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Ana Ozores y el modelo teresiano: ejemplaridad y escritura literaria

Ángeles Ezama Gil





Ana Ozores es una mujer que busca definirse en su condición de tal a lo largo de la novela, ya que cuando ésta comienza carece de señas de identidad femeninas como la sexualidad y la maternidad; tampoco encuentra su identidad como mujer a través de la escritura.

En el curso de la novela, la protagonista trata de encontrarse con la mujer que es, persiguiendo una sexualidad placentera más allá de la limitada y reproductiva a que tiene derecho en virtud de su relación matrimonial (sexualidad que alcanza al fin con D. Álvaro en cap. XXIX), persiguiendo el sueño imposible de la maternidad (al que accede metafóricamente en su relación con el Magistral en caps. XXV y XXVI) y el sueño parcialmente alcanzado de la escritura; pero esta última actividad parece incompatible con su condición femenina: «Lo que pensaba todo Vetusta de las literatas, lo pensaba Pedro de las cocineras.

Las llamaba marimachos» (cap. XXVIII); en este respecto hay que recordar que Clarín en su artículo de 1879 sobre «Las literatas» sostiene:

«La literata como el ángel, y mejor, como la vieja, carece de sexo. No es posible negarle a la mujer su derecho de escribir; es más, yo soy tan liberal como los que se lo conceden aun sin permiso del marido (yo me he de casar con una literata), pero ese derecho sólo se ejercita con una condición: la de perder el sexo. Comprendiéndolo así Jorge Sand, Sterne y otras escritoras, adoptaron pseudónimos masculinos y de la primera se sabe que vistió muchas veces pantalones de hombre y que fumaba en pipa»1.



Así, Ana es etiquetada por los vetustenses con el insultante mote de Jorge Sandio (caps. V, XXVI), con todo lo que ello implica, ya que la escritora francesa representa el modelo de mujer escritora, desafiante en sus maneras externas (de una masculinidad incontestable), emancipada, y con una concepción heterodoxa de la vida conyugal y doméstica. En esta actitud insultante confluye el desdén hacia la figura de la poetisa, que, como ha señalado Noël Valis2, fue común al siglo XIX y perduró hasta bien entrado el siglo XX, ya que un prejuicio colectivo muy extendido negaba el yo público de la mujer escritora, la personalidad femenina autónoma, considerándose el acto autobiográfico femenino como un insulto; de hecho, los términos «poetisa» y «literata», con los que se moteja despectivamente a Ana Ozores, tienen un matiz marcadamente negativo, ya que suponen la imitación inferior de un modelo masculino inalcanzable, como apunta Maryellen Bieder3. Pese a ello, Ana consigue acceder a la creación literaria, y con ella a su identidad como mujer, a través de un modelo de escritora respetada y que no hubo de renunciar a su condición femenina para escribir, el de Santa Teresa, modelo que le proporciona las pautas de su escritura literaria.

La aproximación al estudio de Ana Ozores como escritora será el hilo conductor de las reflexiones que siguen.

En la configuración del personaje de Ana Ozores destacan, entre otros modelos reales y de ficción, George Sand y Santa Teresa de Jesús; los paralelismos biográficos entre Ana y las dos escritoras citadas han sido subrayados, respectivamente, por Brianda Domecq4 y Gonzalo Sobejano5. De cada una de estas escritoras asume Ana un aspecto distinto, y complementario, en relación con la escritura literaria. George Sand le proporciona la imaginación creadora, que le conduce a una auténtica escritura mental mediante la que busca llenar el vacío dejado en su existencia por la orfandad. De Santa Teresa toma la escritura física sobre el papel, inspirada por el espíritu (versos adolescentes) o redactada por mandato de su confesor-médico (las cartas a Benítez y De Pas y el diario en cap. XXVII), y los géneros de su escritura (poesía, cartas, escritura autobiográfica). La primera, de estirpe romántica, es, sin duda, la más poderosa y libre en Ana, en tanto que la última, escasamente relevante y muy conservadora, se encuentra constreñida por la imagen social de la mujer escritora en el siglo XIX y es, por tanto, una escritura limitada a los géneros considerados femeninos (la poesía religiosa, las cartas) y privados (las cartas, el diario). La imaginación creadora y una escritura nada creativa son dos aspectos opuestos y distintos en la expresión literaria de Ana Ozores; la primera no conduce a la segunda, como en la biografía de George Sand, sino que se aprecia una fractura entre ambas, porque responden a supuestos literarios distintos, y porque para Ana, como para el Magistral, «las novelas era mejor vivirlas» (cap. XXI); esto es, Ana aplica su creatividad imaginativa no a la escritura sino a su propia vida, con lo que convierte ésta en obra de arte, en tanto que su escritura no pasa de ser convencional y escasamente relevante.

Basándose en el modelo de la escritora francesa, Ana se configura en la novela, indudablemente, como creadora o artista; sus poemas lamartinescos se consideran creación literaria (cap. V), sus poemas, novelas, dramas y poesías sueltos imaginados en la adolescencia la definen como creadora de belleza (cap. V), su diario es releído «con cariño de artista» (cap. XXVII); por otra parte, se sugieren en ella dotes de observación artística (cap. XIX)6. La capacidad creativa de Ana Ozores es, por tanto, un hecho demostrable, y no afecta sólo a su relación con la escritura; en tal respecto habría que recordar que en la novela resultan equiparables todos los textos verbales, sean pensados, pronunciados en voz alta (improvisados, recitados, comentados) o escritos; por ejemplo, en el capítulo IV Ana se deja llevar por la inspiración mental, luego declama oralmente lo que le viene a la mente y por último lo escribe; en el capítulo XXVII la imaginación de Ana se deja llevar por la fantasía mitológica (que tiene la tentación de plasmar en un dibujo), hecho que se refleja en su escritura del diario, papel que le llega al receptor mediante la lectura que del mismo hace la propia Ana.

Por otra parte, si Ana estima a Santa Teresa, primordialmente, como un modelo de mística (cap. XXI), apreciación en la que coincide con su creador7, y comparte con ella la enfermedad histérica8, relación ésta que el texto clariniano silencia pero que está implícita en él, según advierte Noël Valis9, es también evidente que la escritura de Santa Teresa funciona en la novela, implícitamente, como paradigma de la de Ana, tanto en su modo como en sus géneros; la biografía de la Santa provoca en la protagonista el afán de imitación no sólo de una vida edificante sino también de una escritura autobiográfica10. El influjo determinante de la escritura teresiana sobre la de Ana Ozores ha sido señalado por diversos críticos; en opinión de Tomsich11 la lectura de Santa Teresa es un instrumento de sublimación que, en el marco de la enfermedad histérica que Ana padece, provoca, por un lado, los paroxismos que se difuminan en exaltación religiosa, y por otro, la escritura, aspecto regenerador estimulado por la lectura, y considera que en tanto que la lectura produce una exaltación que lleva a la fragmentación del ser, la escritura conduce a la reflexión, orden y forma, a la recomposición del ser; por su parte, Sieburth12 señala que Ana imita la vida de Santa Teresa, pudiendo establecerse una relación entre el texto completo de la Vida y el texto de Ana (sus actos, pensamientos y escritura); Urey13 afirma que Ana, proyectando su voz sobre el texto e interiorizando las imágenes textuales escribe (crea) en su imaginación el Libro de su vida y que Ana es un libro escrito por Vetusta, De Pas y Mesía, cuyo primer y último lector en la novela es Celedonio; Mandrell14 estima que Santa Teresa representa la escritura femenina propia frente a la imagen de la mujer musa, inspiradora, no escritora, proyección del deseo masculino y al servicio de ese deseo, vinculada al texto de Zorrilla; Archer15, en fin, opina que Ana imita a Santa Teresa, sobre todo cuando da el paso de lector de un texto autobiográfico a escritor de uno propio.

Si la escritura de Ana se halla mediatizada por el modelo teresiano, de cuya vida y obra se convierte en receptora en la novela, lo mismo sucede con otras escritoras decimonónicas para las que Santa Teresa se configura como un modelo femenino ejemplar. Precisamente, Emilia Pardo Bazán en un artículo redactado en 1914 con motivo del Homenaje literario a la gloriosa doctora Santa Teresa de Jesús en el Tercer centenario de su beatificación,16 elogiaba

la escritura de Santa Teresa, que es literaria por su acendrada y rica dicción, y no es literaria, porque nace del arrobo, o chispea al ímpetu de la lucha y de la necesidad del presente. Literatura sí, y no existe modelo más ejemplar; pero sin propósito libresco, ni rastro de cálculo e intención; documento asombroso de un carácter, de una mentalidad ardiente, alada, y con todo, adherida a la tierra.



En este respecto conviene no olvidar el impulso que para la reivindicación de Santa Teresa significó la celebración del tercer centenario de su muerte en 1882, el primero con carácter social y público desde la desaparición de la Santa, como recuerda Juan Bosco Sanromán17. A lo largo de este año se llevaron a cabo numerosas celebraciones religiosas y culturales en España (Oviedo, Ávila, Valencia, Bilbao, Santiago, Antequera) y en otros países (Venezuela, México, Portugal, Bélgica). En torno a 1882 se agudizó el interés por la vida y la obra teresianas; la bibliografía fue especialmente profusa durante los años 1882 y 1883: se reeditaron sus obras, se publicaron Vidas de la Santa y libros de devoción inspirados en su figura y en su doctrina, así como algunos ensayos sobre sus escritos y su experiencia mística; se publicaron incluso dos boletines con motivo del centenario (La Estrella de Alba [Alba de Tormes, Salamanca], El centenario de Santa Teresa de Jesús [Ávila]). No vamos a insistir en la controversia ideológica desarrollada alrededor del centenario, sobre la que han escrito algunas páginas Simone Saillard18, Juan Bosco Sanromán19 y Solange Hibbs-Lissorgues20, entre otros; pretendo incidir en otro aspecto de estas celebraciones cual es el de la recepción femenina de la figura de Santa Teresa.

Las mujeres se erigieron en receptoras privilegiadas de la vida y la obra de Santa Teresa a lo largo del siglo XIX, y no sólo en torno a la fecha del centenario. A través de esta recepción se configura un público lector para los textos teresianos que resulta ser su más adecuado destinatario, habida cuenta que buena parte de ellos están dirigidos explícitamente a un público femenino; así, por ejemplo, el texto de las Moradas se dirige a las monjas de los Monasterios de Nuestra Señora del Carmen a fin de resolverles algunas dudas de oración y porque «mijor se entienden el lenguaje unas mujeres de otras». Algunas de las lectoras decimonónicas de la obra de Santa Teresa son, además, escritoras, que coinciden en la lectura del libro de la Vida, un libro autobiográfico que se ofrece como paradigma vital y literario; no obstante, la tentación de la autobiografía sólo alcanzó a tres de ellas, Gertrudis Gómez de Avellaneda (Autobiografía, 183921), la Condesa de Espoz y Mina (En honor de Mina. Memorias íntimas [1820-1836], inconclusas a su muerte en 1872; Apuntes para la historia. Del tiempo que ocupé los destinos de aya de S. M. y camarera mayor de palacio [1841-1843]22) y Emilia Pardo Bazán (Apuntes autobiográficos, 1886), obras autobiográficas de muy distinto calado de las que la de la Avellaneda, escrita en forma epistolar, es sin duda la más intimista.

Esta recepción femenina se hace notar en obras de todo género, siendo la poesía el preferido, aunque no el único. Las poetisas consideran a la santa abulense en su dimensión mística, como se pone de relieve en el Certamen de poetisas españolas en Alba de Tormes celebrado en 1882, al que se presentaron más de ochenta poesías, y cuyos seis premios fueron finalmente adjudicados a Josefa Estévez de García del Canto, Purificación Camelia Cociña de Llansó, Francisca Sarasate de Mena, Teresa de Guzmán el Bueno, Victoria Peña de Amer y Joaquina Balmaseda23. La misma dimensión mística tienen las colaboraciones de Carolina de Soto y Corro en la revista jerezana Asta Regia en 1881 y 188224, o las de las pocas escritoras (Antonia Díaz de Lamarque, Teresa Martín y Lunas, algunas anónimas) que se incluyen en el Álbum teresiano (1882)25.

El género biográfico atrajo también a algunas escritoras, que se acercaron a la vida de Santa Teresa desde supuestos muy diversos. La mayor parte de estas biografías, de muy escaso calado, implican una novelización de la vida de la Santa; así, por ejemplo, las de Isabel Cheix y Martínez, La reformadora del Carmelo: Historia de Santa Teresa de Jesús (con prólogo de José Fernández Montaña, Madrid [Imp. de la Soc. Edit. de San Francisco de Sales], 1893), y María del Pilar Sinués, Santa Teresa de Jesús. Leyenda biográfica26. Es también obra de escaso calado la curiosa Vida de Santa Teresa de Jesús compuesta en verso (Ávila [Imp. de G. Rovina y Sucs. de Maiz], 1894), de Tomasa Martín Ortega. Asimismo, Gertrudis Gómez de Avellaneda dedicó a la santa abulense una de las breves biografías de su «Galería de mujeres célebres» (Álbum cubano de lo bueno y lo bello, 1860), si bien el escrito en cuestión no lleva firma.

Por su parte, Blanca de los Ríos27 y Emilia Pardo Bazán28 recrean el episodio de la vida de la Santa en el que ésta se enfrentó a la princesa de Éboli; Doña Emilia considera a Santa Teresa «a la vez la gran mujer, la gran Santa, el gran escritor de nuestra lengua, el gran testimonio de nuestra alma nacional». Compañera de peregrinación de Emilio Pardo Bazán a Ávila fue Gabriela Cunninghame Graham29, a la que se debe una de las biografías de la Santa más rigurosas y mejor documentadas, Santa Teresa, her life and times (1894), objeto de un elogioso comentario por parte de Clarín:

«La ilustre dama extranjera conoce palmo a palmo el territorio castellano, en que la vida purísima de la Santa fue ejemplo perdurable de virtud y místico amor, y pocos libros de este género estarán tan sólidamente fundados en información inmediata, escrupulosa y perspicaz. A este mérito añade la obra, entre muchos otros, el de una caritativa imparcialidad y el de un buen gusto piadoso que desecha, lo mismo la superchería de peligrosa devoción irreflexiva, que la crudeza de cierta fisiología, de buen grado impía, que pretende que sean equivalentes los designios de la santidad más original y misteriosa y las tristes expansiones del histerismo»30.



En la recepción femenina decimonónica de Santa Teresa constituyen dos testimonios extremos los de Carolina Coronado y Blanca de los Ríos.

Carolina Coronado, en sendos artículos publicados en el Semanario pintoresco español el 24 de marzo y el 23 de junio de 1850, considera a Santa Teresa como mujer, monja y poetisa31. La considera una mujer superior a su sexo y expresa su empatía con ella por su condición de tal:

«¿Quién sino una mujer podrá comprender el valor de este triunfo! Nosotras, que sabemos cómo la sangre hierve en nuestras venas en esas horas de fiebre en que nos abrasa la pasión; nosotras, que sabemos cómo el recuerdo de una mirada hace vibrar nuestras fibras; nosotras podemos comprender lo que sufriste hora por hora en esa gran batalla del espíritu contra el corazón!».



Lamenta su dedicación al claustro y no a la sociedad donde hubiera podido ser útil al género humano, educando a las madres: «si Teresa hubiera aplicado su camino de perfección a la perfección, no de las monjas, sino de las madres, hubiera hecho brotar una generación ilustrada en vez de secarse en el corazón de sus vírgenes». Como poetisa estima que sólo puede compararse con Safo; ambas son dos genios gemelos, «las primeras poetisas del mundo»; señala numerosos paralelismos entre ellas, destacando su dedicación a la mujer, ya que «regalan generosamente a esta pobre mitad del género humano el caudal de sus lecciones, y ambas sienten un amor intenso hacia sus discípulas y hermanas» y «ambas forman una escuela para elevar a la mujer». Opina, en fin, que «a Santa Teresa no se la puede comprender sino estudiando sus escritos, sin atender a las interpretaciones y comentarios que tienen la mayor parte de ellos», y cita de entre ellos la Vida, Camino de perfección, Las moradas, Conceptos del amor de Dios y algunas cartas.

Blanca de los Ríos dedicó a Santa Teresa varios artículos y discursos, y fue colaboradora asidua de la revista La basílica teresiana, publicación que, a lo que parece, dirigió en su segunda etapa, a partir de 190732; a su labor reivindicadora, que demuestra un buen conocimiento de los textos teresianos fundamentales, se debe, en buena medida, el «redescubrimiento» de la figura de la Santa para el siglo XX. El primer artículo que Blanca de los Ríos dedicó a Santa Teresa se publicó en La basílica teresiana en 189833; le siguieron otros artículos y algunas conferencias. Para la erudita sevillana Santa Teresa encarna «el ideal místico de la raza», es la Santa nacional por excelencia, a la que estima como fundadora, mística y escritora, y cuyo estilo alaba sin reservas34. Blanca de los Ríos estima la obra literaria de la Santa de Ávila, en particular Las moradas, como el germen fecundo de la renovación espiritual y del arte realista nacional35, y pone de relieve la dimensión femenina de la obra de Santa Teresa «porque en ella y con deliberada conciencia de ella, incorporóse la mujer a la vida espiritual del mundo, porque después de Teresa de Jesús no es lícito discutir siquiera la inferioridad intelectual del sexo»36; llega a hablar incluso de feminismo teresiano, en el sentido de «anhelo vehemente de asociar nuestro sexo a la magna obra de Cristo»37.

El influjo del modelo teresiano es también manifiesto en algunas novelas femeninas publicadas entre finales del siglo XIX y principios del XX. El ejemplo más evidente es el de Middlemarch (1871-1872, 1874), novela de George Eliot que evoca la Vida de Santa Teresa desde el «Preludio» que la precede; Teresa es presentada en este preludio como una mujer afortunada que contó con la ayuda de un orden y una fe sociales de probada solidez, y como modelo de otras mujeres que no han tenido la oportunidad de poder vivir una vida épica (epopeya que se expresó en la reforma de una orden religiosa). La protagonista de la novela de Eliot, Dorothea Brooke, es una de esas afortunadas herederas de Santa Teresa, si bien los siglos de distancia que median entre el XVI y el XIX y el carácter inmovilista y reaccionario de la propia época, impiden que Dorothea pueda vivir la vida épica de la verdadera heroína:

«Una nueva Teresa difícilmente tendría la oportunidad de reformar la vida conventual, como tampoco una nueva Antígona emplearía su piedad heroica en atreverse a todo por el entierro de un hermano: el medio en que sus ardientes acciones tomaron forma ha desaparecido para siempre»38.



Dorothea Brooke es, al igual que su modelo, una voraz lectora y devota religiosa, ávida de conocimiento («puesto que ya había pasado la época de las visiones y directores espirituales, y puesto que la oración acrecentaba los anhelos pero no la instrucción, ¿qué otra lámpara quedaba, excepto la del conocimiento?»39), pero nunca escritora de su propia biografía, aunque sí creadora de la misma en tanto en cuanto vive la vida que quiere vivir40.

Algunos personajes femeninos de Emilia Pardo Bazán se hallan también prefigurados de acuerdo con el modelo teresiano. Así, en La quimera (1905), la conversión espiritual de Clara Ayamonte remite, implícitamente, a la experiencia mística de Las moradas teresianas y del Cántico espiritual sanjuanista, aunque algunas de las imágenes mediante las que Clara accede a la unión mística podrían proceder de la Vida; Clara, además, entra en un convento de Carmelitas descalzas aprovechando una visita a la ciudad de Ávila. En Dulce Dueño (1911) Santa Teresa no es tanto un modelo de mística como de escritora (implícito), ya que a la protagonista, Lina Mascareñas, no le es dado emular ni el modo de vida de Catalina ni el de Teresa; ambas santas aparecen relacionadas por medio de la poesía que Santa Teresa dedica «A Santa Catalina mártir» y por el leit-motiv del martirio, que Santa Catalina sufrió y Santa Teresa anhelaba; Lina hereda de ambas la sed de conocimiento y de Santa Teresa el erigirse en autora de su propia vida, una vida que implica la voluntad decidida de esta mujer de construirse a sí misma, de alcanzar su propia identidad al margen de las opciones establecidas tradicionalmente para la mujer; ello implica su marginación, ya que Lina acaba siendo internada en un manicomio, pero de esa búsqueda de su propia identidad queda constancia en los apuntes de su vida que Lina escribe, por ironías del destino, desde el manicomio y que constituyen la base sobre la que se construye el relato.

Ana Ozores, más atrasada que Dorothea Brooke, vive una época de visiones y directores espirituales y no posee su afán de conocimiento, aunque comparte con ella la avidez lectora y la devoción religiosa; al fin, Ana es también autora de su propia biografía, creadora consciente de su vida al margen de las opciones prefijadas para ella por la sociedad vetustense (los modelos de perfecta casada y de ángel del hogar), transgresora voluntaria, por tanto, de esas opciones, y, por lo mismo, objeto de condena y marginación.

Por otra parte, si los afanes místicos acercan a Ana Ozores a las dos heroínas pardobazanianas, es sobre todo con Lina Mascareñas con quien presenta una mayor similitud, en tanto en cuanto este personaje femenino, que ha transgredido los modelos sociales establecidos para la mujer en la sociedad contemporánea y ha sido, por tanto, objeto de marginación, se convierte en escritora de su propia vida, metafórica (en tanto el personaje vive la vida que quiere vivir) y real (tanto Lina, como, de forma mucho más limitada Ana Ozores, ponen por escrito su vida).

Ana Ozores se configura, al igual que estas mujeres reales y de ficción, como receptora de la obra de Santa Teresa, una recepción que se refleja en la escritura: la de poesía religiosa, al igual que buena parte de las poetisas decimonónicas (entre ellas las románticas Carolina Coronado y Gertrudis Gómez de Avellaneda), la autobiográfica del diario (como Gertrudis Gómez de Avellaneda o Emilia Pardo Bazán41), y la epistolar (al igual que Santa Teresa, Christine de Stommeln, Eloísa y Santa Juana Francisca y, salvando las diferencias, Fernán Caballero, Gómez de Avellaneda o Emilia Pardo Bazán). La escritura, en el caso de Ana como en el de las escritoras citadas, se constituye en una seña de identidad femenina, que la distingue de otras mujeres y a la vez la estigmatiza.

En fin, si La Regenta es una novela en que se da cuenta del intento frustrado de una mujer por acceder a la escritura, como sostiene Nora Catelli, quien afirma que «los retratos femeninos de artista -es decir, narraciones de cómo se hace artista una mujer- son, salvo algunas excepciones (la ya mencionada Corinne de Madame de Staël), casi imposibles en el siglo XIX»42, desde luego la biografía de Ana Ozores cuenta con los recursos necesarios para hacerlo: una poderosa imaginación creadora de corte romántico heredada de George Sand, y unos géneros de escritura menores y privados adecuados a la naturaleza femenina, en los que Ana se muestra heredera de Santa Teresa; la primera es el punto de arranque, que hubiera podido hacer de Ana una gran escritora, pero a ella se le superponen los muchos prejuicios decimonónicos sobre la mujer escritora; de todo ello resulta un personaje hecho de dos caras que no parecen tener mucho en común: no hay correspondencia entre una y otra, porque la imaginación reivindica un mundo poético soñado e ideal, en tanto que la escritura se enraíza en la realidad prosaica de la vida del personaje; de estos dos modelos de escritura el de Santa Teresa tiene para Ana, como para otras escritoras contemporáneas, una cualidad ejemplar y permite a Ana escribir sin renunciar a su sexo; la vida de Teresa es un espejo en la búsqueda, por parte de Ana, de su identidad femenina: «Sí, quiero que mi hermano me salve, que Teresa me ilumine, que el espejo de su vida no se oscurezca a mis ojos, que Dios me acaricie el alma...» (cap. XXV); no obstante, este espejo se revela al fin insuficiente, porque el texto teresiano, a una distancia de más de tres siglos, es sólo literatura, y, en la dialéctica entre ésta y la vida que recorre la novela, la vida acaba venciendo a la literatura, Ana deja de ser un ente literario de cartón piedra para convertirse en un ser de carne y hueso.

Ana se queda, por tanto, en proyecto de escritora, ya que tal faceta de su personalidad no pasa de los conatos literarios de sus primeros años; la propia protagonista se los prohíbe: «se juró a sí misma no ser la "literata", aquel ente híbrido y abominable de que se hablaba en Vetusta como de los monstruos asquerosos y horribles» (cap. V)43. En el mejor de los casos se convierte en una escritora femenina, esto es, una de las que «en literatura o cualquier otro arte producen como hembras»44, recurriendo para escribir «al tesoro de sus propios sentimientos»45.

El fracaso de Ana como escritora tal vez obedezca a que carece de talento, como sugiere la marquesa en el capítulo V, pero quizás habría que pensar que, a través de Ana, Clarín pone en práctica las ideas que sobre la mujer escritora defiende en «Las literatas» (con lo que volvemos al principio de esta reflexión): incompatibilidad entre el ejercicio de la literatura y la condición femenina, lo que implica una abdicación del propio sexo (Ana es en la novela Jorge Sandio) que sólo compensa si se es un genio (algo que desde luego Ana Ozores no es)46; incompatibilidad entre el ejercicio de la literatura y la belleza (Ana es hermosa, luego no puede ser literata)47; y reivindicación de la condición de mujer sobre la de escritora: las grandes mujeres son más grandes que las grandes escritoras («Margarita sola vale más que todas las madames Sévigné del mundo; y si me hablas de mujeres apasionadas, prefiero con mucho Magdalena a Jorge Sand»48). En definitiva, la escritura es una actividad ajena a la mujer porque, como apunta Clarín al referirse al arte femenino de María Guerrero, el cometido de la mujer «no es crear, sino interpretar»49, o reproducir (que viene a ser lo mismo). Por ello, a partir del capítulo V de la novela, el narrador se dedica a contar la vida de una mujer, y como tal mujer le otorga una función más de musa que de creadora: inspira los ensueños físicos de muchos vetustenses (sobre el cuerpo de Ana urden sus convecinos las más diversas fantasías) y los espirituales de Bermúdez, Trifón y De Pas (Bermúdez y De Pas convierten a Ana en la heroína de sus imaginadas novelas, Trifón en la de sus versos); es, en fin, Ana la musa del propio escritor, un personaje femenino privado de autonomía cuyo discurso literario está particularmente sujeto al del narrador, ya que del mismo no llegamos a conocer sino fragmentos dispersos: nunca se reproducen sus versos, y sus cartas y su diario sólo en parte.

Por tanto, Clarín, más allá de la pretensión de hacer de su personaje femenino una escritora, figura con respecto a la cual mantiene una marcada ambigüedad, que a veces se torna en un temor reverente (como puede verse en Museum a propósito de Emilia Pardo Bazán50), prefiere quedarse con la mujer, ya sea real (María, Magdalena, Eva), ya de ficción (Ifigenia, Antígona, Electra, Margarita), pero en cualquier caso hermosa, diferente e inferior al hombre; no hay en La Regenta libertad de elección alguna para Ana Ozores, que responde a las ideas prefijadas del autor sobre la mujer, como ha observado Carolyn Richmond51; esta concepción estrecha de la mujer no tiene en cuenta sus señas de identidad fundamentales, sino que se basa en la negación de las mismas: a Ana Ozores se le veda la creación literaria, pero también la reproducción, e incluso el placer de una sexualidad vivida en libertad; el aislamiento final de la protagonista es sólo una consecuencia de todo ello.





 
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