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ArribaAbajo Novelas de «muchos Cervantes»: Olavide y el realismo

Russell P. Sebold



University of Pennsylvania

A José Luis Varela, en homenaje

No sorprende que el último proyecto literario al que se dedicó Pablo de Olavide (1725-1803) fuese una colección de novelas. Me refiero a los once tomitos de Lecturas útiles y entretenidas que se le publicaron, bajo el seudónimo de Atanasio Céspedes y Monroy, en Madrid, entre 1800 y 1817. En los años inmediatamente anteriores Olavide había escrito El Evangelio en triunfo (1797), novela de su vida de filósofo desengañado (en la que hay algún episodio poco filosófico), así como sus Poemas cristianos (1799), obras en las que había meditado sobre el sentido de la vida humana y sobre su propia existencia azarosa; y desde la atalaya de sus postrimerías no podía menos de notar que toda su trayectoria vital tenía algo de novela, inclinándose sus aventuras no pocas veces en la dirección del género picaresco.

Doctor en ambos derechos y catedrático de teología en la Universidad de San Marcos a los diecisiete años, oidor de la Real Audiencia de Lima a los veinte años, se encargó para el virreinato de los bienes de los señores perecidos en el terremoto de 1746; desastre del que se aprovecharon él y su padre, comerciante de oficio, para llenar sus cofres. El oidor tropezó con la autoridad eclesiástica por haber intentado consolar a las víctimas del terremoto con explicaciones científicas de ese fenómeno natural, y por haber utilizado una parte de los caudales de los muertos para construir el primer teatro de la capital peruana, amenaza a la moralidad pública, según los clérigos. El padre de Pablo Antonio huyó a España, dejando muchas deudas y un enorme depósito de paños castellanos sin pagar, en los que antes traficaba. El hijo, alegando la muerte de su progenitor, liquidó todas esas mercancías, pero no pagó las deudas que había heredado, por lo cual se le encarceló a su llegada a Madrid en 1754, y se le confiscaron todas sus propiedades. (Había venido a España en 1750, pasando   —174→   cuatro años en Cádiz y Sevilla, tierras a las que su vida le llevaría de nuevo.) Tras corto intervalo vuelve a gozar de buena fortuna; pues, teniendo treinta años, se casó con doña Isabel de los Ríos, rica viuda de más de cincuenta, lo cual le permitió pagar su ingreso en la orden de Santiago y relacionarse con personajes de la más alta esfera. Dedica ocho años a viajar por Italia y Francia, durante los que conoce a figuras célebres como Voltaire. En 1766 se le encargó la dirección del nuevo Hospicio General que se instalaba en la residencia real de San Fernando, cerca de Madrid, con el fin de recoger a pobres y vagabundos que se unían a disturbios públicos como el reciente motín de Esquilache, y a quienes se quería convertir en ciudadanos útiles instruyéndolos en los oficios mecánicos: nuevo roce del futuro novelista con elementos picarescos. Con los cargos de asistente de la ciudad de Sevilla e intendente de Andalucía, que le permitían residir en el alcázar de Sevilla, encabeza, a partir de 1767, el proyecto de las Nuevas Poblaciones que el gobierno de Carlos III establecía en la Sierra Morena: nuevo y largo contacto con las costumbres andaluzas con las que se ambientan algunas de sus novelas. Mas la Inquisición vigilaba a Pablo Antonio desde hacía años; porque poseía libros prohibidos y pinturas lascivas, defendía los bailes y el teatro (había fundado la primera escuela dramática de España), ridiculizaba el celibato eclesiástico, se burlaba de las devociones populares, y en cuestiones religiosas sus opiniones eran libres y críticas. El proceso inquisitorial que se entabló contra él en 1776 llevó a su reclusión en varios monasterios de España y su fuga a Francia, de donde volvió perdonado por Carlos IV en 1798.

Parece la vida de un aventurero o actor itinerante, más bien que la de un colaborador del gran déspota ilustrado Carlos III. Apenas hemos aludido a los pintorescos avatares de la vida de Olavide, mas aun de un resumen tan escueto se desprende que él ante todo fue un jugador de papeles: rasgo por el que su biografía se parece a la del célebre Piscator de Salamanca, el doctor don Diego de Torres Villarroel. En uno y otro la representación de muy varios papeles en su vida de carne y hueso se presenta como corolario de su profunda afición al teatro. Torres, autor de comedias y entremeses, interpretaba papeles en obras propias y ajenas que se representaban en las tertulias de amigos aristocráticos. Olavide traducía tragedias y comedias francesas al castellano, y durante su residencia en el alcázar de Sevilla se hacía allí una tertulia en la que se hablaba de teatro, se representaban obras, y se organizó el concurso que llevó a la composición de las primeras comedias lacrimosas españolas: El delincuente honrado, de Jovellanos, El precipitado, de Trigueros, etc. Torres oscilaba entre la devoción más sincera y una postura ascética paródica (que en su caso no significaba descreimiento); Olavide oscilaba entre la postura materialista dieciochesca y una voluntad de desengaño ascético cristiano (aun en El Evangelio en triunfo, o historia de un filósofo desengañado, la defensa de la religión es algunas veces menos elocuente que las objeciones filosóficas que se le oponen). Y en ambos casos tal oscilación entre actitudes extremas en torno a la fe lleva una vez más a visualizar la propia vida como drama. (El lector recordará que Torres lo mismo que Olavide tuvo su encuentro con la Inquisición,   —175→   aunque mucho menos alarmante). Es sabido que tal vertiente «teatral» se refleja a lo largo de la novelesca Vida de Torres Villarroel. Pero he aquí que también deja su impronta en la novelística de Olavide.

Lo cual nos lleva a uno de los aspectos más intrigantes de las Lecturas útiles y entretenidas; porque algunas de estas novelas, tal vez muchas, tal vez todas, ni aun fueron escritas por el desengañado intendente, sino solamente traducidas por él. Hasta la fecha se han descubierto los originales franceses de tres de las novelas: Los peligros de Madrid, El amor interesado y El fruto de la ambición (Alonso Seoane, 1985, pág. 7). Entonces, ¿en qué sentido puede ser autobiográfico -«teatral» personal- cualquier aspecto de estos relatos? Responder a esta interrogación es de la mayor importancia; pues lo que me he propuesto mostrar en estas páginas es la aportación de las historias olavidianas a la narrativa española, y no puede hacerse esto sin aclarar primero en qué medida se sitúan aquéllas en el contexto vital y literario español.

La cuestión del «autobiografismo» de las ficciones de Olavide se relaciona con otra no menos fascinante, esto es, el hecho de que estas historias parecen tan españolas, que cualquier lector se convence fácilmente de que son de autor español. Hasta la profesora Alonso, investigadora de las fuentes francesas de Olavide, confiesa sentirse algo decepcionada ante la posibilidad de que ninguna de sus ficciones sea enteramente de su creación. En su Prólogo Olavide, alias Céspedes, se anticipa a las dudas de sus lectores observando que es difícil «saber si estas historias son originales o traducidas, si son sacadas de otros libros, o si son propias invenciones del autor, o tal vez si hay de uno y otro» (Olavide, 1800-1817, I, pág. 11)111. De aquí también el sintagma «muchos Cervantes», en la página 4 del mismo Prólogo, el cual he usado en mi título. Pero volvamos a la página 11, donde, a continuación de las palabras citadas hace un momento, Olavide apunta otra observación sumamente sugerente para el entendimiento de su insólito arte novelístico: «Lo que puedo asegurar es que todos los personajes son españoles, que los sitios, las costumbres que se pintan y los sucesos que se cuentan parecen acaecidos en España, de modo que si alguno de ellos ha sido sacado de libros extranjeros, el autor lo ha naturalizado». Tomás de Iriarte aconsejaba que se connaturalizasen las obras teatrales extranjeras que se vertían al español (Iriarte, 1978, pp. 51-52); las obras traducidas por el propio Iriarte son connaturalizaciones, y otro ejemplo es el Agamenón vengado, de García de la Huerta (Sebold, 1988, pp. 465-490). En este último trabajo apunto que se explica así la génesis de ciertas tragedias   —176→   «originales» de Corneille y Racine. Quiere decirse que tales obras no solamente se traducen, sino que se adaptan tan completamente, que parecen inventadas por un autor del país a cuyo idioma se han trasladado. Es un género derivativo, y sin embargo se da en él cierta manera de originalidad. En cuyo sentido es significativa una palabra de Olavide que no escribí en cursiva antes: «el autor lo ha naturalizado».

Ahora bien: sin que el «autor» de las Lecturas útiles y entretenidas hubiese vivido profundamente las vicisitudes de los personajes de las novelas que acomoda, imaginándolas transcurridas en medios y circunstancias que le eran familiares, no se explicaría la notable verosimilitud española que él logró; y las «huellas autobiográficas» que se encuentran en estas historias son interesantes por ser uno de varios indicios muy claros del alcance de la identificación psicológica que se dio entre Olavide y las narraciones extranjeras que naturalizó. Condición de tal identificación era que Olavide se sintiese atraído hacia cuentos cuyos episodios y personajes coincidían con los de su propio recorrido vital; paralelos que de hecho serían «huellas autobiográficas», en el sentido normal del término, si se tratase de obras de pura creación. Insisto tanto en el aire español y aun castizo de estas ficciones trasladadas, pues pudieron influir sobre la literatura española posterior precisamente por haberse sentido como modelos nativos. Pero, antes de considerar tal cuestión, veamos algunos ejemplos de los «reflejos» de la vida y milagros de Olavide en sus novelas.

Creo que los paralelos quedarán claros sin necesidad de explicaciones adicionales. En La dulce venganza (I, pp. 173-272), un padre y dos hijos se dedican al comercio entre el Nuevo Mundo y España; y uno de éstos, que es de carácter medio picaresco, se enriquece casándose con una viuda rica que le deja todo su dinero. En Los gemelos (VIII), don Enrique de Lara y sus dos hijos se dedican al comercio en Lima, Perú, que muy pronto abandonan para pasar a la madre patria. En La huérfana (III, pp. 3-182), se propone otro matrimonio entre la juventud y la edad provecta, con la diferencia de que esta vez es entre una encantadora doncella y un viejo lujurioso y sifilítico, cuya descripción miraremos más abajo. En El Estudiante (VII, pp. 111-256), en El inconstante corregido (X), en La familia feliz (XI) y en algún otro relato, el protagonista realiza un extenso viaje de estudio por Europa, como lo hizo el propio Olavide. En El secretario filósofo (VII, pp. 3-110), la lectura por el personaje indicado de la filosofía materialista moderna -de la que Olavide luchará por desengañarse- le lleva a cometer crímenes horrendos contra la sociedad y los más respetables ciudadanos. En Teresa o el terremoto de Lima, un Olavide sevillano, por decirlo así, recorre la trayectoria del autor a la inversa; pues se establece en Lima este caballero maduro, en quien se reconocen ciertas «presunciones de filósofo», cierto miedo ante «la amenaza de caer en las garras de la Inquisición como apóstata» y mucho agradecimiento a cierto amigo que «en las soledades de Sierra Morena me libertó [...] de tres bandoleros»; y en esa lejana capital muere dicho sevillano de heridas recibidas en el terremoto que su sosia real vivió (Olavide, 1987, 198, 199, 200). En La paisana virtuosa (I, pp. 97-172), un anciano caballero ilustrado, Alberto de nombre, acusado de graves transgresiones   —177→   en otra época, lleva vida sencilla, meditativa, en su retiro campestre, como lo hizo Olavide en Baeza durante sus últimos años. La ocupación predilecta de Ricardo, patriarca rural en La familia feliz, es la misma que entretiene al filósofo en el campo en El Evangelio en triunfo y a Olavide en Baeza: «Ricardo, con la observación de la naturaleza en el incesante estudio de los campos, se había hecho su discípulo atento [...], y por eso se había hecho el más profundo, el más reverente adorador de la Providencia» (XI, pág. 39).

El proceso de naturalización al que Olavide sometía una típica ficción extranjera debía de iniciarse con la naturalización de algún suceso o personaje individual a través de la semejanza de éstos a las circunstancias o el yo del «autor». Quiero decir que el español del Nuevo Mundo se reconocía en ciertos personajes extranjeros, y esto le servía de estímulo para españolizar todo el contexto en que se situaba tal imagen germinal. Sin ir más lejos que las palabras citadas en nuestro título, resalta la voluntad de contextualización literaria española de Olavide, pues no sólo se trata de una referencia general a diversos autores de relatos cortos, entre ellos Cervantes y sus Novelas ejemplares, sino que se alude a la par al Quijote: «Ahora era menester que se levantasen entre nosotros muchos Cervantes; pues así como el ilustre autor de Don Quijote, con su excelente libro disgustó al público de la muy frecuente y perniciosa lectura de los libros de caballerías, así era menester que nuestros más ilustres escritores se destinasen a formar lecturas útiles y que sean al mismo tiempo divertidas» (I, pág. 4).

No es ésta la única vez que Olavide recurre a reminiscencias del Quijote para lograr la ubicación de sus novelas originales o connaturalizadas en la tradición literaria española. El lector reconocerá en seguida el calco de las primeras líneas de Don Quijote que se encuentra en el umbral del relato olavidiano La satisfacción generosa: «No ha mucho tiempo que vivía en Madrid un caballero mayorazgo llamado don Dionisio de Contreras. Era hombre de antigua extracción y de grande carácter. Gozaba de la reputación de muy honrado, y tenía las costumbres nobles». (VI, pág. 141). En La familia feliz, Donata pierde la paciencia con su noble marido cuyas ideas sobre las bodas son excesivamente idealistas y totalmente imprácticas; y la sensata matrona expresa su frustración, dirigiéndose ya a su hijo, ya a su consorte: «Hijo mío, no te acobardes con estas quijotadas de tu padre»; «Ya tenemos aquí a nuestro don Quijote con su moral extremado y ridículo»; «... amigo, en esto de bodas no entiendes nada; antes con tu filosofía quijotesca lo echarás a perder todo» (XI, pp. 193, 197, 198). En El secretario filósofo incluso se da un recuerdo estructural de la segunda parte del Quijote; pienso en el hecho de que aparecen en ésta lectores de la primera parte de la novela de Cervantes. Pues bien, en el aludido relato olavidiano, Marta, la marquesa de Moncal, y su primo Melchor suelen reunirse para conversar y hacer lecturas en común. ¿Y qué leen en una ocasión? «Marta le pidió que continuase la lectura del día anterior, y... Melchor tomó una de las Lecturas útiles y entretenidas y la siguió, pues parecía haber quedado pendiente» (VII, pág. 57). La obra es a un mismo tiempo un libro real y un libro ficcionalizado incorporado a su propio universo poético.

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Queda patente que las novelas de «muchos Cervantes» que nos ocupan se van integrando en la tradición literaria española, y así podemos continuar estudiándolas como si fuesen de hecho españolas, cotejando sus técnicas con las de otras obras de su momento histórico y preguntando qué es lo que ellas pueden haber llevado a la formación de nuevas tradiciones literarias españolas. Al examinar esta última cuestión a la luz de ejemplos sacados de las páginas de Olavide, iremos viendo a la par nuevos ejemplos de la ya explicada connaturalización o contextualización ambiental de sus ficciones. He hablado en numerosas ocasiones del influjo de la filosofía inductiva de Francis Bacon y el sensismo de John Locke sobre la novela, la poesía lírica y el teatro del setecientos español. Merced a estas corrientes filosóficas, que están presentes en la península desde los mismos albores de la centuria, nace, por ejemplo, la novela realista en obras como la Vida, de Torres Villarroel, Fray Gerundio de Campazas, del padre Isla, y las Cartas marruecas, de Cadalso.

La actividad característica de los filósofos inductivos y sensistas que, abrazada por los novelistas, lleva al realismo, es la observación. Y observación precisamente es una de dos voces -conversación es la otra- que se repiten con tanta frecuencia en todas las narraciones de Olavide, que haría falta considerar las como claves de su arte. Solamente en los pasajes olavidianos que he copiado en los apuntes que me sirvieron para preparar este ensayo se dan 147 casos de observar y sus derivados; 97 casos de conversar y sus derivados. Estos conceptos representan funciones relacionadas tanto en la literatura como en la filosofía, y a través de ellos se nos descubrirán las principales vías de la influencia que Olavide pudo ejercer sobre la narrativa realista posterior.

No hay probablemente ningún narrador español del siglo XVIII cuyos textos brinden ejemplos más claros de la deuda de su autor con el sensismo que los de Olavide. En parte esto se debe al hecho de que ningún español habrá poseído mejor colección de las novedades editoriales de su siglo que este colono peruano. En una sola ocasión -un solo envío-, Olavide recibió en Sevilla veintinueve cajas de libros que contenían dos mil cuatrocientas obras en francés (aunque muchas debían de ser traducciones de autores de otras nacionalidades), y no fue ésta de ninguna manera la única remesa (Defourneaux, 1959, pp. 476-491). Basándose en los números de libros franceses adquiridos en diferentes ocasiones, así como en la índole de los contenidos en un inventario parcial de cuatrocientos cincuenta títulos pertenecientes a Olavide (obras periódicas, teología, ciencias ocultas, filosofía, política, historia, crítica literaria, teatro, poesía, novela), el autor del estudio citado supone, con sobrada razón, que no existía en ese tiempo libro de tesis discutible o peligrosa que no fuera conocido del sofisticado intendente de Andalucía. Lo significativo para nosotros es que en el inventario parcial figuran las obras de Locke, así como un compendio de su famoso Ensayo sobre el entendimiento humano (1690). Olavide debía de poseer asimismo ese otro texto imprescindible del sensismo, el Tratado de las sensaciones (1754), de Condillac, pero fue evidentemente uno de los miles de libros suyos que no llegaron a inventariarse.

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Aun cuando las ideas sensistas presentes en las páginas de Olavide hayan provenido de las obras mencionadas en el párrafo anterior, me parece útil ilustrar las huellas de tal doctrina en sus obras utilizando antecedentes españoles, pues así le conectaremos al mismo tiempo con cierta tradición literaria española que importa tener en cuenta. A lo largo de El hombre práctico, escrito en 1680, el tercer conde de Fernán Núñez utiliza repetidamente los términos observar, descubrir y conocimiento de la naturaleza, pues afirma que «nuestra parte intelectual no posee sino aquello que ha recibido por los sentidos corporales» (Gutiérrez de los Ríos, 1686, pág. 54). En El gran magisterio de la experiencia (1733), de Feijoo, se insiste en lo indispensable de «las observaciones experimentales» para las ciencias; el personaje alegórico Solidina, que aparece a su comienzo, «en todas partes hallaba objetos sensibles que, examinados por el ministerio de los sentidos, eran los libros por donde daba sus lecciones»; y el autor opina que «no debemos desdeñarnos de examinar con los sentidos aun las obras menos nobles de la naturaleza» (Feijoo, 1961, pp. 235a, 242a, 242b); perspectiva esta última que llevó a la par al costumbrismo literario que yo he encontrado en la ensayística feijoniana (Sebold, 1992, pp. 191-195). Torres Villarroel descubrió una poética realista casi idéntica en el Novum organum scientiarum de Bacon y nos dio la primera novela realista moderna española en su Vida, así como cuadros de costumbres de un notable realismo en las Introducciones a sus Pronósticos (Sebold, 1975, pp. 25-37, 151-198). En Fray Gerundio de Campazas, las extensas, detalladas y escuetas descripciones estenográficas, basadas en la observación de la realidad inmediata y las «apuntaciones» de su autor sobre ésta, obedecen directamente a la espistemología sensista lockiana (Isla 1992, I, pp. 67-83). Cadalso conocía el texto original inglés y la versión francesa del Ensayo sobre el entendimiento humano, de Locke (Cadalso, 1944, pág. 377); desde la I de las Cartas marruecas, se encuentra el verbo clave: «Observaré las costumbres de este pueblo» (Cadalso, 1966, pág. 9); y Baquero Goyanes ha llamado la atención sobre lo moderno de las descripciones realistas de la vida cotidiana contenidas en esta obra cadalsiana (en Gies y Sebold, 1992, pp. 165-169).

Podríase mencionar la frecuencia del verbo observar en los pasajes costumbristas de El Pensador, de Clavijo, sobre los que tengo un artículo publicado en ABC; el mismo verbo y las mismas consecuencias para la representación del mundo se hallan en la novelística de Montengón; y la observación del entorno humano como indispensable procedimiento preparatorio del narrador está aludida en todas las grandes novelas románticas, a partir de Los bandos de Castilla o el caballero del Cisne de López Soler. Es, evidentemente, un proceso histórico que va a parar en la novela realista de la época de Galdós, pasando por ciertas novelas realistas poco conocidas del decenio de 1840, en las que lo esencial es el traslado de lo real fielmente apuntado al simulacro literario (Sebold, 1994, pág. 42). Ya aludí a la frecuencia del verbo observar y sus derivados en los textos novelísticos de Olavide. En este aspecto, el limeño es una figura de enlace de primera importancia, porque ha vivido todo el período de la primera aparición del realismo sensista   —180→   durante la Ilustración; y sus novelas se publican ya en el nuevo siglo que verá aparecer el realismo épico en la novela histórica romántica y el realismo por antonomasia hacia 1870. Es, por tanto, del mayor interés examinar el enfoque realista de las ficciones de nuestro prófugo picaresco a la luz de sus lazos teóricos con el sensismo.

Se funden sensismo lockiano y óptica newtoniana en el capítulo «Filosofía», del Plan de estudios para la Universidad de Sevilla, de Olavide: «Aquí tendrá lugar el enseñar cómo se hace la percepción de los objetos por nuestros sentidos externos y particularmente la visión directa, la refleja y la refracta, que pertenecen a la óptica, catóptrica y dióptrica, explicando asimismo las funciones de los demás sentidos» (Olavide, 1969, pág. 125). Reaparece la epistemología sensista, en El Evangelio en triunfo, en el noble plan del filósofo para la educación de los niños del lugar al que se ha retirado. Cuando el niño sale a la naturaleza, ha de ser «la experiencia su inseparable compañera», y así aprenderá «lo que le descubre» esa madre. «En fin -concluye el filósofo-; nada de lo que puedan ver nuestros ojos y tocar nuestras manos se escapará de nuestro conocimiento» (Olavide, 1803-1808, IV, pp. 119-121). En sus Poemas cristianos, Olavide busca en el firmamento, en nuestro mundo y en la flora y fauna de éste, datos de la experiencia que confirmen el papel de la Providencia. Los ejemplos siguientes muestran a la vez cuán fácilmente se pasa de la postura sensista a la descripción de lo inmediato: «Esta verdad tan clara y tan sensible / es también a los ojos perceptible / y mejor la comprenden los sentidos, / cuando viendo del mundo la hermosura / y sus muchos objetos divididos, / admiran su magnífica estructura»; «... observo por fin que el movimiento, / que tan exacto sigue el firmamento, / es el mismo que siempre se ha observado»; «¿Quién no observa espantado / su hermosa variedad inagotable / de yerbas, plantas, árboles y brutos?»; «Mira cómo brillantes sus colores / los visten con sus trajes taraceados, / y cómo los sentidos embriagados / gozan la suavidad de sus olores» (Olavide, 1799, pp. 57, 59-61).

Es hora de volver a las novelas y considerar un par de descripciones detallistas realizadas con el procedimiento de la observación minuciosa. Tengamos en cuenta que si bien Olavide no fue el autor original de alguna de estas descripciones, él no obstante, con su particular mentalidad ilustrada, escogió estas narraciones y españolizó la visión de las cosas presentes en ellas. Al ricacho sifilítico don Lorenzo, con quien una madrasta inhumana quiere casar a la virtuosa Ventura en La huérfana, se le retrata así: «... Él mismo llevaba en sí el sobreescrito de sus disoluciones, pues habiéndose visto muchas veces atacado del mal inmundo y cubierto de pústulas y llagas, el mercurio no le había impedido grandes cicatrices, que le desfiguraban el rostro y le daban el aspecto de un monstruo. No sólo había perdido un ojo, sino que la nariz se le había enteramente carcomido, con otras tales deformidades, que su figura no parecía humana, y a este horror de su aspecto se debe añadir que por su antigua inveterada corrupción salía de su cuerpo un olor tan pestilencial, que no era posible acercársele sin asco». (III, pp. 78-79). (A lo largo de estas novelas monstruo, junto con tirano, mártir, víctima y verdugo, forman una retórica   —181→   romántica a la que Olavide recurre para representar la intervención de la autoridad inhumana en cuestiones del corazón).

La descripción de Ramón en El estudiante se caracteriza por el mismo detallismo que la del sifilítico, pues tampoco esta vez cejó el exhaustivo afán estenográfico, pero era muy diferente la página del libro de la realidad que el observador copiaba. Como pasa con tantas obras setecentistas insuficientemente estudiadas, no sorprendería hallar ninguna de estas dos descripciones en una novela realista del ochocientos: hecho en el que vengo insistiendo desde hace muchos años y en el que no se puede insistir demasiado para la comprensión completa de la evolución del realismo moderno. Mas volvamos a Ramón: «Su corazón parecía valeroso, atrevido y dispuesto a todo; era de una extrema agilidad, descubría muchas centellas de ingenio, entendía fácilmente todo lo que se le enseñaba, y desde luego no sólo lo repetía con gracia, sino que se veía la fortuna natural de su imaginación por los colores con que lo adornaba y por las invenciones que añadía. Su presencia, su aire y todo su exterior anunciaban la serenidad, la confianza y el contento de su alma; la salud brillaba en su rostro y en todas las aptitudes de su cuerpo. Sus pasos firmes y seguros le daban una apariencia de vigor; su tez, aunque todavía delicada y fina, no era afeminada, y ya el aire y el sol le habían grabado la impresión decorosa de su sexo; sus músculos estaban todavía redondos, pero ya empezaban a tomar el carácter de la fisonomía varonil; y aunque en sus ojos no brillaban todavía el fuego y la expresión del sentimiento, se veía a lo menos la apacible luz de la serenidad de su corazón [...]. Su modo era desenvuelto y libre, sin ser insolente ni vano, y nadie necesitaba decirle que levantara la cabeza, porque ni el miedo ni la vergüenza nunca se la hacían bajar» (VII, pp. 113-115).

Amontonar tantos pormenores observados nos permite sentir la presencia física del personaje, mas por los ejemplos citados queda claro que el autor busca a la vez en esos datos la motivación de la conducta de la figura. Veamos la confirmación de ello. En El secretario filósofo: «Obsérvale, como yo he hecho -advierte el astuto y austero Alberto-, y verás que no sólo es un mozo disoluto, sino que afecta y tiene la pretensión de ser uno de estos brillantes filósofos a la moderna» (VII, pp. 14-15). A la par que el autor observa a modelos reales para crear a sus personajes, éstos se observan los unos a los otros como punto de partida para sus propios procederes: «Los que le conocían observaban las personas que veía»; «El conde observó que cuando decía esto a su hijo, éste lo empezó a oír sobresaltado»; «Habiendo observado que el día antecedente no habían querido anunciarle su venida...»; «Habiendo yo observado que él y su criado venían muy cargados...»; «Empezó a poner más cuidado en observar todos los pasos de su mujer»; «Todo lo que había observado en él, le parecía propio para su objeto», etc. (III, pp. 6, 168; IV, pág. 129; VI, pág. 107; VII, pp. 56, 144). Doña María, personaje de Teresa o el terremoto de Lima, «había nacido con un talento observador»; es más: «ella había estudiado a don Ramiro», su futuro yerno (Olavide, 1987, pp. 196, 197). Pero largos decenios antes, en 1690, el antepasado de todos los realistas, John Locke, ya había tomado nota de esta ilación entre el carácter individual y las percepciones   —182→   sensoriales de la realidad que los individuos alcancen a tener: «Cuando vemos, oímos, olemos, gustamos, palpamos, pensamos o queremos algo, sabemos que lo hacemos. Así pasa siempre con nuestras sensaciones y percepciones actuales; y por ellas cada uno es para sí lo que él llama yo» (Locke, 1959, II, pág. 449). Por el camino de la inducción lo uno lleva a lo otro.

En El inconstante corregido, se recoge el siguiente apunte sobre del marqués del Nardo, hombre de muy buen corazón: «Toda su fisonomía anuncia la sensibilidad» (X, pág. 211), en lo cual acaso quepa ver un reflejo de las ideas de Lavater, quien veinte años antes había publicado sus Physiognomische Fragmente, obra a la que, a partir del Espronceda de Sancho Saldaña o el castellano de Cuéllar, acudirían muchos novelistas decimonónicos españoles en busca de señales externas descriptibles de los caracteres de sus personajes. La versión francesa de los Fragmentos fisiognómicos de Lavater, empezó a publicarse en París en 1781, y si de hecho llegó alguna noticia de ella a la atención de Olavide, quien estuvo refugiado en Francia entre 1781 y 1798, he aquí otro motivo más de que él diera tanta importancia a la minuciosa observación de todas las facetas de la realidad humana en sus ficciones.

Los apuntes realistas para la puesta en escena, al inicio de El amor desinteresado, sí son fruto de la observación directa del propio Olavide, pues se trata de uno de esos toques de adaptador y casi parece que nos hallamos ante una novela madrileña de Galdós: «Una noche de invierno que doña Clara del Postigo volvía a recogerse a su casa, después de haber hecho oración en Atocha, oyó cerca de la puerta de las Delicias los gritos de una criatura, y pasando por delante de ella vio en efecto una niña, que parecía de poco tiempo y que lloraba sin consuelo» (III, pág. 183). Es, en efecto, habitual en Olavide dar principio a sus relatos con una puesta en escena realista que refleja «nuestras costumbres actuales» (IX, pág. 38). En la monografía más reciente sobre la novela del siglo XVIII, se afirma equivocadamente que las novelas de Olavide «se sitúan en la Edad Media, en la época de los Reyes Católicos, en un mundo a menudo caballeresco, alejándose de la realidad cotidiana» (Álvarez Barrientos, 1991, pág. 325). Mas la única puesta en escena de tiempos tan remotos es la que se encuentra en el umbral de El sol de Sevilla: «En tiempo de los Reyes Católicos vivía en Sevilla don Álvaro de Guzmán, sujeto muy distinguido por su calidad, pero de fortuna moderada», etc. (II, pág. 125). Los restantes relatos olavidianos se sitúan en el reinado de Felipe V o después, momentos que se sienten todavía como contemporáneos, y así El matrimonio feliz comienza: «Al principio del siglo décimo octavo, cuando se disputaba la sucesión de la corona de España...» (VI, pág. 131). La acción de Teresa o el terremoto de Lima empieza «poco antes de la mitad del siglo décimo octavo, en el año 1741» y abraza el desastre de 1746 aludido en el título. La feliz desgracia es tal vez el relato de ubicación temporal más moderna, pues en él se menciona a «Carlos III, de gloriosa memoria» (IX, pág. 191).

Veamos algunas muestras más de la realidad cotidiana observada por Olavide y trasladada a sus novelas. Parece de Clavijo o Cadalso el siguiente   —183→   toque costumbrista sobre una esposa frívola, en El amor desinteresado: «Felipa iba a la comedia, al Prado, no perdía paseo, volvía muy tarde a su casa, en fin, no hacía otra cosa» (III, pág. 194). En La dulce venganza, después de largos años en el extranjero, el viejo Leonardo busca a su sobrina Victoria, y el entorno escénico del reencuentro se capta con aptas pinceladas de quien conocía los salones elegantes del tiempo: «encontró al marqués sentado en un canapé, al lado de Victoria, que estaba jugando con un perrito; ni uno ni otro se levantaron para recibirle, y le dejaron en pie, sin hacerle la menor cortesía» (I, pág. 223). El lector recordará varios retratos de Goya en los que la dama representada está acompañada por semejante perrito; y en La señorita malcriada, de Iriarte, la elegante Pepita no aguanta estar sin su Jazminito. Don Jaime de Céspedes, en La huérfana, «no tratando más que con cómicos, con majos y otras gentes poco decentes, había contraído el gusto y los modales de la majería. Es verdad que era el mejor bailador de la corte; que cantaba seguidillas con mucha gracia y que nadie como él sabía decir chistes salados» (III, pág. 145). En La feliz desgracia, don Alejo Manrique es «un pícaro bailarín», personaje del mismo corte que Céspedes, el cual «no tiene otra profesión ni otro oficio que el de andarse con su guitarrilla de casa en casa a cantar seguidillas y bailar fandangos» (IX, pp. 217, 220). En las Cartas marruecas cadalsianas, preguntado un muchacho de familia noble cómo le habían educado, respondió: «Ya sabía yo leer un romance y tocar unas seguidillas; ¿para qué necesita más un caballero?» (Cadalso, 1966, pág. 28); y a lo largo del siglo XIX, en cuadros de costumbres, dramas románticos, novelas regionales, relatos de Bécquer, etc. se escucharán seguidillas y otros cantares populares, con acompañamiento de guitarra, por todo lo cual no cabía sello más castizo que el que Olavide ha sabido darle a sus relatos. ¿Son o no son literatura española estos relatos? Sigue en pie la duda que don Atanasio Céspedes y Monroy planteó tan artificiosamente.

Los personajes de Olavide, sean los que sean sus primeros orígenes, se consuelan leyendo a autores españoles. En La huérfana, la joven aludida en el título lee las obras de fray Luis de Granada, y estas mismas obras las lee Selin, árabe converso, en La hermosa malagueña (III, pág. 35; IV, pág. 50); ejemplo que ilustra mejor que ningún otro la perfecta integración entre ficción extranjera adaptada, tradición literaria española y experiencia del autor, por cuanto durante la reclusión monástica de Olavide el Santo Oficio le obligó a leer a fray Luis de Granada. El afán realista de Olavide por poco le lleva al libelo; pues en La hermosa malagueña se inviste de un auténtico título nobiliario español -conde de Ripalda- a un personaje ficticio, que «era un hombre de malas costumbres, y de un trato indecente y vergonzoso» (IV, pág. 8). Es intrigante asimismo el exordio de La hermosa malagueña, historia de una mártir: «Las aventuras de la hermosa malagueña han sido tan célebres en su tiempo, que sería hacerles injuria no robárselas al olvido y dejar de refrescarlas, si es posible, en esta colección de historias» (IV, pág. 3). ¿Apunta tal observación a una auténtica fuente popular española -fama local en Málaga de esta encantadora beldad, sacrificada por su fe-, o se trata del más ingenioso de todos los   —184→   engaños del connaturalizador? ¿Sería inconcebible que un Ángel de Saavedra joven, un Mariano José de Larra joven, un José de Espronceda joven, un José Zorrilla joven, un Gustavo Adolfo Bécquer joven leyeran las emocionantes novelas de don Atanasio Céspedes y Monroy y se dejaran influir por ellas sin sospechar nunca que fuesen de autor o autores extranjeros? Zorrilla o Bécquer fácilmente hubieran convertido La hermosa malagueña en otra leyenda semejante a sus demás relatos de ese género.

Otra fuente evidente del realismo moderno y sus técnicas que no creo se haya considerado en relación con la novela de pura creación son los libros de viajes. Debido al canon de obras dieciochescas que suelen leerse, acostumbramos a concebir este último género en términos de persas en París (Montesquieu), chinos en Londres (Goldsmith), o marroquíes en Madrid (Cadalso). Mas esta forma literaria tenía infinitos cultivadores, hoy olvidados, que eran los europeos acaudalados que viajaban por otros países del continente para «adquirir la mayor instrucción, que es la que se aprende en el libro del mundo» (VIII, pág. 7). De tales viajes fue acaso el primero en hablar el tercer conde de Fernán Núñez, quien recomendaba que, una vez completos sus estudios, el joven «pasase a los viajes que pareciesen más convenientes, con persona de mayor edad y de entero conocimiento del mundo, que en cada parte pudiese hacerle observar la constitución del gobierno, la creencia, el genio de la nación [...], el comercio, los frutos de la tierra, los edificios considerables», etc. (Gutiérrez de los Ríos, 1686, pp. 245-246). Un tema de la lección séptima de Los eruditos a la violeta de Cadalso, son los viajes de españoles por Europa, y ya mencioné el grand tour del propio Olavide. Pero ¿cuáles eran los ejercicios educativos, las tareas que imponían a los jóvenes viajeros los ayos que los acompañaban, y cómo podían estas tareas influir sobre la técnica de la novela? Bien mirado, la novela dieciochesca, al aprovechar el viaje del joven aristócrata como tema, no sólo informaba sobre la realidad de su tiempo, sino que a la vez continuaba elaborando esas técnicas suyas que habían nacido del sensismo lockiano. El viaje de Eusebio por Europa en la novela de Montengón así titulada también podría servir para el estudio de este punto de historia literaria.

Mas aquí bastarán un pasaje de Los eruditos a la violeta y algunas líneas del autor que nos ocupa directamente. En la obra de Cadalso se reproduce un fragmento de ciertas Instrucciones dadas por un padre anciano a su hijo que va a emprender sus viajes, que los violetos desde luego echan a chacota. Y de tal documento interesan especialmente las primeras palabras relativas a la visita del hijo a París: «Después que escribas cada noche lo que en cada día hayas notado de sus tribunales, academias y policía, dedica pocos días a ver también lo ameno y divertido, para no ignorar lo que son sus palacios, jardines y teatros» (Cadalso, 1944, pág. 421). En El estudiante, de Olavide, Ramón y Jacinto han salido a correr diversos reinos, como se decía entonces, pues viendo los usos y costumbres de éstos «podrán instruirse y hacer observaciones». Pero, concretamente, ¿qué forma toman estas observaciones? «Cada correo daban al conde [el padre de Jacinto] noticia muy circunstanciada de todo lo que habían visto y de todo lo que les había pasado. La colección de estas   —185→   cartas sería una relación muy bien hecha de su viaje» (VII, pág. 192). Y en la página siguiente, sobre su llegada a Venecia, leemos: «Allí fueron tan bien recibidos como en todas partes, y empezaron desde luego su curso de observaciones y notas». Fijémonos en las palabras que he escrito en cursiva en las líneas precedentes: observaciones, notas, noticia muy circunstanciada, colección, cartas, relación. Se trata de la preparación (observaciones, notas) para escribir unas descripciones detalladas (noticia circunstanciada, relación), o bien unas impresiones íntimas (cartas), en cualquiera de los casos, con mucha extensión (colección).

Ahora bien: todo esto es tan característico de la novela realista como de la literatura de viajes, y no cabe duda que ésta ha influido profundamente sobre aquélla, especialmente en la medida en que ha reforzado el por otra parte ya normal procedimiento baconiano-lockiano de la observación y apuntación. Es iluminador también el caso de Pepito, el hijo mimado del conde de la Floresta, en El inconstante corregido, una de tres novelas olavidianas que ocupan un tomo entero. Al término observación se une otro igualmente típico de la filosofía observacional y experimental del setecientos -lo escribo en cursiva-: «Estaba [el conde] en el concepto de que nada avanza tanto el juicio y la madurez como la observación y la experiencia» (X, pág. 65). ¿Cómo se traduce esto a la práctica durante el tour europeo de Pepito? «Su padre le había encargado hiciera un diario exacto de su viaje siempre que llegase a alguna ciudad populosa e hiciera demora en ella» (ibíd., pp. 88-89). Diario: he aquí otra forma que puede tomar la novela. Consideremos a la vez la recepción de la carta de Pepito sobre París, pues se lee como si fuera literatura: «Su padre leyó esta carta a sus amigos: todos admiraban el lindo estilo y la gracia con que se explicaba Pepito. Hasta sirvió de diversión a la melancólica Casilda, que ya empezaba a estar más serena y no podía oír sin interés descripciones tan agradables» (ibíd., pág. 91). Una de las enormes diferencias entre la ficción española del Siglo de Oro y la de la Ilustración es que el escritor de este último período estaba más habituado a viajar; y el viajero que tenía la costumbre de observar, apuntar y describir todo lo que le pasaba cada día también iba a escribir las novelas de otro modo muy nuevo.

Observación y conversación son actos encadenados desde los tiempos de Sócrates y Platón. Mediante el diálogo los amantes de la sabiduría elaboran conceptos sobre la realidad y sus diversos modos de aphrehenderla. En la novela moderna, cuyas características se consolidan en el siglo XVIII, el objeto de la elaboración es la vida individual de los personajes, mas la conversación sigue siendo la vía de la dialéctica, interacción o convivencia entre las distintas aphrehensiones de los caracteres, los actos y los medios humanos. En las novelas de Torres, Isla, Cadalso, Rejón de Silva, Montengón, Olavide, etc., así como en el artículo de costumbres de Clavijo, por ejemplo, se va dando cada vez más importancia a la representación de la convivencia con los prójimos; y la forma literaria más eficaz para representar esto, cuando es a nivel psicológico, y no ya meramente a nivel argumental, es el diálogo. En la novela convivir será ante todo conversar. En latín, conversar, conversari, conversatus sum sólo   —186→   significa «convivir»; pero en romance conversar será a un mismo tiempo convivir y dar testimonio de ello.

Quienes acotan el realismo como movimiento inaugurado hacia 1870 piensan equivocadamente que es nuevo con la generación de Galdós el uso de la conversación para definir el carácter de los personajes y estimular la acción. Mas en realidad todo esto nació en la centuria de la «literatura conversable», el siglo XVIII, y así consideremos algunos ejemplos en Olavide; pues su narrativa y la de sus contemporáneos fueron las fuentes de donde bebieron los realistas posteriores. Queda clara en las narraciones olavidianas la ilación entre observación y conversación: materiales primordiales del universo novelístico. En La feliz desgraciada una larga serie de desastres se remonta al primer encuentro del guitarrista, bailarín y cantador Alejo con un joven y vicioso duque: «Al fin, cuando [éste] vio que Alejo descansaba un poco, se le acercó para entrar en conversación con él. Ya Alejo había observado que este sujeto debía ser un personaje...» (IX, pp. 131-132). Sensismo (observación) y conversación se unen para la interpretación de la alegría de los familiares de Fernando, al volver éste de un largo viaje a Italia, en La familia feliz: «Todos alborozados y fuera de sí con el júbilo, no pensaban más que en ver, oír y preguntar a Fernando» (XI, pp. 148-149). En El secretario filósofo, engañado por éste, el marqués cree que la marquesa y el primo de ésta son amantes, los mata, y ya desengañado y desesperado, sólo encuentra cierto solaz en su hijo. ¿Cómo precisamente? «La presencia y la conversación de Isidro lograron sosegar algún tiempo sus angustias [...], y esperó que con el tiempo y el gusto que recibía con las conversaciones de su hijo podría recobrar la antigua paz que estaba tan desterrada de su corazón» (VII, pág. 79).

A la vista de lo ya expuesto, no puede sorprender que otra voz frecuente en todas las novelas de Olavide sea tertulia. En El desafío el autor describe con cierta extensión una de esas tertulias o academias que Cadalso satiriza en Los eruditos a la violeta, las cuales se reunían todas las noches y se ocupaban de un tema diferente según la noche de la semana (I, pp. 21-23). Mas con esto volvemos al costumbrismo, y nos interesa ahora otra cosa. En La mendiga honrada, con las voces tertulia y conversación se recapitulan las ya aludidas funciones paralelas de convivencia y comunicación. La marquesa de la Peña, muy absorta, habla con su hijo del inquebrantable amor de éste a una admirable joven de clase social muy inferior. «Estando en esto, un criado avisó a la marquesa que iba a entrar don Gabriel López, alcalde de corte. Éste era uno de los que venían todas las noches a formar la tertulia de la marquesa, y era ya la hora en que empezaban todos a venir. La marquesa se afligió con este contratiempo; pero se consoló con la esperanza de que al otro día renovaría la conversación» (II, pp. 90-91). En El inconstante corregido, el hijo de los condes de la Floresta se horroriza del habla vulgar de una joven del gran mundo, cuya cara le había atraído en otro momento; y -nueva conjunción de observación y conversación- el personaje se explaya en unos apuntes lingüísticos que lo mismo podrían ser del siglo XIX o de nuestro siglo, que del siglo XVIII:

  —187→  

-Uno de los concurrentes la preguntó que ¿cómo estaba? Ella respondió que le dolía la barriga; otra la dijo si la había visto el médico, y ella dijo que no la había visto naide. El primero la volvió a decir que sería bueno que se llamase al médico, y ella encogiéndose de hombros replicó que eso era superfulo. El segundo la pregunta otra vez si toma algún remedio; y la señorita responde, dándose aire con el abanico, que tomaba el de la pacencia. ¡Discúrrase cómo yo me quedaría oyendo este bello estilo! No abría la boca sino para decir una patochada, y yo no podía concebir cómo una mujer de su nacimiento estaba tan mal criada que no sólo usase de esos y otros muchos términos tan chabacanos, como suelen las mozuelas más groseras del pueblo, sino que estropease las palabras más comunes de la lengua pronunciándolas como la gente más soez.


(X, pág. 57)                


Gracias de nuevo al sensismo, otro aspecto de la vida que parecía más real que nunca antes era la vivencia de nuestros sentimientos y la reflexión sobre nuestra vida interior en personas laicas, a quienes ninguna institución religiosa había impuesto ejercicios espirituales meditativos; y si hubiese existido entonces nuestra terminología actual, no se habría dudado en decir que la representación de tal actividad mental en la literatura era absolutamente realista. Locke y Condillac se distinguen de los pensadores anteriores por el hecho de que junto a los dos objetos del mundo exterior y el proceso de pensamiento por los que pregunta su epistemología, se sitúa otro objeto interior o sexto sentido112. Insistir mucho en la representación de estos sentimientos reales nuevamente sondeados por la filosofía puede, no obstante, dotar a una obra literaria de un tono que el lector actual llamaría romántico; y curiosamente, ya en 1709, el conde de Shaftesbury, discípulo de Locke, le daba el nombre de «pasión romántica» a la expresión vehemente de los sentimientos (Shaftesbury, 1964, II, pág. 4). En fin: en la práctica no es posible separar la génesis del romanticismo de la del realismo, y así se explica que en más de un caso el sentimiento que Olavide veía como realista o verosímil parezca hoy romántico -quizá mejor dicho, teatral- y pueda haber influido sobre el romanticismo decimonónico, al mismo tiempo que su método descriptivo detallista influyera sobre el realismo.

La colaboración del sentido interior conduce a la exteriorización de emociones ya inefables, ya arrebatadas, por lo cual en la literatura del setencientos es posible detectar antecedentes, no sólo de los románticos exaltados, sino aun del romanticismo intimista a lo Bécquer y las poses románticas lánguidas que llevan a tal visión. En Maese Pérez el organista, Bécquer describe la música de ese consumado maestro como «cantos que percibe el espíritu y no los puede repetir el labio» (Bécquer, 1969, pág. 154). Pero ya Olavide, en Los dos amigos, busca una solución de su enredo en «sentimientos que el corazón puede sentir, pero que el labio no es capaz de explicar» (II, pág. 302); y en cuanto al doloroso destino de una hija y una madre, al final de La presumida orgullosa, «el corazón puede sentirlo, pero la pluma no alcanza a pintarlo» (VI, pág. 124). En Los peligros de   —188→   Madrid, la artificiosa Cipriana imita las poses lánguidas y sentimentales que captaban entonces a los galanes sensibles: «recostada sobre un verde tapiz de yerba [...], tenía en las manos un libro, corrían sobre él algunas lágrimas, y estaba tan empapada en su lectura, que no se apercibió de los que la admiraban». ¿Por qué derramaba lágrimas sobre esas páginas? «Yo leía los combates de un corazón enamorado, que luchaba contra su inclinación en favor de la virtud» (V, pp. 27-29). En El estudiante, la joven agraciada, virtuosa y necesitada Margarita acaba de escaparse del castillo donde su cruel raptor don Fadrique la tenía encerrada, y en ese momento se sienta un principio de estética que lo será de toda la novela romántica: «¿Quién puede resistir a la hermosura cuando la hace interesante el infortunio y respetable la virtud?» (VII, pág. 253).

No se entendería del todo tales posturas sin tomar en cuenta que Pope, Rosseau y otros estudiosos del espíritu humano habían ido completando las reflexiones de Shaftesbury sobre los afectos, singularmente sobre el amor social y esa compasión que nuestra raza sentía más vivamente en el estado de la naturaleza. No hay que sorprenderse, por tanto, ante la nueva naturalidad con que llora todo el mundo: incluso los varones. En La huérfana, el padre de Alonso le manda a París para que se olvide de la joven aludida en el título; y él, «llorando sin consuelo tan inesperada ausencia, iba poblando el aire con sus tiernos gemidos» (III, pág. 55). En Los gemelos, abrumados por su triste despedida ante un largo viaje de uno de ellos, «los dos hermanos se abrazan derramando dos torrentes de lágrimas como si ésta debiera ser la última despedida» (VIII, pág. 92). Mas he aquí que no solamente dos personajes sensibles unen sus lágrimas, sino que ante las grandes aflicciones y alegrías coinciden grupos enteros en el llanto, llevando los sollozos de los unos el contrapunto de los de los otros. En La familia feliz, Ricardo relata una «larga y patética homilía» sobre su dolorosa añoranza de la vida sencilla de su tierra montañosa, mientras viajaba por las corrompidas urbes de Europa, y cuando concluye de hablar, le espera la afectuosa admiración de la mejor de las familias: «Las lágrimas de su esposa le desatan las suyas, y también le saltan de los ojos dos diluvios. Los niños, que sin entender el motivo ven llorar a sus padres, se echan también a llorar, y empiezan entre todos un concierto, en que sólo formaban la armonía las lágrimas tiernas del placer y los gemidos dulces del amor. ¡Qué escena tan deliciosa para un alma sensible!» (XI, pp. 49-50).

Hay, empero, ocasiones en que Olavide se anticipa a esas dos modalidades del planto tan frecuentes en el romanticismo decimonónico, quiero decir, el derramar una sola lágrima, o bien el no derramar ninguna. En El matrimonio infeliz el malhadado marido Félix ha herido de muerte a su suegro, sin haberle reconocido; su tierna esposa Sabina procura consolar a su moribundo progenitor, y el desesperado asesino involuntario ¿qué puede hacer? «No derrama una lágrima; su dolor era tan intenso, que parecía invisible» (VI, pág. 204). En 1834 Larra recurrirá a la mismísima retórica para ponderar el profundo dolor de Macías en un momento difícil de sus amores adulterinos con Elvira: «... No derramaba una lágrima Macías. En las grandes situaciones de la vida no halla salida el llanto» (Larra, 1978, pág. 328).

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En estas novelas por otra parte realistas, o bien verosímiles, según el concepto de su época, la combinación de la emoción y el ambiente lleva alguna vez a lo que parece ya la reminiscencia, ya el anticipo de los momentos más intensos del romanticismo decimoctavo y decimonónico. Concluyamos mirando un ejemplo de cada tipo de paralelo. En El matrimonio infeliz, que cité hace un momento, Sabina se consuela con la perspectiva de pasar la noche con su adorado marido Félix en la cárcel donde él ha estado preso; el alcaide la introduce en la morada de los condenados, y de repente el lector cree estar otra vez en la cárcel de Tediato, en las Noches lúgubres de Cadalso:

Sabina entra por la primera vez de su vida en esta lúgubre mansión; pero no es la primera que ha respirado la inocencia el aire del delito. Atraviesa las tristes habitaciones, cuyas paredes denegridas y oscuras han oído tantos y tan tristes gemidos de los innumerables infelices que albergaron en su recinto pavoroso. Sus delicados oídos se sienten lastimados con el lúgubre ruido de las cadenas, y con el sordo rumor de los lamentos. Sus pies con pasos tardos marchaban torpes, y a cada movimiento su corazón se helaba de terror. Después baja a los calabozos oscuros, más horribles que los sepulcros de los muertos. Entra en esas habitaciones del dolor, a que la luz no alcanza, donde el hombre se encuentra sepultado en un aire grosero, que nunca se ventila, y donde sólo vive para sentir que sufre. El sol no existe para estos infelices, y el pálido terror arroja de su seno hasta la idea del consuelo.


(VI, pp. 258-259)                


¿Y qué pasa? Pues, algo que es de auténtica novela gótica. En la oscuridad Sabina cree haberse unido castamente con su marido, mas por un suspiro involuntario que se le escapa al hombre que ella estrecha ardorosamente contra su seno, se revela que es el «odioso y abominable conde» (VI, pág. 265), quien con el más lascivo deseo la venía acechando desde hacía tiempo.

Las circunstancias argumentales de El fruto de la ambición son completamente distintas de las de Don Álvaro o la fuerza del sino del duque de Rivas; y sin embargo, treinta y cinco años antes, el cuitado amante Albano se suicida de la misma manera que el desafortunado descendiente de los emperadores incas. Desde la más tierna niñez Rufina y Albano se amaban y estaban destinados por sus padres a ser algún día esposos; mas cuando faltaba poco para tan feliz desenlace, movido por la ambición, el progenitor de aquélla la vendió cediendo su mano a un hombre rico y poderoso. Escuchemos la lastimosa voz del desolado Albano: «Muramos, acabemos nuestras penas, huyamos de los tiranos, y de los hombres pérfidos que no saben más que engañar» (V, pp. 296-297). El narrador ficticio, que es el que habría sido el suegro de Albano, recuerda el fatal momento así: «¡Oh día funesto! ¡Oh día de desgracia! ¡Día de maldición, que hace todo el suplicio de mi vida! ¡Cómo tendré valor para contaros que aquel joven desdichado corre y se precipita de lo alto de la roca!» (lugar citado). El cuerpo de Albano queda horriblemente roto; pero, a diferencia de don Álvaro, tarda algunas horas en morir; intervalo que el autor aprovecha para ensalzar el efectismo de la escena de una forma que aprobaría cualquier romántico del siglo XIX. Luchando con el dolor que siente en sus destrozados miembros, Albano reflexiona: «-Rufina llorará sobre mi tumba, y mis padres, mis pobres padres llorarán también. Adiós, cabaña. Adiós, mis   —190→   buenos padres y mis tiernos amigos. Adiós, Rufina, la más querida de todas las mujeres, y la más digna de serlo. Adiós, yo voy a morir. ¡A morir!, cielo, ¡qué palabra! Pedid a Dios por mí-, y se quedó extático». Luego «ve levantarse la luna, ese astro tan triste para los infelices que no esperan otra luz más brillante». (VI, pp. 304-305).

Sean de muchos o de un solo Cervantes tan amenas lecturas, lo cierto es que ellas poseen una asombrosa unidad de temática, de técnica y de estilo; y si todas ellas son de diversos autores, no cabe mayor testimonio del talento de Olavide como connaturalizador que esa unidad. Al mismo tiempo, habría que insistir en otro aspecto nada despreciable de las Lecturas útiles y entretenidas, y es que representan la más extensa colección de novelas de costumbres españolas de su tiempo; y para quien quiera conocer la sociedad, según la visualizaba -o idealizaba- el lector medio de ese momento, nada mejor que perderse en estas páginas. Salvando todas las diferencias, el conjunto de estas veintidós novelas -veintiuna en las Lecturas, más Teresa, publicada aparte- es un mundo, como lo sería en su día la Comédie humaine, de Balzac, o las Novelas contemporáneas, de Galdós. Llevo tres meses viviendo en el mundo de don Atanasio, por decirlo así, y de su integridad y valor como visión panorámica de la vida humana no me cabe la menor duda.


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