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Un análisis exhaustivo de estas obras, sin las limitaciones inherentes a la perspectiva de nuestro trabajo, puede encontrarse en Martínez Cachero (1960, pp. 233-278).

 

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«Una azada como muchedumbre de azadas. Una casita como muchedumbre de casitas. El rumor leve de la pinada; rumor que crece y decrece como las olas del mar. Y el mar del tiempo que se lleva las generaciones -generaciones con sus azadas- y trae otras generaciones» (Azorín 1930, cap. IV).

 

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Este intento de Azorín adviene dentro de una comprensión marcadamente schopenhaueriana: la vida, toda vida, es un equilibrio entre la inteligencia y la voluntad. «Todo ser animal, y tanto más si es el hombre, para poder existir entre las dificultades del mundo, necesita de una cierta adecuación y proporción entre su voluntad y su intelecto. Cuanto mejor haya sido realizada esta proporción por la naturaleza, en modo preciso y justo, tanto más fácil, seguro y placentero será el camino de un ser animal a través del mundo. Basta ya una simple aproximación a la exactitud para salvarlo de la perdición. Existe, por tanto, una cierta flexibilidad e indulgencia entre los confines de la exactitud y proporcionalidad mencionadas. La norma ahora vigente es la siguiente: como la finalidad del intelecto es la de ser luz y guía de los pasos de la voluntad, cuanto más violento, impetuoso y pasional sea el impulso íntimo de una voluntad, tanto más claro y firme tendrá que ser el intelecto que la acompaña, para que la volencia de las voliciones y aspiraciones, el ardor de las pasiones, el tormento de los afectos no induzcan al hombre al error, no lo arrastren hacia acciones irreflexivas, equívocas, desastrosas: lo que sin duda sucederá si la voluntad es impetuosa y el intelecto débil. En cambio, un carácter flemático, una voluntad débil, inerte por tanto, puede lograr la propia afirmación con un intelecto escaso: para una voluntad moderada es suficiente un intelecto moderado. En resumidas cuentas, toda desproporción entre una voluntad y su intelecto, es decir, toda desviación de la proporción consecuente con dicha norma, tiende a hacer al hombre infeliz: por tanto, también cuando la desproporción es inversa» (Schopenhauer 1851, vol. II, § 304).

 

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Este ideal ascético, en mayor o menor medida, desde la resolución de la crisis espiritual que representan las novelas de la saga de Antonio Azorín, está presente a lo largo del entero corpus azoriniano: cada etapa presenta una modulación precisa del mismo (piénsese, por ejemplo, en Don Juan), si bien es ahora, en esta estación crepuscular, donde la representación del mismo adquiere mayor fuerza.

 

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¿Y de dónde, si no de Schopenhauer, habría de venir a Azorín este afán suyo, explícitamente declarado (1942, cap. XXXVIII), de «conciliar el Oriente y el Occidente»? La misma fascinación de Azorín por el franciscanismo (Martínez Cachero 1960, pp. 181-185 y 235-239) tiene un eco schopenhaueriano que casa con la mencionada conciliación: «Aquellos en quienes predominaba seriamente su salud eterna eligieron la pobreza voluntaria, incluso si la suerte se la había negado y habían nacido en la riqueza: así Buddha Sakya Muni, que, siendo príncipe de nacimiento, tomó voluntariamente el bastón de mendicante; y así también el fundador de las órdenes mendicantes, Francisco de Asís» (Schopenhauer 1851, vol II, § 170). Y más adelante: «Una vida feliz es imposible; lo máximo que el hombre puede alcanzar es la vida heroica» (id., § 172 a).

 

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«Ocasionaba su disgusto, principalmente, el no querer emular, entre profanidades, a quienes están consagrados a la vida ascética y él admira» (Azorín 1943a, cap. XX).

 

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En ninguna otra ocasión aparece más claro este distanciamiento de Nietzsche: «La pureza de este hombre le seguía cautivando. Desde el pie de las murallas contempla el crítico el panorama desnudo de la campiña abulense. Da un adiós, desde este paraje, a un fragmento de su vida. Se desamiga de lo que antes amara. Quedan, con todo, allá a lo lejos, pedazos de su amistad. No podrá renunciar nunca a la agudeza en la sensibilidad que todo lo capta y todo lo asocia y lo disocia: cualidades excepcionales del filósofo, de quien ahora en las alturas de Ávila, a mil ciento cuarenta y cuatro metros sobre el mar, discrepa sin rencor y sin saña, antes bien con profundo pesar» (Azorín 1943b, cap. XIV). Y Azorín, en esta última frase, remedando el descubrimiento nietzscheano del Eterno Retorno (durante un paseo, por el lago de Silvaplana, cerca de Sils-María, «a seis mil pies más allá del hombre y del tiempo», según cuenta el propio Nietzsche en Ecce Homo, en el capítulo dedicado a la génesis del Zaratustra), confiere a su despedida de Nietzsche el mismo carácter de revelación y de destino que el propio Nietzsche otorgara a aquella su visión primordial.

 

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«El hombre tiene, más que el animal, los placeres propiamente intelectuales [...] pero, como contrapeso de esto, por parte de los sufrimientos, se añade el tedio [...] El tedio es para el hombre un verdadero azote, como se puede ver fácilmente en aquel ejército de desgraciados, los cuales han pensado, siempre y exclusivamente, en llenarse los bolsillos y nunca su cabeza, y para los cuales el bienestar se convierte en un castigo, en cuanto que los abandona al martirio del tedio; corren o viajan para huir de él, y donde llegan preguntan cuáles sean los recursos del país, como la necesidad pide informaciones sobre las fuentes de asistencia: -porque la necesidad y el tedio son, ciertamente, los dos polos de la vida humana» (Schopenhauer 1851, vol. II, § 153).

 

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«Dentro del vivo foco de luz se encuentra un librito en pergamino, cuadrilongo, regordete; es la Imitación de Cristo, ejemplar de una edición impresa en Villagarcía de Campos, capital de los Campos Góticos, año 1762, en las prensas que allí tenía la Compañía de Jesús. En las páginas pares se lee el texto latino y en las impares una traducción griega. En el libro se ve una señal, y abierto el volumen por ese sitio se pueden leer unas líneas subrayadas con tinta: Cella continuata, dulcescit, et male custodia tedium generat. Nieremberg, en su traducción, las traslada de este modo: El retiro usado se hace dulce, y el poco usado causa hastío. Fray Luis de Granada, más artista, dice: El rincón usado se hace dulce, el poco usado causa fastidio» (Azorín 1943b, cap. I)

 

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La primera cita textual que encontramos pertenece a Soledades (1898); se trata de un aforismo de Parerga y Paralipomena, de carácter anecdótico, que nada aporta al pensamiento ni a la estética del escritor.