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La reacción de Tito Liviano a la entrada en España de las órdenes religiosas expulsadas de Francia es recia y vigorosa, acorde en lenguaje e imagen con la información transmitida por las Efémeras. Las imágenes de la invasión aparecen en las palabras de las mensajeras de Clío: «En Coruña vi entrar una partida de hombrachos vestido de estameña [...] Al día siguiente desembarcó otra caterva de frailes [...] Mi hermana... presenció el desembarco de una porción de gandules [...] en la frontera de Irún he visto entrar una patulea sin fin de frailucos [...] Luego entran otros vestidos de blanco y canela, lucios y fornidos como mozos de cuerda [...] Mis hermanas y yo presenciamos en Barcelona la llegada de una banda de capuchinos procerosos, bien cebados y con unas barbas hasta la cintura. [...] Otra de las mensajeritas aéreas nos contó que en Tortosa dieron fondo unos benedictinos jacarandosos [...] en Cartagena habían penetrado mesnadas de agustinos-recoletos».

Después de cuatro páginas de descripciones como éstas, la Efémera más bella se despide de Tito diciéndole: «Vamos a llevar por todo el mundo las nuevas de esta plaga de insectos voraces que devastará tu tierra». En los capítulos siguientes, finales de la novela, resuena el eco de estas palabras en los pensamientos y en la preocupación del narrador, aterrado ante la insensibilidad y la imprevisión de gobernantes y gobernados, que no advertían el alcance y las consecuencias próximas y remotas de «la invasión» y «la plaga».

Don Francisco Pi y Margall, en un artículo del Nuevo Régimen (julio de 1892), había explicado las razones de los liberales para contemplar con temor esos acontecimientos. Parece conveniente reproducir aquí ese texto para mostrar cómo el sentir del personaje ficticio no distaba gran cosa del de los políticos liberales que le servían de materia cuando oficiaba de historiador-novelador.

El artículo mencionado dice así:

«El año 1824, después del restablecimiento del absolutismo por las tropas del duque de Angulema, el clero se desencadenó furiosamente contra los liberales. No es posible leer con calma las pastorales que entonces escribieron los obispos. Venían cuajadas de ultrajes contra los vencidos, encendían las más violentas pasiones, inducían al crimen a las muchedumbres. Desgraciadamente no dejaron de surtir efecto tan impías excitaciones. Los constitucionales eran en España objeto de insultos, de delaciones, de violencias, de ruines venganzas. Perseguíales y castigábales el rey con implacable saña, y cuando quiso suavizar su política, harto ya de sangre y lágrimas, halló viva resistencia en ese mismo clero, que no tardó en combatirle osadamente, levantando en Cataluña hasta 30.000 rebeldes.

Los liberales vieron desde entonces en el clero su mortal enemigo. Viéronle principalmente en las comunidades religiosas, que atizaban aquella inclemente persecución, temerosas de perder los inmensos bienes que a fuerza de captaciones habían atesorado. Numerosas y potentes eran en realidad aquellas Asociaciones, la principal rémora del progreso. A la muerte del rey estaban casi todas, bien que ocultándolo, por la causa de don Carlos.

Esto explica, a nuestro juicio, los sangrientos tumultos que contra los frailes ocurrieron en los años 1834 y 1835. En Madrid el 17 de julio de 1834 alzose airado el pueblo y tiñó de sangre los principales conventos; en Barcelona el 25 de julio de 1835 entregó a las llamas cuanto pudo, y llevó su espíritu de destrucción a muchos otros pueblos.

Se ha querido explicar las matanzas de Madrid recordando que estaba entonces invadido por el cólera; se atribuía la peste a la infección de las aguas y se hizo creer que las habían envenenado los frailes. Mas aún habiendo sido así, forzoso sería reconocer que obedeció la plebe a extrañas sugestiones. En Madrid, como en Cataluña, la verdadera causa de los acontecimientos fue el odio a tan inútiles comunidades, que sobre ser hostiles al elemento liberal, eran sentina de vicios y, más que abrigo de gente devota, albergue de mozos que huían el cuerpo al trabajo. Se aborrecía al clero regular y en no pocas ciudades al secular, para el que, si no había atropellos, había falta de consideración y respeto.

Los incendios del año 1835 fueron el principio de una revolución que cundió por toda España y dio origen a grandes reformas. No tardó entonces en decretarse la disolución de esas comunidades y la venta por el Estado de la hacienda que habían poseído. Desaparecieron con general aplauso de la gente culta; y no se creía fácil que retoñaran. Han renacido, sin embargo, con la vuelta de los Borbones al trono; han crecido desde que se las expulsó de Francia, y bien que de ladrillo, han edificado en años conventos como no lo habían hecho en siglos, y hoy siguen tranquilamente captando y recogiendo bienes de todo género. Dentro del mismo Madrid han construido en menos de veinte años vastos y numerosos conventos que han costado millones de pesetas.

Se dice que hoy, protegidas por las leyes de libertad de asociación, no cabe impedir su desarrollo. Esto es inexacto. Son libres las Asociaciones para todos los fines de nuestra vida; no es posible que lo sean las que, si se generalizasen, llevarían consigo la extinción de nuestro linaje. Los individuos de esas comunidades, por un voto de castidad se castran moralmente y se inutilizan para la propagación de la especie; contrarían el primer fin de la vida humana, y sus Asociaciones son, por lo tanto, ilícitas.

Ley de la vida humana es además el trabajo, y esas comunidades tienden todas a vivir en el ocio. Ni ahora ni nunca han buscado por el propio trabajo la satisfacción de sus necesidades. Son elemento negativo para la sociedad y aun para la familia. Rompen, al entrar en sus conventos, los lazos con que les unió la Naturaleza a sus Padres, sus hermanos y sus deudos. Buscan sólo su propio bien; son el supremo egoísmo.

No, no miran hoy los pueblos con mejores ojos que los años 34 y 35 las comunidades religiosas, abiertamente contrarias al espíritu de los tiempos. A las razones que antes tuvieron para aborrecerlas unen hoy la conciencia que han adquirido del ineludible deber de todo hombre de contribuir al bienestar y al progreso de sus semejantes. Es de temer otra catástrofe como la del año 35, si se permite que sigan invadiendo el territorio de la Península».



(Reproducido en Josep Benet: Maragall y la semana trágica, Ediciones Península, Madrid 1966, págs. 249-261.)

 

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En el no. 19 de la Revista del movimiento intelectual de Europa (14 de mayo 1866), publicación en que Galdós colaboró con frecuencia, hay un artículo sin firma (y así aparecieron allí muchos de los suyos) titulado «La ciencia y las comedias de magia». Se comenta en él la relación entre aquélla y éstas: «Ha habido momentos de entusiasmo -diré-, como hace pocos años, cuando se empezó a combinar la fantasmagoría con el drama... Después de hacer constar que no cree que las aplicaciones científicas puedan destruir la literatura dramática, y de afirmar que esas aplicaciones no deben ser sino un recurso más al alcance del autor, se pregunta: -¿Dado el caso de existir la comedia de magia, que tiene un objeto especial, por qué no se ha de reformar con arreglo a los progresos de la ciencia?» (Subrayados míos) Aun no siendo de Galdós, estas líneas que debieron serle conocidas, reflejan con exactitud, lo que él hizo en Cánovas: «combinar la fantasmagoría con el drama» y reformar la comedia de magia, no con arreglo a los progresos de la ciencia, sino según las exigencias de la obra misma.

Debo el conocimiento del artículo comentado a mi amigo y colega, el profesor Lee Fontanella, a quien agradezco tan curiosa información.

Después que el golpe de Estado del general Primo de Rivera destruyera la fantasmagoría constitucional de la Restauración, y eliminara del escenario político a los hombres del Antiguo Régimen, Ramón Pérez de Ayala, en carta a Unamuno del 17 de diciembre de 1925, corroboraba lo sugerido por Galdós al utilizar la forma «comedia de magia» para declarar la sustancia de Cánovas: «Me dice usted en su carta -escribe Ayala- que los de ahora han inventado el fantasma del viejo régimen. Desde Costa, todos nosotros (incluyéndole a Usted) hemos colaborado en henchir las dimensiones aparentes de ese fantasma. Lo que estos han hecho han sido comprobar su naturaleza de fantasma. ¿Es que se puede con una espada y sin provocar un grito de dolor cercenar una cabeza, como no sea la cabeza de un fantasma? O bien que la decapitación haya sido fantasmagórica; que un nuevo fantasma ha destruido al anterior fantasma. Esto es lo probable». Y añadía: «Hay que barrer todos estos fantasmas mellizos, criaturas y creadores del caos espiritual en que nacimos, más como sombras de hombres (hombres disminuidos de universalidad y de eternidad) que como hombres realizados e idealizados». (Andrés Amorós: «Veinte cartas de Pérez de Ayala a Unamuno», Revista de la Universidad de Madrid, vol. XVIII, nos. 70 y 71, pág. 28).

Tenía razón el novelista: la fantasmagoría siguió, y harto sabido es de qué terrible manera se cumplieron las predicciones de Mariclío.

 

13

Francisco Ruiz Ramón: Historia del teatro español (Desde sus orígenes hasta 1900). Alianza Editorial, Madrid, 1967, p. 479.

 

14

G. S.. «Forma literaria y sensibilidad social en La incógnita y Realidad». Revista Hispánica Moderna, New York, XXX (1964), p. 89-107.

 

15

La advertencia no me parece superflua, ya que, por ejemplo, en la edición Aguilar de Obras Completas de Galdós se incluye La loca de la casa entre las novelas, y el colector dice expresamente en su nota preliminar que aquélla es una «novela dialogada» con «más intención dramática que Realidad», olvidando que Galdós, al prologarla en 1.º de enero de 1893, publicándola en la forma en que primero la escribió, la llamaba comedia, pues como tal la había dado a leer en octubre del año anterior a la compañía que más tarde, el 16 de enero de 1893, hubo de representarla en versión abreviada. Véase W. H. Shoemaker: Los prólogos de Galdós. México, 1962, p. 69.

 

16

José Yxart- El arte escénico en España. Vol. I. Barcelona, 1894, p. 310.

 

17

José León Pagano: A través de la España literaria. Vol. II. Maucci, Barcelona, s. a., 3.ª ed., p. 103. Las palabras citadas son de Galdós.

 

18

«Dramática trascendente» la llamaba Eduardo Gómez de Baquero (Letras e ideas, Barcelona, 1905) comentando Mariucha.

 

19

Preguntándose por la razón del éxito de Echegaray, juzgaba con mucho tino Manuel de la Revilla que aquélla no podía ser otra sino la audacia con que el domador, a fuerza de gritos, latigazos y tiros, somete a los leones. Así vencía Echegaray a su público: «Pásmalo con el atrevimiento de sus concepciones; lo fascina con su audacia incomparable; y acumulando en sus obras sucesos portentosos, aglomerando efectos y situaciones, llevando el ánimo de los espectadores con rapidez vertiginosa de emoción en emoción, de asombro en asombro, y deslumbrándolos en repetidos encuentros con portentosas llamaradas de genio, consigue no dejar espacio para la reflexión e impedir, por ende, que el público se haga cargo de la falsedad de todo aquel fastuosísimo aparato, sostenido en el aire y edificado con arena. Por eso, cuando el encanto se suspende, esto es, cuando el telón cae, los espectadores vuelven en sí y reconocen que han aplaudido una serie de absurdos, al modo que en el ejemplo citado, al salir el domador de la jaula, los leones reconocen que han pecado de cándidos al dejar escapar presa tan fácil y al someter su fuerza a flaqueza tanta». M. de la Revilla: Críticas. 1.ª Serie. Burgos, 1884, p. 250.

 

20

Azorín: «El homenaje a Echegaray» (1905). En: La farándula, 1945, Obras Completas, Vol. VII. 2.ª ed., Aguilar, Madrid, 1962, p. 1103-04.

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