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Como Quevedo, pero en menor grado, Luzán utiliza las palabras compuestas (flaquilargo, archipotente, centimano, boqui-risueña), la dilogía (don/dones) y la formación verbal basada en esquemas gramaticales de uso normal en el castellano (encimando).

 

412

M. Bajtin, La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento. El contexto de François Rabelais, Barcelona, Barral, 1974, pp. 59 y ss. Sobre el humor culinario (levemente trazado en La Giganteida), véase el cit. estudio de E. R. Curtius, II, pp. 612-8. Luzán utiliza también la palabra xifero, que es el cuchillo del matarife y como adjetivo equivale a «sucio, puerco, y soez» (Autoridades). Documentada en Quevedo.

 

413

El poema muestra el uso del bimembre con cierta frecuencia y del plurimembre ocasional. Éstos, como las fórmulas gongorinas (A cuanto B; Mucho A en B), los cultismos (bárbara, empíreo), colisionan con un lenguaje vulgar (guapear), de frases hechas (quedarse corto), produciéndose la parodia de un estilo periclitado del que sólo quedaban excrecencias. Luzán usa, por otro lado, palabras altisonantes que contribuyen a la degradación: capiscol (el chantre), carátula (cara desproporcionada y fea). Cfr. Aut. y vide Tesoro de la Lengua Castellana o Española de Covarrubias, Madrid, Turner, 1977, ed. facsímil.

 

414

Teatro de los dioses de la gentilidad, ed. cit., II, pp. 141-2. También alude a la existencia de una giganta mujer (pensemos en Camilona), según Solino, Plinio y Herodoto, entre otros. El detalle de la descripción creo pudo servir a Luzán para la composición del plan que diseñó respecto a la narrado, aunque introdujera variantes. Y vide I, pp. 100 y ss.

 

415

En ib., I, p. 98, se refiere a Nembrot, el que quiso edificar la torre de Babilonia. En II, p. 141, a propósito de Hércules, señala: «Muchos han dudado si ha avido Gigantes en el mundo: y no sé qué fundamento pueda tener esta duda, pues tantas vezes es repetido el averlos en la Sagrada Escritura, como se vee en el Genesis: Gigantes erant super terram».

 

416

Ib., II, p. 102.

 

417

La poesía del siglo ilustrado, p. 144. Véase su análisis del «Juicio de Paris» (1746) y de otros poemas en pp. 146 y ss. En su capítulo «La poesía en el siglo XVIII», Historia de la Literatura Española, siglos XVIII y XIX, dirigida y coordinada por José María Díez Borque, Madrid, Taurus, 1980, III, pp. 137 y ss., Arce sitúa la poesía de Luzán bajo el signo clasicista, pues el neoclasicismo en sentido estricto aún no había sido formulado. José Caso, a su vez (Ibíd., p. 92), cree que la Poética de Luzán anuncia la poética rococó.

 

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Arce señala oportunamente cómo la huida de audacias metafóricas y la búsqueda de llaneza acercan a la prosa los versos de Trigueros, Montengón, Iriarte y el propio Luzán. Gracias a ello, la poesía se enriquece con voces nuevas (Ib., pp. 219 y ss.). Entre 1740-1760, Arce detecta en la poesía de Luzán una nueva modalidad poética que evita el despilfarro colorista e imaginativo y es mesurada en los usos mitológicos y retóricos (Ib., p. 144). Este crítico reconoce mayores valores en el Luzán-poeta que en el preceptista, contra lo que la crítica supone (Ib., p. 223). Téngase en cuenta que, a juicio de Nigel Glendinning, Historia de la Literatura Española. El siglo XVIII, Barcelona, Ariel, 1974, p. 112, fue Mayans y Siscar quien inició por los años veinte la reacción contra los seguidores de Góngora. Luego se atacaría más directamente al poeta cordobés. Precisamente de 1737 es la crítica del Diario de los Literatos de España que luego, en los años cuarenta, seguirían Gómez Arias y otros. De ahí el interés del poema que nos ocupa. Fernando Lázaro Carreter destaca en «La poesía lírica en España durante el siglo XVIII», Historia General de las Literaturas Hispánicas, bajo la dirección de Guillermo Díaz-Plaja, Barcelona, 1968, vol. IV, p. 33, la tardía incorporación -hacia 1750- de España a las tendencias líricas ultramontanas. En ese desierto de la primera mitad, cuando a juicio del propio Lázaro «la lírica reposaba perezosamente en moldes envejecidos y arruinados, de los que no eran capaces de removerla Hervás y Luzán, teóricos de las nuevas formas», habría que destacar la labor poética de Ignacio de Luzán anterior a esa data. Guillermo Carnero en su reciente estudio, La cara oscura del Siglo de las Luces, Madrid, Fundación March, Cátedra, 1983, pp. 68-9, al referirse a la poesía de la primera mitad del siglo XVIII, la ve opuesta a la de la segunda mitad y como exponente de la poesía postbarroca. Siendo esto cierto, creo que si, como Carnero apunta, las diversas tendencias de la poesía de ese siglo coexisten, sin sucederse por sustitución, el ejemplo de Luzán destaca como verdadero signo de innovación en solitario contraste con los gustos que le cercan y a los que se opone.

 

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Así lo apunta Russel P. Sebold en su prólogo a la ed. cit. de la Poética, p. 20: «compuso algún poema burlesco original ahora perdido», referencia a La Giganteida que sitúa con las traducciones de Maffei y Metastasio, la Perspectiva política, la comedia de La virtud coronada y las traducciones de poesías de Anacreonte, Horacio, Ovidio y el himno del «Pange lingua», además de «El juicio de Paris», que es de 1746, y otras dos obras de crítica, de 1741 y 1743. En 1747, Luzán va a París de secretario de embajada.

 

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Ms. 17521, f. 12 (modernizo acentos). El título completo del ms. es el siguiente: «Cartas de D. Juan Ignacio de Luzán sobre la reimpresión de la Poética de Don Ignacio de Luzán su Padre: y sobre las Memorias para la vida de esse Caballero que se pusieron al principio del primer tomo». Debajo hay un autógrafo de Gayangos que dice: «Las hay también de Llaguno, de quien es el anterior epígrafe y de Dn. Ramón de la Quadra y otros». Aunque las Memorias puedan leerse en ediciones modernas, parecía necesario, para desglosar la Vida del Indice, referirse a la letra y partes del manuscrito, y así evitar el fundido erróneo de las dos citas que se conservan sobre La Giganteida. Las Memorias de la vida de don Ignacio de Luzán escritas por su hijo aparecieron en 1789, en la 2.ª edición de la Poética. También en BAE, LXI (vide p. 101) y en la edición de Isabel M. Sirgado, Madrid, Cátedra, 1974. Sobre los problemas de las ediciones, remito al citado prólogo de R. P. Sebold.