En
1971 publicó Félix Grande (Mérida, 1937) el cuaderno
de prosas poéticas Puedo escribir los versos más
tristes esta noche, cuyo título está extraído
del conocidísimo poema vigésimo del libro nerudiano
Veinte poemas de amor y una canción desesperada. Esta
obra de Grande se escribió entre 1967 y 1969, y se cierra con
una composición titulada «Espiral», la única en
verso de todo el conjunto328.
No
es este librito uno de los más valorados de su autor, en parte
por tratarse de una colección mayoritariamente
prosística, más difícil por tanto de integrar en su
sistema poético regular; pero también porque resultó
oscurecido por la publicación, ese mismo año, de otras
dos obras. Una de ellas es Taranto (Homenaje a César
Vallejo), escrita diez años atrás, donde la
presencia vallejiana alcanza el mayor relieve; algo nada
extraño si sabemos que el libro fue concebido, en las palabras
del propio autor, como un plagio voluntario de César Vallejo,
al margen de que a lo largo de toda su obra se perciba el gran
influjo del peruano, muy notorio en las peculiares creaciones
léxicas, en las compulsiones y quiebras sintácticas, en
la presentación radical, trémula y desparramada de
sentimientos sin contención ni cautela. El otro libro que vio
la luz ese año es la primera edición de su por entonces
poesía completa, Biografía, luego reeditado en
1986 ya con la incorporación de inéditos y poemarios
publicados tras 1971. En esa su inicial salida,
Biografía contenía, además de los primeros
títulos de Grande -Las piedras, 1964, y
Música amenazada, 1966-, uno de los dos libros que
forman el axis estético del autor: Blanco spirituals,
aparecido en 1967. Con él se introducían en la
poesía española los estímulos psíquicos y
algunos procedimientos rítmicos del espiritual negroamericano
y, en general, del jazz329.
No deben, sin embargo, desdeñarse en la constitución
estética de este libro ciertas esencias del expresionismo -del
llamado por lo común, con escasa precisión crítica,
tremendista-, más bien como desarrollo de la propia
tesitura poética del autor que como mimetismo respecto a sus
presuntos modelos; y asimismo del socialrealismo, cuando éste
había entrado en una franca e irremisible declinación muy
cercana a su desaparición efectiva. La influencia del
jazz, visible sobre todo en algunos
poemas basados en el verbalismo fluyente según ciertos
esquemas léxica y musicalmente reiterativos, no se da
sólo en las formas, sino también en los temas y en el
tono. A este respecto, en la poética de Félix Grande han
influido tanto el jazz como el
flamenco, de cuya historia y caracteres es uno de los máximos
especialistas, toda vez que éste es una manifestación
correlativa a los cánticos de la negritud norteamericana. La
publicación de Blanco spirituals fue en parte
negativa para el autor, quien, más bien que apabullado por la
relativa notoriedad adquirida, se sintió instalado en una
poética sistemática en la cual no se reconocía del
todo y donde no quería quedar encerrado. Según sus
propias palabras, la nombradía que le granjeó ese libro,
y el peligro de obturación de otros caminos poéticos aun
antes de su exploración, supuso la caída del poeta en un
desconcierto respecto a la creación que lo condujo
«hasta
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un silencio al que sólo pude abolir con algo de humildad y
coraje, dones que tanto se parecen»330.
Al notarse amenazado por las expectativas creadas por ese libro,
decidió desatender las: «De aquella incertidumbre, de
aquel desasosiego -quizá pueda decir: de aquella angustia-,
extraje fuerza para desobedecer una vez más: ahora, a mis
nuevos lectores. Y de aquel acto de desobediencia obtuve un nuevo
libro y el principio de otro. El nuevo libro acabaría
llamándose Puedo escribir los versos más tristes esta
noche»331.
Enseguida volveremos a él.
El
segundo libro aludido, cuyo inicio se debe a esa crisis creativa,
es Las rubáiyátas de Horacio Martín (1978),
a mi juicio una obra mayor del último cuarto del siglo XX. Con
ella ingresa Félix Grande en la senda de los heterónimos,
tan cara a Antonio Machado, uno de los dos autores fijos de su
devocionario estético, en la confesión del propio poeta;
el otro, ya se ha dicho, es César Vallejo. Pero esto en nada
atenúa el realismo psíquico que lo caracteriza. En un
principio, el propósito autorial era producir unos poemas
descarnados y enjutos, reducidos los desbordamientos léxicos
de que había hecho gala en Blanco spirituals, para
liberarse de una plétora verbal que comenzaba a pesarle; pero
esa propuesta de retórica sin retórica pronto fue dando
cuerpo a un conjunto de poemas extraordinarios que ensamblaron los
episodios de una apasionada historia amorosa expresable tan
sólo, por su rara intensidad y el carácter prohibido de
ese amor332,
mediante la tormenta de la desazón erótica, las pulsiones
del deseo irrefrenable y la indisciplina soberbia de un sentimiento
que choca, hasta quedar destrozado, contra los muros de la
convención y las componendas de la sociedad.
Pero volvamos al poemario donde está incluida la
composición que nos concierne ahora. En el
«Prólogo» con que encabeza Biografía,
comenta de él su autor, además de las circunstancias de
su crisis, que siendo «acaso el más nocturno de mis
libros, me ayudó a sentirme de nuevo extraviado en las
galerías de mi alma, por usar la expresión
machadiana»333.
Poca cosa, si esperábamos una precisión estética
respecto al conjunto de su obra; aunque suficiente si nos
conformamos con saber que el libro altera los cursos de la
estética que había ido forjando, y que en muy buena
medida fue una experimentación respecto a la
experimentación anterior, la de Blanco spirituals, ya
consolidada en sistema. Omitiremos otras consideraciones sobre
él, aunque bien las merece, para limitarnos al poema
«Espiral», una de las más hermosas, intensas y
fragorosas composiciones poéticas del tiempo histórico de
Félix Grande.
«Espiral» es un poema de noventa versos de medida diversa
y sin rima, agrupados en varias series de distinta extensión,
salvedad hecha de los cuatro versos últimos, que aparecen como
entidades autónomas y solitarias, lascas de un discurso del
que al final se han desprendido en el vertiginoso zarandeo
temático de la composición. En ese zarandeo, del que no
están ausentes las iteraciones jazzísticas a que
antes me he referido, intervienen dos factores de gran interés
rítmico. El primero tiene que ver con el término de
muchas de las series, rematadas con «Puedo escribir los versos
más tristes esta noche», primero y último verso,
además, de la composición, toda ella abrazada por esa
invocación a la tristeza. La monodia subyugante del
alejandrino nerudiano atrae todos los otros componentes
temáticos, todas las otras incitaciones tonales, hacia el
sonsonete recurrente de esta expresión plagada de una
melancolía cósmica. El segundo factor rítmico es
relativo a la conexión entre la música y el sentido.
Aunque no puede hablarse de un rígido sistema
esticomítico, en el que las unidades semánticas quedaran
encajonadas en versos cerrados, sin embargo existe una tendencia
evidente hacia ello: los versos, rara vez puntuados en su interior
y nunca en su final, propenden a identificarse con segmentos
verbales de sentido completo, lo que incrementa el pálpito
machacón de las iteraciones, en este caso estructurales (vv.
46-50):
Mi hija golpea en la puerta
escucho el tronco hueco de mis antepasados
La cena huele a astillas de megaterio mudo
La mesa limpia tiene lobos
El reloj marca un cero deforme
O,
poco más abajo (vv. 58-63):
El reloj de pared marca las nueve y media
Sube desde la calle el sonido del
tráfico
Un perro allá en el pueblo ladra
Un obús silba allá en la guerra
Allá por todas partes hay miedo sangre
cálices
miembros rotos fósforo ardiendo
El
poema contiene una historia personal imbricada en una historia
universal reducida
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a muy pocos episodios vinculados directamente o no a la existencia
del autor. Su construcción es de tipo acumulativo, en
disposición no sucesiva cronológicamente. Su nervadura
presenta una serie de irradiaciones atropelladas, con vocación
de simultaneidad (aunque no del todo simultáneas en tanto que
lo impide el discurso poético). El centro desde el que parten
tales irradiaciones es un sujeto coincidente con el poeta que
registra por escrito las incitaciones de su cerebro. El ejercicio
de esa escritura versa sobre el sentido de la historia y la
consideración del yo, desembocadura en que han venido a parar
acontecimientos de la humanidad desde los tiempos
ancestrales334.
Importa mucho precisar la identificación entre poeta y sujeto:
el axioma pessoano de que «el poeta es un fingidor» nada
dice en realidad contra esta identificación, pues ese
fingimiento consiste en la adopción de las vestiduras
retóricas por las que el poeta «llega a fingir que es
dolor / el dolor que de veras siente» (la cursiva es
mía); y, como en el poema de Ángel González referido
en nota, existen alusiones autobiográficas inequívocas
que acotan esta identificación escasamente posmoderna, si no
bastara para indicarlo el mismo título
-Biografía- de la obra completa del poeta. Ese punto
subjetivo de partida -el autor, la voz poemática- se ubica en
un tiempo histórico: «esta noche», según reza
la letanía; más en concreto las nueve y media de la noche
de un día de 1969, momento de la escritura del poema o, cuando
menos, de la constitución psíquica del pensamiento que se
vierte en él. Y ello acaece en un lugar específico: el
cuarto de su casa en que se encuentra.
Según antes se ha sugerido, domina una construcción
yuxtapositiva, como es propio de un texto donde el pensar
escalonado es sustituido por la mostración de estampas que
contunden una tras otra en la sensibilidad del lector, y cuya
contigüidad sintagmática provoca en el receptor una
impresión de solapamiento. Esta yuxtaposición está
lograda mediante dos recursos fundamentalmente. Por un lado, la
disposición casi paralelística de estructuras oracionales
muy simples y semejantes entre sí; basta con observar los
comienzos de verso en una de las series reproducida atrás (vv.
46-50). La predominancia del presente de indicativo, que muchas
veces se mantiene con independencia de los distintos tiempos
históricos referidos («Hace un momento tengo quince
años», v. 37), promueve una convergencia de todos los
segmentos temporales agolpados en el aquí y el ahora. El otro
recurso es la escasez de conectores sintácticos que
establezcan los nexos gramaticales y, por tanto, la jerarquía
oracional y las relaciones de dependencia, lo cual, unido a la
ausencia de puntuación, propicia la concurrencia sensitiva de
aconteceres argumentalmente distintos y cronológicamente
alejados; nótese en la siguiente serie (vv. 51-57):
Hace un momento mamá y papá cenaban
hablaban se besaban
creyendo que yo estaba dormido
Papá emigra del pueblo para hacernos
llegar
un poco de carne de bestia
Mamá chupa un tendón monstruoso y llora
sola
Puedo escribir los versos más tristes esta
noche
Esta idea de concurrencia está intensificada por la
repetición de ciertas fórmulas como la locución
temporal del inicio de la serie anterior («Hace un
momento»); he aquí los comienzos de algunas de estas
tiradas:
Hace un momento mis antepasados
(v. 10)
Hace un momento tengo quince años
(v. 37)
Hace un momento mamá y papá cenaban
(v. 51)
Hace un instante me han comprado un cuaderno
(v. 70)
Pablo Neruda.
Engarzados por el monocorde y obsesivo verso de Neruda, los
estratos de la historia se superponen sin argamasa sintáctica.
Un solo elemento formulario basta para marcar el salto de una
época a otra: el reloj de pared que, como el catalejo de
«Una ciudad y un balcón» (Azorín, Castilla),
señala no tanto los tránsitos como la instalación en
cada una de las estancias cronológicas:
El reloj de pared
marca mil novecientos
sesenta y nueve...
(vv. 2-4)
El reloj marca mil novecientos treinta y
siete
(v. 8)
El reloj de pared marca mil novecientos
cuarenta y cinco...
(vv. 26-27)
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El reloj marca un cero deforme
(v. 50)
El reloj de pared marca las nueve y media
(v. 58)
La
exposición poética sólo al principio se despliega en
secuencias temporales relativamente unitarias. En la serie primera,
los tiempos de la guerra en 1937, apenas nacido el sujeto, pueden
considerarse una remembranza retrospectiva realizada desde el
presente de la escritura. Sin embargo, a partir de la tercera serie
(«El reloj de pared marca mil novecientos / cuarenta y
cinco») se enredan las fechas y los acaeceres en cada una de
ellas, de manera que los distintos momentos históricos se
cruzan y arraciman, y determinados elementos recurrentes se hacen
comunes a todos esos tiempos: el reloj de pared, el tronco hueco
con que se comunicaban con precariedad los antepasados
prehistóricos (los cuales conectan no sólo con el sujeto,
sino con su hija, que golpea la puerta para avisar a su padre que
la cena está servida). No es extraño que hacia el final
del poema se hayan borrado todas las distancias entre pasado y
presente, enlazados por el sonido que percute en los oídos y
en la sensibilidad del autor, a la vez ascendiente
prehistórico en busca del lenguaje y escritor en busca de
palabras: «Soy un antepasado golpeando un tronco hueco»
(v. 82).
Algunos tiempos de la vida personal o histórica están
claros: 1969 es el presente en el que el poeta escribe y
efectúa el ejercicio rememorativo e imaginativo, cuando tiene
los treinta y dos años que han marcado su rostro según se
refleja en el cristal del reloj (vv. 72-74); 1937 es el año de
su nacimiento, y es también año de una dolorosa guerra
visible en la imagen de su madre corriendo con él en brazos
para ponerlo a resguardo de las bombas; 1945 representa, ya, una
primera salida del círculo de lo personal, como en una
comunión de dolores, con la alusión al lanzamiento de la
bomba de Hiroshima; las nueve y media es la hora de la escritura o
de la reflexión, cuando la hija lo saca del ensimismamiento.
Otras referencias al reloj (v. 50) no son adscribibles a un tiempo
convencional, y aluden probablemente a la distorsión de la
figura del reloj en la percepción del sujeto por la
confluencia en simultaneidad psíquica de esta summa vitae, no sólo del hombre que escribe,
sino de toda la humanidad precedente.
En
ese nudo de la historia, coincidente con el presente de la
escritura, se concentran los momentos vividos o no por él,
pero, en cualquier caso, con fuerte incidencia en él: los
bombardeos de la Guerra Civil; los esbozos de un lenguaje no
proposicional por parte de los integrantes de la horda
troglodítica, todavía pegada a los primordia que constituyeron el mundo
(«borracha de materia original», p. 15); el lanzamiento
de la primera bomba nuclear, resumen de una crueldad universal en
la que todos son víctimas y verdugos y de nuevo
víctimas335;
la revelación del amor a los quince años, pareja al
descubrimiento de la muerte («Sigo haciendo el amor gimiendo
hiriendo / mientras mueren mis familiares», vv. 40-41); la
reunión fuera del tiempo sucesivo de padres e hijos, ancestros
y descendientes («Papá emigra del pueblo», v. 54;
«Mi hija golpea en la puerta», v. 43; «Vienen mis
nietos a llorar», v. 77), en una recapitulación en la que
concuerdan avances y retrocesos... El llanto parece ser el
denominador común de esta vorágine, de esta
destrucción regenerativa o, tanto monta, de esta
regeneración funeral que llamea en un calidoscopio:
«Allá por todas partes hay miedo sangre cálices /
miembros rotos fósforo ardiendo» (vv. 62-63).
Por
lo visto, los distintos momentos cronológicos y los diversos
componentes del poema han sido alcanzados desde el punto irradiador
donde se situaba el poeta. El dibujo de los movimientos de la
acción es, mejor que la espiral referida en el título, el
de un centro que primero se abre en una diáspora (el poeta,
radicado en el presente, hacia el pasado prehistórico, hacia
su niñez, hacia su adolescencia, hacia sus nietos futuros)
cuya confusión produce una extraña sensación
alucinatoria, y que al final recupera un talante unitivo, cuando
«La materia total gira enloquece» (v. 87) en una
regresión hasta la convergencia última en el mismo lugar
del que partió todo. En tal punto, el hombre que piensa y
escribe lleva sobre los hombros el peso de toda la humanidad, la
microhistoria de su vida contiene vestigios de historias
añejas y redivivas, y en la llamada de la hija a la puerta se
oyen, también, los golpes de los antepasados en el tronco
desde el que se emitía noticia de los dolores ocurridos y por
ocurrir. Engastándolo todo, la terebrante letanía
nerudiana resuena como un tam-tam insomne que va pautando con su
congoja la noche de la escritura.