Escena primera
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EL CONDE DE PIEDRAHITA. Varios
señores de la corte. Después MENDOZA.
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CONDE:
Buenos días, nobles señores. (Saliendo de la
cámara real.) |
CORTESANO PRIMERO:
Su Majestad
va a aparecer de un momento a otro en la Audiencia. Está
ocupado con los últimos despachos llegados de Alemania.
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CORTESANO SEGUNDO:
¿Tenemos buenas nuevas, señor
camarero? ¿Cómo van por allá las armas? |
CONDE:
Como por todas partes, caballeros. Tilly acaba de darnos
un nuevo día de gloria. No sé pormenores; pero
los rebeldes quedan mordiendo la tierra. |
CORTESANO SEGUNDO:
Las entrañas habían de morderse aquellos perros
rabiosos. Diera la mitad de mi vida por arrojar con mis manos
a los infiernos al hereje de Brunswick. |
CONDE:
Cualquiera
os creería vengativo, según lo arrebatado que
sois, don Ponce. |
PONCE:
La sangre se me enciende cada vez
que recuerdo las atrocidades de ese monstruo. |
CONDE:
Amainad
la ira, que Dios venga sus injurias. (Pasando a otro corro.)
No quedarán los rebeldes sin castigo. (A los otros.)
Salud, gentileshombres. ¿Qué se dice del nuevo gobierno?
¿Qué voces corren en el pueblo? |
CABALLERO PRIMERO:
Alabanzas nada más, y mutuos parabienes. Todos maldicen
la pasada administración de Lerma y Uceda y esperan
que no quedará en los cargos públicos ninguno
de sus ahijados. |
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(Óyense los del primer corrillo.)
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CORTESANO PRIMERO:
No señor; no se debía
dar cuartel a ningún condenado de esos. |
CORTESANO SEGUNDO:
Creedme, señores, la tregua con los de Holanda fue
de muy mal ejemplo. |
CORTESANO PRIMERO:
Siempre estuve
por la guerra, contra el dictamen del cardenal ministro;
por eso cabalmente tuve que salir de la corte. |
CONDE:
Pero
es menester conocer a Brunswick. Es el hombre más
malo de la tierra. ¡Si eso estremece! ¡Un obispo que se titula
enemigo de los sacerdotes...! |
CORTESANO PRIMERO:
Sí,
y amigo de Dios. |
CORTESANO SEGUNDO:
Con mayor impiedad
y escándalo que los mismos herejes se dice que profana
los templos, roba los vasos sagrados, escarnece a los santos
en sus altares... |
PONCE:
O si no lo de Munster cuando llenó
de insultos y blasfemias a los doce apóstoles de la
catedral, enviándolos después a la casa de
la moneda para saciar con la plata su avaricia. |
CORTESANO SEGUNDO:
¡Qué atrocidad! (Óyense los del segundo corro.)
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CABALLERO PRIMERO:
El manifiesto del conde duque de
Olivares tiene muy satisfechos todos los ánimos.
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CONDE:
Es el conde duque gran político y muy amante
del bien público. |
CABALLERO SEGUNDO:
Es el primer
estadista del siglo y el mayor que ha gobernado a España.
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CONDE:
Ahora se preparan reformas muy importantes. Inmensos
caudales entran en el tesoro. Habrá conquistas por
todas partes. Las flotas de las Indias llegarán seguras
a nuestros puertos, y el reinado de Felipe el Grande será
eterno en la memoria de los hombres.
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(Varios pasean.)
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PACHECO:
(A ROBLEDA.) Muy callado estáis, alférez
Robleda. |
ROBLEDA:
Adiós, señor Pacheco. No
había reparado en vos. Ando en mis pretensiones, y
si duran os juro... que he de reventar de cólera el
mejor día. |
PACHECO:
¡Cómo es eso! ¿Os han
hecho injusticia o no encontráis valedores? |
ROBLEDA:
Ni yo sé lo que me sucede. La verdad es que el aire
de estas antecámaras no aprovecha para mis pulmones.
Voto al sol de julio, que a un soldado no debían traerle
jamás a la sombra de estas bóvedas. Por ahí
todo se vuelven batallas y tajos y reveses, marchas, bombardeos
y redobles, mientras que yo... ¡voto va!... |
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(Óyense
los del segundo corro.)
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CONDE:
¿Lo de nuestras naves...?
Todo se confirma a medida del deseo. Ribera desbarató
la escuadra argelina, la de los turcos sucumbió cerca
de la Goleta a manos del almirante de Sicilia, y Guillermo
de Nassau ha caído por la mar sobre Amberes. |
CABALLERO
CUARTO:
¡Es un prodigio el conde duque! |
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(MENDOZA entra.)
|
PACHECO:
(A ROBLEDA.) Perdonad, alférez. (Sale al
encuentro de MENDOZA.) ¿A dónde bueno tan de prisa,
don Álvaro? |
MENDOZA:
¿Has visto a mi tío?
|
PACHECO:
Allí le tienes. ¿Pero no me dices nada?
¿En qué paró lo de la serenata? |
MENDOZA:
Chico,
estoy de prisa; déjame. No hay cosa particular. |
PACHECO:
Poco a poco, amigo Mendoza; no me vengas con misterios. ¿A
dónde ibas ayer tan tarde con Figueroa? Mira que ya
se habla de un duelo y no tendría gracia que te hicieran
andar a sombra de tejado. |
MENDOZA:
¿Se habla de un duelo?
Pero, cómo, ¿qué se dice? |
PACHECO:
Desde luego
presumí lo que podía ser ello y he procurado
desmentir la noticia... A ver, sepamos qué ha habido.
|
MENDOZA:
¡Qué había de haber! Lo de costumbre;
ya me conoces; salimos al campo, y allí se quedó...
|
PACHECO:
¿Pero le viste morir? |
MENDOZA:
Para el caso es
lo mismo. No le habrá costado mucho trabajo el morirse,
porque lo atravesé de parte a parte. |
PACHECO:
¡Chist...!
Bajad la voz. |
MENDOZA:
No hay cuidado. Están charlando
todos. |
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(Óyense los del primer corro.)
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CORTESANO PRIMERO:
Si ha de embarcarse la infanta doña María,
tendrán que irse antes de que pase el buen tiempo.
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CORTESANO SEGUNDO:
Es buen mozo el príncipe
inglés; pero no me parece a mí cosa buena.
|
PONCE:
Si vierais cómo entiendo yo que... me atrevería
a apostar a que no se casa con la infanta. |
CORTESANO SEGUNDO:
¡Qué sé yo...! Él está muy enamorado,
todos los días viene al cuarto del rey, donde se le
hacen mil distinciones... |
CORTESANO PRIMERO:
Pues ahí
está el negocio; en que tenga que volverse como vino,
y dar las gracias encima. |
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(Óyese a MENDOZA y a PACHECO.)
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PACHECO:
Con que ¿ella sabe la muerte de su amante? |
MENDOZA:
Me importaba que la supiera. |
PACHECO:
Pero... ¿y si vive?
|
MENDOZA:
Milagro será. |
PACHECO:
Bien, pero bueno
es ponerse en lo peor. |
MENDOZA:
De mi cuenta corre el que
jamás se comuniquen. |
PACHECO:
Cuidado con lo que
se hace. |
MENDOZA:
Cuento contigo de veras. |
PACHECO:
Pues
que nos veamos. |
MENDOZA:
Dentro de una hora. En casa de
las Carvajalas, como anoche. |
PACHECO:
Adiós. (Vase.)
|
MENDOZA:
(Dirigiéndose al corro donde está
su tío.) Buenos días, señores. |
CONDE:
Bienvenido, don Álvaro. (Hácenle una reverencia.)
|
MENDOZA:
(Al CONDE) Deseo hablaros brevemente. |
CONDE:
Con
vuestra licencia, caballeros. (Se pasean.) |
CABALLERO PRIMERO:
(A los demás.) Sobrino suyo y capitán de caballos.
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MENDOZA:
Perdonad, señor, mi impaciencia, que ya
conocéis lo natural que es en mí. Ayer me prometisteis
la resolución de mi prima en favor mío. ¿Podré
saber...? |
CONDE:
No dudo que ya se haya resuelto a recibir
tu mano. Pero la asistencia a la corte no me ha permitido
hasta ahora oírlo de su boca. |
MENDOZA:
Y ¿no creéis
que no manifieste oposición alguna? |
CONDE:
(Aparte.)
El pobre capitán sospecha, sin duda... (Alto.) ¿Y
a qué había de oponerse mediando yo y tu bizarría?
|
MENDOZA:
Tío, sois demasiado bueno y nada receláis
de Clara; pero... |
CONDE:
Di, sin detenerte. |
MENDOZA:
Con
mis ojos he visto que ella pertenece a otro hombre, y por
él atropella su honra y desprecia su sangre. |
CONDE:
¡Habrase visto iniquidad semejante! ¿Y son éstos los
motivos secretos de su porfía...? Sí, lo creo,
de esa... (Abrense las puertas de la cámara.) |
Escena
II
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El REY, CLARA, el CONDE DE PIEDRAHITA, MENDOZA; el CONDE
DUQUE DE OLIVARES, y otros señores.
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UN PAJE:
¡El rey! ¡El rey! ¡Plaza! ¡Plaza! |
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(El REY, joven, acompañado
del conde duque. Todos les hacen reverencias; algunos entregan
sus memoriales al REY, quien los remite al favorito. Otros
se retiran a la voz del REY.)
|
REY:
(A todos.) ¡Hola, conde
Piedrahita! ¡Hola, don Ponce! Caballeros, os saludo. (Al
conde duque, dándole memoriales.) Tomad, don Gaspar
de Guzmán; me informaréis de las súplicas;
no quiero haceros agravio recomendándoos la justicia.
|
OLIVARES:
Vuestra Majestad conoce mi celo por el bien público,
y sabe honrarle como quien es. |
REY:
Mucho os debe mi corona,
conde duque. |
OLIVARES:
Yo espero, señor, que algún
día... |
REY:
(Volviéndose a los señores
jóvenes.) Ahora bien, amigos, ¿cómo estamos
de galanteos en estos días de primavera? ¿Qué
tal, marqués, contáis muchas conquistas en
la última semana? |
CABALLERO PRIMERO:
Señor,
donde vuestra majestad guerrea no puede haber sino triunfos
y gloria. |
REY:
Cuidado, no os cuesten caras esas victorias,
pues a lo que yo entiendo, la hermosa doña Mencía
no debe de ser tan sufrida como enamorada. |
UNO:
¡Pardiez,
que tiene noticias de todo! |
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(Siguen hablando, y el REY muy
risueño. Óyese al CONDE y DON ÁLVARO.)
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MENDOZA:
(Como sofocado.) Es una mengua, señor,
y jamás podré yo consentir... |
CONDE:
Descuidad,
don Álvaro, que yo soy el ofendido; y os aseguro por
mi nombre que ha de pesarla de su desenvoltura... Venid,
sobrino, a cumplimentar al ministro... (Se dirigen al de
OLIVARES.) |
OLIVARES:
Aún no os he hablado esta mañana,
conde amigo. |
CONDE:
Permitid que el señor don Álvaro
de Mendoza, mi sobrino, os dé gracias por las mercedes
recibidas. |
OLIVARES:
No son mercedes, sino las que pienso
por vuestra mediación hacerle en adelante. |
MENDOZA:
Vuestra excelencia me tiene muy obligado, y mi lealtad...
|
REY:
(Volviéndose con gran risa.) Atiende, conde
duque. |
OLIVARES:
(Acudiendo.) Señor... |
REY:
(Con
liviana curiosidad.) ¿Con quién estábais hablando?
|
OLIVARES:
(Al CONDE.) Conde de Piedrahita, su majestad pregunta
por vuestro sobrino. |
CONDE:
(Presentándole.) Concededme,
señor, el honor de ponerle a vuestros augustos pies.
|
MENDOZA:
(De hinojos.) Nunca he sido, señor, tan
dichoso como en este momento, que mi gratitud no olvidará
jamás. |
REY:
(Que ha oído al ministro en secreto.) Alzad del suelo, capitán; venid a mis brazos, que
sé de vuestro valor y nobleza, y deseo honraros mucho.
|
|
(Le abraza. MENDOZA se retira un poco por respeto.)
|
UNO:
¿Qué tal, amigos? Me parece que el recién venido
no malgasta el tiempo. |
OTRO:
El rey es del conde duque,
y Olivares de Piedrahita. |
OTRO:
¡Siempre lo mismo en palacio!
(Entra un UJIER.) |
UJIER:
(Al REY.) Señor... Una dama
encubierta pide audiencia. |
REY:
(Al de OLIVARES.) ¡Una dama!
|
OLIVARES:
Haré despejar la cámara. |
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(Hace señas,
todos se retiran menos el CONDE y MENDOZA.)
|
REY:
(Al UJIER.)
Dejadla entrar... (Aparte.) ¿Quién podrá ser
esta tapada? (Vase el UJIER.) |
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(Entra CLARA en desorden y
sollozando.)
|
CLARA:
(Corriendo a los pies del REY.) ¡Señor,
señor! ¡Justicia, venganza contra un asesino feroz!
|
REY:
(Con extrañeza.) Levantad, señora. ¿Quién
sois? ¿De qué os quejáis? ¿Qué queréis
de mi justicia...? |
MENDOZA:
(Al CONDE.) ¡Ella es...! ¡Qué
atrevimiento! Soy perdido. Señor conde, ¿la conocéis?
|
CONDE:
¡Cielos! ¡Mi pupila! ¡Imprudente...! ¿Qué es
lo que viene a buscar aquí? (Va hacia ella, MENDOZA
le detiene.) |
MENDOZA:
Oídme, señor, oídme;
necesito decíroslo todo. (Hablan con azoramiento.)
|
CLARA:
(Sin levantarse.) ¿Qué, no me conocéis?
Yo soy la marquesa de Palma, la infeliz doña Clara
de Toledo, en mal instante nacida. No tengo ni un apoyo en
la tierra, yo conjuro todo vuestro poder, rey de España,
invoco vuestra justicia, para tomar estrecha cuenta de su
muerte a la furia infernal que la cometió. Acabo de
saberlo. Señor, ayer mismo... ¡Día de maldición!
Aún su pecho no está frío, y su sangre
generosa brota por las anchas heridas... ¡monstruo execrable!
¡El mismo infierno se horrorizaría de tu crimen!
|
REY:
Pero, señora, no os entiendo; calmad esa agitación
que os abraza. Alzaos... el rey os escucha: podéis
estar segura de alcanzar justicia. |
CONDE:
(Con ira a MENDOZA.)
¡Vil seductor! Bien hecho. ¡Yo le hubiera arrancado las entrañas!
(Siguen hablando.) |
CLARA:
(Levantando los ojos.) ¿Segura
decís...? Pues bien, entonces, ¿a qué tarda
en caer sobre el culpable la cuchilla? Nadie me arrancará
de vuestros pies hasta comunicaros un rayo siquiera del fuego
vengador que me devora. (Con ternura.) ¡Figueroa, amor mío,
lumbre de mis ojos! ¡Robado para siempre a mi cariño!
¡Tú me estás mirando, sin duda, aquí,
de rodillas, llorando tu muerte y maldiciendo a tu asesino!
|
REY:
Su dolor me enternece, ¡tan joven y con tanta amargura...!
Señora, recobraos, volved en vos por vuestra vida.
|
CLARA:
¡Mi vida! ¿Y qué importa mi vida si no me
sirve para vengarle? Sí, mi don Pedro, tú me
escuchas ahora, tú te levantaste del ensangrentado
terreno en que yacías para seguir silencioso mis pasos,
invisible y airado. ¡Esposo malogrado! Yo juro ser fiel a
tu ofensa, como lo fui al cariño que me tuviste. Gran
rey, yo te pido la cabeza de un traidor, como precio mezquino
de una sangre generosa. |
REY:
Reveladme al menos el nombre
de ese homicida. |
CLARA:
¡Su nombre! ¿Qué, no os le
he dicho ya? Ah, ¿queréis saber quién es para
arrojarle al verdugo...? ¡Oh, placer inexplicable!... Oíd,
oíd, voy a deciros su nombre. |
MENDOZA:
(Inquieto.) :
El rey está conmovido, ella va a designarme a la indignación
de su pecho. |
CONDE:
Serenidad, sobrino, que yo respondo
de vos. |
CLARA:
(Con altivez.) Es don Álvaro de Mendoza,
el capitán, mi primo... |
CONDE:
¡Mientes, mujer infame
y desenvuelta...! |
REY:
Señor Conde, reparad que estoy
yo aquí. |
|
(A la voz del CONDE levanta CLARA la cabeza
y conoce a MENDOZA; álzase del suelo y huye horrorizada
al lado del REY, señalando.)
|
CLARA:
¡Tú también
aquí, demonio del averno! Vienes a manchar el altar
de la justicia; quieres cercarte en mi desesperación
y escarnecerla con una carcajada diabólica. No...
tiembla; tiembla por ti, malvado, porque dentro de poco vas
a comparecer delante de Dios y de tu víctima. |
MENDOZA:
Esta mujer está endemoniada. (Aparte.) No puedo mirarla
frente a frente. |
CLARA:
(Al REY.) Ahí le tenéis,
señor, delante de vos; ese es don Álvaro, miradle.
Con esa espada atravesó el pecho de don Pedro de Figueroa.
Yo os lo digo, señor, yo le acuso solemnemente de
matador aleve y respondo con mi cabeza. |
MENDOZA:
(Con calma
afectada.) No hagáis caso, señor; mi prima,
doña Clara, está loca; sin disputa que ha perdido
la cabeza. |
REY:
(Severo.) Capitán, esperad en adelante
mi licencia para hablar donde está el rey. |
CLARA:
Señor, permitid que yo no me aparte más de
vuestro lado. Yo soy huérfana, sola en la tierra,
sin más atención en el mundo que la de recordaros
a cada hora un crimen horrendo, (Llora.) |
REY:
Basta, doña
Clara. Don Álvaro, quiero saber vuestra respuesta
a la acusación que acabáis de oír.
|
MENDOZA:
Todo es falso, señor. |
CLARA:
¡Falso! ¡Falso!
¡El cielo te confunda! No le escuchéis, señor,
no le escuchéis. |
REY:
Conde duque, os encargo muy
particularmente este asunto. Tened entendido que esta dama
queda desde ahora bajo mi inmediata protección. Que
don Álvaro sea guardado en una torre hasta que yo
decida otra cosa. ¿Me habéis entendido? Ahora, acompañad
a la marquesa y ejecutad mi voluntad. |
CLARA:
¡Dios mío!
¡Dios mío! No permitáis que ese monstruo quede
impune. (El REY vase retirando.) |
OLIVARES:
¡Guardias! (Aparecen.)
Rendid la espada, caballero. |
|
(La rinde. Le conducen. OLIVARES
va a acompañar a CLARA.)
|
CONDE:
¡Mujer deshonrada!
¡Con lágrimas de sangre has de llorar de ignominia!
|
Escena
II
|
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MENDOZA.
|
|
(Entra sin ser visto y la observa.)
|
MENDOZA:
¡Aquí está, llorando! Es menester que se case
conmigo. ¡Monja...! ¿Y se niega a profesar luego...? |
CLARA:
¡Dios mío! ¿Qué he hecho yo para ser tan desgraciada?
¡Yo nunca he querido la desgracia de nadie! ¿Y es él
acaso más feliz ahora? ¡Ahora teñido en la
sangre de quien era mi único bien! ¿Qué quiere
de mí ese hombre? No me ama, ni podría esperar
de mí que yo le amase jamás... ¡Don Pedro,
esposo mío! ¡Dios mío! ¡Dios mío! Dadme
fuerzas para padecer y lágrimas para llorarle toda
mi vida. (Ve a MENDOZA.) ¡Pero qué veo! ¡Es él!
¡Él! |
MENDOZA:
Doña Clara, tranquilizaos.
|
CLARA:
¡Infame! ¡Huye de aquí! ¡Vienes a ultrajarme
otra vez, tú, manchado con la sangre de mi esposo!
¡Maldito, maldito seas! |
MENDOZA:
(Aparte.) Suframos el granizo
hasta que escampe. (Alto.) Clara, cálmate, tengo que
hablarte, y a nadie interesa tanto como a ti lo que ahora
me trae a tu presencia. |
CLARA:
(Sin escuharle y delirante.)
Pero tú has desobedecido al rey. Él te ha mandado
a una prisión y tú no has cumplido con su mandato.
Y has violado y allanado la casa de su pupila. ¡Ah! ¡Si quieres
esconderte aquí y vienes a implorar mi favor! ¡Oh!
Momento feliz, ojalá fuesen tigres los que te persiguen
y yo te entregaría también a ellos para que
te hicieran pedazos. ¡Correré... sí, a la reja;
gritaré; avisaré que está aquí...!
(Va a correr y MENDOZA la detiene.) |
MENDOZA:
¡Clara, Clara,
tú deliras! ¡Te has vuelto loca!
(CLARA le mira con
los ojos desencajados, se arranca de él y huye atemorizada.
MENDOZA la contempla sorprendido. Ella se deja caer en una
silla falta ya de esfuerzo y extremadamente abatida. Llora.
MENDOZA va acercándose poco a poco. Mientras él
la habla, ella levanta de cuando en cuando el semblante contraído
y con siniestras miradas, ya fija sus ojos en él,
ya registra alrededor como temerosa.)
¡Clara! ¡Pobre Clara!
(Fingiendo ternura.) No creas que vengo a ultrajarte, no.
Tu situación es demasiado amarga para no conmover
el corazón más empedernido. (Aparte.)
Verdaderamente, da lástima. (Con frialdad.) No, no
me creas tan perverso que pueda gozarme nunca de verte derramar
lágrimas. Son demasiado ricas perlas para desperdiciarlas
de esa manera. Tu dolor, pobre Clara, ha penetrado mi alma.
Pero tu hermosura tiene la culpa de todo. Una sola palabra
disculpa mis hierros. Quizá soy a tu vista un monstruo,
un malvado. No, Clara, no soy sino un hombre a quien la luz
de tus ojos enamoró desde el punto en que te vi, un
hombre que te ama con locura. Es verdad, tú amabas
a otro, pero ¿podía yo sufrir un rival feliz? He hecho
mal, Clara, pero mi amor por ti debe disculparme. Nuestro
tío, el Padre Rafael, todos se han indignado contra
ti, por el paso que diste esta mañana; todos menos
yo, que te amo. Tú pedías contra mí
justicia, tú demandabas mi muerte al rey; pues bien,
Clara, mientras que de este modo expresabas tu odio y tu
resentimiento, mientras implorabas venganza contra el matador
de tu amante, yo te contemplaba más bella, más
hermosa que nunca; yo te perdonaba en mi corazón.
Porque tu enojo realzaba la simpar belleza de tu semblante.
Y ahora, si he venido a verte, si me he atrevido a turbar
tu pena, he venido por tu bien... |
CLARA:
(Con abatimiento
y dolor.) ¡Por mi bien! ¿Pero quién os ha traído
aquí? La orden del rey... |
MENDOZA:
¡La orden del
rey! El rey pudo, mal informado, mandar lo que tú
oíste; pero después cambió de pensamiento,
y ha revocado la orden. Clara, tú no sabes lo que
pasa en la corte. Los reyes son, por lo común, cuando
se dejan guiar por sus favoritos, como los niños pequeños,
cualquiera cosa los irrita, cualquier palabra los calma.
Tus lágrimas enternecieron al rey, en aquel momento
se dejó sentir de tus discursos, me mandó encerrar
en un castillo y a ti te tomó bajo su protección.
Pero después prevalecieron las razones del conde y
de mis amigos, y el rey miró como una calaverada mi
desafío; tus amores, como el pasatiempo de una niña,
y tu queja como una desenvoltura impropia de tu sexo, de
tu educación y tu jerarquía. El enojo que le
causó lo que ellos llaman tu descaro, fue tal, que
ha mandado que te encierren en un claustro sin otra consideración
contigo que la de dejar a tu elección el convento
donde se ha de sepultar tu vida. |
CLARA:
(Con despecho.) Y tú, hombre infame, has venido a anunciarme todo
eso para gozarte en tu triunfo y en mi desventura. Tú
has pensado que la venganza que yo había conseguido
esta mañana había aliviado el tormento que
abruma mi corazón, te has dicho a ti mismo: voy a
verla llorar, a verla sufrir, y a desvanecer hasta las ilusiones
que en su tristeza la quedan. Yo he traspasado su corazón
ayer con mi espada, asesinando a su amante: hoy voy a gozarme
en envenenar su alma; voy a deleitarme en su abatimiento
(Con energía y enjugándose los ojos) pero,
don Álvaro, os engañáis, me habéis
visto llorar, pero ya no lloro, ya no volveré a derramar
una lágrima; el fuego que arde en mi corazón
vengativo las va a secar para siempre. Yo no quiero ya nada
en el mundo, nada sino vengarme de ti. Y no me creas impotente,
¡no!, porque me vengaré. ¿No lo veis? ¿No lo veis?
Mis ojos ya no derraman lágrimas. Rayos habían
de lanzar, rayos que te hicieran cenizas. |
MENDOZA:
Sí,
desahógate, Clara, sí, desahógate, y
yo me daré mil veces la enhorabuena si tu corazón
se calma de esa manera. |
CLARA:
Lo sé. Para ti los
insultos son palabras que lleva el viento, sonidos que nada
significan, pero ¿qué demonio del infierno te trajo
aquí para impedir mi felicidad? ¡Monstruo! ¡Que me
causa horror verte! |
MENDOZA:
Verdaderamente que no sé
yo mismo si fue un ángel o un demonio el que aquí
me trajo de Flandes, pero lo que es ahora, me trae a verte
un asunto que a nadie importa tanto como a ti. |
CLARA:
¿A
mí? ¿Y qué puede importarme a mí ya
nada en el mundo? |
MENDOZA:
Sí, Clara, a nadie importa
tanto como a ti, a nadie; tranquilízate y óyeme.
El rey ha dado orden a ruego de tu tutor de aprisionarte
en un claustro, quiere que llores allí toda tu vida
tu arrepentimiento. ¡Imbéciles! ¡Ellos no te han mirado
como yo; no han sentido en su corazón de hielo el
influjo de tus encantos y en su fría justicia te han
condenado a sepultarte viva en una tumba. |
CLARA:
¡La tumba!
¡Allí está ahora todo mi amor, toda mi esperanza,
toda mi felicidad! |
MENDOZA:
Sí, Clara, en la tumba,
si no se encuentra eso que tú dices, quizá
se halle el reposo eterno, quizá... ¡Quién
sabe!... Pero en la tumba que el rey te prepara se padecen
todas las amarguras de la vida, sin que ninguno de sus goces
alumbre con un rayo de luz la noche eterna de la tristeza.
|
CLARA:
(Con odio.) Pero no os veré nunca allí,
¿no es verdad? |
MENDOZA:
Allí, cada día
que pase, vendrá a renovar tus recuerdos; cada día
te traerá más a la memoria tu primera edad,
porque sin presente y sin porvenir tu vida será un
continuo recuerdo de lo pasado; créeme. |
CLARA:
Nunca
lo será más que ahora, ahora que te tengo delante
de mí. Pero, de una vez acabemos; ¿qué queréis
decirme con todo eso? Vuestra presencia me es insoportable.
Es en verdad extraño que os inspire yo tanta lástima.
|
MENDOZA:
(Aparte.) Si yo estuviera seguro de que profesaba;
pero el año de noviciado... (Alto.) Clara, mira, otro
hombre que no te amara como yo, que no sintiera por ti el
interés, la ternura que afecta mi corazón en
favor tuyo, quizá se valdría del influjo que
el poder y ventajosa posición me conceden sobre tu
suerte. Quizá se aprovecharía de la orden del
rey para hacerte entrar en un convento y, no ambicionando
más que el título de marqués de Palma
y tus riquezas, no titubearía un instante, en heredarte
en vida. Pero yo soy más generoso, o por mejor decir,
yo te amo demasiado para pensar en el esplendor ni en las
rentas de tu marquesado. |
CLARA:
(Con amargura.) ¡Yo lo hubiera
dado todo por haber sido feliz con mi esposo! ¡De qué
me sirven ahora las riquezas, ya no valen para engrandecer
y dar honra al hombre que dominaba mi corazón...!
|
MENDOZA:
Otro hombre te diría: Clara, lo pasado ya
no tiene remedio; perdonémonos mutuamente; elige entre
ser mi esposa o renunciar para siempre al mundo. Pero yo...
|
CLARA:
(Irritada.) ¿Y tú no adivinas lo que yo respondería
a ese hombre? |
MENDOZA:
Sosiégate, Clara; es menester
que atiendas a mis palabras; te va mucho en ellas para que
las desoigas y no hagas caso de ellas. Yo no quiero más
que tu bien, óyeme, por favor. Yo te amo, yo te prometo
adivinar tus pensamientos, yo necesito de ti, necesito, en
fin, llamarte mi esposa. |
CLARA:
(Con ira.) : ¡Yo tu esposa!
¡Malvado! ¡Yo la esposa del asesino...! ¡Sí, yo sería
tu esposa, y te estrecharía entre mis brazos si pudiera
ahogarte con ellos! Don Álvaro, pronto, salid de aquí...
¡Hola! ¿Qué, no estoy yo en mi casa? Salid de aquí,
hombre villano. |
MENDOZA:
Mirad, Clara, que no sabéis
lo que os decís. Reflexionad sobre lo que os he hablado.
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CLARA:
Repito que salgáis de aquí; salid,
y no inficionéis más tiempo esta casa con vuestra
presencia. |
MENDOZA:
Por Dios, un momento de calma. Pero,
alguien viene. ¡Ah! El padre Rafael. (Se pone a pasear el
cuarto. Aparte.) Este viene a persuadirla que entre monja...,
pero, en fin, si no hay otro remedio... |
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(El PADRE RAFAEL
ha dado a besar su mano a doña CLARA, que se arroja
a sus pies sollozando.)
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Escena III
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CLARA, DON ÁLVARO,
PADRE RAFAEL.
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CLARA:
¡Padre mío, padre mío!
Lástima de esta desdichada mujer. |
PADRE RAFAEL:
Levántate, hija mía, levántate. (La
levanta con dulzura.) Dios perdona al pecador arrepentido,
y nos enseña a los hombres a compadecernos de las
miserias de nuestro prójimo. |
MENDOZA:
(Aparte paseando
la habitación.) No hay otra alternativa; o se casa
conmigo, o se mete a monja. ¡Voto va! ¡Renunciar yo a mi
ambición...! |
CLARA:
¡He padecido tanto! ¡He llorado
tanto, padre mío! |
PADRE RAFAEL:
Sí, has
sufrido mucho, lo veo. ¡He aquí los precipicios del
mundo! ¡He aquí el término de todos los delirios
de la humanidad! ¡Qué queda de todas las ilusiones
de la vida una vez que pasaron! Algún recuerdo amargo,
algunas lágrimas. Dichoso el que entonces levanta
su corazón a Dios y se arrepiente de sus desvaríos.
La copa inagotable, la divina misericordia derrama el bálsamo
de consuelo en tu corazón. Yo, miserable pecador,
como tú, te perdono y espero en adelante que te arrepientas
y enmiendes. |
CLARA:
Vuestras palabras, padre mío,
alivian el dolor de mi alma. |
MENDOZA:
(Aparte.) El padre
lo entiende... |
PADRE RAFAEL:
Me alegro, hija mía,
que mis palabras sean dulces para ti. El paso que has dado
esta mañana ha enojado a tu tío el señor
conde hasta el punto que ha jurado no verte más. En
vano he tratado de persuadirle a lo contrario; lo único
que he podido lograr de él ha sido una promesa de
que te perdonaría si das la mano a tu primo. |
MENDOZA:
(Con afectación.) Padre Rafael, suplico a vuestra
reverencia, que sin hacer caso en este punto de la palabra
de mi señor tío, influya con doña Clara
para que elija libremente lo que mejor la convenga. |
CLARA:
Padre, mientras esté ese hombre delante es imposible
que yo os escuche con atención; es imposible que piense
yo en otra cosa que en sus infamias y en el asesinato que
ha cometido. |
MENDOZA:
(Con frialdad impasible.) Vuestra
reverencia no haga cuenta de esos insultos y prosiga en sus
persuasiones con doña Clara. |
PADRE RAFAEL:
Ese
odio que manifestáis a vuestro pesar... |
CLARA:
Es
un odio eterno, inextinguible; os suplico que antes le digáis
que se vaya. Si no, perdonadme, padre, pero me iré
yo. |
PADRE RAFAEL:
Tranquilizaos... |
MENDOZA:
(Aparte.)
Está visto, es terca como ella sola y no adelantaré
nada. (Alto.) Doña Clara, una sola palabra y no os
molestaré más. Considera que no os queda ya
sino escoger un convento o ser mía. |
CLARA:
¿Lo veis?
¿Lo veis cómo me insulta? Su vista me horroriza y
me desespera. |
PADRE RAFAEL:
(A MENDOZA.) Os suplico...
|
MENDOZA:
Sí, padre Rafael, me voy. (Aparte.) No hay
más, sino que entre monja. Pero si Figueroa no ha
muerto... Otáñez me servirá bien. (Vase.)
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PADRE RAFAEL:
Vamos, hija mía, sosiégate
y óyeme. |
CLARA:
Os pido, por Dios, que no me habléis
jamás de ese hombre. |
PADRE RAFAEL:
Ese hombre
es tu primo, es tu prójimo y... |
CLARA:
Sé,
padre, lo que me vais a decir; pero no mando en mi corazón,
y le detesto, y le aborrezco, y le aborreceré mientras
viva. |
PADRE RAFAEL:
El tiempo calmará esa pasión
y Dios tocará su corazón y hará que
algún día le perdones. No muestres impaciencia,
hija mía, no te volveré a hablar de él.
Tranquilízate. Tú eres aún muy niña,
y ya las espinas de la vida se han clavado en tu corazón.
Pero eres buena naturalmente y tu alma es pura todavía
como la de los ángeles. Las lágrimas del arrepentimiento
la lavarán de la mancha con que una pasión
mundana la ha empañado quizá. El rey ha mandado
recogerte por ahora en un monasterio para que en su soledad
llores tus desventuras hasta que esta tormenta que han traído
tus pocos años se disipe. Allí en el silencio
y recogimiento de un claustro, entre las esposas, de Jesucristo,
elevarás tu mente al Criador y quizá el cielo
se abrirá a tus ojos, y derramará sobre ti
caudales de bienaventuranza y de santidad. Lejos de mí
querer forzar tu voluntad; pero si tal vez tu corazón
se sintiese tocado de aquel santo esfuerzo que Dios inspira
en las almas de sus elegidos, si alguna vez, como yo en otro
tiempo me prometía, te abrazaras a la cruz para nunca
separarte de ella y allí cifrases tu única
esperanza en la tierra, entonces, Clara, lejos tú
de las mundanas tempestades, yo me daría el parabién
de haberte conducido al puerto de paz y de salvación
eterna. |
CLARA:
Padre mío, el mundo para mí
ya no es más que un desierto. Nada quiero ni deseo
nada en él. En un claustro al menos nadie vendrá
a interrumpir mi llanto, que es el único alivio que
me queda en mi mal. Disponed de mí como queráis.
Todo cuanto más lejos esté yo del mundo en
que habitan los malvados y que se muestra a mis ojos ávido
y sin una flor que embellezca y perfume la vida, tanto menos
desdichada será mi suerte. Allí en el silencio
rogaré a Dios por su alma. El sin duda está
en el cielo, en el trono de los ángeles, y allí
podré yo adorarle desde la tierra. Sí, padre,
el silencio de un claustro conviene al silencio que ha quedado
en el mundo alrededor de mí, la soledad de la celda
a mi soledad, y la religión me consolará de
mis amarguras. |
PADRE RAFAEL:
(Con entusiasmo.) : Hija
mía, Dios mismo ha puesto esas palabras de bendición
en tu boca. ¡Bienaventurado el que se conforma con sus decretos!
Clara, esa malvada pasión que te ha hecho derramar
tantas lágrimas te abre el camino del cielo. Dios
toca de varios modos las almas de sus elegidos. |
CLARA:
Sí,
padre; yo renuncio a todo, a todo para siempre, sin dolor
alguno, Un pan bañado en lágrimas sea mi alimento
y una humilde tarima mi lecho. ¡Ah! Yo le veré a él
en mis visiones de la noche descendiendo del cielo a consolar
a su pobre Clara, hermoso y puro como los ángeles.
Yo le rezaré a él también. |
PADRE RAFAEL:
El rey deja a tu elección el convento. |
CLARA:
(Resignada.)
Elegidle vos, padre, el que queráis. Haced que salga
yo de aquí cuanto antes. |
PADRE RAFAEL:
Sí;
voy al momento, hija mía. (Vase.) |
CLARA:
¡Dios mío!
¡Hágase tu voluntad! ¡Ten compasión de mí!
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