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ArribaAbajo Narrativizando la historia: La Corte de Carlos V

Germán Gullón


Las novelas de la primera época de Galdós nacieron de una intención parecida: dirimir la disputa ideológica que enfrentaba a reaccionarios (Coletilla) y moderados (Bozmediano), a los progresistas (Rey) con los paladines del orden tradicional (doña Perfecta). La representación literaria de esta pugna no le ocasionó mayores problemas; las técnicas heredadas del romanticismo ofrecían recursos fáciles como el simbolismo y los contrastes en claroscuro para exponer la ideología personal de manera casi automática; los «héroes» se identificaban con la luz, los villanos con las tinieblas. Sin embargo, las diferencias de interpretación a que han dado lugar varias novelas del período, Doña Perfecta singularmente50, inducen a pensar que bajo ese automatismo significativo de los comienzos laten otros matices, quizás imprecisos todavía, que harán posible la superación de la juvenil dicotomía «buenos» y «malos», sin términos medios. Los Episodios Nacionales testimonian mejor que otras novelas, creo, la titánica voluntad galdosiana por lograr la ecuanimidad, superando su manera original de ser realista, hasta culminar en la creación de personajes que aunque representan el bien en extremo (Benina, misericorde, o Fortunata, angelical) están cogidas a la vez en la red realista de la ambivalencia.

Al iniciar con Trafalgar la primera serie de los Episodios Galdós se vio precisado a presentar en términos favorables a los derrotados por circunstancias que no afectaban a su carácter -una cierta incompetencia, achacable a falta de práctica, a pésima táctica naval o a la mala calidad de los barcos-, proyectando sobre ellos un aura gloriosa, la del heroísmo, probado por los marinos españoles en tan aciaga ocasión. Comienzan así a cruzarse las líneas afectivas del novelista cuando toma partido y halla virtudes en acciones de gloria triste y en personajes no siempre dotados de prendas elevadas. La elasticidad del enunciado temático le planteaba un serio problema de composición: ¿hasta dónde extender la licencia y la comprensión de las flaquezas ajenas? ¿Cómo hallar el punto de vista narrativo adecuado, justo? La corte de Carlos IV, segundo episodio de la serie, muestra al escritor preocupado por despejar esas incógnitas; la poética, la novelización de la historia y las cuestiones narrativas le ocupan tanto o más que el enfrentamiento ideológico.

Los Episodios le obligaron a resolver otro problema técnico, el sugerido por las obras de Honoré de Balzac51, y que las «Observaciones sobre la novela contemporánea en España» (1870) plantean de modo específico. ¿Cuál había de ser el puesto de lo 'real' en la obra novelesca? ¿En qué medida debían entrar en ella los datos tomados de libros recogidos de fuentes orales? ¿Qué lugar corresponde a lo imaginado? ¿Se prestará mayor cuidado a esto que al referente? La respuesta requería suma discreción y exigía atención y vigilancia   —46→   sobre los materiales empleados. Ese control y junto con él la inspiración que surge del texto mismo son los movimientos esenciales y complementarios de la creación artística, y su sincronización da la medida del éxito.

Estas consideraciones un tanto elementales en torno a la tendencia ideologizante del joven Galdós, pronto atemperada por la madurez y el oficio, dan base para establecer un eje crítico en que inciden las técnicas narrativas, y a través de ellas todo lo referente a la creación de un centro de conciencia responsable de la narración y, por tanto, del punto de vista desde el cual se observan los materiales históricos. Ese eje crítico sirve para entender las reglas de composición de La corte de Carlos IV, episodio en donde se establece la norma narrativa predominante en el resto de la serie.52

No sé si vale la pena aludir a quienes todavía pudieran dudar si los Episodios son historia o novela. Bastará observar en el texto las innumerables huellas del empeño literaturizador -empeño iniciado en el grado cero, pero que se acentuará pronto -para zanjar la cuestión. El narrador empieza por contar los hechos, lo ya sabido; los utiliza como parte de la narración, y no lo hace tanto porque los encuadre en una trama para así exprimir lo mejor de su sustancia y sus convergencias causales, sino para crear un texto literario cuya integración queda a cargo de una 'persona' narrativa. Esta 'persona' coincide con la del historiador en su voluntad de ordenar los hechos y sucesos que se acumulan caóticamente en una forma que les de sentido, mas esas 'personas' difieren en la manera de proyectarse en el texto y en su propósito. Por eso llamo 'persona' a la que sitúo frente a la entidad denominable presencia del historiador neto. Y la complejidad artística de la 'persona' elaborada por Galdós para contar los Episodios es una prueba de la calidad de estas obras. Galdós va a narrativizar la historia dándole forma novelesca, literaturizándola, y en verdad poniéndola al servicio de la ficción. Curiosa simbiosis la resultante de esta combinación que singulariza el discurso y lo diferencia de otros.

La corte de Carlos IV, tras un capítulo donde se describe el nuevo empleo de Gabriel Araceli, que de combatiente en Trafalgar ha pasado a criado de una actriz en Madrid, comienza con el estreno de El sí de las niñas, de Leandro Fernández Moratín, marco de la narración subsiguiente. Dos hechos sobresalen en este acontecimiento dramático: el abucheo intencionado de los antimoratinistas a sueldo -entre quienes figura el propio Araceli- y la naturalidad del lenguaje y de las situaciones dramáticas. (Galdós parece insistir en las ideas expuestas en «Observaciones»). Los abucheos de los provocadores prefiguran las algaradas promovidas con motivo y sin razón en El 19 de marzo y el 2 de mayo. La sencillez 'realista' patente en la pieza de Moratín sirve a Gabriel como primera lección en el aprecio de las maneras y el lenguaje menos retóricos. Durante la velada se siente distinto de sus compinches, reconoce el realismo del drama, y ello le vale una reprimenda del jefe de los alborotadores profesionales:

No pude disimular el gusto que me causó esta escena, que me parecía el colmo de la naturalidad, de la gracia y del interés cómico; pero el poeta me llamó al orden injuriándome por mi deserción del campo chorizo.

-Perdone usted -le dije-; me equivoqué. Pero ¿no cree usted que esa escena no está del todo mal?

-¡Cómo se nota que eres novato!...


(p. 82)53                


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La comunión ciudadana en el ardor patriótico suscitado por el combate de Trafalgar se ha disuelto en el partidismo de la vida civil; del canto de gesta y del grandioso escenario épico se pasó al del teatro. Galdós utilizará este último como espacio apropiado en donde explorar el carácter de sus conciudadanos. Si en las novelas ficcionaliza la esencia del «otro» que los personajes llevan dentro de sí (el portador en Fortunata de la «idea blanca» y de la «pícara idea», el de don Romualdo en Benina) en los Episodios trata del 'otro' en cuanto prójimo, del que desde muy cerca le dicta a la figura el modo de conducirse. Como patrón de sus ficciones no históricas utilizó situaciones folletinescas por considerarlas preferibles a otras para explorar nuestras ilusiones y el 'por dentro', la manera de ser y el carácter de los personajes, mientras el modelo teatral servía mejor para los conflictos interpersonales y las formas de conducta que suponen la proyección del individuo en el ámbito social.54

Como trasfondo de la novela que estamos comentando están los ensayos y la puesta en escena de Otelo, drama en cuya representación participarán varios de los protagonistas de la ficción. Contrastando con la naturalidad moratiniana Gabriel oye al célebre Comella las primicias de un dramón. El tal sujeto autor a la don José Ido del Sagrario, está escribiendo por entonces su ridícula versión de la batalla de Trafalgar, El tercer Gran Federico, que «es Gravina, y como ya hubo en Prusia un Gran Federico que era segundo, ¿no comprendes -le confía el dramaturgo a Gabriel- que es ingenioso y llamativo poner a nuestro almirante en la lista de los Grandes Federicos que hubo en el mundo?» (p. 109).

El título de Comella proporciona y sintetiza una clave para descifrar el sutilísimo proceso de literaturización que se ofrece al lector. El tres es el número en que se basa la estructura de El sí de las niñas, pues ese es el número de los personajes que componen el triángulo argumental (don Diego, Carlos y Paquita), gente llana, de clase media. Comella en su farsa, como Ido en sus folletines, copia la realidad sin saberlo. Antes de explicar cómo literaturiza y complica este diseño, debo mencionar otra pieza aludida en la obra, el drama de Rojas Zorrilla García del Castañar, pues en él actúan también tres criaturas (Blanca, don Mendo, García), una de las cuales es llevada a escena por Pepita González, el ama a quien sirve el narrador-personaje. La actuación de esta actriz es criticada por el exceso de realismo que derrocha en la representación. Cuando me «suplicabas que te matara -le dice el actor que desempeña el papel de protagonista, Isidoro Máiquez- lo hiciste sin lo que llamaremos nosotros decoro trágico. Parecía que realmente deseabas recibir la muerte de mi mano...» (p. 91).

El diseño, repetido con variantes, sirve de pauta estructural, y el triángulo es la figura geométrica apropiada para describirla. En la corte de Carlos IV se había institucionalizado «la Trinidad de la tierra»55, según entonces llamaban al grupo formado por los reyes y el amante de la Señora, don Manuel Godoy. Los escándalos de María Luisa todavía siendo Princesa de Asturias, que preocuparon al Conde de Floridablanca como si se tratara de negocios de Estado, incluían una serie de «liaisons» con pajes y guardias de la Corte, pero la única duradera fue la mantenida con el Príncipe de la Paz, favorito además del rey, que le concedió ese título. A los amores de Godoy y María Luisa alude un cuento que Amaranta relata a Gabriel, sobre una Sultana (el toque   —48→   de orientalismo apunta a Las mil y una noches tanto como a la sensualidad de la reina) infiel al esposo y posteriormente desdeñada por el encumbrado favorito. Así, un dato histórico opera en diversos pasajes del texto, que por la superposición de modelos literarios se sustantiviza, literaturizándose.

Considerando el suceso histórico como base temática de la novela, como material que sugiere la pauta estructural, es conveniente recordar que el hecho de que el autor haga poco más que aludirlo, con su proverbial reserva, y en cambio enmarque la acción novelesca con El sí de las niñas, donde se da un triángulo parecido (la reina María Luisa equivalente a la vieja y Godoy al joven) supone dos cosas: la primera, no insistir en los datos históricos, y, la segunda, un primer cruce de los hilos semánticos que dan sentido a la obra. El narrador añade un aspecto ausente de El sí, el de la sexualidad, poniendo en boca de Amaranta la historia de la Sultana y el guardián, cuyo final nunca llega a conocerse, pues lo importante era sencillamente mencionar el punto sin relacionarlo directamente con los personajes traídos de la Historia. El drama, García del Castañar, en que Pepita actúa 'sin arte', es decir, liberando sus auténticos sentimientos, sirve de bisagra que traslada el triángulo amoroso desde el espacio de la pura representación al de la pasión 'sentida' en que cohabitan los actores de la novela, uniendo los triángulos literarios del drama moratiniano y del de Rojas Zorrilla con los puramente novelescos y con la enunciación de la Historia. De tal suerte se convierte ésta en parte de la narración literaria, puesto que literarias han de ser cuantas implicaciones se deriven de la complejidad textual en que se sumerge el triángulo 'histórico'.

La genialidad del autor al hacer literatura apoyándose en la conocida situación histórica le permite lograr un objeto artístico muy completo mediante la incorporación a él de algo banal a primera vista, el componente sexual de los entretelones de la historia de España a los finales del XVIII y comienzos del XIX, en que del período del severo Carlos III se pasa al de María Luisa y Godoy, y más tarde al de la castiza Isabel II. El gran logro de La corte es la catástasis experimentada por el narrador en el capítulo XVIII, cuando se produce la definitiva absorción de la historia por la literatura, trasladando el triángulo estructural al plano literario, y dentro de éste al presente de la novela; en ese momento el protagonista adopta una postura particular ante los sucesos y su punto de vista se impone al imponerse su personalidad como narrador, responsabilizándose de la visión histórica novelada. Ya no se trata de acarrear materiales oídos, leídos, etc., y de adicionarlos, sino de integrarlos en una visión, la del que cuenta, generador del sentido total que el lector atribuye al texto. Desde ese momento, no habrá sino un centro de conciencia y la norma narrativa de toda la serie quedará perfilada.

En la escena central del capítulo mencionado Araceli escucha entre bastidores el diálogo de una señora, la Reina, según deducimos por diversos indicios, y la Condesa X, Amaranta. Versa la conversación sobre la conducta de una duquesa, Lesbia, antigua compañera de escapadas nocturnas de las dialogantes y ahora activa en el bando enemigo de los fernandinos, como resultado de sus amores con Juan de Mañara. Se habla de hechos sabidos por el lector: para consolarse del abandono del Duque, su marido, Lesbia se entretiene con Isidoro Máiquez, el famoso cómico; de las imputaciones de la tercería de Lesbia en los manejos políticos de Fernando, resuelto a desplazar   —49→   a su padre; de sus amores con Mañara e Isidoro, agravados por la amenaza potencial de que si Lesbia y Mañara son detenidos por conspiración ella pudiera vengarse declarando los pecadillos de la Reina y sus adláteres. Las implicaciones deducibles de tan complicados enredos permiten observar paralelos entre Mañara y Godoy; el don Juan y el Privado se asemejan en lo físico, en ambos encontramos un afeminamiento que Gregorio Marañón explicó muy bien. El Duque y el rey coinciden en creer firmemente en la fidelidad de sus respectivas esposas; al primero le oiremos exclamar más adelante: «Si yo sospechara de mi mujer, la mataría» (p. 170); y sabido es que Carlos III al oír a su hijo hablar de la conducta de las mujeres nobles en su trato con hombres de clase inferior, descartando la posibilidad del intercambio amoroso le dijo: «Carlos, Carlos, qué tonto eres».

Volviendo a la escena de marras, cuando la Reina se marcha sale el narrador de entre bastidores, con sorpresa de Amaranta, su maestra en tales ardides, que nunca pensó se emplearían contra ella. Gabriel comprende al punto que al escuchar alevosamente el diálogo entre las damas se ha colocado en una postura de tercería narrativa y asqueado, «hizo una nueva adquisición, una conquista de inmenso valor: la idea del honor» (p. 141)56. El momento es una encrucijada, casi me atrevería a decir la primaria, en la evolución del arte galdosiano, que se desprende de los modos románticos para acogerse al cervantismo. La novela se revela a un tiempo como acto reflexivo sobre sí misma y el decoro narrativo, y sobre la clase y el tono de las fábulas que serán contadas. La tercería, el celestinismo del narrador quedan descartados; éste deja de ser un tercero, un entrometido, y afirma su carácter de novelador distanciado, alejado irónicamente de los sucesos, aún si participa en ellos, pues los considerará en adelante desde las premisas impuestas por la función que le está atribuida en el tipo de novela en que se ejercita, a la vez que contribuye a su reinvención por el autor.

A esta toma de conciencia antecede una cuidadosa preparación. En el primer Episodio la voz narrativa se desdobla en la del Araceli viejo que reflexiona en torno a lo vivido, y la de Gabrielillo, el actor57. Si allí el autor todavía se dejó llevar por el patriotismo y aceptó la evaluación común de los hechos, en La corte de Carlos IV ya su posición es de clara autoridad, revelada en los modos de la invención y, concretamente, en la contextura del narrador.

El actante nombrado, Gabrielillo, aparece al comienzo de La corte en guisa de joven impetuoso, lleno de ambiciones; evoluciona su personalidad a lo largo del diálogo mantenido con varios interlocutores, particularmente con Inés, interlocutor diegético con función de narratario, y con tipos secundarios como Pacorro Chinitas, «fue singular cosa que el optimismo ciego de la mayoría no alcanzase a comprender lo que penetró con su ruda desconfianza el buen juicio del amolador» (pp. 112-113). Si Gabriel al comienzo resulta indigno de confianza, por sus excesos emotivos y por la desmedida ambición, poco a poco estos signos negativos decrecen gracias a las correcciones sugeridas por los mesurados juicios de Inés y Chinitas, erigidos en narratarios que van ayudándole -y ayudando al lector- a observar la realidad según es. En un momento anterior a la escena comentada, el narrador escucha «una elocuente voz interior [que] protestaba contra el vil oficio que se me proponía [el de espía]» (p. 135); a pesar de todo escuchará, y es entonces   —50→   cuando al dominarle la vergüenza se convierte en narrador con principios, con «honor», y por tanto merecedor de confianza.

Nunca deja el personaje de ser actor, pero su conducta se ajustará a unos principios morales. Cuando maduro le veremos ejerciendo funciones autoriales, encargado de ordenar la intriga y de seleccionar los retazos de Historia en que más o menos participa. El discurso afectado por lo histórico se ordena de acuerdo con lo llamado por Roland Barthes 'existentes'58 -dos maneras de llegar a ser poderoso, siendo paje o guardia de Corte- y 'ocurrentes' -en espiar, contar secretos, tender redes, que estorben el paso de quienes se crucen en el camino-. Gabriel estuvo a punto de ser cogido en esa red al aceptar el empleo de paje de Amaranta, pero en seguida gracias a la repugnancia que le produce prestarse a cometer acciones bajas se desliga de las redes de la intriga. El honor le salva y su liberación lo convierte en narrador digno de confianza, eco fiel de la moral del autor implícito que noveliza la historia condenando lo que debe ser condenado.

Así se aúnan historia y novela; dotando al narrador de connatural dignidad el autor le confía el cometido de transmitir su interpretación personal de la historia (rasgo característico según Carlos Rama de la novela histórica del siglo XIX)59, y en este ejemplo una visión negativa de los desajustes palaciegos de La corte de Carlos IV. Entre lo sabido y lo contado se interpone el novelador que enriquece la crónica con la invención y forzando, por así decirlo, un juicio moral.

Concluye el episodio con la puesta en escena de Otelo, de William Shakespeare, drama que proyecta una sombra de venganza nunca cumplida sobre los líos amorosos de Lesbia y de la Reina de España. Este «Otello o el moro de Venecia era una detestable traducción que don Teodoro Lacalle había hecho del Otello de Ducis, arreglo muy desgraciado del drama» (p. 154), es decir, un Otelo de tercera mano. Se contrapone esta representación a la que abre la novela, de El sí de las niñas. Los finales no pueden diferir más: el uno es feliz y el otro trágico, mas la relación triangular es en apariencia semejante.

No insistiré en el proceso de literaturización tan evidente en la intertextualidad de este Otelo; me contentaré con subrayar esa técnica de inversión que da vuelta al drama original deformándolo, y en cada nueva versión lo aleja más del original. En la representación se supone que van a culminar al menos tres temas: la infidelidad de Lesbia va a ser expuesta al Duque su marido; Máiquez quiere descubrir si Lesbia le engaña con Juan de Mañara (en vista de lo cual propone a Pepita un ardid propio de «El curioso impertinente»); y la cómica enamorada del actor pretende vengarse de su indiferencia cambiando una carta (el pañuelo del drama shakespiriano) por otra de Lesbia a Mañara, interceptada por ella. El enredo es notable, y se podría hablar de comedias dentro del drama.

Una segunda catástasis del narrador sobrevendrá cuando Pepita, directora del espectáculo, actúe tras las cortinas, manejando a su antojo realidad y ficción; posee la carta de Lesbia, que allí se burla del amor de Isidoro, y en el momento apropiado la cambia por la del texto. Isidoro-Otelo al leerla en escena esgrime un puñal genuino en vez del falso propio del teatro; también esta sustitución es obra de Pepita, y a punto está de causar la muerte de   —51→   Lesbia-Desdémona, cuando Máiquez, trastornado por la lectura de la carta en vez de conducirse con el decoro dramático habitual se deja llevar por un arrebato de celos, pasando de la representación al arranque pasional. La vida de Lesbia queda a salvo gracias a Gabriel, Iago sin maldad, advierte el cambio de arma y protege a Lesbia con su cuerpo. Al fin, Isidoro reconoce el intenso amor de Pepita, que motivó el cambio de cartas, y se marcha con ella. La acción de Gabriel, el narrador, rompe el hilo del drama, y le da un nuevo final; actuó como centro de conciencia, y por eso suyo es el movimiento que impide el asesinato. Su actuación como tercero resulta ahora positiva, y sirve para salvar una vida y alterar el desenlace.

La presencia autorial del tipo de Fernán Caballero o Pedro Antonio de Alarcón en sus novelas, esa curiosa omnisciencia ausente que magnánimamente inspira desde la distancia al narrador, desaparece en La corte. Tras las complicaciones de la acción opera la conciencia del narrador. Si la carta es un nudo de la acción, no menos es el motivo que determina el carácter moral del emisario. El autor además de conceder la palabra a Gabriel desde el comienzo de la serie, le va cediendo poco a poco la responsabilidad narrativa; abandonando las alturas de la omnisciencia, deja en libertad al narrador para obligarle a justificarse ante el lector, a un lector maduro que no soporta los principios inmutables de un dios lejano y todopoderoso y prefiere ver los hechos como consecuencia de simples decisiones personales. Gabriel actuará honradamente porque es un hombre de bien, una conciencia recta. El autor Galdós, de acuerdo con su ideología, rechaza los absolutos y 'liberaliza' el proceso narrativo haciéndolo autosuficiente en la medida de lo posible. Así su novela cobra una dimensión moderna. Ian Watt conceptualizó este tipo de realismo y explicó que el 'ismo' depende de la forma de contar y no de la 'realidad' de lo contado.

Como final del Episodio, el narrador contará a Amaranta la llamada 'historia de la damita'; en forma de parábola semejante a la que ella le refirió sobre la Sultana y su privado, le recordará una historia íntima, no menos auténtica, en la que veladamente habla de una hija ilegítima de la Condesa, fruto de amores juveniles, abandonada por ella; Amaranta se resiste a admitir que Inés (según el lector ya sabe) sea su hija. El narrador atolondrado del comienzo tiene ahora completo dominio de la situación: de 'paje', en la vida y en el teatro, ha pasado a juez de los destinos, imponiendo su versión de los hechos y determinando el giro de la acción.

Hay novelas en las que se nota la complacencia del autor con su resultado, sobre todo en los finales; esa complacencia suele revelarla una vuelta feliz de los acontecimientos: Tormento es un caso y La corte de Carlos IV otro. Aunque la parte de la Historia se adelgaza según progresa la obra, sentimos el placer del escritor en la escritura, quizá por ser la invención más libre y el texto más novelado. Gabriel, eje de la acción, ha redefinido su papel y es el eje narrativo. Al comienzo, llevaba el peso del relato un autor implícito desdoblado en el Araceli viejo, mas el joven Gabriel fue poco a poco relevándole. En La corte funciona una conciencia peculiar, de ficción, que siente y vive lo ocurrido con libertad y ecuanimidad. El regusto autorial por su invención lo reflejan estas narcisistas observaciones del narrador: «Jamás he podido comparar con más propiedad mi alma con la imagen de un terso   —52→   lago, de igual y no alterada superficie, ni jamás he distinguido con tanta claridad el lejano fondo» (p. 171). Ese lago-alma es la nueva conciencia narrativa, que constata la necesidad del equilibrio en el empeño creador sin incurrir en las salidas de tono de narradores como el de La Fontana de oro, imprecando a Fernando VII.

El supremo acto de literaturización acontece cuando el hombre Benito Pérez Galdós se borra en beneficio de una conciencia forjada por él, y deja en libertad al narrador para que sea quien es. Las palabras de Araceli consciente de su papel, fabulando lo relativo a la Historia en el discurso literario, al «utilizarla», declaran que la autonomía que le fue concedida no ha sido mal empleada. Y acaso sea este hecho el que decide al autor a llevar adelante la serie de Episodios, en la forma de «memorias» en que la escribió. La perspectiva, la 'persona' narrativa estaban fijadas y hasta el comienzo de la serie siguiente no tuvo el novelista que volver a ocuparse en el remodelado de su 'segundo yo'.

University of Pennsylvania



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