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ArribaAbajo Acercamiento a una novela por entregas dieciochesca: Zumbas, de José de Santos Capuano

Antonio Fernández Insuela



Universidad de Oviedo

Cuanto más se estudia el siglo XVIII más resalta a los ojos de la crítica su complejidad y diversidad. A la tradicional visión de dicha centuria como una época fundamentalmente neoclásica han venido a sustituirla otras interpretaciones que alteran no sólo la importancia sino también el orden de aparición de los distintos movimientos culturales y literarios e incluso y por tanto su relación con los de la primera mitad del siglo XIX. Por otra parte, la atención reciente que cierta crítica dispensa a formas literarias habitualmente tenidas por menores (la literatura tradicional, por ejemplo) o de escasa calidad estética pero alta significación sociológica (la literatura de cordel) ha abierto nuevos campos de trabajo en este siglo, poniendo de relieve la necesidad de no formular afirmaciones tajantes basadas en la presunta existencia de géneros o subgéneros perfectamente codificados y, por eso, claramente separados entre sí.

Sin duda es la novela -aunque prefiero hablar de narrativa- uno de los campos de investigación que en los últimos años ha merecido una mayor atención de la crítica. Las indagaciones recientes han puesto de relieve la riqueza, al menos cuantitativamente hablando, de la narrativa en el siglo XVIII, en contra de lo que la crítica tradicional había sostenido. Pero también en este marco de investigación se puede descubrir que nos hallamos ante un tipo de literatura sumamente complejo que bien sigue mirando hacia un pasado de raíz barroca (imitaciones, continuaciones, parodias del Quijote, por ejemplo), a veces bajo formas notoriamente degradadas, bien, en opinión de ciertos críticos, anuncia formas «románticas» o incluso las encarna.

Una obra narrativa en la que podemos encontrar esa presencia de elementos muy dispares, cuando no claramente antagónicos, es la serie de las Zumbas, de la que es autor José de Santos Capuano, en colaboración con su hermano Santiago. A algunos de tales rasgos vamos a referirnos en este artículo.

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En su libro La presse espagnole de 1737 à 1791 el profesor Paul-J. Guinard estudia brevemente los 21 números de la primera serie de las Zumbas publicadas por Joseph de Santos Capuano a partir de 178861. Dicha obra es continuada por otros tres volúmenes, cuyos respectivos títulos comienzan así: Zumbas, o por mejor decir rezumbas, con que el famoso Juan de Espera en Dios..., Zumbas, rezumbas, o por mejor decir, tatara-zumbas, con que el famoso Juan de Espera en Dios... y Zumbas, rezumbas, tatara-zumbas, o por mejor decir, archi-zumbas, con que el famoso Juan de Espera en Dios... Tales volúmenes aparecieron en Madrid, en la oficina de Blas Román, siendo la fecha del último la de 1794. Entre 1799 y 1807 fueron reeditados los cuatro libros, en Madrid y en la Imprenta de Villalpando (Aguilar 1993, pp. 558-559). José de Santos Capuano era, en opinión de Francisco Aguilar Piñal, el ciego más famoso de Madrid y figura como autor de distintas obras que, a juzgar por sus títulos, van de lo religioso a lo burlesco, pasando por lo costumbrista e, incluso, los compendios e índices de obras de autores como el P. Feijoo y el P. Isla62.

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En realidad, Zumbas -el primer tomo de la serie, que es el que voy a comentar- más que una obra que pueda ser incluida dentro de la prensa, es una novela por entregas, de contenido variado63 y con unos personajes cuya trayectoria vital conocemos en varios de sus episodios más significativos. Obra lenta al comienzo (cuando narra la vida de los antepasados más inmediatos de Juan de Espera en Dios), gana en agilidad narrativa y en humor, a veces muy cercano a lo grosero, según el protagonista de la serie va creciendo en edad, travesuras y necedades. Uno de los elementos que utiliza para conseguir el humor son los juegos verbales -deformaciones lingüísticas, invención de palabras, etc.- pero tampoco están ausentes ciertos pasajes en los que la comicidad deriva de la situación o de los hechos que se narran, todo ello dentro de unos límites estéticos de muy cortos vuelos. Aunque la pretensión del autor es la de conseguir una obra cómica, en ocasiones hace una cierta crítica social, como ocurre, por ejemplo, cuando reproduce unos poemas64 que tratan de vicios sociales contemporáneos, como el afeminamiento de los hombres o la excesiva afición de las mujeres a ciertas modas. Si bien Juan Ignacio Ferreras y Joaquín Álvarez Barrientos no incluyen en sus historias de la novela del siglo XVIII ninguno de los cuatro tomos de la serie de las Zumbas, me parece preferible la opinión de Lucienne Domergue, para quien dichas obras son novelas. He aquí sus palabras:

Los escritores que deseaban dar a luz alguna novela casi tenían que pedir perdón, o por lo menos pretender que el gusto sacado de su lectura sólo servía para dar, más eficazmente, una lección moral al pueblo lector. Dentro de esta perspectiva ilustrada, la novela española no podía contar sino con una carrera modesta. Encontramos unas cuantas imitaciones pálidas de Quevedo o de Torres Villarrroel. José de Santos Capuano presenta Zumbas de Juan de Espera en Dios que destina a la honrada diversión de los curiosos. El prior del convento de San Martín está de acuerdo con el primer tomo. El 28 de Noviembre de 1788, Tomás de Iriarte juzga duramente el tomo siguiente. Sin embargo, como se trata de un infeliz ciego, Floridablanca le deja publicar por caridad; Santos Capuano sigue, pues, hasta el tomo IV, a pesar de que el censor de la Vicaría está indignado al leer tales vestigios de la era barroca, impropios de la «jocoseria naturaleza de los españoles».


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Refiriéndose al siglo XIX, Luis Monguió afirmaba en 1951 que «la típica novela por entregas española solía publicarse no sólo en el folletón o folletín de algún periódico, sino que se publicaba también -o se publicaba exclusivamente- en folletines o entregas separadas, vendidas al público independientemente por alguno de los varios editores que se especializaron en esta clase de obras. Forma enlazada quizás con la vieja tradición de publicación y venta de romances y pliegos de cordel». Por su parte, Leonardo Romero Tobar, que también se refiere al siglo XIX, además de aceptar las anteriores palabras de Luis Monguió, precisa que la novela publicada por entregas en cuadernillos es un negocio más arriesgado que el de las novelas por entregas como folletín de un periódico, puesto que «ella sola se convierte en objeto único de la operación mercantil; exclusivamente depende de la novela el éxito o el fracaso del negocio editorial, al que sólo contribuye de forma secundaria el aliciente plástico representado por los grabados y las cubiertas de la colección». Me parece que Zumbas reúne a la vez la condición de literatura de cordel y de temprana, por dieciochesca, novela por entregas, dado su inicial modo de aparición.

Según el profesor Guinard, los 21 episodios de la primera serie, «-la seule qui son véritablement périodique- relèvent du roman burlesque, voire parodique, le plus classique; les références à Don Quichotte ne manquent pas, puisque le héros est né à Tirteafuera, patrie, rappelle-t-il, du fameux docteur Pedro Recio» (Guinard, 1973, pág. 342). Además de los ya señalados Cervantes, Quevedo y Torres Villarroel, obviamente tratados de una manera que roza con frecuencia lo descaradamente burlesco o lo grotesco, hay que citar, entre los modelos de José de Santos Capuano, al P. Isla, lo cual nos remite, a su vez, a los autores de la picaresca. A todos ellos hay que sumar la presencia de ciertos modelos o, quizá mejor, componentes que proceden de la literatura tradicional, a los que aludiremos más tarde. Por otra parte, los hechos narrados por Lucienne Domergue nos sirven para comprobar, una vez más, cómo los gustos de los ilustrados discurrían por distintos caminos que los de una buena parte de la población lectora (u oyente) del siglo XVIII. El mero hecho de que en un muy corto espacio de tiempo hubiera dos ediciones de los cuatro tomos de la serie de las Zumbas demuestra esa discordancia entre «cultos» y «populares». Pero esto mismo a que acabamos de aludir nos sirve, aunque pueda parecer paradójico, para que veamos que no siempre es fácil separar en el siglo XVIII en bloques opuestos e independientes lo «culto» y lo «popular». En una misma obra, incluso si es descaradamente vulgar, podemos encontrar elementos que tienen un origen culto y que, sin embargo, pertenecen al sustrato de conocimientos de unos hipotéticos o reales lectores u oyentes de las clases populares. Parodiar o pretender imitar los personajes o el estilo del Padre Isla o de Cervantes (un Cervantes entonces no considerado en los términos críticos actuales) dejan bien a las claras que el autor de las Zumbas sabe que en las clases populares, por los motivos que sea (fundamentalmente, los de tipo cómico y burlesco), existe el gusto por autores que hoy nosotros consideramos que pertenecen al mundo «culto». Pero, además, en Zumbas hay algún ejemplo de cómo, de manera quizá inesperada desde una perspectiva purista, cuestiones relativas al   —121→   mundo de lo culto se incorporan a una obra que parece estar claramente orientada hacia un tipo de lectores populares, con todo lo resbaladizo que resulta este término: no olvidemos que ya desde la portada de ese tomo sabemos que José de Santos Capuano escribe Zumbas «para honesto recreo de los sencillos y claros labradores y de los muy honrados y prudentes comerciantes, fabricantes, artesanos, menestrales, etc.». Me refiero a los excursos que el autor, interrumpiendo la narración de las aventuras más o menos jocosas que viven los personajes, efectúa para hablar de las polémicas en que se vieron envueltos el Padre Feijoo o los redactores del Diario de los Literatos. El «Presagio o Zumba VI», que, al modo de algún ejemplo que ocasionalmente encontramos en el Fray Gerundio, «no es necesario leer para saber la conclusión del festejo de la boda de Millán», está íntegramente dedicado a las polémicas, críticas, etc. en que se vieron implicados los autores antes aludidos. Bien por el prurito de querer demostrar una notable cultura, bien porque encontraba en aquellos escritores una situación paralela a la que él vivía con sus detractores, bien porque deseaba hacer propaganda más o menos implícita de sus obras sobre Feijoo o sobre el Padre Isla65, bien por otra causa que se nos escapa, José de Santos Capuano no duda en interrumpir la narración para hablar de aquellas polémicas, demostrando, seguramente sin pretenderlo, que la novela es un saco en el que cabe todo y poniendo al alcance de unos lectores poco doctos una información sintética sobre algunos de las personalidades y hechos culturales más relevantes, representativos y, en el caso de Feijoo, más populares del siglo XVIII. He aquí el pasaje más significativo del capítulo de Zumbas anteriormente citado:

Porque, dejando aparte la infinidad de guerras literarias que se presentan a la memoria habidas en los siglos pasados, originadas de principios muy diferentes, de los cuales sólo me quiero acordar de la envidia, la ignorancia, la equivocación, el prurito de contradecir y tal cual vez el celo de la religión y de la verdad, y contrayéndonos a este último medio siglo, ¿qué atrocidades no se cometieron contra los vastos, discretísimos y utilísimos proyectos de los tres sabios autores del Diario de los literatos, en cuya docta obra se veían las perfecciones y los defectos de las que entonces se presentaban al público, por cuyo medio se le anticipaban los desengaños que conducían o a comprar las útiles o a excusar el gasto de las superficiales? Sin embargo, no les bastó la integridad, pulso y exquisito discernimiento con que lo hacían, ni el ser tres literatos de primer orden, ni el general aplauso con que se recibían sus escritos, ni la protección, al parecer, harto poderosa que lograban, ni el sagrado carácter de sacerdotes de que todos estaban adornados, ni el haberse retirado Huerta y Puig intimidados, quedando solo Salafranca, que prosiguió la empresa casi un año para que dejasen de sufrir los más indignos atrevimiento de letras de molde, y aun la osadía de haberse atentado en la posada de Salafranca para robarle sus manuscritos y últimamente quitarle la vida, como él mismo confiesa.

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En Septiembre de 1726 se publicó el primer tomo del Teatro crítico; desde luego aprobaron los sabios españoles y aplaudieron los de casi toda la Europa una erudición tan sólida y general y una crítica que se hacía transcender por todo el amplísimo país de las ciencias, como efectivamente lo demostró en los siguientes tomos. No obstante, al concluirse el mismo año de 26 ya fueron tantas las impugnaciones en varios papeles que componían un volumen en cuarto muy grueso y, llenándole más adelante de vilipendios, inepcias y dicterios a falta de razones, osaron atribuir a vergonzosos principios el origen de las indisposiciones que le acarrearon su vida sedentaria, su delicada naturaleza y la impresión que necesariamente hicieron en su ánimo unos atrevimientos tan injustos y repetidos que le obligaron a quejarse en alguna parte de sus obras, de que ascendieron al número de ciento los papelotes firmados y anónimos con que le insultaron en un solo correo. Es verdad que los literatos ingenuos le resarcían con elogios que tributaban a su mérito los acíbares con que le pretendían llenar de amargura la envidia o la ignorancia de sus antagonistas. Alguna vez se le opusieron ingeniosos ciertos doctos y así lo confesó con agradecimiento y estimación el autor, pero éstos fueron muy pocos. Y aunque no se puede negar que si viviera hoy corregiría muchos de sus discursos, es necesario convenir en que cuando empezó a escribir se hallaba la literatura española en la mayor decadencia, por lo que no sólo merece disculpa sino que los sabios autores del Cordón crítico y de la Historia general de España le tributan justamente el ilustre epíteto de «Sabio Colón de la naturaleza» y que fueron muchas las ocasiones en que desde un rincón de Oviedo vio volar su nombre glorioso por las naciones extrañas, a cuyos idiomas fueron traducidos los elocuentes discursos que en su natural triunfante estilo merecen y merecerán las alabanzas de los hombres.


(pp. 82-86)                


Por otra parte y como señalé anteriormente, en las Zumbas encontramos también algunos elementos que proceden de la literatura tradicional o que tienen origen erudito pero se han tradicionalizado. Ya el nombre del protagonista responde a la denominación española de la figura folklórica del judío errante, si bien en lo demás no tiene nada que ver con éste, pues, como ya señaló Guinard, es hijo de buenos cristianos (Guinard 1973, pág. 342, n. 83). Donde el autor de las Zumbas sí es fiel a la tradición oral es en la incorporación de cuentos más o menos tradicionales. El hispanista francés Maxime Chevalier, autoridad inobjetable en el campo de los estudios sobre nuestros relatos tradicionales, señala que en el siglo XVIII los cuentos populares quedaron reducidos a ámbitos sociales de poca cultura. Los intelectuales vinculados a los afanes de la renovación o la Ilustración, con la salvedad de Feijoo, Isla y Capmany, no consideraban los cuentos tradicionales como merecedores de ser incorporados a sus escritos. Sin embargo y al igual que sucedía con el Romancero, en esa centuria tales relatos seguían plenamente vivos en la memoria de las clases populares y, además, se difundían mediante publicaciones vinculadas a la literatura de cordel o escritos dirigidos a las clases populares, aunque también, en algunos casos, gracias a libros «cultos», de carácter básicamente docente. De esta manera, literatura oral y cierta literatura escrita -que no siempre es «culta»- se entrecruzan influyéndose mutuamente: determinadas publicaciones insertan relatos tradicionales y, a la vez y por ello mismo, la escritura contribuye a la perduración y divulgación de la literatura oral (Chevalier 1978, pág. 155).

Los cuentos tradicionales están presentes en Zumbas de dos maneras distintas, cada una de ellas con su propia función. La manera más habitual de   —123→   aparecer consiste en que el narrador relata un cuento para que sirva de ilustración acerca de determinadas conductas humanas: el que denomino «Sanó porque rió» sirve para ejemplificar lo que pretende el narrador, es decir, divertir a los lectores; el que trata de los soldados murmuradores de su emperador se aprovecha, como es obvio, para criticar la murmuración; y el de las longitudes real y posible de un puente ilustra acerca de las críticas injustas que ciertas personas hacen de los trabajos ajenos. Paso a transcribir dichos cuentos, actualizando la grafía y la puntuación.

Sanó porque rió

Para ocurrir, pues, de algún modo a estos inconvenientes expongo únicamente mi trabajo, esperando que los gracejos de que irá esparcido podrán tal vez llegar a sus ánimos en tan oportuna ocasión como llegó a cierto cardenal el chiste que voy a referir y sucedió ciertamente, aunque no lo presencié por hallarme a la sazón en ocupaciones que no es menester decir. Se veía Su Eminencia enfermo y tan sumamente agravado que no sólo le habían desahuciado los médicos y amigos, sino que, prevenido de todas las diligencias cristianas para ir a la eternidad, ya retiraba cada cual de sus criados la alhaja que le parecía, anticipando el expolio porque no los tuviesen por lerdos. Una mona que se hallaba en el cuarto y lo estuvo reparando se creyó obligada a la imitación, como lo acostumbran estos animalejos, y, cogiendo la birretina cardenalicia con la misma celeridad que los sirvientes, echó a correr como hacían ellos: monería que, vista y notada por el moribundo, le causó tan impetuosa risa que, removiéndole la balsa del pecho que le acababa, arrojó por la boca una apostema que le restituyó por grados a la salud antigua.


(pp. XXV-XXVI)                


Se trata de un relato tradicional ya documentado en el Vocabulario de refranes de Correas y que Chevalier estudia entre los relativos a las críticas a los médicos, si bien en este caso dicha crítica queda un tanto oscura (Chevalier 1982, pág. 22). En la versión de Correas el enfermo es un obispo de Portugal que se ríe al ver cómo una mona se pone una olla en la cabeza.

Los soldados que murmuran de su emperador

... El vicio de la murmuración no necesita razones para la sinrazón de introducirse en las materias más delicadas y en las familias más abstraídas. Lima sorda, cuyas rozaduras, llevadas en paciencia, acrisolan a quien las sufre, mientras dañan grave e impacientemente al que las causa, y pensión que adquirió la naturaleza humana por la depravación a que la condujo la primera culpa. Un emperador gentil, cuyo nombre no tengo presente, dio a su numeroso ejército una lección especial a este propósito. Persuadidos los soldados que rodeaban la tienda de campaña en que dormía, en alta noche censuraban la conducta de su amo que, al parecer, debía excusar aquella guerra que les molestaba con aguas, hielos y fatigas. Lo que pacientemente oyó el vigilante emperador el tiempo que tuvo por conveniente, hasta que le pareció razonable darse a entender y desviando con magnánima y serena generosidad la cortina de su real pabellón: «-Soldados, les dijo, tened otra vez consideración de apartaros a donde no os oiga yo cuando os acometa la gana de murmurar de mí».


(pp. 31-32)                


Desarrolla una anécdota de origen erudito atribuida a Antígono y que está documentada en el siglo XVIII en el Deleite de la discreción de Bernardino   —124→   Fernández de Velasco y Pimentel (pág. 260), obra que gozó de gran difusión en dicha centuria.

La longitud del puente

... Me trae a la memoria el siguiente caso que sucedió en el puente de fábrica que atraviesa el Tajo cerca de Aranjuez. Estaba observándole con ademanes de gran admiración un paisano y ya se asomaba a ver el río cuidadosamente por un lado, y ya pasaba al mismo reconocimiento por el otro, alargando la vista cuanto podía, unas veces río arriba y otras río abajo, a tiempo que lo advirtieron tres sujetos que a caballo iban al Real Sitio a sus pretensiones, los cuales no pudieron dudar. Al ver los conatos del paisano empleado en aquellas que parecían indagaciones de hombre inteligente que hallaba mucho que notar, y así que estuvieron cerca de él le dijeron, después de saludarle, movidos de la sana curiosidad de saber algo más de lo que ya se tenían: -«Dios guarde a Vmd., buen hombre, y háganos favor, si gusta, de explicarnos la causa de su admiración en el reconocimiento que está haciendo de esta hermosa obra, porque, a lo que discurrimos, Vmd. no está perdiendo el tiempo vanamente, como hacen muchos». -«¿Qué tengo de perder, respondió el hombre bueno, ni qué extraño será que yo me detenga horas y horas en admirar el prodigioso entendimiento del que fabricó este puente? Porque, digan Vmds. (aquí que nadie nos oye), ¿no fue el mismo demonio, Dios me lo perdone, el que inventó trazarle a lo ancho del río y gastar poco para verle acabado prontamente? Pues, a no haber dado en esta sutil imaginación sino que le hubiera querido fabricar a lo largo del río, ¡Santa María!, ni llegaría a la mitad a estas horas, sólo que, si le hubiera hecho de un ojo no más, se ahorraría de un montón de postes o cepas o cómo las llaman. Pero no todo se discurre de una vez, que a fe que a otro que haga buen cuidado tendrá de enmendarlo, que no debe de ser lerdo». Con lo que se dieron por satisfechos y aun por hartos los caminantes, que le rindieron gracias por su noticia y buen empleo, partiéndose a solicitar el suyo con deseo de romper las carcajadas que reprimieron por moderación, sin dejar de reír en muchos días.


(pp. 404-406)                


Es un relato que gozó, con las variantes correspondientes, de notable difusión en el siglo XVIII, pues aparece en la Tertulia de la aldea, tomo II, pasatiempo IX, pp. 28-29, y en las Noches de invierno de Pedro María de Olive, tomo VIII, pp. 205-206.

La otra manera66 de incorporar al texto un relato de carácter tradicional consiste en hacer que el protagonista viva unos hechos que pertenecen al mundo de los motivos folklóricos y que tienen un carácter claramente cómico. Esto es lo que sucede cuando Juanito recurre a la burla de la vejiga llena de sangre para hacer creer al maestro que éste, que está castigándolo, le ha herido gravemente. He aquí el pasaje correspondiente en Zumbas:

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Hacían los alguaciles su oficio y Juanito su resistencia mezclada de súplicas en guisa de que duraría mucho, cuando, queriendo el maestro estrechar los términos de la justicia, echó mano a la pretina de Juanito, que tenía por centinelas más de treinta nudos bien apretados con dos agujetas nada endebles, lo que desengañó al maestro de la imposibilidad de deshacerlos. Y, convertido en otro macedonio Alejandro, sacó la navaja de cortar plumas para degollar tantos gordianos. No cesaba Juanito de hacer con primor y rendimiento el papel de suplicante desvalido pero el maestro, arrestado a todo, metió la mano izquierda entre la pretina y la barriga para cortar las agujetas, como al fin hizo, cuando ¡he aquí del pasmo y del asombro!: -«¡Ay, Jesús de mi alma!», grita Juanito. Salta un chorro de sangre tan violento que dio al maestro en el rostro, asusta a los ministriles colaterales y déjase caer el paciente dando vuelcos y revuelcos, con demostraciones de que se le querían salir las tripas, confirmadas de repetidos borbotones de sangre que arrojaba. Atónito, el maestro no acertaba a elegir partido. Teníale por herido de muerte y pensaba escapar a sagrado. Lloraban los discípulos la tragedia que veían, aumentándole el temor. No se determinaba de todo punto a creer que la navaja hubiese penetrado lo que era menester para tanta efusión de sangre, aunque la veía llena por la que saltó al instante que rompió las agujetas. Proseguía el discípulo revolcándose, al parecer con sucesiva pérdida de fuerzas, de manera que persuadió al maestro a la certeza de su peligro y, por último esfuerzo de su valor atemorizado, quiso reconocer a todo trance la herida, a tiempo que Juanito tiró una patada tan violenta que, dándole en el ojo derecho, se le hizo saltar del casco, como le cogía con zapatos nuevos, de forma que pareció quedar igualado perfectamente. Y, totalmente desalentado, el maestro abre la escuela, toma la capa y el sombrero, se escapan los muchachos, llora Fausto que se las pela, bajan la maestra y la criada que, asustadas y atónitas de ver aquel espectáculo, cogen a Fausto y escapan con él a la iglesia, cuyo sacristán se estaba afeitando, por lo que se detuvo en llamar al señor cura para llevar la santa unción que le pedían para Juanito. Y no dudando el maestro, por lo que había visto y lo que le informó su mujer, que habría muerto el discípulo, tuvo a dicha la pérdida del ojo para alegar, en todo caso, que, resistiendo Juanito que le desatacasen, le fue preciso apelar a la navaja para cortar los nudos, lo que, encendiendo en cólera al discípulo, se atrevió a dar una puñada al maestro que le reventó el ojo, cuyo activo dolor le estremeció de forma que, sin libertad, le metió la navaja. Y así lo hizo entender el maestro a su mujer y lo contó a cuantos fueron a verle al sagrado, persuadido de la buena elección que le presentaba este medio para salvar su vida. (pp. 354-357). [Sigue la narración y el tío Quijano explica lo que realmente había ocurrido y que él conoce por boca del propio Juanito:]

... Sólo resta añadir que, temeroso el muchacho de la zurra que le esperaba del maestro por encargo de su tío, dice que pensó huir del lugar pero que este remedio se le evitaba en el día mas no para en adelante, y discurrió escapar el bulto por medio del sutil pero malvado pensamiento de comprar una vejiga que llenó de sangre de carnero un poco antes de ir a la escuela e, introducida en la horcajadura, sacó por los ojales de la pretina la garganta que, anudada a los botones con otra agujeta que ensartó con repetición de nudos y lazadas para que no se pudiesen deshacer sino a punta de navaja [...] Llegó el caso, cortó el maestro, gritó el discípulo, apretó los muslos para oprimir la vejiga, saltó la sangre y se dejó caer en guisa de moribundo, revolcándose y tirando patadas.


(pp. 364-365)67                


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Se trata de una burla perfectamente documentada en la literatura española desde, al menos, el Siglo de Oro y que sigue viva en ciertos cuentos populares del siglo XX, como ha documentado el profesor Chevalier: pliegos sueltos del siglo XVI, Segunda parte del Lazarillo de Tormes, El soldado Píndaro de Céspedes y Meneses, el presunto suicidio de Basilio en la segunda parte del Quijote o el cuento actual de Los dos compadres (Chevalier 1978, pp. 111-112, y Chevalier 1983, pp. 288-293). Ciertas palabras posteriores del maestro («No es nada lo del ojo [...] y se me quedó en la escuela», pág. 367) nos remiten al Fray Gerundio (tomo II, pág. 297, y tomo III, pág. 76: «No es nada lo del ojo y llevábale en la mano»), que a su vez continúa la Floresta española de Melchor de Santa Cruz (IV, VII, VIII).

En resumen, la novela por entregas dieciochesca Zumbas nos ofrece una compleja y, a veces, entretenida variedad de elementos temáticos, formales, genéricos e incluso aquellos relativos al modo de publicación.


Bibliografía

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