Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Poesía cubana del siglo XX: un vistazo personal y selectivo

 


Poesía cubana del siglo XX: un vistazo personal y selectivo

Mario Benedetti


________________________________
Mario Benedetti

Escritor uruguayo. Es autor de unos ochenta libros de poesía, novela, relatos, ensayo, teatro, y uno de los autores más leídos de la literatura en español. Exiliado de Uruguay en 1973, residió en Cuba y trabajó en Casa de las Américas, y luego en España, hasta que en 1985 regresa a su país. Está fuertemente vinculado a la ciudad de Alicante, de la que Doctor Honoris Causa desde 1997, y en la que existe un centro de Estudios Hispanoamericanos que lleva su nombre.
________________________________


Mario Benedetti con Haydeé Santamaría y Alejo Carpentier en la Casa de las Américas (1978)

 

     Con el perdón de ustedes empezaré citándome. Hace unos diez años escribí que, al igual que en otras regiones del mundo, y dentro del ya bastante marginado oficio literario, la poesía seguía siendo, en América Latina, un quehacer periférico. Es cierto que sobre la poesía pesa la maldición consumista de que se trata de un artículo que no se vende, y en consecuencia, ya que vivimos encorsetados por los prejuicios y alergias del mercado y sus tecnócratas, los editores suelen llegar a la conclusión de que no vale la pena gastar un centavo en la promoción de una mercadería tan poco redituable. Ese desapego produce sin embargo un fenómeno curioso, sobre todo si se lo compara con los mecanismos de divulgación que se aplican a la novela. Gracias a los avisos en cadena, al impulso persuasivo de los grandes almacenes, a las arbitrarias y pactadas nóminas de libros más vendidos (en las que jamás aparece un libro de poesía) y otras maniobras que van comprometiendo los efectos condicionados del consumidor, alrededor de la novela se van moldeando los gustos del gran público. Por el contrario, en el caso de la poesía son los lectores, así no abunden, quienes se arriman espontáneamente a ella.

     No hace mucho, el crítico Rafael Conte señalaba que en España el mercado poético es pequeño, casi inexistente, y se refugia entre los poetas y profesores, ya que los medios de comunicación expulsan de su seno a la poesía. Y agregaba: «Y sin embargo, sin la poesía no hay nada. Los surrealistas se adelantaron a la vanguardia, los poetas latinoamericanos al boom de la nueva novela de aquel continente, los poetas sociales españoles a la narrativa social y los novísimos a la nueva novela. La poesía es el centro, el crisol, el espacio mágico en el que se produce la literatura verdadera, aunque nadie parezca enterarse de ello. Todo lo demás es -somos- resultados».

     Hasta aquí Rafael Conte. No obstante, es paradójicamente esa indefensión profesional la que tal vez otorgue más independencia al autor de poesía que a los cultores de otros géneros. Por lo menos no es frecuente que el poeta tenga editores que lo apremien ni tentadoras ofertas que lo perturben. También es cierto que, ante esa falta de eco, el poeta corre el riesgo de que lo invada el tedio, pero no hay que olvidar que, como escribió Bergamín, «el aburrimiento de la ostra produce perlas».

     En la poesía puede haber invención, no autoengaño; puede haber influencia, no contagio. Es el género de la sinceridad última, irreversible. Un poema puede ser luminoso como en Eliseo Diego u oscuro como en Lezama Lima, pero si ambos son genuinos es porque, bajo la claridad del uno o las tinieblas del otro, hay un denominador común: el entrañable fluir de los sentimientos, las convicciones y las búsquedas.

     No hay veredicto en profundidad sin concurrencia de la poesía. La marginalidad a que se la somete le otorga una libertad incanjeable. Contradiciendo a todos los arúspices, ni la novela ni la poesía morirán, pero sus rumbos, aunque a veces se crucen y recíprocamente se influyan, son diversos. A la novela la llevan en andas. La poesía, en cambio, ha aprendido a valerse por sí misma, a preguntar, aunque nadie

 

 
Poesía cubana del siglo XX: un vistazo personal y selectivo
________________________________
MARIO BENEDETTI

 

62

 

Poesía cubana del siglo XX: un vistazo personal y selectivo ________________________________ MARIO BENEDETTI

 

    

le responda; a responder, aunque nadie le pregunte.

     Refiriéndonos ahora por fin a la poesía cubana, quizá valga la pena recordar algo tan obvio como que Cuba es una isla. Y como isla que es, no sólo está rodeada por mares a menudo inescrutables, pródigos en invasiones y tentaciones, sino también por corrientes literarias, de pujanzas y vislumbres varias. Siempre me ha sonado como una revelación un hallazgo del poeta brasileño Oswald de Andrade, que en los años treinta creó (y aplicó) su teoría de la antropofagia, nombre con el que designó, según Haroldo de Campos, «la aceptación no pasiva, sino bajo la forma de una devoraçao crítica de la contribución europea, y su transformación en un producto nuevo, dotado de características propias, que, a su vez, pasaba a tener una nueva universalidad, una nueva capacidad de ser exportado a todo el mundo».

     Haroldo de Campos aplicaba, por supuesto, su teoría a la literatura de su país, pero, de los otros países de América Latina, tal vez sea Cuba el que más se aproxima a ese extraño viaje de ida y vuelta. A diferencia de lo ocurrido en otras regiones de la América precolombina, Cuba (o lo que más tarde se llamó Cuba) no recibió a los invasores con una cultura autóctona, pero sí fue asimilando la que éstos, de manera espontánea o a regañadientes, le fueron dejando. No olvidemos que el primer poema cubano, Espejo de paciencia (1608), no lo escribió un cubano, sino un español, Silvestre de Balboa, nacido en Gran Canaria en 1503 y que llegó a ser escribano del cabildo en Puerto Príncipe. También hay que destacar que con los conquistadores no sólo vinieron blancos, sino también negros, y que entre unos y otros producirán luego la amalgama del mulato, cuyo máximo exponente será mucho más tarde Nicolás Guillén. A partir de 1959, la vitalidad de la Revolución sacudió no sólo a los jóvenes, sino también a los veteranos. La transformación del contorno trajo para el poeta, entre otras cosas, la afortunada consecuencia de una renovación de imágenes. En la poesía de Guillén, por ejemplo, los últimos años de exilio habían ido transformando la alegre bronca en gris resentimiento, pero luego, ya en su medio natural, cómodo en su color, instalado en la revolución que figuró siempre entre sus amores a conquistar, Guillén rejuveneció, recuperó su bienhumorada manera de imaginar, y creó esa experimental travesura que es El gran Zoo.

     Guillén redescubre el son (enraizado en el son musical) para la poesía cubana. Títulos de sus libros (Motivos de son, Sóngoro cosongo, El son entero) son apenas señales de esa asunción. El ritmo, las repeticiones, el buen humor del son, invaden la poesía de Guillén y le otorgan voz propia, pero también le dan color a su soledad:

                      La palma que está en el patio,           
nació sola;
creció sin que yo la viera,
creció sola; bajo la luna y el sol,
vive sola.

Otras veces conserva, vibrante, la precisión del original:

                      Sóngoro, cosongo,           
songo be;
sóngoro, cosongo
de mamey

     En el vasto espacio que media entre los nombres ineludibles de Martí y Guillén hay varias promociones poéticas que no es posible analizar en un vistazo tan somero como éste. Baste mencionar a Julián del Casal (1863-1893), que no es exactamente lo contrario sino más bien lo distinto de Martí y que muere a los treinta años, cuando tanto cabía esperar de su estro melancólico.

     Pero en el siglo XIX quedan, entre otras, las sombras tutelares de José María Heredia (1803-1839), que llena de cubanía los temas de la mujer, la patria y el destierro; Plácido, o sea Gabriel de la Concepción Valdés (1809-1844), modesto y talentoso precursor de la poesía cotidiana, que muere fusilado a los 35 años; José Jacinto Milanés (1814-1863), con su entrañable descripción del paisaje pero también con su enfermiza obsesión por la pureza, que acabó precipitándolo en la demencia (como acontecería más tarde con Manuel de Zequeira); los nativistas Francisco Pobeda (1796-1881) y El Cucalambé, o sea Juan Cristóbal Nápoles Fajardo, nacido en 1829 y suicidado o asesinado o simplemente desaparecido en fecha ignota, autor de un formidable soneto-autorretrato,

 

  

Nicolás Guillén
Poesía cubana del siglo XX: un vistazo personal y selectivo ________________________________ MARIO BENEDETTI
63

Poesía cubana del siglo XX: un vistazo personal y selectivo ________________________________ MARIO BENEDETTI

 


Gertrudis Gómez de Avellaneda


Dulce María Loynaz

  

 

obrita maestra de la picaresca cubana:

                      Tengo, señores, el cabello rubio,           
una frente en que cabe un buen escaño,
y dos ojos que son, si no me engaño
del color de las llamas del Vesubio.
 
Es larga mi nariz como el Danubio,
mis orejas también de igual tamaño,
y caben en mi boca, que es un caño,
todas las aguas que hubo en el diluvio.
 
El color de mi rostro es encarnado,
no tengo barbas, ni tenerlas creo;
soy de talle gigante y muy delgado.
 
Y siendo como soy un hombre feo,
de mujeres bonitas hay atajos,
que incansables me roen los zancajos.

     Y también están Joaquín Lorenzo Luaces (1826-1867), Gertrudis Gómez de Avellaneda (1814-1873), Luisa Pérez de Zambrana (¿1835?-1922) y sobre todo Juan Clemente Zenea (1832-1871), que al igual que Plácido muere fusilado, traductor y seguidor, de autores franceses, poeta, según Cintio Vitier, «de la intemperie solitaria», cuyos aportes «son múltiples, pero todos convergen en un solo sentido: la mayor hondura, irradiación y pureza de su cubanidad».

     Ya en pleno siglo XX, aparecen las voces fuera de serie de José Manuel Poveda (1888-1926) y Regino E. Boti (1878-1958). El primero, deslumbrado por la perfección formal y cultivador de una conmovedora egolatría, arremete contra «la desastrosa moral de Cristo, la hipócrita y cobarde moral de los mediocres», y, según el severo juicio crítico de Vitier, «otras insensateces por el estilo». Entre las sensateces, sin embargo, está su cultivo del soneto, de notable factura, que figura entre las más logradas en toda la literatura cubana. Vaya aquí una muestra, el titulado «El trapo heroico»:

                      Contra el muro, aplastado en deplorable           
marco, casi mugriento, desteñido,
lo enseñan. Así el trapo inolvidable
expía haber triunfado del olvido;
 
así el signo preclaro que un glorioso
momento del pretérito ilumina,
semeja un buitre cínico y odioso
que exhibe las carroñas de su ruina;
 
así el pendón, con gesto denigrante,
pregona las heridas que ha sangrado,
publica los dolores que ha sufrido;
 
así el pendón es ya lo vergonzante
y lo trágico de un Crucificado,
para escarnio del pueblo redimido.

     Por su parte, Regino E. Boti, en el prólogo de su más difundido poemario, Arabescos mentales (1913), confiesa que ha preferido «una poesía ni gélida ni volcánica, justa en el equilibrio de lo anímico y material». A un crítico tan sagaz como Cintio Vitier le interesa en particular su segundo libro, El mar y la montaña (1921), «donde abundan los paisajes polícromos y sintéticos, con toque vanguardista y ardiente sensualidad de la pupila».

     Sería una tarea interminable, y además superior a mis fuerzas y a mis lecturas y asimismo a los márgenes de esta charla, un análisis pormenorizado de la poesía cubana en este siglo que nos deja. La isla, con su cultura «antropófaga» que siempre se caracterizó por cubanizar lo que llegaba a sus costas y a sus cánones, en un comienzo por vía marítima, luego por vía aérea y ahora presumiblemente por internet, ha ido acumulando nombres y obras que, al menos en poesía (y también en pintura) la sitúan entre los tres o cuatro países que han dado creaciones más notables al castigado continente mestizo.

     Simplemente para aquilatar ese aporte, me limito a mencionar aquí, además de los ya citados, los nombres de Juan Marinello, Manuel Navarro Luna, Regino Pedroso, Dulce María Loynaz (Premio Cervantes 1992), Agustín Acosta, José Zacarías Tallet (a quien Fernández Retamar homenajeara en un poema memorable), Rubén Martínez Villena (heredero de Martí en su enardecimiento patriótico, que también, como al Apóstol, lo lleva a la muerte), Mariano Brull (el inventor de la jitanjáfora), Emilio Ballagas y su cultivo de las «sensaciones», así como la entrañable matancera Carilda Oliver Larra (1924) y los más cercanos Samuel Feijoo, Cintio Vitier, Fina García Marruz, Pablo Armando Fernández, Roberto Fernández Retamar, Fayad Jamís (con un pasado

    
Poesía cubana del siglo XX: un vistazo personal y selectivo ________________________________ MARIO BENEDETTI
64

Poesía cubana del siglo XX: un vistazo personal y selectivo ________________________________ MARIO BENEDETTI

 

    

surrealista al que no dio totalmente la espalda, quizá sea en el fondo un romántico, que atravesó la pobreza, la soledad, el hambre, distintas nieves y distintos trópicos), Luis Suardíaz, Luis Rogelio Nogueras (1945-1985) fallecido en plena madurez creativa, Miguel Barnet, Raúl Hernández Novás, Reina María Rodríguez, Ángel Escobar, y otros autores, también estimables, que por distintas razones prefirieron el exilio, como Eugenio Florit, José Ángel Buesa, Justo Rodríguez Santos, Gastón Baquero, Heberto Padilla, Belkis Cuza Malé.

     Por todo ello, y sin que este gesto signifique de ningún modo un propósito meramente selectivo ni menos aún excluyente, me he permitido elegir de ese vasto y prestigioso nomenclátor a sólo cuatro nombres, cuyas obras, por distintos matices y circunstancias, han despertado en mí, como simple lector, un interés particular. Son cuatro: José Lezama Lima, Eliseo Diego, Roberto Fernández Retamar y Nancy Morejón.

     Si alguna vez pudo tener vigencia latinoamericana el hallazgo de Rilke, que definía la fama como «una suma de malentendidos», debe haber sido en relación con José Lezama Lima, nacido en La Habana en 1910 y muerto en esa misma ciudad el 9 de agosto de 1976. Figura descollante del grupo Orígenes (en el que asimismo participaron Cintio Vitier, Fina García Marruz, Eliseo Diego, Octavio Smith, Ángel Gaztelu, Cleva Solís, José Rodríguez Feo, Virgilio Piñera), no sólo su gravitante poesía sino también su papel de animador cultural adquieren relevancia a partir de 1937, año en que aparece Muerte de Narciso, su primer título. Max Henríquez Ureña sostendría años más tarde que si ese libro inicial fue «una revelación», el segundo, Enemigo rumor (1941), «fue una revolución». La obra de Lezama se va completando posteriormente con Aventuras sigilosas (1945), La fijeza (1949), Dador (1960), en poesía; Analecta del reloj (1953), La expresión americana (1957), Tratados en La Habana (1958), La cantidad hechizada (1970), ensayos; y sus novelas Paradiso (1966) y Oppiano Licario (1977). El conjunto siempre ha sido altamente estimado, a nivel latinoamericano, por una elite intelectual que a menudo se envanece de su propia admiración, como si el mero hecho de entender a Lezama les otorgara una patente de talento y erudición. Primer malentendido: si bien Lezama es un poeta difícil, sólo en raras ocasiones resulta impenetrable, hermético.

     Confieso que a veces he sentido que se levantaba un muro entre su poesía y mi atención de lector, pero ese muro no era precisamente el hermetismo, sino cierta extraña sensación de que la poesía era en este autor una empresa estrictamente privada, un enfrentamiento entre esa mirada fija o retador desconocido que, según Lezama, es la poesía, y el poeta que acepta su reto y la resiste. Quizá por eso en su poesía no hay puentes hacia el lector y cuando los hay son tan frágiles que teme emprender su travesía. Ahora bien, el hecho de que rara vez me haya atrevido a cruzar esos puentes, no ha impedido que, desde mi orilla, distinga lo esencial de sus aventuras sigilosas y admire a plenitud la extraña coherencia y la delirante libertad con que este poeta insólito se manejó en su mundo. Quizá haya en la poesía latinoamericana de este siglo sólo otros dos escritores pertenecientes a la misma familia de solitarios libérrimos: los argentinos Macedonio Fernández y Juan L. Ortiz.

     Por supuesto que en la obra de Lezama se podrían rastrear diversas influencias europeas (Proust y T. S. Eliot entre las más notorias). No obstante, si se dice que Lezama es esencialmente cubano, se expresa la verdad (el propio Lezama lo dice de sí mismo) pero también en esa verdad hay un malentendido, ya que la cubanidad de Lezama no le viene de la realidad tal cual es, sino de lo que Vitier llama «su experiencia vital de la cultura». No importa que en algunos poemas (verbigracia: «Venturas criollas», «El coche musical», «Oda a Julián del Casal») surja una terminología palmariamente cubana; Lezama rara vez toma la fauna, el paisaje, o los simples objetos, en su estado natural, sino que «cada color tiene su boca de agua» y «el agua enjuta se trueca en la lombriz», o sea que el mundo se le da en imágenes, que es un modo de decir que se le da en cultura. Lo cubano en Lezama pasa por la cultura.

     Cortázar, que fue un agudo estudioso de este poeta, ha anotado que Lezama «no se siente culpable de ninguna tradición directa. Las asume todas...; él es un cubano con un mero puñado de cultura propia a la espalda,

 

  

Poesía cubana del siglo XX: un vistazo personal y selectivo ________________________________ MARIO BENEDETTI
65

Poesía cubana del siglo XX: un vistazo personal y selectivo ________________________________ MARIO BENEDETTI

 


José Lezama Lima
  

 

y el resto es conocimiento puro y libre, no responsabilidad de carrera». Vitier ha dicho de Lezama: «Es el único entre nosotros que puede organizar el discurso como una cacería medieval». Ahora bien, en una cacería medieval, ¿a quién le importaba el animal cazado? Lo espléndido era el espectáculo, el alarde de la cacería. En una conferencia de Lezama, ¿a quién le importaba el tema? Lo espléndido era asistir a la organización de sus metáforas, de sus series verbales, de sus palabras-imágenes. La primera vez que lo escuché, hace exactamente treinta años, estuve hipnotizado durante una hora: iba de estupor en estupor frente al chisporroteo imaginero de aquel voluminoso y disneico orador. Pero al finalizar la conferencia no habría podido decir honradamente cuál había sido el tema. Recordaba fulgores, estallidos, efectos, inéditos acoplamientos de palabras, pero imposible reconstruir en qué campo temático se inscribían. Tengo la impresión de que su estilo brillante y barroco, si bien puede generar cierta fatiga en una novela o en un ensayo, tensa magistralmente el arco para la flecha poética.

     Cuanto más libre logra ser Lezama en su poesía, mejor tensión adquieren sus imágenes. La imagen es su clave decisiva, pero también su forma suasoria. Por lo pronto, Lezama se dicta a sí mismo su retórica, y no se esclaviza a ninguna ajena. Lo cierto es que en sus poemas las palabras adquieren una nueva vigencia, que no es exactamente la tradicional pero tampoco es totalmente otra. A veces su originalidad está en las vecindades que inaugura, aun en sus títulos: «Doble desliz, sediento», «Pífanos, epifanía, cabritos», «Peso del sabor»; otras veces está en las inéditas profundidades a que somete una palabra más o menos gastada, como ocurre en el «Llamado del deseoso».

     Tampoco se esclaviza a un dogma. Y aquí viene otro malentendido. Lezama fue confesadamente católico. Pero ¿donde reside su religiosidad? Difícil hallarla a simple vista en un pagano tan vocacional. Hay que rastrear minuciosamente sus textos para encontrar un atisbo de dogma. No obstante está la religión, con su costado pagano, claro. Está en las estructuras poéticas, que a veces son catedralicias, y otras sólo parroquiales; está (lo dice él mismo) en la «religiosidad de un cuerpo que se restituye y se abandona a su misterio; en cierta liturgia de los oficios terrestres; en la eternidad como concepto del no-tiempo». Por eso su obra jamás podrá ser confundida con la poesía pura, y tiene razón Retamar cuando afirma que en Lezama «el reconocimiento de la poesía como aventura verbal lleva al poeta trascendentalista frente al verbo y su misterio, no sonoro... sino místico».

     La religiosidad está, paradójicamente, en su enfoque de lo erótico. Cuarto malentendido: el célebre capítulo VIII de Paradiso le ha dado una fama poco menos que pornográfica. Y aunque si se toman las meras líneas descriptivas de ese capítulo, pueden extraerse todas las conjeturas imaginables e inimaginables, lo cierto es que su transcurso está invadido por palabras como verbo, encarnación, fervor, espíritu, etcétera, de clara inspiración litúrgica. De todas maneras, el escándalo y la polémica provocados por ese capítulo, incluyen una exageración, con implicancias extraliterarias que, en algún aspecto, entroncan, con el quinto y -por ahora- último malentendido: el específicamente político, que formó parte de una campaña (a la que el poeta estuvo por supuesto ajeno) destinada a imponer la imagen de un Lezama perseguido por la Revolución. Tanto su confeso catolicismo como su libertad para encarar lo erótico en todas sus variantes, fueron datos ávidamente recogidos por los órganos de penetración cultural norteamericana, así como por ciertos intelectuales, cubanos y no cubanos, residentes en Estados Unidos y en Europa, con el propósito de provocar una ruptura entre el escritor y la Revolución. Sin embargo, para su desencanto, la primera edición de Paradiso (con su quemante capítulo VIII sin cortes) fue publicada en Cuba y en cambio algunas de sus posibles reediciones han encontrado problemas frente a la censura de otros países. Por otra parte, a partir de 1959 se publicaron en Cuba numerosos y fundamentales libros de Lezama: Dador (1960), Antología de la poesía cubana (1965), Órbita de Lezama Lima (1966), La cantidad hechizada (1970) y Poesías completas (1970). En ese mismo año, la Casa de las Américas publicó una recopilación de textos sobre Lezama Lima. Luego han aparecido numerosas reimpresiones de sus obras, como La expresión americana y Confluencias.

 

 

    
Poesía cubana del siglo XX: un vistazo personal y selectivo ________________________________ MARIO BENEDETTI
66

Poesía cubana del siglo XX: un vistazo personal y selectivo ________________________________ MARIO BENEDETTI

 

    

     Había escrito en Enemigo rumor: «Una oscura pradera me convida». Hay muchas praderas oscuras y posibles, pero ahora el poeta ha aceptado el convite de la más oscura. No olvidemos que en 1968 había expresado: «Heidegger sostiene que el hombre es un ser para la muerte; todo poeta, sin embargo, crea la resurrección, entona ante la muerte un hurra victorioso». A esta altura, tras haber entonado (¿quién lo duda?) su hurra victorioso, este Gran Solitario, este poeta insólito, este artífice de su resurrección, estará por fin instalado en su oscura pradera, más allá de todo malentendido.



     Cuando Eliseo Diego (nacido en La Habana en 1920 y fallecido en México en 1996) publicó su «Responso por Rubén Darío» y colocó como epígrafe los célebres versos: «Buey que vi en mi niñez / echando vaho un día», se me aclaró de pronto la hasta ese momento para mí misteriosa relación entre el poeta nicaragüense y caudal, con todos los Olimpos a sus órdenes, y este cubano, silencioso y observante, rumiador de metáforas, reinventor del pretérito, que trataba a las palabras con un respeto, y a las cosas con una devoción, poco menos que inencontrables en la actual poesía latinoamericana. Eliseo no nacía del Darío total, sino más bien de aquellos dos versos decisivos que desde hacía varios decenios parecían estar esperando su adecuada viñeta de Boloña.

     Lo cierto es que la mejor poesía de este ser singular, que se enfrenta a la naturaleza y al prójimo en el sobrentendido de que una y otro son componentes del dios que él admite, instaura y descifra, tiene siempre alguna relación con las imágenes de infancia, con las nostalgias de una inocencia que, como el buey de Darío, todavía echa su vaho desvaneciente y evocador sobre el presente demasiado nítido, demasiado rotundo. Y esto sin perjuicio de que otros vahos también afluyan. «A medida que me vuelvo más real», escribió Eliseo, «el soplo del pánico me purifica».

     Una lectura pausada e indagadora de toda la obra poética publicada por este autor, permite confirmar que su presencia en las letras cubanas ha sido el hilo conductor que serenamente la atraviesa, regulándola, trayéndola a cauce. En la calzada de Jesús del Monte (1949) es un libro fundamental, ejemplar en más de un sentido, y es inapreciable su irradiación a las promociones que le siguieron.

     Nostalgia es la primera palabra que acude cuando uno se enfrenta a la poesía de Eliseo; tan evidente es la voluntad de rescate que allí se concentra. Es curioso comprobar que, a diferencia de lo que ocurre con otros rememoradores, las evocaciones de este poeta se conjugan en general en tiempo presente. El evocador no desarraiga a los seres y las cosas de un pasado que a veces se vuelve trampa y se vuelve retórica; más bien prefiere trasladarse, casi diría en persona, a contemplarlos, a sentirlos, a tributarlos.

     Quizá el poema en que más clara aparece esa actitud, sea «El sitio en que tan bien se está», despabilado reposo en que el autor se instala a disputar serenamente al tiempo su destino. Antes que recrear las imágenes del pasado, prefiere reconstruir su mirada de entonces, y más aún: los sueños que la respaldaron. «Aquí no pasa nada, no es más que la vida / pasando de la noche a los espejos». En ciertas ocasiones crea a tal punto para ese pasado una presencia actual, que hasta se anima a trasladar allí al lector, y no sólo al lector, también a sus cinco sentidos: «Oigamos las figuras, el son tranquilo de las formas, / las casas transparentes donde las tardes breves suenan». Es obvio que el poeta no consigue derrotar al tiempo, pero sí vender cara su derrota. Con sus sucesivas treguas, con sus inventados respiros, con sus buenos pretextos, va demorando al tiempo, le va pidiendo implícitamente que no transcurra; en fin, lo va combatiendo con sus mismas armas, con su propio estilo de erosión.

     En la dedicatoria de su segundo libro, Por los extraños pueblos (1958), definió la poesía como «el acto de atender en toda su pureza». Y eso es en definitiva lo que ha hecho Eliseo: atender, y para sentirse atento entre las palabras y bajo los astros, en la sala o entre la lluvia, en el patio o en la cabaña, ha podido y sabido recuperar su inocencia, que aquí no es ingenuidad ni bobería sino una limpia astucia para entender el mundo.

     En el siguiente libro, El oscuro esplendor (1966), que incluye algunas de las muestras más certeras y depuradas de su poesía, hay una significativamente titulada «Avisos», que testimonia el nuevo grado de esa inocencia sabia, de ese coraje inmerso en tanta alarma: «el

 

  

Eliseo Diego
Poesía cubana del siglo XX: un vistazo personal y selectivo ________________________________ MARIO BENEDETTI
67

Poesía cubana del siglo XX: un vistazo personal y selectivo ________________________________ MARIO BENEDETTI


Roberto Fernández Retamar
  

joven ama el ruido de la muerte / pero el viejo teme su olor». Llegado a esta actitud, sin prisa pero con causa, Eliseo rehace su calma, contabiliza «los rápidos abismos de la noche», mira sin estupor su propia soledad y la ajena, así como la regular pero siempre mensurable distancia que las separa. Este sincero cristiano no tiene inconveniente en expulsar de su alma, de su vida, de su templo, al falso candor y otros mercaderes. Su nostalgia se ha transformado en lección, en dura lección aprendida.

     Con su balance ya efectuado y sus grises conclusiones extraídas, Eliseo estuvo listo para una saludable distensión y ésta ocurre en un libro fuera de serie, Muestrario del mundo o libro de las maravillas de Boloña (1968). Allí halló finalmente su Olimpo, pero qué poco se parece al de Darío. Allí los mitos, las leyendas, son meras ilustraciones, un simple muestrario de letras y viñetas, extraído del catálogo de José Severino Boloña, un peculiar impresor que proponía a su clientela deliciosas láminas, capaces de aludir a todos los temas y subtemas del universo y sus alrededores. Todo allí comparece: desde un ejemplar tan inesperado como la curvilínea imagen del Tiempo, en alada y majestuosa reclinación, que Steinberg podría firmar sin el menor bochorno, hasta la ingrávida efigie del equilibrista, seguida además por innumerables galeras, herramientas, gatos, tambores, paraguas, casas, ruecas, peces, signos zodiacales, firmamentos. A partir de esos impagables grabados, frecuentemente a medio camino entre la heráldica y la instantánea, a partir de esa iconografía que alguna vez fue cotidiana y hoy resulta quimérica, Eliseo imagina, convive, trasueña, vislumbra. Como nunca antes en su poesía, Eliseo opta por el humor: la figura es tan sólo el impulso, la provocación, el inicio de un tranquilo delirio en el que el poeta se sumerge sonriendo, como si se tratase de un pretexto alucinógeno.

     Para mi gusto, los más notables aciertos de este libro fuera de serie, ocurren cuando el poder de invención no se pone fronteras demasiado rígidas; cuando, por ejemplo, crea una explicación de portento para el equilibrista: «No es como nosotros el equilibrista, / sino que más bien su naturalidad comienza donde termina la naturalidad del aire; allí es donde su imaginación inaugura los festejos / del otro espacio en que se vive de milagro / y cada movimiento está lleno de sentido y belleza».

     El libro es un juego, claro, pero no es sólo eso. Al asomarse por un instante a esos paisajes candorosos, a esos seres inmóviles, a esas calmas en pena, el poeta lleva consigo todas sus inquietudes y fruiciones. De ahí que lo más maravilloso de estas «maravillas de Boloña» sea precisamente lo que no está en el cuadro, lo que el reconstructor ve más allá de la imagen propuesta. Y entonces el muestrario del mundo se convierte en lo que en definitiva es todo buen libro de poemas: un memorial de individuo, al que a su vez puede asomarse el prójimo-lector con todas sus inquietudes y fruiciones.

     Roberto Fernández Retamar (nacido en La Habana, en 1930) es una de las personalidades más dinámicas e irradiantes de la actual cultura cubana. Profesor, traductor, poeta, crítico, ensayista, durante un largo período estuvo al frente del Centro de Estudios Martianos. Actualmente preside la Casa de las Américas y desde 1965 dirige la prestigiosa revista que publica esa institución.

     Retamar es uno de esos hombres de transición que se levantan (así lo dice en uno de sus poemas más logrados) «entre una clase a la que no pertenecimos, porque no podíamos ir a sus colegios ni llegamos a creer en sus dioses» y «otra clase en la cual pedimos un lugar, pero no tenemos del todo sus memorias ni tenemos del todo las mismas humillaciones»; «entre creer un montón de cosas, de la tierra, el cielo y el infierno, / y no creer absolutamente nada, ni siquiera que el incrédulo exista de veras».

     Buena parte del indudable atractivo de su poesía tiene que ver con la franqueza, a la vez humilde y orgullosa, a la vez convicta y desconcertada, con que el poeta asume, en nombre de una insegura promoción, de una clase alarmada, su inconfortable función transitiva, su condición de inestable, casi improvisado, puente entre dos épocas pugnantes, contrapuestas.

     Aunque en la obra de Retamar sólo hay, según creo recordar, dos poemas que llevan el título «Arte poética», en realidad son varias las artes poéticas distribuidas a lo largo y a lo ancho de su itinerario creador. En algunas de esas aproximaciones a la razón de su trabajo,

 

    
Poesía cubana del siglo XX: un vistazo personal y selectivo ________________________________ MARIO BENEDETTI
68

Poesía cubana del siglo XX: un vistazo personal y selectivo ________________________________ MARIO BENEDETTI

    

Retamar ironiza a expensas de sí mismo. Por ejemplo, en «Explicación»:

                      Siempre quise escribir un poema           
Tan breve
Como aquel de Machado:
«Hoy es siempre todavía»;
O incluso como aquel de Ungaretti:
«M'illumino
d'inmenso»;
Pero ya ven:
Me pierdo en explicaciones.

     La humanización de las cosas y de la naturaleza, es, en esta poesía, una forma casi militante de asumir la realidad, ese «Vivo río de todo», que preocupa, conmueve, mortifica y complace a Retamar. Aun en los casos de más recóndita indagación, la realidad está presente como el diapasón que da el tono para el acorde subjetivo, interior. El autor adquiere su rigurosa vigencia cuando se vuelca en los demás.

     En los libros anteriores a 1959, la poesía de Retamar trasmite una desalentada necesidad de fe; hasta el advenimiento de la Revolución y su aliento removedor, el amor es el único sucedáneo. El poeta se lanza al amor con todas sus nociones del mundo, con toda su expectativa vital, con todo su equipaje de palabras.

     Entonces llega la Revolución, y el acontecimiento sacude, entre otras cosas, la vida familiar y hasta la vida interior de cada cubano. Son palabras (ahora en prosa) del propio Retamar: «Una revolución no es un paseo por un jardín; es un cataclismo, con desgarramientos hasta el fondo. Pero es sobre todo la deslumbrante posibilidad de cambiar la vida». El poeta siente, como todos, la tremenda conmoción, y fecha, en 1º de enero de 1959, un breve poema, «El otro», que es uno de los frutos literarios más nobles de ese repentino acceso a un destino nacional:

                      Nosotros, los sobrevivientes,           
¿A quién debemos la sobrevida?
¿Quién se murió por mí en la ergástula?
Quién recibió la bala mía,
La para mí, en su corazón?
¿Sobre qué muerto estoy yo vivo,
Sus huesos quedando en los míos,
Los ojos que le arrancaron, viendo
Por la mirada de mi cara,
Y la mano que no es su mano,
Que no es ya tampoco la mía,
Escribiendo palabras rotas
Donde él no está, en la sobrevida?

     Lo mejor de la producción de Fernández Retamar, no sólo desde un punto de vista comunicativo sino sobre todo desde un punto de vista artístico, es posterior a 1959. Cualquier antología de la poesía latinoamericana se enorgullecería de albergar poemas como «Felices los normales», «Oyendo un disco de Benny Moré», «Le preguntaron por los persas» y por supuesto, «In memorian Ezequiel Martínez Estrada», «Usted tenía razón, Tallet: somos hombres de transición» y dedicado a su padre muerto. La revolución no siempre está presente con todas sus letras; sí está presente en la conciencia del doble privilegio que le toca vivir al poeta: ser efectivamente un hombre de transición y verlo con los ojos bien abiertos.



     Pasemos ahora a Nancy Morejón. Nacida en La Habana, 1944, licenciada en Lengua y Literatura Francesas, traducida a varios idiomas y traductora de poetas franceses y francoantillanos, autora de dos libros fundamentales sobre la obra de Nicolás Guillén, con los que obtuvo en 1980 el Premio Nacional de Ensayo «Enrique José Varona» y el Premio Nacional de la Crítica. El más conocido de sus varios libros de poesía, Richard trajo su flauta y otros argumentos, fue premiado en 1967 por un jurado integrado por Lezama Lima, Nicolás Guillén, José Agustín Goytisolo, Yannis Ritzos, Roque Dalton, Óscar Oliva, Jaime Augusto Shelley y Regino Pedroso. Con Piedra pulida (1988) y con Elogio y paisaje (1997) obtuvo el Premio de la Crítica.

     Desde su primer libro, Mutismos (1962), que Nancy publica a sus 18 años, la asunción de lo real es algo más que un gesto. Ahí inicia tempranamente su búsqueda de identidad, pero empieza negándose a sí misma: «No hay esperanza. No hay dolor. / Soy sin mí». Dos años después aparece Amor, ciudad atribuida. Gerardo Fulleda León considera que el rasgo primordial de este libro es «el mirar con intensidad para apropiarse de cada recoveco de lo cotidiano [...]. La realidad irrumpe sin recurrir a descripciones ni a una enumeración

  
Poesía cubana del siglo XX: un vistazo personal y selectivo ________________________________ MARIO BENEDETTI
69

Poesía cubana del siglo XX: un vistazo personal y selectivo ________________________________ MARIO BENEDETTI


Nancy Morejón
  

 

que desgaste el objeto: la ciudad, sus moradores y el amor, sino que por medio de una selección de los elementos sensibles y peculiares que lo conforman, aquellos que lo dotan de una efectiva trascendencia, nos va a entregar una visión muy específica, surcada de ironía y paradoja».

     Amor y ciudad, que serán una constante en la poesía de Nancy, son sus dos descubrimientos, sus revelaciones. La ciudad no es sólo envase sino especialmente contenido. Y es el contenido el que cobra vida en esos poemas, por medio de metáforas inéditas, de gestos afectivos: «Los carpinteros trabajan con los cabellos enredados, / llenos de fuego y entre sus ojos hay, de nuevo, / otra vez, la ciudad que apacigua los árboles». En la ciudad atribuida de Nancy, no sólo los carpinteros sino también los árboles son habitantes.

     Hay también en esta obra un amplio destaque del tema amoroso, que incorpora un significado, cálido y muy preciso, de una solidaridad afectiva. El amor es asimismo la derrota de la soledad, y si el ser amado es destinatario del poema amoroso, es también porque se trata del próximo prójimo, del testigo emotivamente implicado en un paisaje, una situación, un riesgo.

     Richard trajo su flauta y otros argumentos es un libro fundamental en esa trayectoria. A primera vista parece un alarde de espontaneidad y, sin embargo, por debajo de esa naturalidad, crece (y madura) un dominio del lenguaje, que no sólo es verbal. Hay un dialecto de las situaciones que va transformando cada poema en una metáfora ambiental.

     Octubre imprescindible (1983) y Piedra pulida (1986) son obras de una conmovedora tensión poética. La primera incluye el poema «Mujer negra», uno de sus textos más conocidos, y sobre el cual ha confesado la autora: «Lo escribí tratando de reconstruir a través de un yo poético -no es Nancy Morejón- la historia de una parte del pueblo cubano, las mujeres de este país».

     Piedra pulida es una culminación. El tú del amor es de nuevo un testigo. Y hay dos poemas, «A un muchacho» y «La buenaventura», que por sí solos justificarían el libro. Y existe otro rasgo vital que, curiosamente, ha sido detectado por una norteamericana, Alice Walker: «Qué refrescante y casi insólito el hecho de leer los poemas de una mujer negra que está en paz con su país».

     De todas maneras, hay en Piedra pulida una tensión dramática mucho más intensa que en libros anteriores. No sólo en poemas tan logrados como «Negro» o «Amo a mi amo», sino especialmente en «Elegía de las conversaciones», un poema convocado por la muerte de un carpintero, que en sus versos finales dice así:

                      Oh carpintero de los barrios.           
Rosa regresa con sus panes,
Rosa regresa con sus peces,
con su sonrisa de coral...
Hay un rincón para tu arroz, para tu carne.
Eras de un pueblo chico y amabas la ilusión.
La madera cantaba entre tus manos.
Esas vetas tan cálidas
que brotan de tu mesa
mecieron los recuerdos
en tu lengua dormida.
Así te podrán ver
los que hoy te lloran.
Allá va tu pañuelo
y tras él van tus hijos.
Oh carpintero del adiós verdadero:
viven como no viven
los que mueren sin causa;
vives en tu fiel muerte diaria.
Oh mi amigo que hablabas
como el tenue murmullo del madero.

     Por otra parte, la muerte y la vida aparecen inevitablemente ligadas en diversas instancias de este libro, por ejemplo en el poema titulado «Mundos», cuyos estremecidos y estremecedores versos finales nos informan:

                      Mi casa es un gran barco           
Y trazo con mis venas el mapamundi nunca visto
de los islotes a mi diestra.
Vivo en mi casa que es un barco
(qué poderoso barco me cobija)
Vivo en mi casa que es un barco
(qué poderosa espuma me refresca)
Vivo en mi barco vivo
amparada del trueno y la centella
Mi casa es un gran barco
digo
sobre la isla dorada
en que voy a morir
    
Poesía cubana del siglo XX: un vistazo personal y selectivo ________________________________ MARIO BENEDETTI
70

Poesía cubana del siglo XX: un vistazo personal y selectivo ________________________________ MARIO BENEDETTI

    

 

     Por último, el reciente volumen publicado por Nancy, Elogio y paisaje, reúne dos anteriores: Elogio de la danza (México, 1982) y Paisaje célebre (Venezuela, 1993). En el primero, se da una extraña conjunción entre las bailarinas que danzan como peces o pájaros, y los pájaros con vuelos como danzas. En el segundo, la naturaleza y el arte cruzan y entrecruzan sus presencias y ausencias. Naturalezas muertas que resucitan y que pueden ser una «telaraña de siemprevivas / alzándose hacia el cielo hasta formar un arco iris» o «la verde verbena [que] florece en los canteros, / no necesita ninguna química especial» o «una golondrina que creó el más lento de los veranos».

     Aunque después de Nancy Morejón han aparecido varios poetas jóvenes y muy jóvenes, algunos de ellos realmente talentosos, que comparecen enganchados a nuevas propuestas y antiguas negaciones, creo que es mejor culminar este vistazo personal y selectivo con la poesía de Nancy Morejón, que es desde ya una eclosión vital y tiene suficiente hechizo como para inundar de sensible perplejidad y bienvenido afecto a sus fieles seguidores. Tal vez se deba a esa natural inserción en la historia, en la geografía, y en el hermoso color de su piel, que la poesía de Nancy Morejón, junto con el espectáculo de sus metáforas, incite al lector a mantener un diálogo nutricio con su intimidad generosa y expuesta.

    
Poesía cubana del siglo XX: un vistazo personal y selectivo ________________________________ MARIO BENEDETTI
71

Poesía cubana del siglo XX: un vistazo personal y selectivo ________________________________ MARIO BENEDETTI

 Banco Santander Central Hispano Página mantenida por la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes Saavedra
Copyright © Universidad de Alicante, Banco Santander Central Hispano 1999-2001 
arribaenviar correoÍndice de la obra anteriorarribasiguiente