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Entre el 27 español y el 22 argentino: la poesía de Ricardo E. Molinari

Luis Bagué Quílez23



1. Introducción: «¡Qué sabréis de mí, oh vientos del sur!»

Ricardo E. Molinari (Buenos Aires, 1898-1996) es un autor de quien pudiera decirse que carece de biografía, no sólo porque apenas haya trascendido dato alguno de su existencia, sino porque su poesía parece brotar al margen de aquélla, sin dejarse contaminar por el impúdico confesionalismo de algunos de sus compañeros generacionales y sin impregnarse de los trazos deshumanizados del arte de vanguardia.

El poeta, que abandona los estudios para dedicarse por entero a la literatura, se vincularía con el núcleo ultraísta que se agrupaba en torno a la figura de Borges y a las revistas Inicial (1923-1926), donde publica sus primeras composiciones, y Martín Fierro (1924-1927), en cuya gestación colabora, y en cuyas filas militaron nombres tan destacados como los de Marechal, Girondo, Bernárdez, Mastronardi, González Lanuza y Nalé Roxlo.

No obstante, ubicar la prehistoria lírica de Molinari dentro de una etapa o de un tramo ultraísta parece difícilmente conciliable con el ideario estético del autor. Aquí ha de sumarse, a la casi imposible caracterización de la especificidad programática de este movimiento, la divergencia que el poeta manifiesta respecto a algunos de sus enunciados fundacionales mucho antes de la definitiva diáspora de los ismos. La vocación aglutinadora del Ultraísmo se tradujo en un sincretismo que no logró superar su «lucha de contradicciones, de elementos radicalmente dispares»24 ni construir «una teoría poética propia [...] más allá de la mímesis desigual de otras propuestas vanguardistas europeas»25.

El Ultra que Borges difunde en su país natal cerca de 1921, cuando en la Península ya se había convertido en un «arcaísmo», presenta unos rasgos escasamente definidos, integrables en el contexto de lo que Aullón de Haro denomina «heteromorfia Modernismo/Vanguardia»26, pero se diferencia del Ultraísmo originario por su intento de aclimatar la nueva sensibilidad al ámbito nacional. Sin embargo, ni Fervor de Buenos Aires (1923), de Borges, ni, desde luego, Panegírico de Nuestra Señora del Luján (1930), poema urbano de Molinari, edificado sobre las ruinas de un Buenos Aires eterno y mitificado, corresponden ya al estímulo vanguardista. Por ello, aunque ambos autores transigen en un primer momento con los dictados de la modernidad -que Borges plasma en sus manifiestos teóricos y en sus publicaciones españolas, y Molinari en su primer poemario, El imaginero (1927)-, desde prontas fechas se percibe en estos dos escritores una misma propensión al clasicismo.

Al igual que Borges tendería a la reflexión metapoética en detrimento de las contingencias de la moda literaria27, Molinari, poco dado al guiño displicente y al malditismo bohemio que aureolaba a sus coetáneos, frecuentaría los ejemplos del renacimiento español y del romanticismo francés e inglés, y desconfiaría «del culto absorbente de las novedades en el que se marcaban los anhelos de sus camaradas; [de] la engañosa dinámica que confundió a

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tantos martinfierristas, empeñados después en la corrección de sus orígenes poéticos»28.

En 1933 viaja a España, donde conoce a Alberti, Lorca, Altolaguirre, José María de Cossío, Moreno Villa o Gerardo Diego. Este viaje, en que Molinari actuó como nexo entre los poetas de las «dos orillas» (el 27 español y el 22 argentino), implicaría un cambio en su obra. De este modo, su acervo literario se enriquecería con el legado de la métrica del Siglo de Oro y de la lírica de los Cancioneros medievales, que conformaban el sustrato cultural de los poetas españoles contemporáneos.

Algunos rasgos de la personalidad lírica de Molinari pueden relacionarse con los de tres autores españoles coetáneos, Lorca, Alberti y Gerardo Diego. El argentino resulta emparentable con ellos debido a la utilización recurrente de ciertos símbolos, a la renovación evocadora o esencializada de tópicos y géneros poéticos, y a su peculiar dialéctica entre el neopopularismo y la poesía pura, a medio camino entre la cadencia de la canción popular y la inclinación al ensimismamiento.




2. Molinari y Lorca: «¡Oh azucena dulce de la muerte!»

Molinari traba amistad con Lorca en 1934, gracias al viaje que éste hace a Argentina. El bonaerense, quien a partir de sus «horas españolas» de 1933 ya había conocido el panorama poético peninsular, disfrutaría de un notable predicamento dentro del grupo del 27, como prueban el elogio que Cansinos-Assens dedica a El imaginero en su Panorama de la nueva literatura (1927) y la edición de su cuaderno Nunca (1933) en la colección Héroe, a la sazón dirigida por Manuel Altolaguirre.

En la conexión lírica entre Molinari y Lorca, cabría distinguir tres ámbitos fundamentales: poemas que Molinari compuso con el autor granadino, y que aparecen firmados conjuntamente o contienen dibujos de Lorca; aquellos otros en que se advierten unas imágenes concomitantes, dado el trasiego entre los mundos creativos de los dos poetas, y, finalmente, las composiciones que Molinari escribió a la muerte del amigo, y bajo su «advocación». En las últimas, al tiempo que se pliega a las convenciones de la poesía fúnebre, con ecos de la lección moral del Barroco, exhibe su maestría para extraer nuevos valores temáticos y retóricos de la mineralización de los loci literarios.

La colaboración entre Molinari y Lorca se ejemplifica en dos piezas: Una rosa para Stefan George (1934), firmada por ambos y con un dibujo del español, y El tabernáculo, de ese mismo año, atribuida únicamente a Molinari y con cinco ilustraciones originales de Lorca. La primera, que fluctúa entre los temas eternos de la caducidad, el amor y la muerte, es el emocionado tributo que estos autores le rinden al alemán Stefan George (1868-1933). Su homenaje no se ciñe a las pautas de la poesía «de circunstancias», panegírica o funeraria, sino que se erige como una reflexión sobre la perdurabilidad de la existencia y la necesaria resignación ante la muerte, síntesis de la individualidad humana. En El tabernáculo, Molinari refleja una de sus principales obsesiones, el retorno a lo idílico perdido, y no se sustrae a la utilización de metáforas funambulistas e imágenes de cariz superrealista, se diría que salidas de un cuadro de Dalí, que más tarde desaparecerían de su quehacer poético.

Pero la relación entre los mencionados poetas no se limita a este trasvase amistoso, ni tampoco a un dudoso influjo mutuo o a una similar educación literaria. La poesía de Molinari se resiste a la mimesis a causa de su peculiar discurso elegíaco, que sacrifica la variedad de imágenes en aras de la configuración de un universo cerrado sobre sí. En cambio, Lorca carece de una digna descendencia lírica no tanto por la ausencia de una entonación o de unos tropos imitables como, precisamente, por el sello propio de los mismos. El estilo centrífugo del granadino, a imagen de Saturno devorando a sus hijos o del devastador canto de las sirenas en la mitología griega, condena a sus herederos a espurios y vacuos esfuerzos emulatorios sobre su falsilla estética. Como señalaba a este propósito Luis García Montero, «es muy difícil utilizar las referencias de García Lorca sin caer en el pastiche lorquiano, en un epigonismo poco enriquecedor»29.

A pesar de ello, el diálogo entre Molinari y Lorca supera los escollos de la anécdota y se extiende a una consonancia ambiental o atmosférica. Así, la humanización panteísta de

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una naturaleza emotiva, que se encuentra en las Canciones (1927) o en el Romancero gitano (1928), reaparece en los grandes frescos paisajísticos que Molinari pinta en «Oda al mes de noviembre junto al Río de la Plata» (El huésped y la melancolía, 1946), «Oda» (ibidem) u «Oda al viento grande del Oeste» (Unida noche, 1957). No obstante, la áspera cosmogonía existencial que el argentino traza en su poesía es ajena al predominante sensorialismo lorquiano, que se manifiesta a través de la «vivificación del paisaje, de las cosas, de conceptos y abstracciones»30. Julio Arístides, por su parte, destacaba de la poesía de Molinari la presencia de círculos de transferencia mítica, en tanto que donación del yo al Ser universal, y que retorno al fondo subjetivo31.

Del mismo modo, en las composiciones del primer Lorca hay unos símbolos genesíacos -la luna y el viento, inflamados de presagios, en «Nocturnos de la ventana» o en «Canción de jinete»- que Molinari transpone y adapta a su producción poética. Esta vinculación simbólica surca desde los «Romances» a la memoria del caudillo Juan Facundo Quiroga, localizados en un entorno nocturno y fantasmal, hasta su último libro, El viento de la luna (1991), donde la alusión lorquiana se explicita ya en el propio título. El viento, símbolo proteico del reino interior del argentino, tiene a su antagonista en la luna, que adquiere un valor, en cuanto augur negativo o sombra de la muerte, muy próximo al que gustara de atribuirle Lorca.

Con respecto a Lorca se ha asumido habitualmente la coexistencia del genio andaluz que Vivanco calificara como «poeta dramático de copla y estribillo»32 y del exaltado poeta vanguardista, deudor del hermetismo de una cosmovisión surreal. Pero no es menos cierto que su rebeldía vanguardista no excluye la efusión íntima e, incluso, sentimental, y que su lírica popular participa más de la adivinación poética -a la manera de Fábula y signo (1931), de Pedro Salinas, o de Perito en lunas (1933), de Miguel Hernández- y del juego neogongorino de sus contemporáneos -las Décimas del Cántico (1928), de Jorge Guillén; Cal y canto (1929), de Alberti, o Fábula de Equis y Zeda (1932), de Gerardo Diego- que del españolismo labriego, costumbrista al fin y al cabo, del primer Ramón Basterra (La sencillez de los seres, 1923), o del andalucismo profundo de Fernando Villalón.

Así pues, mientras que en la obra del español se tiende a distinguir entre una poesía neopopularista (la de Canciones y de Romancero gitano) y vanguardista (la de Poeta en Nueva York), en Molinari, a pesar de la distancia estilística y cronológica que media entre su Cancionero de Príncipe de Vergara (1933) y sus «Odas a la Pampa» (Unida noche), es imposible establecer una polaridad semejante. Esto se debe a que, si bien Lorca parece presentar dos dicciones según el tono de sus poemas, y plegar su imaginario a dichas diferencias tonales -símbolos andalucistas y folclóricos en Romancero gitano, símbolos maquinistas y futuristas en Poeta en Nueva York-, Molinari se esfuerza por mantener una sostenida urdimbre simbólica. Su tensión entre diversos registros no se plantea, de esta forma, como oposición entre dos mundos y referentes distintos, sino como complementación de un universo total, como las múltiples teselas que han de confluir en un único mosaico lírico.

La sombra de Lorca muerto se proyecta, por otra parte, en tres poemas de Molinari: «Casida de la bailarina» (Elegía de las altas torres, 1937), «Elegía y casida a la muerte de un poeta español» (El huésped y la melancolía) y «Elegía a la muerte de un poeta» (Mundos de la madrugada, 1943). Aquí, conforme a su talante, el argentino desdeña por igual la emanación personal y el homenaje destinado a forjar la leyenda del español. Si Molinari, como decía Eduardo Mallea de ciertos escritores, nació sin un mito que perviviese sobre él, Lorca, con su muerte, asimilaría la capacidad mitogenética de su poesía a su vida, y obligaría a reinterpretar aquélla al socaire de sus trágicas circunstancias. Este desplazamiento metonímico, como ocurre con tantas mistificaciones críticas, a la vez que dificulta el análisis de los versos lorquianos, contribuye a divinizar a su demiurgo.

En las dos primeras composiciones citadas, Molinari no renuncia al canto de despedida al amigo, pero, frente a la gradación hacia las postrimerías, la ultravida o la escatología característica del Barroco español,

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respeta la elegancia elocutiva de la clasicidad. En ellas, la figura espiritualizada de Lorca se asocia con la simbología de la paloma, pura e indefensa33. En esta representación ascensional incide Aleixandre, en su semblanza de Los encuentros, cuando evoca al poeta-niño Lorca, fabulador y capaz de sufrimiento: «Quienes le vieron pasar por la vida como un ave llena de colorido, no le conocieron»34.

No en vano el mismo Lorca, en Llanto por Ignacio Sánchez Mejías, publicado en 1935, había opuesto a la fragilidad de la paloma el poder destructor del leopardo («ya luchan la paloma y el leopardo»), en un planto alejado de las estampas coloristas de «La fiesta nacional», de Manuel Machado, del estilo fragmentario de La suerte y la muerte (Poema del toreo), de Gerardo Diego, y del epigonismo de «Citación fatal», de Miguel Hernández, acerca de la muerte del mismo Sánchez Mejías. Más tarde, escribiría el granadino una «Casida de las palomas oscuras» (Diván del Tamarit, 1936), en que la paloma alude expresamente a la muerte.

En «Elegía a la muerte de un poeta español», la muerte se identifica con el olvido, un olvido singularizado (el de Lorca), pero también colectivo (el de la nación española). Aunque Molinari trata de compatibilizar la visión lúdica del Lorca poeta con la de una España sufriente, la composición carece de la entonación conativa y de la vocación testimonial o denunciatoria de la poesía social. Por ello, a diferencia de los poemas que Cernuda dedica a Lorca -«A un poeta muerto (F. G. L.)» (Las nubes, 1943) y «Otra vez, con sentimiento» (Desolación de la Quimera, 1962)-, en los que no falta el compromiso ético ni la virulencia expositiva, Molinari prefiere adjuntar una lectura metafísica, en que la muerte es intensificación de la soledad terrena, y en la que subyace una consolatio cristiana de textura evangélica.

Donde Cernuda expresa su rencor hacia un pueblo «hosco y duro», que no comprende a las almas superiores, y se queja de la apropiación institucional del poeta -que conlleva la conversión de su voz en lo que Mallarmé denominaba «palabras de la tribu»-, Molinari apostrofa la pérdida del amigo. A pesar de estas divergencias, resulta iluminador comprobar la similitud de las imágenes con que ambos se refieren a Federico. Si en el poema de Cernuda «A un poeta muerto (F. G. L.)», Lorca es nombrado «clara flor» y «rosa eterna», en «Casida de la bailarina» es «rosa del cielo», en «Elegía y Qasida», «azucena dulce», y en «Elegía a la muerte de un poeta español», «lirio dulce».




3. Molinari y Alberti: «Miro esa gaviota / en mi corazón»

Al contrario de lo que sucediera con Lorca, apenas han trascendido las circunstancias en que nació la amistad entre Molinari y Alberti, si bien sabemos que ambos poetas se conocieron en el contexto del viaje de Molinari a España y que su conversación lírica se prolongaría durante más de cincuenta años. Lejos de fructificar en unos textos conjuntos, su diálogo se limitaría a diversas calas simbólicas en sus respectivos universos poéticos, aunque la prueba de que éstos no ignoraban sus mutuas producciones reside en el hecho de que Alberti le dedicase al argentino su «Metamorfosis del clavel» (tercera parte de Entre el clavel y la espada, 1941), a lo que correspondería Molinari al ofrecerle Una sombra antigua canta (1966).

La afinidad entre los dos poetas se percibe, inicialmente, en el parentesco tonal que tiene Marinero en tierra (1925) con algunas de las primeras composiciones de Molinari. Sin embargo, la recurrencia simbólica del mar potencia en el bonaerense una lectura trascendente, en tanto que sucedáneo de eternidad, que en Alberti sólo parcialmente puede subsumirse. Mientras que en el español predomina la visión nostálgica de un puro mundo marino, que se enuncia mediante el deseo del poeta de poseer su belleza natural -«Salinero», «Pregón», «Desde alta mar»- o de alcanzar una libertad baudeleriana -«Canción 49», «Mar»-, para Molinari el mar es sustancia onírica -«El sueño» (Días donde la tarde es un pájaro, 1951)-, espejo de la fugacidad del tiempo -Nunca (1933)-, culminación o punto de término, a la manera manriqueña -«Oda a los viejos y grandes ríos» (El alejado, 1943) u «Oda al mes de noviembre junto al Río de la Plata»

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(El huésped y la melancolía)-. La polisemia de este símbolo apunta, en resumen, a la búsqueda de un imposible adanismo o de una edad dorada intuida por el hombre, pero inexistente a la postre, que se desvanece en un anhelo de desdoblamiento. De hecho, Gabriela Susana Puente observa en los poemas del argentino la expresión metafórica de una carencia, como proyección «de la necesidad de ser otro»35.

El mecanismo del correlato objetivo, procedimiento sublimado de este desdoblamiento, rige el tapiz angélico de Sobre los ángeles (1929), de Alberti, construido, se diría, sobre las ruinas de la individualidad psíquica de su autor. Mucho se ha discutido acerca de la genealogía surrealista de esta obra. Aunque consensuada como prototipo del surrealismo español, aún perdura la opinión de que «el surrealismo de Alberti parece más fruto de una deliberada actitud mimética que de una honda convicción interior»36. Pero, ya que es obvio que la disonancia entre el surrealismo francés y el español estriba en un distinto planteamiento del control del yo sobre la creación poética (automatismo psíquico en el mundo francés, convicción de la labor creadora en el español), difícilmente puede comprenderse Sobre los ángeles si no es en el marco de un «surrealismo interiorizado». Así, el abandono al parpadeo onírico y al metaforismo caótico, lindante a veces con la imagen visionaria -en acepción bousoñiana-, es un abandono siempre relativo, y alguna vez extrañamente consciente.

Hay también en los versos de Molinari un amplio mundo angélico, que se divide entre unos ángeles con encarnadura humana (mundo vertical y terrestre) y unos heraldos divinos que pueblan el lugar bíblico que Milton habilitara en su Paraíso perdido (mundo horizontal y aéreo). Al contrario que los ángeles de Juan Ramón Jiménez, reducidos a mero esqueleto cromático, y que los de Lorca, cuya sensualidad pagana no se despega de la iconografía católica, las figuras celestiales de Molinari, como se ha dicho de las de Alberti, adquieren una dimensión simbólica al tiempo que «acuden a la pura plasticidad del signo, en una combinación que une ímpetu juvenil y gracia popular»37.

En la poesía de Molinari, el ángel luzbeliano se confunde con el vuelo y la elevación, con las nubes y los pájaros, y, vestido de ropajes humanos, ensambla con el sentir de la transitoriedad de la vida. En Hostería de la rosa y el clavel (1933), donde el autor aún explora el destello intuitivo próximo a las iluminaciones rimbaudianas, el ángel es proyección alucinada de la vigilia del poeta. Igualmente, en las formas angélicas de «El exiliado» (Días donde la tarde es un pájaro), «Oda a un ángel de la tarde» (Unida noche), «¡Toma, oh tiempo, estas llamas!» (Un día, el tiempo, las nubes, 1964) y «Oda a un instante del otoño» (ibidem) palpita el yo del autor, cuya preeminencia se subraya mediante un cierto pathos neorromántico y énfasis lírico. De distinto sesgo es «Elegía a la ciudad de Esteco» (El alejado), poema de ruinas que coincide tanto con los tópicos morales del Barroco (ubi sunt?, vita brevis, memento mori) como con un sensorialismo pagano que brota de la descripción de la exuberante naturaleza americana y de la utilización de un léxico criollo. Nos hallamos, pues, ante el arquetipo del «ángel de las ruinas»38, que sugiere una restitución, a través del hecho poético, de la creación demiúrgica, y una interpretación del itinerario angélico como un impulso hacia esa eternidad sin Dios que tan bien supo plasmar en sus Proverbios William Blake.

Por otra parte, los ángeles-hombres aparecen como seres indefensos, imbuidos de los temores comunes, y recuerdan al «ángel con grandes alas de cadenas» de Blas de Otero (Ángel fieramente humano, 1950), aunque sin su áspero desgarro existencial. A diferencia de la interpretación tácita y casi secreta, según el ejemplo de Valéry, que proponen los ángeles molinarianos, los de Alberti transmiten un mensaje no tanto de nihilismo cuanto de desengaño, en un sentido literal. Esto es, el desvelamiento de la oquedad vital engarza con la crítica, más o menos cifrada, del materialismo del hombre moderno, y tiñe algunos de sus poemas («El ángel tonto», «Los ángeles crueles» y «El ángel avaro») de un vago contenido social.

No es de extrañar que Gerardo Diego, conocedor de la germinación simbólica del ángel en la lírica molinariana, esbozara, años más tarde, el siguiente retrato del autor argentino: «Ricardo Engel [el "Engel" es invención poética de Diego] Molinari es una de esas criaturas afortunadas [...] que no es que lleve dentro un ángel, sino que él mismo lo es, sin dejar de ser hombre»39.





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4. Molinari y Gerardo Diego: «La noche llega como un alma»

Gerardo Diego, que se convertiría en uno de los más amplios difusores de la obra de Molinari, es, tal vez con José María de Cossío -a quien el argentino visitaría en la Casona de Tudanca-, el autor más apreciado por el bonaerense de entre sus contemporáneos españoles. Gerardo Diego comparte con el creador de El imaginero el repliegue sentimental y el rechazo a la adhesión emotiva. No obstante, aquél esgrime, en sus primeros textos, un ideario estético relacionado con la intrascendencia del arte y con la alacridad, tal y como había propugnado Ortega y Gasset acerca del arte deshumanizado de la Vanguardia, con el que Molinari nunca llegó a comulgar.

La trayectoria poética del español puede erigirse en síntesis de las dos tendencias artísticas que confluyen en el momento generacional, y que operan como línea estética divisoria a lo largo de todo el siglo XX. Nos referimos a una poesía pura y a una poesía humana o, en palabras de Diego, a una poesía absoluta y a una poesía relativa. Este tránsito del yo al nosotros, sin embargo, no resulta en el santanderino una evolución forzada por las circunstancias vitales o nacionales, según ocurriría con algunos de los poetas sociales de la inmediata posguerra, ni tampoco una renuncia a sus principios estéticos, sino la natural derivación de estos últimos.

El Creacionismo de Gerardo Diego, como el de Larrea, parte de la atracción hacia el prototipo de poeta-Dios encarnado, en buena medida, por Vicente Huidobro. El movimiento creacionista, importado a España cerca de 1918, se obstina, frente a la imitación de la naturaleza, en la producción de una realidad nueva y autónoma, mediante una imagen múltiple en los aledaños del cubismo de las artes plásticas. Los primeros ejercicios poéticos de Gerardo Diego, destinados a «hacer florecer la flor en el poema», no presentan el signo coyuntural propio del Ultraísmo o del Surrealismo más canónicos, pero denotan el esfuerzo de un arte laboriosamente construido, hecho «adrede». No es sino a partir de Versos humanos (1925) cuando se atempera este impulso, en cuanto que la matriz vanguardista se funde con la temporal o humana. Con Alondra de verdad (1941), su poesía «gana en idealismo lo que pierde en ritmo y en alegría elemental»40. Un idealismo que, frente a la jovialidad de los diversos ismos, es ya necesidad estética y existencial.

Aunque no es posible distinguir en la obra Molinari un corpus creacionista, el autor se aproxima a la vertiente menos programática, y por tanto más personal, de esta corriente en el mencionado cuaderno Hostería de la rosa y el clavel. Esta composición abre un camino de reflexión metapoética que manifiesta, junto a reminiscencia de una vibración hermética, heredera del Altazor huidobriano, unos primeros síntomas de despojamiento expresivo, que se ligan con una experiencia de alumbramiento místico y de perfección espiritual.

La progresión lírica de Gerardo Diego y de Molinari se concreta en el tratamiento de los símbolos por parte de ambos autores. En «Paisaje ciudadano» (Evasión, escrito en 1919 aunque publicado en 1958) y en «Ventana» (Manual de espumas, 1924), Gerardo Diego reescribe un universo circense, «macerado por la paradoja»41, como deseaba Ramón del humorismo vanguardista. Molinari también plasmaría este flirteo con las formas de vanguardia en composiciones de juventud como «Poema a la niña velazqueña» (El imaginero). Más tarde, esta perspectiva se metabolizará en el mundo literario de sus creadores. Basta con observar el distinto enfoque que recibe un mismo símbolo, el de las nubes, en «Nubes» (Manual de espumas) y en «Hablan las nubes» (Alondra de verdad), de Diego, o en Cuaderno de la madrugada (1939) y «A unas nubes» (Un día, el tiempo, las nubes), de Molinari. Si en los primeros poemas el símbolo amuebla el espacio lírico y favorece la invención metafórica de sus autores, en los segundos entronca con una visión trascendente de la mutabilidad del alma, de la fugacidad del tiempo y de la reviviscencia del pasado.

Por otra parte, Molinari, que sabe de la querencia de Diego por la lírica tradicional, le dedica a éste el cuaderno Cancionero de Príncipe de Vergara (1933), «Homenaje a Lope de Vega» (Un día, el tiempo, las nubes) y «La morada» (La escudilla, 1973). Así como el primero constituye una recreación de la poesía amorosa popular, que bebe del caudal del Romancero, el «Homenaje a Lope de Vega» es una pieza encomiástica en que Molinari reproduce la iconografía lopesca y asume el disfraz pastoril para abordar el panegírico del

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poeta barroco. En «La morada», el poeta se ciñe a la plantilla métrica (coplas de pie quebrado) y tópica (meditación sobre la brevedad de la vida) de las Coplas manriqueñas, y, pese a la escasa permeabilidad de este modelo, consigue evitar, gracias al escorzo de su dicción personal, el pastiche manriqueño.

Por último, «A Gerardo Diego» (El viento de la luna), escrito a la muerte del amigo, se aparta de la poesía sepulcral que, prolongando la tradición de los epigramas y de las estelas grecolatinas, Molinari había cultivado en sus «Inscripciones». Aquí, el argentino ahonda en los ingredientes de su ya conocido mosaico lírico, en detrimento de todo artificio retórico, vuelo irracional y verbalismo expansivo. La figura del poeta español, unida a la tierra que lo albergara, conecta con el más depurado simbolismo de Molinari. La invocación a la divinidad que culmina el poema es, en fin, un grito conmovido con que el autor, que intuye la inminencia de su propia muerte, trata de hallar consuelo en la esperanza de la vida ultraterrena.




5. Conclusión: «El edén tropezado siempre»

En definitiva, el contraste de la poesía de Molinari con la de tres poetas españoles coetáneos nos permite tender un puente entre los autores del 27 español y el grupo argentino del 22 o «martinfierrista», aunque no pretendemos trazar aquí un mapa generacional, cuya cartografía suele confundir incluso a los más avezados geógrafos.

Al contrario que muchos de sus contemporáneos, Molinari niega la fructuosa porosidad del arte de vanguardia, que él concibe como mero pasatiempo literario o distracción poética. Su lírica se dispone, pues, alrededor de tres vértices. En primer lugar, la efusión íntima ante el paisaje argentino. En segundo, la presencia de lo que Alonso Gamo define como «mundo de la madrugada», es decir, una experiencia límite entre el sueño y la vigilia en que el autor alcanza, a semejanza del místico, la revelación de algunas verdades ontológicas42. Y, por último, la devoción por los clásicos y el gusto por la armonía de la lengua castellana.

Esta propensión hacia la clasicidad, tanto en la forma (con el cultivo de sonetos, canciones, liras y romances) como en el fondo (con la recuperación de los principales topoi literarios), se alterna con el aliento elegíaco y con la modulación personal de largas tiradas métricas, que dotan de una nueva elasticidad a los versículos inventados por San Jerónimo para trasladar a la escansión latina la amplia respiración del verso hebreo. El autor, que ya se había aproximado a la prosodia cancioneril de los primeros poemarios de Dámaso Alonso (Poemas puros, poemillas de la ciudad, 1921), Alberti (Marinero en tierra, 1925) y Lorca (Romancero gitano, 1928), o, en el contexto latinoamericano, del mexicano José Gorostiza (Canciones para cantar en las barcas, 1925), se acerca, en sus obras de madurez, a Sermones y moradas (1930), de Alberti, La destrucción o el amor (1934), de Aleixandre, y Poeta en Nueva York (1940), de Lorca.

En esta encrucijada de tradición y modernidad, Molinari se muestra capaz de enlazar la mesura clásica de ciertos poetas barrocos -su biblioteca contenía primeras y raras ediciones de Bocángel o de Carrillo y Sotomayor- con la pulsión integradora de la última Vanguardia, y, de este modo, conectar dos mundos separados por la cronología (siglo XVII y siglo XX) y por el espacio (América y España). El argentino acrisolaría este doble influjo en su propia producción lírica, a menudo esparcida en ediciones muy cuidadas y minoritarias que, al tiempo que reflejan el pudor con que se consagraba a la creación lírica, ostentan el amor de quien las concibiese por el raro y amargo don de la poesía.




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