de grandes figuras resulta, a la distancia, más rica tal vez que la de cualquier otro período de la historia. Hacia las postrimerías de la centuria el tono de la vida que se entendía «moderna», el industrialismo, el advenimiento de las multitudes a través de la democracia, la obsesión utilitaria, junto a otro temor que en seguida esbozamos, pareció suscitar éste, de un agotamiento o desaparición de la energía creadora del individuo. De un Nietzsche simplificado hasta lo más grueso y esquemático -«el superhombre», «la voluntad de potencia», «más allá del bien y del mal»; «la moral de los esclavos y la moral de los señores»- salió lo más sustancial de esta gran protesta finisecular. Ibsen la robusteció con el prestigio de sus tesis, en las que se enfrenta el hombre fuerte y aislado contra la cobarde rutina social. Max Stirner, con El Único y su propiedad, fue un puente de unión entre el anarquismo y este fiero individualismo intelectual. La postulación heroica recibió el apoyo de la más conocida obra de Carlyle, y el prestigio de los Hombres Representativos de Emerson.

El planteo del problema social como antítesis de individualismo y socialismo, tan característico y nuevo en estos tiempos, permaneció incambiado hasta el fin del primer tercio del siglo XX.

Segundo: por lo estético. Tuvo abundante versión hispanoamericana la apelación europea contra lo burgués y mesocrático, contra la fealdad moderna, contra «la muerte del ideal» y el «calibanismo». Un largo rol de escritores, en el que se destacan Barres, Huysmans, Wilde, D'Annunzio, Eça de Queiroz y France, reivindicó los fueros de la belleza y del arte, de la delicadeza, de la inteligencia, del desinterés, amenazados al parecer vitalmente por la sed de felicidad en un aquí y un ahora, por el espíritu de lucro y la vulgaridad de una sociedad crecientemente igualitaria, sellada por la coerción ciega de las multitudes.

Tercero: por lo social. En la segunda mitad del 800, prodújose la transferencia desde los ideales de libertad nacional a los de reivindicación social de ese mesianismo reformador iniciado por el romanticismo. El optimismo progresista y ético, de indisimulable raíz cristiana, confirió a la final epifanía del pobre una necesidad confortadora de persecuciones y desventuras. El marxismo había cerrado la etapa utópica del socialismo: poco había llegado de él a América hispana hacia 1890 y 1900. Corría un breve digesto de El Capital editado por Sempere, algo de Engels, y más tarde breves recopilaciones de Jaurés, y obras de Kautsky y de los Labriola. El gran contradictor, Proudhon, estaba, en cambio, muy bien difundido; su ardor, su individualismo, su contenido ético triunfaban, empero, de manera más clara en el anarquismo, que fue la gran realidad de la protesta social hispanoamericana de principios de siglo.

Con fuerte raigambre ítalo-española cuadraba mejor a los elementos inmigratorios y citadinos, impregnables por los credos revolucionarios. Tuvo un gran prestigio literario a través de Kropotkin, Bakunin, Stirner y Reclus, sus dioses mayores. Junto a ellos, una amplia publicidad española difundió las obras de Faure, Grave, Etzbacher, Nakens, Fabbri y Enrice Malatesta.

Característica fundamental en esta América del 900 es su frecuente -y casi diríamos general- conmixión con el sesgo individualista y la inclinación estética. Ilustró esta mezcla, muy reiterada entre nosotros, la figura del poeta elocuente y libertario -«vate» todavía- tocado a la vez por la disolución decadentista o por el orgulloso reclamo de la exquisitez distinguida. También el español Rafael Barret representó en el medio rioplatense, con mejor entraña humana y más quilates de expresión, esta después irrepetida coexistencia.

El anarquismo, credo individualista y acentuadamente ético, propicio al gesto airoso y mosqueteril, prestó su franquía a una protesta que no quería dejar en las aras de ninguna coordinada disciplina los fueros del yo sagrado.

Otro rasgo de esa actitud social es el de su optimismo y la ingenuidad con que desconoció la capacidad de resistencia de las fuerzas orgánicas sociales o confió en el nudo impulso de un entusiasmo suscitado por la palabra tonante y exaltada. Propiedad, Estado, Ley y Familia fueron puestos, tumultuosa y benignamente, en entredicho.

Dominó también en ella esa tonalidad ética que concebía la reforma social como una parte, y casi como una consecuencia, de la reforma individual, una palingenesia de lo íntimo con sentido religioso, al modo del evangelismo tolstoiano, de tan enorme prestigio y difusión en esos años.

No faltaron, sin embargo, las apelaciones a una violencia teatral y aislada, ni estuvo ausente la confianza en «la huelga general», apocalipsis del orden burgués, a la que Sorel diera años después tan despiadada elocuencia.

Pero «la huelga general» no bastó. Parecía excesivamente visible, resultaba una utopía demasiado manuable. Para satisfacción de la necesidad imaginativa, esta edad vio enriquecerse un género que abarcó desde los ensueños materialistas de Bellamy con su Año 2000, hasta La Isla de los Pingüinos de Anatole France. (Sumamente típico de ese tiempo es ese linaje de «la utopía optimista», lejana descendiente de Moro y Campanella. Cuando en el nuestro se produzcan prospectos semejantes, éstos serán inexorablemente estremecedores, en el grado variable en que pueden serlo Brave New World o Ape and essence de Aldous Huxiey o Nineteen-Eighty-Four del irreemplazable George Orwell.)

Henry George, con su pausada argumentación económica de Progreso y Miseria gozó también de gran difusión en esos años; su prestigio sobrevivió largamente y es visible hasta en la vetusta tradición fiscal de nuestro país.

La esperanzada creencia en un mundo de trabajo, justicia y abundancia, de igualdad, concordia y amor, unificado por la victoria sobre fronteras y recelos históricos, estuvo centrada en la influencia espiritual de Emilio Zola, y de sus Evangelios. El autor de Nana conservó su prestigio ideológico -robustecido por su intervención en el asunto Dreyfus- cuando la hora del naturalismo hubo pasado. Máximo Gorki también representó para muchos este aspecto de la beligerancia social del escritor. Las persecuciones que tuvo que sufrir del régimen zarista (cuando todavía estaba en el bando de los perseguidos) conmovieron hondamente a los sectores avanzados de Iberoamérica.

Cuarto: por el vitalismo. El impacto nietzscheano no se limitó al reclamo del superhombre. Su voluntad de poderío, su conmovido énfasis sobre la vida, desencadenaron una difundida reacción contra el intelectualismo idealista que afirmó fervorosamente las nociones de voluntad, energía, fuerza, trabajo y salud. Whitman y Kipling contribuyeron a su prestigio literario, la sociología y la biología evolucionista le prestaron argumentación muy copiosa y dogmática (Reyles resultó entre nosotros la versión más ajustada de la corriente).

La influencia de estas ideas fue significativa en el orden político: el imperialismo y el nacionalismo cobraron fuerzas hacia 1900 de un repertorio de razones que las mencionadas posturas de vitalismo energetista permitían inferir inequívocamente. Sin embargo su boga se limitó en general a la Europa del centro y occidente; en Hispanoamérica, predestinado sujeto pasivo de aquellos poderes su huella resultó mucho menos visible.

Otras presencias fueron la del escepticismo, la del amoralismo, la del pesimismo.

Renán, Remy de Gourmont y Anatole France -el último especialmente- hicieron escuela de esa sonrisa pronta y burlona que fue toda una postura de pensamiento ante realidades, ideas y valores. El gesto tuvo sus tornasoles variantes desde la blanda melancolía hasta la mueca rutinaria; aspiró a ser inteligente y a presentarse como tal: no puede negarse su frecuente éxito en tal sentido. La dispersión diletante, el nihilismo ético, el escepticismo filosófico resultante de un clima vital fácil y de una ideología sin exigencias, hicieron nacer esa superficial fineza -si corre la contradicción- que se impuso así como arquetipo de una actitud novedosa y de una inteligencia aguda.

Un complejo de corrientes, en verdad ya muy mencionadas en estas páginas: el determinismo materialista, el escepticismo, el nihilismo ético, el amoralismo nietzscheano, el esteticismo, la concepción decimonónica de la libertad, suscitó hacia fin de siglo -con abundante ilustración en la literatura- cierta divinización del impulso erótico y genésico sin trabas, muy diverso, sin embargo, de la trascendente pasión romántica encarnada en las grandes figuras de 1820 y 1830. Lo que le peculiarizó entonces, en la doctrina del amor libre, fue un sesgo político-social de protesta contra la regla burguesa y de desafío a las convenciones de la generalidad. Tampoco se le concibió (nuestro Roberto de las Carreras vivió entrañablemente esta actitud) sin el refinamiento y la buscada perversidad decadentista, sin la sed de lo extraño y de lo mórbido, sin la sazón cultural de algo a espaldas y contramano de la naturaleza. No se le separaba de la urgencia de experiencias nuevas, vinculadas al valor que las últimas escuelas estéticas habían asignado a los sentidos, ni se le desgajaba de la rebelión necesaria y hasta estrepitosa contra la ética tradicional.

Arturo Schopenhauer fue el gran estimulante filosófico de un caudaloso pesimismo que no deja de ser ingrediente extraño en época por lo común tan eufórica y esperanzada. El pensador alemán era más conocido por su divulgadísimo cocido español de El Amor, las Mujeres y la Muerte que por sus obras fundamentales, aunque El Mundo como voluntad y representación se tradujo y difundió a través de la editorial La España Moderna.

El pesimismo era un resultado del vacío extremo del diletantismo y del escepticismo (además de ser una inclinación constante del alma humana) y un fruto natural en la historia moderna, de los conflictos y amenazas de la época. Hacia fin de siglo tuvo el poderoso refuerzo de esa especie de milenarismo acongojado que suscitó en algunos la clausura de una centuria y la iniciación de otra. Mientras unos se exaltaban ante la perspectiva de lo venidero, otros veían, como Rubén, que «un gran vuelo de cuervos mancha el azul celeste» y creían -tan proféticamente- que los sueños de la historia sólo eran capaces de parir monstruos imprevistos y terribles.

El esteticismo, el individualismo, lo biológico, la preocupación social pusieron por ese tiempo en entredicho, dentro de las minorías, lo más sustancial de los postulados democráticos.

Libros como el famoso de Henri Bérenger, L'Aristocratie intellectuelle, de 1895 (de gran influencia sobre Rodó y sobre C. A. Torres) sistematizaron un debate en el que se alegaba variablemente o la incompatibilidad del triple lema revolucionario Libertad-Igualdad-Fraternidad con la realidad cósmica de jerarquía, estructura, lucha e implacable selección, o la contradicción entre la efectividad del progreso científico, obra heroica de unos pocos, y toda presión, dirección, concurso multitudinario.

El esteticismo enrostró abundosamente al régimen de vida democrático su presunta fealdad y su inocultable vulgaridad: tuvo en su requisitoria asombroso aunque efímero éxito.

La preocupación reformadora anarco-socialista denunció en la democracia occidental la satisfacción puramente política de la igualdad, escamoteando paramentalmente una positiva estructura económica jerarquizada por el poder del dinero, dominador, en las instancias decisivas, del contralor de la opinión pública y la cultura.

El individualismo planteó, con más estridencia que eficacia, el presunto conflicto entre la democracia y la aparición y afirmación de las grandes figuras (en verdad, todo ello al margen de que el período finisecular las haya producido en abundancia y definiera, en puridad, el último medio histórico medianamente propicio a la libre realización personal).

A la difusión de estas ideas, de evidente curso continental, se juntó en Hispanoamérica la preocupación por la crisis racial. La raza -confusa noción que oscilaba desde lo histórico-cultural hasta lo biológico- era concebida, y aun sentida, como el modo más natural de integración supernacional de las comunidades con características afines. La idea racial había sido prestigiada por el romanticismo, el positivismo, la sociología evolucionista y la mayor parte de las corrientes de la época. Entre 1895 y 1900 aparecieron, casi simultáneamente, varios libros en los que se denunciaba o presagiaba la decadencia latina y el triunfo inminente de lo sajón o lo eslavo. El más difundido de ellos fue el de Edmond Desmolins: À quoi tient la supériorité des Anglo-Saxons, de 1897 y traducido en España dos años después. El tema tuvo, desde este lado del Atlántico, una modalidad especial. Fue la de la colusión, casi nunca evitada, entre la decadencia de lo español, vencido en Cuba en 1898, y la incapacidad de lo mestizo, pronosticada por el racismo arianista, ya entonces actuante. Las dos ideas se ayuntaron para esparcir una alarma que fue intensa y que se acendró con la presencia y la expansión triunfal de la potencia y el modelo estadounidense. El Ariel rodoniano se concibió en ese clima.

Sin ser nuevos, se robustecieron hacia fin de siglo los lazos de filiación con lo francés, muy visibles en la literatura pero que no lo fueron menos en el orden de las ideas y las doctrinas. Respecto a España, hubo una rápida liquidación del prestigio de los grandes nombres de la Restauración (o generación del 68), aunque Castelar, a través de las innumerables historias de sus años parvos, mantuvo una amplísima circulación en América. En la última década, el cuarto centenario del descubrimiento de América y la guerra de Cuba fueron ocasión de verbosas, aunque sinceras, exteriorizaciones de lealtad hispánica. En cambio, se inició triunfalmente la irradiación de las grandes figuras del 98: Unamuno, Baroja, Valle Inclán, Machado, Azorín, Maeztu. Se vio estimulada por la intensa labor periodística de algunos de ellos (Unamuno y Maeztu), o por la corroborante de algunos escritores menores. Francisco Grandmontagne y José María Salaverría fueron también muy leídos e influyentes.

Comenzó, paralelamente, la inquisición rigurosa de lo americano en obras de naturaleza panfletaria o de aparatoso argumento científico. (Sólo el Ariel resultó una excepción a estos rasgos por su brevedad, su seriedad y su carácter programático.)

La Universidad iberoamericana se halló en esos años relativamente ausente del proceso creador de la cultura. Asumieron los autodidactos el papel protagónico de la renovación intelectual; tuvieron en la peña del café -completada a veces con la mal provista biblioteca- el natural sucedáneo de la clase, del foro y del desaparecido salón.

En realidad, en países como los nuestros, faltos de una tradición de cultura cabal, con sus zonas forzosamente esotéricas o simplemente difíciles, la autodidaccia o la formación universitaria no presentan la misma diferencia que asumen en otras partes. Ambas se realizan a base de libros extranjeros, a los que tan poco agrega la exposición servil como la aprehensión tumultuosa y solitaria. Escasos matices hubieran podido anotarse entre la demorada deglución horaria de la cátedra, ilustrada por un solo texto (realidad general de nuestra enseñanza hasta hace muy pocos años) y la lectura ferviente y empeñosa de un Spencer, un Durkheim, un Cosentini, un Duruy, un Menéndez Pelayo o un Lanson. Siempre fue el libro, y sólo el libro, el ineludible vehículo trasmisor de esos contenidos, cuya diversidad hemos tratado de ordenar.





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