Casi un inédito hernandiano:
«El silbo de mal de ausencia»
1
Carmen
Alemany Bay
Universidad de Alicante
Miguel
Hernández es un poeta que, casi después de 50
años de su muerte, nos sigue sorprendiendo a través
de su obra. La crítica hernandiana, desde un tiempo a esta
parte, ha conseguido dilucidar muchos de los problemas, tanto de
tipo estilístico como textual, que aún sigue
ofreciendo su obra poética. Sin embargo, todavía son
insuficientes los avances, dado el acopio de material
inédito que aún se conserva. Algunas partes de su
obra requieren una revisión pronta que dará una
imagen nueva del escritor. Nos referimos obviamente a
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––––––––
lo que muchos estudiosos hernandianos han dado en llamar
«prehistoria poética» y, todavía
más, a aquellos poemas que cronológicamente se
sitúan entre Perito en lunas y El rayo que no
cesa. Sin duda una época en la que Hernández se
nutre de mimetismo y, al mismo tiempo, elabora ya un vocabulario
clave al que seguirá fiel en cada libro y en cada poema
posterior. Hacemos alusión a los poemas que constituyen el
primitivo Silbo, en concreto aquellos que Miguel
Hernández titula del siguiente modo: «El silbo de la
sequía», «El silbo de la llaga perfecta»,
«El silbo de afirmación de aldea», «El
silbo de las ligaduras» y «El silbo de mal de
ausencia». Podríamos releer poema a poema,
apoyándonos en algunas opiniones críticas, como la de
Agustín Sánchez Vidal2
que afirma:
Frente al primer libro [Perito
en lunas], fuertemente monopolizado por la octava en lo que a
métrica se refiere, esta nueva etapa se caracteriza por la
polimetría, con cierta tendencia al poema largo y la
silva.
Nos llamaba la
atención desde hace tiempo que un poema como «El silbo
de mal de ausencia» se redujese a tan pocos versos frente al
resto de los silbos, excepción clara de «El silbo del
dale» y de «El silbo de la llaga» donde el autor,
mediante versos heptasílabos, elabora unos poemas breves,
pero formando una estructura cerrada, sin posibilidad de una
continuidad expresa; sin embargo, no ocurre lo mismo con el poema
citado. El sentimiento de duda sobre la continuidad o no del poema
dio lugar a una revisión exhaustiva de la publicación
de todas las ediciones que se han hecho sobre la obra de Miguel
Hernández, desde las Obras Completas (Ed. E.
Romero. Prólogo de M.ª Gracia Ifach) hasta la
valiosísima edición de Poesías
Completas de Agustín Sánchez Vidal3.
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La crítica,
en general, se limitaba a la descripción y
clasificación sistemática de dichos silbos:
Los Silbos que nos han
quedado no son más que cinco y podemos dividirlos en dos
grupos, de factura y temática muy distintas. Los tres silbos
del dale, de las ligaduras y de la llaga perfecta
están escritos en heptasílabos pareados y asonantados
[...] Los otros dos: el de mal de ausencia y el de
afirmación de aldea están escritos en silva
consonantada4.
Sin embargo, tras
el reciente trabajo de ordenación de los autógrafos
de Miguel Hernández en el Archivo Histórico de San
José de Elche5,
llegamos a la conclusión de que el poema quedaba
interrumpido. Prueba de ello era que la hoja encabezada por el
título, y así editada, coincidía perfectamente
con seis cuartillas más, numeradas del dos al siete con un
doblez en el margen derecho de cada cuartilla. A ello se
añade el mismo tamaño de las siete cuartillas, todas
mecanografiadas por el mismo tipo de máquina (se observa el
mismo tipo de letra en todas las páginas), cuya cinta negra
debía de estar un poco gastada, porque la copia contiene
algunas palabras de difícil lectura en todas las
cuartillas.
A esta primera
prueba se unían otras que responden a la hipótesis de
continuación del poema, como era que a los últimos
versos de la primera cuartilla (parte publicada)6
le seguían otros de la misma rima consonante que contiene el
poema:
Me asaltan a millares
el cardo fósil y el espino
denso;
y espino soy que
embiste
y cardo que ardo solo si te
pienso
(vv. 33-36)
La cuartilla
segunda comienza:
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En este monte
inmenso,
que nadie, si no es yo, cuida y
asiste,
¡ay!, tanto en tu memoria me
entrometo
que sólo salgo de ella a
rempujones.
(vv. 37-40)
Estamos ante una
silva consonantada, cuyos versos citados anteriormente corresponden
al siguiente esquema métrico: [aBcBbCDE]. Como observamos
hay una coincidencia entre la rima de los versos de la primera
cuartilla y los del comienzo de la segunda.
Otro motivo que
nos hacía afirmar la continuidad del poema en las restantes
cuartillas mecanografiadas era que el citado silbo empieza con un
nombre propio, «Pedro», que vuelve a aparecer a lo
largo del poema:
Pedro te llamas,
Pedro, pena mía.
Pedro me llamo, y
¡ojalá lo fuera!:
(vv. 1-2)
Será Pedro,
sujeto poético, el que encabeza el poema y vuelve a aparecer
en la cuartilla segunda:
Me visto por los pies ¿con
qué motivo?
¿Con qué objeto soy
hombre?
¿Por qué me llamo
Pedro y sin ti vivo?
¡Ay, apártate un poco
que me asombre!
(vv. 63-66)
La referencia
concreta del nombre propio continúa en la cuartilla
cinco:
Pedro me llamo, y como tal
me obstino
por verte la mirada,
más alta que la nieve
sempiterna
que no baja del monte para
nada.
(vv. 163-166)
Como
comprobábamos el mismo sujeto poético, Pedro, se
repite a lo largo de las diferentes cuartillas, lo que da una
visión de totalidad del poema que hasta estos momentos, con
la publicación de treinta y seis versos, quedaba
incompleto.
Veamos ahora el
desarrollo del poema, para integrar en su textualidad aquellas
palabras que aparecen en los primeros versos publicados y que
tienen una continuación expresa en los restantes, aunque lo
más importante para justificar la continuación del
poema sea la temática, por medio de la cual Miguel
Hernández expresa su actitud amorosa a través de un
vocabulario-clave. Serán estas palabras las que nos sirvan
para rebatir la ilógica interrupción del poema
que
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se había mantenido hasta hoy; pero también son la
afirmación de que dichos términos transmiten la
esencia del desarrollo de la poesía posterior, siempre
pensando que cada término adquiere matices de
significación diferente en cada época.
El poema empieza,
como hemos señalado anteriormente, con el nombre propio
Pedro; y ya en el tercer verso hace referencia explícita a
la relación tradicional Pedro-piedra:
¡Ay, piedra del
barranco y la ladera
de esta joven y vieja
serranía
siempre pasada y siempre
venidera!
(vv. 3-5)
Sin embargo, ha
cambiado el contenido humano de la palabra por una
significación material. Dicha acepción se
repetirá a lo largo del poema tomando el valor de elemento
propio de la naturaleza, piedra que rodea al poeta-pastor y que es
testigo inefable de sus sentimientos:
¡Qué baldío me
veo,
sobre la pura piedra el
cuerpo echado,
sobre todo a la hora del
sesteo!
(vv. 60-62)
... a través de las
piedras y las horas
filtrado lentamente;
pinos de piedras amenazadoras,
(vv. 108-110)
¡por la intratable rampa de
la nieve
y la piedra mortal del
precipicio!
(vv. 206-207)
Como
anticipábamos, si el poema, en cuanto al contenido, se
centra en el llanto de un pastor por la ausencia de la amada,
éste se sustenta en el texto a través de los
términos clave.
A pesar de que el
poema se ubica en una primera época, donde juegan un papel
importantísimo los elementos de la naturaleza (pastor,
ganado, cordero, lana, almendra, abejas, rosas, etc.), no
serán tan decisivos como: amor, ausencia, pena, soledad,
vida/muerte, que determinarán su posterior trayectoria
poética, si bien responden a un estado de ánimo que
se identifica perfectamente con el entorno natural.
En el texto
presenta una especial relevancia el término
Ausencia, palabra-clave que adquirirá su
máxima significación en el Cancionero y romancero
de ausencias; sin embargo, su presencia en los primeros versos
nos indica la progresiva maduración del poeta que, tras
un
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proceso de elaboración exhaustiva, logra diversificar el
contenido de la palabra:
Junto a alguna utilización
del término referido a elementos naturales aparecen pronto
los valores referentes a la ausencia amorosa7.
«El silbo de
mal de ausencia» será un claro ejemplo de los citados
valores. La primera vez que el poeta emplea el término en
este silbo lo dota de un carácter humano, le llamará:
«la ausencia, esa hi de puta»:
Lo más importante en este
verso es que llame hi-de-puta, no a una persona o una cosa, sino a
un concepto amoroso tan sutil -tan petrarquesco o garcilasiano-
como el de la ausencia8.
La ausencia
será el vocablo catártico de todo el poema.
Hernández lucha por huir de la situación desesperada
en que se encuentra: «No me des con el cardo de la
ausencia/ que el corazón me informas de
agonía (vv. 158-159)». El término que
aquí aparece se revestirá, en sus últimos
poemas, de tintes trágicos que, en algunas ocasiones, nada
tienen que envidiar a la significación que toma en la
postrera etapa:
¡Cuánto, amor,
cuánto siento en esta hora
de alicaída luz y mundo
inerte
el largo desamparo de mi vida
que tu ausencia
demora
y la emoción divina de la
muerte!
(vv. 180-184)
La misma
emoción impresa en el poema se refleja en otro soneto que
Miguel Hernández escribió en estos años, en
que reincide en los mismos tópicos: la ausencia de la amada.
Realmente, podríamos confundir este cuarteto con los versos
de «El silbo de mal de ausencia»:
El silbo se cierra
con un derivado de ausencia (ausente), pero la significación
de la palabra está más cerca del valor que contiene
en su poética final, que del de la ausencia amorosa.
Nuevamente volvemos a plantear, ante la evidencia de estos versos,
la hipótesis de que en esta poesía de
transición entre dos obras clave, Perito en lunas y
El rayo que no cesa, se ha formado ya la esencia de la
poética hernandiana. Leamos estos versos:
¡Ay, que solo me alivia y me
descansa
saber que tienen todas las
criaturas
un ausente y un
muerto!
(vv. 225-227)
La ausencia de la
amada es compañera inseparable del dolor, sentimiento que se
expresa en los primeros versos. Hernández juega con ambos
términos (ausencia/dolor), que pasan así a formar
parte de un mismo campo semántico. Será el mismo
dolor, incluso poetizado con las mismas formas, el que
sentirá ahora por la ausencia de la arpada y, años
más tarde, por la ausencia del hijo y de Josefina, en su
Cancionero y romancero de ausencias:
de la dolencia voy a la
dolencia,
por la dolencia y por la
sierra arriba.
(vv. 16-17)
Como muere,
doliéndose, el cordero
destetado sin madre ni
asistencia,
así de esta
dolencia
de no verte estoy viendo que me
muero.
(vv. 69-72)
Como venimos
observando, todos los términos-clave que aparecen en la
primera cuartilla tienen su continuación en el poema, y son
valores que forman un perfecto compendio para la
significación total de éste. Si el poeta canta al
dolor por no tener «en la presencia» a su amada,
también llora por la soledad, («¡Ay,
cuánta soledad sin la presencia!» (v. 18)). Los poemas
que pertenecen a esta época (período entre 1933-35)
reinciden en el citado término, que expresa el estado de
ánimo que Hernández padeció a lo largo de su
corta vida; en principio, en el monte por su oficio de pastor;
más tarde, en la ciudad, por la lejanía del campo y
de la amada, y al final de su vida por la soledad de la
cárcel. A pesar de todas estas situaciones:
La mayor definición del
término (soledad) plantea valores hacia la naturaleza y
hacia el mundo personal, en consonancia posiblemente al origen
cultural del campo de significación de la palabra en el
período
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de máximo mimetismo, donde no será difícil
observar, por ejemplo, trazas de La vida retirada de Fray
Luis o del modelo de soledad renacentista10.
El poeta relaciona
continuamente el término soledad con elementos que la
naturaleza le ofrece, creando así esa identidad tan
garcilasiana del sentimiento (soledad) y los elementos
naturales:
¡Que sea mi soledad
la de la cuerna
de la cabra: compaña!
(vv. 170-171)
Esta mano alargada a la
caricia
por el continuo trato de la
honda,
sola se me malicia
y se desmanda y anda tierna y
monda,
más tierna y monda en tanta
concurrencia
crespa de piedra, soledad
y espino.
(vv. 120-125)
La ausencia, el
dolor y la soledad marcarán la dicotomía entre
vida/muerte. Hernández, en su desesperación, se
recrea con ambos términos y, en este juego dual, el vivir se
convierte en morir, pero una tópica muerte por amor, lejos
de la muerte desgarrada que tendrá presencia continuada en
su poética posterior:
Si viéndote
moría de contento,
no viéndote no vivo
de penado.
(vv. 58-59)
Miguel
Hernández expresa la agonía continuada, inacabable,
que significa la ausencia de la amada:
Mi pensamiento siempre está
en un hoyo:
el que la risa te hace,
y en él entierro vivos.
(vv. 148-150)
No sé cómo me queda
resistencia
para seguir muriendo hasta otro
día.
(vv. 156-157)
Si el mundo que
circunda al poeta es el de la vida y el de la muerte, no puede
faltar el amor, como elemento definitorio de ambos universos: amar
en vida y amar «más allá de la muerte».
El término «amar», por otra parte, quizá
sea uno de los más utilizados, alcanzando su máxima
expresividad en este período. En «El silbo de mal de
ausencia» se repite con cierta continuidad; a través
de la relectura
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––––––––
observamos que siempre aparece entre comas, con la función
de vocativo; el poeta no se cansa de invocar una y otra vez a
aquella persona: su amor, artífice de su pena.
Ven, amor; y verás
la anatomía
del cardo, el esqueleto de la
pena.
(vv. 97-98)
Después del
análisis de los términos-clave como elementos
relevantes que forman el compendio temático, conviene
señalar que, aunque son definitorios de toda su
poética, este poema en concreto, junto a los de su misma
época, se caracteriza por la mezcla de valores propiamente
hernandianos y de elementos referenciales de otros poetas, fruto de
una serie de influencias, algunas mencionadas anteriormente, como
son: el contacto con la naturaleza, al que se añaden ciertos
símbolos religiosos que se entrecruzan con el mundo pastoril
de las églogas garcilasianas. No menos importante
será reseñar la posible influencia de los Cancioneros
y San Juan de la Cruz.
Agustín
Sánchez Vidal11
hace referencia al mimetismo del poeta en los siguientes
términos:
Frente a la dispersión
temática de Perito [el primitivo Silbo,
donde se ubicaría «El silbo de mal de
ausencia»], estaría unificado por una serie de
símbolos religiosos detectados en la naturaleza [...].
Frente al hermetismo, una mayor claridad, pero, como contrapartida,
una complicación conceptual, un transfondo teológico
extraordinariamente complejo.
Un punto de
relación inmediata se abre, a partir de aquí, con los
elementos culturales que determinan a Hernández en esta
etapa. Si poco después el poeta aborda la creación
del ciclo épico de la Guerra Civil, en los primeros
años de la República su poesía tiene una
fuerte determinación religiosa, fruto de vivencias e
influencias juveniles. Orihuela ofreció a Miguel
Hernández un mundo cerrado donde la religiosidad era
básica en la existencia colectiva. Para Neruda, amigo
reciente de Hernández, era motivo de agobio «La
Orihuela satánica y sotánica»; por otra parte,
y esto es realmente definitivo, su amistad con Ramón
Sijé, católico militante, es lo que influirá
decisivamente en Hernández hasta 1934 ó 1935,
años en que el poeta vive en un orbe conservador, donde el
ideal poético se resume en la fusión del
idílico mundo campesino y el pastoril, más una
concepción rural evangélica:
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Que Ramón Sijé
quisiera conducir a Miguel hacia un «catolicismo de
casa», o sea doméstico, «crepuscular»,
decadente, bucólico y totalmente español en el
sentido provinciano y aún convencional de la
expresión, es cosa que la obra misma de Hernández, en
sus comienzos, demuestra; y que a la vez ello también
significara inducirle a un «catolicismo lírico»,
extremadamente evasivo y enrarecido, es cosa probada por las
palabras que Sijé antepuso a Perito en
lunas12.
La influencia de
Sijé fue decisiva, pero además lo fue el hecho de que
Ramón Sijé indujese a Hernández hacia un
catolicismo de matriz culta que tendría su principal
plasmación en el Gallo Crisis. Las consecuencias
fueron de una relevancia extraordinaria:
El segundo mérito de la
influencia de Sijé consistió en acercar a
Hernández en forma no superficial a la lección de los
poetas y escritores místicos españoles de los siglos
XVI y XVII. De ellos, en efecto, Miguel aprendió y
asimiló no sólo el desnudo y concreto lenguaje de los
sentimientos (sobre todo de San Juan de la Cruz), sino
también el áspero y directo léxico del que
aquellos escritores se servían para expresar su
ascético concepto de la carne13.
Sin duda, el autor
de estas citas, Dario Puccini, ha sabido resumir en pocas palabras
lo que supone una época no suficientemente estudiada por la
crítica hernandiana. Hernández sigue las lecturas que
le ofrece Ramón Sijé; pero no hay que olvidar el
ámbito cultural en el que el poeta ya se mueve: lecturas
múltiples de los clásicos (Góngora, Quevedo,
Lope, etc.).
Ramón
Sijé, estudioso de San Juan de la Cruz, nos ha dejado una
visión muy particular del poeta místico. Miguel
Hernández participa de todos los quehaceres poéticos
sijenianos, lo que en consecuencia aprovecha para la
elaboración de sus poemas:
Recordemos que el adjetivo
vulnerado es de San Juan de la Cruz, y que Ramón
Sijé ha publicado en las páginas de Cruz y
Raya su antología personal sobre este
santo-pájaro-poeta. Éste es el ambiente espiritual
desde el que Miguel Hernández escribe todavía la
poesía de sus silbos y sonetos14.
Miguel
Hernández leyó a San Juan, incluso podríamos
llevar la hipótesis a límites más extremos:
leyó y releyó al poeta místico para escribir
su «Silbo de mal de ausencia».
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El
Cántico espiritual es una fuente clara de
inspiración de «El silbo de mal de ausencia»,
como de otros poemas de la época. San Juan rodea a los
esposos del locus
amoenus de animales, y hace una enumeración de
éstos y de los elementos de la naturaleza:
Miguel
Hernández, utilizando casi los mismos elementos, logra crear
un ambiente totalmente diferente, lejos ya de los valores de la
alegoría de San Juan, y ante la austeridad del
místico, el poeta logra alambicar con adjetivos los mismos
sustantivos que manejó San Juan, transmitiéndonos una
atmósfera que más que la sensación de
bienestar del locus
amoenus, da como resultado una emoción angustiosa.
Las palabras, en principio paradisíacas, se convierten en
instrumentos de aflicción:
a través de las piedras y
las horas
filtrado lentamente;
pinos de piedra amenazadoras,
cada instante, de grandes
cataclismos,
flores que se alimentan del
relente,
águilas sobre abismos,
alacranes picudos, saltamontes
carpinteros y astrales,
y todo el cielo de los
horizontes,
y toda la paciencia de mis
males.
(vv. 108-117)
Con estos cambios,
Miguel Hernández logra crear ese estilo tan personal que,
aunque recuerda a otros poetas anteriores, indica también la
creación de un mundo poético propio.
También es
la soledad un término-clave en el Cántico
espiritual de San Juan de la Cruz:
En soledad vivía
y en soledad ha puesto ya su
nido,
y en soledad la guía
a solas su querido,
también en soledad de amor
herido.
(Estrofa 35)
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––––––––
¿No es
acaso ese mismo sentimiento el que invade al poeta tal y como
leemos en «El silbo de mal de ausencia»? Es la soledad
la angustiosa compañera del sujeto poético, Pedro, y
también de la esposa que recorre los montes en busca del
amado en San Juan:
Descubre tu presencia,
y mátame tu vista y
hermosura;
mira que la dolencia
de amor, que no se cura
sino con la presencia y la
figura.
(Estrofa 11)
Pedro, el pastor
solitario, evoca las mismas palabras de la esposa del poema de San
Juan de la Cruz:
¡Ay, entrégate al mar
de la presencia,
que ella te cogerá por el
camino!
(vv. 126-127)
Sin embargo, la
más clara prueba de la lectura directa del místico
por parte del poeta oriolano está en el léxico.
Miguel Hernández hace gala a lo largo del poema de la
utilización de algunos cultismos, muy pocos: no obstante hay
uno que llama excesivamente la atención: «Me
adamo en esta soledad viuda» (v. 56); referencia
obligada es la estrofa 32 del Cántico:
Cuando tú me mirabas,
su gracia en mí tus ojos
imprimían:
por eso me adamabas,
y en eso merecían
los míos adorar lo que en ti
vían.
El manejo del
mismo verbo es indicador de la influencia del místico en
«El silbo de mal de ausencia», como en otros poemas de
la época donde están presentes expresiones
típicas de San Juan como «soledad sonora»,
«que va de vuelo», etc.
El poema parte
además de una referencia bíblica: el nombre de Pedro
y su insistencia en la relación Pedro-piedra como
símbolo permanente de una tradición cultural:
La piedra es un símbolo del
ser, de la cohesión y la conformidad consigo mismo. Su
dureza y duración impresionaron a los hombres desde siempre,
quienes vieron en la piedra lo contrario de lo biológico,
sometido a las leyes del cambio, la decrepitud y la muerte, pero
también lo contrario al polvo, la arena y las piedrecillas,
aspectos de la disgregación16.
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––––––––
Precisamente todos
estos atributos son los que Dios intentó dar al Pedro
bíblico, y de caracteres similares quiere dotar
Hernández al sujeto poético. Sin embargo, el Pedro
del poema, mediante una exclamación, expresa la
imposibilidad de contener todos los atributos del personaje
bíblico. Será precisamente la ausencia de la amada la
que rompe su fortaleza como hombre:
Pedro te llamas, Pedro, pena
mía.
Pedro me llamo, y
¡ojalá lo fuera!:
(vv. 1-2)
Si el
Cántico espiritual es un punto de relación
entre Miguel Hernández y San Juan de la Cruz, no menos
fundamental es otro poema titulado «Un pastorcico»
donde emplea términos-clave que el poeta oriolano repite en
«El silbo de mal de ausencia», como hemos citado
anteriormente:
Y dice el pastorcico: ¡Ay,
desdichado
de aquel que de mi amor ha hecho
ausencia,
y no quiere gozar la mi
presencia,
y el pecho por su amor muy
lastimado.
(«Un pastorcico»)
De todos modos, la
similitud léxica y conceptual de ambos poemas tiene otras
consecuencias: el poema «Un pastorcico», como sabemos,
está directamente enlazado con otro de igual título
de la lírica medieval. La relación de un poema
místico con una poesía pastoril de carácter
totalmente profano como es «Un pastorcico» nos hace
reflexionar y posteriormente reafirmar que Hernández es un
poeta originariamente de tradición popular. A este respecto
ha afirmado Luis Felipe Vivanco17:
Ha sido necesaria, por lo tanto, la
feliz conjunción de las dos dimensiones fundamentales de
nuestra poesía de todos los tiempos: la popular y la culta,
para que se produzca un poeta tan enterizo y tan rico de aventura
existencial española como Miguel Hernández.
Miguel
Hernández funde la tradición popular con la
tradición culta, como San Juan. Por ello, al leer «El
silbo de mal de ausencia» aflora el gusto de Hernández
por la poesía culta del siglo XVI, en especial por Garcilaso
y por otro autor de la antigua tradición latina: Virgilio.
Sin embargo, la diferencia entre ambos autores y Hernández
está en que este último parte de un mundo vivencial,
por tanto elabora un poema que se nutre de dos vías
diferentes: del mundo idílico
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––––––––
poético de autores de églogas, y del entorno natural
de su vida cotidiana. Hernández logra una
transmutación que se hace patente en la rudeza del
léxico de este poema y, además, en casi todos los que
pertenecen a El silbo vulnerado:
Silbo vulnerado, canción
herida, un corazón asaetado traía Miguel
Hernández a la poesía de su tiempo. Y ante los ojos,
la melancolía bucólica de Garcilaso, los ayes
amorosos de San Juan de la Cruz18.
Sea como fuere y,
a diferencia de San Juan («San Juan de la Cruz ha tomado
-como hemos visto- un poema eglógico profano [«Un
pastorcico»] y lo ha reproducido con ligeras variantes: un
pastor se lamenta de amoroso abandono»)19,
Hernández consigue crear un poema que, aún cargado de
mimetismo, demuestra ya un espíritu poético de gran
personalidad.
Sólo un
gran poeta como Pablo Neruda podía precisar la bipolaridad
que se encuentra en «El silbo de mal de ausencia» y en
otros poemas de la época. Los versos del poeta chileno
resumen, en esencia, lo que trató de plasmar
Hernández en muchos de sus versos: su condición de
«pastor de cabras» y su lectura de la
«escolástica de viejas páginas».
Precisamente, aquello que venimos afirmando sobre la fusión
de la tradición popular (a través de la lírica
medieval) y de la tradición culta (centrada en un
género muy especial, la égloga, con obligadas
reminiscencias a Garcilaso y a Virgilio):
Llegaste a mí directamente
del Levante. Me traías,
«El silbo de
mal de ausencia», que hoy publicamos por primera vez en su
integridad, es seguramente una muestra más que nos
ayudará a conocer una época (1932-35) en la que
Hernández comienza a demostrar su genio poético, sin
olvidar la lección de los grandes autores
clásicos.