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ArribaAbajo Sobre el mito de Inglaterra en el teatro español de fines del siglo XVIII: Una adaptación de Valladares de Sotomayor

Paul-J. Guinard


Universidad de París-Sorbonne (París-IV)


No es el aspecto menos notable y curioso de las mentalidades en la España de Carlos III el interés por Inglaterra y lo inglés. Evidentemente, las relaciones entre ambos países, más a menudo tensas, cuando no bélicas, que pacíficas, influirían no poco en esa atención. Los recuerdos y las huellas de la Guerra de Sucesión -Menorca y Gibraltar arrebatadas-, la Guerra de los Siete Años y sus repercusiones coloniales, el conflicto de las Malvinas, la guerra de 1779 y sus efectos en la hacienda y la economía españolas, inmediatamente perceptibles incluso para las gentes más humildes, mantuvieron durante todo el siglo un ambiente, no diremos anglófobo, pero sí de atento recelo y de curiosidad. No se olvide por otra parte que entre las fases de contienda armada existieron activas relaciones comerciales, causantes de la difusión en la Península, a partir de los puertos, de modas y objetos ingleses, especialmente en las industriosas provincias del Norte403. Claro que el modo de imaginarse lo británico variaría notablemente   —284→   de un grupo social a otro, fundándose en un conocimiento concreto y objetivo entre la gente ilustrada, y presentándose como mito entre la gente de pocas letras, y es notable el esfuerzo de información sobre Inglaterra, sus costumbres y sus instituciones patente en La Estafeta de Londres, publicada semanalmente en 1762, tal vez a sugerencia de las autoridades, por F. M. Nipho; aunque tal esfuerzo no produciría gran efecto, dada la débil difusión y el carácter efímero de semejantes publicaciones por aquellos años404. Y ya que acabamos de mencionar un modesto semanario, no podemos dejar de recordar que en la prensa es donde quizá han aparecido las señales más indiscutibles, aunque confidenciales, de la influencia de Inglaterra en la vida intelectual española; nos referimos a las traducciones y adaptaciones de semanarios de principios del siglo XVIII: The Spectator, The Guardian y otros. Se observará sin embargo que estas imitaciones, por ejemplo el magnífico Pensador de Clavijo y Fajardo (1762-1767), de ningún modo ofrecen a sus lectores una imagen de la sociedad inglesa contemporánea, ya que sus autores o adaptadores lo que hacen es una transposición del modelo inglés a la sociedad española; incluso los pasajes traducidos, relativamente frecuentes, se hispanizan; y si las formas inglesas (por ejemplo, las cartas al director de la publicación) tienen un papel relevante en la organización de los números, no se introducen en ellas temas ingleses. Y para valorar exactamente el conocimiento que de la lengua inglesa tendrían los publicistas, apuntemos que las más de las veces éstos traducen de traducciones al francés405. De todos modos, los plagios que se permiten demuestran que los originales eran conocidos de muy pocos. Ulteriormente, en los años 1780, el género de los «espectadores», entre los que descuella el notabilísimo   —285→   Censor406, aunque sigue fundado en la imitación de los ingleses, es ya autónomo y apenas recurre a traducciones vergonzantes407.

Todo lo anteriormente mencionado pertenece, pues, a un anglicismo de minorías, semi-clandestino, cuyos detentadores no tratan, salvo Nipho, de divulgarlo. Muy distinto es el caso de las traducciones de las grandes novelas de Richardson y otros: Pamela, El deán de Killerine, Clarissa Harlowe, El caballero Grandison, Tom Jones..., que medio siglo después de publicarse los originales, casi inmediatamente traducidos al francés o al italiano, hacen su aparición en España, en el último decenio del siglo, desde luego con la anuencia de la censura, anteriormente muy reacia a permitir semejantes obras de entretenimiento; cambio de actitud perceptible ya en los últimos años de Carlos III, al autorizarse, por ejemplo, el Eusebio de P. Montengón (ulteriormente condenado por la Inquisición) cuyo protagonista es educado en la América inglesa, y para colmo por unos cuáqueros dechado de todas las virtudes. Sin embargo, estas traducciones no manifiestan, en nuestra opinión, un proselitismo ni un afán didáctico; lo más probable es que fueran producto de una esperanza de lucro editorial, fundada en el enorme éxito de estas obras en otros países. Ahora bien, esta esperanza de una acogida favorable supone, claro está, un público interesado por lo inglés; y este público bien podría haberlo formado en gran parte el teatro.

En efecto, obras teatrales de tema inglés se representan en Madrid por los años de 1780. Decimos «de tema inglés», no «inglesas». Pues, aparte los dramas de Shakespeare, el Hamlet traducido más tarde por L. Fernández de Moratín y los traducidos de la versión francesa de Ducis408, y unos cuantos dramas y comedias   —286→   indiscutiblemente inglesas, pero traducidos de una versión francesa409 (con lo que se confirma que «en no pocas ocasiones el teatro francés sirvió de puente entre el español y otros teatros», como afirma F. Lafarga en su utilísimo catálogo de Las traducciones españolas del teatro francés (1700-1835)410, se trata las más de las veces de piezas de origen no declarado, que lo mismo pueden ser originales que de los numerosos dramaturgos franceses de segunda fila (Nivelle de la Chaussée, Berquin, Fenouillot de Falbaire y otros, las fuerzas vivas del teatro «lacrimoso»). Las producciones de éstos fueron inagotable cantera para sus émulos españoles, desde Luzán, traductor de Le Préjugé à la mode de Nivelle de la Chaussée (La razón contra la moda), hasta las numerosas traducciones, no siempre confesadas, de Comella, Moncín, Valladares de Sotomayor, Ramón de la Cruz o, más adelante, Bretón de los Herreros. Sin embargo, una de las primeras comedias -si no la primera- de tema inglés representada en Madrid no era de procedencia francesa. Creemos en efecto que fue la Pamela de Goldoni, representada en 1784, sin mencionarse el traductor. Se trata de una adaptación de la novela, bastante anterior, ya que se representó en Venecia en 1750; y aunque no respeta del todo la obra de Richardson, ya que cambia el desenlace mediante una ingenua anagnórisis que altera gravemente el alcance social de la novela, tiene la novedad de presentar personajes ingleses, aspectos de la sociedad y la vida inglesas411. La irrupción de los ingleses en los escenarios españoles se manifiesta el mismo año por la representación en Madrid de El carbonero de Londres de Valladares de Sotomayor412 y El fabricante de paños,   —287→   traducido por el mismo, y del que luego se tratará; a estas tres obras hay que añadir una comedia anónima, La virtud consigue el premio y la maldad el castigo413, y las reposiciones de La cisma de Inglaterra de Calderón y La jarretiera de Inglaterra de Bances Candamo. Con lo que se llega a un total de seis obras de tema inglés (de muy distinta índole por cierto) representadas en Madrid en 1784. Sin embargo, para no exagerar la importancia de este número, téngase en cuenta que aquel año aparecieron en las carteleras de la capital, según Coe414, nada menos que 133 títulos, y posiblemente el erudito norteamericano se quede corto, pues no es seguro que todas las obras se hayan anunciado en la prensa. Así y todo es notable la coincidencia, a la que por ahora no vemos explicación satisfactoria.

Conviene ahora indicar que los autores o adaptadores de obras de tema inglés son casi exclusivamente unos cuantos -Comella, Moncín, Valladares, Zavala y Zamora- que pertenecen a ese grupo de dramaturgos ásperamente criticados por los neoclásicos, empezando por Moratín hijo, por ofrecer al pueblo un repertorio de comedias «heroicas» o «de magia», a menudo, hay que reconocerlo, despreciables; y también que los mismos neoclásicos, más interesados en la creación personal que en la traducción o la adaptación, y más atentos a la realidad social española que al exotismo inglés, rara vez se dedicaron a estas tareas subalternas. Sólo observamos en el repertorio de Lafarga, además de La escocesa, de Voltaire, traducida por T. de Iriarte y por R. de la Cruz415, una «tragedia urbana», traducida también por   —288→   Iriarte, El huérfano inglés o el evanista [sic]416 publicada en 1796, cuyo original es L’orphelin anglais ou le menuisier de Londres de Longueil. De Leandro Moratín no conocemos, aparte la de Shakespeare, ninguna traducción que pertenezca al género que nos ocupa. En cambio escribió transposiciones de Le médecin malgré lui (El médico a palos) y L’école des maris (La escuela de los maridos) de Molière, al parecer más dignas de ofrecerse al público, hispanizadas, por su logro formal y su contenido aleccionador. Así pues, la comedia o el drama de tema inglés parecen una especialidad de los dramaturgos populares, considerados como enemigos por los capitostes del Neoclasicismo. No sin injusticia, a nuestro parecer: si los dramones «de teatro» de Valladares y otros merecían plenamente los sarcasmos de La comedia nueva, no todas sus obras fueron igualmente detestables; unos y otros tuvieron en el drama «urbano» algunos aciertos, desgraciadamente no siempre propios, sino más de una vez por aprovechamiento clandestino del bien ajeno.

Véase el ejemplo de Valladares de Sotomayor417 con su comedia El vinatero de Madrid418, estrenada con éxito en 1784 precisamente.   —289→   La obra plantea el problema del casamiento desigual y de la joven plebeya y confiada abandonada por un pretendiente noble (en una primera versión no autorizada, deshonrada), el cual se ve desafiado y obligado a cumplir su palabra por el padre de la moza, de oficio vinatero, en realidad prófugo, pues pesa sobre él una condena a muerte por homicidio en un duelo, y tan noble como el que más, y que al revelar su identidad obliga al marqués traidor, pero se juega la vida. Por si fuera poco, resulta que el vinatero es el padre del alcalde de casa y corte a quien corresponde ejecutar la sentencia. Trance horrible, que afortunadamente queda resuelto por la llegada milagrosa de un indulto. Como se ve, el casamiento desigual deja de serlo; pero no otra cosa ocurre en la Pamela de Goldoni, representada en Madrid meses antes. También es patente el recuerdo de El delincuente honrado, hasta en el nombre del joven alcalde, D. Justo de Lara, como en Jovellanos. Así y todo, la obra es entretenida; y combinando temas populares (el duelo, el novio infiel, aunque noble, la joven virtuosa y engañada) con otros más nuevos, por ejemplo el elogio del trabajo manual, gracias al que se mantienen el tío Juan Pérez (aunque es noble) y su hija Angelita, que es lavandera; asociando una versificación a base de octosílabos bastante ramplones y ripiosos con una división moderna en dos actos y una escenografía no exenta de audacia, ya que el decorado inicial representa una tienda de vinatero con sus cueros, y ropa puesta a secar en una cuerda cruzada en la boca del escenario; por fin, respetando una rigurosa unidad de tiempo (pero la de lugar es muy relativa), constituye una especie de compromiso entre las exigencias neoclásicas y la fidelidad a los tópicos de la comedia tradicional, al parecer muy aceptable para el público que diremos «medio» de los últimos años de Carlos III, bastante distinto, por cierto, del que veinte años más tarde aplaudiría El sí de las niñas419.

Tras estos preliminares, cuya extensión rogamos al lector perdone, podemos enfrentarnos con el objetivo principal de estas   —290→   páginas, que es precisamente observar cómo Valladares de Sotomayor maneja ciertos temas ingleses en una adaptación. Como ya dijimos, no es la obra que vamos a estudiar la única que ambientó en Inglaterra. Su drama ya mencionado, El carbonero de Londres, en una extraña mescolanza, muestra cómo, en una Inglaterra mítica de fines del siglo XV, un joven y valeroso plebeyo, hijo de un laborioso carbonero, es nombrado por el rey Enrique VII (antes del cisma de Enrique VIII, por lo tanto) capitán de su ejercito, y se casará con una joven de aristocrática cuna, desarrollando así el concepto de una sociedad flexible, sin grupos herméticos, en la que priva el mérito, siempre percibido por un rey joven, hermoso, valiente, sesudo y campechano. Ahora, con El fabricante de paños o el comerciante inglés420 se trata de muy otra cosa. El carbonero no es imitación ni traducción, que sepamos por ahora. El fabricante en cambio es la adaptación de un drama francés de Fenouillot de Falbaire titulado Le fabricant de Londres, estrenado en 1768421. Según Coe, El fabricante se representó en el teatro de la Cruz en septiembre de 1784, año verdaderamente notable en la historia del teatro español, no sólo por el número de estrenos, sino por la aparición del Memorial literario de Madrid, con su famosa crónica teatral422. Conste que según el inventario de Lafarga, en realidad hubo dos traducciones, lo que se puede deducir de las indicaciones de Coe, quien menciona una versión representada en julio de 1785, que atribuye también a Valladares, aunque en el título no aparece autor423. Esta segunda versión debemos confesar que no la hemos visto, y lo lamentamos tanto más que, según Coe, es en prosa y en cinco actos, como el original, al que por lo visto es más fiel que la versión de que   —291→   vamos a ocuparnos. Pero no creemos que pueda ser más significativa que ésta, desde nuestro enfoque.

Ante todo conviene dar una idea de la obra francesa. Se trata de un drama en cinco actos cuyo argumento puede resumirse como sigue. El fabricante de paños, Vilson [sic], de Londres, viudo con dos hijos todavía pequeños, aspira a casarse con Fanni, hija de Mrs. Sonbrige abandonada años antes por milord Falkland y recogida con su entonces niña por el matrimonio Vilson; Fanni, agradecida, aunque la corteja Lord Orcey, quien trata de seducirla ofreciéndole el matrimonio, prefiere la posición modesta, aunque acomodada, que le ofrece Vilson. Se celebra el casamiento entre el general alborozo. Pero inmediatamente se entera Vilson de que está arruinado por haber quebrado el banquero en cuya casa tenía depositados sus fondos. Vemos cómo embargan todos los enseres de su vivienda. Proyecta entonces sacrificarse por Fanni, suicidándose, no sin antes ofrecérsela por esposa a Lord Orcey. Pero no lo dispuso así la Providencia: en una curiosa escena nocturna, cerca del puente de Westminster, desde el cual piensa tirarse al Támesis, Vilson, antes de llegar a la casa del lord rival suyo, tropieza con otro desesperado, quien busca desconsoladamente a dos seres queridos; éste, condolido de las desgracias de Vilson, que le parecen cosa baladí, ya que sólo se trata de dinero, le ofrece la cantidad necesaria para restaurar su fábrica. En ese preciso momento llegan al puente, con hachas encendidas, los familiares y los oficiales de Vilson, en su busca. El lector lo habrá entendido todo: el generoso desesperado no es otro que Lord Falkland, quien, ya viudo, busca afanosamente a Mrs. Sonbrige para casarse con ella y dedicarse a la educación de su hija, a la que no conoce aún. Huelga decir que después de una reunión en la que abundan las fuertes -pero gratas- emociones, todos serán muy felices: el lord con su amada Sonbrige, Vilson ya yerno del lord, con Fanni, dedicado a la crianza de los pequeños Enrique y Julieta y a la dirección de su fábrica.

Es evidente que lo que hoy día nos llama la atención en semejante argumento es lo convencional de los tipos -una vez más la huérfana plebeya víctima del prócer, el laborioso hombre de   —292→   negocios- y lo melodramático de las situaciones, cuya concatenación concluye en un «happy end» no por esperado menos lacrimoso. Cuando el autor atribuye el ruidoso fracaso de la obra el mismo día del estreno a una nueva disposición del teatro, que a su entender dificultaba la comprensión de los actores por los espectadores424, es probable que se haga ilusiones. No carece sin embargo de calor humano su intento. Observa primero en su prólogo, refiriéndose a la desgracia que son la ruina y el embargo, que si después de ver representar una tragedia no solemos cruzarnos en la calle con reyes destronados y príncipes fugitivos, a los que pueda beneficiar la emoción que acabamos de sentir, en cambio vemos constantemente embargar los bienes de ciudadanos desgraciados, necesitados de nuestra compasión y a quienes podríamos socorrer. Y prosigue: «He querido traer al escenario una familia burguesa caída en ese infortunio [...] Me he propuesto representarla en un cuadro sencillo, natural y enteramente exacto»425. Se propone, pues, conmover con el espectáculo de la desgracia acaecida a gente corriente, trivial, víctima de circunstancias corrientes y en las que el espectador podría verse algún día. ¿Por qué Inglaterra y Londres? Aparte la vigencia en Francia de una moda de lo inglés, pudo influir en la elección del autor el prestigio de la actividad comercial inglesa, con sus altibajos y durezas; y también, ¿por qué no?, el recuerdo de Pamela y la virtud recompensada, ya que, si bien en un contexto muy distinto, también aquí vemos cómo acaban triunfando la fidelidad y el cariño, salvando las barreras sociales y reuniendo al prócer con su humilde víctima.

¿Qué seduciría a Valladares en este drama? Es muy probable que influyera el último aspecto señalado, ya que precisamente la adaptación teatral por Goldoni de la famosa novela había tenido   —293→   un gran éxito en Madrid meses antes426. Pero no sería el afán de aprovechar la fortuna de Goldoni (como también lo hizo al escribir El vinatero de Madrid, representado en diciembre del mismo año) el único motivo de su elección. Además del mito del gran señor enamorado y humano debió tener presente el aspecto sentimental del hombre que se casa con una muchacha más joven, pobre, por obediencia a la voluntad de su difunta esposa, quien al morir le ha recomendado que dé en Fanni nueva madre a sus hijos. Otro aspecto central de la obra, de fuerte efectismo dramático, sería para Valladares el súbito paso de la riqueza a la miseria, materializado en la escena penosa del embargo; con lo cual se ve que sería considerado atractivo el exotismo inglés, patente en los nombres de los personajes, las costumbres comerciales y los lugares de la acción. Sin embargo, este exotismo no deja de quedar atenuado en algunos puntos, como veremos al comparar la adaptación con el original.

Al emprender esta comparación, lo primero que conviene destacar es que de ningún modo se menciona precisamente el carácter de traducción o adaptación de la obra, ni la existencia de un original francés. No es enteramente mentiroso sin embargo el español ya que no dice que sea él el autor de la obra, sino solamente que la ha puesto en verso en cuatro actos; con lo cual puede entenderse que preexistía una pieza en prosa y en más (o menos) de cuatro actos; de hecho, son cinco. Y efectivamente, si nos atenemos primero a los aspectos formales de la adaptación, estos cambios son los que hay que señalar inmediatamente. El paso de la prosa al octosílabo se debe seguramente al deseo de respetar las costumbres de un público todavía poco avezado al teatro en prosa427; pero hay que reconocer que Valladares no aprovecha las posibilidades ofrecidas p or el antiguo sistema polimétrico. Se limita   —294→   en efecto al romance más monótono, con sólo tres asonancias: e-o en los actos primero y cuarto, a-o en el segundo, i-a en el tercero. Conste que el paso de la prosa al verso no es del todo ajeno a las intenciones del autor francés, ya que éste escribía en el ya citado prólogo: «me figuraba no haber trazado más que un plan, un bosquejo, que me proponía poner en verso»428, con lo que da a entender el carácter improvisado de su obra y su deseo de ennoblecerla con la versificación.

También merece una observación el título que da Valladares a su adaptación. El original se titula simplemente Le fabricant de Londres. Valladares duplica este sintagma nominal con otro propuesto a modo de alternativa equivalente o explicación, extendiendo así los dos conceptos incluidos en el título francés; reproduce el de «fabricante», pero le parece necesario explicitarlo con el de «comerciante». La razón tal vez será que si en francés «fabricant» es unívoco, en el uso español de la época, «fabricante» es ambiguo, ya que puede nombrar tanto al que «toma a su cuenta una fábrica, cuida de ella y mantiene a los oficiales necesarios para la obra»429 como a «los oficiales que los [lanas y paños] trabajan en la fábrica misma en que se hacen»430. Esta ambigüedad desaparece con la aclaración de «comerciante», que se aplica a un hombre dedicado a los negocios y que dispone del capital necesario para ello. Se observará además que Valladares sustituye «de Londres» por «inglés» como para dar a su personaje un carácter representativo de la nación inglesa (con las connotaciones de lucrativa actividad económica que esto supone), acaso más explícito para el público que la mera referencia a una ciudad.

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Más difícil es explicar con certeza la reducción a cuatro actos de los cinco que tiene el original. Cierto que este último presenta un indiscutible desequilibrio, ya que el acto quinto es mucho más breve que los anteriores. Sin duda quiso Valladares distribuir de un modo que se le antojaba más armonioso la acción dramática, merced a una estructura poco frecuente. Pero no se contentó con esta redistribución, sino que alteró profundamente la sucesión de los hechos tal como la concibiera el francés. Éste había condensado en breves escenas el encuentro de Vilson y milord Falkland, el ofrecimiento de éste y la llegada de la comitiva formada por Mrs. Sonbrige, Fanni y los oficiales, tras la cual se producía la agnición final. Valladares desorganiza esta conclusión rápida y contundente. Al principio del acto último reúne a Vilson y Baltton (Falkland en el original) junto al puente de «Vestminster», a la luz de la luna; después de un susto recíproco, por creer ambos que el otro le va a agredir, tiene lugar la explicación tras la cual el lord ofrece su dinero a Vilson y éste le proporciona las informaciones gracias a las que Baltton (Falkland en el original) comprende que su ex amante y su hija, a las que temía muertas en un naufragio, están vivas; con lo que quedará desvirtuada la escena de la reunión con ellas. No aparecen entonces ni las mujeres ni los oficiales con hachas que buscan a Vilson. La reunión se produce en la segunda parte del acto, ya no en el puente, sino en casa de Vilson, en un «salón corto» (para permitir un cambio rápido de decoración), distinto por consiguiente del despacho de los actos anteriores, que tiene en su centro una puerta vidriera que da paso a la tienda. En esta nueva habitación las atribuladas Fania, Mrs. (o mejor dicho «Madama») Sambrig y el aya Betzi esperan a los oficiales que vuelven desalentados con sus hachas; allí reaparece Vilson, quien sale, solo, «con lentitud, admirándose de la sorpresa de todos»431, que sin embargo no tiene nada de extraño, ya que al abandonar su casa había dejado a Fania una carta anunciando su funesto proyecto. Luego será el propio Vilson quien, en otra estancia, un «salón largo desamueblado», enfrentará a Baltton con su «esposa» (no se olvide que ha prometido   —296→   casarse con Madama Sambrig) y su hija, con el natural estupor y alegría de ambas. Así resulta Vilson el agradecido bienhechor de su bienhechor, en el mismo teatro de su ruina, en el que se ven todos los efectos materiales de la misma. Por si fuera poco, Valladares añade una escena conclusiva de su cosecha, reintroduciendo al hipócrita y codicioso Villianz (William en el original), quien, habiéndose resarcido de la pérdida del dinero que le debía Vilson gracias a los pendientes que le había entregado Fania, viene descaradamente a exigir una guinea que faltaba para completar la deuda en la cantidad tasada; pero en su codicia halla su castigo, por encontrarse cara a cara con Baltton, quien le recuerda sus indignos procederes allá en otros tiempos, en Escocia, y le manda llevar «al juez de este barrio»432, quitándole los pendientes, cuyo valor se repartirá «a sus legítimos dueños / que son los pobres»433. Con lo cual Valladares, además de castigar al «malo» del drama, administra al espectador una lección de justicia evangélica pero discutible, pues de Fania es de quien son los pendientes. Finalmente, con su intento de extraer del desenlace francés todas sus virtualidades patéticas y su afán moralizador, Valladares acaba diluyendo el fuerte dramatismo que caracteriza la obra de Fenouillot.

Ésta, excesivamente condensada por respeto a la «regla» de la unidad de tiempo, se desarrolla en el término de un día, concretamente entre el principio de la jornada de trabajo de Vilson, que sale en bata, y la conclusión nocturna antes narrada. La adaptación sigue fielmente en este aspecto al original, aunque con la agravante de dilatar el final. En cambio, si el francés desarrolla la acción en dos lugares, el despacho de Vilson y la plaza contigua al puente de Westminster, donde se concluye el drama, Valladares, como hemos visto, hace regresar sus personajes de este último lugar a la casa de Vilson, pasando por una estancia indeterminada, antes de volver a lo que tal vez haya sido (pues no se especifica) el despacho del primer acto. Es decir, que su afán de   —297→   verosimilitud y ortodoxia cede ante los hábitos del autor de comedias heroicas y de magia, a quien semejantes escrúpulos no preocupaban. No puede decirse que Fenouillot aproveche los lugares de la acción para imprimir en su obra el color local inglés que sugiere el tema. El despacho de Vilson tanto tiene de francés como de inglés, con su chimenea, y colocado en ella un hermoso reloj, su escritorio, sus sillas y sus sillones; en cuanto a la plaza londinense en que se desarrolla el acto final, no sabemos hasta qué punto de fidelidad llegarían las decoraciones. Ahora bien, para Valladares y su público, poca diferencia habría entre un despacho francés y un despacho inglés, y el mobiliario descrito en la acotación de Fenouillot ya de suyo sería bastante exótico. Valladares no parece sin embargo haber tratado de ponerlo de manifiesto, ni siquiera de respetarlo, ya que suprime la chimenea (y por supuesto el reloj), poco frecuente en España por aquellos años434, y no menciona más asientos que unos «taburetes», es decir, en aquella época, unas sillas sin brazos. ¿Temería extrañar demasiado a los espectadores? ¿Plantearía aquella decoración problemas de accesorios? También desaparecen, dicho sea de paso, la mesita y las sillitas que Fenouillot coloca a la derecha del escenario, y que evocan la presencia de niños. Tampoco aparece color local en el primer decorado del acto cuarto, en el que «el teatro representa una gran plaza con casas a los lados. En el fondo el Támesis, con el puente de Vestminster [...]»435, descripción que podría aplicarse a cualquier ciudad a orillas de un río; pero no es más explícito el francés. La toponimia sería seguramente un factor de exotismo, pero Valladares se cuida muy poco de reproducirla correctamente: Newcastle («Neucastle» en el original) es siempre «Neustacle», desde luego de más fácil articulación; Bristol pasa a ser «Briston», no se sabe por qué; se conoce que a los espectadores les eran indiferentes nombres de ciudades que sin duda no conocían.

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Alguna nota más de color local desaparece en la adaptación. En un caso puede tratarse de un descuido: Isabela, hija de Vilson, pide al cajero que le dé a un pobre «dos reales», o a lo menos «un realito / no más; un realito»436 (esto, en el momento preciso en que el cajero se ha enterado de la ruina de Vilson); pero cuando se trata de cantidades importantes, se expresan en «guineas» o libras esterlinas. El cambio de más trascendencia es el de «temple» (específicamente protestante en francés) en «iglesia», pero también «templo», sinónimo de «iglesia» en español, con lo cual se oculta la pertenencia de los personajes a la religión protestante, inaceptable entonces en un escenario español.

Este último cambio nos obliga a comparar ahora los personajes de ambas versiones. En el original éstos son: el fabricante Vilson, rodeado de sus hijos Juliette, de siete años, y Henri, de cinco, con su aya Betzi; Madame Sonbrige, cuyo papel no parece tener otro fin que explicar la presencia de Fanni y servir de nexo entre Vilson y su futuro salvador, Lord Falkland; y su hija Fanni, de edad indeterminada, pero que no llega a los veinte años. Frente a este grupo, el de los «buenos» y desgraciados, a punto de formar una familia, vemos a dos lores, lord Falkland, escocés, seductor de Madame Sonbrige y padre de Fanni, a las que, cuando ya se había casado con lady Rutland y era gobernador de Jamaica, no ha dejado de escribir, sin recibir de su ex amante ninguna noticia, situación algo irregular que no parece haber preocupado a los censores; al empezar el drama ya es viudo, y puede por lo tanto cumplir la palabra de casamiento dada en otros tiempos a Madame Sonbrige. Mencionemos además a William, «ministro» (protestante), el mejor amigo (pero traidor) de Vilson; seis oficiales, un cajero, dos negociantes, un funcionario de Correos, un «sergent», oficial de policía, y seis agentes; y un par de lacayos de los lores. En El Fabricante de paños, las «personas» son las mismas, con ligeros cambios en los nombres y las edades: Vilson es Vilson («Wilson» al principio, en un prurito de corrección que sólo dura una página), Madame Sonbrige es Madama   —299→   Sambrig, Fanni, Fania, con curiosa hispanización; por el contexto se ve que tiene unos años más que en el original, lo que parece lógico, dado su papel de futura esposa de Vilson; Henri, Enrique, pero tiene seis años, y Juliette, a hora Isabela437 pasa a tener ocho438; milord Falkland es Baltton (sic), «milord de Escocia»; ¿le sonaría mal a Valladares (o a la censura) un apellido evocador de las islas Malvinas, objeto de un conflicto desafortunado con Inglaterra en 1768- 1774? Lord Orcey no cambia; a este personaje le mencionan los demás, pero no sale al escenario. William es Villianz, ortografía absolutamente arbitraria y fonéticamente absurda; pierde su calidad eclesiástica, lo que causa la pérdida de alguna escena, entre otras una, divertida, en la que el «ministro» felicita a Juliette por haberse aprendido un capítulo de la Biblia, y promete a su hermanito que si es bueno hará de él «un petit ministre»439. En la adaptación, Villianz sólo será padrino de Vilson en su boda, por el motivo antes señalado. Este personaje, el «malo» de la obra, en su condición de eclesiástico, presentaba una disimulada avaricia y una hipocresía que le hacían repelente. En compensación, Valladares, en la escena final postiza antes mencionada, le atribuye rasgos negros, caricaturescos, poco menos que inverosímiles. Subsisten los seis oficiales, dos cajeros (se añade uno, sin motivo claro) pero sólo un negociante; el embargo lo ejecutan un «escribano» y cinco «alguaciles», denominaciones hispánicas, impropias pero significativas para el público; lo mismo ocurre con las francesas («sergent», «recors»); ¿cómo irían uniformados? Completan el reparto Betzi (¿cómo sonaría   —300→   esa «z», normal en francés?) y dos lacayos de los lores. Como se ve, el mismo exotismo de los topónimos reaparece en los nombres de los personajes, que tanto el francés como el español tratan con olímpico desprecio a la ortografía y la fonética, transcribiendo sin vacilar la W por V, equivalencia extraña en francés, pero menos en español, que también admite V = B («Baltton» = «Walton»); fuera la que fuera la pronunciación, los nombres para todos sonarían a «inglés», que era lo importante.

Salvo el de William, los papeles y funciones son idénticos en ambas versiones. Sin embargo, se reduce el papel de los niños, que contribuyen a acentuar la tonalidad burguesa y familiar del original. Desaparecen detalles graciosos y exactos como el de la niña que viene a dar los buenos días a su papá todavía «coiffée de nuit», acompañada de Madame Sonbrige «en déshabillé du matin»440; y la presencia del niño, que hace garabatos en su mesita junto al cajero David, distrayéndole y enfadándole. Los dos niños del original son espontáneos y naturales. En cambio, Isabela es sentenciosa y redicha; es decir, que uno de los aciertos de Fenouillot se reduce a nada. ¿Juzgaría Valladares la presencia de las dos criaturas y el ambiente que crean demasiado ajenos a la tradición teatral española? ¿Plantearían problemas de reparto?

Y es que parece verdaderamente preocupación primordial en Valladares acatar esa tradición, por lo menos por alusión. Ya dijimos algo de la aburrida versificación sustituida a la prosa, con la que el francés pensaría dar al espectador esa impresión de intimidad doméstica y de naturalidad que en su intención le familiarizaría con los personajes, haciendo que se encariñase con ellos. Pero hay más: se manifiesta a cada paso un afán de énfasis muy distante del estilo del francés. Bastará un ejemplo, entre muchos posibles: en la segunda escena del acto I, sale Madame Sonbrige llevando de la mano a los niños y diciendo: «Bonjour Monsieur Vilson. Voici deux enfants qui viennent embrasser leur papa»441;   —301→   y Vilson, sin más, abraza a los chicos. En la adaptación leemos: «Sambrig: Buenos / días, señor Vilson, logro / la satisfacción de traeros / a que cumplan su deber / vuestros hijos. Llegad / (los dos van a su padre, se ponen de rodillas y le besan la mano). Isab[ela]: Denos / usted la mano papá, / para que se la besemos». Y entonces Vilson, menos solemne, dice: «Llegad a mis brazos, hijos / míos y pedazos tiernos / de mi corazón». Y los levanta y abraza «tiernamente»442. Y agradarían sumamente al público los apartes con que el hipócrita Villianz revela sus dos caras, y esos finales de escena «a dúo», tan usados por los post-calderonianos del XVIII. He aquí un ejemplo. Después de revelar Vilson a lord Baltton que Madama Sambrig y Fania están vivas y que precisamente él se ha casado con Fania, concluye la escena como sigue: «Balt[ton]: ¡Ah! / La voz me falta. Supremo Ser... Vils[on]: Bondad suma... Balt.: Dadme / valor... Vils.: Concededme aliento... / Los dos: Y mi corazón os rindo / por sacrificio y obsequio»443.

En resumidas cuentas y considerando todo lo expuesto hasta aquí, puede predominar en el lector la impresión de que Valladares de Sotomayor se preocupa ante todo de halagar al público respetando sus costumbres: octosílabos, énfasis; de Inglaterra, lo aceptable; niños formalitos, de cartón; un prócer generoso; un desalmado hipócrita, castigado; una agnición estupenda, la dicha general tras la miseria y la desesperación: grato final, indispensable. Pero creemos que sería esta una visión parcial e injusta de la obra a la que, pese a sus fallos, hemos creído que podíamos dedicar estas páginas. Permítasenos en conclusión subrayar otros aspectos de El fabricante de paños opuestos a los anteriores, unos evidentes, otros más latentes, y que comunican a la obra, en el contexto y la problemática de su tiempo, claro está, una indiscutible modernidad.

No insistiremos en el carácter «lacrimoso», muy de la época, puesto de moda por las traducciones, adaptaciones o imitaciones   —302→   de las obras, tan incitantes para la «sensibilidad», de Nivelle de la Chaussée, Diderot y otros; carácter aparente en la gran mayoría de las comedias y los dramas llevados al escenario a fines del reinado de Carlos III y en los años siguientes, y que son precisamente los de Comella, Moncín, Zavala y Zamora, Valladares444, pero entre las que no hay que incluir las de Iriarte o Moratín. En todas estas obras, como en el mismo Fabricante, se llora mucho, y las manifestaciones afectivas son tan frecuentes como hiperbólicas445. Esta exuberancia en muchos casos no es sino una traducción mímica, «gestual», del énfasis buscado en el texto, de cuyo estilo y modalidades expresivas al fin y al cabo dista poco. Otros rasgos nos parecen, en cambio, presentar una novedad hasta cierto punto provocativa, que ya apuntamos en El vinatero de Madrid.

¿Cómo no observar, primero, que el protagonista del drama no es un noble ni un rico plebeyo ocioso, sino un hombre que trabaja activamente, que fabrica, cierto es, un género «noble», siempre altamente valorado en España, cuya producción se consideró compatible con la hidalguía mucho antes de la cédula de 1783 sobre nobleza y oficios, pero que acarrea al que la realiza mil apuros y quebraderos de cabeza? Vemos a Vilson en el ajetreo de los negocios, entre sus empleados y sus oficiales, preocupado por el trabajo y la paga de éstos y por las letras vencidas, que teme no poder pagar, con el consiguiente perjuicio para los que han puesto en él su confianza. Vemos la quiebra, poco a poco sospechada, por culpa de un banquero sin escrúpulos, y la inexorable crueldad del mundo comercial, que castiga sin apelación la más leve sospecha sobre la honradez del negociante. Vemos cómo se hunde la prosperidad de Vilson, que no es ningún ricacho, a pesar de esa «bata rica»446 que trae puesta, y que presencia   —303→   la destrucción de su hogar por el bárbaro embargo, en que unos insensibles representantes de la autoridad (aspecto también subrayado por Valladares) se llevan todos sus muebles y enseres (como se recuerda visualmente al espectador en el último cuadro de la obra).

Toca también el drama un aspecto moderno de la vida social, totalmente ajeno al mundo de la comedia tradicional, que es la representación de las relaciones entre Vilson y su personal. Los cajeros viven en plena familiaridad con Vilson y los suyos; los oficiales quieren entrañablemente a «su amo», como dicen todavía, se desesperan ante su ruina hasta ofrecen contribuir al pago de sus deudas, y le buscan afanosamente en la noche londinense con sus hachas. Vilson es un patrono exigente; lo primero que le pregunta a su cajero Roberto al empezar el drama es si «trabajan todos / los oficiales»447; y cuando éstos manifiestan su deseo de darle la enhorabuena por su boda, contesta al cajero: «Ya ves lo que intereso / en que los paños acaben / que están labrando. Iré a verlos / a sus telares después: / diles que no se aparten de ellos», pero añade: «y que les doblo la paga / del trabajo que hayan hecho / esta semana»448. Sabe, pues, recompensar el esfuerzo y agradecer el cariño de los que trabajan para él. Fania es digna de él y sabe mostrarse a la vez firme y cordial, encargando a Roberto que les diga que «cuando hayan concluido / su trabajo», los espera a cenar449. Es ciertamente la que nos ofrecen Fenouillot y Valladares una visión de la vida laboral más propia de la vieja organización artesanal paternalista que del mundo industrial moderno que ya apunta en la España de fines de siglo; peca de idílica y utópica. Sin embargo demuestra que Valladares, al seleccionar el drama francés, intuye un problema de relaciones que ya empieza a plantearse y se planteará de modo agudo en el siglo siguiente.

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Pero es evidente que al presentarnos a Vilson y sus cajeros y oficiales en la forma descrita, el drama es también un elogio de la laboriosidad y la actividad comercial de los ingleses, elogio sumamente oportuno en la España de entonces, en que los temas relativos a la industria, a la producción de riqueza, son de actualidad. Este elogio puede decirse que Valladares lo extiende al carácter y a la civilidad, al sentido de la convivencia de los ingleses, cuando pone en boca de Roberto, molesto por la insistencia de un lacayo de lord Baltton que le distrae en su trabajo, este comentario de su cosecha: «Estas faltas de crianza, / y en un inglés, son defectos / insoportables»450.

Por fin en este repaso de los rasgos «modernos» de la adaptación de Valladares debe recordarse el lugar concedido a la familia y a los niños, si bien este aspecto está, como hemos visto, menos desarrollado en la versión española que en el original.

¿Qué ofrece Valladares de Sotomayor al espectador español de 1784, que probablemente ni es sólo el aficionado a comedias heroicas y otras obras de diversión y evasión, ni tampoco el partidario convencido del teatro reformado, neoclásico? Un drama en el que el mérito es más que nada el haberlo elegido para traerlo a la escena española; un drama en el que si el poder financiero y el prestigio social son todavía de los lores -es un aristócrata el que salva al burgués-, campean unos valores prácticamente ajenos a la mayoría de los españoles, o por lo menos a su teatro: una clase media buena y útil, su laboriosidad, el calor del núcleo familiar. Pero estos valores los presenta en una forma y con un estilo no ajenos a la tradición, aceptables para el público «medio». Una vez más se manifiesta aquí Valladares de Sotomayor como un dramaturgo de compromiso, que sigue no sin intuición, pero con indiscutible torpeza, una vía media entre la estética y la temática postcalderonianas (que es perfectamente capaz de cultivar) y las del neoclasicismo. A la vez bien intencionado y astuto, aunque desprovisto de verdadera fuerza creadora, merece algo más que el desprecio y el olvido en que ha quedado sepultado.