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Amigos del libro

Año XIII, núm. 28, abril-junio 1995

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ArribaAbajoPaisaje de la Literatura Infantil en España


ArribaAbajoNiños en la Guerra civil española1

Marisol Dorao


La guerra.

Para poder entender lo que vivieron los niños de la guerra, y por qué de mayores decidieron escribir sobre sus experiencias, creo que es importante analizar, aunque sea superficialmente, las causas y el ambiente de aquella guerra.

Muchos son los libros que se han escrito sobre ella, pero no son tantos los que han intentado buscar los motivos que dividieron un país en dos grupos antagonistas. Para tratar de encontrar una explicación, he querido empezar con un autor extranjero, porque creo que su punto de vista puede ser más imparcial.

Gerald Brennan vivió en España lo suficiente para aprender a conocer y a querer a este país. En su libro El laberinto español empieza por describir la situación en que quedó España cuando Alfonso XIII marchó al exilio. Las elecciones a Cortes dieron una mayoría a los republicanos y a sus aliados los socialistas, pero mientras éstos presentaban un grupo compacto, aquéllos estaban divididos en republicanos de izquierda, donde estaban los intelectuales, y republicanos de derecha, con los conservadores y la clase media en general.

Pero el Gobierno Republicano, que representaba ambas tendencias, cometió el error de no darle la suficiente importancia al campo ni a los campesinos. Y eso a pesar de que su Presidente, D. Niceto Alcalá Zamora, era un terrateniente andaluz. Por tal motivo, para muchos investigadores e historiadores, como el Profesor J. Mintz, de la Universidad de Indiana (USA), la chispa que prendió la hoguera fue el levantamiento campesino de Casas Viejas, en la   —8→   provincia de Cádiz, en 1932.

Josefina R. Aldecoa2 es mucho más escueta: «La breve experiencia política de la Dictadura de Primo de Rivera (1920-1930), y la Segunda República (1931-1934) llegó a su límite el 18 de julio de 1936. El país quedó dividido en dos zonas: republicana y rebelde, blanca y azul, azul y roja, o como quieran llamarse. Y, aunque la experiencia personal queda matizada por la pertenencia a una u otra zona, hay comunes denominadores para las dos zonas, que son los que se derivan de la guerra en sí misma y del hecho de ser niños».

Así como no he pretendido tratar más por extenso las causas de la guerra civil española, tampoco es mi intención presentar un estudio exhaustivo de los escritores españoles que relataron, de mayores, las experiencias de su niñez en la guerra. Por eso sólo he escogido unos pocos.

Los niños.

José Fernández Comerzana, que dedica su libro Dame el fusil pequeño (1977)3 a sus hijas Sara y Berta, y a los niños de cualquier guerra en cualquier país del mundo, cuenta sus recuerdos de la guerra desde Murcia, en una familia de clase media, con un padre empleado de banca y una madre ama de casa con profundo sentido religioso. El ambiente familiar es, al principio, de derechas, como en tantas familias de clase media. Pero, mientras la madre se mantiene en sus ideas de siempre, especialmente a lo referente a la religión, el padre va, poco a poco, dejándose convencer por las nuevas ideas, y un día lleva al niño a un mitin donde se canta la Internacional y se levanta el puño.

El niño, desconcertado, no comprende cómo las ideas religiosas de su madre pueden aceptar la desigualdad social de separar a los pobres de los ricos en las clases de Doctrina para la preparación de la Primera Comunión.

Por otro lado, su vecino, D. Ezequiel, un izquierdista convencido, y un hombre honrado, no está de acuerdo con la quema de los conventos ni con las ejecuciones indiscriminadas. El pobre niño va de sorpresa en sorpresa: todas sus teorías anteriores se desmoronan, sin que nadie le explique por qué. Su madre le ha dicho que todos los rojos son malos, pero él sabe que D. Ezequiel es bueno.

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En la escuela había aprendido que los cristianos echaron a los musulmanes de la península, después de ocho siglos de lucha. ¿Qué explicación tenía ahora que vinieran moros del otro lado del Estrecho a luchar al lado de los cristianos? Al pensar en tantas personas intransigentes, incapaces de dialogar, situadas en bandos opuestos pero no distintos, dispuestas a matar por sus ideas enmascarando aquellos crímenes de dignidad y de nobleza, se asustó del futuro que les esperaba a los que entonces eran niños.

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Il. de Asun Balzola, para Celia en la revolución, de Elena Fortún. Edic. y pról. de Marisol Dorao. Madrid: Aguilar, 1987, p. 67.

Elena Fortún, la genial creadora de Celia, a través de la cual nos presenta la vida alegre y despreocupada de las clases altas del Madrid anterior a la guerra, conoció la guerra civil desde el lado de los perdedores. Casada con un comandante del ejército republicano, tuvo que salir del país, y fijar con su marido su residencia en Argentina. Allí, desde la nostalgia, escribió un libro contando la guerra que ella vivió. Ella no era una niña, pero Celia, su protagonista, tenía entonces 16 años, y dos hermanitas pequeñas. Desde Celia en la revolución4, Elena Fortún cuenta los desastres de aquel desgarrador enfrentamiento fratricida, y los tintes dramáticos que sabe darle a este libro son tan sinceros y tan reales como los de los libros de Celia niña.

Celia adolescente se ve enfrentada con la apasionada, e insensata, ilusión de su padre, seguro de que los republicanos van a vencer, con los fantásticos sueños de Jorge, su novio marxista, y tiene que desoír las tentaciones de sus amigos de derechas, que pretenden que se quede, al final de la guerra, en un mundo   —10→   donde ella sabe que no podrá vivir.

Por haber trabajado Elena Fortún de corresponsal de Crónica durante la guerra, conoce bien la situación de los niños en Madrid, en los albergues, y traslada la acción real a las vivencias de Celia con sus dos hermanas pequeñas. Aunque también queda lugar para la sonrisa en Celia en la revolución, el libro sigue siendo, como los demás de la serie, una aguda, y acertada, crítica social.

Josefina R. Aldecoa, en su antes citada obra Los nidos de la guerra, cuenta las experiencias de unos amigos suyos -Jesús Fernández Santos, Carmen Martín Gaite, Juan García Hortelano- y de su marido, Ignacio Aldecoa. Pero ella también forma parte de aquellos niños: «La mía es la generación de los niños de la guerra. Niños que habíamos nacido entre 1925 y 1928, o poco más, y que al estallar la guerra teníamos la edad de la infancia consciente».

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Il. de Lola Anglada i Sarriera, para El més petit de tots. Barcelona: Comissariat de Propaganda de la Generalitat de Catalunya, 1937 (Edic. facsímil, Barcelona Alta Fulla, 1991).

Desde sus ojos de niña, la principal característica de la guerra fue la variación del régimen normal de vida: los padres, preocupados por asuntos más graves, habían olvidado las normas. Los niños podían salir libremente de casa, podían escuchar las conversaciones de los mayores, podían ir sucios, y podían pasar de los libros de estudio. De pronto, parecía que volvían a la realidad, la realidad de antes: «¿Dónde están los niños?». Era difícil saber dónde estaban los niños: los niños estaban siempre en otra parte. Vagando por las calles, explorando ruinas, recogiendo casquillos de balas, pidiendo panecillos a los soldados...

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Una de las ventajas de aquellos niños era que, como no tenían nociones teóricas de temas como el amor, el odio, la verdad, la mentira... empezaron a aprenderlas por sus propios medios y maduraron más deprisa. «Pasaron, solos, del mundo de la infancia al de la adolescencia».

Y la experiencia no fue negativa.imagen

Il. de Bardasano, para el interior de las cubiertas de los libros editados por el Ministerio de Instrucción Pública del Frente Popular, en Madrid, septiembre de 1936.

Jesús Fernández Santos, en su cuento «El primo Rafael»5 nos presenta una visión de la guerra desde la derecha: desde una familia de clase media alta, que en los veranos dejaban los calores de Madrid para irse a veranear a la sierra. La guerra les sorprendió en los pinares de San Rafael, en la provincia de Segovia.
Julio, el protagonista, que solo tiene hermanas, admira a su primo Rafael, su compañero indiscutible de juegos. Y junto a él, a través de él, se entera de que hay una guerra. Han aparecido soldados, algunos con la cara ensangrentada, algunas casas de veraneantes estaban vacías... el orden se había trastocado: nadie parece ocuparse de los niños, que incluso «comen solos, como si fueran personas mayores».

Junto a Rafael va al campo a buscar balas, y entra en las trincheras vacías, y ve por primera vez en su vida un cuerpo muerto medio tapado por la hojarasca.

La guerra alarga artificialmente el verano, porque ya no es posible volver a Madrid. Y tienen que quedarse a vivir en casas que no están preparadas para ello, lejos de las comodidades de la capital. Pero Julio es feliz en aquella vida improvisada y primitiva, donde tiene unas libertades que nunca antes   —12→   había conocido. Por eso, cuando la tía de Rafael le pregunta si echa de menos a Madrid, esperando, compasiva, que el niño conteste afirmativamente, Julio recuerda que en Madrid «no salía de casa, que, después de la clase, las horas del balcón se sucedían hasta el crepúsculo, que solamente los domingos le llevaba al cine la criada...». En cambio, en la sierra, con guerra y todo, se sentía libre como un pájaro.

Sin embargo, también le toca sufrir la parte dolorosa. Su primo Rafael, su admirado compañero de correrías, encuentra la muerte a consecuencia de la fractura de una pierna producida por un camión de transporte de soldados.

Y Julio no puede dejar de pensar en si habría ido al cielo, porque sabía que los dos, según lo que les habían dicho en el colegio, habían pecado gravemente: habían estado viendo fotos, en traje de baño, de una prima de Rafael...

Carmen Martín Gaite, en El cuarto de atrás (1988)6, cuenta sus recuerdos de la guerra, en Salamanca. Cuando tenían que ir al refugio, y ella no tenía miedo porque su amigo, el hijo del comandante que vivía en el segundo, la llevaba de la mano, y se sentaban en cuclillas, casi abrazados: «...aquellos amores furtivos de los diez años». «Ese niño» (de derechas) «y la hija de los maestros encarcelados» (de izquierdas) -explica la autora- «fueron mis primeros interlocutores secretos; con los dos tejí fantasías e historias, que aún recuerdo, y los quería a los dos igual, pero nunca les hablaba a uno de otro porque había intuido que ellos entre sí nunca iban a poder quererse, y lo más triste era que no entendía por qué. Y saber que el comandante, que para todo el mundo era una buena persona, salía algunas noches con un camión y se traía todas las riquezas que podía de las iglesias de los pueblos, y con ellas adornaba su casa...».

Otra cosa buena que tenía la guerra era la libertad. Su prima y ella acompañaron a su padre y a su tío, de Salamanca a Burgos, y estuvieron las dos solas en la habitación de un hotel, y por la noche salieron a dar un paseo por la calle. Las dos solas. Eso no hubiera pasado nunca en tiempos de paz.

Juan García Hortelano, en su cuento Carne de chocolate7, se refiere al color de la piel de Concha, la criada de su abuela, «carne dorada, paulatinamente bronceada, casi negra, que la convertía en una carne asfixiantemente acariciable, lengüeteable, comestible».

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Concha era la criada de su tía abuela, con quien el niño pasó la guerra porque a su madre «la sublevación la había sorprendido en el otro lado». Su primo Tano, algo mayor que él y más atrevido, fue el que sugirió que fuesen a ver cómo Concha tomaba el sol en la azotea, mientras el resto de la familia rodeaba el aparato de radio para oír noticias de la guerra. Tano fue el que saltó la cerradura de la azotea con la navaja para poder ver a Concha de cerca mientras tomaba el sol.

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Il. de Rafael de Penagos, para Cuentos del tío Fernando, de Fernando Fernández de Córdoba. Madrid: Saturnino Calleja, 1940, p. 85.

El recuerdo de la guerra se mezcló, para el protagonista, con el nacimiento del deseo, personificado en la carne color de chocolate de Concha. El niño tuvo que marcharse de casa de su tía abuela porque se puso enfermo, y cuando unos meses después, ya curado, volvió, supo que Tano había sido admitido a compartir con Concha los baños de sol en la terraza. Y el recuerdo de la guerra se mezcló, también, con su primer sentimiento de celos.

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Ignacio Aldecoa reflejó sus vivencias como niño de la guerra en Patio de Armas8. Vitoria, zona franquista, once años. Padre nacionalista vasco. Un colegio de Padres Marianistas que se convierte en patio de armas. Los niños, a pesar de todo, salen a jugar a ese patio, ocupado por el ejército alemán.

Chema, el protagonista, ve como su infancia se ve invadida por la guerra: han matado al padre de uno de sus compañeros, y al padre de otro se lo han llevado a la cárcel. Y, sin embargo, la vida sigue, las clases continúan.

«Si vienen aviones a bombardear, no habrá clase». «Me gustaría escaparme al frente». Era la parte positiva de la guerra, la llamada de lo desconocido, de la aventura, de lo diferente. Pero al llegar a casa «veían a sus madres noche tras noche acechar tras los visillos el paso de los coches hacia la cárcel cercana, tratando de adivinar quién iba dentro. Madres que esperaban todos los días las pisadas en la escalera, la llamada a la puerta, la visita que les iba a arrebatar al ser querido...».

Esta era la parte de las personas mayores, la parte negativa.





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