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El caso más significativo aparece en Claudia y Don Lorenzo, donde se plantea el matrimonio desigual entre la hija de un campesino y el hijo de un marqués, con el correspondiente abuso de autoridad paterna que no repara en medios, aunque sean ilegítimos, para impedir el enlace. Pero me parece importante señalar que la lectura correcta del planteamiento que Valladares hace generalmente de este tema no es la que a primera vista parece. En realidad, Valladares no es un defensor del matrimonio desigual. Como demuestra la resolución de este conflicto en muchas de sus obras de teatro (la más señalada es El vinatero de Madrid) y en este mismo relato (el rey tiene que conceder a Claudia el título de Condesa del Real Encuentro), nobles y plebeyos sólo pueden casarse cuando éstos últimos han sido ennoblecidos o demuestran, mediante una providencial anagnórisis, que su origen es aristocrático. Este punto, como otros que veremos más adelante, confirman que Valladares no es un escritor tan moderno como a primera vista puede parecer y como muchos críticos señalan.

 

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Señalo únicamente alguno de los lugares en los que se encuentran las críticas mencionadas. Citas de idéntico tono y actitud aparecen en muchos otros pasajes de la novela.

 

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Especialmente representativo de este aspecto social de la moral de Valladares me parece el Sueño de Leandra (II, pp. 323-371). Aquí no critica lo que considera negativo en la sociedad española, sino que propone un modelo ideal para la misma, porque en realidad este sueño disfraza una utopía. Es la sociedad soñada en la que la felicidad radica en dos cosas: no se conoce el lujo y no hay ociosos ni vagabundos.

 

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Por eso, resulta incomprensible que Ferreras escriba que en La Leandra «La moralidad o las reflexiones morales no abundan» (1973, pág. 178), para contradecirse más tarde al precisar: «pero un Valladares y Sotomayor debe añadir la moral, las reflexiones morales en este caso, porque inconscientemente su pluma se ha ido alejando de la moral» (pág. 313)

 

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En el Prólogo, Valladares había escrito: «Y aunque la catástrofe sea feliz, si los antecedentes fueron viciosos y desordenados, se han de pintar de modo que, sin embargo de sus buenas consecuencias, se hagan horribles y detestables, para evitar que se repitan con la necia confianza de éstas» (I, pág. 10).

 

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Este fanatismo religioso de Valladares, que se repite en otras obras suyas, contrasta fuertemente con la actitud abierta y tolerante de otros novelistas -un ejemplo claro es Oderay (1804) de Zavala y Zamora- con la cultura y la religión indígena, que consideran más cercana a la naturaleza, retomando así el tópico rousseauniano del buen salvaje frente a la sociedad corruptora.

 

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«El fin de esta novela es representar la belleza y superioridad de la virtud en un alma sencilla e inocente, con las recompensas que el cielo se complace en derramar sobre los buenos aun en este mundo. [...] He aquí el objeto de nuestra traducción: presentar al público un modelo de modestia y virtud a toda prueba», escribe en el Prólogo el traductor español de Pamela Andrews (1799, tomo I, pp. I-II).

 

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Se establecen así varios niveles de lectura: unos personajes oyen (o leen) la historia de otros extrayendo la lección moral pertinente; el lector de la novela lee todas las historias y procede al aprovechamiento moral global (Zavala, 1987, pp. 19-22).

 

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Es todo lo que queda de la moral social: la pintura de las consecuencias nefastas del abuso de autoridad paterna en cuestiones matrimoniales.

 

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Como ella, todos los personajes buenos de la novela han recibido ya ese escudo contra los peligros del mundo en una educación basada en la virtud y las normas de la religión cristiana: Brígida (VI, pág. 69), Ángel (VI, pág. 144), Ramona (VII, pág. 47).