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ArribaAbajoEl fracaso de «la Gloriosa»

Clara E. Lida e Iris M. Zavala, La revolución de 1868: Historia, Pensamiento, Literatura; Las Americas Publishing Company (New York, 1970)


Cuando Espronceda nos habla de la Ilusión romántica, de ese estado de exaltación en que el espíritu, movido por el entusiasmo, se lanza hacia la esperanza, los términos en que se expresa reflejan el fondo liberal y revolucionario de su pensamiento: «Yo amaba todo: un noble sentimiento- Exaltaba mi ánimo y sentía- En mi pecho un secreto movimiento, -De grandes hechos generoso guía. -La libertad, con su inmortal aliento -Santa diosa, mi espíritu encendía». Comprendemos que en él, como en los grandes representantes del romanticismo liberal, un Shelley, un Byron (que fueron, además, sus maestros), la «libertad» y el «amor» se identifican, porque ese amor sólo será realizable en una sociedad en que la libertad haya quebrantado las cadenas del «despotismo» y la «tiranía». De ahí que, en la imagen del canto a Teresa que acabamos de citar, el amor nace en el alma juvenil como una llamada a la exaltación liberal, al alzamiento; en una palabra, a la revolución.

Los grandes textos románticos de los años 1830's nos muestran que ese espíritu revolucionario supone un desafío radical e implacable a la estructura fundamental del absolutismo. En El trovador García Gutiérrez hace a Leonor, no ya noble, hermana del conde de Luna y prometida por éste a otro aristócrata, sino incluso monja, para que Manrique, el Trovador, aparentemente hijo de una gitana, tenga que vencer y atropellar todos los valores del Antiguo Régimen. El amor, la suprema afirmación de la voluntad individual, arrolla la obediencia familiar, las barreras de clase, las obligaciones religiosas, los más sagrados principios de un mundo que, para el héroe romántico, suponía una prisión que aherrojaba, bajo la presión de autoridades anacrónicas, la libertad del ciudadano de una sociedad nueva. Ese héroe, disfrazado bajo galas medievales, o envuelto en la capuza del conspirador, era realmente el nuevo individuo de la sociedad liberal burguesa: sus declamaciones contra los tiranos, los déspotas, el sino, la oscura prisión del mundo, representaban el equivalente estético de las Cortes de Cádiz: una demanda de libertad política constitucional. El héroe romántico triunfa en el abrazo de Vergara de 1839.

Dos acontecimientos ocurren en los primeros años de la década 1840-1850 que reflejan luminosamente el proceso transformador de esa España liberal que entra en crisis en 1868. En 1843 Narváez derrota a Espartero en Torrejón de Ardoz, marcando el triunfo de la burguesía conservadora frente a los movimientos más radicales del romanticismo. Simultáneamente Don Juan Tenorio, en uno de los más importantes momentos poéticos y políticos del siglo, deslumbrado por la angelical belleza de doña Inés, tras la cual, claro está, brilla la eterna luz del Orden y del Bien, se arrodilla frente a su Celestial Esposa y repudia una vida de anárquica rebelión que, no sorprendentemente, es idéntica a la de su inmediato antecesor El Trovador: «y a las cabañas bajé -y a los palacios subí, y los claustros escalé...» De ahora en adelante la separación entre las cabañas y los palacios se delimitará claramente y, tras el Concordato de 1851, los claustros contribuirán a fundamentar el   —138→   nuevo orden y a mantener a los dos juanes en una justa actitud de respeto a la inmaculada pureza de esa doña Inés, que nos consuela de las tristezas de este mundo con las dulzuras del arrepentimiento y los inefables encantos de «otro mundo que el de aquí».

Treinta y cuatro años más tarde López de Ayala nos muestra, en una de las obras más interesantes de la Restauración, Consuelo, que ese Orden que dobló la rodilla del héroe romántico no ha funcionado tan eficazmente como el extático entusiasmo de don Juan nos hacía esperar. Fernando, un personaje del realismo si los hay, no escala palacios ni rapta monjas. Al contrario, por negarse a trepar le quitan su doña Inés, que se llama aquí Consuelo, y que lo abandona por un hábil financiero que puede darle una mansión digna de adornar su excepcional hermosura. La corrupción de Consuelo, nos sugiere Ayala, es realmente la de una sociedad en bancarrota moral que ha olvidado las más elementales normas, no ya de honestidad o responsabilidad públicas, sino de la prudencia política que le podría asegurar la propia supervivencia. Una frenética pasión por la riqueza y el poder parece haber poseído a las clases directrices de la sociedad española, que en su desenfrenada ambición han quebrantado las bases mismas del orden que las mantenía: sólo un nuevo sentido de la responsabilidad, una revalorización de la vida político-económica podrá restablecer los vacilantes cimientos del orden liberal. Fernando resume la crisis reciente de España en estos términos: «Aquel derrochar bizarro -ejerce fatal influjo:- ha sido asiático el lujo- y espantoso el despilfarro».

Entre Don Juan Tenorio y Consuelo transcurre la gran aventura de lo que podríamos llamar el liberalismo moderado en la España del XIX. Deliberadamente he elegido textos literarios para encuadrar ese período de nuestra historia porque, si en toda época la relación individuo-sociedad es decisiva para nuestra comprensión de la cultura y del arte, a partir del romanticismo los problemas sociopolíticos planteados por la Ilustración dominan e informan las más importantes corrientes estéticas del siglo XIX. De ahí que los recientes estudios históricos que nos aclaran el fondo político y económico de la España decimonónica nos permiten, simultáneamente, una mayor penetración en ese espíritu que, ya bajo los frenéticos alaridos de Don Álvaro, o tras la alocada exaltación misionera de Ángel Guerra, ha dominado las preocupaciones morales y estéticas de los grandes creadores de nuestra cultura moderna.

La revolución de 1868 estudia realmente el período que se extiende desde la victoria del liberalismo moderado hasta el fracaso de la Gloriosa y el triunfo de la restauración borbónica. Sus autores se proponen analizar las causas (políticas, económicas, culturales) que impidieron la consolidación de esa democracia que había nacido por el inmenso esfuerzo de los revolucionarios liberales. El libro consta de veinticinco ensayos, escritos por especialistas de distintas disciplinas históricas, divididos en tres secciones: Historia, Pensamiento, Literatura. Lleva al frente una preciosa introducción de Vicente Llorens, y concluye con un Apéndice documental en el que los editores recogen diecisiete documentos directamente relacionados con la Gloriosa. Clara E. Lida e Iris M. Zavala han dirigido la edición y han contribuido al texto, la primera con tres artículos y la segunda con dos.

En la primera sección, Historia, hay un claro predominio de los estudios económicos. En general, tanto estos artículos, como los dedicados a la evolución de las formas políticas en ese decisivo tercio del siglo, contribuyen a aclarar factores   —139→   fundamentales de ese complejísimo y aún poco explorado período. Expondré a continuación los aspectos en que estos trabajos aportan aclaraciones originales a las líneas generales que han ido emergiendo recientemente con los escritos (para nombrar sólo los estudios más amplios) de Comellas, Kiernan, Hennessy y Carr. Esta sección examina las causas del fracaso de la monarquía Isabelina y, en general, sugiere que habría que buscarlas en una crisis producida por una amplia reducción de su base de poder político que probablemente culmina con la depresión de 1866. El factor decisivo de la victoria revolucionaria fue la alienación de las clases medias. Pero ¿cómo una amplia masa, fundamentalmente católica y monárquica, se alió con las fuerzas de Serrano y Prim, que representaban, especialmente el último, una provocación a los supuestos y actitudes que habían mantenido a los moderados en el poder durante un cuarto de siglo?

Debo resumir algunos conceptos generales antes de entrar en los temas principales de ese estudio. La fuerza del bloque moderado tenía su raíz en dos grupos muy diferentes. Uno de ellos, el verdadero detentador del poder, estaba constituido por una sólida amalgama de los grandes terratenientes tradicionales (en general la inmensa mayoría de la aristocracia española) más la nueva burguesía, también agraria, que había nacido de la desamortización; a ellos se une, a partir de 1839, el naciente capitalismo, íntimamente penetrada por grandes compañías extranjeras. Las clases medias españolas, ni muy extensas ni muy poderosas, y la emergente pequeña burguesía, siguen, en parte por razones de lealtad a principios tradicionales, en parte, claro está, a causa de complejas alianzas económicas, la dirección de esas poderosas fuerzas. Frente a ellos se van alineando las masas campesinas (que han sido reforzadas por las víctimas de la desamortización) y el nuevo proletariado industrial, cuyo descontento sólo progresivamente va recibiendo una formulación más o menos coherente en virtud de la labor organizadora y rectora de minorías intelectuales, cuya actuación se va radicalizando a lo largo de esos críticos treinta años.

La gestión moderada fue fundamentalmente proteccionista; pero, incluso dentro de esa línea de franco monopolio económico, en gran parte inestable por las continuas ingerencias del poder real manejado por las más fantásticas intrigas cortesanas. Los grupos de presión antes descritos manipularon el poder político, para proteger sus intereses de clase, con una falta de visión general que impidió la industrialización de España en una escala comparable a la que la libre competencia iba produciendo en nuestros vecinos europeos. A ese monopolismo se añaden las ingerencias extranjeras que defienden, evidentemente, los intereses de su capital, con completa independencia de las necesidades de la vacilante economía española. Entre las consecuencias producidas por esa gestión política, tres parecen haber desempeñado una influencia decisiva en la crisis de 1866.

La primera consistió en la movilización de una enorme proporción de los recursos del país para crear la red de ferrocarriles que había de producir una efectiva unidad comercial en la accidentada geografía española. No hay duda de que tal empresa era necesaria, pero el gobierno -y ese es un buen ejemplo de esa arbitraria intervención de intereses particulares en la estructura general de la economía- llegó a constituir tal obra en un fin en sí, procediendo con completa independencia de los intereses comerciales e industriales, y desplazando hacia esa ingente tarea capitales que desesperadamente necesitaba España para su lenta y penosa industrialización.

A este factor hay que añadir la general inestabilidad del crédito, que prolifera desenfrenadamente a partir del triunfo moderado, y que, de un modo realmente   —140→   insospechado, llega a penetrar en una de las más hondas necesidades de la clase media española: me refiero a los seguros de quintas. El servicio militar constituye en el siglo XIX una de las más brutales formas de explotación de nuestra historia moderna (que no se ha distinguido precisamente por su dulzura). Las víctimas del sorteo de quintas tenían que servir por siete años: las catástrofes personales (noviazgos interrumpidos, separaciones familiares, etc.) y económicas (ya que los hijos jóvenes eran en muchos casos imprescindible apoyo económico de la pequeña burguesía campesina o comercial) son fácilmente imaginables. Si a ello añadimos que en un siglo de guerras civiles y coloniales (que requerían el traslado de grandes contingentes a climas exóticos) la mortalidad llega a alcanzar durante amplios períodos un índice del cincuenta por ciento, comprenderemos que el horror de «la quinta» alcanzó magnitudes pavorosas. La pequeña clase media se defendía de tal calamidad mediante unos seguros de quintas que permitían a la víctima del sorteo pagar un substituto que hacía el servicio en su lugar. Pues bien, la crisis financiera del 66 produjo la bancarrota de la mayoría de esas compañías de seguros, con lo que las clases medias se encontraron despojadas de lo que, en muchos casos, había supuesto toda una vida de ahorro y de sacrificios. Sumando a estos dos factores la honda crisis (relacionada, sin duda, con la económica que acabamos de señalar) que la economía agraria sufre en los años 1867-1868, es fácil comprender el deslizamiento hacia la oposición de fuerzas tradicionalmente leales a la monarquía moderada.

La explosión fue profunda y las demandas de gran parte del pueblo español radicales -no sorprendentemente la supresión de las quintas ocupa lugar destacado en los manifiestos más avanzados. La revolución produjo, sin embargo, en el seno mismo de las fuerzas rebeldes una división que, a la larga, la reduciría a la impotencia e impediría la solución de los problemas económicos que han constituido la raíz misma de las agitaciones políticas españolas durante más de un siglo. Dos gobiernos nacen de la Gloriosa: una versión ligeramente alterada del moderantismo, dirigida por generales progresistas, y unas juntas, mucho más radicales, que proponen aquellas medidas que podrían realmente haber preparado una futura conciliación de los grupos detentadores del poder y las nacientes y desorientadas masas campesinas y proletarias. La historia de la represión de esas juntas, y de la división progresiva (y decisiva) de la oposición republicana, constituye un tristísimo capítulo de nuestra historia moderna, y una de las aportaciones más interesantes de esta primera parte.

Las secciones de Pensamiento y Literatura aclaran cómo esa división se produce y cómo, en definitiva, el gran esfuerzo renovador fracasa. Los años que siguen a la explosión romántica suponen para España una lenta (lenta por la subsistencia de una gran presión represiva en la educación) penetración de las modernas ideas europeas. En el centro mismo de ese esfuerzo de «regeneración» intelectual se encuentra el krausismo, primera guerrilla ideológica a la que más adelante se unirán el hegelianismo, y, en la exaltación del entusiasmo revolucionario de la Gloriosa, los más recientes movimientos positivistas y las formas más radicales del pensamiento político. Pero estas formulaciones ideológicas no llegan a cristalizar en doctrinas que renueven las estructuras económicas y permitan el libre juego del proceso democrático; es decir, que dirijan las energías políticas hacia aquellas reformas que podrían haber hecho la vida de las masas españolas tolerable, y consiguientemente hubieran permitido a sus representantes participar en la gestión democrática parlamentaria. Los dirigentes intelectuales de la burguesía buscan con una (paradójicamente) imprudente prudencia tantear los medios de reforma que preparen cautelosamente el   —141→   país hacia una evolución progresiva; pero, evidentemente, ese detenido y prudente examen de un enfermo en crisis no hace sino agravar la enfermedad. Los dirigentes proletarios responden con una decidida entrega a proyectos e ideales más y más utópicos, que harán imposible su alianza con la clase media en crisis, y que, a la larga, los reducirán a una violencia frenética o a la impotencia. La decisión de la sección más militante del proletariado español de integrarse en la A.F.T. (anarquista) y de rechazar toda colaboración con los restantes partidos, incluso con las fuerzas republicanas, supone la culminación de ese desastroso proceso que destruiría la España liberal tan penosa y heroicamente creada por nuestros grandes románticos.

En un pequeño ensayo de este tipo es imposible dedicar un análisis especial a los distintos artículos que lo constituyen. En la alternativa de estudiar aquellos que me parecen más significativos, o de dar una visión de conjunto de sus temas fundamentales, he preferido la segunda posibilidad, y he deliberadamente omitido la mención de ninguno de sus colaboradores. El nivel de los trabajos es alto, lo que no es sorprendente ya que en este volumen colaboran algunos de nuestros más distinguidos críticos e historiadores. La obra, como es realmente inevitable en este tipo de trabajos, se resiente de una cierta falta de cohesión y, especialmente en su sección literaria, de una aparente falta de plan general, de integración en el esquema total del libro. Prácticamente los grandes movimientos literarios de la época (el romanticismo, la novela y el drama realista, el triunfo del movimiento costumbrista) son completa e incomprensiblemente ignorados. Ciertos aspectos importantísimos de la historia política son también desatendidos, especialmente la función del ejército y de los grandes generales, Narváez, Serrano y Prim, que dominan y amenazan la vida liberal española con sus gigantescas figuras; las intrigas cortesanas, el mundo asombroso de María Cristina y el duque de Riansares, de la alta aristocracia cortesana y de sus amigos, los grandes banqueros internacionales, que dominaron la sociedad madrileña y la Corte, como es evidente a cualquiera que lea la prensa de la época; el extraordinario grupo neo-católico y milagrero de la reina, que, en alianza con los anteriores, ejerció enorme influencia en las decisiones políticas. Todos esos importantísimos fenómenos de la historia decimonónica están, en mi opinión, injustamente ausentes de este volumen. La historia se desarrolla, sin duda, en una dialéctica de fuerzas económicas y formas ideales, culturales; pero entre ambos, y como agentes de ese desarrollo, nos encontramos con grupos, instituciones, individuos, que, enraizados en esas fuerzas, son sus ejecutores y, con frecuencia, intervienen poderosamente en la evolución concreta de la acción histórica. Sin ellos, y sin las formas artísticas y culturales mediante las cuales el pensamiento actúa y se difunde en una sociedad determinada, nuestra comprensión de los movimientos históricos es siempre incompleta. Ese sería, en mi opinión, el más serio reparo que podría hacerse a este importante e interesante libro que, por otra parte, enriquece nuestro conocimiento de ese crítico período de la historia española moderna con una serie de estudios bien meditados y rigurosamente documentados.

Javier Herrero. University of Pittsburgh