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Rosalía se rebela contra «la jaula del matrimonio», piensa en su «esclavitud», y llega un momento en que identifica sus ansias de libertad con la Revolución que se avecina (Blanco y Blanco Aguinaga).

 

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Por ejemplo, «Es que yo soy muy mala; no sabe usted lo mala que soy», le dice a Guillermina Pacheco (397).

 

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Charnon-Deutsch (156-57), al comparar la educación de Fortunata con la de Jacinta escribe, con razón, que Jacinta tiene una visión «miópica» del mundo porque todo su interés se centra en su marido y que, por tanto, le importa poco quién gobierne España, y otras cosas. Y dice en seguida, también con razón, que «la ignorancia de Fortunata es todavía más escandalosa ('shocking')». «Sin embargo», añade, «si comparamos el conocimiento que del mundo en general [tienen la una y la otra], la diferencia no es tan grande». A lo que siguen varias líneas en que, como de pasada, y refiriéndose a un artículo nuestro ya citado, la autora escribe que si «Carlos Blanco Aguinaga [...] hubiese mirado más allá del barniz o buenos modales ('social manners') de Jacinta, habría visto que la educación es cuestión ('a function of') de género (sexual), no sólo de clase». Aparte de que el «no sólo de clase» implica que la autora debería haber escrito «es también cuestión de género (sexual)», su crítica se basa en que, según dice, el citado Blanco Aguinaga «alega que el plan de Maxi de educar a Fortunata es una 'locura' porque» del pueblo sólo se puede esperar, si acaso, que adquiera algunos «buenos modales». Si hubiese leído con un mínimo de cuidado, Charnon-Deutsch habría visto que lo que Blanco Aguinaga escribe (y para hacerlo remite al texto de Fortunata y Jacinta) es que es «el narrador quien opina eso», opinión que ni Maxi ni Blanco Aguinaga comparten. Pero supongo que a Charnon-Deutsch no le importará este pequeño detalle, porque lo que le importa, ya lo hemos visto, es subrayar justamente que, más allá de sus diferencias de clase, las mujeres de la Restauración (con sus excepciones, por supuesto) vivían todas sumidas en la misma ignorancia impuesta. ¿Habrá alguien lo suficientemente ignorante como para disputar esta idea? Sin embargo, a más de que no sólo a Jacinta y a Fortunata no les importaba quién gobernara el país, sino que eran muchos los españoles de ambos sexos que en la Restauración «pasaban» de esas cuestiones, difícilmente puede compararse, por ejemplo, el hecho de que Jacinta no sepa mucha geografía o historia de Grecia, según se nos dice durante su luna de miel, con el hecho de que Fortunata no sabe ni leer, ni escribir, ni sumar, restar, dividir y multiplicar; que, por no saber, ni siquiera sabe la secuencia de los meses del año. De haber sabido esas y algunas otras cosillas, no hubiese pertenecido al «pueblo» sino a la clase media, o incluso a la alta burguesía, y podría haberse casado con Juanito Santa Cruz. Lo dice Juanito, lo dice «la Santa», lo dice -veremos en seguida- la «idea blanca» que Fortunata imagina en las Micaelas, lo dice el narrador, lo dice la historia social española toda. Ojo, pues, a lo que, en La desheredada, le escribe su tío el canónigo a Isidora en sus «últimos consejos»: «Dicen que la sociedad camina a pasos de gigante a igualarse toda, a la desaparición de las clases [...] Yo no lo creo. Siempre habrá clases» (239).

 

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Las palabras de don Baldomero las repite, como un eco, la monja Natividad en las Micaelas (257).

 

15

Todas estas características están descritas a lo largo del Capítulo VI de la Segunda Parte de la novela, el titulado «Las Micaelas por dentro».

 

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También Rafael del Águila se suicida al final de Torquemada en el Purgatorio. Rafael, desde luego, es un personaje importantísimo, pero no central.

 

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En el Capítulo 6 de La desheredada, titulado «¡Hombres!», se encuentra una escena comparable por la contradicción que Galdós encuentra entre la bondad y el potencial destructivo de los niños: «El Majito se dejó ir con grave paso por la calle de Moratines abajo [...] En la calle de Ercilla tenía ya un séquito de seis muchachos; en la del Labrador ya se le había incorporado una partida de diecisiete [...] Al desembocar el ya crecido ejército en la Plaza de las Peñuelas, centro del barrio, agregose una chiquillería formidable [...] Crecía el estrépito, engrosaban las haces. ¿De dónde había salido toda aquella gente? Eran la discordia del porvenir, una parte crecida de la España futura [...] Eran la alegría y estorbo del barrio [...] En aquel murmullo se concentraban los chillidos para decir: 'Somos granujas; no somos aún la Humanidad, pero sí un croquis de ella. España, somos tus polluelos, y, cansados de jugar a los toros, jugamos a la guerra civil'» (92-95).

 

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En la valoración negativa de Torquemada, muy generalizada, suele subrayarse que el hijo de su segundo matrimonio es un monstruo, en tanto que el primero, que muere de una especie de congestión cerebral, era un «monstruo» para las matemáticas. De lo que se deduce que nada que pueda producir Torquemada puede ser bueno. Suele pasarse, sin embargo, por alto que, cuando el narrador nos describe el peculiar estrabismo de Leré, nos informa también de que todos sus hermanos mayores habían sido unos monstruos y que el pequeño, que ha salido normal, es tal genio para la música que sus maestros de París le llaman «monstruo», tal como uno, asombrado siempre, dice a veces que Mozart era un «monstruo». Lo cual, por supuesto, no impide en absoluto que lo más de la crítica, a diferencia de lo que ocurre con los juicios sobre Torquemada, ensalce lo benéfico que era para la sociedad española el comportamiento de Leré. (Casalduero [124-25], quizá siempre el más agudo, no deja de atender a esta cuestión. Sin embargo, la explica de manera favorable a Leré, por oposición a Torquemada.)

 

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Así le llama Leré en Madrid, al igual que el resto de la servidumbre de la casa de su madre; así seguirán llamándole todos en Toledo.

 

20

Creo que tiene razón Aldaraca (231-52), al proponer que se trata de una relación fundamentalmente incestuosa.