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ArribaAbajoActo tercero


Cuadro primero

 

Antecámara de audiencias en el palacio del Buen Retiro.

 

Escena primera

 

EL CONDE DE PIEDRAHITA. Varios señores de la corte. Después MENDOZA.

 

CONDE:  Buenos días, nobles señores.  (Saliendo de la cámara real.) 

CORTESANO PRIMERO:   Su Majestad va a aparecer de un momento a otro en la Audiencia. Está ocupado con los últimos despachos llegados de Alemania.

CORTESANO SEGUNDO:   ¿Tenemos buenas nuevas, señor camarero? ¿Cómo van por allá las armas?

CONDE:   Como por todas partes, caballeros. Tilly acaba de darnos un nuevo día de gloria. No sé pormenores; pero los rebeldes quedan mordiendo la tierra.

CORTESANO SEGUNDO:  Las entrañas habían de morderse aquellos perros rabiosos. Diera la mitad de mi vida por arrojar con mis manos a los infiernos al hereje de Brunswick.

CONDE:   Cualquiera os creería vengativo, según lo arrebatado que sois, don Ponce.

PONCE:   La sangre se me enciende cada vez que recuerdo las atrocidades de ese monstruo.

CONDE:   Amainad la ira, que Dios venga sus injurias.  (Pasando a otro corro.)  No quedarán los rebeldes sin castigo.  (A los otros.)  Salud, gentileshombres. ¿Qué se dice del nuevo gobierno? ¿Qué voces corren en el pueblo?

CABALLERO PRIMERO:   Alabanzas nada más, y mutuos parabienes. Todos maldicen la pasada administración de Lerma y Uceda y esperan que no quedará en los cargos públicos ninguno de sus ahijados.

 

(Óyense los del primer corrillo.)

 

CORTESANO PRIMERO:   No señor; no se debía dar cuartel a ningún condenado de esos.

CORTESANO SEGUNDO:  Creedme, señores, la tregua con los de Holanda fue de muy mal ejemplo.

CORTESANO PRIMERO:   Siempre estuve por la guerra, contra el dictamen del cardenal ministro; por eso cabalmente tuve que salir de la corte.

CONDE:   Pero es menester conocer a Brunswick. Es el hombre más malo de la tierra. ¡Si eso estremece! ¡Un obispo que se titula enemigo de los sacerdotes...!

CORTESANO PRIMERO:   Sí, y amigo de Dios.

CORTESANO SEGUNDO:   Con mayor impiedad y escándalo que los mismos herejes se dice que profana los templos, roba los vasos sagrados, escarnece a los santos en sus altares...

PONCE:  O si no lo de Munster cuando llenó de insultos y blasfemias a los doce apóstoles de la catedral, enviándolos después a la casa de la moneda para saciar con la plata su avaricia.

CORTESANO SEGUNDO:  ¡Qué atrocidad!

 (Óyense los del segundo corro.) 

CABALLERO PRIMERO:   El manifiesto del conde duque de Olivares tiene muy satisfechos todos los ánimos.

CONDE:  Es el conde duque gran político y muy amante del bien público.

CABALLERO SEGUNDO:  Es el primer estadista del siglo y el mayor que ha gobernado a España.

CONDE:  Ahora se preparan reformas muy importantes. Inmensos caudales entran en el tesoro. Habrá conquistas por todas partes. Las flotas de las Indias llegarán seguras a nuestros puertos, y el reinado de Felipe el Grande será eterno en la memoria de los hombres.

 

(Varios pasean.)

 

PACHECO:    (A ROBLEDA.) Muy callado estáis, alférez Robleda.

ROBLEDA:   Adiós, señor Pacheco. No había reparado en vos. Ando en mis pretensiones, y si duran os juro... que he de reventar de cólera el mejor día.

PACHECO:   ¡Cómo es eso! ¿Os han hecho injusticia o no encontráis valedores?

ROBLEDA:   Ni yo sé lo que me sucede. La verdad es que el aire de estas antecámaras no aprovecha para mis pulmones. Voto al sol de julio, que a un soldado no debían traerle jamás a la sombra de estas bóvedas. Por ahí todo se vuelven batallas y tajos y reveses, marchas, bombardeos y redobles, mientras que yo... ¡voto va!...

 

(Óyense los del segundo corro.)

 

CONDE:   ¿Lo de nuestras naves...? Todo se confirma a medida del deseo. Ribera desbarató la escuadra argelina, la de los turcos sucumbió cerca de la Goleta a manos del almirante de Sicilia, y Guillermo de Nassau ha caído por la mar sobre Amberes.

CABALLERO CUARTO:   ¡Es un prodigio el conde duque!

 

(MENDOZA entra.)

 

PACHECO:    (A ROBLEDA.) Perdonad, alférez.  (Sale al encuentro de MENDOZA.)  ¿A dónde bueno tan de prisa, don Álvaro?

MENDOZA:   ¿Has visto a mi tío?

PACHECO:   Allí le tienes. ¿Pero no me dices nada? ¿En qué paró lo de la serenata?

MENDOZA:   Chico, estoy de prisa; déjame. No hay cosa particular.

PACHECO:   Poco a poco, amigo Mendoza; no me vengas con misterios. ¿A dónde ibas ayer tan tarde con Figueroa? Mira que ya se habla de un duelo y no tendría gracia que te hicieran andar a sombra de tejado.

MENDOZA:   ¿Se habla de un duelo? Pero, cómo, ¿qué se dice?

PACHECO:   Desde luego presumí lo que podía ser ello y he procurado desmentir la noticia... A ver, sepamos qué ha habido.

MENDOZA:   ¡Qué había de haber! Lo de costumbre; ya me conoces; salimos al campo, y allí se quedó...

PACHECO:  ¿Pero le viste morir?

MENDOZA:   Para el caso es lo mismo. No le habrá costado mucho trabajo el morirse, porque lo atravesé de parte a parte.

PACHECO:   ¡Chist...! Bajad la voz.

MENDOZA:   No hay cuidado. Están charlando todos.

 

(Óyense los del primer corro.)

 

CORTESANO PRIMERO:   Si ha de embarcarse la infanta doña María, tendrán que irse antes de que pase el buen tiempo.

CORTESANO SEGUNDO:   Es buen mozo el príncipe inglés; pero no me parece a mí cosa buena.

PONCE:  Si vierais cómo entiendo yo que... me atrevería a apostar a que no se casa con la infanta.

CORTESANO SEGUNDO:  ¡Qué sé yo...! Él está muy enamorado, todos los días viene al cuarto del rey, donde se le hacen mil distinciones...

CORTESANO PRIMERO:   Pues ahí está el negocio; en que tenga que volverse como vino, y dar las gracias encima.

 

(Óyese a MENDOZA y a PACHECO.)

 

PACHECO:   Con que ¿ella sabe la muerte de su amante?

MENDOZA:   Me importaba que la supiera.

PACHECO:   Pero... ¿y si vive?

MENDOZA:   Milagro será.

PACHECO:   Bien, pero bueno es ponerse en lo peor.

MENDOZA:   De mi cuenta corre el que jamás se comuniquen.

PACHECO:   Cuidado con lo que se hace.

MENDOZA:   Cuento contigo de veras.

PACHECO:   Pues que nos veamos.

MENDOZA:   Dentro de una hora. En casa de las Carvajalas, como anoche.

PACHECO:   Adiós.  (Vase.) 

MENDOZA:    (Dirigiéndose al corro donde está su tío.) Buenos días, señores.

CONDE:   Bienvenido, don Álvaro.  (Hácenle una reverencia.) 

MENDOZA:    (Al CONDE)  Deseo hablaros brevemente.

CONDE:   Con vuestra licencia, caballeros.  (Se pasean.) 

CABALLERO PRIMERO:    (A los demás.) Sobrino suyo y capitán de caballos.

MENDOZA:   Perdonad, señor, mi impaciencia, que ya conocéis lo natural que es en mí. Ayer me prometisteis la resolución de mi prima en favor mío. ¿Podré saber...?

CONDE:   No dudo que ya se haya resuelto a recibir tu mano. Pero la asistencia a la corte no me ha permitido hasta ahora oírlo de su boca.

MENDOZA:   Y ¿no creéis que no manifieste oposición alguna?

CONDE:   (Aparte.)  El pobre capitán sospecha, sin duda...  (Alto.)  ¿Y a qué había de oponerse mediando yo y tu bizarría?

MENDOZA:   Tío, sois demasiado bueno y nada receláis de Clara; pero...

CONDE:   Di, sin detenerte.

MENDOZA:   Con mis ojos he visto que ella pertenece a otro hombre, y por él atropella su honra y desprecia su sangre.

CONDE:   ¡Habrase visto iniquidad semejante! ¿Y son éstos los motivos secretos de su porfía...? Sí, lo creo, de esa...  (Abrense las puertas de la cámara.) 



Escena II

 

El REY, CLARA, el CONDE DE PIEDRAHITA, MENDOZA; el CONDE DUQUE DE OLIVARES, y otros señores.

 

UN PAJE:  ¡El rey! ¡El rey! ¡Plaza! ¡Plaza!

 

(El REY, joven, acompañado del conde duque. Todos les hacen reverencias; algunos entregan sus memoriales al REY, quien los remite al favorito. Otros se retiran a la voz del REY.)

 

REY:    (A todos.) ¡Hola, conde Piedrahita! ¡Hola, don Ponce! Caballeros, os saludo.  (Al conde duque, dándole memoriales.)  Tomad, don Gaspar de Guzmán; me informaréis de las súplicas; no quiero haceros agravio recomendándoos la justicia.

OLIVARES:  Vuestra Majestad conoce mi celo por el bien público, y sabe honrarle como quien es.

REY:  Mucho os debe mi corona, conde duque.

OLIVARES:   Yo espero, señor, que algún día...

REY:    (Volviéndose a los señores jóvenes.) Ahora bien, amigos, ¿cómo estamos de galanteos en estos días de primavera? ¿Qué tal, marqués, contáis muchas conquistas en la última semana?

CABALLERO PRIMERO:   Señor, donde vuestra majestad guerrea no puede haber sino triunfos y gloria.

REY:   Cuidado, no os cuesten caras esas victorias, pues a lo que yo entiendo, la hermosa doña Mencía no debe de ser tan sufrida como enamorada.

UNO:  ¡Pardiez, que tiene noticias de todo!

 

(Siguen hablando, y el REY muy risueño. Óyese al CONDE y DON ÁLVARO.)

 

MENDOZA:    (Como sofocado.) Es una mengua, señor, y jamás podré yo consentir...

CONDE:   Descuidad, don Álvaro, que yo soy el ofendido; y os aseguro por mi nombre que ha de pesarla de su desenvoltura... Venid, sobrino, a cumplimentar al ministro...  (Se dirigen al de OLIVARES.) 

OLIVARES:   Aún no os he hablado esta mañana, conde amigo.

CONDE:   Permitid que el señor don Álvaro de Mendoza, mi sobrino, os dé gracias por las mercedes recibidas.

OLIVARES:   No son mercedes, sino las que pienso por vuestra mediación hacerle en adelante.

MENDOZA:   Vuestra excelencia me tiene muy obligado, y mi lealtad...

REY:    (Volviéndose con gran risa.) Atiende, conde duque.

OLIVARES:    (Acudiendo.) Señor...

REY:    (Con liviana curiosidad.) ¿Con quién estábais hablando?

OLIVARES:    (Al CONDE.) Conde de Piedrahita, su majestad pregunta por vuestro sobrino.

CONDE:    (Presentándole.) Concededme, señor, el honor de ponerle a vuestros augustos pies.

MENDOZA:    (De hinojos.) Nunca he sido, señor, tan dichoso como en este momento, que mi gratitud no olvidará jamás.

REY:    (Que ha oído al ministro en secreto.) Alzad del suelo, capitán; venid a mis brazos, que sé de vuestro valor y nobleza, y deseo honraros mucho.

 

(Le abraza. MENDOZA se retira un poco por respeto.)

 

UNO:  ¿Qué tal, amigos? Me parece que el recién venido no malgasta el tiempo.

OTRO:  El rey es del conde duque, y Olivares de Piedrahita.

OTRO:  ¡Siempre lo mismo en palacio!  (Entra un UJIER.) 

UJIER:    (Al REY.)   Señor... Una dama encubierta pide audiencia.

REY:    (Al de OLIVARES.) ¡Una dama!

OLIVARES:  Haré despejar la cámara.

 

(Hace señas, todos se retiran menos el CONDE y MENDOZA.)

 

REY:   (Al UJIER.)  Dejadla entrar...  (Aparte.)  ¿Quién podrá ser esta tapada?  (Vase el UJIER.) 

 

(Entra CLARA en desorden y sollozando.)

 

CLARA:   (Corriendo a los pies del REY.)  ¡Señor, señor! ¡Justicia, venganza contra un asesino feroz!

REY:   (Con extrañeza.)  Levantad, señora. ¿Quién sois? ¿De qué os quejáis? ¿Qué queréis de mi justicia...?

MENDOZA:   (Al CONDE.)  ¡Ella es...! ¡Qué atrevimiento! Soy perdido. Señor conde, ¿la conocéis?

CONDE:  ¡Cielos! ¡Mi pupila! ¡Imprudente...! ¿Qué es lo que viene a buscar aquí?  (Va hacia ella, MENDOZA le detiene.) 

MENDOZA:   Oídme, señor, oídme; necesito decíroslo todo.  (Hablan con azoramiento.) 

CLARA:   (Sin levantarse.)  ¿Qué, no me conocéis? Yo soy la marquesa de Palma, la infeliz doña Clara de Toledo, en mal instante nacida. No tengo ni un apoyo en la tierra, yo conjuro todo vuestro poder, rey de España, invoco vuestra justicia, para tomar estrecha cuenta de su muerte a la furia infernal que la cometió. Acabo de saberlo. Señor, ayer mismo... ¡Día de maldición! Aún su pecho no está frío, y su sangre generosa brota por las anchas heridas... ¡monstruo execrable! ¡El mismo infierno se horrorizaría de tu crimen!

REY:  Pero, señora, no os entiendo; calmad esa agitación que os abraza. Alzaos... el rey os escucha: podéis estar segura de alcanzar justicia.

CONDE:   (Con ira a MENDOZA.)  ¡Vil seductor! Bien hecho. ¡Yo le hubiera arrancado las entrañas!  (Siguen hablando.) 

CLARA:   (Levantando los ojos.)  ¿Segura decís...? Pues bien, entonces, ¿a qué tarda en caer sobre el culpable la cuchilla? Nadie me arrancará de vuestros pies hasta comunicaros un rayo siquiera del fuego vengador que me devora.  (Con ternura.)  ¡Figueroa, amor mío, lumbre de mis ojos! ¡Robado para siempre a mi cariño! ¡Tú me estás mirando, sin duda, aquí, de rodillas, llorando tu muerte y maldiciendo a tu asesino!

REY:  Su dolor me enternece, ¡tan joven y con tanta amargura...! Señora, recobraos, volved en vos por vuestra vida.

CLARA:  ¡Mi vida! ¿Y qué importa mi vida si no me sirve para vengarle? Sí, mi don Pedro, tú me escuchas ahora, tú te levantaste del ensangrentado terreno en que yacías para seguir silencioso mis pasos, invisible y airado. ¡Esposo malogrado! Yo juro ser fiel a tu ofensa, como lo fui al cariño que me tuviste. Gran rey, yo te pido la cabeza de un traidor, como precio mezquino de una sangre generosa.

REY:   Reveladme al menos el nombre de ese homicida.

CLARA:   ¡Su nombre! ¿Qué, no os le he dicho ya? Ah, ¿queréis saber quién es para arrojarle al verdugo...? ¡Oh, placer inexplicable!... Oíd, oíd, voy a deciros su nombre.

MENDOZA:   (Inquieto.) : El rey está conmovido, ella va a designarme a la indignación de su pecho.

CONDE:   Serenidad, sobrino, que yo respondo de vos.

CLARA:    (Con altivez.)  Es don Álvaro de Mendoza, el capitán, mi primo...

CONDE:   ¡Mientes, mujer infame y desenvuelta...!

REY:  Señor Conde, reparad que estoy yo aquí.

 

(A la voz del CONDE levanta CLARA la cabeza y conoce a MENDOZA; álzase del suelo y huye horrorizada al lado del REY, señalando.)

 

CLARA:   ¡Tú también aquí, demonio del averno! Vienes a manchar el altar de la justicia; quieres cercarte en mi desesperación y escarnecerla con una carcajada diabólica. No... tiembla; tiembla por ti, malvado, porque dentro de poco vas a comparecer delante de Dios y de tu víctima.

MENDOZA:   Esta mujer está endemoniada.  (Aparte.)  No puedo mirarla frente a frente.

CLARA:    (Al REY.) Ahí le tenéis, señor, delante de vos; ese es don Álvaro, miradle. Con esa espada atravesó el pecho de don Pedro de Figueroa. Yo os lo digo, señor, yo le acuso solemnemente de matador aleve y respondo con mi cabeza.

MENDOZA:    (Con calma afectada.)  No hagáis caso, señor; mi prima, doña Clara, está loca; sin disputa que ha perdido la cabeza.

REY:    (Severo.) Capitán, esperad en adelante mi licencia para hablar donde está el rey.

CLARA:   Señor, permitid que yo no me aparte más de vuestro lado. Yo soy huérfana, sola en la tierra, sin más atención en el mundo que la de recordaros a cada hora un crimen horrendo,  (Llora.) 

REY:  Basta, doña Clara. Don Álvaro, quiero saber vuestra respuesta a la acusación que acabáis de oír.

MENDOZA:  Todo es falso, señor.

CLARA:   ¡Falso! ¡Falso! ¡El cielo te confunda! No le escuchéis, señor, no le escuchéis.

REY:  Conde duque, os encargo muy particularmente este asunto. Tened entendido que esta dama queda desde ahora bajo mi inmediata protección. Que don Álvaro sea guardado en una torre hasta que yo decida otra cosa. ¿Me habéis entendido? Ahora, acompañad a la marquesa y ejecutad mi voluntad.

CLARA:   ¡Dios mío! ¡Dios mío! No permitáis que ese monstruo quede impune.  (El REY vase retirando.) 

OLIVARES:   ¡Guardias!  (Aparecen.)  Rendid la espada, caballero.

 

(La rinde. Le conducen. OLIVARES va a acompañar a CLARA.)

 

CONDE:   ¡Mujer deshonrada! ¡Con lágrimas de sangre has de llorar de ignominia!





Cuadro II

 

Una sala en casa de DOÑA CLARA.

 

Escena primera

CLARA:   (Enlutada.)  ¿Y el rey no le ha sentenciado a morir? Y el infame vive y respira, y ve la luz del sol; ¡y tú, ídolo de mi vida, yerto, inmóvil para siempre! ¡Oh, es insufrible! Mi corazón se despedaza de dolor. ¿Y yo vivo aún? ¡Ah! ¡Don Pedro! Sí, yo vivo; sí, yo vivo; sí, para vengarte. Todo el frenesí de tu amor, el delirio con que te adoraba, es leve y frívolo sentimiento comparado con la pasión de venganza que me devora. Pasión volcánica. Pasión que alimenta mi vida, que aún me regala con esperanzas, que enciende mi alma en inapagable sed de la sangre de tu asesino.  (Con ternura.)  ¿Pero yo no te veré más, nunca más? ¿Y ni mis lágrimas, ni mis suspiros, podrán volverte a la vida? ¿Y él vive? ¿Y aunque muera tampoco quedaría vengada tu muerte? ¡A él nadie le ama, nadie sufriría por él como yo sufro por ti, esposo mío! ¡A nadie hacía falta, como tú me la haces a mí! El rey ha tenido compasión de su juventud, él no la tuvo de ti. ¡Ah, don Pedro! Tu asesino atravesó tu corazón con su espada al mismo tiempo que el mío...



Escena II

 

MENDOZA.

 
 

(Entra sin ser visto y la observa.)

 

MENDOZA:   ¡Aquí está, llorando! Es menester que se case conmigo. ¡Monja...! ¿Y se niega a profesar luego...?

CLARA:   ¡Dios mío! ¿Qué he hecho yo para ser tan desgraciada? ¡Yo nunca he querido la desgracia de nadie! ¿Y es él acaso más feliz ahora? ¡Ahora teñido en la sangre de quien era mi único bien! ¿Qué quiere de mí ese hombre? No me ama, ni podría esperar de mí que yo le amase jamás... ¡Don Pedro, esposo mío! ¡Dios mío! ¡Dios mío! Dadme fuerzas para padecer y lágrimas para llorarle toda mi vida.  (Ve a MENDOZA.)  ¡Pero qué veo! ¡Es él! ¡Él!

MENDOZA:   Doña Clara, tranquilizaos.

CLARA:  ¡Infame! ¡Huye de aquí! ¡Vienes a ultrajarme otra vez, tú, manchado con la sangre de mi esposo! ¡Maldito, maldito seas!

MENDOZA:    (Aparte.) Suframos el granizo hasta que escampe.  (Alto.)  Clara, cálmate, tengo que hablarte, y a nadie interesa tanto como a ti lo que ahora me trae a tu presencia.

CLARA:   (Sin escuharle y delirante.)  Pero tú has desobedecido al rey. Él te ha mandado a una prisión y tú no has cumplido con su mandato. Y has violado y allanado la casa de su pupila. ¡Ah! ¡Si quieres esconderte aquí y vienes a implorar mi favor! ¡Oh! Momento feliz, ojalá fuesen tigres los que te persiguen y yo te entregaría también a ellos para que te hicieran pedazos. ¡Correré... sí, a la reja; gritaré; avisaré que está aquí...!  (Va a correr y MENDOZA la detiene.) 

MENDOZA:   ¡Clara, Clara, tú deliras! ¡Te has vuelto loca!

 

(CLARA le mira con los ojos desencajados, se arranca de él y huye atemorizada. MENDOZA la contempla sorprendido. Ella se deja caer en una silla falta ya de esfuerzo y extremadamente abatida. Llora. MENDOZA va acercándose poco a poco. Mientras él la habla, ella levanta de cuando en cuando el semblante contraído y con siniestras miradas, ya fija sus ojos en él, ya registra alrededor como temerosa.)

 

¡Clara! ¡Pobre Clara!  (Fingiendo ternura.)  No creas que vengo a ultrajarte, no. Tu situación es demasiado amarga para no conmover el corazón más empedernido.

 (Aparte.)  Verdaderamente, da lástima.  (Con frialdad.)  No, no me creas tan perverso que pueda gozarme nunca de verte derramar lágrimas. Son demasiado ricas perlas para desperdiciarlas de esa manera. Tu dolor, pobre Clara, ha penetrado mi alma. Pero tu hermosura tiene la culpa de todo. Una sola palabra disculpa mis hierros. Quizá soy a tu vista un monstruo, un malvado. No, Clara, no soy sino un hombre a quien la luz de tus ojos enamoró desde el punto en que te vi, un hombre que te ama con locura. Es verdad, tú amabas a otro, pero ¿podía yo sufrir un rival feliz? He hecho mal, Clara, pero mi amor por ti debe disculparme. Nuestro tío, el Padre Rafael, todos se han indignado contra ti, por el paso que diste esta mañana; todos menos yo, que te amo. Tú pedías contra mí justicia, tú demandabas mi muerte al rey; pues bien, Clara, mientras que de este modo expresabas tu odio y tu resentimiento, mientras implorabas venganza contra el matador de tu amante, yo te contemplaba más bella, más hermosa que nunca; yo te perdonaba en mi corazón. Porque tu enojo realzaba la simpar belleza de tu semblante. Y ahora, si he venido a verte, si me he atrevido a turbar tu pena, he venido por tu bien...

CLARA:    (Con abatimiento y dolor.)  ¡Por mi bien! ¿Pero quién os ha traído aquí? La orden del rey...

MENDOZA:   ¡La orden del rey! El rey pudo, mal informado, mandar lo que tú oíste; pero después cambió de pensamiento, y ha revocado la orden. Clara, tú no sabes lo que pasa en la corte. Los reyes son, por lo común, cuando se dejan guiar por sus favoritos, como los niños pequeños, cualquiera cosa los irrita, cualquier palabra los calma. Tus lágrimas enternecieron al rey, en aquel momento se dejó sentir de tus discursos, me mandó encerrar en un castillo y a ti te tomó bajo su protección. Pero después prevalecieron las razones del conde y de mis amigos, y el rey miró como una calaverada mi desafío; tus amores, como el pasatiempo de una niña, y tu queja como una desenvoltura impropia de tu sexo, de tu educación y tu jerarquía. El enojo que le causó lo que ellos llaman tu descaro, fue tal, que ha mandado que te encierren en un claustro sin otra consideración contigo que la de dejar a tu elección el convento donde se ha de sepultar tu vida.

CLARA:    (Con despecho.) Y tú, hombre infame, has venido a anunciarme todo eso para gozarte en tu triunfo y en mi desventura. Tú has pensado que la venganza que yo había conseguido esta mañana había aliviado el tormento que abruma mi corazón, te has dicho a ti mismo: voy a verla llorar, a verla sufrir, y a desvanecer hasta las ilusiones que en su tristeza la quedan. Yo he traspasado su corazón ayer con mi espada, asesinando a su amante: hoy voy a gozarme en envenenar su alma; voy a deleitarme en su abatimiento  (Con energía y enjugándose los ojos)  pero, don Álvaro, os engañáis, me habéis visto llorar, pero ya no lloro, ya no volveré a derramar una lágrima; el fuego que arde en mi corazón vengativo las va a secar para siempre. Yo no quiero ya nada en el mundo, nada sino vengarme de ti. Y no me creas impotente, ¡no!, porque me vengaré. ¿No lo veis? ¿No lo veis? Mis ojos ya no derraman lágrimas. Rayos habían de lanzar, rayos que te hicieran cenizas.

MENDOZA:   Sí, desahógate, Clara, sí, desahógate, y yo me daré mil veces la enhorabuena si tu corazón se calma de esa manera.

CLARA:   Lo sé. Para ti los insultos son palabras que lleva el viento, sonidos que nada significan, pero ¿qué demonio del infierno te trajo aquí para impedir mi felicidad? ¡Monstruo! ¡Que me causa horror verte!

MENDOZA:   Verdaderamente que no sé yo mismo si fue un ángel o un demonio el que aquí me trajo de Flandes, pero lo que es ahora, me trae a verte un asunto que a nadie importa tanto como a ti.

CLARA:   ¿A mí? ¿Y qué puede importarme a mí ya nada en el mundo?

MENDOZA:   Sí, Clara, a nadie importa tanto como a ti, a nadie; tranquilízate y óyeme. El rey ha dado orden a ruego de tu tutor de aprisionarte en un claustro, quiere que llores allí toda tu vida tu arrepentimiento. ¡Imbéciles! ¡Ellos no te han mirado como yo; no han sentido en su corazón de hielo el influjo de tus encantos y en su fría justicia te han condenado a sepultarte viva en una tumba.

CLARA:   ¡La tumba! ¡Allí está ahora todo mi amor, toda mi esperanza, toda mi felicidad!

MENDOZA:   Sí, Clara, en la tumba, si no se encuentra eso que tú dices, quizá se halle el reposo eterno, quizá... ¡Quién sabe!... Pero en la tumba que el rey te prepara se padecen todas las amarguras de la vida, sin que ninguno de sus goces alumbre con un rayo de luz la noche eterna de la tristeza.

CLARA:    (Con odio.)  Pero no os veré nunca allí, ¿no es verdad?

MENDOZA:   Allí, cada día que pase, vendrá a renovar tus recuerdos; cada día te traerá más a la memoria tu primera edad, porque sin presente y sin porvenir tu vida será un continuo recuerdo de lo pasado; créeme.

CLARA:   Nunca lo será más que ahora, ahora que te tengo delante de mí. Pero, de una vez acabemos; ¿qué queréis decirme con todo eso? Vuestra presencia me es insoportable. Es en verdad extraño que os inspire yo tanta lástima.

MENDOZA:   (Aparte.)  Si yo estuviera seguro de que profesaba; pero el año de noviciado...  (Alto.)  Clara, mira, otro hombre que no te amara como yo, que no sintiera por ti el interés, la ternura que afecta mi corazón en favor tuyo, quizá se valdría del influjo que el poder y ventajosa posición me conceden sobre tu suerte. Quizá se aprovecharía de la orden del rey para hacerte entrar en un convento y, no ambicionando más que el título de marqués de Palma y tus riquezas, no titubearía un instante, en heredarte en vida. Pero yo soy más generoso, o por mejor decir, yo te amo demasiado para pensar en el esplendor ni en las rentas de tu marquesado.

CLARA:    (Con amargura.)  ¡Yo lo hubiera dado todo por haber sido feliz con mi esposo! ¡De qué me sirven ahora las riquezas, ya no valen para engrandecer y dar honra al hombre que dominaba mi corazón...!

MENDOZA:   Otro hombre te diría: Clara, lo pasado ya no tiene remedio; perdonémonos mutuamente; elige entre ser mi esposa o renunciar para siempre al mundo. Pero yo...

CLARA:    (Irritada.)  ¿Y tú no adivinas lo que yo respondería a ese hombre?

MENDOZA:   Sosiégate, Clara; es menester que atiendas a mis palabras; te va mucho en ellas para que las desoigas y no hagas caso de ellas. Yo no quiero más que tu bien, óyeme, por favor. Yo te amo, yo te prometo adivinar tus pensamientos, yo necesito de ti, necesito, en fin, llamarte mi esposa.

CLARA:   (Con ira.) : ¡Yo tu esposa! ¡Malvado! ¡Yo la esposa del asesino...! ¡Sí, yo sería tu esposa, y te estrecharía entre mis brazos si pudiera ahogarte con ellos! Don Álvaro, pronto, salid de aquí... ¡Hola! ¿Qué, no estoy yo en mi casa? Salid de aquí, hombre villano.

MENDOZA:   Mirad, Clara, que no sabéis lo que os decís. Reflexionad sobre lo que os he hablado.

CLARA:  Repito que salgáis de aquí; salid, y no inficionéis más tiempo esta casa con vuestra presencia.

MENDOZA:   Por Dios, un momento de calma. Pero, alguien viene. ¡Ah! El padre Rafael.  (Se pone a pasear el cuarto. Aparte.)  Este viene a persuadirla que entre monja..., pero, en fin, si no hay otro remedio...

 

(El PADRE RAFAEL ha dado a besar su mano a doña CLARA, que se arroja a sus pies sollozando.)

 


Escena III

 

CLARA, DON ÁLVARO, PADRE RAFAEL.

 

CLARA:   ¡Padre mío, padre mío! Lástima de esta desdichada mujer.

PADRE RAFAEL:   Levántate, hija mía, levántate.  (La levanta con dulzura.)  Dios perdona al pecador arrepentido, y nos enseña a los hombres a compadecernos de las miserias de nuestro prójimo.

MENDOZA:    (Aparte paseando la habitación.) No hay otra alternativa; o se casa conmigo, o se mete a monja. ¡Voto va! ¡Renunciar yo a mi ambición...!

CLARA:   ¡He padecido tanto! ¡He llorado tanto, padre mío!

PADRE RAFAEL:   Sí, has sufrido mucho, lo veo. ¡He aquí los precipicios del mundo! ¡He aquí el término de todos los delirios de la humanidad! ¡Qué queda de todas las ilusiones de la vida una vez que pasaron! Algún recuerdo amargo, algunas lágrimas. Dichoso el que entonces levanta su corazón a Dios y se arrepiente de sus desvaríos. La copa inagotable, la divina misericordia derrama el bálsamo de consuelo en tu corazón. Yo, miserable pecador, como tú, te perdono y espero en adelante que te arrepientas y enmiendes.

CLARA:   Vuestras palabras, padre mío, alivian el dolor de mi alma.

MENDOZA:    (Aparte.) El padre lo entiende...

PADRE RAFAEL:  Me alegro, hija mía, que mis palabras sean dulces para ti. El paso que has dado esta mañana ha enojado a tu tío el señor conde hasta el punto que ha jurado no verte más. En vano he tratado de persuadirle a lo contrario; lo único que he podido lograr de él ha sido una promesa de que te perdonaría si das la mano a tu primo.

MENDOZA:   (Con afectación.) Padre Rafael, suplico a vuestra reverencia, que sin hacer caso en este punto de la palabra de mi señor tío, influya con doña Clara para que elija libremente lo que mejor la convenga.

CLARA:   Padre, mientras esté ese hombre delante es imposible que yo os escuche con atención; es imposible que piense yo en otra cosa que en sus infamias y en el asesinato que ha cometido.

MENDOZA:    (Con frialdad impasible.)  Vuestra reverencia no haga cuenta de esos insultos y prosiga en sus persuasiones con doña Clara.

PADRE RAFAEL:  Ese odio que manifestáis a vuestro pesar...

CLARA:   Es un odio eterno, inextinguible; os suplico que antes le digáis que se vaya. Si no, perdonadme, padre, pero me iré yo.

PADRE RAFAEL:  Tranquilizaos...

MENDOZA:   (Aparte.)  Está visto, es terca como ella sola y no adelantaré nada.  (Alto.)  Doña Clara, una sola palabra y no os molestaré más. Considera que no os queda ya sino escoger un convento o ser mía.

CLARA:   ¿Lo veis? ¿Lo veis cómo me insulta? Su vista me horroriza y me desespera.

PADRE RAFAEL:    (A MENDOZA.)  Os suplico...

MENDOZA:   Sí, padre Rafael, me voy.  (Aparte.)  No hay más, sino que entre monja. Pero si Figueroa no ha muerto... Otáñez me servirá bien.  (Vase.) 

PADRE RAFAEL:  Vamos, hija mía, sosiégate y óyeme.

CLARA:   Os pido, por Dios, que no me habléis jamás de ese hombre.

PADRE RAFAEL:  Ese hombre es tu primo, es tu prójimo y...

CLARA:   Sé, padre, lo que me vais a decir; pero no mando en mi corazón, y le detesto, y le aborrezco, y le aborreceré mientras viva.

PADRE RAFAEL:  El tiempo calmará esa pasión y Dios tocará su corazón y hará que algún día le perdones. No muestres impaciencia, hija mía, no te volveré a hablar de él. Tranquilízate. Tú eres aún muy niña, y ya las espinas de la vida se han clavado en tu corazón. Pero eres buena naturalmente y tu alma es pura todavía como la de los ángeles. Las lágrimas del arrepentimiento la lavarán de la mancha con que una pasión mundana la ha empañado quizá. El rey ha mandado recogerte por ahora en un monasterio para que en su soledad llores tus desventuras hasta que esta tormenta que han traído tus pocos años se disipe. Allí en el silencio y recogimiento de un claustro, entre las esposas, de Jesucristo, elevarás tu mente al Criador y quizá el cielo se abrirá a tus ojos, y derramará sobre ti caudales de bienaventuranza y de santidad. Lejos de mí querer forzar tu voluntad; pero si tal vez tu corazón se sintiese tocado de aquel santo esfuerzo que Dios inspira en las almas de sus elegidos, si alguna vez, como yo en otro tiempo me prometía, te abrazaras a la cruz para nunca separarte de ella y allí cifrases tu única esperanza en la tierra, entonces, Clara, lejos tú de las mundanas tempestades, yo me daría el parabién de haberte conducido al puerto de paz y de salvación eterna.

CLARA:   Padre mío, el mundo para mí ya no es más que un desierto. Nada quiero ni deseo nada en él. En un claustro al menos nadie vendrá a interrumpir mi llanto, que es el único alivio que me queda en mi mal. Disponed de mí como queráis. Todo cuanto más lejos esté yo del mundo en que habitan los malvados y que se muestra a mis ojos ávido y sin una flor que embellezca y perfume la vida, tanto menos desdichada será mi suerte. Allí en el silencio rogaré a Dios por su alma. El sin duda está en el cielo, en el trono de los ángeles, y allí podré yo adorarle desde la tierra. Sí, padre, el silencio de un claustro conviene al silencio que ha quedado en el mundo alrededor de mí, la soledad de la celda a mi soledad, y la religión me consolará de mis amarguras.

PADRE RAFAEL:    (Con entusiasmo.) : Hija mía, Dios mismo ha puesto esas palabras de bendición en tu boca. ¡Bienaventurado el que se conforma con sus decretos! Clara, esa malvada pasión que te ha hecho derramar tantas lágrimas te abre el camino del cielo. Dios toca de varios modos las almas de sus elegidos.

CLARA:   Sí, padre; yo renuncio a todo, a todo para siempre, sin dolor alguno, Un pan bañado en lágrimas sea mi alimento y una humilde tarima mi lecho. ¡Ah! Yo le veré a él en mis visiones de la noche descendiendo del cielo a consolar a su pobre Clara, hermoso y puro como los ángeles. Yo le rezaré a él también.

PADRE RAFAEL:  El rey deja a tu elección el convento.

CLARA:   (Resignada.)  Elegidle vos, padre, el que queráis. Haced que salga yo de aquí cuanto antes.

PADRE RAFAEL:   Sí; voy al momento, hija mía.  (Vase.) 

CLARA:   ¡Dios mío! ¡Hágase tu voluntad! ¡Ten compasión de mí!





 
 
(Cae el telón.)