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ArribaAbajo ¿Por qué leerles versos a los niños?

Sergio Andricaín y Antonio Orlando Rodríguez6


Cuando hablo de poesía no estoy pensando en un género. La poesía es un estar despiertos al mundo, un modo particular de relacionarse con la realidad. Así la poesía deviene filosofía que guía al hombre a lo largo de su existencia.


Andrei Tarkovski                






Si hubiera que mencionar los más acusados rasgos del ser humano en este fin de milenio, habría que incluir entre ellos, sin duda alguna, el pragmatismo. En alguna medida, todos somos pragmáticos, en una u otra esfera de nuestra vida. Y somos pragmáticos por naturaleza, condicionados por un medio que cada vez tiende más a exigir una justificación para todo, que nos exhorta a no entregar nada de nosotros sin la certeza de que recibiremos, en trueque, un pago por ese acto de entrega. Somos pragmáticos incluso sin haber escuchado hablar nunca del filósofo estadounidense William James, padre del pragmatismo, quien afirmaba que el único criterio válido para juzgar la verdad de cualquier doctrina científica, moral, filosófica o religiosa es la constatación de sus efectos prácticos.

Damos, generalmente, con la certeza de que recibiremos; esperamos algo porque algo hemos entregado a cambio. Nuestras relaciones se fundamentan en ese consuetudinario «toma y daca». Sembramos un árbol en el parque porque el edificio donde vivimos queda enfrente y esperamos, algún día, beneficiarnos con su presencia. Pero es difícil -aunque no imposible- encontrar quien plante un árbol por gusto, por el simple hecho de hacerlo, incluso   —54→   sabiendo que tal vez nunca disfrute de su sombra ni vea sus frutos, como podría hacerlo Gelsomina, la protagonista de aquella película de Fellini titulada La strada.

Incluso ahora, en este mismo instante, muchas de las personas que lean esta revista estarán diciéndose, para sus adentros, con gran sentido práctico: «pero, ¿no es de poesía de lo que trata este artículo? ¿Qué esperan sus autores para dejar de lado esas especulaciones sobre el carácter pragmático de nuestras relaciones humanas y sociales y acabar de entrar en materia?».

Pues bien, esa actitud pragmática mediatiza, en alguna medida, el vínculo entre la poesía y la escuela. Poesía, ¿para qué? Un cuento o una novela nos introducen en mundos imaginarios, sus tramas nos permiten conocer personajes y conflictos tangibles, logran hacernos creer que lo que cuentan es cierto, leemos para procurarnos diversión, terror, emociones, para ser testigos de acontecimientos, para vivir vidas diferentes, para abstraernos de una realidad o transportarnos a otra.

Un libro documental nos pone frente a datos curiosos sobre el origen de la Tierra, la desaparición de los dinosaurios, la reproducción de las flores o el funcionamiento de los aviones.

Un periódico nos permite acceder al acontecer nacional e internacional, nos orienta, nos informa... Pero, frente a todas esas lecturas de carácter -en mayor o menor medida- práctico, ¿qué nos brinda la poesía? ¿Por qué leerles versos a los niños que se relacionan con nosotros? Dicho de un modo muy simplista: la narrativa de ficción nos procura placer y entretenimiento, los libros documentales nos entregan conocimiento, los periódicos nos informan. Pero la poesía, ¿qué nos ofrece a cambio del esfuerzo de leerla? ¿Vale la pena el empeño de actuar como mediadores entre los niños y ella? ¿Para qué sirve ese género, tal vez el menos pragmático de la literatura?

Digámoslo claramente: la verdadera poesía no sirve para nada. No enseña nada. No tiene moralejas. No se escribe con un fin moralizante, didáctico ni pedagógico. Por supuesto que abundan versos concebidos con tales fines, pero no es a ese tipo de producción textual a la que nos referimos cuando hablemos de poesía, sino a una auténtica creación literaria, no lastrada por fines utilitarios. A creaciones como ésta del autor cubano Francisco de Oráa, incluida en su libro Mundo mondo:

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imagen

Il. de Teo Puebla para Versos de agua, de Antonio García Teijeiro (Zaragoza: Luis Vives, 1989, p. 13).

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La puerta


La puerta
se abre y se cierra.
(Hay un mundo
más allá.)
El cielo
se abre y se cierra.
(Se va el sol;
la noche está.)
El mundo
se abre y se cierra.
(¿Quién viene?
Ay, ¿quién se va?)

Si nos atenemos a los patrones de valor propios del pragmatismo nuestro de cada día, esa poesía no enseña nada, no nos hace ganar nada en el sentido más estricto e inmediato de los verbos «enseñar» o «ganar», o tal vez reporta mucho, pero ese mucho es con frecuencia intangible, casi invisible para la gran mayoría: una sonrisa, un leve sentimiento de nostalgia o de melancolía, el paladeo de los sonidos de una lengua.

¿Qué puerta es esa a la que se refiere el poeta en tus versos, que se abre y se cierra para dar paso al día y a la noche, a los que llegan y a los que se marchan? Esa puerta, ¿es el tiempo? ¿Es un abrir y cerrar puertas el ciclo de la existencia humana, el eterno ciclo de la vida y de la muerte? Imposible arribar a una interpretación única y ahí radica su mayor calidad: en el número de sugestiones que es capaz de prodigar, en su polisemia. «Un poema es como un ser dormido», afirma el ensayista francés Georges Jean, y añade: «Cada lectura lo despierta y, en cada caso, lo hace de una manera diferente».

Ese cúmulo de impresiones, de preguntas, de sensaciones y conceptos que suscita la lectura de esos versos, es todo lo que entrega el poema como pago por el esfuerzo de leerlo. Ese poema nos da, en trueque, en pago por haberlo leído, algo inasible, difícil de explicar, inaprensible, algo muy poco   —57→   práctico en la medida que no enseña nada explícitamente, pues sólo inquieta, sugiere, nos intranquiliza con relación a nuestro estado en el instante anterior a la lectura. Ese algo es mucho o poco, según se mire, según la sensibilidad y la razón de cada cual.

Es poco para quien espere, como conclusión de la lectura de un poema, un resultado que se pueda medir, la adquisición de un conocimiento, la formación de determinado valor, la modificación de una actitud.

Es mucho para quien sabe que, el contacto frecuente y natural con la lírica, humaniza los sentidos del niño, enriquece sus posibilidades expresivas, propicia un goce fundamentado en la apreciación de lo estético, invita a pensar. Cosas éstas, todas, que no se visualizan de un día para otro, sino que se van sedimentando en el niño; cosas, evidentemente, poco prácticas, pero fundamentales para apoyar su maduración intelectual y afectiva, el crecimiento de eso que llamamos «espíritu».

Por lo general, los buenos poemas, la verdadera poesía, no enseñan nada en el sentido tradicional y estrecho que otorgamos al término «enseñar», ya que no tienen como fin transmitir normas morales ni conocimientos. Pero, como escribió sabiamente Fryda Schultz de Mantovani: «una mañana de sol, ¿enseña otra cosa que a estar contento?».

Para acercarnos a la auténtica poesía hay que abandonar un poco el pragmatismo con que, casi siempre, nos aproximamos a otros géneros literarios. Uno nunca sabe con certeza qué va a obtener a cambio cuando lee unos versos, ni siquiera tiene la seguridad de que se producirá el consabido trueque. La poesía sólo tendrá sentido en la escuela cuando el acercamiento a ella esté desprovisto de ese carácter práctico que por lo general tratamos de imponerle. La presencia de la poesía en ese espacio adquirirá su verdadero sentido cuando leamos versos por gusto, sin esperar nada como recompensa, sin esperar que, después de leer unos versos, nuestros alumnos sean más sabios o más buenos, sino más plenos como seres humanos.

Leer un poema en la clase debe ser, entonces, un acto equivalente a sembrar un árbol no precisamente en el parque que queda frente a nuestro edificio, sino en un sitio al que quizás nunca volvamos a ir. La poesía se debe leer sin esperar a cambio una ganancia práctica inmediata.

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Desconfiemos de los poemas que se escriben para enseñar a los niños que bañarse todos los días es muy importante o que hay que cederle el asiento a las personas ancianas cuando viajamos en el metro de Medellín. Para transmitir esas normas de aseo o de convivencia social hay otros medios más eficaces. La poesía es un discurso de índole más noble y elevada, ella existe para algo más importante: existe para llamar nuestra atención sobre miles de pequeños detalles del mundo objetivo que nos rodea y de nuestro mundo subjetivo e interior.

El autor cubano Félix Pita Rodríguez ratificaba esa naturaleza del discurso lírico al afirmar que


la poesía es un silencio
que alguien de oreja muy fina
escuchó.