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América como milagro en la obra poética de Salvador Rueda

Marta Palenque






A mi musa


«Quijote de un troquel no imaginado,
sales al gran palenque de la vida
dispuesto a la viril arremetida
y con tu lanza de torneo armado.

El río de la vida desbordado
choca en tu escudo en brava sacudida,
y torna atrás después de la embestida
al hondo cauce de que fue lanzado.

Después de tus heroicos ardimientos,
Naturaleza vuelve a sus cimientos
al son de tu rodela golpeada:

cual si tu escudo incontrastable fuera
el calzador gigante que metiera
en su cauce la Vida desquiciada».


(Cantando por ambos mundos)                






Con motivo de la Exposición Iberoamericana de Sevilla apareció el 15 de junio de 1929 El milagro de América. Descubrimiento y civilización del poeta malagueño Salvador Rueda. Se trata de un poema extenso de carácter épico que, según datos de Julio Cejador y Frauca, estaba ya compuesto en 19181. La obra permaneció inédita, pues, once años, lo que puede relacionarse con la pérdida de popularidad de Rueda por aquellos tiempos. Así parece indicarlo no sólo su publicación tardía sino también el lugar en que lo hace: una colección de kiosco llamada Los Poetas2. Juan Antonio Tamayo nos lo cuenta:

«Salió entonces (El milagro) pobre y miserablemente vestido, aprovechando la providencial coincidencia de la Exposición Hispano-Americana de Sevilla»3.



Después de lo indicado, no nos extraña que el poema pasara totalmente desapercibido4 y la consecuencia es su escaso eco en las historias de la literatura. De hecho, a la obra de Salvador Rueda (como a la de tantos poetas decimonónicos) no se le dedican demasiadas páginas en las que conocemos. Aparece más el poeta en las monografías sobre el modernismo por su aspecto de «puente» hacia el nuevo movimiento y en casi ninguna de ellas, cuando se hace la relación de sus obras, se menciona El milagro de América. No es reseñada, igualmente, en el Manual de bibliografía española de José Simón Díaz, ni en la bibliografía de Salvador Rueda preparada por Josefina Romo Arregui en 19435. Tampoco ha vuelto a ser reeditada desde 1929.

El milagro de América es, sin embargo, un poema interesante por dos razones:

  1. Por servir de ejemplo para ilustrar lo que Rubén Darío llamó «la vuelta atrás» de la poética de Rueda; y,
  2. Por la idea del descubrimiento y la conquista que se expone en él.

Nos centraremos, primero, en el segundo punto señalado, pero no olvidaremos el primero que retomaremos más tarde. No es que tratemos de realizar dos trabajos diferentes, pues en la obra de Rueda patriotismo (en donde se incardina su visión de América) y estética se identifican o, diciéndolo de otra manera, su patriotismo tiene una estética determinada que él intentó conformar a lo largo de su carrera poética. De aquí que los dos puntos señalados sean coincidentes en sus versos, como tendremos ocasión de comprobar.




La idea de América en la obra poética de Rueda: El Milagro de América

Junto con las innovaciones métricas y retóricas lo más destacable en la poesía de Salvador Rueda es su tono patriótico y nacionalista que culmina en la alabanza y defensa de la Raza ibera. En su deseo de mantener la gloria de esta Raza se sitúa su interés por América.

No es único Rueda al preocuparse por el tema americano. Francisco Villaespesa, contemporáneo suyo, viajó a América (como también lo hará el poeta malagueño) donde estrenó diversas obras dramáticas: Hernán Cortés, Bolívar, El sol de Ayacucho, y participó en actos políticos diversos. Los poetas de generaciones anteriores dedicaron igualmente versos a este continente. En un trabajo que realizamos sobre Gabriel García Tassara ya habíamos subrayado la importancia que para este poeta-político, cercano al tradicionalismo de Donoso Cortés, tenían las colonias americanas como sustentadoras de la grandeza de España. El pasado glorioso, el mundo épico que conforma la fuerza del carácter español, se ve refrendado por el descubrimiento. El período de los Reyes Católicos aparece como la cuna de los valores que dan personalidad a lo español. En las etapas moderada y restauradora los grupos conservadores se van a atrincherar tras esta tradición que ellos ven cada vez más amenazada con los cambios políticos que se suceden en Europa y América6. En años que ya son de inquietud en el continente americano, Campoamor escribirá su poema Colón y Núñez de Arce hablará de la «madre España». En este esquema y esta preocupación encaja Salvador Rueda, «el poeta de la Raza», como fue llamado en su tiempo. El milagro de América responde, así, al deseo del poeta de mantener una valoración concreta de España gracias a su prolongación en tierras americanas; aun aceptando, como es su caso, su independencia política. La finalidad del poema -como declara el mismo Rueda en su introducción- es defender y revalorizar el descubrimiento y la conquista, limpiando ambos acontecimientos de toda sombra y luchando contra la «leyenda negra» que pretendía enturbiar el pasado glorioso español. De este modo, y según la opinión del poeta, la Exposición sevillana es el marco idóneo para su composición:

«Parece cortado a medida para el poema el singular acontecimiento de Sevilla, porque eso es la obra, el descubrimiento, conquista y siembra cultural en América, y la cosecha de naciones sembradas por España que ahora vienen, plenas de progreso y vida, como resultado ante el mundo»7.


La «siembra cultural» o la «civilización» son motivos fundamentales en el desarrollo ejemplar del poema que no en balde lleva el subtítulo: «Poema escrito para que sirva de lectura en las escuelas de idioma español». Así resume Rueda su base argumental y su finalidad:

«(En él se cantan) las milagrosas hazañas del descubrimiento de América, para que esa cruz formada por nuestros nombres, nos recuerde la de Cristo, y a su sombra estemos unidos en esa cristiana y espiritual comunión»8.


El milagro de América no es, pues, un canto a la libertad y grandeza del continente americano, sino un monumento a quienes lo crearon, descubriéndolo y amasándolo a través de la cultura y la religión. Incrustado en este monumento, a manera justamente de piedras preciosas, aparece el paisaje americano: el color y el ritmo, la belleza de lo descubierto. En definitiva, la glorificación de la «Raza ibera» que culmina en la idea de la unidad hispana, su hazaña más sobresaliente.

*  *  *

El poema está compuesto por quince cantos, que podemos dividir en dos partes. Sí el título completo es El milagro de América. Descubrimiento y civilización, la primera de ellas corresponde al «descubrimiento»: cinco cantos muy extensos que constituyen el grueso del volumen al tiempo que son la base fundamental del mismo. Sus títulos:

  • Canto I: «Los apóstoles del descubrimiento».
  • Canto II: «Los apóstoles de la espada».
  • Canto III: «Hernán Cortés».
  • Canto IV: «Los apóstoles del amor».
  • Canto V: «Los apóstoles del Evangelio».

La segunda parte está dedicada a las «Voces de la civilización»; son poemas más cortos, algunos de ellos ya publicados en libros anteriores y que, en algunos casos que señalaremos más tarde, se salen del conjunto. Sus títulos: «La flauta» (VI), «El telar» (VII), «La escuela de niños» (VIII), «La ebanistería» (IX), «Labrando los cueros» (X), «La huerta» (XI), «El ingenio del azúcar» (XII), «La Habana» (XIII), «Las piedras de Méjico» (XIV), «Multitud de voces. Concertante» (XV); todos ellos bajo el epígrafe común: «Los apóstoles de la cultura».

Los cinco primeros cantos, decíamos, constituyen la base fundamental de la obra. En ellos destaca el carácter apostólico del descubrimiento, tal y como se indica en sus títulos. Rueda pasa revista a la gloriosa y pasada historia de España: conquistadores, reyes, monjes, enseñantes, van a ser los mentores de tanta grandeza. Adjetivos, símiles, metáforas y personificaciones encierran la valoración del hecho y constituyen la mayor riqueza del poema que comienza justamente subrayando el concepto del descubrimiento y la conquista como apostolado y acto de redención en donde Colón es el «profeta», el «nuevo Jesucristo» y los hombres que le acompañan «los nuevos apóstoles fervientes»:


«Cuando Colón profético dejóse engrandecido
el Mundo con su gente y el genio de su espada,
sobre el convulso lomo del mar recién herido
van los exploradores en épica bandada.
Ellos fueron los nuevos apóstoles fervientes
de un nuevo Jesucristo que a redimir venía
con luz de las espadas y chispas de las frentes
un mundo de tinieblas que a Dios no presentía.
Ellos fueron los Pedros, los Pablos, los Bautistas,
que en tropicales ríos, como en Jordán sagrado,
dejaron -Redentores al par que Evangelistas-
con conchas de sus mares al Indio bautizado.
Iba la Cruz delante de todas las empresas
como si fuera el Guía de fuerzas milagrosas
que abría de los bosques las sábanas espesas
y abría de las almas las simas tenebrosas».


(Págs., 15-16)                


A partir de esta introducción-base, se sucede la narración de los varios y parciales descubrimientos: los nombres de los descubridores aparecen acompañados de legión de adjetivos y símiles («como un dios arrogante», «intrépidos»...); en definitiva, hombres que realizaron una «misión sagrada», que hollaron tierras vírgenes, un «haz de apóstoles» que subrayaron el valor de la Raza que representaban:


«Son ellos, los iberos, los que con fuertes manos
del porvenir ignoto rasgando el fondo denso,
¡¡abrieron, cual un Libro, dos grandes Océanos,
donde oficiar la Tierra, como el Misal inmenso!!».


(Pág. 20)                


Tras el descubrimiento, la conquista. El canto II, «los apóstoles de la espada», nos cuenta de esos valientes hombres que llevaron con la espada la Cruz a las nuevas tierras. A Francisco Pizarro se le dedica gran parte de este canto. Se narran sus aventuras y proezas, en las que no faltan momentos de crueldad por parte de los conquistadores.

La llegada de éstos se adecuaba a la profecía, cuyo cumplimiento llevaban siglos esperando los habitantes del nuevo mundo. Decía ésta que llegarían unos hombres a través del mar y se adueñarían de todo; pero tomemos los versos de Rueda:


«un Dios vendría entre ellos
para proteger sus hijos
sus vidas y sus derechos,
y darles otra enseñanza,
más divinos sentimientos,
otras creencias más puras,
otros instintos más tiernos».


(Pág. 32)                


Y la profecía pareció convertirse en realidad con la llegada de los conquistadores, con las manos llenas de regalos y el corazón de amor hacia los indios, según cuenta Rueda:


«Así en todo el Continente
muchas batallas se dieron,
no con las ricas espadas
guarnecidas en Toledo,
ni con cañones rotundos,
ni con caballos soberbios,
ni con la mosquetería
que acribillaba los pechos,
sino al son de las salvajes
danzas y los instrumentos
de los indios adornados
con los vivos sortilegios
de collares ambarinos,
de telas de áureos reflejos,
y de cuentas en que hervían
cien mil colores a un tiempo».


(Pág. 36)                


Otro enorme tesoro llevaron:


«el Idioma incomparable,
el Idioma que llevaron
en las puntas de las lanzas
Colón, Cortés y Pizarro,
y que aún canta melodioso
en libros, plumas y labios».


(Pág. 38)                


Cantar las hazañas de todos estos valientes es imposible, por ello el poeta elige al héroe entre los héroes, las aventuras más bravas: las encarnadas por Hernán Cortés, a quien se le dedica enteramente el canto III. El enaltecimiento de los conquistadores se concentra en él y sus luchas en Méjico. Mucha sangre, muerte y torturas se sucedieron, pero Cortés actúa como enviado y su misión es sagrada, llevar la palabra de Cristo:


«(Fue enviado) para exterminar de monstruos
el Imperio de las almas,
y traer la dicha al mundo
de Jesús por la Palabra».


(Pág. 45)                


Tras la «Noche-triste» («aquélla noche enlutada») Cortés lloró y cuando torturó a Cuauhtémoc castigó su ambición; no hubo crueldad en sus actos, se señala repetidas veces.

El canto IV es la justificación de todo lo que pueda resultar negativo o doloroso en el acto de la conquista. Empieza Rueda:


«¡Cuánto crimen atroz, cuántos horrores
a América llevaron las espadas;
al brindar a sus tribus resplandores,
las dejaron también acuchilladas!
Penetraron las luces en las mentes
a golpes de dolor, no por el ruego;
y grabaron las letras en sus frentes
con botonazos de vibrante fuego.
No hay ciencia sin esfuerzo dolorido
ni cicatriz sin lacerante herida,
como no hay un feliz recién nacido
que no llore al entrar en esta vida».


(Págs. 73-74)                


Y el juego metafórico continúa siguiendo el paralelo de la unión mística. El «genio ibero» y América se fundieron en «Bodas Inmortales»:


«Y fascinada América inocente
por el magno suceso misterioso,
se entregó como virgen inocente
en los brazos fecundos del esposo.
Y bajo de las noches tropicales
atestadas de estrellas y luceros,
quedaron sus entrañas imperiales
llenas de Veinte Estados venideros.
[...]
veinte naciones como veinte estrellas,
que giran en la Historia rutilantes
en torno a España, como el eje de ellas».


(Pág. 75)                


Este es el concepto de españolismo que Rueda perseguía: España «como el eje» de los veinte estados que de su «matrimonio» nacieron, España, por arte del juego metafórico, convertida en «Padre» que fecunda, a través de los conquistadores, la tierra americana. Unión en la que muerte y vida son necesarias para construir una nueva civilización. Antes de llegar al punto más alto del poema: la glorificación de la Raza, pasamos por versos paradójicos, como si -siguiendo el paralelo con la mística- lo que el poeta quiere expresar fuese inefable:


«Era América toda un cementerio,
en que tumbas y tumbas se cavaron;
era América toda un bautisierio
en que frentes sin fin se bautizaron.
Y de esta inmensa cópula que espanta,
mezcla de osario y tálamo de amores,
América sublime se levanta
como un montón de ardientes resplandores».


(Pág. 76)                


Al final del canto, punto esencial en esta primera parte, la síntesis: América, el fruto, es «ardorosa», «artista», «religiosa», como muestra de aquellos que la construyeron. Así termina:


«¡¡Colón, Cortés, Pizarro, la forjaron
con el cincel de su rotunda maza,
y con crímenes mil redondearon
la Cabeza grandiosa de la Raza!!».


(Pág. 77)                


El canto V es más breve y constituye un añadido a lo consumado: realiza ya la unión, se enviarán desde España a los que van a profundizar en ella; son «los apóstoles del Evangelio». Como sí se tratase de Cruzados (imagen que utiliza el poeta), los Santos Padres llevan toda la sabiduría de la Iglesia Cristiana, porque España desea también conquistar las almas de los hombres de las nuevas tierras:


«Las Naciones que conquistan,
sólo conquistan los cuerpos,
no los hombres y las almas,
como hace España con ellos,
para abrirles las retinas
de los espíritus ciegos,
y arrojar en sus negruras
claridades de los cielos».


(Pág. 82)                


Y se subraya, una y otra vez: «No hicieron raza de esclavos, / raza de libres hicieron» (pág. 83) y se repiten imágenes ya utilizadas para matizar que Portugal fue la que inició el comercio de esclavos y usó un «látigo duro» con los indios; mientras España se preocupaba por hacerles libres:


«Por no hacer indios esclavos
mandó España el cargamento
de su Santa Religión
con sus Ministros severos,
y crea el amor a Cristo,
y eleva místicos templos,
y les manda la Oratoria
trocada en lenguas de fuego,
que siembren al Dios divino
en el Cenáculo nuevo
de toda Colombia virgen
ya Esposa del Mundo Ibero»


(Pág. 84)                


Los hombres que llevaron a América el Evangelio tuvieron que empuñar también la espada, era necesario. Y así, tras indicar: «Pero ved de qué valían / alguna vez sus aceros» (pág. 88), finaliza Rueda con una historia dolorosa: la muerte del Obispo de Cuzco cuando estaba oficiando misa a mano de unos indios. Estos son los versos finales:


«Atronó un rumor grandioso
las altas naves del templo,
y mancharon la Hostia blanca
los coágulos sangrientos».


(Pág. 89)                


Puede entenderse este fragmento como el mal pago que, de manos de los infieles, recibieron los «apóstoles» conquistadores y evangelistas.

Si la «leyenda negra» intentaba desprestigiar a España acentuando todos los aspectos negativos de la conquista, está claro que Rueda pretende crear una «leyenda blanca» con su poema épico.

*  *  *

La segunda parte del libro está constituida, como apuntábamos, por cantos más cortos. Bajo el epígrafe «Voces de la civilización» encajan perfectamente las primeras composiciones que tienen como motivo el aprendizaje de los indios: la flauta (VI), el telar (VII), la escuela de niños (VIII), la ebanistería (IX), labrando los cueros (X), la huerta (XI), el ingenio de azúcar (XII). Estos siete cantos pueden resumirse en dos versos:


«¡¡quien no tiene Cultura, no tiene
un sitio en la Tierra!!».


(Pág. 106)                


De aquí el valor de la enseñanza de los españoles.

Los cantos XIII y XIV se salen fuera del conjunto: dedicados a La Habana y Méjico. Este último enlaza con la idea del Gran Todo conformado por el conjunto de los pueblos hispanos:


«Tímpanos de piedras, tímpanos de espadas,
son las mismas voces de edades sagradas;
todas de un Gran Órgano son trompeterías
de piedras o aceros que dan armonías;
son los veinte estados cuyas espadañas
llenan de un idioma todas las Españas,
como un lazo inmenso de múltiples sones
que juntan las almas de Veinte Naciones.
Y esos Veinte Estados que un círculo encierra,
si el amor los une con lazo fecundo,
¡formarán la Patria mayor de la Tierra
con el campanario más alto del Mundo!».


(Págs. 134-35)                


Vuelve así el conjunto del poema al tema esencial: la unidad hispana, que desemboca en el último canto (XV), «Multitud de voces. Concertante», especie de recapitulación final en la que se insiste en la idea de la conquista como Cruzada religiosa y cultural a un tiempo:


«Todo a la vez lo hicieron los Cruzados
de esta Epopeya de la Gloria Hispana;
fueron artistas y a la vez soldados,
héroes y obreros de la historia Humana».


(Pág. 136)                


En este canto final se recalcan como conclusión dos notas fundamentales; la justificación de la violencia:


«Estrujado tu suelo, sangre brota
que corre por tu tierra dolorida,
y trágica se filtra gota a gota
del Osario en que fuiste construida.
[...]
¡Cuántos crímenes cuesta la Cultura!,
¡cuántos dardos las frentes consagradas!,
¡cada progreso hacia la luz futura
es a un golpe brutal de las espadas!».


(Pág. 140)                


Y el deseo de remarcar la función unidora de España en América, a la que dio el ser:


«Y España ha sido tras el pacto intenso
que a América dejó Veinte Legados,
¡el pasador de un abanico inmenso
cuyas veinte varillas son Estados!».


(Pág. 141)                


Los dos últimos versos resumen el ideario de Rueda y su poema. La armonía que se desprende de ellos nos lleva directamente hacia el propósito del poeta al escribirlo y que ya antes apuntábamos: ir en contra de una «leyenda negra» que niega a España una gloria que ni él ni los hombres de su generación e ideología conservadora van a permitir; menos aún en años decisivos: los de la independencia de las colonias americanas que intenta ser «suavizada» con estos propósitos de españolismo y hermandad. No pueden ser más explícitos los últimos versos del canto XV:


«¡Jerusalén llorosa y afligida,
Jerusalén que a Dios crucificaste:
también tienes, América deicida,
tu Cristo en el Colón que difamaste!
[...]
Así del nuevo Redentor ungido
los dos mundos pagaron la grandeza,
clavándole en la Cruz encarnecido,
y dándole a saber hielo y tristeza.
Atravesóle el mundo americano
una mano a la Cruz con torva saña,
y clavóle al madero la otra mano,
el viejo Mundo, la materna España.
Pero aunque el nuevo Cristo agonizante
expiró en dos Calvarios gemebundos,
¡¡¡tendido en el Océano gigante
aún junta con sus brazos a dos Mundos!!!».


(Pág. 141)                


Colón y Jesucristo asimilados: así empieza y acaba el poema; al principio profetas y emprendedores, al final crucificados y muertos. En la identificación de la conquista con la labor cristiana, la mejor forma de expresar la injusticia cometida para con los hombres que la realizaron es igualarla a la muerte en el Calvario. Pero el resultado, como la misma palabra de Jesucristo, se mantiene por encima de críticas y crucifixiones: la unión de los dos mundos tiene como base el mismo dolor, que tiende a anudar con fuerza y toma el símbolo de la Cruz.

*  *  *

El interés de Rueda por América no se refleja sólo en la obra que comentamos, ni se reduce a ser un tema en su obra literaria. En su época el poeta fue llamado, además de «el poeta de la Raza», «misionero de la hispanidad». Con la finalidad concreta de tender lazos de hermandad realizó cinco viajes a América y Filipinas a partir de 1910, fecha de su primer viaje. Pero atendamos a las palabras del propio Rueda para conocer sus intenciones en esta empresa:

«El amor a España y el deseo de toda mi juventud de honrar a mi Patria, poniéndola en comunicación con las tierras del Nuevo Continente, determinaron mi visita a las Repúblicas americanas. Yo quise llevar allí el alma de una raza noble y a la par aromas y cariños de la madre a las hijas lejanas...»9.


Antes que el poeta habían llegado a América sus versos: su patriotismo y su frescura son elementos apreciados por los españoles y americanos del otro lado del Atlántico. En una temprana fecha, septiembre de 1893, escribía la poetisa puertorriqueña Lola Tió al también poeta Guillermo Belmonte-Müller:

«Yo no me atrevo a pedirle a Rueda sus versos dedicados a mí, pero sueño con esa dicha. Yo tengo pasión por sus versos. ¡Tienen tanto color!, ¡tanta luz!, ¡tanto perfume!... Además me gusta su poesía porque es verdaderamente nacional. Sus versos huelen a tomillo y mejorana como los de Góngora y Valbuena»10.


La admiración de Lola Tió está por encima de sus propios ideales políticos, en la práctica enfrentados con los del poeta malagueño. Dice la poetisa refiriéndose a sus propios poemas:

«Ni usted ni Rueda me tengan mala voluntad cuando encuentren "algo" que les "huela" a "insurrecto". Vd. sabe mejor que nadie que no hay un salo poeta de «verdad» que no ame "como ideal" la libertad y el amor por más que ambos sentimientos humanales que son, defrauden a veces la soñada ilusión del poeta».


Y el ejemplo es su propia actitud: su amistad «por encima de todas las estrecheces» con poetas españoles y concluye:

«Yo amo principios [...] defiendo ideales [...] pero no odio hombres. La prueba de ello es que amo a España y a su hermosa literatura que no tiene que envidiar a ninguna»11.


Justifica nuestra larga paráfrasis el interés que tiene la opinión del americano, intelectual, que va a recibir a Rueda en su primer viaje.

Por los datos que tenemos, Rueda fue al parecer acogido en Cuba y en los restantes países que visitó en olor de multitud; aunque, suponemos, este entusiasmo estaría limitado a sectores ideológicos muy concretos. En ellos recibirá nuevos títulos como «Nuevo conquistador de América», «Caballero andante de la poesía», «Heraldo de la Raza...»12. Las fiestas y homenajes que se le dedicaron culminan con su coronación en el Gran Teatro Nacional de La Habana el 4 de agosto de 1910. Don Alfredo Zayas, vicepresidente de la República de Cuba, pronunció un discurso13 en donde incluía a Rueda en la «trinca inmortal» formada por Núñez de Arce, Campoamor y él mismo. He aquí a Rueda enlazado con los poetas de mayor éxito e importancia del realismo. Del cotejo que realiza el orador entre ellos, Rueda resulta ser el más completo y coherente:

«Un crítico dijo de Núñez de Arce que era un poeta robusto por fuera y Campoamor robusto por dentro... Rueda (es) un poeta robusto por dentro y por fuera; es decir, que el ropaje poético de seda fulgente, sembrada de perlas y piedras preciosas, no encubr(e) un cadáver; sino ideas potentes y exquisitas»14.


Aparece, pues, Rueda como síntesis de las mejores y más interesantes poéticas del siglo XIX; síntesis y culmen de gran parte del proceso vivido tras el romanticismo. Es una apreciación sin duda exagerada, pero no enteramente desechable por el encasillamiento que ofrece de la obra del malagueño.

A partir de este primer viaje Salvador Rueda realizó otros que le llevaron a Cuba, Argentina, Brasil, Filipinas, Méjico y Estados Unidos. Más tarde expresó su deseo de viajar a Uruguay, Paraguay, Chile y Perú en 1918, pero problemas de salud y la tardanza de la autorización del Ministerio harán que Rueda no realice nunca este proyecto.

*  *  *

En los libros que escribió durante los años en que realizaba los anteriores viajes, América está también presente. Así en El país del sol (1900) encontramos versos interesantes de tema americano. Son dos los poemas más significativos: «La bandera española» (págs. 12-14) y «A Cuba» (v 16-18). Así comienza el primero de ellos:


«Audaz y conquistadora,
aventurera y romántica,
amiga de cascos, plumas,
cotas, espuelas y espadas,
roja como el heroísmo,
como el rayo del sol gualda,
inmortal por su grandeza,
épica por sus batallas,
tela en que todos los vientos
cantaron glorias de España,
siempre apuntó a la victoria
al ser de aire rizada,
y fue a clavarse en las cimas
donde se posan las águilas».


(Pág. 12)                


El poema «A Cuba» marca la huella en su poesía del desastre del 98. El poeta se relacionó con algunos de los incluidos dentro de la generación literaria del 9815 y su patriotismo se resintió con la pérdida de las colonias, pero, aún más, por la desprotección en que éstas quedaban y el peligro que ello suponía para la unión hispana, En la citada composición se duele de ello y ataca a los Estados Unidos con dureza y de forma muy directa:


«Ahora chupa el yanqui vil
el jugo de tus entrañas,
roba el precio de tus cañas,
de tu tabaco y tu añil;
quita a tu palmar gentil
el fruto que adorno fue;
bebe tu rico café,
y ansioso carga en la nao
las pipas de tu cacao
y las hojas de tu té.
Tú, Cuba, dejas saciar
su eterna sed de vampiro,
sin exhalar un suspiro.
sin maldecir ni llorar.
Al sentirte ya expirar,
buscarás noble sostén;
y cuando inclines la sien
hacia la tierra española,
la verás desierta y sola
como otra Jerusalén».


(Pág. 18)                


Cantando por ambos mundos, publicado a la vuelta del segundo viaje a América del poeta, en 1914, viene a ser una especie de recopilación y síntesis de sus pensamientos hacía este continente. En él encontramos poemas de su primer y segundo viajes: Cuba y Argentina, junto con prosas diversas en donde continúa exponiéndonos su concepto de la Raza, de la hermandad hispana. Su actitud es la del padre que no desea perder a sus hijos crecidos; con respeto hacia la joven América pero con orgullo de la patria que consiguió construirles: España. Decía en «¡Adiós!»:


«Españoles que amáis la Argentina
y en Buenos Aires plantasteis la tienda
y vivís a la sombra que tiende
su hospitalaria y sublime bandera:
no os traigo riquezas; fue pobre mi cuna;
no os traigo el poder; es humilde mi diestra;
no os traigo la gloria; es oscura mi frente;
ni sabiduría; es indocta mi lengua;
os traigo el portento del cielo de España,
os traigo la Patria hecha estrellas,
¡para que os cubráis cual con templo infinito,
las altas cabezas!».


(Pág. 360)                


La sangre de América es sangre española y el brindis que propone el poeta en uno de los poemas apuntados («Brindis...») es una comunión, una misa santa. El vino español es la sangre de la tierra patria:


«No hay vino más heroico; cíen razas pesa;
bebe, América noble, tu sangre es esa;
partamos de este vino la misa santa».


(Pág. 360)                


En este libro se reproduce también el himno que Rueda escribiera a instancias del Congreso Nacional de Mujeres argentinas, quienes le rogaron que compusiera un nuevo himno nacional para su país pues «la letra del antiguo -según cuenta Rueda literalmente- contenía algunas alusiones a España no muy agradables». El poema-himno fue recitado en una gran fiesta celebrada en el Teatro Colón de Buenos Aires el 11 de mayo de 1913 y recibió una aclamación general16. En él alude Rueda el himno tradicional de la independencia, no para denostarlo o corregirlo, todo lo contrario, el pueblo argentino al luchar por su independencia siguió la línea marcada por la Madre Patria comportándose como digno miembro de la estirpe hispana:


«Ha sentido mi cerebro
que del fondo de la historia me llegaban,
cual por un viejo fonógrafo encantado,
los rugidos imperiales de la patria,
los aullidos del león, que no contento
con tener un Continente ante su planta,
trazó un brinco sobre el lomo del Atlántico
sacudiendo su melena de metrallas,
y abordó otro continente misterioso
que sacó virgen y grande de la cuna de las aguas.
Del león que así rugía,
tú aprendiste los apostrofes que lanzas;
eres hijo de un león, Himno guerrero,
y por eso cuando increpan tus palabras
me parece que estremécese la Tierra
como en siglos ya remotos de grandezas legendarias.
De una estirpe de valientes
llevas fuego belicoso en tus entrañas,
[...]»17.


(Pág. 361)                


Bajo este poema, en nota a pie de página, se indica: «El Presidente de la República, llamó a su palco a Salvador Rueda para felicitarle y abrazarle en nombre de aquella Nación»18.

*  *  *

Rueda habla en sus obras repetidas veces de españolismo, término que prefiere a otros usados por sus contemporáneos como americanismo o hispanoamericanismo por reflejar de modo más expresivo su concepto de la hermandad hispana; una unidad que parte desde España hacia América y que tiene el carácter envolvente que exponían muchos versos de El milagro de América.

El escritor mexicano Luis Andrade reseñaba en un ensayo titulado México en España la intención de Rueda en esta misma línea, llamándole «Quijote contemporáneo del ideal»19. En la introducción de este libro y bajo el título «Por el resurgimiento de la raza», recoge Andrade algunas impresiones de una entrevista que mantuvo con Rueda. Apuntemos algún párrafo:

«Y aquel virtuoso representativo de la Raza Española, que durante su estancia en México se consagró a sembrar y cultivar la milagrosa semilla del sentimiento fraterno que debe atarnos para siempre como el titánico lazo de luz y de fe, de raza y de hidalguía, de nobleza y corazón, me habló también de sus intensas impresiones ante los ídolos y las piedras y los bajo relieves de aquellas razas extintas, de inaudita bravura y de bien templado corazón, que morían satisfechas y orgullosas al ir al sacrificio y entregar sus vidas en aras de un supremo ideal: la conservación de razas, de honor, de tradiciones, de ritos y leyendas, de deidades»20.


Y recalca el propósito final de Rueda (que ya hemos señalado): la unión y fraternidad iberoamericana, «que sólo necesita para transformarse de idealismo en realidad, el crisol de la energía, de la perseverancia y de la doctrina bien encauzada»21. El sentir del poeta no es anacrónico -señala Andrade- sino compartido por los nuevos americanos y cita entre ellos a Venustiano Carranza, el presidente constitucional de la República mejicana durante el viaje de Rueda a ese país.

Pese a que encontremos citas y alusiones a los grandes recibimientos, agasajos y aplausos dedicados a Rueda en tierras americanas, debemos suponer e insistir en que su labor no debió ser del agrado de todos los sectores ideológicos de los países que visita. El «gran ideal» del poeta malagueño contenía elementos de alabanza a España como Madre Patria que no encajarían en los criterios de los grupos más nacionalistas. Su concepto de españolismo responde a los patrones imperialistas más rancios. Como en los tiempos del gran Imperio Español, el idioma, la religión y la lucha que culmina en la conquista son puntos fundamentales en la misión de hispanidad del poeta como ejemplifican sus poemas y, sobre todos, El milagro de América. El texto en prosa de Rueda más significativo a este respecto es el que figura al frente de su libro Claves y símbolos. Empieza así:

«La acción de España en este mundo que nos lleva por lo infinito fue hacerlo redondo con los cintarazos de sus espadas, con las luces de sus ciencias, con los resplandores de su arte y la intuición de su genio. Descubrió la mitad del mundo y la mitad del cielo..., descubrió el techo de todos los hombres»22.


La consagración de la Raza ibera radica justamente -y como ya indicábamos- en el descubrimiento de América: «ese genio, ese impulso, jamás los tuvo ninguna otra casta de hombres»; y por ello el orgullo máximo para un hombre es haber nacido español:

«España no tuvo ni tiene medidas, ni principio ni fui, ni alfa ni omega. Y por eso yo tengo la inmarcesible gloria, la gloria más grande de la tierra: la de ser español»23.


La expresión final de su amor a España y su Raza será, por todo ello, El milagro de América: la defensa de un símbolo necesario para muchos hombres en los años en que Rueda escribe.




La estética del españolismo

José María de Cossío aludía a El milagro de América como poema «incompleto»24. La unión de la primera parte, compuesta por cantos coherentemente estructurados, con una serie de composiciones más breves, algunas ya publicadas, podría habérselo sugerido. Pero, pese a la que encontramos forzada inclusión de alguno de los cantos, la estructura del poema al completo resulta coherente. Los paralelos metafóricos utilizados por el poeta -siempre en torno a la religión, base de la hermandad- parecen igualmente logrados dentro de los propósitos españolistas de Rueda.

No queremos decir con esto que El milagro de América sea una pieza fundamental en la obra poética del malagueño, ni defenderíamos su altura. El poema es muy desigual y excesivamente retórico; salvo algunos momentos que reseñaremos y la utilización de algunas estrofas, encontramos al premodernista y revolucionario -según criterio del mismo Rueda- escasas veces.

El éxito de Salvador Rueda entre sus contemporáneos es muy señalado. Curros Enríquez destacaba su labor revolucionaria y restauradora en la métrica española, poniéndole a la par de Núñez de Arce y Bécquer. Andrés González Blanco le llamaba el «Mesías de la poesía española» y «el salvador cíe nuestra lírica»25. Incluso sus más acervos críticos admiten su adelanto en el terreno métrico y retórico. Hoy, sin embargo, no nos detenemos en Rueda más que en su relación con Rubén, utilizándole como precedente de la nueva estética.

Rueda subrayó siempre la importancia decisiva y total de la que llamaba su revolución. Así lo expone una y otra vez en sus escritos teóricos; en «Color y música», apéndice de su libro de poemas En tropel (1893)26, en El ritmo (1894)27, su larga «Carta dirigida al profesor Narciso Alonso Cortés», firmada el 12 de marzo de 192528 y los prólogos e introducciones a sus libros de versos. En mío de ellos, el que precede a Cantando por ambos mundos, escribe:

«[...] en la época en que me tocó la misión dictada por la Naturaleza, de emprender la revolución de la poesía castellana, produjeron inaudita sorpresa e insólito asombro en el público, el cual, atemorizado de mi audacia [...] pedía mi cabeza a grandes gritos, creyéndome loco de atar y digno de la camisa de fuerza»29.


Su novedad consistía en huir de la retórica quintanesca, vacía y hueca, de los temas grandiosos y de las estrofas obligadas; en definitiva, alejarse de una poesía que «ofrece la idea y el sentimiento de modo preciso». Su propósito es mostrar el sentimiento y la idea «diluidos en la estrofa por medio del ritmo y el color»30. En el marco de la poesía de su época opone los poetas «de mundo propio», «hijos de la Naturaleza», a los «hijos de la retórica». Él pretende seguir la línea marcada por los primeros, a la que pertenecen Zorrilla, Campoamor, Núñez de Arce, Bécquer, y crear una poesía natural en la que color y música, como elementos naturales, forman parte esencial. Todo en la naturaleza, dice Rueda, canta un himno: el color y la música están en todas las cosas, son el alma de ellas, y el poeta debe saber sentir (ver y oír) la belleza natural de lo que le rodea y convertirla en poesía, la pura esencia. Medidas estróficas y formas adjetivas habrán de conformar el alma de los objetos.

En El ritmo concluye así su teoría poética: «El ritmo es seguramente idea»; y si todo lo que nos rodea tiene música, saber escucharla y transformarla es la base de teda poesía natural y, por ello, apreciable,

En Rueda, como antes en Campoamor, la teoría poética resultará más novedosa que la práctica. Manifiesta insatisfacción con respecto a la poesía de su época pero no hay un deseo de ruptura con las líneas poéticas que le precedieron: su contacto con el mundo de la idea de Campoamor31, sus inicios becquerianos y románticos32, su deuda con Zorrilla, poeta al que admiraba especialmente, así lo indica. No negamos sus innovaciones métricas y retóricas, ni su posición particular en el marco de su época.

Algunos críticos han reseñado su mayor cercanía de Zorrilla que de Rubén33. Su atracción hacia el himno y los temas patrióticos le harán repetir el camino de la poesía narrativa y oratoria, al tiempo que, sobre todo en sus poemas más breves y descriptivos, nos ofrece interesantes muestras de eso que se ha llamado el «colorismo» de su poesía. El carácter de «puente» otorgado a Rueda nos parece justo. Un buen ejemplo de ello lo constituye El milagro de América.

Volviendo a nuestro poema, advertimos cómo en él se observan estos dos aspectos de la poesía del malagueño. El tono retórico parece casi obligado por el carácter del mismo: una obra épica de tono esencialmente narrativo. Son, precisamente, los fragmentos narrativos los más endebles; así ocurre con el canto dedicado a Hernán Cortés. Es también en estos momentos del poema cuando las calificaciones y juegos retóricos resultan más forzados.

Las descripciones constituyen lo mejor de la composición. En ellas ese colorismo tan repetido hasta convertirse en tópico cuando hablamos de la poesía de Rueda, es evidente. Así, la descripción de la tierra cubana en el primer canto:


«Los cafetales ardientes
borrachos de sol y savia,
bañábanse en luz y sombra
bajo otras copas más anchas,
y los pinares erguían
sobre sus pitas dentadas,
las rubias borlas de oro
de sus pinas como el ámbar».


(Pág. 22)                


Apenas una página más tarde la riqueza de Perú aparece con tintes modernistas:


«Le trajo el puro zafiro
con el fulgor de su magia
allá en el fondo encantado
del Joyero donde estaba;
le encandiló el sortilegio
de la secreta esmeralda
que en su engarce le tendía
su verdosa risa clara:
le sedujo la dulzura
de la amatista cuajada,
que esplendía, que esplendía
en su luz narcotizada;
dio codicia a su deseo
del rubí la fértil ascua,
candela maravillosa
que viva rechispeaba;
[...]».


(Pág. 24)                


O, en parecidos términos, el tesoro de Moctezuma:


«Tenía ricos joyeros
de piedras tornasoladas
y cofres aljofarados
de finísima fragancia,
Tenía pava su Corte
un séquito que eclipsara
el de un Faraón egipcio
y el de un Príncipe del Asia.
Tenía cien servidores
para calzar sus sandalias,
para servirle en los vasos
de oro y diamantes el agua,
para poner su corona
sobre su frente sagrada,
para ajustar sus anillos
entre sus dedos de nácar,
[...]».


(Pág. 40)                


Algunos de los cantos que señalábamos dentro de la segunda parte del poema contienen también fragmentos destacables: en los dedicados a la flauta, la huerta..., podemos encontrarlos, fuera de aquellos momentos en que cae el poeta en la extremosa consideración de lo donado por España a los indios.

*  *  *

Recordemos ahora las palabras que Rubén Darío escribiera sobre Rueda en 1899:

«Salvador Rueda, que inició su vida artística tan bellamente, padece hoy inexplicable decaimiento. No es que no trabaje [...] pero los ardores de libertad estética que antes proclamaba un libro tan interesante como "El ritmo", parecen ahora apagados [...] Los últimos poemas de Rueda no han correspondido a las esperanzas de los que veían en él un elemento de renovación en la seca poesía castellana contemporánea. Volvió a la manera que antes abominara...»34.


Habían pasado los años del «Pórtico» de En tropel. Rueda, que se sintió guía y compañero de una nueva generación de poetas, se apartó de ellos en la recepción de nuevas influencias, sobre todo las francesas. Se quedó a un lado y se convirtió en un galómano contumaz.

Encaró la crítica al modernismo como copia de lo francés y, por tanto, mera artificio si dad. En un prólogo a un libro de poemas aludía a aquellos poetas que se disfrazaban con «levitas marca Verlaine y marca D'Annunzio» que, decía, «han hecho un variadísimo viaje de prostitución ajustándose a cuerpos de ambos mundos»35. Rueda se sustrajo a estas influencias y nunca transigió con los ritmos modernistas por considerarlos antiespañoles. Fue su ideología, conservadora y tradicional, su concepto de patriotismo que iba unido a una estética muy concreta, lo que inmovilizó su poesía, mientras Rubén y otros poetas avanzaron.

Al iniciar este trabajo aludíamos a cómo en la poesía de Rueda estética y patriotismo eran una misma cosa, Nuestro autor no sólo se consideraba revolucionario en poesía o, mejor dicho, su revolución poética tenía también una finalidad patriótica concreta. En 1925 caracterizaba así la poesía de su tiempo:

«Esta, en los tiempos presentes; se desfigura a toda prisa: costumbres, ideas, manifestaciones sociales, todo se sale del ritmo marcado por la Naturaleza...; desde lo más bajo a lo más alto, desde lo insignificante a lo sublime, la Vida moderna se sale de su molde natural para convertirse en pesadilla febriciente, en pantomima despojada de los caracteres reales, en cuerpo anómalo sin cordón umbilical que lo ate a la Madre Común y lo alimente, no con estremecimientos epilépticos y sacudidas locas, sino con jugo reposado y normalizador de seno inconmovible y eterno»36.


En la artíficiosidad amenazante de la poesía de esos años, el modernismo y la imitación de la cultura francesa ocupan puestos relevantes; por ello deben ser rebatidas con una poesía natural. Este adjetivo no sólo alude a su relación con el ritmo y color naturales, sino también a su apego a la Raza y la sangre:

«En cuanto a la Sangre que caldea, vigoriza y ennoblece nuestro ser y que Dios brindó a la Vida en el Vaso inmortal de Jesús, es intoxicada por la juventud licenciosa de todo el mundo, que va a algún Bazar de Placeres, como el de París, a prostituir el excelso Licor que es fuego e impulso de los hombres, encenegándolo con la marca de todos los vicios, para formar generaciones más débiles, ¡tan débiles que no podrán, al fin, con el arado, ni con la espada, ni con la pluma!»37.


Propone Rueda un significativo castigo para el hombre que traicione su sangre, yendo en contra de su patria y su cultura:

«Falta crear en los Estados de toda la tierra, un impuesto sublime: el de arrancar su fortuna al hombre que profanó su sangre, y quemarlo después coma un gangrenado de la especie [...] Debemos, [...] clamar contra la invasión del artíficíalismo y librar rudos combates porque la Vida torne a su curso maternal»38.


Escribía Rueda estas palabras en el prólogo a un libro de poemas de R. Calzada, de ellos se está hablando y, sin embargo, observamos que es una defensa de los valores patrios, de Raza y Sangre (con mayúsculas, como lo hace el poeta) lo que podemos leer. Y es que para Rueda el patriotismo -expresión máxima del comportamiento natural, apegado a su Raza, del ser humano- tiene su estética (ahora entendemos mucho mejor cuál es el carácter conservador y poco moderno de Rueda y su poco aprecio al modernismo, arte antinatural al ser compuesto por hispanos influidos por lo francés). Nuestro poeta elogió los temas que le interesaban del mundo que le rodeaba y los situó en su orquestación original al convertirlos en materia poética, como parte de ese Gran Todo al que alude repetidas veces:

«No hay un sólo asunto desenlazado del Gran Todo, como no hay vértebra que pueda vivir sin ser parte de su espinazo»39.


Volviendo a su interés por América, éste puede entenderse perfectamente desde esta óptica: los estados americanos forman parte de la columna vertebral española; sería ir en contra de la misma naturaleza romper con esta unidad.

Todo lo que rodea al hombre, matiza Rueda, debe estar «vertebrado»: es la única forma de fundirse con el ritmo natural, que es el orden, la vida toda. Escribe en un poema que lleva, precisamente, el título «Los vertebrados»:


«Todo está por el ritmo estructurado,
su pulsación en todo se percibe;
sin esqueleto armónico, no vive
ningún ser, vida o cosa, en lo creado.
Desde el sistema astral sintonizado
hasta el átomo, nada se concibe
que encerrado en su forma no motive
un existir complejo y acordado»40.


Los países americanos son las vértebras del espinazo que es España. Utilizando una metáfora ya citada de El milagro. España como «el pasador de un abanico inmenso / cuyas veinte varillas son estados».

Al mismo tiempo su labor como poeta en América adquiere otra función: «castellanizar» ( = naturalizar) la poesía del Nuevo Mundo que se había «descastellanizado» (= desnaturalizado), dejándose llevar por aires extranjeros. Realizó, así, una «segunda conquista espiritual» en aquellas tierra41.

Ritmo, armonía, color, poesía natural, patria, hermandad hispana: estética y patriotismo siguen una misma línea en el ideario de Rueda.

Es así como el hombre-poeta y el hombre-patriota se funden, dando lugar al calificativo por el que es conocido: «Salvador Rueda, el poeta de la Raza». No en vano alguno de sus contemporáneos le llamó «el poeta integral»42.





 
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