Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Anterior Indice Siguiente





––––––––   29   ––––––––


ArribaAbajo

Notas provisionales de una lectura compartida (de Borges a Unamuno)

Manuel Fuentes Vázquez73



Ya Séneca la preludió aun no nacida,
y en su austero latín ella se encierra.


MIGUEL DE UNAMUNO74                



Por Séneca y Lucano, de Córdoba,
Que antes del español escribieron
Toda la literatura española.


JORGE LUIS BORGES75                


¿A qué se refiere Borges cuando en uno de sus prólogos más citados y recordados escribe: «Yo, por ejemplo, me propuse demasiados fines: remedar ciertas fealdades (que me gustaban) de Miguel de Unamuno»?76 Remedar, según el DRAE, vale por imitar o contrahacer, pero en su tercera acepción incorpora la connotación burlesca que no es ajena a la significación que Borges quiso darle al vocablo para relativizar el valor de su obra juvenil recordada desde la distancia. Pero en el mismo párrafo el escritor argentino afirma «ser un escritor español del siglo XVII, ser Macedonio Fernández».

Remedar frente a ser. Borges hubiera podido ser -de hecho lo fue- Cervantes o Quevedo o Macedonio Fernández, pero nunca pudo ser Unamuno. ¿Son esos versos de Borges que encabezan estas notas, separados de los de Unamuno por más de cincuenta años, un remedo? ¿La corrección de una fealdad? O manifiestan quizás, si admitimos la similitud conceptual entre ellos, la permanencia en el tiempo de las lecturas que el joven ultraísta realizó en la década de los veinte y que la memoria -que se hace, como bien es sabido, para el olvido- rescató bajo la forma del «brusco don del Espíritu»77.

Difícilmente podría extraerse el perfil de Unamuno a través de los distintos y contradictorios juicios de opinión que Borges fue repitiendo a lo largo del tiempo. Sin ir más lejos, cuando Esteban Peicovich recogió en su libro Borges, el palabrista lo que Borges quería decir o lo que querían oír decir a Borges, el escritor argentino afirmaba del poeta vasco:

Unamuno es un gran escritor. Admiro muchísimo a Unamuno. Lo que yo he dicho contra Unamuno es que él está interesado en cosas en las que yo no estoy interesado78.


Aunque más adelante afirme refiriéndose a los vascos: «Por lo demás han producido unos pintores execrables y un escritor insoportable como Unamuno»79. La consideración de Unamuno como un gran escritor o un escritor insoportable revela, cuando menos, una oscilación en el juicio que podría, quizás, resumirse en esta otra menos conocida afirmación:

A lo largo de los años, he frecuentado los libros de Unamuno y con ellos he acabado por establecer, pese a las «imperfectas simpatías» de que Charles Lamb habló, una relación parecida a la amistad80.


De todas formas, no podemos estar muy seguros de que a Borges -como él afirmara- no le interesasen las mismas cosas que a Unamuno; entre otras: el tiempo, la muerte, la ficción como realidad, la supremacía de la criatura fictiva sobre el creador y la existencia de la misma, en una suerte de formulación muy Berkeley compartida por ambos, dado que ser es ser percibido;

––––––––   30   ––––––––

la incertidumbre, la literatura popular, la asociación de los motivos clásicos del espejo y del río; la gramática, las lenguas germánicas, la desjerarquización y contaminación de los géneros literarios en el proceso de la escritura; las reservas ante cierta novela del XIX y del XX; la literatura inglesa, el común aprecio por Cervantes y Quevedo, el similar desafecto por Góngora, el desprecio de la poesía francesa por parte de Unamuno que en Borges se convierte en prevención y reticencia; el interés por lo sefardita, la compartida afición de denostar a los académicos, la filosofía de Schopenhauer, pero no concebir la filosofía como sistema; la poesía de Blake; el azar y el libre albedrío; la escisión, dramática en Unamuno, tamizada por la ironía en Borges, entre el personaje público y la persona; la simetría de la historia, las casas que les habitaron, los paisajes interiorizados, los monólogos dramáticos de Browning, la ficción del poeta como vate en permanente tensión con el poeta filólogo; la fidelidad a Whitman, a quien ambos tradujeron y en quien ambos aprendieron la enumeración -caótica o no- deudora del sinatroísmo de la poesía clásica que ambos amaron; el tránsito del verso libre al verso medido, el común desprecio por la rima consonante y su posterior valoración; la hermenéutica, que en numerosas ocasiones deviene en heurística; el general Perón para Borges que fue el general Primo de Rivera para Unamuno, el soñador soñado dentro del sueño, la sombra y el libro. Y al fin, ambos reclamaron con insistencia para sí, más allá de su obra en prosa, la condición de poetas.

La relación de Borges con Unamuno debe inscribirse en esa compleja red de atracción y desprecio que el escritor argentino urdió con los escritores e intelectuales españoles desde Baltasar Gracián o Quevedo hasta Américo Castro, Ortega o Cansinos Assens, por no citar a García Lorca, los Machado, Juan Ramón Jiménez o Diego de Torres Villarroel. Borges es, en ese sentido, un eslabón más en el complicado proceso de relación entre los escritores latinoamericanos y españoles que desde el Romanticismo hasta Rubén Darío tejieron una vasta geografía de afectos y desafectos81.

Así, mientras Unamuno clama arrebatado de furor patriótico por la españolidad del Martín Fierro y afirma: «Martín Fierro es de todo lo hispano-americano que conozco lo más hondamente español»82, Borges, cuyo padre guardaba en su biblioteca un ejemplar del Facundo y otro del poema de Hernández -poema al que no podía acceder por la prohibición de su madre, ya que Leonor Acevedo de Borges consideraba el Martín Fierro una defensa de Rosas83-, despacha en un ejercicio de ironía -ese wit británico que ejerció a lo largo de su vida- el análisis de Unamuno:

Cabe citar -afirma Borges- a título de curiosidad el dictamen de Miguel de Unamuno [...]: «Cuando el payador pampero a la sombra del ombú, en la infinita calma del desierto, o en la noche serena a la luz de las estrellas, entone, acompañado de la guitarra española, las monótonas décimas del Martín Fierro, y oigan los gauchos conmovidos la poesía de sus pampas, sentirán sin saberlo, ni poder de ello darse cuenta, que les brotan del lecho inconsciente del espíritu, ecos inextinguibles de la madre España, ecos que con la sangre y el alma les legaron sus padres. Martín Fierro es el canto del luchador español que, después de haber plantado la cruz en Granada, se fue a América a servir de avanzada a la civilización y abrir el camino del desierto»84.


Borges comentará, con su habitual técnica -la destrucción del horizonte de expectativas del lector que espera, quizás, un análisis argumental ante ese ejercicio de hispanidad heredada-, el párrafo unamuniano y sentenciará: «Acaso no es inútil advertir que las "monótonas décimas" que Unamuno hospitalariamente anexa a la literatura española son realmente sextinas»85. Sentencia ésta que venía a estilizar otra un tanto más críptica contra Unamuno y menos afortunada estilísticamente que ya había incorporado al Evaristo Carriego de 193086. Borges frecuentó con asiduidad la obra de Unamuno durante los años veinte, y en esa época el escritor fijó, contra la corriente del momento, su aprecio por Quevedo, al que dedicó el artículo publicado en Revista de Occidente «Menoscabo y grandeza de Quevedo»87: texto que venía a desarrollar el deslumbramiento que le produjo la lectura del más celebrado poema del escritor madrileño88. Es el tiempo del desencuentro de

––––––––   31   ––––––––

Borges con Antonio Machado y con Unamuno, quienes nunca fueron condescendientes con los jóvenes vanguardistas. Años en los que Antonio Machado con certera e inteligente malicia se preguntaba en el mismo ojo del huracán -esto es, en 1925 y en Revista de Occidente-: «¿Es la metáfora elemento lírico?»89.


Jorge Luis Borges (1951).

Unamuno, al publicar en 1924 Teresa. Rimas de un poeta desconocido y presentado por Miguel de Unamuno, incluía en el libro este poema-pastiche, cuyo último sentido y significado paródico dependen del juego ficcional que organiza la obra:



Volverán las oscuras golondrinas...
¡vaya si volverán!
las románticas rimas becquerianas
gimiendo volverán...
[...]

Mas los fríos refritos ultraístas,
hechos a puro afán,
los que nunca arrancaron una lágrima,
¡esos no volverán!90


Entre 1907 y 1928 Unamuno fijó su poética enfrentado a todas las banderías literarias hegemónicas de ese período, y si bien compartió con Borges los ataques al rubendarismo, el escritor vasco lanzaba sus invectivas contra los poetas puros en defensa de una poesía impura, siete años antes del excesivamente famoso manifiesto nerudiano, tanto como rechazaba la vanguardia de los jóvenes futuristas y ultraístas91. El bien conocido gusto de los vanguardistas por elaborar manifiestos, proclamas y programas que generalmente se quedaban en proclamas, programas y manifiestos, chocaba frontalmente con la concepción poética de Unamuno. Ya al publicar Del sentimiento trágico de la vida anunciaba su oposición a cualquier intento de sistematización doctrinal, y afirmaba glosando a Whitman:

Lo que va a seguir no me ha salido de la razón, sino de la vida, aunque para transmitíroslo tengo en cierto modo que racionalizarlo. Lo más de ello puede reducirse a teoría, pero como Walt Whitman, el enorme poeta yanqui, os encargo que no se funde escuela o teoría sobre mí: I charge that there be no theory or school founded out of me92.


Y en el prólogo al último libro impreso en Buenos Aires en vida de su autor, el Romancero del destierro (1928), afirmaba Unamuno:

Detesto todo manifiesto programático. Al que me viene diciendo: «Voy a hacer esto o lo otro» le digo: «haga no más lo que sea, y déjenos de cuentos». Los manifiestos programáticos se los dejo a los futuristas, ultraístas, vanguardistas y demás artesanos de escuela. No expongo aquí doctrinas que precedieron a mis poemas y me guiaron en hacerlo, sino el ámbito íntimo mental en que me brotaron. Mental digo porque la mente es visión, sentimiento y voluntad. Se ve, se siente y se quiere con el entendimiento.93


Fatalmente una poesía intelectual, pero en 1928. Y no deja de ser una azarosa coincidencia temporal, quizás del gusto del escritor argentino, que los libros que Borges nunca quiso reeditar coincidieran con la aparición de ese último libro de Unamuno publicado en Buenos Aires: Inquisiciones (1925), El tamaño de mi esperanza (1926) y El idioma de los argentinos (1928); al tiempo que los libros de poesía de ese período -Fervor de Buenos Aires (1923), Luna de enfrente (1925) y Cuaderno de San Martín (1929)- sufrieron más adelante profundas correcciones, alteraciones y supresiones94. Durante esos años el joven Borges perpetró la elaboración de manifiestos programáticos que hoy, y contra la voluntad de su autor, son bien conocidos95; sin embargo, años después, al recordar aquel período, en 1969, cierto eco unamuniano resonaba en las palabras del Borges de setenta años:



––––––––   32   ––––––––

No soy poseedor de una estética. [...] Por lo demás, descreo de las estéticas. En general no pasan de ser abstracciones inútiles96.


Es durante el momento de agitación ultraísta cuando un joven de apenas veinticuatro años se enfrenta en el artículo «Acerca de Unamuno poeta»97, cuyo título parece evocar la famosa y magnífica aproximación a la poesía del escritor español que Rubén Darío publicó en el diario La Nación de Buenos Aires con el título «Unamuno poeta»98, al escritor vasco. El poeta del «Responso a Verlaine» acepta y pondera la belleza y el ritmo de la poesía unamuniana que es, sin embargo y parcialmente, una declaración de oposición al canon que instauró el poeta francés99. Darío, al glosar los versos del poema de Unamuno «Denso, denso» -Dinos en pocas palabras, / y sin dejar el sendero, / lo más que decir se pueda, / denso, denso-, afirmará:

Basta para comprender los principios de su arte poético. Por eso tendrá antipatía por todo lo francés y le veremos gustar de toda la poesía inglesa, de Shakespeare, de los lakistas, del italiano Carducci100.


En el análisis de la poesía de Unamuno, Borges, que exclusivamente se centra en algunos ejemplos espigados del segundo libro del poeta vasco, Rosario de sonetos líricos (1911), e ignorando el primero, Poesías (1907) -aunque afirme: «... hace bastante tiempo que mi espíritu vive en la apasionada intimidad de sus versos»101-, carga contra la posición defendida por Darío -táctica habitual del argentino- y sentencia lapidariamente: «No hay en los versos de Unamuno el más leve acariciamiento de ritmo»102.


Jorge Luis Borges.

Al analizar la poesía de Unamuno -filosófica, afirma-, Borges recurre a un método bien conocido en el proceso de su escritura: ilustrar la valía del poeta no tanto a través de sus virtudes (los versos «nocturno el río de horas fluye / desde su manantial, que es el mañana / eterno...», que le impresionan por la paradójica inversión del motivo clásico, ya Virgilio, ya Heráclito, ya Eclesiastés 1, 7), sino a lo largo de sus deficiencias rítmicas, métricas, léxicas y semánticas; y, ciertamente, los versos seleccionados para su disección no pasarán a la posteridad.

Sin embargo, algunas dudas razonables parecen asaltar al historiador de la literatura cuando catorce años después, y con motivo de la muerte del rector de Salamanca en diciembre de 1936, el escritor argentino, director de la sección de libros extranjeros de la revista El Hogar, publica en esa revista el 29 de enero de 1937 el artículo «Presencia de Miguel de Unamuno»103. Borges, tras destacar el valor de Del sentimiento trágico de la vida frente a la Vida de Don Quijote y Sancho104, reitera su admiración por los versos ya citados en el artículo de 1923 -«nocturno el río de horas...»-, pero verifica el horror de poemas titulados «Salud no, ignorancia», «La manifestación antiliberal» o «Hipocresía de la hormiga». Al comentar los peores versos de Unamuno, el argentino se atiene a la siguiente formulación:

Se dice que a un autor debemos buscarlo en sus obras mejores; podría replicarse (paradoja que no hubiera desagradado a Unamuno) que si queremos conocerlo de veras, conviene interrogar las menos felices,

––––––––   33   ––––––––

pues en ellas -en lo injustificable, en lo imperdonable- está más el autor que en aquellas otras que nadie vacilaría en firmar105.

Y claro está que Unamuno no hubiera desaprobado tal paradoja, puesto que fue el escritor vasco quien la formuló en la «Presentación» a Teresa... (1924), pese a que Borges nunca cite esta última obra. Escribe Unamuno:

Repúgnanme las églogas o selecciones; me repugna el escogimiento de poesías de un poeta. En las que nos parecen las peores de uno, suele latir el alma de él tanto o más intensamente que en las otras, y por lo menos explican y aclaran y hermosean a las que tenemos por mejores106.


Quizás el empeño borgiano de borrar las huellas de su escritura juvenil, la depuración constante de su obra y el deseo de sobrevivirse en antologías y selecciones sea el resultado del proceso simétricamente inverso que caracterizó la obra y la vida del pensador español. La poesía de Unamuno entendida como denudación, como derramamiento, como diario confesional107, se opone frontalmente al proceso de escritura borgiano. Unamuno no podía ni quería depurar: suprimir era matar uno de sus yo. De ahí la ocasional circunstancialidad intrahistórica de parte de su obra poética, que no tiene sentido mutilada, sino incrustada en un todo impuro y frenético. Mediante la acumulación, a veces indiscriminada, trató de ofrecer las páginas de su vida íntima diaria: hacer de la escritura una metáfora impura de la vida. Más que un poeta de la existencia, Unamuno fue un poeta del existente; Borges lo quiso ser de la esencia. «La poesía -escribe Ezra Pound en una afirmación que parcialmente hubiera agradado a Borges, pero que Unamuno hubiera desaprobado- es una composición de palabras ordenadas musicalmente. Las otras definiciones -prosigue- son en su mayoría insostenibles o metafísicas»108. Sin embargo, más allá de las definiciones esencialistas de cuño romántico de la poesía, ambos entendían al lector como hipóstasis del escritor, y el poema como el comercio entre el lector y el texto. Así, afirma Unamuno:

Esos íntimos, misteriosos momentos -el de esta mañana- en que de pronto, al pasar, se sorprende uno -¡uno!- frente al espejo y se mira como a un extraño, no, como a un prójimo, y se dice: «pero, ¿eres tú?, ¿eres tú ése del que se dice?, ¿eres tú?». Y siente uno -¡uno!- no ya yo, sino tú. Íntimos misteriosos momentos de sumersión en ti. Y ese yo, tú, es -no soy ni eres- el poeta. Lector, el poeta aquí eres tú. Y como poeta, como creador, te ruego que me crees. Que me crees y que me creas. Es lo mismo109.


Borges simplificará la argumentación, eliminará las exclamaciones, limpiará el conceptismo unamuniano para afirmar: «El que lee mis palabras está inventándolas».

Más allá de los temas y las formas, un poeta es un tono. A Borges le alejó de Unamuno el grito existencial y dramático; le distanciaba igualmente la creencia unamuniana en Dios como proveedor de inmortalidad. Como ficción, como sueño de Dios, Unamuno necesitaba creer que Dios no era una creación soñada por su criatura: «Eres sueño de un dios; cuando despierte / ¿al seno tornarás de que surgiste? / ¿serás al cabo lo que un día fuiste? / ¿parto de desnacer será tu muerte?»110. Borges trasciende a Unamuno e interroga: «Dios mueve al jugador, y éste la pieza. / ¿Qué dios detrás de Dios la trama empieza / De polvo y tiempo y sueño y agonía?»111.

Y frente a la disolución del yo propuesta en innumerables ocasiones por Borges, frente al cansancio del yo, Unamuno ejemplarmente reconocía en su Diario íntimo la obsesión torturadora: «Estoy muy enfermo, y enfermo de yoísmo»112.


Miguel de Unamuno.

Unamuno muere en diciembre de 1936; sobre su nicho -narra Luciano González Egido- se dejó un recuerdo de sus propias palabras, elegido por su hijo Fernando:


Méteme, Padre Eterno, en tu pecho,
misterioso hogar,
dormiré allí, pues vengo
deshecho del duro bregar113.




––––––––   34   ––––––––

Apenas un mes después, el 28 de enero de 1937, en la revista Sur, Borges publica una breve nota sobre la muerte de Unamuno. Quizás el último párrafo de esa noticia necrológica sirva para trazar el destino final de los dos hombres:

El primer escritor de nuestro idioma acaba de morir, no sé de un homenaje mejor que proseguir las ricas discusiones iniciadas por él y que desentrañar las secretas leyes de su alma114.


Con seguridad, Borges conoció este texto de Unamuno; en él, salvo algún énfasis que el escritor argentino consideraría grosero, y alguna reiteración emocional, bien podría decirse que Unamuno remedó al escritor argentino:


Leer, leer, leer, vivir la vida
que otros soñaron,
leer, leer, leer, el alma olvida
los que pasaron.
Se queda en las que quedan, las ficciones,
las flores de la pluma,
las solas, las humanas creaciones,
el poso de la espuma.
Leer, leer, leer; ¿seré lectura
mañana también yo?
¿Seré mi creador, mi criatura,
seré lo que pasó?115




Arriba
Anterior Indice Siguiente