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ArribaAbajo Los dogmas neoclásicos en el ámbito teatral47

Guillermo Carnero


Universidad de Alicante


1. El Neoclasicismo, una estética blindada

El problema básico al que nos hemos de enfrentar en el momento de penetrar en el universo literario del Neoclasicismo no es el de exponer y desentrañar las leyes que constituyen el sistema que lleva ese nombre, sino algo previo e imprescindible: definir y, naturalmente, admitir la perspectiva desde la que fue formulado. Las leyes neoclásicas no tiene en sí mismas dificultad, pero sí la tiene el asentimiento a esa perspectiva. Si el espectador equivoca el ángulo visual, el espectáculo resulta deforme y grotesco. Lo mismo sucede cuando miramos de frente y desde lejos una fachada barroca que fue diseñada para ser mirada desde cerca y desde abajo en una calle estrecha; o ante el cuadro de Holbein llamado Los Embajadores, donde la absurda forma entre los dos personajes resulta ser, desde abajo y desde la izquierda (posición en que se encontraba, en el lugar para el que fue pintado, la puerta por la que el espectador tenía forzosamente que pasar, y desde la cual dirigía una última mirada a ese cuadro que lo había ido inquietando progresivamente a medida que avanzaba hacia ella por una sala alargada), un cráneo humano, símbolo de la vanidad del poder.

En lo que respecta al Neoclasicismo, la Historia nos ha ido desdibujando sistemáticamente la perspectiva. Los románticos del XIX la convirtieron en caricatura: véase el artículo que Espronceda publicó en El Artista de 1835 con el título de El pastor Clasiquino, contra el último representante del Neoclasicismo   —38→   en la España de su tiempo, Don José Mamerto Gómez Hermosilla. Los escritores e historiadores de la Literatura del XIX nos legaron el tópico de la falta de originalidad y de calidad del siglo XVIII, repetido como dogma de fe hasta no hace mucho; para Menéndez Pelayo y Emilio Cotarelo, neoclásico es sinónimo de antinacional, extranjerizante y literariamente deficiente, frente al genio «español» de Ramón de la Cruz; y desde el siglo XIX, la conversión de la literatura en mercancía competitiva ha tendido a exaltar, como valor supremo, la originalidad independiente de todo precepto creativo, es decir, la actitud diametralmente opuesta a la neoclásica.

Para asumir la perspectiva neoclásica es preciso partir de tres dogmas básicos, previos a las reglas en las que se articula la teoría literaria del Neoclasicismo.

1. Un radicalismo y una intolerancia que, en una primera aproximación, pueden resultar sorprendentes o repugnantes, pero que se legitiman por estar basados en la tradición de la Antigüedad grecolatina, en la razón y en las exigencias de la psicología del destinatario de la literatura; tres ejes de coordenadas supuestamente fijos y con respecto a los cuales el discurso neoclásico se define como de trayectoria única e invariable, y válida para cualquier tiempo y cualquier lugar. Ningún factor de relativismo (diferentes culturas, literaturas, peculiaridades de los caracteres nacionales) puede afectarla, y debe imponerse sobre los usos aberrantes que la ignorancia, la inercia tradicional o la sumisión a una demanda de entretenimiento mal entendida hayan podido establecer. Los neoclásicos (y hay que decirlo sin temor) legislaron en cuestiones literarias para el Universo y para la Eternidad; creyeron que, partiendo de una correcta definición de la función social de la literatura, de un planteamiento realista de los requisitos del asentimiento de su destinatario y de una correcta aplicación de la razón para lograr lo primero con subordinación a lo segundo, las conclusiones sólo podían ser unas; y creyeron también que su época estaba llamada a establecerlas de una vez por todas, porque por primera vez en la Historia presenciaba la humanidad la aurora de una nueva era en la que lo justo y lo razonable brillarían con el resplandor de un sol universal, dejando de ser el candil de una minoría incomprendida y aislada.

Así habla Juan José López de Sedano, en el prefacio a su tragedia Jahel (1763), de las «sólidas e inalterables reglas del arte» (pág. VII) desde las cuales es necesario reformar el teatro, que en su imperfección es «vergüenza y oprobio de un siglo tan ilustrado como el presente» (pág. XLVII). Y escribe Luzán que los preceptos de la Poética «en todas partes son, o a lo menos deben ser, unos mismos» (1977, pág. 148; cito siempre por esta edición); que «son tales y tan conformes y ajustados a la razón natural, a la prudencia, al buen gusto y al paladar de los mejores críticos que sería especie de desvarío querer inventar nuevos sistemas» (pág. 152); y que

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se distinguen con tan evidente diferencia que será bien ciego o muy apasionado el que no conozca y confiese la solidez, la racionalidad, la congruencia y simetría con que arreglaron los antiguos sus principios, y la irregularidad y extravagancia de los que han seguido ciegamente al vulgo en nuestros teatros. Libre será a cualquier poeta componer sus comedias según el sistema que más se acomodare a su discurso, a su capricho o al paladar del vulgo; pero en todos tiempos habrá entendimientos instruidos y superiores al vulgo, que harán justicia a lo que se funda en razón y no lo confundirán con lo que merece desprecio.


(pág. 427)                


Por su parte, Nicolás Moratín considera que las reglas son consecuencia natural de la razón, y tan irrebatibles como la Ley de la Gravedad:

Para que las obras arregladas no agraden es menester que la omnipotencia de Dios trastorne y pervierta todo el orden de la Naturaleza, porque el arte está fundado en ella y una obra con arte es lo mismo que decir una obra buena.


(Desengaño I, pág. 8)                


2. Los neoclásicos creyeron que su época estaba llamada a realizar, entre otras, una reforma de los usos y comportamientos sociales, y a configurar un nuevo tipo de ciudadano más solidario, más cívico y más feliz. Esa reforma debía hacerse, por supuesto, poniendo en pie los instrumentos legales y coactivos adecuados, pero también intentando modificar la mentalidad colectiva por medio de la educación y la persuasión. Se puede persuadir por medio de un discurso teórico, pero este procedimiento tendrá siempre el inconveniente de exigir un destinatario con superior capacidad intelectual y con voluntad de ser instruido, o sea un destinatario minoritario.

Para llegar a la mayoría, a la que es indiferente la instrucción, es mejor utilizar el tradicional procedimiento indirecto de enseñar deleitando: utilizar el arte o la literatura de modo que la enseñanza se adquiera involuntariamente, por ósmosis. En una sociedad como la del XVIII existen dos medios tradicionales de comunicación de masas: el púlpito y el teatro (y empieza a imponerse un tercero: la prensa periódica). El mensaje neoclásico va a utilizar el teatro como cauce de recepción mayoritaria, porque el teatro es el género literario más accesible; se recibe pasivamente, sin necesidad de abrir un libro; se recibe por la vista y el oído, de modo que alcanza incluso a los analfabetos; y lo recibe un mayor número de personas y con mayor frecuencia, porque el teatro es una de las distracciones básicas del pueblo y un acto social habitual para las demás clases sociales.

Para que el teatro cumpla su misión educadora se requieren dos cosas: 1) que, aun siendo el entretenimiento o la diversión del espectador una finalidad legítima y necesaria, nunca se pierda de vista que está subordinada a la mejor transmisión del mensaje, y por lo tanto nunca debe ese entretenimiento salirse de cauce impidiendo la transmisión del mensaje, o transmitiendo uno inmoral o ambiguo; 2) que la obra dramática debe estar confeccionada de modo que el espectador, sin proponérselo, interiorice y haga suyo psíquicamente el mensaje; es decir, que se logre la identificación del espectador con el discurso dramático   —40→   o, en otras palabras, que se impida su distanciamiento. De estas exigencias, la primera explica la hostilidad de los neoclásicos hacia el teatro del Siglo de Oro, y la segunda la razón de ser de las famosas «reglas» neoclásicas, especialmente las llamadas «tres Unidades».

La función didáctica del teatro es uno de los tópicos más repetidos en las poéticas y manifiestos del Neoclasicismo. En la Poética de René Rapin:

La poesía debe agradar para así ser útil, y el placer que produce es un medio a través del cual instruir. Así toda poesía perfecta debe necesariamente ser una lección pública de buenas costumbres para educar al pueblo. La poesía heroica propone el ejemplo de las grandes virtudes y los grandes vicios, para incitar a los hombres a amar las primeras y detestar los segundos [...] La tragedia [...] enseña a los hombres que el vicio nunca queda sin castigo [...] y que los favores de la fortuna y las grandezas del mundo no son siempre bienes verdaderos [...] La comedia, que es representación de la vida diaria, corrige los vicios corrientes.


(1970, pág. 23 - traducción mía)                


En los Elementos de Literatura de Jean-François Marmontel:

Aunque el propósito inmediato del espectáculo teatral sea divertir, agradar o emocionar, no es éste su fin último, sino el de dejar al espectador más instruido, más sabio y más formado [...] El placer que obtiene el espectador al emocionarse o regocijarse es la miel con que se unta el borde del vaso en el que se administra una medicina. Los pueblos infantiles no pretenden más que lamer la miel. Los pueblos racionales quieren algo más que distracciones estériles y frívolas [...] quieren espectáculos que les dejen sensaciones útiles, que exalten su espíritu y su alma [...] en una palabra, que los instruyan.


(1867, I, pág. 90 - traducción mía)                


En la Jahel de Sedano:

[La reforma del teatro es asunto] en que se interesa nada menos que las buenas costumbres y una gran parte del decoro literario de la nación.


(pág. XLVI)                


En el Pensamiento 9.º de El Pensador de José Clavijo y Fajardo:

Un corazón acostumbrado a los impulsos de la cátharsis trágica, nacidos de la frecuente magia con que el teatro lo conmueve, se hace más dulce, más benéfico, más piadoso. Allí desenvuelve todas las virtudes morales cuya semilla tenía en el corazón [...] La buena comedia es tan capaz de reformar un pueblo y de mantenerlo reformado, como la que presenta malos ejemplos es capaz de pervertirlo o mantenerlo corrompido.


(I, pp. 10-11 y 15)                


En la Memoria para el arreglo de la policía de los espectáculos y diversiones públicas de Jovellanos:

Un teatro donde pueden verse continuos y heroicos ejemplos de reverencia al Ser supremo y a la religión de nuestros padres, de amor a la Patria, al Soberano y a la constitución: de respeto a las jerarquías, a las leyes y a los depositarios de la autoridad; de fidelidad conyugal, de amor paterno, de ternura y obediencia filial [...] En una palabra, hombres heroicos y esforzados, amantes del bien público, celosos de su libertad y sus derechos, y protectores   —41→   de la inocencia y acérrimos perseguidores de la iniquidad [...] Un teatro tal, después de entretener honesta y agradablemente a los espectadores, iría también formando su corazón y cultivando su espíritu; es decir, que iría mejorando la educación de la nobleza y rica juventud que de ordinario le frecuenta.


(1963, pág. 496)                


En el texto antes citado de Clavijo se decía que, dada la importancia del teatro en materia de moral colectiva, la dirección del mismo «debía ser uno de los principales objetos del gobierno». A este respecto es un documento paradigmático la carta dirigida por Leandro Moratín a Manuel Godoy el 20 de Diciembre de 1792:

El estado en que hoy día se halla el teatro español es tal que no hay hombre medianamente instruido que no convenga en la urgente necesidad de su reforma. Los abusos que se han introducido en él nacen en la poca atención que ha merecido al gobierno un objeto tan importante [...] Nadie ignora el poderoso influjo que tiene el teatro en las ideas y costumbres del pueblo: éste no tiene otra escuela ni ejemplos más inmediatos que seguir que los que ve allí, autorizados en cierto modo por la tolerancia de los que gobiernan. Un mal teatro es capaz de perder las costumbres públicas, y cuando éstas llegan a corromperse es muy difícil mantener el imperio legítimo de las leyes, obligándolas a luchar continuamente con una multitud pervertida e ignorante [...] Arreglado y dirigido como corresponde producirá felices efectos no sólo a la ilustración y cultura nacional, sino también a la corrección de las costumbres y, por consecuencia, a la estabilidad del orden civil, que mantiene los estados en la dependencia justa de la suprema autoridad.


(1973, pp. 141-144)                


En resumen, que el teatro es escuela de moralidad, no sólo en el ámbito privado sino también en el cívico, y por lo tanto es asunto directamente relacionado con la estabilidad social y el orden público. La autoridad debe, pues, diseñar una política teatral, creando instituciones conducentes a la reforma del teatro, concediendo recompensas a los dramaturgos correctos, estimulando la puesta en escena y la publicación de las obras acertadas y prohibiendo la difusión de las que no lo son.

Ignacio de Luzán participa de estos ideales, con la salvedad de que en su tiempo (murió en 1754) aún no era un dogma establecido el de la intervención activa del poder en materia teatral, como lo sería en la segunda mitad del siglo con la prohibición de los autos sacramentales y las comedias de magia y el ambicioso Plan de 1799.

Dice Luzán en la Poética:

Sólo del feliz maridaje de la utilidad con el deleite nacen, como hijos legítimos, los maravillosos efectos que en las costumbres y en los ánimos produce la perfecta poesía [...] Todas las artes, como es razón, están subordinadas a la política, cuyo objeto es el bien público, y lo que más coopera en la política es la moral [...] El poeta puede, y debe siempre que tenga ocasión oportuna, instruir a sus lectores, ya en la moral con máximas y sentencias graves que siembra en sus versos, ya en la política con los   —42→   discursos de un ministro en una tragedia [...] ya en la economía con los avisos de un padre de familia en una comedia.


(pp. 185, 173 y 197)                


En la dedicatoria de la comedia, traducida de Nivelle de La Chausée, La Razón contra la moda (1751):

Las buenas [comedias] deben aprovechar deleitando, y si sus autores se contentan con el solo deleite desde luego deben tenerse por malas en una república bien ordenada, y por pésimas si mezclando al deleite algún género de veneno volviesen en estrago de las costumbres lo que se inventó y se destinó para su corrección. Por manera que es abusar de la razón humana y delirar manifiestamente el decir que la comedia, como mera diversión, es enteramente libre, que no está sujeta a leyes ni a reglas [...] La utilidad [...] y la buena moral de una comedia es su más estimable circunstancia, y en tanto debe el buen poeta procurar que sea igualmente deleitable lo útil, en cuanto con la mezcla del honesto deleite se consigue más eficazmente el aprovechamiento.


(pp. [6] - [8])                


En su Plan de una Academia de Ciencias y Artes en que se habían de refundir la Española y la de la Historia, Luzán, anticipando el ideal de dirigismo cultural que hemos visto en palabras de Moratín, propuso que su soñada Academia General dispusiera de fondos para premiar el teatro correctamente escrito, y de autoridad para censurar el original de toda publicación antes de ser impresa. Jovellanos, en la Memoria citada, pedía que ninguna obra pudiera representarse sin aprobación de la Real Academia Española; Samaniego afirmaba en el discurso 92 de El Censor que «la elección de los dramas que se ofrecen al público debiera ser uno de los primeros cuidados de nuestra policía» (1972, pág. 169).

En cuanto a Nicolás Moratín, opinaba en el Desengaño I que «la perfección del teatro es negocio que no sólo importa al honor de la nación, sino que se hace precisa en conciencia para la indemnidad de las costumbres [...] Después del púlpito, que es la cátedra del Espíritu Santo, no hay escuela para enseñarnos más a propósito que el teatro» (pp. 2, 12).

En la Sátira I afirmaba que la denuncia del vicio es actividad propia del escritor, en colaboración con la autoridad civil:

Ejecuta los fueros de tu empleo, / pinta de la maldad que la sujeta [la virtud] / lo infame, lo ridículo y lo feo, / que éstas son del dignísimo poeta / justas ocupaciones, y su verso / reduce la república perfeta; / [...] / ni temas contra el vicio ser osado, / porque yo en nombre suyo te aseguro / la noble protección del magistrado.


3. En cuanto al mecanismo creativo, los neoclásicos admitieron la necesidad de las motivaciones irracionales e innatas a las que se da el nombre de inspiración; pero creyéndolas necesarias las supusieron insuficientes para producir una obra correcta sin el auxilio de una técnica, racional y adquirida por la reflexión y el estudio, y que comprendía el arte y la ciencia. Arte era el conjunto de normas aplicables a la concepción y estructura de la obra literaria,   —43→   y ciencia el de los saberes auxiliares relativos a su contenido (como la Historia, la Geografía, la psicología y las costumbres de los distintos pueblos y épocas, todo ello esencial para delinear las conductas y reacciones de los personajes puestos en escena, y no cometer impropiedades en el tratamiento de asuntos situados en tiempos y espacios lejanos, o sea en las obras de tema histórico).

Está muy claro en el Arte poética de Nicolás Boileau:

Es inútil que un escritor temerario intente alcanzar la excelencia si no se encuentra bajo la secreta influencia del cielo y si su destino no lo ha hecho poeta al nacer [...] Amad siempre la razón; que vuestros escritos le deban siempre su valor y su brillantez.


(1967, I, vv. 1-4, 37-38 - traducción mía)                


En la Poética de Rapin:

El genio, que no depende del arte ni del estudio, que es un don del cielo, debe apoyarse en el juicio [...] Lo mismo que éste es frío y lánguido sin aquél, el genio sin juicio es ciego y extravagante [...] Sólo es posible agradar cumpliendo las reglas [...] Horacio muestra en su Poética la necesidad de seguirlas y los extravíos ridículos en que puede caerse cuando sólo se confía en el genio, porque si éste no está sujeto a reglas no es más que un puro capricho, del que no puede resultar nada razonable


(1970, pp. 13-14, 24, 26)                


Y en la de Luzán:

[Lope y Calderón], engañados de ese común error, pretendieron que su ingenio solo bastaba para acertar en todo, sin reparar que quien camina a ciegas, sin luz ni guía, por erradas sendas, sólo puede esperar caídas y precipicios [...] Pues no hay duda [...] de que quien escribe sin principios ni reglas se expone a todos los yerros imaginables, porque, si bien la poesía depende en gran parte del genio y numen, sin embargo si éste no es arreglado no podrá jamás producir cosa buena [...] El solo ingenio y naturaleza sola no bastan, sin el estudio y arte, para formar un perfecto poeta.


(pp. 125-126, 537)                


Para poner en pie su ideal de teatro didáctico y razonable, el Neoclasicismo exigió el cumplimiento de unos principios de los que nos ocuparemos ahora, intentando justificarlos desde una mentalidad que, aun siendo desde luego discutible, es mucho más que la rutinaria y pedantesca imposición de unas cuantas fórmulas mecánicas, como ha querido hacernos creer una secular tradición que desde principios del XIX se ha obstinado en ignorar la entraña y hasta la letra del pensamiento neoclásico.




2. Ilusión o engaño teatral

Es el dogma básico y esencial, desposeyendo a la palabra «engaño» de las connotaciones peyorativas actuales. La ilusión corresponde a la identificación del espectador y se opone a su distanciamiento. Asumiendo la identificación de modo radical y absoluto, y contando con la psicología primaria del espectador, se trata de aprovechar y potenciar la tendencia instintiva de éste a interiorizar y   —44→   hacer propios los conflictos, las situaciones y las personalidades del drama, de tal modo que pierda de vista su mundo real para introducirse en el imaginario que le ofrece el teatro, sin que esa ilusión sea rota en ningún momento por nada que lo haga percatarse de la índole ficcional de la representación. En el hecho teatral nos encontramos con tres ámbitos: dos físicos, el del espectador y el de la representación (actores y escenario), y uno imaginario, el del relato. El Neoclasicismo pretende que el espectador se sitúe psíquicamente en el espacio imaginario sin encontrar obstáculo alguno ni en sí mismo ni en el espacio de la representación. O sea: 1.º, que se despoje de su propia identidad y asuma la de los personajes del relato atravesando la de los actores; 2.º, que abandone el espacio del coliseo para situarse en el del relato atravesando el espacio escénico; 3.º que se traslade de su tiempo vital al tiempo del relato atravesando el tiempo escénico. Para ello será necesario que ese desplazamiento inconsciente, en tres dimensiones, no tropiece, ni en lo que concierne al relato ni en lo que concierne a la representación, con ningún impedimento que dispare el resorte de la conciencia y, por lo tanto, devuelva al espectador a la percepción de la propia identidad, del espacio y del tiempo reales que tenía en el momento del alzarse el telón. La Ilusión teatral es la clave de la teoría neoclásica, y en última instancia todos los pecados contra ésta se definen como quebrantamientos de aquélla.

Luzán lo expresa perfectamente en la epístola dedicatoria de La Razón contra la moda:

El auditorio que ve representar una comedia no puede lograr cumplido deleite ni conmoverse en los lances fingidos, ni aprovechar de la representación de aquellos casos, si no es mediante la ilusión teatral, que es una especie de encanto o enajenación que suspende por aquel rato los sentidos y las reflexiones y hace que lo fingido produzca efectos de verdadero. De aquí nace que los oyentes lloran, se entristecen, se enternecen, se apasionan, se ríen, como si lo que representa pasase realmente entre personas verdaderas y no entre cómicos que las imitan. Pero para que esto suceda así es preciso que el poeta y los representantes contribuyan cada uno por su parte a no deshacer la ilusión, antes bien a conservarla y fomentarla en toda la representación [...] Es preciso que tengan verosimilitud los lances, constancia las costumbres, naturalidad la solución, propiedad el estilo y proporción la sentencia, porque a cualquiera de estas cosas que falte notablemente huye la ilusión, se manifiesta el poeta y el auditorio reconoce a la luz de la mala imitación el engaño y la ficción del teatro.


(1751, pp. [17]-[18], [25])                


Nicolás Moratín recalca en varias ocasiones la necesidad de mantener la Ilusión o engaño teatral:

Aquella comedia o tragedia tan bien escrita y representada que no deje resquicio al auditorio por donde pueda conocer que aquello es falso, sino que lo imagine sucediendo, aquella es buena; y toda la perfección consiste en engañar a aquella gente que lo está oyendo...


(Desengaño I, pp. 3-4)                


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El teatro se hizo para representarnos las cosas con tanta viveza y exactitud que, arrebatadas nuestras potencias, no las juzguemos fingidas sino verdaderas, y de aquí procede el mágico y dulce encanto que resulta de la ilusión teatral, de cuya delicia no han gustado todavía los ignorantes.


(Desengaño II, pág. 21)                


El drama no refiere cosa como pasada sino que la pone en acción sobre el teatro como presente, para hacer creer al auditorio que es verdad lo que está oyendo; y para esto es indispensable que no represente cosas imposibles de suceder, pues de lo contrario se percibe el engaño y se echó a perder la pieza.


(Desengaño III, pág. 50)                


En el texto de Luzán que hemos citado en primer lugar tenemos una expresión preciosa, en su trasparente ingenuidad, para aproximarnos a lo que los neoclásicos entendieron por ilusión; una obra incorrectamente confeccionada tiene el defecto capital de que durante su representación y ante su público «se manifiesta el poeta», es decir: se hace evidente que aquello es una obra literaria producida por un autor y a la cual se asiste, en lugar de ser una experiencia vivida e instintivamente asumida. Por eso decía antes que la Ilusión neoclásica es lo contrario del distanciamiento. De sobra sabemos que el segundo es la garantía del espectador ante la recepción acrítica del mensaje de la obra; no es raro que el Neoclasicismo exigiera la primera como requisito de los fines de dicho mensaje, sin que debamos olvidar el propósito de captación ideológica y hasta de «abuso de confianza psíquica» (como decía André Breton en otro orden de cosas) que ello supone.




3. Imitación de la naturaleza

El reflejo de la realidad por medio del discurso artístico o literario puede afrontarse tomando como objeto seres o hechos individuales aislados en su singularidad, o bien dotando de alcance generalizador la representación de lo concreto. Los neoclásicos llamaron a lo primero imitación de lo particular o icástica, y de lo universal o fantástica a lo segundo. Luzán reconoce la filiación platónica de esta distinción cuando afirma que las cosas «que hemos dicho poder ser objeto de la poesía se deben considerar de dos modos, esto es, o como son en sí y en cada individuo o particular, o como son en aquella idea universal que nos formamos de las cosas, la cual idea viene a ser como un original o ejemplar de quienes son como copias los individuos o particulares» (1977, pág. 169). Imitación icástica, sigue Luzán, es la del pintor que realiza el retrato realista de una persona determinada; imitación fantástica, la que corresponde a la leyenda del pintor Zeuxis, «que para pintar a la famosa Helena no se contentó con copiar la belleza particular de alguna mujer, sino que juntando todas las más hermosas tomó de cada una aquella parte que le pareció más perfecta, y así formó, más que el retrato de Helena, el dechado de la misma hermosura» (pág. 170). La imitación de lo particular, que convierte al artista en un mero espejo pasivo, parece actividad subalterna frente a su intervención más amplia y propiamente creadora en la de lo universal, incluso por razones   —46→   etimológicas, pues poeta (término que en el XVIII equivale al actual de escritor creativo) significa hacedor, «lo que da a entender que el poeta sólo es poeta cuando cría con su ingenio y fantasía nuevas fábulas» (Ibíd).

Por otra parte, aunque todo lo existente es objeto potencial del arte, es obvio que la mayor nobleza de éste residirá en cargarse de trascendencia ética ocupándose del ser del hombre, de sus acciones y conductas: «La poética imitación tiene por objeto principal las cosas del mundo humano, esto es, la moral, las acciones, los afectos y pensamientos del hombre», concluye Luzán (pág. 240); y Santos Díez González define la poesía (o sea la Literatura) como «imitación de las acciones humanas, en verso y con ficción» (1793, pág. 2). Así pues, siendo lo humano espiritual y moral el objeto predilecto de la literatura, y la de lo universal la mejor imitación, el poeta deberá convertirse en un Zeuxis de la espiritualidad humana y de su casuística moral. Es éste uno de los tópicos más reiterados por los dramaturgos del Neoclasicismo; Moratín iniciará el prólogo de La Comedia nueva declarando que «procuró el autor, así en la formación de la fábula [argumento] como en la elección de los caracteres, imitar la naturaleza en lo universal» (1970, pág. 67), porque la misión de la comedia no es darnos el retrato satírico de individuos determinados, y así «resulta la pintura con toda la expresión característica que es conveniente, y al mismo tiempo carece de aquella semejanza individual (odiosa sin duda) que es propia sólo de quien retrata y no de quien inventa» (Ibíd). Y si la misión del comediógrafo, artífice de lo universal, es superior a la del satírico (retratista de lo particular), la del poeta lo es a la del historiador, pues éste está sujeto a la crónica fiel de la multitud de los hechos sucedidos. Por ello, cuando el poeta tome por asunto uno de esos hechos, no estará obligado a sujetarse escrupulosamente a su verdad, porque la verdad de lo concreto es siempre manifestación de la contingencia de lo particular.

Podemos pues entender, en el ámbito de la preceptiva teatral, la imitación de la naturaleza como imitación de la naturaleza humana en lo universal.

No significa reproducción fotográfica de cualquier integrante de la realidad, sino interpretación generalizadora y paradigmática de acuerdo con los principios y comportamientos de la naturaleza en su integridad; se trata de trazar individuos que funcionen como símbolos o paradigmas, y que así reflejen toda la extensión de las posibilidades del universo al que representan. En resumen: 1.º, lo más frecuente o «universal», con exclusión de lo que se desvía de esa norma; 2.º, lo arquetípico, es decir, lo que presenta dichos rasgos en grado sumo; 3.º, lo identificable y admisible como generalidad por los destinatarios de la obra de arte. Lo cual supone un doble problema: primero de generalización y selección, que tendrá, puesto que nos movemos en un terreno de conductas humanas vistas desde la moralidad y el didactismo, una solución forzosamente ideológica que conduce al dogma del Decoro; segundo, de recepción y asentimiento, que conduce al de la Versosimilitud.

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Dice Charles Batteux en Las Bellas Artes reducidas a un único principio:

Hay que deducir que, si las Artes son imitaciones de la naturaleza, debe ser la suya una imitación sabia y que no la copie servilmente sino que, escogiendo los objetos y sus características, los presente con toda la perfección que en ellos cabe; una imitación en que se vea la naturaleza no como es en sí misma sino como puede ser y como la podemos imaginar.


(1969, pág. 45 - traducción mía)                


Y Luzán en su Poética:

Cuando el poeta [...] imita la naturaleza en lo universal, formando una imagen de los hombres no como regularmente son en sí sino como deben ser según la idea más perfecta, es cierto que los más de los hombres (que de ordinario no tocan en los extremos del vicio o de la virtud) no verán representado allí su retrato [...] pero sí verán un dechado y un ejemplar perfecto en cuyo cotejo puedan examinar sus mismos vicios y virtudes, y apurar cuánto distan éstas de la perfección y cuánto se acercan aquéllos al extremo [...] El poeta, pues, queriendo representar a nuestros ojos la virtud en su mayor belleza, para darla mayor fuerza y eficacia de prendar nuestros corazones, y el vicio en toda su fealdad, para hacérnosle más aborrecible, no se contenta con imitar la virtud y el valor de un individuo [...] sino que, dando de mano a estos particulares, que le parecen siempre imperfectos, consulta a la idea más perfecta que ha concebido en su mente de aquel carácter o genio que quiere pintar, y adornando de todas las virtudes y perfecciones, que para su intento tiene ideadas, una de las personas de su poema o de su tragedia, ofrece en ella un perfecto dechado [...] El poeta, pues, debe perfeccionar la naturaleza, esto es, hacerla y representarla eminente en todas sus acciones, costumbres, afectos y demás calidades buenas o malas. Si quiere pintarnos un valeroso y excelente capitán, recurre a las ideas universales y según éstas le coloca en el más alto grado de valor; asimismo, si quiere ponernos delante el retrato de un vicioso, le copia con tan vivos y subidos colores que raras veces la naturaleza suele producir cosa semejante.


(pp. 172-174, 240)                





4. Verosimilitud y Decoro

La Verosimilitud es, para los neoclásicos, resultado de la Imitación de la naturaleza en el sentido antes indicado; es requisito del asentimiento del receptor y por lo tanto del efecto didáctico del arte. Aplicada al argumento, requiere encadenamiento estructurado de los hechos y fundamento en las acciones de los personajes; aplicada al modo de ser de estos, equivale al Decoro; aplicada a la representación, exige las Unidades.

La Verosimilitud nos pone frente a los mismos problemas de manipulación de la realidad que la Imitación de la naturaleza. Los neoclásicos contaban al respecto con unas formulaciones un tanto sibilinas de la Poética de Aristóteles:

-Se debe preferir lo imposible verosímil a lo posible inverosímil.

-No corresponde al poeta decir lo que ha sucedido, sino lo que podría suceder, es decir lo posible según la verosimilitud o la necesidad.

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-El historiador dice lo que ha sucedido, el poeta lo que podría suceder.

- Es verosímil que también sucedan cosas al margen de lo verosímil. (1974, pp. 157-158, 223, 233)

Estamos en realidad ante la distinción de tres conceptos: lo verdadero, lo posible y lo verosímil. Lo verdadero es el conjunto de hechos producidos en la realidad del mundo natural y de la Historia. Lo posible, lo predictible a la vista de lo verdadero, dando por supuesta la continuidad de las leyes naturales. La unión de lo verdadero y lo posible configura la verdad de los doctos. Lo verosímil, en cambio, corresponde a la opinión de la masa indocta destinataria del teatro (tanto la opinión que ya tiene como la que en ella se pretende crear), y a lo esperable desde la universalidad de la imitación; y puede no coincidir con la verdad. Cuando esto ocurra el poeta debe adoptar lo definido como verosímil, aun imposible y falso, y rechazar lo verdadero y posible cuando sea inverosímil. Cuando trate un asunto histórico deberá modificarlo para adaptar la verdad a la verosimilitud; ésta es la diferencia entre Poesía e Historia, a la que antes hemos aludido.

Dice en la Poética Luzán:

Acerca de la verosimilitud tenemos en Aristóteles un precepto comúnmente aprobado de todos, es a saber que los poetas deben anteponer lo verosímil y creíble a la misma verdad. Lo cual se debe entender [...] de la verdad perteneciente a las ciencias especulativas y a la Historia. La razón de este precepto así entendido es evidente: porque como el fin del poeta es enseñar y aprovechar deleitando, no siendo tan acomodada para este fin la verdad histórica o científica como lo es lo verosímil y creíble, es junto que el poeta eche mano de éste [...] Asimismo la verdad de las ciencias no es siempre conforme a las opiniones del vulgo; y como lo que no es conforme a la opinión no es creíble ni persuade, ni puede ser útil, por eso es preciso que el poeta se aparte muchas veces de las verdades científicas por seguir las opiniones vulgares.


(pág. 233)                


Ya a fines del XVI observaba burlonamente el Pinciano que sería improcedente en literatura seguir una verdad incompatible con el asentimiento del público: «Haced un poema [...] de eso [el mayor tamaño del Sol en relación a la Tierra]; veréis como se ríen las gentes, llevadas de la incredulidad y falta de verosimilitud para con ellas» (1973, II, pág. 69). Unos 40 años después, en su comentario de la Poética de Aristóteles (Nueva idea de la tragedia antigua), reeditado en 1778, José Antonio González de Salas anotaba que «las [cosas] posibles repugnan a la credulidad muchas veces, y esto no puede suceder a las verosímiles» (1778, pág. 43). Aubignac, en su Pratique du théâtre de 1657 matiza que lo verdadero y lo posible no han de quedar proscritos de la escena, aunque serán admitidos en ella únicamente en lo que tengan de verosímil, y después de haber sido examinados y en su caso modificados por el poeta (1971, pág. 67). La verdad, observa Rapin, suele ser inverosímil por su sujeción a lo particular y anecdótico, de suerte que lo verosímil y lo universal coinciden y se exigen mutuamente (1970, pág. 41).

  —49→  

Existe, por otra parte, una verosimilitud extraordinaria e insólita, que el poeta deberá conseguir y justificar, y a cambio de la sorpresa y novedad que con ello introduzca logrará el interés de su público. Esa verosimilitud extraordinaria es fuente de admiración, junto al carácter arquetípico o extremo de la universalidad cuando la imitación la consigue.

Decoro es el resultado de la aplicación de verosimilitud y universalidad a los personajes. Significa que sean arquetípicos y psíquicamente coherentes, y que su conducta y lenguaje correspondan a su status, edad, sexo, etnia y época. En virtud de la verosimilitud extraordinaria podrán tolerarse desviaciones de lo que normalmente exige el Decoro (por ejemplo, que en circunstancias extremas, de grave necesidad y peligro, una mujer adopte comportamientos viriles como caudillo militar). El concepto no tiene una base exclusivamente moral, pero sí la tiene, y además ideológica, la definición de sus implicaciones en función de status y sexo. Por otra parte, afecta a cuestiones tan prácticas como los movimientos y actitudes de los actores, el vestuario y la escenografía.

Boileau aconseja a los dramaturgos, en aras del Decoro, lo siguiente:

Que la naturaleza sea vuestro único estudio, autores que aspiráis a la fama en la comedia. Aquel que conoce bien al hombre, y con penetración sabe cómo es un manirroto, un avaro, un hombre honrado, un vanidoso, un valiente, puede adecuadamente ponerlos en escena y hacerlos vivir, actuar y hablar ante nosotros [...] No hagáis hablar a un anciano como un joven, y a un joven como un anciano.


(III, vv. 359-366, 389-390 - traducción mía)                


Y Luzán:

La opinión que tenemos de Aquiles, de Alejandro, de Escipión, etc., es que fueron muy valientes y esforzados capitanes; conque si el poeta nos los representa pusilánimes y cobardes diremos con razón que su representación es inverosímil [...] Asimismo los pastores, según nuestra opinión, son incultos, ignorantes y rudos, por lo que si un mal poeta introduce un pastor o un hombre del campo a hablar de filosofía y de política, y a decir sentencias tan graves como las diría un Sócrates o un Séneca, a cualquiera parece inverosímil esa imitación [...] y lo mismo será si la frase, los términos y el artificio con que un pastor explica sus sentimientos fueren tales que más parezcan estilo de un culto cortesano [...] Debe pues el poeta saber lo que conviene a cada edad, a cada sexo, a cada nación, a cada empleo y dignidad.


(1977, pp. 229-230, 497)                


Si un joven habla y obra como un viejo, sin especial motivo, o un viejo como un joven; si un lacayo gasta tan discretos conceptos como un caballero; si una doncella discurre como un gran filósofo; si un hombre regular dice sonetos y décimas de repente, con muchas agudezas, ¿a dónde irá a parar la ilusión, quién no conocerá la instante que el que habla así es un cómico que ha decorado [memorizado] unos versos que el poeta trabajó en su estudio con mucha aplicación y con mucho espacio...?


(1751, pp. [25]-[26])                


  —50→  

El problema de la inadecuación del vestuario de los actores preocupó grandemente a los neoclásicos: quebrantaba el Decoro y era fuente de inverosimilitud. Samaniego, en el discurso 92 de El Censor, se lamenta de que «un tetrarca de Jerusalén vista de militar o de golilla, la viuda de Héctor lleve ahuecador o guardainfante, y el conquistador de la India se presente con sombrero de tres picos y tacones colorados» (pág. 176).

La razón de la impropiedad de los trajes usados en escena, en relación a la época o la etnia de los personajes, estaba en la tradición que imponía a los actores el correr con los gastos de su vestuario. Cada actor procuraba disponer del mínimo guardarropa, y tenía que usarlo a tuertas o a derechas. Los neoclásicos exigían que los teatros dispusieran de un amplio y variado guardarropa, o bien que los empresarios corrieran con el correspondiente gasto, librando de él en todo caso a los actores.




5. Las Unidades

Las tres Unidades (de Lugar, Tiempo y Acción) son el más vistoso de los ingredientes de la teoría literaria neoclásica. Boileau las resume en el verso 45 del canto III de su Arte poética: «un lugar, un día, una sola acción completa». Las Unidades se consideraban necesarias para el mantenimiento de la Ilusión del espectador, por las razones que veremos acto seguido.

La Unidad de Lugar exige que toda la acción dramática transcurra en un mismo espacio físico imaginario, designado por el autor dramático. Pecan contra ella las obras cuyo argumento consta de acontecimientos que se desarrollan en espacios distantes unos de otros. Su razón de ser está en que, de no cumplirse, el espectador observaría que los personajes viajan en el espacio mientras él mismo y los actores permanecen fijos, y se quebraría la Ilusión.

Aristóteles no mencionó la Unidad de Lugar; los neoclásicos supusieron que la consideró implícita, por ser obvia y por venir exigida necesariamente por la Unidad de Tiempo.

Planteaba la dificultad de obligar al autor a situar verosímilmente todos los sucesos dramáticos en un mismo lugar, aunque esa dificultad resultaba disminuida por la corta duración, en el tiempo imaginario, de la acción, de acuerdo con la Unidad de Tiempo. Además de su sentido estricto tenía uno amplio, que autorizaba el uso de distintos espacios dentro de un mismo edificio, e incluso el de varios lugares próximos, como una ciudad y sus alrededores. Los hechos necesarios para la economía de la acción dramática y que no pudieran verosímilmente adaptarse a la Unidad de Lugar no debían ser escenificados rompiéndola, sino ser narrados por un personaje.

Dice Luzán en su Poética:

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Es absurdo, inverosímil y contra la buena imitación que mientras el auditorio no se mueve de un mismo lugar, los representantes se alejen de él y vayan a representar a otros parajes distintos, y no obstante sean vistos y oídos por el auditorio. Consiste pues esta Unidad en que el lugar donde se finge que están y hablan los actores sea siempre uno, estable y fijo desde el principio del drama hasta el fin; y cuando poco o mucho no fuere uno y estable el lugar, será faltar poco o mucho a la Unidad. Supongamos que en una comedia el teatro, al principio, se finge ser una calle de Zaragoza; digo que el teatro ha de ser la misma calle por toda la comedia. Supongamos ahora que lo que al principio fue, por ejemplo, el Coso, se finge después ser el mercado o la calle del Pilar; éste será un yerro contra la Unidad de Lugar, aunque muy ligero y perdonable. Pero si se finge después que lo que era calle del Coso es el Arenal de Sevilla o un palacio en la isla de Chipre o el monte Atlante en África, no habrá quien pueda sufrir tal absurdo.


(pág. 464)                


Nicolás Moratín insiste en dejar bien claro, en todas y cada una de sus obras dramáticas, que ha respetado escrupulosamente la Unidad de Lugar. En el prólogo a La Petimetra:

La acción se representa en Madrid; y aunque algunos autores [...] permiten que una comedia se represente en una ciudad y en sus contornos, yo no he querido usar de tanta licencia. Nuestro Luzán dice que en distintos parajes de una ciudad se puede hacer la comedia, porque le parece inverosímil que en uno sucedan todos los lances; pero sin que, a mi parecer, se note inverosimilitud ni violencia he logrado colocarla no en el ancho circuito de Madrid ni en una casa, sino en una pieza particular donde tiene el tocador doña Jerónima, y de allí no se sale un paso ni aun al cuarto de más afuera, y esto es lo que con propiedad debe llamarse Unidad de Lugar.


(1762, pp. 21-22)                


En la primera escena de la comedia don Damián informa a don Félix, sin más propósito que advertir al auditorio del respecto verosímil de la Unidad, que doña Jerónima y doña María «viven en un mismo cuarto» (pág. 27).

En el prólogo a Lucrecia leemos que «la de Lugar se guarda tan fielmente que todo se supone sin violencia sucedido en cuatro palmos de tierra» (1763, pág. 8); en el de Hormesinda, que «la de Lugar se reduce a un salón». El mantenimiento de la Unidad de Lugar obliga a Moratín a una pintoresca justificación en el prólogo a Guzmán el Bueno:

La Unidad de Lugar no está quebrantada aunque se representa el suceso en el muro y acampamento, porque el auditorio se supone estar en el adarve de Tarifa, desde donde oye y ve cuanto pasa en ambas partes bien contiguas, mayormente considerando el antiguo modo de sitiar las plazas, tan diferente del moderno pues se hablaban unos y otros.


(1777, pp. 7-8)                


La Unidad de Tiempo requiere, en sentido estricto, que el tiempo imaginario de la acción y el tiempo real de la representación coincidan, de modo que el primero se limite a poco más de tres horas. En sentido amplio se admitían hasta 24, de acuerdo con la interpretación menos estricta del «giro del sol» mencionado por Aristóteles, e incluso 48. Podía colisionar con Verosimilitud y Decoro al obligar a los personajes a evolucionar psíquicamente en tan corto espacio de   —52→   tiempo, aunque para justificarlo se disponía de la peripecia (cambio de la acción por un hecho que la modifica radicalmente) y la agnición o anagnórisis (la revelación de la identidad, previamente oculta, de un personaje clave). La mejor agnición es que la produce peripecia; y el mejor argumento (la fábula impleja) es el que contiene peripecia, agnición o preferentemente ambas. Los hechos anteriores al tiempo acotado y necesarios para la fábula no podían ser escenificados sino que debían ser narrados, como ocurría a propósito de la Unidad de Lugar.

No es menos necesaria a la fábula la Unidad de Tiempo que la de Acción. Unidad de Tiempo, según yo entiendo, quiere decir que el espacio de tiempo que se supone y se dice haber durado la acción sea uno mismo e igual con el espacio de tiempo que dura la representación de la fábula en el teatro.


(Luzán, 1977, pág. 459)                


Supongamos asimismo que un poeta hace que de una jornada a otra pase más tiempo del que permite la regla de la Unidad de Tiempo, de modo que la persona que en la primera jornada salió niño o joven se vea después en la segunda o tercera ya hombre hecho o viejo decrépito [...] se desvanece la ilusión del auditorio, reconocen los espectadores que aquellos lances son representados y no verdaderos [...] De aquí procede que una ficción tan manifiestamente descubierta y una imitación tan desemejante de lo natural y tan mal ejecutada no produce efecto alguno de los que debiera producir.


(1751, pp. [20]-[21])                


Nicolás Moratín se preciaba de una observancia de la Unidad de Tiempo tan estricta como de la de Lugar. Es inverosímil, dice en el prólogo a La Petimetra, «que en tres horas se vean cosas que se supone que pasan en muchos años» (pág. 7). Y más allá, en el mismo texto:

La de Tiempo está guardada tan fielmente que no se tarda en la acción más de lo que pueda tardar en representarse, de suerte que su duración no pasará de tres horas. Y aunque pudiera alargarla por todo el giro o período del Sol que da Aristóteles, he querido sujetarme a lo que es más natural. Y aunque está ya recibido, si se mira con rigor no dejará de ser violento que lo que pasa en ocho o diez horas pueda reducirse a tres; pero yo no intento quitar esta libertad.


(pág. 22)                


Idénticas manifestaciones en los prólogos a Lucrecia (pág. 8), Hormesinda (pág. 4) y Guzmán el Bueno (pág. 8).

Leandro Moratín fue asimismo cuidadoso con la Unidad de Tiempo. La Comedia nueva desarrolla su argumento en dos horas; El Viejo y la niña en unas tres horas; El Barón en cuatro; La mojigata en siete y El sí de las niñas en diez. En El Barón se dan indicios al espectador de cuál es el tiempo de la acción dramática: en acto I escena 5, casi al comienzo, de la conversación entre dos personajes se deduce que nos encontramos después de la siesta, y algo después de las tres; y en una de las últimas escenas del segundo y último acto se nos dice que van a dar las nueve de la noche.

Nicolás utiliza un procedimiento similar en el acto I de La Petimetra, y más ampliamente Jovellanos en El Delincuente honrado, que transcurre en unas treinta   —53→   horas. El día primero, desde el amanecer a la hora de comer, incluye los dos primeros actos; la tarde y noche, los dos siguientes, y el quinto ocurre en la mañana del día siguiente, hasta las once. En I, 2 Torcuato mira su reloj y dice que son las siete y cuarto. En II, 3 Laura recuerda que aún no se ha realizado la comida del mediodía, y en II, 13 un criado la anuncia. En V, 1 un reloj da las once de la mañana del día siguiente.

La Unidad de Acción exige que ésta sea única, unitaria (es decir, conste de una serie de hechos necesarios y coherentes) completa (con planteamiento, desarrollo y desenlace) y de un solo protagonista.

Pecan contra ella las obras que contengan varias acciones de un protagonista, una de varios protagonistas y varias de varios; y en estos casos y también en el de una acción de uno, las acciones con hechos secundarios desvinculados de la acción principal (los que daban lugar a un argumento «episódico»). Cuando la obra escenifique un hecho histórico hay que respetarla igualmente, aun contra la verdad, en aras de la verosimilitud, habida cuenta de la no identidad entre Poesía e Historia. Los hechos necesarios para la economía del argumento pero que rompan la Unidad de Acción no podrán ser escenificados sino narrados, como en lo tocante a las otras Unidades.

La definición de Luzán en la Poética es como sigue:

Consiste en ser una la fábula, o sea el argumento, compuesto de varias partes dirigidas todas a un mismo fin y a una misma conclusión. De manera que todas las dichas partes o las varias acciones que componen el todo de la fábula han de ser, según Aristóteles, tan esenciales, tan coherentes y eslabonadas unas de otras que, quitada cualquiera de ellas, quede imperfecta y mutilada la fábula [...] Las partes esenciales se hacen inseparables por la fuerte trabazón con que están entre sí ensambladas y unidas, y mirando todas a un mismo fin y blanco forman la unidad de la acción que debe tener la fábula. Aquí se podría dudar si bastaría para la unidad de la fábula el referir muchas acciones, pero de uno. Lo cual, aunque no deja de tener cierta unidad, no es la perfecta unidad que requiere el poema épico o dramático, que principalmente consiste en la unidad de acción, no en la unidad de persona [...] Mucho más remoto de la perfecta unidad y mucho más opuesto será el referir muchas acciones diversas e incoherentes de muchos [...] En suma, la Unidad de la fábula consiste en ser una la acción, cuyas partes conspiren todas a un mismo fin y se junten en un punto, que es el blanco de todas. Y si la acción fuere una y de uno, entonces será más perfecta la unidad.


(pp. 457-459)                


Y en La Razón contra la moda:

Consiguientemente a las dos Unidades de Tiempo y de Lugar es la Unidad de Acción, porque si repugna a la razón y a la imitación que en tres horas de tiempo se supongan pasar muchos años o muchos días, y que en las mismas tres horas se anden muchísimas leguas y se vea desde un mismo puesto lo que pasa en Constantinopla, en Londres y en Sevilla, también ha de repugnar que se reduzcan a un mismo lugar y a un mismo tiempo dos   —54→   acciones que requieren distinto tiempo y distinto lugar [...] Aun cuando las dos acciones fuesen de un mismo héroe y de un mismo galán, no cabe que hayan sucedido en un mismo lugar y en un mismo tiempo, fuera de que siendo necesario para la ilusión y para los efectos que se piden a la comedia o tragedia que la atención del auditorio esté recogida, intensa y fija en una acción seguida.


(pp. 23-24)                





6. Reglas menores

Llamo reglas menores a preceptos que se deducen de los anteriormente expuestos, o que no fueron propugnados por el Neoclasicismo como leyes incuestionables; y, en fin, a cuestiones de menor cuantía que no tienen la enjundia de las que hemos visto hasta ahora.

a) No representar la violencia o la muerte en escena sino narrarla, ya que de otro modo se quiebra la ilusión o identificación del espectador, que es bruscamente devuelto a la realidad («se manifiesta el poeta») al advertir que ni él ni los actores han sido realmente heridos o muertos. González de Salas observaba que la tradición preceptiva se oponía a «poner a los ojos de los oyentes aquella manifiesta ejecución» y consideraba preferible «comunicar sólo su noticia por relaciones», aunque no todos los tragediógrafos de la Antigüedad cumplieron tal precepto (1778, pp. 56-57). En cuanto a «hacer las muertes en público», Luzán (1977, pp. 492-493) matiza la prohibición según el grado de inhumanidad y barbarie; Díez González es partidario de «huir de presentar a vista de los espectadores en el teatro escenas atroces y sanguinarias» (1793, pág. 105).

b) Evitar los apartes. La razón de su inconveniencia la explica inmejorablemente Montiano, en el primero de sus Discursos (1750, pág. 62): «Otro [defecto] comunísimo en nuestros teatros, y que se opone a la verdadera imitación de la acción, es el hablar a parte los actores, estando otros delante, porque es inverosímil que no oigan lo que dicen, cuando lo escucha todo el auditorio». Luzán es tolerante al respecto (en el prólogo a La Razón contra la moda) lo mismo que Aubignac (pp. 234-238). Discutió igualmente el Neoclasicismo la verosimilitud del soliloquio, mucho mayor que la del aparte.

c) Dar al lenguaje claridad frente a los alambicamientos barrocos y no usar estrofas artificiosas, por ser lo uno y lo otro, tanto en tragedia como en comedia, inverosímil e indecoroso.

d) En cuanto al número de actos, aunque la tradición preceptiva imponía el de cinco (véase Aubignac, pp. 195-197), el peso de la costumbre española hizo a nuestros neoclásicos admitir tres e incluso dos (Luzán, 1977, pág. 518; Díez González, 1793, pp. 79-80).

Finalmente, se consideraba conveniente que la escena nunca estuviera vacía, salvo en fin de acto, y que el número de personajes hablantes no fuera   —55→   superior a tres. Fue también objeto de debate la licitud de un héroe trágico movido por la pasión amorosa.

Y no se crea que el calificativo de menores que he aplicado a estas cuestiones significa que sean despreciables en el ámbito del pensamiento neoclásico; cuando Ignacio Bernascone quiere elogiar a Nicolás Moratín en el prólogo a Hormesinda, no olvida que «ésta es una tragedia sin amor, sin episodios extraños, sin soliloquios, sin apartes, sin dejar solo el teatro desde el principio hasta el fin» (N. Moratín, 1770, pág. [3]).

El teatro musical suponía dificultades específicas desde el punto de vista de la verosimilitud de la unión de música y parlamento, escollo que plantea con toda claridad Antonio Eximeno:

Siempre parecerá inverosímil a todo el que lo examine con imparcialidad. Por más que se esfuerce el arte en producir esta pretendida ilusión, nunca podrá conseguirla, y siempre será un absurdo intolerable el ver a los héroes del melodrama moderno referir cantando, disputar cantando, matar y morir cantando. Siendo el alma de todo drama la imitación, ¿a quién imitan los personajes del melodrama?


(1796 pp. 218-219)                


Luzán opinaba además que el encanto de la música puede llegar a marginar los fines educativos del teatro, «introduciendo, en vez de este deleite que podemos llamar racional, porque fundado en razón y en discurso, otro deleite de sentido» (1977, pág. 515).

La falta de verosimilitud también le parecía a Moratín un grave defecto del teatro musical (véase Andioc 1965 pág. 317). Luzán (op. cit. pág. 516) había reprobado incluso la ópera. Díez González la acepta, y llega incluso a censurar a quienes niegan licitud a todo teatro musical en nombre de la verosimilitud (pág. 173 n.), actitud adoptada antes por Tomás de Iriarte en La Música y por Andrés (1787 pp. 351-354), e incluso la reglamenta con detalle (1793 pp. 145 188). La zarzuela y sus análogos, en cambio, no merecieron el beneplácito de D. Santos:

Esto de estar hablando un actor y en el momento inmediato, cuando menos se espera, cantar, y luego volver a su primera declamación, me parece cosa irregular y fuera de lo que dicta la razón y el buen gusto.


(op. cit. pág. 141)                


Más tolerante y propicio a la disculpa fue D. Tomás, en nombre del gusto nacional y «la española natural prontitud» (1989, pág. 266), y también Eximeno:

...dramas en música que llaman zarzuelas, en las cuales se declama n las escenas y solamente se canta la parte que exige música, esto es los pasajes en que brilla alguna pasión. De este modo no se fastidia a los espectadores con la insufrible monotonía del recitado italiano.


(op. cit. pp. 195 196)                




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7. Distinción entre tragedia y comedia

Para el Neoclasicismo, tragedia y comedia son dos formas dramáticas perfectamente delimitadas que no admiten entre sí híbridos, aun cuando una distinción radical entre ambas carece de aval en la Poética de Aristóteles y en el teatro griego. Cuando determinadas formas intermedias aparezcan (tragedia burguesa, comedia sentimental) se producirá la gran renovación del teatro dieciochesco, de la que no cabe ocuparse aquí.

La tragedia, según la Poética de Luzán (pág. 433) es:

Una representación dramática de una gran mudanza de fortuna acaecida a reyes, príncipes y personajes de gran calidad y dignidad, cuyas caídas, muertes, desgracias y peligros exciten terror y compasión en los ánimos del auditorio y los curen y purguen de estas y otras pasiones, sirviendo de ejemplo y escarmiento a todos, pero especialmente a los reyes y a las personas de mayor autoridad y poder.


Las características de esa tragedia son las siguientes:

1.ª. Debe ser de asunto y protagonista históricos; se supone que lo realmente sucedido y divulgado afecta más al espectador y es más didáctico; además, siendo el héroe un príncipe, la Historia conservará por fuerza acciones de muchos de ellos aptas para ser dramatizadas. No debe olvidarse que el poeta está autorizado a modificar la verdad particular de los hechos y de los personajes históricos, como vimos más arriba.

2.ª. Los asuntos no deben corresponder al contexto espacio-temporal del espectador. Si corresponden a su mismo tiempo, deben situarse en espacio remoto; si a su mismo espacio, en un tiempo remoto; o bien en espacio y tiempo remotos ambos. La razón es que de otro modo el espectador podría estar informado de toda clase de detalles sobre acontecimientos y conducta de personajes, y sorprenderse ante las adaptaciones que de ellos debe realizar el poeta en aras de la Verosimilitud, el Decoro y la no sumisión de la Poesía a la Historia.

3.ª. El héroe trágico debe ser de rango elevado, puesto que sólo un poder y unas circunstancias como los suyos permiten acometer las acciones que son materia trágica, o sufrirlas; también porque se supone que los príncipes están rodeados de veneración e interés, y que sus destinos mueven a todos porque afectan a las naciones o comunidades por ellos regidas. Ese rango obliga a hacerlos actuar movidos por las pasiones que les son propias (ambición, orgullo, afán de poder), de acuerdo con las exigencias de Verosimilitud y Decoro. La pasión amorosa, cuando se desenvuelve en la esfera estrictamente privada en su alcance y consecuencias, o cuando da lugar a una mera intriga galante, no es un resorte propiamente trágico. Escribe Luzán:

Divide Aristóteles los hombres en mejores y peores; los primeros son propios de la tragedia, los segundos de la comedia. Y claro está que Aristóteles por mejores entiende los mejores en fortuna, en poder, en riquezas y en   —57→   fama, y por peores entiende la gente vulgar y los hombres particulares. Y la razón por que aquéllos y no éstos son propios para la tragedia es porque como la tragedia es una imitación de un hecho grande y famoso y tiene por fin el excitar en los ánimos del auditorio los afectos de terror y de compasión, los personajes ilustres y grandes son más a propósito para mover tales afectos; sus caídas son más ruidosas, sirven de mayor escarmiento y causan mayor terror y más lástima. Al contrario, los hombres particulares y plebeyos no son propios para la tragedia, porque regularmente entre tales personas no suceden casos tan extraños ni de tan grandes consecuencias, y dado que sucedan y por ellos caigan de la felicidad en la miseria, la caída es tan baja y tan poco considerable que no podría causar mucho terror ni mucha lástima.


(Ibíd, pág. 471)                


El Pinciano habla de «personas ilustres», «varones gravísimos» y «personas graves» (1973, I, pp. 240 y 246; II, pág. 330), y sintetiza perfectamente las razones de su idoneidad:

...personas graves, las cuales naturalmente mueven más a compasión cuanto de más alto estado vienen a mayor miseria; y las personas que son conocidas de todos por las Historias antiguas y poemas serán más a propósito, lo uno porque como conocidas hacen más compasión, y lo otro porque como públicas hacen más fe y verosimilitud en la acción.


(Ibíd. II, pp. 330-331)                


Para Aubignac, la tragedia representa «la vida de los príncipes, llena de inquietudes, de temores, de trastornos, de rebeliones, de guerras, de muertes, de pasiones violentas y de grandes aventuras» (1971, pág. 128 - traducción mía). Rapin cifra la utilidad moral de la tragedia en el ejemplo de la caída de «los grandes y las personas más considerables» (1970, pág. 97). Según Luzán, «de ordinario las fábulas trágicas se sacan de algún hecho verdadero e histórico» y de «las desgracias de reyes, etc.» (1977, pp. 440, 532). Montiano reconoce que «los hechos ideales y fingidos, por más que sean verosímiles, no mueven tanto como los reales y verdaderos» (1750, pág. 118) y se cree obligado a disculparse porque los protagonistas de su Virginia no son príncipes y por lo tanto «dista la inferioridad de su estado de la elevación que se requiere» (Ibíd. pág. 86).

La elevación social de la tragedia en lo tocante a protagonistas y acciones llega incluso a sugerir que los mismos príncipes son su destinatario predilecto, ya que sólo ellos podrán propiamente aplicar el mensaje moral trágico a situaciones, móviles y conductas similares a los vistos en escena, los cuales sólo podrán ser asumidos por personas de menor rango tras una minoración analógica. El Pinciano escribe que la finalidad de la tragedia es «suadir a los príncipes» (I, pág. 246); Luzán que en ella «los príncipes pueden aprender a moderar su ambición, su ira y otras pasiones con los ejemplos que se representan de príncipes caídos», mientras «el pueblo y los hombres particulares logran su aprovechamiento en la comedia» (1977, pág. 194); Díez González, que la tragedia «sirve de ejemplo y escarmiento a los grandes personajes» (1793, pág. 86).

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Por otra parte, Luzán recomienda al autor de tragedias que «no saque los argumentos de historias muy modernas [...] por lo cual debe siempre echar mano de historias y acciones antiguas y apartadas de nuestra edad», aunque «también puede el poeta servirse de casos modernos y recientes, como sean de países muy distantes, porque para el vulgo lo mismo es la distancia de mil leguas que la antigüedad de mil años» (1977, pág. 455). Leandro Moratín, en sus anotaciones a La Comedia nueva, da por sentado que «son muy poderosas las razones que hay para elegir los héroes de la tragedia en épocas y regiones distantes de nosotros» (1970, pág. 198).

4.ª. El héroe trágico debe ser moralmente intermedio. La tragedia exige habitualmente un final desgraciado, y produce su efecto didáctico gracias a la kátharsis o purificación de las pasiones. Esta exige a su vez que el espectador sienta terror y compasión o piedad ante el héroe, al mismo tiempo que acepta moralmente la licitud de su castigo. Tales sentimientos no los puede suscitar un héroe totalmente virtuosos e intachable, ni uno totalmente vicioso y reprobable, sino uno básicamente virtuoso pero lastrado por un vicio, una falta o un error. Tras plantearse las combinaciones posibles entre las categorías morales (hombres buenos y virtuosos, malos y viciosos, indiferentes -estos últimos los que hemos llamado intermedios- y las «mudanzas de fortuna» (paso de la felicidad a la desgracia y viceversa), Luzán concluye:

[El caso] en el cual los indiferentes bajan de la felicidad a la miseria es la constitución que Aristóteles aprueba sobre todas para la tragedia, con la circunstancia de que tales personas no fragüen su desgracia por algún del ito enorme sino por ignorancia, yerro o falta pequeña que no pueda llamarse delito.


(1977, pág. 472)                


La justificación psicológica de esta preferencia puede verse, por ejemplo, en Cascales:

Las acciones de los buenos no pueden causar terror y compasión, aunque más sean conducidas a mísero y desastrado fin, porque no siendo por culpa o pecado suyo el infortunio o muerte que les suceda, será su fin de mal ejemplo y será mal recibido de los oyentes, viendo que los buenos son castigados. Ni más ni menos las acciones de los malos no producen el efecto que buscamos de conmiseración y terror, porque siendo malos cualquier mal suceso que les venga será tenido por justo y bueno, cuyo castigo no solamente no moverá a lástima y horror pero le alabarán y tendrán por bueno. Según esto, las personas que son en parte buenas y en parte malas son aptas para mover a misericordia y miedo, y es porque le parece al oyente que aunque el que padece merece pena, pero no tanta ni tan grave. Y esta justicia mezclada con el rigor y gravedad de la pena induce aquel horror y compasión que es necesario en la tragedia.


(1975, pp. 186-187)                


En resumen: la tragedia debe inspirarse en hechos reales ofrecidos por la Historia; es el paso de la felicidad a la desgracia de personajes históricos, no correspondientes al tiempo ni al espacio del espectador, socialmente elevados y moralmente intermedios; su efecto didáctico se produce por medio de la   —59→   kátharsis. En el epígrafe siguiente señalaremos los problemas que implican los conceptos de kátharsis y de culpa o error.

La comedia, por su parte, ha de ser de asunto inventado y contemporáneo, y reflejar las tribulaciones de personajes positivos pero no excelsos, que triunfan frente a otros negativos o viciosos, pero no moralmente monstruosos ni desaforados. Son todos ficticios, socialmente bajos (lo que llamaríamos pueblo y clase media) y correspondientes al espacio y tiempo del espectador; el efecto didáctico se produce por la ridiculización de los vicios de los personajes negativos, y el hecho de que sean susceptibles de ridículo y risa indica bien a las clara su corto alcance y poca gravedad. Oigamos de nuevo a Luzán:

Lo que más importa en las comedias es que la virtud se represente amable y premiada, y el vicio feo, ridículo y castigado, porque de ahí resulta el aprovechamiento del público.


(1751, pp. [11]- 12])                


La comedia [...] es una representación dramática de un hecho particular y de un enredo de poca importancia para el público, el cual hecho o enredo se finja haber sucedido entre personas particulares o plebeyas con fin alegre y regocijado, y que todo sea dirigido a utilidad y entretenimiento del auditorio inspirando insensiblemente amor a la virtud y aversión al vicio, por medio de lo amable y feliz de aquélla y de lo ridículo e infeliz de éste.


(1977, pág. 528)                


Es esencialmente la misma definición de Leandro Moratín en el «Discurso preliminar» a sus comedias.

Mientras «la tragedia se funda en Historia, la comedia es toda fábula», y fábula «alegre y regocijada entre personas comunes», observaba el Pinciano (III, pág. 20; I, pág. 241). La razón del carácter ficticio de la fábula cómica viene, en última instancia, de un prejuicio clasista según el cual sólo príncipes y aristócratas son sujetos dignos de la memoria histórica:

Las acciones de los particulares y del pueblo no se extienden de ordinario más allá del barrio donde suceden, ni la memoria de ellas se conserva en las Historias; antes bien, como el público se interesa muy poco en semejantes sucesos, se entrega luego a perpetuo olvido. Por esto la fábula cómica, aunque sea verdadera su acción, siempre será como fingida.


(Luzán, 1977, pág. 456)                


Moratín asigna a la comedia la pintura de «acciones domésticas, caracteres comunes, privados intereses, ridiculeces, errores, defectos incómodos [...] las costumbres populares que hoy existen, no las que pasaron ya; las nacionales, no las extranjeras» (op. cit. pp. 198-199). Por eso no caben en la mentalidad neoclásica comedias de «reyes, príncipes, archiduques, pontífices y emperadores, y asaltos y conquistas», es decir las comedias heroicas del Siglo de Oro y sus descendientes del XVIII (Ibíd, pp. 201-202). Los vicios materia de la comedia «son o deben ser tales que no se deban castigar con las penas graves de las leyes» sino con el desprecio y la risa (Díez González, 1793, pág. 143), a diferencia de los graves desafueros y delitos trágicos.

  —60→  

Finalmente, Luzán sostiene (1977, pp. 371, 510-511) que la solemnidad y elevación de la tragedia exigen el uso del verso, endecasílabo y heptasílabo, con estructura simple y no artificiosa de rimas, o bien suelto. La comedia puede escribirse en prosa o bien en romance, de acuerdo con su naturalidad y sencillez. No podrá, según Luzán, haber tragedia en prosa. Idéntica es la opinión de Leandro Moratín (1944, pp. 320-321), que compuso dos de sus comedias (La Comedia nueva y El sí de las niñas) en prosa, y las otras tres en romance.

La visión aristocéntrica del mundo y el desdén hacia las clases popular y burguesa que revela la oposición neoclásica entre tragedia y comedia traiciona los prejuicios estamentales de la sociedad del Antiguo Régimen y su pone que bajo su inspiración se realizó una lectura reductora de la Poética de Aristóteles. La lógica de la historia y la presión social de los particulares y plebeyos daría pronto lugar a la comedia sentimental, la tragedia burguesa y la toma de la Bastilla.




8. El Neoclasicismo, Aristóteles y el teatro griego

Nuestro planteamiento de la codificación dieciochesca del Neoclasicismo (que fue menos sutil que el de los dos siglos precedentes) resultará enriquecido con algunos matices.

En cuanto a los personajes y el asunto de tragedia y comedia, Aristóteles (1974, pp. 131-132, 138, 141-145, 170-171, 181-182) asigna a la primera las acciones esforzadas (heroicas, de envergadura, superadoras de grandes obstáculos y necesitadas de gran esfuerzo) de hombres esforzados y mejores, y a la segunda las conductas viciosas (pero no en toda la extensión del vicio, sino en lo que no causa gran dolor ni ruina y es en último extremo risible aunque reprobable) de hombres de baja calidad y peores. La ambigüedad de la distinción entre mejores y peores es considerable; entenderla en cuanto «al vicio o la virtud» (frase probablemente interpolada en la Poética), aun en una lectura no cristiana de ambos términos, parece dudoso a la vista de Edipos y Medeas. Más aceptable es referirla al rango social, como entendió el Neoclasicismo habida cuenta de la naturaleza principesca de los linajes míticos de la tragedia griega: y no es imposible suponer que mejores aluda al carácter arquetípico o universalidad de la imitación, más exigible en la tragedia que en la comedia.

La naturaleza y requisitos de la kátharsis son el principal atolladero conceptual de la interpretación de la Poética de Aristóteles (véase 1974, pp. 143-145, 169-170). Charles Perrault llega a escribir en el cuarto diálogo de su Parallèle des anciens et des modernes (1971, pág. 266) que la purgación de las pasiones es «un galimatías que ha sido explicado tan diversamente que podemos deducir que nadie lo ha entendido» (traducción mía).

La delimitación de compasión y temor empieza por resultar confusa. Según la Retórica del mismo Aristóteles (1974, p. 341-349), se siente compasión   —61→   hacia el esforzado en tribulación grave no merecida, y hacia el semejante que sufre un mal que puede alcanzarnos también; pero por otra parte sabemos que el personaje trágico merece en parte, y en parte no merece, su desdicha, y que la de los absolutamente virtuosos o malvados no cabe en el planteamiento trágico. Temor, a su vez, se siente hacia lo que puede sucedernos a nosotros y ante lo que, al afectar o amenazar a otros, nos mueve a compasión. La compasión parece dirigirse al inocente y el temor al semejante, pero con la paradójica circunstancia de que el completamente inocente quede excluido de la primera, y de que los horribles destinos de los personajes trágicos puedan llevarnos a creernos sus semejantes.

Pero, por otra parte, no hay en buena lógica razón ninguna para que las tribulaciones del absolutamente inocente, sea cual sea su rango social, no puedan ser objeto trágico. Admitirlo abre una de las vías hacia la Tragedia Burguesa y la Comedia Sentimental:

Quedan aún otros prejuicios que combatir, entre ellos la supuesta norma teatral que exige que en cada obra quede el vicio castigado y triunfante la virtud [...] Erraría el poeta que pretendiera hacernos creer que la inocencia es siempre reconocida y premiada. No sólo digo que excluiría la piedad y el terror, que apenas despertaría el sentimiento de la compasión [...], sino que añado que presentaría el teatro del mundo bien distinto de lo que en realidad es [...] Pero, se me objetará [...], cuando los hombres vean el triunfo del crimen, ¿no irán a alistarse en las filas donde parece reinar la impunidad? [...] Si el poeta siente verdaderamente amor a la justicia, ese amor se hará patente a pesar del desenlace injusto; mostrará a la inocencia [...] satisfecha en último término de saberse respetada y amada por todos los que la conocen, cifrando su recompensa en su admiración...


(Mercier, 1970, pp. 246-251)                


¿Acaso no podéis imaginar el efecto que os haría una situación real, vestiduras de hoy [...] y peligros que amenazan a vuestros padres y amigos, y a vos mismo? Un revés económico, el miedo a la vergüenza, las consecuencias de la miseria, una pasión que lleva al hombre a la ruina, a la desesperación y a la muerte violenta, no son sucesos infrecuentes; ¿y no admitís que os afectarían tanto como la muerte fabulosa de un tirano o el sacrificio de un niño en el altar de los dioses de Atenas o de Roma?


(Diderot, 1967, pág. 92 - traducción mía en ambos casos)                


Según la Política (Ibíd, pp. 349-351), los cantos entusiásticos ponen fuera de sí al poseído y producen purgación, o sea alivio y placer resultado de la relajación de la tensión psíquica al actualizarse y exteriorizarse las pasiones habitualmente reprimidas.

Una lectura literal de la Poética lleva a entender que las pasiones purgadas son exclusivamente la compasión y el temor mismos. Esta parece ser la interpretación del Pinciano:

¿Cómo con temor y misericordia se quita la misericordia y el temor? ¿Por ventura es ésta acción de clavo, que con uno se saca el otro, o de sacamolero, que con un dolor quita otro?

  —62→  

Eso mismo, dijo Hugo, porque con el ver un Príamo y una Hécuba y un Héctor y un Ulises tan fatigados de la fortuna, viene el hombre en temor no le acontezcan semejantes cosas y desastres; y aunque por la compasión de mirarlas con sus ojos en otros se compadece y teme estando presente la tal acción, mas después pierde el miedo y temor con la experiencia de haber mirado tan horrendos actos, y hace reflexión en el ánimo, de manera que alabando y magnificando al que fue osado y sufrido, y vituperando al que fue cobarde y pusilánime, queda hecho mucho más fuerte que antes; y de aquí luego sucede el librarse de la conmiseración, porque la persona que es fuerte para en su casa también lo será en la ajena, y de la ajena miseria no sentirá compasión tanta.


(1973, II, pp. 314-315)                


Para González de Salas, «habituándose el ánimo a aquellas pasiones de miedo y de lástima, frecuentadas en la representación trágica, vendrán forzosamente a ser menos ofensivas [...] pues es cosa natural que de las acciones acostumbradas, aunque penosas sean, no se contraiga pasión» (1778, pp. 25-26).

Puede por lo tanto entenderse que compasión y temor, por la experiencia teatral, se moderan y templan a sí mismas a consecuencia del ejercicio y del hábito. Más sutil fue la interpretación de Lessing, para quien ambas pasiones alcanzan, cada una por su cuenta, su justa medida por incremento o disminución, y se equilibran entre sí como vasos comunicantes donde el exceso o defecto de cada una es compensado por la otra48.

Pero junto a esta interpretación, restrictiva por respetuosa de la lectura del texto aristotélico, era inevitable que la orientación del didactismo teatral desde la moral cristiana impusiera que «en las tragedias no solamente se corrijan la compasión y el miedo, sino otras muchas pasiones» (Luzán, 1977, pág. 433), es decir que se entendiera la kátharsis como corrección de los vicios morales encarnados en los personajes trágicos, «para que los reyes y los poderosos corrijan con este medio sus vicios y pasiones violentas, porque movidos a misericordia y lástima por la representación de casos atroces y lastimosos, es fuerza que templen en parte la crueldad, la ira, la ambición, y se inclinen a las virtudes opuestas a tales vicios, y que el temor y horror concebidos en el teatro los haga más cuerdos y menos desvanecidos en la próspera fortuna y más sufridos y constantes en la adversa» (Ibíd, pág. 490).

  —63→  

A las ambigüedades internas de la Poética de Aristóteles en algunos de sus puntos hay que añadir las que resultan de la comparación de sus preceptos con la práctica del teatro que fue su supuesta inspiración, y de la lectura cristiana de este.

Sabemos que el personaje trágico pasa al infortunio no por radical maldad o vicio, sino por un grave error. Ese concepto se vuelve problemático cuando lo trasladamos desde el mundo griego a las ideas de responsabilidad moral propias de la civilización cristiana. En estas caben la soberbia, la ambición, la desmesura y la impiedad de Jerjes de las que habla la Sombra de Darío en Los Persas de Esquilo (desde ahora E); la arrogancia de Agamenón, que usurpa honores reservados a los dioses tras la conquista de Troya en el Agamenón (E); el dilema de Antígona entre la obediencia a Creonte y la piedad hacia Polinice muerto en la Antígona de Sófocles (desde ahora S); el orgullo impío de Edipo ante Tiresias en el Edipo rey (S); la ambición e infidelidad de Jasón en la Medea de Eurípides (desde ahora Ee); pero desde ellas son difícilmente admisibles el engaño y la envidia de los dioses en Los Persas, la maldición que pesa sobre los linajes de Layo y Atreo, la venganza de Medea, el oráculo del que pende el destino de Hércules en Las Traquinias (S), o la responsabilidad de Palas en el Áyax (S), de Venus en el Hipólito (Ee) o de Baco en Bacantes (Ee).

En cuanto a las Unidades, es dudoso que Hipólito y Andrómaca (Ee) cumplan la de Tiempo (en el primer caso, por la duración verosímil del trayecto de Hipólito hasta la costa donde sufre el accidente, los viajes del mensajero y el traslado del cuerpo del herido; en el segundo, por el viaje de la esclava que ha ido a buscar a Peleo para salvar a Andrómaca de Menelao, por el del mismo Peleo, por el del mensajero que relata la muerte de Neoptólemo en Delfos y por el que de la comitiva que transporta el cadáver). Andrómaca y Suplicantes (Ee) son ejemplos de fábula episódica, contraria a la Unidad de Acción.

La no escenificación de la violencia se cumple en términos generales en el teatro griego: las muertes son relatadas por un mensajero u otro personaje en Los siete contra Tebas (E), Las Traquinias (S), Antígona (S) o Hipólito (Ee), por ejemplo, o bien se recurre a poner ante el espectador el momento en que un personaje es conducido a la muerte, a hacerle oír sus gritos entre bastidores cuando es herido o a mostrar su cadáver, como ocurre en Agamenón (E), Coéforas (E), Electra (S), Medea (Ee) o Electra (Ee). Pero, por otra parte, aun dejando a un lado el teatro de Séneca, Áyax se suicida en escena en Áyax (S), y en Bacantes (Ee), tras la narración de la muerte y descuartizamiento de Penteo por su propia madre y las mujeres tebanas, enloquecidas por Baco, la madre manipula en escena la cabeza de su hijo e invita a todos a un festín ritual en el que se comería su cadáver.

Sobre los personajes y el asunto de la tragedia es necesaria una puntualización. Ya sabemos que se consideró que debían ser históricos, y por   —64→   qué motivos. Sin embargo, Aristóteles (1974, págs. 159-160) dejó escrito que hay tragedias, y no por ello inferiores, de personajes y asunto ficticios, como La Flor de Agatón (uno de los contertulios del Banquete platónico), y que al fin y al cabo lo histórico no es conocido de todos ni por completo (lo que significa tanto que podemos modificar la Historia de acuerdo con las exigencias de la Poesía, como que una tragedia de materia inventada podría cumplir perfectamente sus funciones -y acaso ser entendida dicha materia como histórica, del mismo modo que Luzán señalaba que la de una comedia, aun siendo histórica, se entendería siempre como inventada).

Luzán, tras preguntarse si «el argumento de la tragedia debe tomarse de la historia o puede fingirse de planta», llega a la conclusión de que «se pueden hacer tragedias de argumento fingido, en lo cual no pongo la menor duda, persuadido de la razón no menos que de la autoridad de Aristóteles», porque lo que de verdad importa no es la ficción o verdad de fábula y personajes sino «la buena constitución de la fábula y otras circunstancias» (1977, pág. 453). La posibilidad teórica quedaba desde luego abierta, aunque para el Neoclasicismo resultaba dudosa su aplicación porque «hoy no tenemos tragedia alguna griega o latina que no contenga fábula de argumento conocido y verdadero; y con singularidad, para apoyo de su doctrina, pudo apenas nombrar Aristóteles una tragedia fingida de Agatón» (González de Salas, 1778, pág. 48), para mayor inri perdida. De modo que si la autoridad de Aristóteles y el sentido común obligaban a admitir la tragedia fingida como posibilidad, de todos modos resultaba desaconsejable por la falta de modelos y porque la tragedia histórica era siempre preferible, al ser el conocimiento previo de su asunto garantía del asentimiento del público, hasta tal punto que ese conocimiento era piedra de toque para valorar unos argumentos históricos en comparación con otros:

Así como los argumentos verdaderos son mejores que los fingidos, asimismo entre los verdaderos hay unos mejores que otros, pues si por ser notorio un argumento verdadero es mejor que el fingido, por ser más notorio un argumento verdadero que otro también verdadero, será asimismo mejor, más creíble y más útil.


(Luzán, 1977, pág. 454)                


También debemos tener en cuenta, por paradójico que pueda parecer, que la preceptiva aristotélica dejaba abierta la posibilidad de una tragedia de final feliz, aunque con notable ambigüedad: Aristóteles establece que la constitución trágica puede ser el paso de la dicha al infortunio o viceversa (1974, pp. 155, 191) -teniendo en cuenta la condena de la fábula doble en la tragedia pero no en la comedia (Ibíd, pp. 172-173)-, para afirmar luego que la buena tragedia es la de fin desgraciado (Ibíd, pág. 171). Es sabido que obras como el Filoctetes de Sófocles o Ion, Ifigenia entre los tauros, Helena y Alcestes de Eurípides tienen buen fin, aunque es dudoso que el nombre de tragedias les convenga.

Aubignac afirma que no está justificado privar del nombre de tragedia a obras de desenlace feliz en las que la acción y los personajes sean de naturaleza   —65→   trágica (acción esforzada de hombres ilustres), porque «la índole de los hechos y la condición de las personas» es lo que define la tragedia, y no el desenlace (1971, pp. 133-135). Luzán admite «aquellas en que muere el principal personado, como aquellas en que solamente peligra o tan sólo es abatido de la felicidad a la miseria, y también las de éxito feliz» (1977, pág. 433, subrayado mío); y en concordancia con Aubignac afirma que «aun en éstas las principales personas se ven en gravísimos peligros de perder la vida o el estado o la felicidad» (Ibíd, pág. 529), con lo cual lo esforzado y gravemente peligroso de la acción prima sobre el desenlace. Así el Pinciano reconocía que, si no cabe comedia de fin desgraciado, sí en cambio tragedia de «alegres fines»: «Si la tragedia alguna vez, que son pocas, viene a rematar en tales remates, tiene primero mil miserias, llantos y tristezas de los actores y representantes, y mil temores y compasiones de los oyentes» (1973, III, pág. 25). De modo que pudiendo la compasión y el temor ser excitados por la acción sea cual sea el desenlace, cabe tragedia feliz, aunque será de más débiles efectos.

Podemos observar por lo tanto que la vulgata del Neoclasicismo resultaba menos rica en matices y más rígida que la Poética de Aristóteles y que el pensamiento de sus buenos conocedores. En estos matices estaba el germen de la renovación teatral del XVIII, sin más que interpretar libremente la tradición aristotélica. Siendo posible una tragedia de asunto y personajes ficticios (lo que nos aproxima al asunto y personajes de la comedia, particulares y plebeyos) estaba trazado el camino hacia la tragedia burguesa o doméstica: y ese mismo tipo de tragedia, con un final feliz, nos conduce directamente a la comedia sentimental. La rigidez neoclásica no procedía de Aristóteles, sino de la ideología estamental que, secuestrando el teatro de asunto esforzado para ejercicio de personajes ilustres y dando por supuesto que fuera de la aristocracia no podían existir personas graves, intentó confinar a los personajes de clase media y popular, degradando sus problemas y conflictos, en el ámbito de lo cómico risible.




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