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De la revolución vanguardista al estallido de la Revolución. Notas sobre poesía y política entre 1930 y 1959
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________________________________ Profesora de
Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Alicante. Su
actividad docente e investigadora ha dedicado una atención especial
a la literatura cubana y sus relaciones con los procesos políticos
y culturales del siglo XX. ha dedicado varios artículos y libros a
la obra de José Martí y, sobre todo, de José Lezama Lima y el Grupo
Orígenes. Actualmente orienta su investigación hacia la literatura
colonial y, en concreto, a la obra del Inca Garcilaso de la
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Como explicó José Antonio Portuondo en su Bosquejo histórico de las letras cubanas, la revista de avance (1927-1930), abanderada en Cuba del arte «nuevo»y los movimientos de Vanguardia, al enmudecer voluntariamente como punto final de su trayectoria, quiso acabar con un período de la literatura cubana durante el cual «los escritores creyeron hallar la solución de los problemas fundamentales del país mediante el esfuerzo minoritario de las porciones cultas, con ignorancia de las grandes mayorías nacionales»: la lucha contra los procedimientos cada vez más cruentos de la dictadura de Gerardo Machado habría empujado a esos escritores «hacia el convencimiento de la impotencia de los intelectuales, y al descubrimiento de las masas, cuya «revelación» intelectual les hiciera, entre otros sofismas, don José Ortega y Gasset» (1). Los dirigentes más radicales de aquella generación pronto publicarían un llamamiento a las armas titulado «Tiene la palabra el camarada máuser», donde Raúl Roa condensaba en ese verso de Vladimir Maiakovski los nuevos principios revolucionarios:
La «revuelta de masas» contra Machado prosiguió hasta 1933, cuando Rubén Martínez Villena organiza la huelga general que provoca la caída y la fuga del dictador el doce de agosto. Pero el país no quedó en manos revolucionarias: las maniobras norteamericanas para prolongar los días de gobierno afín siguieron tejiendo sus redes en torno al presidente provisional Carlos Manuel de Céspedes, y lo harían con cada uno de su sucesores (Mendieta, Barnet, Gómez y Laredo) gracias a Fulgencio Batista. Hombre de confianza de Washington, Batista gobernó en la sombra desde 1934 como jefe del ejército, y después lo hizo como presidente constitucional (1940-1944), aunque distó mucho de llevar a la práctica las apreciables conquistas políticas y sociales de la Constitución de 1940. «La farsa republicana adquiría la invisibilidad de un simulacro perfecto -apunta Cintio Vitier-. La ficción se apoderaba, no sólo del ideal republicano como sucedió hasta Machado, sino también del ideal revolucionario» (3), pues los gobiernos del Partido Revolucionario Cubano («Auténtico») de Grau San Martín (1944-1948) y Prío Socarrás (1948-1952) tampoco fueron mucho mejores. Eduardo Chibás, líder de la alternativa más honesta, el «Ortodoxo» Partido del Pueblo Cubano -cuyo emblema electoral era una escoba, para barrer a los corruptos-, se suicidó públicamente en 1951 después de un mitin radiofónico. El desprestigio de los «Auténticos» y la debilidad de los «Ortodoxos» sin Chibás, convencieron a Batista de la viabilidad de un golpe militar, que |
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llevó a cabo el diez de marzo de 1952. Eran tiempos de desilusión y fatalismo:
Cuba vivía y padecía la frustración ya casi endémica de esa República Moral que animó el proyecto liberal nacionalista del siglo XIX, con la aguda nostalgia que sugería Eliseo Diego en un poema de los años cuarenta:
Pero la aventura cultural de Orígenes, la revista que fundó José Lezama Lima en 1944 y el amplio grupo de escritores que se reunió a su alrededor desde 1934 (6) y acabó adoptando el nombre de esa publicación, compensaba el pesimismo histórico posmachadista con su optimismo trascendente, eje central de una especie de revolución pacífica donde la palabra y la pluma volvían a desempeñar un papel fundamental:
Algo parecido a aquel Estado ideal concebido como meta común debía ser para ellos la España republicana que representaban las ilustres figuras que habían pasado por La Habana aquellos años y sufrían las consecuencias de la dictadura de Franco. Sobre todo, María Zambrano, cuyo magisterio sobre Orígenes tuvo mucho de apuesta intelectual por un futuro mejor, por algo que pudiera revocar de una vez «esa ley fatal de nuestra historia» que formulaba el pensamiento origenista: «El callejón sin salida en que siempre había desembocado el esfuerzo heroico: la ley del imposible» (8). La filosofía que animó al grupo, pues, se erige como un ejemplo perfecto de asimilación en sentido contrario de aquellas premisas de que hablaba Portuondo: Orígenes no sólo nunca padeció la «impotencia de los intelectuales», sino que su convencimiento en el poder regenerador de las minorías cultas y su valoración de la cultura como resistencia -según el término que le sería emblemático- adquieren proporciones míticas. Lo explicaba Lezama con palabras apasionadas en una polémica pública con Jorge Mañach, representante de aquel vanguardismo ya extinguido, que reprochaba a Orígenes, entre otras cosas, no reconocer su deuda con la generación anterior, y que había sido de los primeros en propugnar una superación de lo que él mismo llamó La crisis de la alta cultura en Cuba (1925). Por eso le respondió Lezama, convertido en portavoz del grupo:
Pero quizá por esa oposición con la generación de avance, que no dudó en entregarse a la militancia más activa, durante mucho tiempo se aceptó sin cuestionarla caracterización de Lezama y los poetas de Orígenes como grupo apolítico, voluntariamente aislado en su «taller renacentista» y ajeno a los acontecimientos que sacudían su país durante unas décadas convulsas y decisivas para su historia. La verdad es que los origenistas, con Lezama a la cabeza, siguen conservando aún buena parte de esa imagen que creo no les corresponde, al menos en tan alto grado: el significado de Orígenes no puede entenderse del todo si no vemos su aventura como algo mucho
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Cintio Vitier, Eliseo Diego, Ángel Gaztelu, Fina García Marruz y José Lezama Lima |
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menos autista de lo que suele pensarse. Por una parte, porque, si bien es verdad que sus componentes más conocidos se entregaron a la elaboración de una obra difícil y cada vez más densa, con ello pretendían compensar la oquedad ambiental, ese «raimiento» del que se hablaba constantemente en la revista. Renunciaron a cualquier activismo que no fuera el poético, pero sustentaron con su obra una actitud cultural que tuvo una gran conciencia histórica, una honda inquietud social e incluso -aunque desdibujada por la complejidad de su formulación- una actitud políticamente comprometida: aquella sentencia de Lezama que acabó siendo divisa del grupo, «Un país frustrado en lo esencial político puede alcanzar virtudes y expresiones por otros cotos de mayor realeza» (10), no condujo nunca a una fuga de la realidad; se llevó a la práctica como un modo de compensar sus carencias y como una labor sumergida de oposición que abanderaba en sus publicaciones la figura de Martí como «cerrado impedimento a la intrascendencia y la banalidad» (11), a la espera de ese gran momento que según ellos traería su «resurrección» como operante fuerza histórica. Y por otra parte, porque esa peculiar aventura política de Orígenes se entiende mejor si se tiene en cuenta que la revista de Lezarna no fue un fenómeno de época único y sin diálogo con otros grupos y publicaciones de su momento. En rigor, ni la Orígenes de los años cuarenta y cincuenta, ni su disidente -y replicante- Ciclón (1956-1959) como tampoco, obviamente, las cinco revistas anteriores del grupo (Verbum, Espuela de Plata, Nadieparecía, Clavileño y Poeta) fueron órganos de una generación en sentido estricto, como a veces parece haberse entendido. Es preciso recordar que la llamada Tercera Generación de la República (la generación posvanguardista) incluye a otros muchos escritores cubanos que no se identificaron ni colaboraron con sus coetáneos de Orígenes y que, por tanto, usar el término «generación» para referirse a lo que, en rigor, fue un grupo (por las razones que ha estudiado detalladamente Jesús Barquet) (12), confunde más de lo que ayuda. En aquella generación, además de los origenistas y sus colaboradores más jóvenes (Pablo Armando Fernández, Fayad Jamís, Edmundo Desnoes o Roberto Femández Retamar), se incluyen escritores como José Antonio Portuondo, Ángel Augier, Mirta Aguirre, Onelio Jorge Cardoso, Carlos Felipe, Alcides Iznaga, Aldo Menéndez o Samuel Feijoo, que casi nada o nada en absoluto tuvieron que ver con las convicciones de Orígenes acerca de la militancia sólo poética: «Vivieron con la mirada puesta en las realidades de su país -explicó Roberto Fernández Retamar-: Algunos llegaron a la franca militancia en un partido revolucionario, como Mirta Aguirre; otros, procediendo más por la libre, se acercaron a los campesinos humildes en vida y obra (Cardoso) e incluso lucharon durante años por reivindicaciones campesinas (Feijoo); y no faltó entre ellos quien tomara las armas en la loma, como Aldo Menéndez. Su obra literaria es un testimonio de esa preocupación, de esa actitud» (13). La diferencia fundamental entre esas dos facciones estuvo, pues, no tanto en el compromiso con la realidad sociopolítica del país, sino en cómo se expresó ese compromiso, vital y literariamente, por parte de una y otra tendencia, y, sobre todo, en cómo se entendió esa expresión por parte de la generación inmediatamente posterior, protagonista del proceso revolucionario desencadenado a partir de 1959. Resumiendo mucho la cuestión, puede decirse que, mientras lo que se consideró el legado fundamental de Orígenes se redujo a la insistencia del grupo en la seriedad y la constancia con que debía enfrentarse la labor cultural, al margen (o a pesar de) la indiferencia oficial y los vaivenes nocivos de la actualidad -una actitud que entonces se consideró, en el mejor de los casos, escapista y amante de la torre de marfil-, los autores no origenistas ofrecían una mucho más nítida militancia política, continuadora del modelo ideológico revolucionario de los primeros años de la República, que generó la llamada Protesta de los Trece (1923), el Grupo Minorista, la revista de avance (1927-1930) y, en suma, la llamada Generación del 23, algo que convertía a esos autores, a los ojos de los más jovenes, en «herederos directos del aliento de la extraviada Revolución del 33» (14). Continuar o romper con el legado de aquella mítica Generación del 23 eran a fines de los años 30 las dos opciones disponibles para los autores que, como los que poco después integrarían el Grupo Orígenes, empezaban entonces su trayectoria intelectual. Y sin duda Orígenes heredó también su aliento utópico, pero prefirió trasladar sus coordenadas a un espacio más afín con la sensibilidad |
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de sus componentes: la creación cultural. Para ellos esa otra militancia revolucionaria se entendió como una «parálisis» que interrumpía las enormes posibilidades que atribuían a la creación, pues vieron las virtudes iniciales de la generación vanguardista empañadas por cierta deformación causada por la «secreta vinculación con los vicios de la época», según Cintio Vitier, quien en sus famosas conferencias de 1957 sobre Lo cubano en la poesía -como «la Biblia del Origenismo» se las llegó a conocer después- (15) explicaba los pormenores de esa recepción:
Para Orígenes, pues, la capacidad inspiradora de aquel grupo se había extinguido: «tiene ya sabor y aroma de época», añade Vitier, y en su obra «todo tiene poco fondo, una intrascendencia y una lisura peculiar» (17). También Lezama, algunos años antes, en su carta abierta a Jorge Mañach, había afirmado sentenciosamente que aquella generación «cumplió y se cumplió». Según él, esos autores habían traicionado la entrega a su obra, al relegarla a un segundo plano, atraídos por la «inmediatez» de lo que llama «la ganga mundana de la política positiva» (por oposición a la política «esencial») (18). Y a la parálisis se unía el descrédito de la conducta individual de algunos de sus miembros, Jorge Mañach entre ellos (19). Pero esa apreciación generalizada a toda la promoción del 23 constituía, más que una verdad constatable, una cuestión de valoración personal: para los no origenistas, no sólo no existió esa parálisis creativa, sino que vincularon su obra a una continuidad con la de algunas de las figuras mas politizadas de la generación anterior (como Nicolás Guillén y Juan Marinello, muy en activo ambos entonces) y practicaron una explícita orientación anti-origenista desde la Gaceta del Caribe, en nombre de la creación militante que, según ellos, «bebía sus jugos vitales en el humus popular» (20). Como sugiere el análisis de Jesús Barquet, quizá la influencia de César Vallejo sea uno de los elementos más reveladores de las verdaderas diferencias que produjeron esa polarización de la generación posvanguardista en torno a la percepción de la generación literaria inmediatamente anterior: «La admiración por Vallejo, compartida por ambos sectores, revela las peculiaridades de cada uno. La obra del peruano los llevó [a los origenistas] a comprender la unidad indisoluble entre ética y creación», mientras que para los no origenistas, según el crítico, la influencia fundamental de Vallejo se tradujo en la adopción de «sus prosaísmos vigorosos, su inquietud, su esquemática sequedad (...) y el ansia por donde César Vallejo -el César Vallejo de España, aparta de mí este cáliz- edificaba hombres» (21). Sea como sea, no hay duda de que ambos grupos compartieron el mismo desencanto del presente que ya intentara combatir el vanguardismo precedente de la revista de avance con aquella frustrada Revolución del 33, aunque no lo tradujeron con las mismas formas. Siendo fenómenos aparentemente contrapuestos, la circunstancia histórica común define posiciones que confluyen en muchos puntos (el pensamiento de José Martí como soporte ideológico, sin ir más lejos) y empujan también a esa «vanguardia sin vanguardismo» que fue el Grupo Orígenes, a emprender la puesta en práctica de algunos de los valores profundos que el breve vanguardismo cubano había esbozado sin llegar a desarrollarlos. Esa Vanguardia, digamos «ortodoxa», la que se definía a sí misma como tal, tuvo tardía repercusión en el panorama cultural de la Isla y se identifica con la publicación que fue su portavoz desde 1927 hasta 1930: la revista de avance, aunque su verdadero nombre era el número cambiante del año, con lo que se subrayaba así, hasta en el título, su afán de renovación constante; su deseo de avanzar. La metáfora de un barco zarpando que daba pie al manifiesto «Al levar el ancla», firmado por Juan Marinello, Francisco Ichaso, Alejo Carpentier, Martín Casanovas y Jorge Mañach, condensaba los objetivos radicalmente aventureros del grupo:
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En sus cuatro años de viaje, avance cumplió el papel histórico que le correspondía: intentar renovar ese «ambiente provinciano», difundir los movimientos de vanguardia e introducir el mayor número de tendencias, corrientes y figuras del «arte nuevo» (y con él, las primeras manifestaciones de poesía «pura» y «social»). Pero, sobre todo, la revista fue esencial para canalizar la revitalización política en Cuba que se había acentuado desde principios de los años veinte. Recordemos, sólo como ejemplo, que en 1926 se publica el famoso poema «La zafra» de Agustín Acosta, donde el poeta se hace eco ya de esas preocupaciones de signo social y nacionalista, lamentando el desastre republicano con versos destinados a alcanzar resonancia emblemática: «Musa patria, esto no fue / lo que predicó Martí». Inquietudes similares constituían la razón de ser del movimiento «de ideas» que se concretó alrededor del llamado Grupo Minorista, núcleo de la joven izquierda habanera que se había ido constituyendo desde 1923. Ese año tuvo lugar lo que se conoce como la Protesta de los Trece (trece «minoristas»), que, encabezados por el poeta Rubén Martínez Villena, concentraron el movimiento de oposición contra la corrupción y los turbios gobernantes de la llamada seudorrepública. Y cinco de esos trece -los firmantes del manifiesto «Al levar el ancla»decidieron fundar en 1927 la revista de avance, quizá no con el propósito de dar voz pública al minorismo, pero así fue. Tal vez la trayectoria individual de Martínez Villena, su enérgica reacción frente al estancamiento republicano a través de su entrega al activismo político más contundente, señalara la verdadera vocación del grupo renovador: la «generación del optimismo ciego», en palabras de Carlos Ripoll (23), se abría paso histórico armada con las ansias renovadoras del vanguardismo. Eso explicaría la rápida orientación del grupo vanguardista hacia la militancia política (no obstante alguna desorientación individual), cuando en 1930 se intensificó la lucha contra la dictadura de Gerardo Machado y sus conciencias creyeron encontrar una oportunidad de expresión en la organización de aquella Revolución que quiso estallar en 1933, pero fue duramente reprimida. Ambas cosas, política y literatura, habían avanzado íntimamente unidas hasta entonces, y las consecuencias se habían revelado ya notablemente profundas para la segunda, que desembocaba en un panorama dual: la vanguardia, cuando no se socializó o se politizó, se depuró. Lo resumía también José Antonio Portuondo:
Así, la revista de avance, después de haber cumplido con su cometido estético, se extinguió quizá justo cuando debía hacerlo: en 1930 la intensificación de la lucha contra la dictadura de Machado tuvo como consecuencia el recrudecimiento de la represión. El gobierno amenazaba con instaurar la censura previa a la prensa y avance decidió autosilenciarse como modo de protesta y para no tener que someterse a esa otra «depuración», ya nada poética. Del complejo de intenciones del breve vanguardismo cubano surge el contexto en el que ha de inscribirse la obra del Grupo Orígenes, que desafió con idéntica determinación (aunque con algo de estar de vuelta de batallas inútiles) las mismas frustraciones, las mismas inconsistencias y, en suma, la misma atmósfera disolvente de la república que la vanguardia quiso combatir. Pero el nuevo grupo se negaba a sentirse heredero de las dogmáticas exclusiones vanguardistas y emprende su propia
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Portada del primer número de la revista de avance. |
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aventura cultural, «ya no tan interesada en avanzar como en sumergirse en busca de los orígenes», como apuntara Cintio Vitier (25). En el editorial que presentaba la revista se incluía una extensa declaración de principios a los que respondía el significado de un título que proponía fundir tradición y modernidad, orígenes y originalidad:
Esos intereses se tradujeron pronto en un acercamiento novedoso a esa fecunda «tradición de la ruptura» de que hablara Octavio Paz (27), desde que Lezama esgrimiera al frente del primer número de Espuela de Plata, la primera gran revista origenista (1939-1941), las «Razones» que señalaban para siempre la actitud de aquel grupo decidido a luchar sólo «contra el desgano inconcluso» (28). La polémica directa quedaba descartada, a favor de esa actitud ajena a los debates sobre pureza e impureza, evasión y compromiso, que ya habían escindido la poesía española (29) y empezaban a establecer dicotomías obligadas en la cubana: sólo había tiempo para la «artesanal alegría» de la creación y la necesidad de lograr con ella una resistencia silenciosa que, por otra parte, avanzaba las famosas tesis lezamianas sobre la creación «con rasguños proféticos» que expondrían luego las páginas de Orígenes:
Lo posible lezamiano se convertía así en categoría origenista fundamental, determinando la noción conexa de futuridad entendida como renacimiento continuado y reorientación de la historia, en suma, una utopía entendida, no como ensoñación evasiva que sustituyera lo real por lo irreal, sino como una suerte de profecía social basada en el rescate, de entre las profundidades de lo cubano, de ciertas fuerzas impulsoras del progreso histórico. Lo posible así concebido como meta otorgaba un sentido a la tradición e inspiraba la trayectoria origenista, orientando sus búsquedas hacia la revelación por la poesía de nuevas y mejores realidades. Y conviene recordar que presupuestos similares había expresado con insistencia el pensamiento de María Zambrano, cuyo magisterio, como es sabido, dejaría huellas indelebles en el espiritualismo de Orígenes, en sus lecturas de la tradición, en su interpretación de la historia y hasta en sus proyectos para dinamizar la sociedad.. Había escrito la autora ya en 1939:
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Portada del primer número de Orígenes. |
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No cabe duda de que fue a la luz de esos mismos planteamientos (casi uno por uno) como enfocó Cintio Vitier sus decisivas «Consideraciones finales» que definían lo cubano origenista «bajo especie de fundación» y las búsquedas del grupo como antídoto contra a esa otra desintegración que se producía también en la Cuba republicana:
Por eso la polémica gran antología origenista Cincuenta años de poesía cubana (1902-1952) había subrayado ya la voluntad del grupo por fundar el «proceso creador de la nación», a través del «invisible metagrama histórico» conformado por «la mejor corriente de poesía que estructura la imaginación como historia, la imaginación encarnando en otra clase de actos y de hechos» (33). En ese proceso, y de acuerdo con sus presupuestos iniciales, Orígenes evitó siempre pronunciar cualquier filiación o rechazo programáticos. Y no podemos hablar tampoco de una «poética origenista» explícita que todos compartieran: el grupo se definió a sí mismo como «un estado de concurrencia, pero nunca un modo grupal de operaciones y coincidencia de criterios» (34), y constituye un fenómeno polifónico que quizá sólo se pueda explicar, como ha hecho Fina García Marruz, «a partir de ese versus uni martiano: unidad de fines, diversidad de modos» (35). De hecho, es suficiente recordar a autores tan diferentes entre sí como Eliseo Diego, poeta intimista de lenguaje sobrio, y Virgilio Piñera -una especie de anti-Orígenes, pese a ser parte irrenunciable del grupo-, cuya obra existencialista, insolente e irónica pareció siempre obsesionada por lo insustancial y lo absurdo de la existencia, precisamente lo que la de Lezama quiso afanosamente trascender. Sin embargo, el grupo ha pasado a la historia como grupo, compartió sus aventuras estéticas y editoriales con clara conciencia de grupo y es reconocible como tal, de modo que algo los unió, según ellos, era una «secreta imantación», tal vez una actitud: la completa entrega al ejercicio creativo y al ambicioso proyecto que Lezama hacía brotar de él y que fortalecía la fe en la cultura, en su poder contra el pragmatismo vigente y en su capacidad de influencia social: «Yo sigo fiel a la manera clásica, es decir, un hallazgo, una creación, y después convertirlo en una religión, un alimento que pueda ser de todos», advirtió (36). Y esa «religión» resultó decisiva para la cohesión del grupo, pues daba forma a unas inquietudes comunes pero desdibujadas acerca de la utilidad de la literatura y la responsabilidad social del escritor. En una de las «Señales» sobre la realidad sociopolítica del país que publicaba la revista, se apuntaba en 1949:
Si en la política republicana Lezama no encontraba estadistas dignos de ese nombre y de su cargo, tampoco había encontrado a esos artistas capaces de orientarlos en la dirección adecuada:
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Por eso quiso asumir él ese papel: «explotar la decisión del arte para crear las posibilidades de un estado mucho antes que la visión tosca de los estadistas» (39), con la instauración, frente al estado real (república o ciudad), de lo que llegó a llamar «una pequeña república de las letras» (40). De acuerdo con la labor «silenciosa» de Orígenes, Lezama no expuso nunca ese proyecto a través de un programa o una formulación acabada, y su coherencia se va revelando sólo a medida que enlazamos piezas en apariencia inconexas. Pero poco a poco la postura política del grupo fue cobrando nitidez y sus «Señales» se hicieron más valientes, protestando por la fuga de talentos, acusando a los representantes oficiales de la cultura de ser «contumaces letargíricos», o denunciando la «falta de imaginación estatal» y la «marcha hacia la desintegración» que los sucesivos gobiernos no hacían sino acelerar (41). Algunas incluso deslizaron claves ya inconfundibles. a propósito del célebre anatema -desintegración- que la revista lanzaba contra la seudorrepública:
Había, por tanto, dos formas de hacer política: la inculta, falsa y desintegradora de los gobernantes oficiales, y la otra, una política secreta, profunda, auténtica, defensora de los valores de lo cubano y cultivada por los artistas, que ejercen en la amable República Lezamiana un misterioso poder redentor (43). Ese atractivo planteamiento hubo de ser un elemento decisivo para la cohesión del grupo, pues daba cauce a una ideología que no había encontrado acomodo en ninguna de las corrientes políticas cubanas de aquellos años, ni se reconocía con la capacidad (o el interés) para crear una nueva. La propuesta, además, daba solvencia histórica a una aventura que buscaba oscuramente en lo poético, en las esencias y en la vuelta a los orígenes, una conquista del futuro. Recordemos que los poetas de Orígenes querían hacer «tradición», pero también profecía, «suma de posibilidades para avizorar las tierras que tendremos que habitar como estilo de vida» (44). Y entendemos que esa poética profética -más que una (u otra) objetivación de Utopía en territorio americano- fue la fórmula lezamiana para un arte comprometido con su circunstancia, si enlazamos ese texto con lo que diría después en su emblemático ensayo Las imágenes posibles: «Ninguna aventura, ningún deseo por el que hombre ha intentado vencer una resistencia ha dejado de partir de una imagen» (45), y con lo dicho en el editorial del último número de Nadie parecía, inmediatamente anterior al primero de Orígenes, que llevó el significativo título de «Resistencia»:
La obsesión por esa salvación cultural de Cuba se remonta, como es sabido, por lo menos hasta principios del siglo XIX, cuando los principales letrados del movimiento nacionalista (Félix Varela, José de la Luz y Caballero, Domingo del Monte) inventan la tradición de «la cubanidad» y propagan la idea de una literatura nacional que «brota» naturalmente de ella. Desde entonces ese concepto cultural ha estado determinado por fines políticos, explícitos u ocultos (47), y creo que esa misma determinación es innegable en el proyecto origenista. Su defensa de lo cubano ha podido entenderse como la de una noción de identidad absoluta, inmutable e impermeable al contexto -a ello contribuye el uso constante de términos como «esencia», «raíz», «resistencia», incluso «orígenes»-, pero en realidad está determinada por unas circunstancias históricas muy concretas. Al evaluar la importancia de aquella «Biblia del Origenismo» que fue Lo cubano en la poesía de Cintio Vitier en el proceso de afirmación nacionalista cubano, Arcadio Díaz Quiñones concluyó que cumplía una función crucial, pues no sólo era el recuento de las diversas |
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formulaciones del problema llevadas a cabo por sucesivas promociones de escritores (lo que «impone una trama a la historia literaria y a la historia de la cubanidad»), sino además convertía la literatura en «un instrumento de exaltación nacionalista»:
El propio Vitier había insistido en el carácter histórico de los propósitos de su libro, explicando en el prólogo que entendía esa noción de lo cubano como el resultado de un complejo proceso de toma de conciencia de «lo que más genuinamente nos expresa en cada instante»:
En otras palabras: la identidad no puede verse como expresión de una realidad previamente constituida, al margen de los discursos que la articulan, de ahí que podamos concluir que también en la visión origenista de lo cubano bajo especie de fundación, esa fundación estuviera puesta al servicio de un proyecto cultural (y político) específico. Creo que con esa reformulación, en la que la definición de la nación se entiende de acuerdo con la imagen que ofrece de ella la escritura, el proyecto origenista se orientaba hacia la legitimación del papel fundamental de los representantes de la cultura en la construcción de un nuevo Estado. Con él se obedecía al perfil del «buen letrado» que exigió para Nuestra América Martí: «estrategia es política»; «la solución está en crear». El enorme poder regenerador que el proyecto de Lezama y su grupo atribuye a los representantes «selectos» de la cultura (ellos mismos) como idóneos dirigentes del país, puede ser interpretado como el equivalente en lo simbólico del compromiso político que otros autores expresaron explícitamente, o ejercieron entonces a través de la militancia real. «La nación consistía en una dilución de sus jugos, en un escaparse sus aromas mejores», explicó Gastón Baquero: «Se imponía concentrarla en espíritu, en forma, en expresión» (50), Definir y defender la identidad de lo cubano fue para ellos la única forma fecunda de hacer política en un momento en que «el país estaba hueco. Sólo su alma, oculta, vivía» (51). La dilución amenazaba tanto desde la creciente influencia norteamericana (52), como desde la complicidad de sucesivos gobiernos que parecían empeñados en imponerla. Y ese problema apuntaba hacia el peligro principal de la historia cubana: el de la absorción por el otro, errónea solución al atraso histórico contra la que ya se había opuesto su adorado Martí, y la norteamericanización resultante de esa teleología fatalista de la inevitable subordinación al más fuerte. España, aportaba, en cambio, un linaje idóneo para preservar la identidad de lo cubano: «la terca resistencia de lo español» y «el eticismo hispánico etemo» (53). Así, el rescate de lo hispánico -que no era sólo lo español- lo exigían los siglos de historia común, y parecían exigirlo también las circunstancias inmediatas: una cultura aquejada de «males de osteína, de falta sustancia ósea» y víctima de los modelos introducidos en la isla por los Estados Unidos. Las circunstancias no podían ser más acordes con la oportunidad de ese renovado arielismo (54). Para ellos el contexto replanteaba, agravándola, la problemática del 98: el período semicolonial, oficialmente, había llegado a su fin con la derogación de la famosa Enmienda Platt en 1934 -por la que la Constitución cubana establecía el derecho de Estados Unidos a «intervenir para garantizar la independencia y ayudar a cualquier gobierno a proteger las vidas, la propiedad y la libertad individual»-, pero en la práctica la «república mediatizada» suponía una menos explícita pero igualmente poderosa situación neocolonial con pretensiones anexionistas, lo que se agudizó más aún con la llegada al poder de Batista como dictador (1952-1958). El sentimiento independentista también se reavivó, y el proyecto origenista, en el fondo, recordaba las claves martianas para emprender la resistencia. Por eso afirmaba Vitier, parafraseando el curioso «Principio de la ley de gravitación de Cuba» de John Quincy Adams, que, si en lo económico y hasta en lo político, ese «fruto maduro de una rama lejana del árbol hispánico» había caído |
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en manos del imperialismo norteamericano, «desde el ángulo espiritual nos escaparemos siempre», explica, «si somos capaces de entrar en contacto con las fuerzas positivas que laten detrás de nuestros vicios y flaquezas» (55). Idénticos propósitos inspiraron las célebres conferencias de Lezama sobre La expresión americana, que coincidieron en 1957 con las de Vitier sobre Lo cubano en la poesía, dos grandes «actos» origenistas que, cada uno a su modo, intentaron contribuir «al rescate de nuestra dignidad» (56) confiando una vez más en el poder salvador -compensador, al menos- de la cultura. Desde este punto de vista, el proyecto de Orígenes puede entenderse sin dificultades como continuador de los que el pensamiento anticolonialista cubano del XIX intentó llevar a cabo, apuntalando las bases, demarcando los contornos y estableciendo los principios éticos y estéticos que debían regir ese «estado alternativo» que también se llamó la República de las Letras:
Lo que sugiero es que, en el pensamiento de Lezama -que por algo despreciaba los intentos disolventes de la Vanguardia- no hay solución de continuidad entre esas aventuras intelectuales y la suya propia, emprendida en un momento en que la historia de Cuba hacía particularmente oportuna la aplicación de ese legado para el establecimiento de aquella República de la Poesía esbozada en Orígenes. Y ahí se fundamenta buena parte de la famosa marginalidad que ha definido al grupo: al margen de modas y coyunturas estéticas, su pensamiento se identificó con el de aquéllos que habían asumido la causa de la cultura como una misión heroica, convencidos de que la labor del intelectual podía triunfar donde la política había fracasado. En ellos encontró Lezama una tradición donde enraizar su ambiciosa Teleología Insular, que insistió siempre en fundamentar poéticamente tanto la vida como la política, en entender el compromiso desde la poesía, y en perseguir la creación de una Cuba posible -es decir: irrealizada pero no irrealizable-, que pudiera materializar la confluencia (también poética y también martiana) entre la justicia, la belleza y la verdad. La tan mencionada resistencia origenista se basaba en el fondo en la creación de algo similar a esa República de las letras anticolonial: un espacio alternativo y autónomo que aspiraba a hacer de la cultura una nueva religión en un mundo sin valores, que se opuso al poder vigente y sus excesos anticulturales, y que intentó combatir la desintegración y la docilidad ante la influencia norteamericana, Orígenes fue también una realización de esa ciudad letrada que estudió Ángel Rama y que «articula las relaciones de la cultura con el poder, consolidando el orden por su capacidad para expresarlo rigurosamente en el nivel cultural» (58); pero en este caso por oposición, mediante una ideologización destinada a derribar el orden vigente -la «farsa republicana» primero, la dictadura después- y a consolidar otro que ellos entendieron más auténtico. Eso hacía del grupo «más que una generación, un Estado de lo necesario posible en nuestra sensibilidad, una resistencia erguida frente al tiempo» (59). Pero el tiempo no pasaba en vano, y ya en los años cincuenta, precisamente cuando sus más famosos integrantes daban el paso a la madurez creativa, el grupo empezaba a no poder ser tenido como tal: la década final de Orígenes, tan agitada en lo político con el golpe de estado de Batista y el inicio de la lucha guerrillera en las montañas, fue agitada también por serios enfrentamientos internos que aceleraron el final quizá biológico de la revista (60) y provocaron el «cisma» que hizo que del número 35 de Orígenes salieran a la venta dos versiones distintas, una dirigida por Lezama y la otra por José Rodríguez Feo. Muy similares, pero no idénticas, la revista de Lezama conservó casi al completo -hubo casos de vacilación- la nómina de colaboradores durante ése y cinco números más, hasta el cierre de la publicación en 1956 por dificultades económicas. La de Rodríguez Feo tampoco se alejaba mucho del espíritu de la revista común, pero pronto se convertiría en la enérgica Ciclón (1955-1957 y 1959) dirigida |
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por él y con Virgilio Piñera como secretario y colaborador más activo, que, de acuerdo con su nombre, se proponía arrasar con todo, empezando por Lezama y su grupo. «Borrón y cuenta nueva» se titulaba el texto de presentación, enteramente dedicado al asunto, donde se proclamaba:
Afortunadamente, Orígenes no era sólo la revista, pero a las virtudes del grupo que perduraron hay que añadir, sin duda, la promoción de una nueva expresión poética que orientó a la poesía cubana por caminos opuestos a los que la publicación de Lezama había transitado: aquella República de la Poesía sentó también las bases para su propia disidencia desde que la primera «rebelión»de Virgilio Piñera, todavía en la órbita lezamiana, reaccionara contra una obra que quizá aún admiraba, pero que no era ya la que él quería hacer (62). Y en su caso era una negación dialéctica», no generacional, cuyo objetivo favorito fue siempre Lezama, el reverso de sí mismo. No parece verosímil que aquel conflicto entre los directores de Orígenes, por grave y hasta justificado que fuera, provocara por sí solo la rencorosa ruptura que se proclamaba ya en el primer editorial de Ciclón y que convirtió a Virgilio Piñera por largos años en «Némesis de los origenistas» (63). Tal disidencia, y los ataques correspondientes, adquieren, con la perspectiva que da el tiempo, los valores de esa constante cultural de «agotamiento de las formas». Y Piñera, cuya obra pareció vivir siempre adelantada a su tiempo, pudo ser portavoz también de ese pronóstico, pues desde Las furias (1941) o La isla en peso (1943), demostró que su obra obedecía a otro rumor, muy distinto del que inspiraba a Lezama. Con la aparición de Ciclón en 1955 se abría, pues, una tribuna para un autor que nunca cupo en Orígenes y que rompe entonces definitivamente con ella, con su estética, con su ética y con su figura central. Pero esa fue una ruptura anunciada y razonada desde mucho antes. Las reflexiones de Piñera al respecto permiten comprobar que ya en 1944 el autor estaba anunciando, al mismo tiempo, la necesidad de un nuevo lenguaje y el agotamiento del anterior. Como acuse de recibo del primer ejemplar de Orígenes, advirtió a los editores:
La de Ciclón fue, sin duda, una postura más acorde con la inquieta personalidad de Piñera y más acorde también con las nuevas corrientes de pensamiento y expresión que ya empezaban a imponerse y exigían romper con una visión de las cosas que, a la luz de los cambios que se avecinaban, podían ser tachadas de anacrónicas en el nuevo contexto. La vocación de la revista, igual que la de Orígenes, siguió siendo más literaria que política, pero es interesante señalar que su silencio de dos años se explicó a los lectores aduciendo esa segunda motivación: según señala su director cuando reaparece en 1959, la revista había suspendido su publicación en junio de 1957 «...porque en los momentos en que se acrecentaba la lucha contra la tiranía de Batista y moría en las calles de La Habana y en los montes de Oriente nuestra juventud más valerosa, nos pareció una falta de pudor ofrecer a nuestros lectores simple 'literatura'» (65). Los acontecimientos que se habían sucedido vertiginosamente durante aquellos años sin duda ayudaron a Rodríguez Feo a intuir astutamente por dónde irían las cosas. El golpe de estado ya había violentado la legitimidad y legitimado la violencia, pero 1956 significó para el gobierno de Batista el inicio del terrible ciclo de toda dictadura amenazada: la represión oficial que incita al terrorismo, y los actos terroristas que justifican la represión. Ese año trajo también fuertes sacudidas que debilitaron la apariencia de estabilidad que trataba de mantener el gobierno: se consolidaba
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el Directorio Estudiantil Revolucionario orientando hacia la acción violenta la oposición al régimen; en abril fue descubierta y desarticulada una conspiración contra Batista organizada por militares leales a la Constitución, que provocó largas secuelas de arrestos; y en diciembre, Fidel Castro desembarcó del Gramma en la provincia de Oriente y se internó en las montañas con sus seguidores, perseguido por las Fuerzas Armadas. El gobierno expidió partes oficiales dándolo por muerto, pero sólo dos meses después, en febrero de 1957, el New York Times publicaba su célebre entrevista a Fidel Castro desde Sierra Maestra, cuyas consecuencias inmediatas fueron la popularización de su imagen, que adquirió el monopolio del liderazgo revolucionario, la noticia de que sus guerrillas seguían activas desde los montes de Oriente y la certidumbre de que el panorama político amenazaba turbulencias. Quizá nadie sabía a ciencia cierta lo que esos acontecimientos podían significar, pero debió ser muy difícil sustraerse a la inquietud del ambiente: eran signos inequívocos de que algo estaba pasando y de que ese algo podría convertirse en otro «borrón y cuenta nueva» que esta vez escribiría las páginas de una historia inédita. Ciclón quiso participar en el proceso y propuso avanzar hacia los nuevos horizontes que se empezaba a avizorar con nuevas formas de sacudimiento cultural, más cercanas a valores «vanguardistas», favorables a la ruptura sin nostalgias, al contacto con las masas y a la renovación del lenguaje poético; algo que chocaba frontalmente con la oscuridad militante de Lezama y las aspiraciones origenistas acerca de hallar una sustancia esencial y resistente frente al tiempo. De hecho Ciclón rompió tanto y tan explícitamente con su antecedente que más bien se subordinó a él por negación. Publicar en la revista de Piñera era ya en buena medida estar en contra del proyecto de Lezama, y, si los nuevos poetas vacilaban al emprender una orientación común antes de 1959 -trascendencia origenista o inquietudes existenciales; intimismo neorromántico o «compromiso»; sobreabundancia barroca o sencillez testimonial- (66), Ciclón les pudo ayudar a encontrarla: al oponerse al trascendentalismo de Orígenes, la revista estaba defendiendo un interés por lo inmanente, por la realidad, por el día a día, que la Revolución. Confirmaría como prioritario. Basta recordar que en Ciclón publicó buena parte de la nueva generación de escritores que emprendería muy poco tiempo después la defensa del coloquialismo desde las páginas literarias del periódico Revolución. Desde este punto de vista, el antiorigenismo de Ciclón tal vez estaba anunciando, no sólo la confrontación que estallaría inmediatamente después entre el grupo Orígenes y algunos portavoces de las primeras urgencias revolucionarias, sino también el nuevo realismo que se impondría de ahí en adelante: Virgilio Piñera fue el único «rescatado» de todo el grupo Orígenes en el nuevo contexto revolucionario, tal vez porque él fue «el único que se aproxima, más que por la tangente, por la secante, al orbe coloquial» (67), y ya desde las páginas de Ciclón, los poemas que siguieron escribiendo Lezama, Vitier, García Marruz, incluso Diego, se identificaron con esa sensibilidad remota y ese «trasnochado hermetismo», contra cuyo auge se opuso violentamente Lunes de Revolución desde 1959, y se volvería a pronunciar la revista El Caimán Barbudo en 1966, decretando el triunfo definitivo del Coloquialismo.
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