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ArribaAbajoCapítulo XXI

-Llegas con una cara de cansado que asusta, Miguel. Y ya es pasado el mediodía.

-Es que tuve un plantón de dos horas.

-¿Dónde?

-En el Colegio Americano.

-¿Y qué estabas haciendo en el Colegio Americano?

-Solicitando la inscripción de Aurorita.

-Pero si todavía falta mucho para que vaya a la escuela.

-Me dijeron que hay que inscribir seis años antes.

-¡Ay, papá previsor!

-Siempre fui así en toda mi vida. Bueno... ¿qué hay del almuerzo?

-No hay almuerzo.

-¡Cómo que no hay almuerzo!

-Es Marcelina. Insistió en cocinar ella y no lo permití. Quise cocinar yo y no me permitió ella.

-¡Ella cocinó para mí toda la vida!

-Ya es hora de que descanse, ¿no?

-Sara. Marcelina tiene su propia ancianidad.

-¿Qué hay con eso?

-Que debemos mirarla a través de nuestra propia ancianidad. Estamos luchando como locos para que no nos dejen de lado, ¿verdad?

-Es así...

-Marcelina está haciendo lo mismo. Alguien dijo que empezamos a morir cuando ya no somos útiles. ¿Comprendes?

-Sí.

-Entonces dele a ella la misma oportunidad que nosotros estamos reclamando. El de seguir viviendo. En cierto sentido, yo sigo siendo el bebé de Marcelina.

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-¡Pero cocina horrible! Hum... tienes razón. Trataré de llegar a un arreglo con ella. Ella cocina la sopa y yo el resto.

-¡Qué mujer maravillosa me ha tocado!

-Lo que pasa es que tienes una capacidad de manipulación que da miedo. ¡Nunca me he sentido tan manipulada!

-Entonces manipula un poco de fiambre y queso y me preparas un sandwich.

-¡Ya los hice!

-¿Sandwich?

-Sandwich. Pero nada de queso ni fiambre. De tomate.

-¿Sandwich de tomate?

-¡Cuida tu corazón!

-¡Lo que quiero cuidar es mi estómago! ¡A propósito, hoy tienes cita con el médico!

-Pero si ya me pasaron los mareos.

-No es cierto. Ayer te observaba cuando bañabas a Bush. Tuviste un desvanecimiento. Y en el botiquín del baño encontré unas pastillas energizantes. ¿Quién te las recetó?

-Leí en el diario que...

-¡Las tiré todas! ¡Usted se me viene al médico esta tarde, conmigo!

-A su orden, mi sargento. ¿Hablaste con Raúl?

-Sí, ya le firmé el poder y mañana va a iniciar los trámites de adopción.

-¿Crees que nos la van a dar?

-Debemos creer que sí, para seguir viviendo, ¿no?

-Entonces creo que sí. Sacate ese traje, que te traigo el sandwich.



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ArribaAbajoCapítulo XXII

-Irene... ¿qué está pasando? Has cambiado en los últimos tiempos. Te fastidias por cualquier cosa. Regañas innecesariamente a los chicos. Acusaste de robo a la sirvienta y se marchó, y la cadenilla apareció en tu propia cartera. Me gustaría saber de qué se trata. Pareces una persona bajo presión.

-¡Estoy bajo presión! -respondió la jueza a su marido.

Empezaba a oscurecer. Era la hora en que se sentaban a la terraza. Él a beber su medida de vodka con agua tónica, y ella a escuchar música en su walkman. Él había bebido dos medidas más y ella, inquieta, no escuchaba música.

-¿Puedo ayudarte en algo?

-Se trata de mi trabajo, Ernesto.

-Bueno, no soy abogado, pero a veces los legos vemos más claros que los abogados. ¿Me cuentas?

-¿Cuándo fue la última vez que viste a tu madre?

-¿A mi madre? ¿Y qué tiene que ver mi madre?

-Contesta a mi pregunta.

-No sé... creo que fue el jueves.

-No fue el jueves, porque fuimos a aquel casamiento.

-Entonces fue el miércoles. ¿Qué hay con eso?

-¿Cómo encontraste a tu madre?

-Y... bien.

-¿Cómo puedes asegurar que está bien?

-Se puso contenta al verme.

-Eso no quiere decir que está bien.

-Lo que quiero decir es que no parece sufrir alguna enfermedad.

-No hace falta tener una enfermedad para sufrir.

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-¿Pero adónde diablos quieres ir a parar?

-Primero, a que te estás sirviendo la tercera medida de vodka. Y no me gusta. Segundo. Me interesa lo de tu visita a tu madre. ¿Cuántos años tiene?

-Vaya, mujer, perdí la cuenta, andará por los ochenta. No... yo tengo... a ver, digamos ochenta y cinco. Y es bastante lúcida para su edad.

-¿De qué hablan cuando la visitas?

-Pero ¿qué interrogatorio es éste?

-¿De qué hablan cuando la visitas?

-Y... de cosas.

-¿Qué cosas?

-¡Cosas, caramba! ¿De qué uno va a hablar con una anciana? Está bien, con la suma fabulosa que pago, no le falta nada. Hasta tiene tele en su pieza. Y las enfermeras son amables, y las monjitas muy dulces.

-¿Crees que es feliz?

-Te dije que está bien atendida, ¿no?

-¡Bien atendida! ¿Y con eso estás en paz contigo mismo?

-¡Señora jueza! ¿De qué me estás acusando?

-No te estoy acusando de nada, Ernesto. ¡Sólo quiero meterme en la piel de una anciana!

-Creo que vas a esperar como cuarenta años.

-¡Digo simbólicamente, estúpido!

-Está bien, métete en la piel de una anciana. ¿Y qué?

-De tu madre, por ejemplo.

-Ya estás adentro. ¿Qué sientes?

-Soledad. Mi hijo ni recuerda de qué hablamos cuando viene a visitarme. ¿Y con qué frecuencia me visita mi hijo? ¿Dos veces al mes? Y entretanto... ¿qué hago? Veo la televisión. Me bañan a hora, me sirven la comida a hora. Me dan mis medicinas a hora. Las enfermeras son amables. Las monjitas son dulces. ¡Es un horror!

-¿Quién lo dice, mi mamá o vos?

-Las dos.

-¿Y qué es el horror?

-¿No te das cuenta? Vos, un médico. ¿No te das cuenta?

-¡Soy un cirujano, no un siquiatra! ¿Pero dónde demonios está el horror?

-En la monotonía. Todos los días iguales. Sólo el maravilloso rompimiento de la rutina cuando me visita mi hijo. ¿Cuántas veces?   —93→   ¿Una, dos veces al mes? ¿Tres veces? ¡Qué fiesta, este mes mi Ernestito vino tres veces!

-¡No contás que cada domingo le llevas a los nietos!

-Sí, los nietos que le dan un ligero beso y se echan a correr por el parque.

-¿Puedo preguntarle algo? ¿A qué vienen estas reflexiones tan amargas... y amargantes?

-Disculpa, Ernesto. Tengo un caso muy especial. Se trata de una anciana.

-¿Tienes que condenar a una vieja?

-Ya está condenada.

-Señor mío... ¿condenada a qué?

-A ser vieja. Como tu madre. Ella acepta ser vieja, pero lucha por no ser como tu madre.

-¿Y cómo es mi madre?

-Un trasto viejo bien cuidado.

-¡Gracias! Aunque revientes, me sirvo otro trago.

Se sirve una generosa porción, con aire desafiante. Ella lo deja hacer, lo mira. Él pregunta:

-¿Sos vos o todavía estás en la piel de mamá?

-Soy yo. Te estoy reprochando la soledad que infliges a tu madre, y yo, con la ley en la mano, debo condenar a otra anciana a otra soledad. Me pesa tener que hacerlo.

-¿Por qué no me cuentas todo? Como médico, sé que hablar hace bien. Muchos van a descomprimirse con el cura. Otros con el siquiatra, pero el resultado es el mismo. Se gana un poco de paz. ¿Me cuentas?

Ella se lo contó todo.

-No contemplaste un aspecto, Irene -le dijo el marido-. Perder el bebé no la condena a la soledad. Me has dicho que el rocambolesco caballero se casó con ella para ayudarla en el intento. Fracasan. No hay soledad. Se tienen el uno al otro.

-Gracias, Ernesto. No llegué a considerar ese aspecto. Me alivias un poco. Pero por favor, no más vodka.



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ArribaAbajoCapítulo XXIII

Sentado bajo la parralera en el cómodo sillón de mimbre, don Miguel se sentía feliz testigo de una felicidad bucólica, aunque tardía.

La noche estaba empezando, y allá en el vasto espacio del jardín, Sara paseaba a Aurorita en su cochecuna, que tenía desplegado el techo de hule porque hacía un poco de frío. Gorbachov y Lenin, entusiasmados por los grandes espacios del jardín y del patio daban prodigiosos saltos tratando de cazar en vuelo a las luciérnagas.

Esa tarde, un poderoso perrazo suelto había penetrado en la propiedad dedicándose escrupulosamente a dejar su impronta en cada tronco de trébol, cantero o muro, mientras Bush le mostraba amenazante los dientes... desde la seguridad del balcón.

El perrazo se había ido y Bush se dedicaba a borrar los hitos del intruso, orinando en los mismos sitios donde lo había hecho el otro, ratificando así su soberanía sobre el territorio.

El pensamiento de Miguel convocó la imagen de Cristina, y se preguntó que diría al ver otra mujer en su cama, otra esposa en su mesa, un nuevo bebé en la casa, y un perro y dos dueños de su adorado jardín y del patio con esos árboles donde solía poner hamacas de cuerdas para sus hijos. Le pareció oír sus palabras:

-Haces bien, Miguel.

-Fuiste una mujer maravillosa, Cristina. Todo lo que yo hacía, hasta mis errores, mirabas con simpatía y decías «haces bien, Migue». La estafa de un socio abusando de mi confianza, la mala fe de un amigo poniendo en entredicho mi honor, un mal negocio arrojando pérdidas, nunca provocaron reproche en tus labios. «Vos has obrado con buena fe, Miguel. Quisiste hacer bien las cosas, y eso basta, querido». No fuiste una mujer, Cristina, fuiste una melodía llenando la casa. Un ángel de la   —96→   guarda. Fuente de alivio, consuelo, descanso y sosiego. Nunca una queja, ni cuando agonizabas, Cristina. Cerca ya del final, llorabas. Pero no llorabas por ti misma, sino por mí, dolida de que iba a quedarme solo.

-Me estás idealizando mucho, Miguel -le pareció oír la voz de Cristina, que nunca aceptaba un elogio, porque el más sencillo le parecía exageración.

-He traído una nueva esposa a casa, Cristina.

-Lo sé. Has hecho bien, Miguel. La he visto, la estoy mirando, le sale la generosidad por todos los poros, Miguel, aunque me parece algo loquita, pero sólo un poquito.

-Comparto tu opinión, Cristina. Vino arrastrando inocencia desde su niñez. Tiene una lógica de niña. Lo que no comprendo es por qué me arrastró a este remolino. No sé si es ella, o si es la beba, o si es ella más la beba. O si fue la única salida posible a la soledad que de pronto me pesó, me dolió y me asustó.

-Cose en mi máquina.

-Me hace mucho bien, Cristina. Oigo el ruido, sé que es ella, pero al mismo tiempo siento tu presencia. Vos, Cristina. Olor a pacholí y jazmín en la ropa blanca del ropero, mis libros ordenados, el tintero de bronce brillando como una estrella. Albahaca y orégano en la sopa, la lamparita encendida para el santo de tu veneración, que se enamoró de vos y te llevó tan pronto.

Sara entraba en la casa empujando el cochecito, donde estaba Aurorita, que ya no era tan fea como al nacer, porque su carita estaba rellena y sonrosada y habían aparecido unos cabellos crespos, de extraño color cobre en su cabecita.

-Voy a poner la mesa para la cena, Miguel.

-Sí, pero sólo para uno.

-Ya sé, mañana debemos ir al médico en ayunas.

Y se introdujo en la casa. Había visitado al médico -un amigo de Raúl- que para comenzar dio una filípica a Sara porque a su edad no debía ser tan descuidada con su salud. Después sencillamente lo había echado a él, a Miguel, diciéndole sin mucha ceremonia que procedería a un examen completo, y que él no tenía nada que hacer allí. Salió a la sala de espera, leyendo una revista sobre los nuevos modelos de automóviles que le parecieron latas de sardina comparados con su Buick. Esperó mucho tiempo, demasiado tiempo, mucho para descubrir alguna arritmia leve o un principio de gota en la rodilla. Y cuando ella salió por fin del consultorio, tenía un montón de papelitos cuadrados en la mano.

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-¿Recetas, Sara?

-No. No me dio ningún remedio. Me palpaba los pechos como exprimiendo una naranja sin jugo y fruncía las cejas. Me tomaba la presión y fruncía las cejas, escuchaba mi corazón y decía hum hum hum, me daba golpecitos en el vientre y debía sonar como un tambor rajado porque arrugaba la boca. Me preguntó con qué frecuencia hago pipí y cacá, si no tiro pedos por la noche, y si la comida no me cae pesada. Por el momento me prohibió que con suma sal y azúcar y está loco si cree que le voy a seguir la corriente. ¿Estos papeles? Órdenes de examen de sangre, de orina, de materia fecal. Y este otro es para una radiografía del pulmón y éste para una ecografía por debajo de la cintura. Te costaré una fortuna, Miguel.

-¿Le hablaste de tus vahídos?

-¿Para qué? ¿Para que me invente una enfermedad nueva? Todo el mundo tiene vahídos y sigue viviendo contento. ¡Dejar el azúcar! ¡Qué loco!

-Y la sal.

-¿Te imaginas?

-Me imagino, y se acabaron el azúcar y la sal. ¿Me entiendes?

-¡Mírenle!

-Se acabaron el azúcar y la sal.

-La sal vaya y pase, sólo usaré un poquito. ¡Pero me muero por los caramelos rellenos, los postres y los bombones!

-Se acabó, Sara.

-¿Me ordenas?

-Te ordenamos. Yo y... Aurorita. Una esposa enferma todavía es soportable para mí. Pero una mamá enferma... ¿de qué le sirve a Aurorita?

-¡Otra vez me estás manipulando!

-Queremos tenerla, ¿verdad?

-¡Por supuesto!

-Y queremos criarla.

-Ésa es la idea.

-...hasta donde alcance. Ya no tenemos muchos años. ¿Vamos a acortarlos?

-¡Es una manera horrible de ver las cosas!

-Es la única manera de ver las cosas. A nuestra edad, el azúcar y la sal son venenos.

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-Está bien. Nada de sal y azúcar, pero sufriré horrores.

-Todas las cosas tienen un precio.

-Lo entiendo, desde mañana, no ingerimos un grano de sal ni de azúcar.

-¿Ingerimos? ¡Yo no estoy enfermo!

-Soy tu esposa, ¿no? ¿Y un buen matrimonio no es solidario en el sacrificio?

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ArribaAbajoCapítulo XXIV

-Sinceramente, Raúl, creo que he sido una loca al aceptar tu invitación -dijo la jueza-. Te has presentado con poder de tu madre y tu...

-...padrastro.

-Eso. Mi decisión debe ser libre de presiones.

Era la misma confitería de la primera vez, la misma mesa, la misma hora. El mismo servicio de té y hasta el mismo mozo.

-No te estoy presionando. Sólo te invité a tomar té.

-Te dije que me quedo a condición de que no hablemos del asunto.

-Está bien, no hablemos del asunto, Irene. Hablemos de vos.

-¿De mí?

-Sí, de vos. ¿Sos feliz en tu matrimonio?

-¡Epa! ¿Qué estás tramando?

-Solo hice una pregunta. ¿Es tan difícil contestar?

-Pues sí, soy feliz.

-¿De veras?

-Atorrante. Bien sabes que la felicidad matrimonial dura sólo siete años. Los demás son de conformidad. ¿Y vos sos feliz?

-Hace rato ya pasé los siete años sacramentales.

-¿Qué pasa después de los siete años? ¿Qué viene con la conformidad, Raúl?

-Podríamos llamarle un razonable contento.

Irene, la jueza, pensó en su marido. Ambos tenían la misma edad. Hacían el amor... ¿Una vez a la semana? Sí, ese podría ser el promedio, pero, en honor a la verdad, los colchones no corrían peligro de arder en esos momentos. Rutina, mecánica, costumbre. Aquella vez, con Raúl en el altillo, fue la primera vez. Pero se había repetido mucho, y cada vez   —100→   parecía la primera vez. En broma, Raúl cerraba la ventana del altillo, diciendo que la humareda podía verse desde afuera. Reían a carcajadas y... ¿pero qué diablos estás pensando, Irene?

-¿Qué dijiste Irene?

-No dije nada. Estaba pensando.

-Reíste de una ventana cerrada, me pareció oír.

Irene enrojeció. Nunca le había sucedido eso de pensar en voz alta.

-Yo también suelo recordar una ventana cerrada.

-¡No sé qué ventana cerrada te refieres!

-Para que no se viera humo desde afuera. Era el chiste de... cada ocasión.

-¿No te parece que estamos yendo muy lejos?

-No más lejos de lo que fuimos antes.

-Eso pertenece al pasado. Es un hermoso recuerdo. Amores de juventud.

-Cuando dices «amores de juventud» pareces una vieja, y no lo sos.

-¿Y cómo soy?

-Una hermosa dama, ¡madurita y en sazón!

-¡Raúl!

-Sólo contesté a una pregunta.

Irene sentía que le ardían las mejillas y el corazón le latía como hacía siglos que no le pasaba. Hubiera preferido que Raúl le hablara de la demencia de su madre.

Pero al mismo tiempo le gustaba aquello. Además, nada tenía de malo remover rescoldos interiores y revivir en la inocencia sus incendios del pasado. Raúl, a través de la mesa, la había tomado de la mano. Trató de retirarla. Raúl apretó más.

-¿Qué estás haciendo, por Dios? ¡Nos van a ver! -dijo ella mirando con temor en rededor-; ¡suéltame!

-Sólo quiero que recuerdes. Es la misma mano. Decías que te volvías loca cuando te la pasaba por la espalda.

Liberó su mano de un tirón y se levantó casi de un salto.

-Me voy, Raúl, gracias por el té.

-¿Volveremos aquí...?

-¡No!, es decir, no sé.

Recogió la cartera y se marchó a toda prisa. El mozo, con ese instinto profesional de todos los mozos de detectar todo, sonrió con picardía cómplice a Raúl, y poco faltó para que dijera «adelante, macho».

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Raúl pagó y salió a recoger su automóvil, y giraba el arranque cuando pensaba que las cosas que hay que hacer por una mamá atolondrada.

Esa noche, en la cama, Irene besó delicadamente la oreja de su marido. Éste, ya adormecido, dio un manotazo con el ademán de espantar una mosca. Irene insistió.

-No jodas, Irene, que estoy muerto de cansancio -dijo el médico, y se durmió.

Al día siguiente, en su despacho, Irene había convocado al matrimonio formado por Romualdo Ortiz y Dina Salcedo de Ortiz, que se presentaron con su abogado, que se sentó y se mantuvo alejado.

-Los llamé para un interrogatorio de rutina -dijo la jueza-. Ya está en el expediente todo lo que debiera estar como información, pero necesito una impresión personal.

¿Cómo había dicho Raúl? No somos computadoras humanas. Eso dijo. Había un enorme territorio de sensibilidades a flor y soterrados entre el sí y el no.

-Consta en el expediente que no pueden tener hijos -continuó la jueza.

-Sí, doctora -dijo Diana-, el certificado médico ya fue presentado. Mi marido es estéril.

El marido se sonrojó un poco. Para su gusto personal, la esterilidad era como la hermana gemela de la impotencia. Su enorme nuez de Adán subió y bajó cuando tragó saliva. «Vaya individuo feo», pensó Irene. Después se reprochó: «me estoy indisponiendo contra él».

Hojeó el expediente que tenía delante suyo, consciente de que lo que estaba buscando era una razón para el no.

-Veo que usted trabaja fuera de casa -dijo a Dina.

-Soy secretaria ejecutiva de una firma exportadora, señora -respondió la joven-, pero ya hemos previsto que si tenemos a la niña, abandone el empleo.

-Y usted, señor Ortiz, ¿podría mantener decorosamente a esposa e hija con su empleo?

-Tengo más que un empleo, Su Señoría. La renta por el alquiler de dos casas que heredé de mi madre.

-¿Qué profesión tiene?

-Ya consta en el expediente, Su Señoría.

-Quiero que me lo repita.

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-Agrimensor.

-¿Y en qué consiste precisamente su trabajo?

-Bueno, viajo al interior, o al Chaco. Este... mido y determino grandes extensiones de tierra.

-Eso significa largas ausencias de su hogar.

-No tan largas.

-Nunca estuvo ausente más de quince días, señora -aclaró Dina.

-¿Y usted se queda sola en casa?

-No. Con mi madre.

-¿Ya desvalida?

-De ninguna manera, señora. Tiene menos de 50 años.

-¿Trabaja?

-Es dueña de una granja en Luque. Va allá sólo los sábados.

-¿Y usted se siente preparada para criar un bebé?

-No sé si... -balbuceó desconcertada la joven.

-Con su permiso, Su Señoría -intervino el hasta entonces silencioso abogado.

-¿Doctor?

-Con el debido respeto, Su Señoría es madre de dos hijos.

-Exactamente.

-¿Estuvo preparada para recibir al primero?

-Su pregunta es algo impertinente, doctor, pero lo pasaré por alto. Está bien, doy por concluida la audiencia. Pueden marcharse.

-Este... Su... señora -murmuró Dina, entre el temor y la esperanza-, ¿tenemos posibilidades?

-No puedo prometer nada. Repito: buenos días. La pareja se retiró, pero el abogado solicitó permiso para quedarse. El permiso le fue concedido.

-¿Decía, doctor?

-Con el debido respeto... -siempre empezaba a hablar «con el debido respeto»-, ¿por qué se dilata tanto el expediente?

-¿Cómo dice?

-Lo iniciamos cuando la niña tenía un mes. Ya debe tener seis.

-Usted sabe que hay dos expedientes más, doctor.

-De todas maneras...

-Buenos días, doctor -le cortó Irene, tajante. El abogado se marchó, pensando que «qué tipa dura es la jueza ésta». La tipa dura respiró hondo. Miró el expediente. Le pareció imposible   —103→   que en esa acumulación de papeles estuvieran todos los elementos del dolor, la esperanza, la aflicción, y hasta el sentido de la vida de tantas personas. Y también un conflicto. Un conflicto para su propia conciencia. Un tiempo de explosiva felicidad juvenil se lo debía a Raúl. Sentía mucha lástima por su madre, y algo de admiración por aquel tieso y solemne caballero que había empeñado hasta su apellido en una aventura que era como un desesperado intento de permanecer en el mundo y en la vida. Presentía que mucho más profundo de lo que pudiera ser una anécdota de dos ancianos casi seniles, subyacía una rebeldía existencial poderosa y última... e inútil, porque era rebeldía contra la misma muerte, contra la misma extinción que se acerca inexorable, paso a paso, anunciando su llegada repicando en la mente del hombre la sensación agobiante de que cada día vivido, es un día perdido. ¿Qué había dicho Raúl? Claro, sus manos recorriendo su espalda. Cerró los ojos y sintió aquel estremecimiento, que no se repitió nunca más, que erizaba de placer cada nervio y contraía cada músculo...

-Señora jueza -se dijo-, usted se está volviendo loca.

Apartó el expediente caratulado «Romualdo Ortiz y Dina Salcedo de Ortiz sobre Adopción» y atrajo hacia sí el expediente caratulado «José Márquez y Gloria Samudio de Márquez sobre Adopción» para estudiarlo. Los Márquez tenían audiencia en 30 minutos y bien valía pasar el tiempo examinando los papeles. El tercer expediente: «Miguel Velázquez y Sara Adorno de Velázquez sobre Adopción», dormía en el estante más alejado, con una tenue capita de polvo.



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ArribaAbajoCapítulo XXV

Márquez, en el expediente consta que tienen tres hijos.

-Así es, Su Señoría.

-¿No son suficientes para formar una familia?

-Señora Jueza -respondió el hombre alto, atlético, de pelo gris y claros ojos azules-. Somos una pareja de creyentes. Hemos recibido con amor todos los hijos que Dios nos envió. Mi esposa ya no puede tener otro hijo sin poner en peligro su vida.

-No contestó mi pregunta, señor Márquez. Si tres hijos no son suficientes.

-Sí, son suficientes, Su Señoría.

-¿Y entonces?

-Nuestra gratitud al Señor debe expresarse de alguna manera. Y una manera es dar un hogar a una niñita castigada por el infortunio desde su nacimiento.

«Me gustaría que no fuera tan retórico» pensó Irene. Pero había un fondo de sinceridad en lo que expresaba. La verdad absoluta de la caridad en esos ojos maravillosamente azules, como en las pinturas de San Francisco. Observó a la esposa, Gloria Samudio de Márquez. Pequeñita, casi enana comparada con su musculoso marido. Es del tipo de esposa que prefiere que el esposo hable, mientras ella se toma el trabajo de mirarlo con adoración -se dijo-; ejemplar de esposa perruna -concluyó tratando de no crisparse en una sonrisa.

-Existe otra pareja que ha solicitado a la niña -dijo- y, como se trata de una pareja sin hijos, le lleva ventaja, en lo que concierne ala ley.

-Nos someteremos a la voluntad de Dios -respondió el señor Márquez.

«Pues ocurre que el Señor me ha transferido la responsabilidad de   —106→   cumplir mi voluntad, santurrón de m...» -le respondió mentalmente Irene.

-Creo que no es necesario interrogarle sobre su situación económica -dijo la jueza, adivinando que la respuesta iba a ser que «el Señor nos ha colmado de bienes» y acertó.

-El Señor nos ha colmado de bienes -dijo efectivamente el señor Márquez.

-Me gustaría conocer la opinión de su esposa -requirió la jueza y envió lo que quiso ser una fría mirada a la mujercita, que sufrió un sobresalto.

(¿Por qué quieres atormentar a esa almita buena, Irene?) (Pero veamos qué dice la pequinesa.)

Gloria Samudio de Márquez miró a su esposo como solicitando permiso, o ayuda, o un mensaje de socorro para que él se hiciera cargo, según la costumbre.

-Mi esposa... -empezó a decir el señor Márquez.

-Se lo pregunté a ella -le cortó Irene-. ¿Señora?

-Comparto todo lo que dice mi marido -balbuceó ella.

«La palabra no es comparto, enana, es obedezco. Me pregunto si estos dos no han encontrado la fórmula del matrimonio feliz».

De pronto se encontró con la mente en blanco. Ese hombre arrancaba del cielo todas las respuestas adecuadas como quien arranca frutas de un árbol inagotable. La caridad tiene una lógica de hierro, Irene -se dijo.

Dio por concluida la entrevista. Con espíritu de justicia, debería convocar también a don Miguel y Sara, pero solamente la idea le ocasionó un escalofrío. Ya había conversado una vez con los dos, y había sentido recorrerle el espinazo un frío como de sepultura.



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ArribaAbajoCapítulo XXVI

-Anoche gemías en sueños, Sara.

-Tenía pesadillas. Soñaba que se llevaban a Aurorita.

-No es cierto, nadie se levanta cuando duerme, y menos cuando tiene pesadillas.

-Debo ser sonámbula.

-Tampoco es cierto. Te levantaste a tomar unas pastillas.

-Me las dio el médico.

-¿Para el insomnio?

-No. Es para el dolor...

-¿Qué dolor?

-¿Cómo qué dolor? El dolor es dolor y basta. Y termina tu desayuno de una vez por todas.

Oyó que la niña lloraba en el piso de arriba y se encaminó a la escalera. Don Miguel la contemplaba. Si existe algo que desnuda edad, achaques y fatigas, es la manera de subir escaleras. Sara alivianaba demasiado su peso apoyándose en el pasamanos, como si las piernas resintieran el esfuerzo. Y había otras cosas. La pérdida de la alegría. La comunicación que perdía su amable desinhibición del principio. Ese rostro demacrado. Esas ojeras. El desborde de amor que se manifestaba cuando atendía a Aurorita era como un resplandor de brasa que se va convirtiendo en ceniza. En tres meses, habían ido como dos veces por semana al médico, todos los análisis estaban hechos, pero en la última visita al médico había convocado a dos colegas más. En ese punto, se sintió un poco herido.

-Soy el marido, y el que paga todo. Deberían darme algo de información.

Sonó el teléfono interrumpiendo sus meditaciones. Se levantó de la mesa del desayuno a atender.

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-Hola.

-Soy Raúl, don Miguel.

-Hola, hijo.

-Necesito hablar con usted, don Miguel. ¿Le sería molesto venir a mi oficina?

-En absoluto.

-Entonces le espero. Colgó y fue al dormitorio a vestirse. Sara había descendido del piso alto con la niña en brazos. Tenía la cara encendida de contento.

-¡La oí bien!, dijo mamá.

-¡Qué me cuentas! -respondió mientras se anudaba la corbata.

-A ver, a ver, a ver -Sara urgía a la niña-, decilo de nuevo, mamá... ma-má.

La niña rió con un glu glu, pataleó y dijo algo parecido a .

-¿La oíste? ¿La oíste?

-Sólo me pareció oír . Y si vamos al caso, también parecía .

-¡Egoísta! ¿Sales? Dijiste que no ibas a salir.

-Me llamó por teléfono...

-¿Quién...?

-Este... un amigo.

(¿Por qué cierto oscuro instinto le impulsó a mentir?)

-¿Negocios?

-Sí, es un escribano.

-Maneja con cuidado. Se alejó llevando a la niña, y tratando de sacar un «mamá» de su boquita riente. En la oficina de Raúl, fue invitado a sentarse. Tomó asiento.

-¿Un café?

-No lo tomo hace años. No ande con rodeos, Raúl. ¿Qué pasa?

-Es mamá.

-Está muy enferma, ¿verdad?

Raúl asintió, serio, el rostro endurecido.

-Su amigo el médico.

-Sí, me llamó.

-¿No debería llamarme a mí?

-Él tiene sus razones. Entre ellas, nuestra vieja amistad. Además, consideró su edad.

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-Entonces son malas noticias.

-Mamá está muy enferma.

-¿Qué es muy enferma?

-Tiene seis meses de vida o nueve a lo sumo. Está minada, sin remisión posible. La cuestión es... ¿se lo decimos?

-¡No! -negó terminante don Miguel-. Y la cuestión no es si le decimos o no, sino... ¿qué hacemos?

-Está bien, don Miguel... ¿qué hacemos?

-Primero -dijo don Miguel con un gran suspiro- déjeme asimilar la noticia.

Se hundió aún más en el sillón, como si un peso proveniente de las alturas lo apretara por los hombros. Cerró los puños con rebelión que sentía floja y sin sentido. De la comedia pasamos al grotesco -se dijo- y ahora viene el drama. Solo que esto no es un escenario, sino la vida, nuestra vida, que titila como la llama de una vela agonizante. Raúl respetó el silencio del pobre viejo, y hasta cuando sonó el teléfono descolgó el tubo y lo dejó sobre la mesa. Don Miguel respiró hondo.

-¿Qué hacemos? -dijo.

-Dígamelo usted, don Miguel.

-Hacerla lo más feliz posible... incluye a la niña -dijo Raúl.

-Ahí entra usted, Raúl. Usted es amigo de la jueza. Ruegue, implore. Llévela a la cama si es necesario.

-Pero una adopción en estas circunstancias...

-No se trata de adopción, sino de tiempo. De tiempo lleno de mentiras piadosas. Poco tiempo y muchas mentiras -rió con tristeza- me parecen una síntesis muy repetida en la vida humana.

-Trataré de hacer algo. ¿Y usted, don Miguel?

Don Miguel sonrió con todo el peso de la tristeza del mundo en la sonrisa.

-Ya tengo experiencia en esposas agonizantes -dijo, y se marchó.

Al llegar a su casa, le salió al encuentro Sara.

-¿Buenos negocios?

-Así es.

-Debes tener cuidado. Los escribanos enredan mucho las cosas. Dame tu saco. Hum... ¿puedo pedirte algo?

-¿De qué se trata?

-¿No podríamos emplear una niñera? Últimamente me siento muy   —110→   cansada. ¿Para qué habré ido al médico? Desde que empecé a tomar ese montón de pastillas, me siento mal. Así son los médicos. ¿Sabes? Su negocio no es curarte, sino mantenerte enfermo. Anota eso.

-Tomo nota.

-Está listo el almuerzo. Vas a comer solo. Hasta el apetito me sacaron esas pastillas.



  —111→  

ArribaAbajoCapítulo XXVII

-¿Fuiste a los tribunales, Romualdo? -preguntó Dina Salcedo de Ortiz.

-Sí, estuve. Me atendió el secretario. No hay novedades -respondió el marido, y prosiguió-. ¿No tienes la impresión de que la jueza nos tiene mala voluntad?

-¿Por qué ha de tenerla? No hacemos nada malo. Sólo queremos una niña, darle un hogar.

-Es que yo siempre soy realista, mi hija. Y sé que hay otros dos expedientes. La jueza estará esperando quien oferta más. Y nosotros no hemos ofertado nada.

-¡Ni se te ocurra hacer eso!

-¡Es el sistema!

-Puede ser, pero con esa señora no.

-¿Y por qué estás tan segura?

-Porque tiene cara de decente.

-¡Torpe sos! Fijate la cantidad de procesados que hay. ¡Todos tienen cara de decentes! La cara de decente es la máscara de los delincuentes, mi hija. Te digo yo que ando midiendo tierra de estancieros y de empresarios.

-¡Siempre fuiste un descreído, Romualdo! Yo no soy así, querido. Yo creo en la gente.

-Todavía nomás no te diste el tropezón de tu vida.

-Y vos vivís viendo malicia por todas partes. Mirá, si somos sinceros, no estás resultando un buen padre de familia.

-¿Y qué tienen que ver mis experiencias personales con una hija?

-Hija o hijo, aprende todo de su papá.

-¡Qué bueno! ¡Aprenderá a ser viva y que no le joda nadie!

  —112→  

Se interrumpió porque venía de la calle su suegra, con un gran bolso del supermercado. La madura pero aún airosa señora había oído las últimas palabras de su yerno.

-¿Quién debe aprender a ser viva? -preguntó, dejando sobre la mesa el pesado bolso.

-Se refiere a la niña, mamá -dijo Dina.

-¡Ay, me muero por ser abuela! ¿Por qué tiene que ser viva?

-Para que nadie le joda la vida, doña Anselma.

-¿No te parece que antes de ser viva, como decías, primero tiene que gozar de la inocencia?

-Es tu punto de vista, suegra, y la respeto.

-Además es una niña. Y se supone que para su crianza tiene mamá y abuela.

-¿Y yo qué voy a hacer? -preguntó ceñudo Romualdo.

-Vas a ser papá de una niña -le respondió su esposa.

-¿Permitiendo que la conviertan en una muñequita sin energía? ¡Qué bárbaro! ¡En esta época en que ya hay mujeres astronautas!

-En todo caso, ¡mi hija no será astronauta! -replicó su esposa, irritada.

-¡Pero tiene que ser una mujer moderna! -contraatacó el marido.

-¡Epa, epa! -intervino ña Anselma-. ¿Qué entendés vos por una mujer moderna? ¿Esas chiquilinas de calzones flojos que salen en la tele?

Romualdo la miró fríamente.

-Usted, querida suegra, ¡revela una inconcebible falta de cultura!

-Ahora me trata de analfabeta -dijo indignada doña Anselma, asió su bolso y se encaminó a paso digno a la cocina.

-¡Insultaste a mamá!

-¡Dije que sólo no tiene cultura! ¡Y no la tiene! ¡Que la mujer sea moderna nada tiene que ver con los calzones! Y mi hija...

-Romualdo...

-¿Qué?

-No tenemos todavía ninguna hija.

Romualdo se echa a reír, no sin cierta crispación.

-Es cierto -dijo-, estamos vendiendo la leche sin tener la vaca. ¡Pero mirá que tarda la jueza esa!



  —113→  

ArribaAbajoCapítulo XXVIII

-Tengo que hacerte un reproche, mujer -dijo José Márquez.

-¿Hice algo malo? -preguntó Gloria Samudio de Márquez, alzando los ojos hasta la estatura del marido.

-Anoche, durante mi ausencia. Me enteré esta mañana, por mi madre, apenas llegué del establecimiento.

-Tu madre permaneció todo el día en su cuarto, como de costumbre. Le llevé el desayuno, el almuerzo y la cena. ¿Se quejó? Te pido perdón si estuve en falta.

-No fue con ella. Fue con los niños.

-Hicieron sus tareas escolares, se bañaron, cenaron, se cepillaron los dientes...

-¡...y vieron televisión!

-Sólo fue el noticioso, marido.

-Sea lo que sea, mujer. Ya sabes mi criterio. En ese aparato maligno habita el demonio.

-De acuerdo, de acuerdo. Pero... ¿para qué lo tenemos en casa?

-Para ver YO los noticiosos. Además, sabes que el aparato está ahí sólo por la casetera.

-Comprendo, José. No volverá a suceder.

Se preguntó a sí misma la mujer cuántas miles de veces había venido diciendo que no volverá a suceder desde que se casó. Una rebelión que era como una semilla enferma en su alma, que apenas sobrevivía, jamás alcanzaría el gesto ni a la palabra. Moría una y otra vez cuando decía que «no volverá a suceder», y volvía a morir cuando se instalaba con su marido y los tres niños frente al televisor, y el vídeo pasaba los encendidos sermones de aquel maldito orador sagrado que amenazaba con los fuegos del infierno a quien no viviera pendiente de Nuestro Señor   —114→   Jesucristo. Ella los escuchaba y se preguntaba una y otra vez cuándo vería un desfile de modelos, y sintiendo una enorme lástima por la cara de animalitos asustados de los niños.

-Con respecto a la niña... -José la rescató de su ensimismamiento.

-¿Sí...?

-Esta mañana he elevado una queja al presidente de la Corte Suprema de Justicia. Contra la señora Jueza.

-¿Queja? ¿Por qué?

-Para ella es letra muerta eso de justicia pronta y barata. Dilata innecesariamente la cuestión, revelando con ella una absoluta falta de solidaridad y de caridad humanas, permitiendo que la niña viva con esa pareja senil, incapaz de guiarla desde su más tierna infancia. ¿Qué te parece?

-No sé si has hecho bien...

-Medité y oré antes de hacerlo, y Dios dijo que sí.

-Pero... marido. Puedes predisponerla contra nosotros.

-No. Será objeto de una llamada de atención de sus jefes y aprenderá a ser humilde... y justa. Es lo que le conviene. Y no te aflijas. Esa niña vendrá acá. No se trata de la decisión de una jueza, sino de la voluntad de Dios.

Querría saber -se dijo Gloria- cuándo y cómo su austero esposo se comunicaba con Dios, y de qué modo Dios le revelaba SU voluntad. Pero, en ese orden de cosas, su palabra era ley. Esa niña vendrá acá, había dicho. ¿Quería tener ella a la niña?

-Dios mío, no -dijo para sí-, y bien sabes, Dios, que no es por falta de amor en mi corazón. Es por amor que no quiero tenerla, porque estará condenada a no tener infancia, como mis hijos. Pero sea tu voluntad, Señor.



  —115→  

ArribaAbajoCapítulo XXIX

Era la misma confitería, la misma mesa y también el mismo mozo, pero el día era lluvioso y gris.

-¿Qué es eso tan importante que tienes que decirme, Raúl? -preguntó la jueza.

-Se trata de mi madre, y, por favor, no me prohíbas hablar del expediente, porque no se trata del expediente, sino de mi madre.

-No sé por qué, pero advierto mucha tristeza cuando te refieres a ella.

-Amo mucho a mi mamá. Soy hijo natural, no fue una santa como mujer, pero fue una santa como madre. Trabajó mucho por mí y para mí. Sus padres no le dejaron de herencia más que una gran casa. La vendió, con el dinero hizo usura, compraba joyas en Luque y las llevaba de contrabando a Buenos Aires, también lo hacía con ñandutíes cosidos a su faja, como cosidos a su faja habían racimos de anillos de siete ramales, zarcillos de orfebrería, collares de cuentas de oro. Una vez, en Corrientes hicieron desembarcar a todo el pasaje del barco de la carrera que venía de Asunción. Una mujer aduanera la llevó a una pieza y la desnudó. Pobrecita, con su faja cargada de joyas, parecía un árbol de Navidad. Perdió todo, y estuvo en la penitenciaría un año. Sólo le quedó dinero para comprar la casita donde vivió siempre, y siguió trabajando con lo poco que le quedó. Con sudor y sacrificios me financió la carrera.

-¿Por qué me cuentas todo eso?

-Porque va a morir.

-¡Dios mío!

-En nueve meses, con suerte.

-Siento por vos una inmensa pena, Raúl.

Raúl no pudo evitar que una lágrima enrojeciera sus ojos. Al ver las   —116→   lágrimas del hombre, el rostro de Irene se demudó, contagiada por aquel dolor anticipado.

-Fue siempre así, como es ahora, atolondrada e imprevisible, pero conservó su corazón de oro, su generosidad sin límites. No es una vieja local. Fue siempre así. Lo que deseaba lo lograba. Pensaba que el mundo no tiene derecho a negarle nada, porque nunca hizo mal a nadie. Lo de la niña responde a ese carácter suyo. Perdón... ¿me permites ir al baño un momento?

-Claro.

-Permiso.

Raúl se fue a los sanitarios. «Va a llorar» pensó enternecida Irene. Pobre, mi pobre Raúl, hijo natural de una mujer heroica, de una mujer mujer. Fornicadora y madre, fundamentalmente madre. Quiso saber si su marido reaccionaría así cuando le comunicaron que su madre se moría. Descartó la idea. «A lo mejor lo que siente es alivio», se dijo.

Raúl volvió con los ojos enrojecidos. «Lloró» -se dijo. Raúl se sentó de nuevo. Rió con esa risa falsa de quien ríe teniendo pena en el corazón.

-¿Sabes lo que me dijo el marido de mamá? Que te suplique, que te implore. Que te seduzca, que te lleve a la cama si es necesario.

-¿Para qué...? Si la adopción en estas condiciones...

-Ya no se trata de una adopción, Irene. La adopción es un acto fundamentalmente de vida, como un nuevo nacimiento para el ser humano. Se trata de una predestinación de muerte. De una agonía que merece ser dulce, si el dolor lo permite.

-Raúl, este ambiente me deprime. Hablamos de cosas tristes en medio de este ambiente donde la gente sólo piensa en sí misma. ¿Podemos ir a otro sitio?

-En cualquier sitio voy a estar sufriendo lo mismo. Lo curioso es que no sé si tengo lástima de mamá, o lástima de mí mismo.

-En cualquier caso, necesitamos soledad. Los dos. Lo tuyo me toca en algo. Es por la mamá de mi marido, una viejecita dulce que podría vivir con nosotros. Pero está en un asilo de lujo, y es una de las cosas que abre una brecha entre... pero no, no te hablaré de eso. Pensarás que estoy tratando de seducirte yo -concluyó y rió-. Vamos a alguna parte, Raúl.

Salieron y abordaron el Toyota de Raúl, que enfiló hacia la calle España, dobló a la derecha y se dirigió rumbo a la autopista. Irene encendió la radio en FM. Un cantor con acento portugués susurraba «El día que me quieras». Irene sintió que un calor subía a sus mejillas. En   —117→   alguna noche perdida en el recuerdo, Raúl le había llevado una serenata, y el cantor decía la misma canción, bajo su ventana. Miró a Raúl. Aquel entrecerrar de sus ojos indicaba que también recordaba. Dentro del automóvil, el clima se volvió dulzura e intimidad. Raúl soltó del volante la mano derecha, y aferró con ternura la suya. Ella apretó contra su regazo aquella mano fuerte y dura.

Tomaron por el tramo ciudadano de la Transchaco. Y doblaron hacia el puente. Antes de llegar, giraron a la izquierda por un camino empedrado.

-¿A dónde vamos, Raúl?

-Al cumplimiento de uno de mis sueños.

-¡Raúl!

-No pienses mal. El sueño era una casita que mirara al río. Raras veces vengo. Mirar el río no le gusta a mi esposa, y tiene terror de que sus hijos se ahoguen.

-Así pasa con los sueños. Los realizamos y no resulta lo que parecían en sueños.

-¿Experiencia?

-Tal vez.

Llegaron a la casita. Raúl tuvo dificultades con la llave enmohecida, pero la puerta se abrió al fin. Entraron y Raúl abrió las ventanas. No entraba luz, sino el gris del día, que dejó de ser hostil para ser una penumbra tentadora. Sentados en el diván, divagaban desconcertados, superados por una situación que veían venir, y la esperaban y temían. Raúl pasó las manos sobre la espalda de Irene.

-No hagas eso, Raúl -su voz era temblorosa.

Raúl corrió el largo cierre desde la nuca a la cintura y paseó sus manos por la piel desnuda.

-¡Raúl... por favor! -suplicaba Irene, pero permitió que las manos de Raúl le deslizaran el vestido por los hombros.



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ArribaAbajoCapítulo XXX

-No puedo levantarme, Miguel. Me duele horriblemente todo el cuerpo. Debo haber pescado el dengue.

-No hagas ningún esfuerzo para levantarte. Voy a llamar al médico.

-¡No digas disparates! Voy a prepararme una limonada caliente y la tomaré con una aspirina.

-¡Sara...! ¡Te quedas en la cama!

-A su orden, mi sargento. ¿Aurorita...?

-La niñera ya se ocupó de ella. Es una chica muy eficiente. Y no me digas más sargento, fui teniente en la guerra del Chaco.

-¿Mataste algún boliviano?

-No sé. Cerraba los ojos cuando disparaba. Voy a llamar al médico.

-¡Miguel!

-¿Qué?

-¡Sos un amor!

-Ya lo sé. ¡Soy un amor!

Y fue a llamar por teléfono al médico, con quien habló brevemente. El otro hablaba y él se limitaba a contestar con una incalculable serie de síes. Colgó el teléfono.

-Te esperan días bravos, Miguel -se dijo-; este mediquito no puede ser más claro. Sufrirá muchos dolores, trataremos de aliviarla en lo posible -había dicho- y que echaremos mano a toda la cantidad de morfina que se necesite, es todo lo que podemos hacer, ya se lo dije al hijo. Estaré allí dentro de una hora.

Volvió al dormitorio.

-El médico vendrá dentro de una hora, te pondrá una inyección.

-¡No! Le tengo horror a las inyecciones. Ya verás cómo le convenzo al médico de que me dé solamente pastillas.

  —120→  

-Puedes hacer la prueba.

-¡Miguel!

-¿Qué?

-Le dije lo mismo a Raúl. Que esa jueza antipática no se entere de que estoy enferma. Por ahí cree que es algo serio. Ah, y que la niñera no me traiga a Aurorita. Le puedo contagiar el dengue.

-No lo creo. Para que ella se contagie, le tiene que picar el mismo mosquito que te picó a vos, y eso es estadística poco probable.

-Entonces... ¿puedo tener conmigo a Aurorita?

-Pienso que sí.

-Entonces, ¿le dices a Nimia que me la traiga? -Su rostro se iluminó.

-Eso haré ahora mismo.

-¡Rápido!

-Sí, mi sargenta.

Ella rió entre una y otra crispación, y donde Miguel fue a dar instrucciones a la niñera.

Cuando el médico, muy joven y muy calvo llegó, ordenó que se llevaran a la niña.

-Me basta con una mimada en la cama -dijo en tono de chanza, y volviéndose a Sara-: ¿Qué le duele a mi hermosa paciente hoy?

-Me duele todo. Y no soy hermosa.

-Para mí que esta dama es perezosa y está fingiendo para quedarse en cama -le dijo el médico a don Miguel mientras preparaba con eficiencia una inyección con una jeringa desechable que sacara del maletín.

-No es cierto, me duele todo. Es dengue, doctor. ¿O me va a negar que es dengue?

-¡Maravilloso! -respondió el médico-, acertó el diagnóstico, señora. Usted debió estudiar medicina.

-Yo curaba a Raúl sin necesidad de llevarle al médico. ¿Duele mucho eso?

-Un poquito -respondió el médico, observando a trasluz la jeringa-. A ver... -murmuró el médico apartando las cobijas.

-¿Tiene que ser en el trasero?

-Le aseguro que no miraré nada que no deba mirar.

-Eso dicen ustedes los médicos. Abusivos. ¡Ay!

-Quieta, quieta, que ya está. Si le da un poco de sueño, no resista, duerma.

  —121→  

-Dormir de día. ¡Jamás!

-Está bien. No duerma. Pero nada de levantarse.

En la sala, el médico se despedía de don Miguel.

-Doctor, con respecto a sus honorarios...

-No hay honorarios. Soy amigo de Raúl.

-Entonces gracias.

-Tiene que prepararse a pasar días duros, señor. Y llegará el momento en que debemos internarla.

-Usted dirá cuándo.

-Está bien. Otra cosa. Mientras esté en casa necesitará una enfermera eficiente. Le enviaré una. Conoce de estos casos y tendrá sus instrucciones precisas. No trate de manejarla usted. Ella sabrá en qué momento socorrerla con una inyección.

Escribió en su recetario.

-Compre una caja de estas ampollas. El resto deje por cuenta de la enfermera y yo la visitaré con frecuencia.

-Es usted eficiente, doctor.

-Simplemente soy el buen amigo de un buen amigo.

Se marchaba el médico cuando Nimia apareció con la niña en brazos.

-¿La llevo de nuevo a la señora? -preguntó a don Miguel y don Miguel miró al médico pidiendo opinión.

-Puede -dijo el médico- es más, DEBE estar con ella el mayor tiempo posible -dirigió la vista a don Miguel-, el cariño es también terapéutico.



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ArribaAbajoCapítulo XXXI

Raúl pidió un Campari con limón y agua mineral con gas. Don Miguel un vermouth e Irene una copa de vino blanco, dulce.

No era la misma confitería ni la misma mesa ni el mismo mozo. Era el oscuro rincón de un restaurant a las cinco de la tarde, desierto a esa hora.

-Esto que estoy haciendo -dijo la jueza en tono solemne- es algo irregular... -se sonrojó al mirar a Raúl.

Estuvieron en la cama -le dictó su vieja experiencia a don Miguel, pero conservó el rostro inexpresivo.

-Lo sé, doctora. Y le agradecemos mucho.

-La cuestión de la adopción fue descartada desde el principio -continuó la jueza-. Podría ir postergándola hasta... -vaciló.

-Hasta que mamá muera -completó Raúl con voz neutra.

-Así es -confirmó Irene.

-Ésa era la idea, también bastante irregular desde el punto de vista legal y jurídico, hasta el punto de que esta mañana recibí una reprimenda del presidente de la Corte.

-Lo siento... -empezó a decir Raúl.

-Déjame terminar -le cortó la jueza-. Hay dos matrimonios interesados, y con iguales posibilidades. La cuestión que me plantea un caso de conciencia es cuál de los matrimonios sera suficientemente solidario como para...

-Recibirla en adopción, y esperar a que mi madre fallezca, o esté en condiciones de que ya no pueda tener conciencia de que la niña se le va...

-Yo hablaría con uno de los matrimonios -dijo don Miguel apelando a su caridad.

  —124→  

-Y yo con el otro, haciendo lo mismo.

-No harán nada de eso. Van a involucrar a un juez en un acuerdo extrajudicial.

-Así como lo dice suena tremendo -opinó don Miguel.

-Es tremendo para mi carrera, señor.

-Entonces... ¿a qué se reduce la cuestión?

-Diré mi opinión -dijo la jueza-. Debemos recurrir al instinto, a nuestro conocimiento de la naturaleza humana. Y determinar cuál de los padres adoptivos consentirá en esperar lo... en esperar para llevarse al bebé. O seré más clara. Cuál de los dos matrimonios esperará DESPUÉS de que yo haya decidido la tenencia del bebé a favor de él, para llevarse al bebé.

-Yo los conozco apenas de vista -dijo Raúl.

-Yo he dialogado con los dos. Y tengo una idea de cómo son. Pero antes repito que he recibido una reprimenda. Ya no puedo esperar en mi decisión.

-¿Qué opinión te merecen? -preguntó Raúl.

Irene rió. Estaba entrando en el conflicto de averiguar qué padres le convenía más a la beba, que bien podrían no ser qué padres le convenían más a la anciana.

-¿Puedo hacer un resumen? -preguntó-, porque se trata de saber en qué hogar está instalada la solidaridad que necesita tu madre, Raúl. Tengo el matrimonio de José Márquez y Gloria Samudio de Márquez. El hombre se muestra extremadamente religioso, muy creyente.

-Eso facilita las cosas -dijo Raúl.

-No tanto -respondió don Miguel-, ser muy religioso o muy creyente no significa caritativo. Existe en el ejercicio formal de la fe un elemento superficial que...

-¿Me deja continuar? -requirió impaciente Irene.

-Perdón -dijo don Miguel.

-El hombre es muy creyente, pero para mi gusto muy dominante. Tiene una esposa que parece su sombra. Esa postura de la mujer suele ser consecuencia de un esposo demasiado rígido según creo.

-¿Adónde quieres llegar, Irene?

-Que los hombres muy rígidos se guían por principios, pero no por sentimientos.

-Pero si es creyente -opinó don Miguel- la caridad es un principio.

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-Desiento -replicó Raúl-. La caridad es independencia del sentimiento religioso. Conozco filántropos que son ateos. No se puede suponer que un hombre, sólo por ser un beato, perdón, un creyente, sea caritativo.

-Además... está la esposa -agregó Irene.

-Tienes la idea fija de la esposa -dijo Raúl.

-No termino de convencerme de que sea una mujer feliz.

-...y si no hace la felicidad de la esposa... ¿cómo irá a hacer la felicidad de una extraña? -concluyó don Miguel.

-Se trata de una extraña moribunda -expresó Raúl-. ¿No introduce eso un elemento que empuja a la caridad?

-Un creyente un poquito fanático se inclina a creer que la muerte es la voluntad del Creador, y que ningún ser humano debe interferir en el proceso... y menos con una mentira -opinó Irene.

-¿Y el otro matrimonio? -inquirió don Miguel.

-Romualdo Ortiz y Dina Salcedo de Ortiz. Un matrimonio corriente, vulgar si se quiere. Burgueses acomodados en cierto sentido. Ella tiene una cultura mediana, él es agrimensor. Debe ser un hombre traumado -dijo Irene.

-¿Traumado, Irene?

-Es estéril. Ustedes son hombres. ¿Cómo incide la esterilidad en la personalidad de un hombre joven?

-¿Puedo opinar? -preguntó don Miguel.

-Adelante, señor.

-Depende del hombre, doctora. Algunos tienen una exagerada opinión de la masculinidad, y la esterilidad es una mengua, una vergüenza. Ocurre que síquicamente, cuando un hombre posee a una mujer y sabe que no la fecundará, su satisfacción tiene un sedimento de fracaso. De ahí puede venir un sentimiento de frustración que cierre el paso a la generosidad.

-Valiosa lección, don Miguel -lo halagó Irene.

-Quisiera decir algo al respecto -dijo Raúl-. Consideremos que el hombre machista resiente como algo humillante la esterilidad, y hasta lo emparenta con la impotencia, haciendo aún más amargo su cáliz. Caramba, qué lenguaje literario estoy usando.

-Sigue, sigue -urgió Irene.

-La palabra es «asumido» -dijo Raúl-. Un homosexual asumido, es decir, que practica su... debilidad sin vergüenza no es un hombre traumado. Este hombre... ¿cómo se llama?

  —126→  

-Romualdo Ortiz -aclaró Irene.

-Romualdo Ortiz bien puede ser un estéril asumido, es decir, convive con su desgracia, y por lo que veo, no se avergüenza.

-¿Cómo por lo que ves?

-Quiere un hijo. Confesó algo que podía haber ocultado: que es estéril. O podía haber conseguido un certificado de esterilidad de la mujer con un médico amigo. Tuvo la decencia de decir la verdad. Me parece un punto a favor.

-Yo tengo un punto en contra -dijo Irene.

-¿Cuál, Irene?

-Es terriblemente feo.

-¿Y eso qué tiene ver?

-Veamos, la fealdad en sí misma no es indicadora de un alma egoísta, claro. Pero no concibo que su esposa se haya enamorado de él, con su frente estrecha, su nariz enorme, y la manzana de Adán que sube y baja. Entonces, allí presumo que hay un matrimonio sin amor. Y si no hay amor... ¿cómo va a haber caridad?

-Si me permiten -intervino don Miguel-, a lo largo de la historia, los más grandes rompecorazones, empezando por Casanova, que no fue el Casanova que nos muestra la televisión, fueron hombres bastante feos. Si la doctora me admite un juicio de hombre viejo, le puedo asegurar que a la mujer la belleza masculina produce atracción sexual, que bien puede convertirse en amor. Pero hay mujeres que amaron a hombres feos, tomando un atajo para eludir su fealdad.

-¿Y cómo es la mujer, Dina no sé cuántos, Irene?

-Trabaja, y me da la impresión de ser una luchadora que pelea por lo que quiere. No es de las que ganan su pan diario, sino lo conquistan...

-Caramba -opinó don Miguel-, los luchadores miran tanto por sí mismos que no les importa los demás. No comparten lo que conquistan.

-Punto en contra -dijo Raúl.

-Pienso que estamos generalizando mucho. Una luchadora también puede ser generosa. Egoísmo o altruismo, me parece una cuestión más allá del hecho de que se luche o no. Pero pienso que... corremos menos riesgo con el creyente. Hay más afirmación de conducta en un hombre así. Y, por favor, demos por terminado este sicodrama improvisado. No me presiones más, Raúl. No soy muy religiosa, pero creo que esta noche rezaré a Dios para que me inspire.

El primero en despedirse fue don Miguel.

  —127→  

Raúl acompañó a Irene hasta la calle.

-¿Damos un paseo, Irene?

-Decime, Raúl, aquello que pasó... ¿fue para cautivar mi buena voluntad?

-Bien sabes que no. Ya no la necesitaba teniendo en cuenta la situación de mi madre. Fue porque te necesitaba a vos.

-Me alegra lo que me dices. Yo también te necesitaba.

-¿Damos un paseo, entonces?

-No. Nunca más.



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ArribaAbajoCapítulo XXXII

-Los he llamado para comunicarles que he firmado la adopción de la niña Aurora, de 10 meses de edad, sin apellido, huérfana de madre y de padre desconocido, con la convicción de que le brindarán todo el cariño que su inocencia merece, que la educarán y cuidarán y le brindarán todo el amor que sean capaces de dar, como si fuera sangre de vuestra propia sangre.

-Gracias, señora, así lo haremos. Y que Dios la bendiga.

-El caballero aquí presente, desea hablar con ustedes. Dejo aclarado que toda conversación, arreglo o lo que fuere, es de total desconocimiento de este juzgado.

-Sí, señora -dijo el marido, mirando un poco extrañado a Raúl.

-Como es cerca de mediodía, me retiro, pueden usar mi oficina.

Cuando ella se iba, Raúl le susurró un «gracias, Irene». La esposa parecía demudada, y el marido no dejaba de tragar, subiendo y bajando su enorme nuez de Adán.

-Mamá, la niña ya es tuya. Felicitaciones, mamá, ganaste.

Increíblemente flaca, los ojos apagados de Sara brillaron con un resplandor nuevo y triunfal.

-¿Me la dieron?

-Es tuya, mamá.

-¿Y los documentos?

-Están a la firma del secretario, que va a legalizarlos.

-Aurora... mi Aurora, mi Aurorita. Jesús mío, qué bondadoso eres. Raúl, no te vayas, acércate, hijo. Tengo algo que contarte. Acércate más, que no oiga Miguel.

  —130→  

Raúl se arrodilló cerca de la cama de su madre y le ofreció el oído.

-Me estoy muriendo, Raúl.

-Disparates, mamá. Te vas a reponer y...

-Me estoy muriendo, Raúl. Por favor, que no lo sepa Miguel. Ha envejecido tanto de repente -rió-, ya no se atreve a manejar el Buick.

-Mamá -la voz se le quebró-, no te estás muriendo. Estás deprimida por la enfermedad. Pronto te vas a restablecer y estaremos todos felices, mamá.

-Nunca supiste mentir, hijo.

Raúl ya no pudo más y lloró. Como un niño. Como un hijo de cualquier edad. Sara le acariciaba la cabeza, consolándole.

-Raúl, supongo que cuando me vaya te llevarás a la niña -sonrió-; mis nietos tendrán que cuidar de la tía Aurora.

-Sí, mamá. Eso haré.

-Y ahora decile a Nimia que me la traiga. Quiero tenerla a mi lado. Y... que no lo sepa Miguel.

-Doctor... ¿está consciente?

-Sí, pero con muchos dolores. Hemos doblado las dosis de calmantes.

-Quiero verla, doctor.

-Es lo justo, señor. Quizás no la encuentre muy lúcida. Se nos va en cualquier momento. Pase, don Miguel.

Entró don Miguel a la habitación del sanatorio que olía a agonía y desesperanza. Se sentó en el borde de la cama, y tomó aquel esqueleto de mano que quedaba de una mano regordeta y rosada. Sara abrió los ojos, Algo de la vieja malicia se abrió paso en un túnel de dolor y asomó a la mirada.

-Sara...

-¿Es usted el caballero que me limpió de caca mis zapatos en el cementerio?

-El mismo, Sara.

-¿Qué pasó después?

-Nos casamos y tenemos una nena, Sara.

-Va a ser difícil criarla, a nuestra edad.

-No importa. Mientras nos ocupemos de ella, seremos jóvenes, Sara.

  —131→  

-Tengo sueño, Miguel.

-Duerme, Sara.

-Estoy cansada, Miguel.

-Descansa, Sara.

-No manejes el Buick, Miguel.

-Lo guardaré.

-Tengo sueño.

-Duerme, mi amor.

Sara cerró los ojos, y se durmió.

Para siempre.





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ArribaEpílogo

Empezaba la noche en un día luminoso de setiembre. Abrigado con una bata, don Miguel, en su sillón de mimbre, estaba sentado frente a la ventana abierta, aspirando el perfume de los guayabos caídos de maduro. Lenin ronroneaba sobre sus rodillas.

-Pues bien, niña -susurró el anciano-, quisiera que me veas ahora, contemplando la noche próxima con un gato en mis rodillas. Marcelina ha muerto, los pisos de arriba están cerrados y la máquina de coser ya no rumorea. He vuelto al principio para encontrar el fin. Afuera está el naranjo con sus frutos enanos y enfermos, y la guayaba y el aguaí que está soltando su legión de murciélagos. De la morera cuelgan crisálidas nuevas y la vista no me alcanza para distinguir los tréboles de cuatro hojas. Ya no son para mí, porque pertenecen a la vida. Tenías razón, niña. Ya puedes caminar tranquila por las calles y avenidas. También el Buick se está muriendo de viejo.

Aguzó la vista. Un resplandor celeste empezaba a crecer a la sombra del limonero cargado de frutos. Y el resplandor se convertía en una forma humana, inmaterial, sedosa, como fabricada con tiempo mezclado de añoranzas. ¿Es una túnica? ¿Una mortaja acaso? ¡Me está llamando! Dios mío. ¡Qué paz! Sí, lo oigo, ángeles cantando aleluyas. Me llama, niña. Sí. Sí. Voy. ¿Pero quién es? ¿Qué es esa cosa que resume todo el amor y todo el dolor de ochenta y dos años de vida? ¿Quién es? ¿Cristina? ¿Sara? Sí, voy, déjame ir, Lenin.

Salió al jardín. Y caminó hacia el limonero, donde le esperaba Cristina, o Sara.

  —134→  

-Dios mío, qué feo edificio -dijo la muchacha contemplando aquel cuadrado y utilitario monoblock-; parece una enorme sepultura.

-Quizás lo sea -dijo el muchacho, acariciando la cabeza de aquel viejo perro que meneaba la cola, como implorando un amigo.




 
 
FIN