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ArribaAbajoEchegaray, Galdós y el melodrama

Gonzalo Sobejano



I. A propósito de Ibsen y Galdós

En un trabajo, de 1974, titulado «Ibsen y Galdós», Isaac Rubio estima impertinente cualquier aproximación entre estos dos autores. Afirma que «cuando se asegura que dos personajes son semejantes o que ciertas ideas aparecen en dramas de ambos autores», tales dramas «se fraccionan porque se reducen esas obras a estereotipos [...] y porque son consideradas como un conjunto de variables, no como totalidades estructurales con una dinámica interna y un sentido propios». Rechazado así el proceder comparativo, el señor Rubio se apresura a utilizarlo, no para encontrar algunas afinidades (que es lo único sugerido en mis trabajos sobre el teatro de Galdós), sino para oponer diametralmente la obra de uno y de otro autor. El cotejo trazado por el señor Rubio parte del convencimiento de que el tema de Galdós es el equilibrio entre el hombre y la sociedad y el de Ibsen la ruptura, y desemboca en la conclusión de que si el teatro del noruego es tragedia, el del autor español es «melodrama» de «buenos o malos» movidos por una ideología que aparece descrita por conceptos como caridad, posesión del poder por los hombres superiores, «laissez faire» económico, propiedad privada, desigualdad social constitutiva, etc.111

Isaac Rubio se declara en completo desacuerdo con mi artículo «Razón y suceso de la dramática galdosiana»,112 y a esto sólo puedo responder que lo lamento de veras. Pero el señor Rubio comete varios errores cuando se refiere a ciertas alusiones hechas por mí en el mencionado artículo y en otro anterior, «Forma literaria y sensibilidad social en La incógnita y Realidad, de Galdós».113 A estos errores de intelección, y no a diferencias de criterio, debo replicar puntualmente, y paso a hacerlo en la más concisa forma.

1. Después de encontrar inservible cierta aproximación apuntada por Gregersen, dice el señor Rubio que «la comparación que hace Sobejano entre Orozco y Stockmann tampoco tiene sentido, puesto que Galdós no leyó Un enemigo del pueblo hasta 1892 (y en francés)». En «Forma literaria» examinaba yo la totalidad estructural de La incógnita y Realidad en su dinámica interna y sentido propio: mal o bien, pero ése era el objeto de mi examen, para definirlo en los propios términos que el señor Rubio juzga recomendables, y yo con él. Hecho aquello, indicaba en una nota a pie de página: «A propósito de Ibsen quizá pudiera someterse a juicio el posible parentesco entre Tomás Orozco y Tomas Stockmann, el protagonista de Un enemigo del pueblo. El carácter vehemente de Stockmann difiere mucho del sosegado de Orozco, pero ambos son bienhechores de la sociedad calumniados por ella, defensores de una moral autónoma, solitarios, videntes y, profesionalmente, hombres de empresa». El diccionario define «parentesco», entre otras acepciones, como enlace por afinidad. Que dos personajes de dramas de distintos autores muestren algunos aspectos afines y que esta afinidad se apunte en una nota marginal señalando que quizá pudiera someterse a juicio como algo posible, constituye una sugerencia comparativa para la cual nada importan ni la fecha ni el idioma de la traducción de la obra de Ibsen.114 Yo puedo declarar las afinidades que descubro entre Ana Ozores y Anna Karenina, aunque sepa que Leopoldo Alas no leyó la novela de Tolstoi sino después de publicada La Regenta. No significa esto que las obras protagonizadas por Tomas Stockmann y Tomás Orozco, o por Anna Karenina y Ana Ozores, queden convertidas en estereotipos; significa que estos personajes pueden ser ejemplos, parcialmente asemejables, de determinadas actitudes individuales ante la sociedad de pueblos diferentes   —92→   dentro de una misma época; actitudes posibles o sintomáticas en tal época, e insólitas o acaso impensables en otra. Y la utilidad de tales comparaciones consistiría en situar cada obra en su propio horizonte histórico, colocación que me parece complementariamente oportuna luego de haber intentado definir la totalidad estructural, la dinámica interna y el sentido propio. Que Stockmann luche a todo riesgo por identificar libertad de pensamiento y libertad de acción mientras Orozco sea una «apología de la alienación burguesa», es opinión del señor Rubio que no entraré a discutir. Para mí, Orozco no es la apología de esa alienación, sino su víctima. Mostrar la rebelión activa y resuelta a luchar, como hizo Ibsen, es título de grandeza humana y dramática; pero no veo por qué haya que negar comparable grandeza a quien, como Galdós, supo mostrar el dolor -no pasivo ni masoquista- de la víctima.

2. En la nota 18 de su artículo, el señor Rubio transcribe el siguiente pasaje de «Razón y suceso»: «En los dramas de Galdós los protagonistas llevan en sí el anhelo de autenticidad, expresado por Ibsen con estas palabras: '¡Sé tu mismo!' y por Nietzsche con éstas: '¡Llega a ser el que eres!' La de San Quintín descubre a Víctor su nulidad a fin de devolverle su plenitud como persona». Y añade el señor Rubio: «Invocar a Ibsen en este caso es un despropósito. Porque la de San Quintín 'devuelve su plenitud como persona' a Víctor convenciéndole de que su socialismo y su admiración por la Comuna son errores, e induciéndole al trabajo para crear riqueza. Jamás Ibsen dijo nada semejante. Estoy completamente en desacuerdo con el método, los argumentos y conclusiones de este artículo de Sobejano».

Deploro haber inspirado un desacuerdo tan completo. Nadie puede pretender, cuando escribe, convencer a todo el mundo. Pero el señor Rubio hace nuevamente más alarde de antipatía que de exactitud. Pues yo no invocaba a Ibsen para poner en dependencia de éste lo dicho en particular por la duquesa de San Quintín. Recordaba, de una manera más incidental que invocativa, que Ibsen y Nietzsche habían proclamado tal imperativo de autenticidad. Tan sabido es que Galdós leyó algunos dramas de Ibsen como posible que no llegase a leer una sola página de Nietzsche, el cual, por cierto, pese a proclamar el mismo imperativo, no gustaba en absoluto de Ibsen, a quien llamaba «solterona típica» y de quien escribió que «con todo su robusto idealismo y 'voluntad de verdad' no ha osado librarse de ese ilusionismo moral que habla de 'libertad' y no quiere percatarse de qué es 'libertad': el segundo paso en la metamorfosis de la 'voluntad de poder' por parte de quienes carecen de éste».115 Nombrar a Galdós, Ibsen y Nietzsche en un mismo párrafo no implica poner al primero en dependencia de los otros dos, aunque nadie negará que se trata de tres autores coetáneos. Por lo demás, a continuación de la de San Quintín mencionaba yo, en el mismo párrafo, a Salomé y José León (Los condenados), Electra, Mariucha, Celia en sus infiernos y al Conde de Albrit (El abuelo). El señor Rubio sólo transcribe las dos líneas relativas a la de San Quintín, de manera que mi alusión a aquel anhelo de autenticidad -también expresado por Ibsen y por Nietzsche pero no derivado de uno ni de otro- puede parecer referida sólo a Rosario y Víctor, el ejemplo seguramente menos fuerte entre los señalados. Menos fuerte, pero válido: en primer lugar, porque Víctor no es socialista, como por error lo clasifica Galdós, sino anarquista,116 y de un anarquismo presentado como una especie de veleidad juvenil; y en segundo lugar, porque la autenticidad admite diversas cotas de elevación según el punto de partida desde el que se proceda hacia ella, y para un joven tan superficialmente contagiado de anarquismo como el que Galdós saca a escena, un modo respetable de hacerse auténtico era dignificarse por el trabajo en vez de aceptar cómodamente el reconocimiento y la seguridad que un padre odioso le brindaba a cambio de abandonar aquel anarquismo.

3. En otra nota, la 19, transcribe el señor Rubio este otro párrafo de «Razón y suceso»: «Hay que recordar que la dedicación de Galdós al teatro coincide en buena parte con su creciente simpatía hacia el socialismo. Pero a Galdós socialista le importaba más la aportación posible de las clases acomodadas, que   —93→   eran las que debían ceder, que no la del proletariado y pueblo humilde, cuyo papel era bien claro: conseguir justicia». Apostilla del señor Rubio: «Uno se pregunta qué clase de socialismo puede esconderse en este galimatías ideológico. Más que socialismo parece ser 'revolución desde arriba', que fue precisamente un amaño de los poderosos para evitar el auténtico socialismo, y con la que Galdós siempre estuvo de acuerdo», etc. Como no sea por un nuevo arrebato de hostilidad, cuyo origen ignoro, no sé por qué el articulista denomina «galimatías» lo transcrito ni por qué dispara, supongo que hacia mí, esa comprimida lección de socialismo auténtico. Siento mucho que Galdós no haya querido o podido ser más auténticamente socialista, pero que simpatizaba con el socialismo durante buena parte de los años en que escribió teatro lo sabe todo aquel que haya consultado su biografía. Trazando un resumen biográfico en su magistral libro sobre Galdós, Joaquín Casalduero afirma de aquél que «terminará haciéndose decididamente republicano y pidiendo la revolución». Cierto es que Galdós, en general, rechazaba la violencia, y que anteponía la reforma educativa a la revolución necesariamente violenta, cosa que Casalduero no oculta ni a nadie puede ocultársele, pero se precisa considerable dosis de maniqueísmo melodramático para llamar «galimatías ideológico» lo arriba transcrito.

4. Finalmente, cuando el señor Rubio se refiere a lo notado por mí en «Razón y suceso» acerca de Galdós, Ibsen, Hauptmann y Strindberg, diciendo que el movimiento simbolista fue «una nueva sensibilidad a la que Ibsen no perteneció» y que «ponerlo al lado de Maeterlinck, como hace Sobejano, es un error», quien comete no uno, sino tres errores, es el señor Rubio. Primero, no soy yo, es el mejor crítico dramático del siglo XIX en España, José Yxart, quien alude a Ibsen y Maeterlinck en una misma página, pero no como autores afines, sino como los representantes entonces más conocidos de dos tendencias distintas: el drama social y el drama simbolista.117 Segundo, tampoco soy yo, es Galdós, quien distingue dos clases de obras dentro de la producción de Ibsen, unas más claras y otras llamadas simbólicas. Y tercero, sí soy yo quien después distingue, para Galdós, Ibsen, Hauptmann y Strindberg, entre un teatro «de realidad y mensaje social» y otro atraído «hacia el moderno simbolismo, sugestivo, y maravilloso»; pero con esto último no aludía entonces ni podría aludir ahora al simbolismo en lengua francesa al modo de Maeterlinck, cosa que sólo puede inferir de mis palabras un lector ofuscado o no bien predispuesto, sino a un tipo de obras que el mismo señor Rubio reconoce que existen cuando se refiere a aquellas de Ibsen «cuyo realismo es menos aparente, su construcción más original su temática menos circunstancial, su lenguaje más indirecto y sus personajes menos adaptables a los superficiales dogmas de la verosimilitud». Si él admite que en Ibsen hay obras que pueden describirse de ese modo, está admitiendo por implicación que hay otras obras cuyo realismo es más aparente, cuyos personajes son más verosímiles, etc., y a estos más y menos apuntaba mi distinción. Afirmar luego que Ibsen, Hauptmann, Galdós y Strindberg «son autores con personalidades muy distintas» y que si algunas de sus obras son «simbolistas», «habrá que conceder que esos grandes autores entienden y realizan el simbolismo sugestivo y maravilloso de muy distintas maneras» es incurrir en un modo de argumentar digno de Pero Grullo, pues nadie pone en duda que Ibsen sea Ibsen, Galdós sea Galdós, etcétera, identidad, o más bien tautología, que parece constituir el método, el argumento y la conclusión del trabajo de Isaac Rubio.

Parece -digo-, porque en realidad la conclusión de dicho trabajo consiste, como ya he advertido, en oponer de una manera diametral el carácter trágico de la obra de Ibsen al melodramático de la obra de Galdós. El melodrama típico de la España de la Restauración estimábase representado, si yo no me equivoco, por Echegaray, hasta que el señor Rubio, comparando a Ibsen y Galdós, decide considerarlo representado por este último. Por ello mismo, pienso que una comparación entre el teatro de Echegaray y el de Galdós quizá pueda no resultar inútil para obtener una imagen más justa del teatro de éste, al que el señor Rubio tan resueltamente califica de melodramático. Comparación por comparación, acaso la mía modere la extremosidad de la suya.

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Aunque la crítica ha enfrentado habitualmente el idealismo o «romanticismo» de Echegaray y el «realismo» de Galdós, no falta quien, como Joaquín Casalduero, advierte elementos comunes. Según Casalduero, el teatro de Galdós «surge cuando había superado el mundo naturalista, aprendido en Zola, y al salir al mundo espiritualista por propia necesidad interior, se encuentra en el mismo ambiente de Ibsen y Tolstoi, y muy diferente de ellos. Galdós nos ha hablado de esas diferencias y de su admiración por Casa de muñecas; sin embargo, su actitud hacia la mujer es tan distinta de la del dramaturgo noruego como Tristana lo es de Nora. A quien respeta y cuyos consejos sigue es Echegaray el hombre práctico en cosas de teatro, el conocedor de la escena. En casi todas sus obras hay algún momento de efecto a lo Echegaray, y a veces los desenlaces tienen algo, bastante, de efectistas. No cae en la retórica echegariana, pero sus largos parlamentos, los apartes, los monólogos, la disposición de los personajes nos recuerda con frecuencia al autor de Mancha que limpia. Echegaray capta de la manera más superficial las nuevas directrices de su época y las vierte en un molde más que tradicional, arcaico. Galdós no se apropia nada, nada se asimila, él vive y descubre la tensión, la inquietud, las ansias, tormentos, y anhelos finiseculares».118

Comparar el teatro de Echegaray con el de Galdós, siendo aquél el perpetrador de tanto melodrama tremendo, y éste, según se desprende de todos los comentarios que le dedicó Ramón Pérez de Ayala, el mejor ejemplo español de un teatro verdaderamente «liberal» y, por tanto, anti-melodramático, es tarea que ofrece algún incentivo. Puede servir, además, para sacar por un momento del olvido a José Echegaray, de quien muchos hemos hablado sin tornarnos la molestia de leer sus obras o limitando la lectura a sólo unas pocas y siempre las mismas.




II. El teatro de Echegaray

A fin de destacar los rasgos peculiares del teatro de Echegaray, tomo como base diecisiete dramas: los diez que su autor declaró preferir y otros siete que juzgo relacionables con el teatro de Galdós por su tema, su fecha y su condición de dramas en prosa de asunto contemporáneo.119

Pues, en efecto, lo primero que ha de recordarse es que el teatro de Echegaray se mueve entre dos categorías: el drama que llamaré anacrónico, y el drama contemporáneo.

Los dramas anacrónicos son aquellos que Clarín brevemente describía refiriéndose al «Echegaray de los dramas románticos, poéticos, legendarios, casi siempre en verso, llenos de visiones y de escalofríos o temblores, el Echegaray que nunca suele gustar al público inteligente [...]; el Echegaray que tampoco solía gustar a Revilla; el de Mar sin orillas, digno de Shakespeare, a pedazos; el de En el seno de la muerte».120

Este primer Echegaray es el que permanece en la memoria de la mayoría como autor de engendros melodramáticos constelados de ripios. Pero aunque es cierto que Echegaray nunca abandonó del todo los efectismos de su primer teatro, ni cuando compuso dramas trascendentales (O locura o santidad), ni cuando practicó un tipo de teatro urbano de alta sociedad (El gran galeoto), ni cuando intentó acercarse al naturalismo (El hijo de don Juan) y al simbolismo (La duda), en todas estas modalidades, bajo las incorregibles contrahechuras, se encuentra algo de lo que en vano buscaríamos en piezas como En el seno de la   —95→   muerte o Haroldo el Normando: referencia a un mundo social vivido por los espectadores, ambientación contemporánea, problemática moral actual o actualizable, tentativas de crítica de algunos prejuicios, y ensayos de adopción de nuevas técnicas.

Francisco Ruiz Ramón, historiador del teatro español que, según él mismo declara, conoce por lectura directa los dramas de Echegaray, desaconseja hablar de sus temas o conflictos, considerando que para hacerlo hay que manejar términos de sentido universal que están deformados y carecen de consistencia: «ni el fanatismo, ni el deber ni el amor son reales, con humana realidad, sino ripios».121

Hay, sí, en la mayoría de los dramas de Echegaray una gratuidad argumental y un recargamiento patético que parecen colocarlos al margen de la realidad humana compartible o convivible. Sin embargo, abarcar la producción toda de Echegaray bajo la rúbrica de «drama-ripio», como hace Ruiz Ramón, es imponerle un veredicto demasiado riguroso, valedero para los dramas anacrónicos, pero no para algunos de los dramas contemporáneos, que son los que tomo aquí en consideración principalmente.

Dentro del teatro de Galdós cabe encontrar cuatro temas rectores: verdad personal frente a opinión pública engañosa, y libertad de acción frente a intolerancia (dramas de separación); por otra parte, voluntad unida al espíritu, y caridad unida a la justicia (dramas de conciliación).

Dentro de la producción de Echegaray no se dan con frecuencia dramas conciliadores. Los más, y los menos endebles, son dramas de separación. La VERDAD frente a la opinión es el conflicto que informa O locura o santidad, El gran galeoto, Mancha que limpia, El estigma y El loco dios; pero a menudo el conflicto se entabla propiamente entre el amor y el HONOR: aquél como pasión arrolladora, éste como principio ineludible en el que se halla toda o gran parte de la verdad que hay que aceptar; así sucede en La esposa del vengador y En el seno de la muerte (dramas anacrónicos), pero también en dramas contemporáneos como Vida alegre y muerte triste, De mala raza, La realidad y el delirio o Mariana.

De otro lado, la LIBERTAD de acción frente a la intolerancia o cualquier forma de tiranía es el conflicto que determina la trama de La muerte en los labios (fanatismo calvinista), Comedia sin desenlace (caciquismo) y La duda (resentimiento católico antivital); pero a veces puede, más que la protesta contra el poder opresor, la FATALIDAD del medio o de la herencia, como ocurre en Dos fanatismos (educación represiva) y en El hijo de Don Juan (libertinaje que engendra la enfermedad).

Conviene, sin embargo, tener en cuenta lo siguiente:

Que la verdad personal sólo es capaz de afirmarse frente a la opinión mentirosa siendo interpretada por ésta como locura (O locura o santidad, El loco dios), como adulterio (El gran galeoto), o precipitándose en el crimen (Mancha que limpia) o en el suicidio (El estigma).

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Que entre el honor y el amor, el amor expía sus excesos con la penitencia de la deshonra sangrientamente vengada. Y que la libertad de acción frente a la intolerancia, cuando no sucumbe a la represión familiar o al determinismo hereditario, se consuma como ejemplo hacia el futuro (inmolación en La muerte en los labios, amenaza en Comedia sin desenlace) o llega a una conclusión de violencia criminal.

Tenido esto en cuenta, y si se aceptan como temas cardinales del teatro de Echegaray los apuntados (verdad, honor, libertad, fatalidad), entendido queda que el autor no busca en ningún caso la síntesis: sus dramas plantean conflictos sin superación, en los cuales uno de los términos combate y aniquila al otro. Vencen siempre, de hecho, los términos negativos: la opinión pública, el avasallante honor, la intolerancia y la fatalidad; y sólo a veces, por la intensidad del sacrificio, se infiere del drama la victoria puramente ideal de las víctimas: el santo tenido por loco, los fieles enamorados, la esposa calumniada, el trabajador expoliado, la bondadosa joven tenida por malvada, el hijo leal que defiende el buen nombre de su padre, el loco dios. Ya esta enfática oposición entre buenos y malos, y los desenlaces casi siempre cruentos, revelan la índole melodramática del teatro de Echegaray, muy distante de la condición del teatro de Galdós, que incluso en varios de los dramas de separación hace triunfar la verdad -a precio de sacrificios, desde luego- sobre el engaño (Realidad, La de San Quintín, El abuelo, Bárbara) y la libertad sobre la intolerancia (Electra, Mariucha, Casandra). Esta victoria del bien sobre el mal, al final de sus contiendas, ¿podrá considerarse más melodramática que el «sublime horror trágico» perseguido por Echegaray?122 Dependerá de lo que se entienda por melodrama, y sobre ello volveremos después.

Si provisionalmente se admite ese temario del teatro echegariano, notando dentro de él como factores de desequilibrio el muy vetusto tema del honor y el muy moderno (para su época) del determinismo hereditario, podríamos preguntarnos ahora por las razones que indujeron a Echegaray al cultivo de la escena.

Galdós empezó a estrenar dramas al borde de los 50 años: por la necesidad personal que le había llevado ya al monólogo y a la novela dialogada al querer dar expresión a conciencias aisladas de su contorno o en sí mismas escindidas, y por el empeño en dar trascendencia más inmediata a sus ideales de regeneración española. La razón personal de Echegaray, que hizo su primer estreno a los 42 años y bajo seudónimo, no parece haber sido ni tan íntima ni tan elevada. Sencillamente, había sentido desde muy joven afición al teatro (ser dramaturgo y ministro era un sólo ideal bifronte, muy generalizado por aquellas calendas), y esto y los iniciales éxitos de su hermano Miguel fueron su estímulo. En cuanto a la intención de trascender socialmente, en el primer Echegaray se redujo a excitar y conmover al público, y sólo después hubo de sentirse dispuesto a remover su conciencia presentándole problemas de fe, conducta y conocimiento, sin renunciar jamás a sacudir sus nervios,   —97→   para lo cual contaba con buenos conductores de electricidad patética en Antonio Vico, Rafael Calvo y María Guerrero. Apuntaba Clarín en 1893 que Echegaray durante un tiempo «hacía principalmente Vicos y Calvos; ahora hace principalmente Marías Guerrero».123 La reiteración con que el dramaturgo dedicó sus obras, en los términos más agradecidos y encomiásticos, a aquellos artistas, atestigua su dependencia de ellos; pero no hay que extrañarse: para tales o cuales artistas escribieron también muchas de sus obras Molière, por citar un caso eximio, o Galdós, o Benavente.

El primer teatro de Echegaray, el llamado romántico o neorromántico, nació de un complejo de motivos: en primer lugar, de la propia inclinación del escritor a dinamitar los ánimos de sus personajes y del público con toda especie de tremores; tal inclinación encontró apoyo en lecturas predilectas de Victor Hugo, Dumas padre e hijo, Sardou, Zorrilla, García Gutiérrez; el calderonismo de Echegaray es tan esporádico y tan meramente verbal que no merece la pena señalarlo; menos aún, mencionar a Shakespeare.

Con toda su aparatosidad, el teatro de Echegaray, más el primero que el ulterior, cumplió una función que nadie mejor que Azorín definió en un breve artículo del 8 de enero de 1906, o sea, un año después de haber organizado la célebre protesta contra el homenaje al Premio Nobel. Aludiendo al feble teatro sentimental de Eguílaz, Luis Mariano de Larra y Camprodón, vigente por los años 50 y 60, y del que Azorín creía advertir por entonces una resurrección extemporánea, escribía: «La oración de la tarde, Los soldados de plomo, Flor de un día, Espinas de una flor no son obras inferiores a éstas ni por su lenguaje -afectado, lírico- ni por su contextura. Contra esta manera teatral fue justamente contra lo que reaccionó el teatro de Echegaray; Echegaray, violento, impetuoso, pasional, representaba -después del teatro que acabamos de indicar- un paso hacia adelante; el avance era formidable».124

Si Echegaray comenzó, pues, oponiendo sus dramas neorrománticos a esa comedia insípida y cándida, pronto hubo de entender que con tales dramas, anacrónicos en asunto y forma, o a veces sólo en forma, no podía responder adecuadamente a las necesidades de su tiempo, y buscó camino en ese otro linaje de drama trascendental del que es ejemplo O locura o santidad (1877), obra de aquella década en que Galdós, Pereda o Alarcón componían novelas de tendencia en las que se debatían problemas de creencia y conducta planteados en la tensión entre autoridad y libertad, tradicionalismo y progreso, convención admitida y verdad por hallar.

Pensasen lo que pensasen Clarín con su admiración por el verso declamado al estilo de Rafael Calvo, y Azorín en su pronta palinodia, Echegaray resulta siempre menos ilegible en prosa que en verso, y no por los ripios (los hay pero no tantos como se cree), sino más bien porque su verso nunca guarda medida entre lo hablado y lo escrito: o se desmanda en una cohetería de imágenes que remedan torpemente la   —98→   sublime retórica de Calderón, o, con más frecuencia, pugna por encerrar en la prisión del metro y de la rima la dicción más pedestre.

Dramas como O locura o santidad y La muerte en los labios exponen problemas de amplio alcance moral en aquellos primeros años de la Restauración y en vísperas del naturalismo. La prosa les comunica claridad y sobriedad.

Con la rémora inevitable de su énfasis neorromántico y del esquematismo que este teatro de ideas sobrepuso a su tendencia hacia la rigidez y la simetría, Echegaray se adaptó después, en lo posible, al naturalismo (De mala raza, El hijo de Don Juan) y en La duda intentó una adaptación del simbolismo de Maeterlinck «de un modo interesantemente original», según Valbuena Prat, quien también observó en Mariana «un nuevo sentido mundano de la 'comedia de conversación' que anuncia el mundo bien próximo de Benavente».125

Apuntadas así las razones personal, social e histórico-literaria del teatro de Echegaray, todas menos íntimas, radicales o audaces que las del teatro de Galdós, intentaré describir el arte dramático de aquél en su constitución misma, relacionándolo con el de Galdós cuando sea discreto.

En los catorce versos del soneto que empieza «Escojo una pasión, tomo una idea»126 compendió Echegaray, no obstante el desperdicio de algunos ripios, su fórmula dramática. Traducida en prosa breve, he aquí la fórmula. Concibe el autor sus dramas partiendo de la pasión, idea, problema o carácter (éste, en abstracto). Procediendo así de lo genérico a lo particular, infunde el problema, a modo de carga de dinamita, en un personaje o personajes, los cuales se destacan entre las demás figuras o «muñecos»: muñecos porque se conducen de una manera colectiva, uniforme y mecánica. Esos muñecos suelen revolcarse en el cieno de la maledicencia, el mezquino interés, la hipocresía, el convencionalismo o la simple necedad. Encendida pronto la mecha, crece la complicación del nudo y su efecto sobre los espectadores. Y al reventar el cartucho, «sin remedio» porque el autor no quiere ponérselo, los protagonistas pagan con su razón, su felicidad o su vida. Tales tramas explosivas halagan el instinto: el instinto del rebaño, de ese público de moral ordinaria que asiste al drama para impresionarse. La explosión coge al autor a veces «de medio a medio», y esto, que puede ser una excusa formal por haber reducido el arte a receta, tampoco parece que sea mero embuste: cuesta trabajo creer que un autor escriba más de cincuenta dramas deseando infundir al auditorio cierto «horror trágico» sin haberlo sentido él mismo siquiera alguna vez. Pero vengamos a la prueba de sus obras.

A diferencia del enfoque personal de tantos dramas de Galdós (Electra, Mariucha, etc.), los de Echegaray pocas veces anuncian en su título al personaje (Mariana sería la excepción más valiosa). Anuncian el problema, y ello mediante una dualidad asertoria (Dos fanatismos), disyuntiva (O locura o santidad), antitética (Vida alegre y muerte triste, La   —99→   realidad y el delirio) o paradójica (Mancha que limpia, El loco dios). Una tercera parte de las obras dramáticas de Echegaray proclaman ya desde el título esa dualidad o duelo de fuerzas. Se diría que Echegaray arranca del problema, como Galdós del personaje.

Se parece en cambio, a Galdós, Echegaray en la tendencia a plantear el conflicto entre una persona y otra (u otras) más que en la conciencia de una sola. Galdós, con todo, había llegado al drama precisamente a partir de conflictos de conciencia que demandaban expresión monologal (Realidad y, después, El abuelo, Celia en los infiernos). Pendiente de lo que conviene proyectar hacia fuera, Echegaray prefiere la pugna entre dos voluntades o, más a menudo, entre una voluntad singular y un obstáculo colectivo.

En O locura o santidad don Lorenzo de Avendaño no sufre una desgarradura entre lo que creía ser hasta allí y lo que su madre le descubre ser: involuntario usurpador de un nombre y una fortuna que no le corresponden; tan pronto conoce su origen, su decisión es la renuncia, hacia la que ya se movía de antemano; su verdad no es el fin de una búsqueda (como para Orozco o Viera); no busca la verdad: la encuentra. Parecido planteamiento en El gran galeoto: a Teodora y Ernesto, calumniados, les preocupa el qué dirán los otros, el qué sentirá don Julián sobre todo; tampoco buscan la verdad de sus propios sentimientos, sino que la encuentran ya formada, deformada, por la opinión pública, y tienen que aceptarla: «Lo quiso el mundo; yo su fallo acepto» (III, xi). El examen de otras obras entre las que ofrecen mayor dimensión de interioridad, confirmaría lo indicado.

Como Echegaray formulaba en su soneto, la mecha se enciende tan pronto que basta una breve exposición, generalmente conducida por unos criados, visitantes o parientes, para que los hechos se precipiten y extiendan el fuego. Algunas exposiciones resultan tan torpes o más que otras de Galdós: por ejemplo, la conversación entre los criados en Vida alegre o la plática de los parientes al comienzo de El loco dios, explicando para el público antecedentes que los interlocutores conocían de sobra. Pero así como Galdós no escatimaba otras conversaciones, más presentativas y perfiladoras de los caracteres que informativas acerca del pasado, Echegaray procede con velocidad a encender la mecha. Le urge exponer cuanto antes una dificultad, por inverosímil que sea psicológica o moralmente, a fin de levantar la tensión ya en el primer acto.

El autor escoge un modo de reaccionar desmesurado en relación con la causa que lo provoca. En La realidad y el delirio, por ejemplo, la acción es azarosa, pero no ilógica. Gonzalo, casado con Ángela, va a visitar a una antigua querida para romper con ella. Sabedor de esto, su amigo Enrique, enamorado de Ángela, invita a Ángela a presenciar, por la ventana de un entresuelo, cómo su marido entra en la casa de enfrente a entrevistarse con la amiga, y, aprovechando la turbación de Ángela, la hace suya por la fuerza. En la casa del entresuelo había también un   —100→   garito, y la policía, en una redada, ha descubierto la presencia en el inmueble de un hombre y una mujer (Enrique y Ángela) de quienes en seguida todo Madrid empieza a murmurar. Gonzalo, ignorante de estas circunstancias, propone a su mujer y a su amigo hacer un viaje a París y otras ciudades. Ya en el tren, se apea un momento para ofrecer a su esposa un ramo de flores. Arranca el tren, y Gonzalo, con su ramo, sólo alcanza a embarcarse en distinto departamento, desde el cual, por una proyección de siluetas sobre el muro de un túnel, ve a Enrique y Ángela comunicarse y hacer ademanes que revelan un trato distinto del amistoso. Dominado por los celos, y fingiéndose indispuesto, interrumpe el viaje, regresan los tres, y, confirmando ya la murmuración la sospecha albergada en el alma de Gonzalo, Ángela confiesa a éste su forzada y momentánea infidelidad, el padre de Gonzalo (don Anselmo) desafía y da muerte a Enrique, y el marido perdona en fin a la esposa.

Los hechos mismos, digo, son azarosos, pero no ilógicos, y aun esa entrevisión bajo el túnel realiza un ejemplo de casualidad caótica que tiene un dinamismo muy moderno. Lo ilógico es el modo de sentir. Es absurdo que el marido finja enloquecer, o enloquezca pasajeramente, envolviéndose en un aislante halo de delirio a fin de no tener que dar crédito a su deshonra; absurdo que sea el padre de Gonzalo quien asuma la venganza; absurdo que el seductor acepte el castigo con tal pasividad que se deje matar; y absurdo sobre todo que si Gonzalo ha reaccionado como un demente, echando a delirio lo que vio, al conocer la muerte de Enrique y escuchar a su padre defender la inocencia de intención de Ángela, parezca según unos recobrar la cordura al sentirse deshonrado, y según otros se revele definitivamente loco al perdonar a su mujer por exhortación del padre, proclamando que «al que no mire con respeto a esta mujer, al que ante ella no se descubra hasta el suelo, al que ponga en los labios ni el retoque de una sonrisa... a ése le enseñaré yo que son mortales para los cuerdos los abrazos de los locos» (III, ix).

En este drama un personaje menciona la Francillon de Dumas hijo, estrenada el mismo año de 1887, y esa comedia plantea el mismo problema: una mujer, Francine o Francillon, sabiendo que su esposo, Lucien, visita a una cortesana, le reprocha su aparente infidelidad y se venga de él saliendo una noche con un desconocido; cree Lucien a su mujer incapaz de haberse entregado al desconocido, pero como parece imposible probarlo si ella misma no lo confiesa (y aun si lo confiesa, cabe dudar), está dispuesto a la separación; una amiga de Francine logra comprobar la inocencia de ésta simulando calumniarla y arrancando a Francine una negativa tan vehemente que el marido, testigo oculto de la escena, ya no puede dudar, y los esposos se reúnen, asegurando Lucien a Francine que sus visitas a la cortesana eran sólo para aconsejar a ésta sobre su matrimonio con un amigo. El asunto de la culpabilidad del hombre y de la mujer está presentado en ambas obras tendiendo a hacer notar que tan punible es la de aquél como la de ésta, o tan perdonables   —101→   ambas. Pero mientras Dumas pergeña una comedia fina y entretenida, aunque de pasmosa frivolidad, Echegaray aboceta un melodrama crispado y confuso que parece más audaz que el de Dumas, puesto que a Francillon se la perdona porque no ha caído y a Ángela después de haber caído. Mera apariencia, pues en realidad Francillon, antes y después de fingir la aventura, estaba decidida a separarse del esposo. mientras Ángela cayó por la fuerza, nunca decidió separarse, y tanto ella como los demás, todos padecen y deliran sujetos a las presiones de la ley pública del honor.

Con igual patetismo terminan muchos dramas contemporáneos de Echegaray, no digamos los anacrónicos. La acción -rectilínea, sin excursos- carece de esos momentos de conversación y diversidad que en los dramas galdosianos dan bulto y humano calor a los personajes. Y si Galdós, aunque alguna vez apele a la intriga violenta (Los condenados, La fiera, Bárbara, Casandra), solía preferir anécdotas de la vida cotidiana (encauzamiento de un matrimonio, restauración de una economía, aprendizaje del trabajo), Echegaray abusa de las anécdotas peregrinas: reconocimiento de un hijo por su madre moribunda, adulterios reales o sospechados en las más extrañas circunstancias, rivalidades, enloquecimientos, etc.

Los dramas de Echegaray terminan por lo general de una manera desgraciada, aun si triunfa idealmente el bien moral sobre su contrario. El protagonista de O locura o santidad, en la última escena, va a ser conducido fuera de la casa por dos loqueros. Miguel Servet y Margarita, en La muerte en los labios, salen escoltados hacia la hoguera mientras el fanático calvinista que ha dado la orden de prenderlos clama desesperado sobre el cadáver de su hijo. Cuando Ernesto arrastra a Teodora fuera de la casa, al final de El gran galeoto, don Julián acaba de expirar en la habitación contigua. Más frecuente es la muerte sobre la escena: don Ricardo estrangula al seductor de su hija en Vida alegre y muerte triste; Lázaro, el hijo de Don Juan, se eclipsa en el tartamudeo de la idiocia pidiendo a su madre el sol; Mariana cae redonda de un tiro de revólver; la Matilde de Mancha que limpia asesina a Enriqueta con la plegadera con que ha abierto la carta que demostraba por fin su inocencia; en El estigma, Roberto se pega un tiro al comprender que por el egoísmo del amor ha traicionado la memoria de su padre; en La duda, Amparo ahoga entre sus manos a Leocadia, siniestra personificación de sus tormentos; Gabriel de Medina, en El loco dios, prende fuego a la casa de Fuensanta para morir abrazado a ella entre las llamas. Para Echegaray no hubo casi nunca final ordenador ni menos anticlimático: el ápice del desastre tenía que coincidir puntualmente con la bajada del telón.

A tal temperatura desmedida corresponde un tempo presto. Los procesos son breves y su ejecución tan rápida que apenas se siente el tiempo. Si se está esperando a alguien, al instante llega; si conviene que alguien salga de escena, siempre habrá un pretexto para que alguien se   —102→   lo lleve o él mismo se despida; el amor prospera sobre las tablas con la celeridad del fuego; el odio, también; la muerte sobreviene sin preparativos. Además Echegaray, tan distinto de los barrocos y románticos, tiende a aproximarse a la unidad de tiempo y a la de lugar. Su norma temporal es unos pocos días (me refiero a los dramas contemporáneos, con raras excepciones como Vida alegre o El loco dios). En cuanto al lugar, el mundo reflejado suele ser el de la capital, y los cambios de decorado mínimos: un acto en un lugar (generalmente un salón), dos actos en otro (generalmente otro salón). A veces propone el autor un tercer decorado (por ejemplo, un tercer salón), pero comprendiendo o la pobreza de los teatros españoles o la indiferencia respecto a que la acción suceda en otra parte de la casa o en la misma, autoriza a que se mantenga idéntico decorado, si así se quiere. El melodramaturgo tiende a la abstracción. El dramaturgo, en cambio, pide el ambiente concreto que subraye lo que los personajes hacen y dicen, e incluso que exprese lo que éstos no pueden expresar con hechos ni palabras. Galdós, por ejemplo, necesita un valle, un laboratorio, una tienda, un asilo; Echegaray precisa muy poco: un salón para los dramas de clase distinguida; para los de clase más modesta, una habitación que tenga algo de despacho y de recibidor. Sólo en una obra como La duda, parcialmente inspirada por La intrusa de Maeterlinck, pretende dar sentido simbólico al decorado y la indumentaria: «Es de noche: algunas luces encendidas, pero pocas, de modo que dominan las sombras, o, por lo menos, la media tinta. Las puertas de cristal del fondo, que dan al jardín, a la terraza o al invernadero, cerradas. La chimenea, encendida» (III). Un personaje se refiere a Leocadia «vestida de negro, con su rostro lívido, con sus ojos mortecinos, con su andar lento deslizándose sin ruido por entre los invitados, sin hablar con ninguno, así como una mancha negra, sombra de algo mortal, que cruzase las alfombras y rayase de negro telas de colores y destellos de luz» (II, iii). Y al final esta Leocadia, intrusa, cae como un «andrajo de sombra» de las manos de Amparo, que ha apagado las luces para que quede sólo «el resplandor de la luna que entra por los cristales del fondo» (III, xiii).

Sobre los personajes echegarianos vale la pena notar que hasta 1892, año en que Galdós se incorpora al teatro, los dramas de Echegaray ostentan uno o dos protagonistas masculinos, puestos tan de relieve que empalidecen o borran el perfil de los demás. Don Lorenzo, Walter, Carlos en De mala raza, don Martín (en Dos fanatismos), don Anselmo (La realidad y el delirio), el Tío Virtudes (Comedia sin desenlace) fueron interpretados por Antonio Vico, el mago del gesto. El Conde de Argelez (En el seno de la muerte), Conrado (La muerte en los labios), Ernesto, Gonzalo, por Rafael Calvo, el mago de la declamación. Y lo mismo cuando Vico y Calvo trabajaban por separado que cuando se asociaron, no hubo actriz de su estatura. Las mujeres de Echegaray eran damas acartonadas o doncellitas frágiles e insignificantes que cualquier comedianta podía representar sin dificultad. María Guerrero, que en marzo del 92   —103→   desempeñó el papel de Augusta en Realidad, ejecutó en diciembre del mismo año la Mariana de Echegaray, y desde entonces, éste resalta a la protagonista femenina como nunca había hecho, y surgen la Matilde de Mancha que limpia, la Amparo de La duda, la Fuensanta de El loco dios, y entre otras La rencorosa (1894) y La desequilibrada (1903). María Guerrero favoreció tanto a Galdós como a Echegaray: a aquél dándole motivo para que siguiera encarnando en mujeres (como ya había hecho en muchas de sus novelas) la fe, la ilusión, la misericordia, la esperanza, el amor, la eficacia práctica; a Echegaray brindándole ocasión de orientar su teatro, demasiado óseo y ronco al retumbo de los Quirós, Haroldo, don Julián, etc., hacia una exploración de la sensibilidad femenina en variada gama: coquetería, resentimiento, honradez, duda, pasión, desequilibrio.

Durante el período «masculino» de Echegaray, y aun después, se percibe la insistencia en ciertas situaciones o relaciones: dos rivales por amor han sido amigos desde niños o uno debe la vida a otro (así resulta más excitante la contienda, al poner a prueba un afecto más desinteresado que el amor); un padre y un hijo se quieren y respetan con particular intensidad. Esta relación padre-hijo, llevada a extremos de mutua adoración, pudo nutrirse de un motivo personal (Echegaray veneraba a su padre), pero concuerda además con el modo de sentir, no de Galdós, pero sí de Pereda (De tal palo tal astilla, Pedro Sánchez): se adscribe a la autoridad paterna la formación del destino del sujeto o su protección contra los riesgos mundanales (pérdida de la fe, contagio con ideas subversivas, mala elección del camino, deshonra matrimonial, engaño político). A diferencia de Galdós, cuyos personajes dramáticos se emancipan, a veces violentamente, de padres y tutores, Echegaray pone en escena este motivo de moralidad conservadora a través de padres amantísimos e hijos fidelísimos vinculados por una ternura extraordinaria (El gran galeoto, De mala raza, La realidad y el delirio, Dos fanatismos, Un crítico incipiente, El hijo de Don Juan y, sobre todo, El estigma, donde, para salvar el buen nombre de su padre, el protagonista lo sacrifica todo: carrera, triunfo, fortuna, amor, y la vida misma).

Excepto Comedia sin desenlace, que trivializa el grave problema del caciquismo, y la «comedia rústica» Sic vos non vobis (1892), «escrita expresamente para la Señorita Guerrero», el teatro de Echegaray se desarrolla en ambientes de clase media o de alta sociedad más financiera que aristocrática. Ningún mensaje social se desprende de estos dramas, aunque Echegaray simpatizaba particularmente con los hombres capaces de elevarse por propio esfuerzo: el Ernesto de El gran galeoto, el don Martín Pedregal de Dos fanatismos tan parecido al Pepet de La loca de la casa, los protagonistas de El estigma y de El loco dios. Hay, sí, en muchos de estos dramas, una crítica que rara vez tiene sentido constructivo social, sino a lo sumo oposición a actitudes y prejuicios nocivos a la familia. Las clases sociales son lo que son y están donde están dentro de la escala, sin que alteraciones ni traspasos indiquen la necesidad   —104→   de abatirla. Echegaray, no obstante, pone de relieve el imperativo moral de la verdad a costa de cualquier sacrificio material (El estigma) y el de la libertad frente a la represión (Dos fanatismos, La duda). En aquel aspecto converge con el Galdós de La de San Quintín o Los condenados; en ese otro, con el Galdós de Doña Perfecta o Electra. En cuanto al honor, la posición de Echegaray no es tan rutinaria como de los dramas de su primera época podría deducirse: en El gran galeoto se lanza un desafío a la opinión pública; en La realidad y el delirio el marido perdona a la mujer infiel, bien que la infidelidad haya sido involuntaria y tenga que haber duelos y delirios; en De mala raza la bondad de Adelina, hija y nieta de mujeres disolutas, rubrica un mentís a la supuesta ley de la herencia. Adelina, por lo demás, segura de su inocencia, repudia las habladurías de la opinión: «Siempre el mismo tema: ¡La honra! ¡Y el decoro! ¡Y dale con la dignidad...! ¡Y el ridículo! ¡Y lo que dicen! ¡Y vuelta al martilleo, que no hay cabeza ni voluntad que resistan!» (III, v).

Volviendo a los personajes. A diferencia de Galdós, tan interesado en los principales como en los secundarios, Echegaray hace de aquéllos, personajes; de éstos, muñecos.

Un individuo desencajado, con mucho de energúmeno, se agita dentro de una colectividad mezquina que le tiene por loco. Así ocurre en O locura o santidad: nadie entiende la renuncia del quijotesco don Lorenzo a su nombre y fortuna; así en El gran galeoto: los protagonistas sufren con intensidad descomunal las picaduras y las salpicaduras de un trío de peleles murmuradores, pudibundos y cizañeros. El Gonzalo de La realidad y el delirio se refugia en el delirio mientras su deshonra corre de boca en boca. Alrededor de Gabriel de Medina y de Fuensanta, en El loco dios, bullen los parientes de ésta, tan unánimes en la persecución del dinero que sólo pueden ver al desprendido Medina como un loco y en ningún caso como un dios. La insistencia de Echegaray en la locura se deberá en parte a su afán por conmover, pero obedece también a un estado de cosas: la difusión de la mediocridad burguesa y su sensatez utilitaria frente a la individualidad cada vez más aislada y ávida de verdad y de libertad. (También parecen energúmenos, o locos, aunque éstos no de los agitados, Orozco y Viera, Pepet, José León, Casandra y otros protagonistas galdosianos.)

Si en Galdós se encuentra a menudo, entre los personajes secundarios, la figura del amigo, consejero o confidente que comprende y asesora, en Echegaray ocurría esto mismo desde bien temprano: es el don Tomás de O locura o santidad, médico y amigo de la familia; el don Andrés Igualada de Comedia sin desenlace, que aconseja al caciquista don Santiago «igualar» la moral política y la universal; el don Joaquín protector de Mariana y de Daniel; el don Leandro protector (hasta cierto momento) de Medina y de Fuensanta. Quizá la falta de este intermediario haga más hirsuto el contraste que se da en El gran galeoto entre los protagonistas y el coro de murmuradores.

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Pero lo que refuerza penosamente el tono formulaico de muchos dramas de Echegaray es la presencia casi infalible de un personaje secundario que cabe llamar «el maniático». Algo tiene que ver con esos personajes de rasgos muy marcados y reacciones previsibles que aparecen en algunas piezas de Galdós: don Pío Coronado en El abuelo, don Pedro Infinito en Celia en los infiernos. Pero mientras Galdós da humana dimensión a las manías enternecedoras de sus chiflados, la forma rígida en que Echegaray mueve a estos pelmazos interpone un abismo respecto a aquéllos. En De mala raza tenemos al pelmazo darwinista, don Prudencio, que habla siempre con énfasis solemne de «fatalidad orgánica», «escala biológica», «ley de la herencia», «carácter filogenético», «sociología», etc. En la comedia Un crítico incipiente los maniáticos son dos críticos literarios contrapuestos: el idealista Peláez, defensor del verso y de los tres actos a la manera española, y el naturalista Borroso, partidario de la prosa y de los cuatro o cinco actos a la francesa. Comedia sin desenlace nos pone en conocimiento del pelmazo administrativo, don Lorenzo Minuta, cuyo latiguillo consiste en decir a cada paso tal o cual cosa «y viceversa». En Mariana el maniático se llama don Cástulo: es el coleccionista de objetos antiguos, y al primero que coge desprevenido en un salón le coloca la monserga de la colección de peines, herraduras o arracadas que acaba de completar. En Mancha que limpia, el pelmazo se presenta así en la primera escena: «¡Lorenzo Tristán! Olvidó usted mi apellido; es simbólico; soy la eterna víctima y la eterna tristeza», y ya todo cuanto diga será aflicción o quejumbre. El estigma produce sobre las tablas al pelmazo pedantesco, don Leandro, cuya manía es deslizar en la conversación palabras raras y preguntarse, en inmediatos apartes, si tales palabras existen o no. En La duda, drama trágico si los hay, conocemos al maniático dubitativo, don Braulio, que representa la vacilación perpetua: «Esa es la vida -dice-, y por eso lo contrario es la muerte. Aunque en rigor, ¿quién sabe?» (I, iv).

Cierto que el Coronado cornudo y el Infinito cabalista, de Galdós, pertenecen al orden de las caricaturas, pero Coronado e Infinito, con su humor generoso y profundo, animan la trama y cumplen función importante. Estos Borrosos, Minutas, Cástulos o Tristanes ni alivian la seriedad del drama, ni contribuyen al desarrollo de la acción ni enriquecen su sentido.

Considerando ahora algunos rasgos técnicos, sólo los principales, la primera distinción que se impone es, frente al dramatismo sobrio de Galdós (ambientado, moroso, novelesco), el dramatismo espectacular de Echegaray (esquemático, veloz, apelativo). Tenía Echegaray instinto dramático; sabía preparar, encender y hacer estallar conflictos. Pero sus conflictos son más duales que interiores, más simples que múltiples, más relacionados a principios que ligados a estados subjetivos; y Galdós, no siempre, pero algunas veces, supo levantar sobre la escena dramas interiores, múltiples y concretos (Realidad, El abuelo, Celia en los infiernos).

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Si la conflictividad no falta en las obras de Echegaray, su preocupación por el resultado teatral es obvia. La prueba más rotunda está en los efectismos de hecho.

En los dramas de la primera época se encuentran esos efectismos profusamente. Dos casos entre ciento. En el drama En el seno de la muerte, Argelez se ha quedado en el panteón a solas con los adúlteros que va a castigar. Acotación de esta escena final: «(Cerrando él mismo la puerta del fondo: se oye el rechinar de los goznes y el choque metálico al encajar. Esto es preciso, porque es de buen efecto. Queda el panteón iluminado tan sólo por la antorcha del sepulcro)» (III, ix). En Vida alegre y muerte triste (II, v), al aparecer por primera vez el malvado Álvaro, entrando en la quinta de don Ricardo, el sujeto se detiene en la puerta, y reza la acotación: «(Quizá convendría algún relámpago, al tiempo de presentarse. Esto según sea el público)», y nos quedamos sin saber cómo había de ser el público para merecer tal relámpago.

También en dramas contemporáneos prodiga Echegaray los efectismos de hecho. Baste referirse a uno: la agrupación de personajes en la escena final. En Dos fanatismos los personajes se agrupan en torno al cadáver de la joven Angustias que está «en primer término, muerta y tendida paralelamente al proscenio», «Magdalena, a sus pies arrodillada y hacia la izquierda», «Rosario, sosteniendo la cabeza de su hija, arrodillada también y a la derecha», «Julián, detrás de Angustias, unas veces inclinado sobre ella, otras de pie», «a la izquierda, don Martín» (que es el ateo), «A la derecha, don Lorenzo» (que es el neo), y en fin: «Mucha luz en las antesalas, simbolizando la alegría de la boda. Las sombras de la tarde en el escenario, simbolizando la tristeza de la muerte». De modo semejante, con un cadáver sobre las tablas y los personajes agrupados en actitudes fijas, como para un cuadro o un paso de procesión, y explicado el lugar de cada uno en el conjunto, terminan Mancha que limpia, El estigma y La duda. En El loco dios vemos así a Gabriel: «(Entre los gritos y la confusión y el incendio que crece y las llamas que entran, impasible, inmóvil, abrazando a Fuensanta y mezclando sus gritos y carcajadas a los de los demás)». Recuérdese, en cambio, a Electra enloquecida: «Su desvarío es sosegado, sin gritos ni carcajadas. Lo expresa con acentos de dolor resignado y melancólico» (acotación de Electra, IV, xii).

Galdós nunca urde efectismos tan acentuados, y aquéllos de sus dramas de fin más luctuoso o violento, no terminan con palabras como «adiós», «desesperación» «la maté yo», «¡Malditos!», sino invocando el «perdón» (Realidad), la voluntad de morir (Los condenados), la «misericordia» (Doña Perfecta), la huida a «regiones de paz» (La fiera), la resurrección espiritual (Electra), la «verdad eterna» (El abuelo), la «Justicia» (Bárbara), la «Humanidad» (Alceste).

Aunque el adjetivo «novelesco», a manera de reproche, parece monopolio de los comentadores del teatro de Galdós, en el de Echegaray se dan también algunas notas relacionables con la novela. Son éstas: el autor no mide bien el tiempo de la representación; necesita expresar entre   —107→   paréntesis situaciones o caracteres, como si no le bastase el diálogo; autocritica sus artificios dramáticos o ironiza sobre ellos; tiende a incrementar el elemento expositivo, recurriendo a retrospecciones de signo analítico.

Ya observaba Clarín que, en El hijo de Don Juan, como Galdós en Realidad, Echegaray había «olvidado también el tiempo del teatro (vicio en él antiguo)».127 Y tan antiguo, por cierto, que ya en el acto III de La muerte en los labios (1880) se ponían entre corchetes posibles supresiones a fin de «aligerar la representación», y otro tanto ocurría en el acto I de Dos fanatismos (1887).

En no pocas acotaciones se advierte asimismo la necesidad sentida por el dramaturgo de definir por vía explicativa una situación o un carácter, o el sentido de una acción, y es notable que tales acotaciones aparezcan con frecuencia en obras del último decenio del siglo, cuando Echegaray trataba de acercarse a los modos de Ibsen y del propio Galdós, o de ensayar el simbolismo. Así, en Mariana (I, vi), tras una larga parrafada de ésta a Daniel, hallamos la siguiente acotación, enderezada al lector, y no desde luego a la actriz: «(En este parlamento hay verdad: en el fondo va sintiendo lo que dice, aunque a veces procure darle tono de broma, sobre todo al principio)». Como en la representación escénica todo consiste en la forma, sería absurdo prevenir a la actriz de lo que Mariana va sintiendo en el fondo. Tampoco es advertencia técnica, sino explicación moral del personaje esta acotación referida a Enriqueta en Mancha que limpia (I, iv): «(Siempre habla con mucha dulzura; una dulzura hipócrita que no consigue engañar del todo a don Justo, pero que engaña a todos los demás.)»

La autocrítica respecto a los artificios teatrales, por más que la despreciase José Yxart en su juicio sobre Mariana,128 representa una contemplación irónica de aquéllos y supone una actitud más narrativa que dramática, pues el autor se distancia así de sus criaturas en vez de absorberse en la conciencia de éstas. A partir de Un crítico incipiente (1891), esta especie de rudimentaria Verfremdung, esta momentánea instalación en la mente crítica del auditorio, se vuelve un recurso bastante usual para rebajar grados de temperatura y efectos grandilocuentes.

Por último, también Echegaray, como Galdós, se orienta hacia una presentación más detenida, y también recurre, a ejemplo de Ibsen, al análisis del pasado. Dos casos, ambos aducidos por Bernard Shaw en su recensión de Mariana y El hijo de Don Juan publicadas en Londres, 1895, en versión inglesa.129

Después de relacionar a Echegaray con la escuela de Schiller, Victor Hugo y Verdi, alejándolo de Ibsen a causa del penetrante realismo de éste y del carácter romancesco del autor español, notaba Shaw un recurso común a las dos obras comentadas: «In both of the plays just translated, a narrative by the principal character makes an indelible impression on the imagination, and comes into action with great effect   —108→   at the climax of the tragedy. Both narratives are characteristically modern in their tragicomedy». Y citaba el caso de Mariana y el del hijo de Don Juan. Mariana recuerda (acto II, escena VI) que una noche, siendo ella niña, soñaba que estaba besando a su muñeca y que ésta la besaba a ella; despertó de súbito, y la muñeca que besaba era su madre, a quien acompañaba un desconocido; la madre vestía a Mariana apresuradamente, y sin poder ponerle las medias ni atarle los zapatos, la urgía a salir, urgida ella misma por la prisa de aquel hombre; salían los tres, montaban en un coche, y allí Mariana oía de pronto restallar un beso, pero no era un beso dado a ella. Este recuerdo, comunicado al amigo y protector don Joaquín, se hace realidad al final del drama, cuando en la noche nupcial de Mariana con don Pablo, el verdadero amante, Daniel, hijo de aquel desconocido que besara a su madre, entra en la sala donde Mariana se desespera e instándola a la fuga le pone precipitadamente el abrigo y la ruega que se dé prisa en salir. Rememora entonces Mariana el trauma sufrido de niña, y la memoria de la deshonra de su madre la hace llamar a don Pablo para que le dé muerte. En El hijo de Don Juan, un año antes, parecido recurso. Don Juan, ya caduco, reunido con sus amigos de francachela, refiere a éstos una visión que tuvo en su juventud, en una quinta orillas del Guadalquivir: a través de la negra cabellera destrenzada de una prostituta, Paca la Tarifeña, contempló al despertar el sol naciente, y vio algo «como una nueva clase de amor, como un nuevo deseo», «aspiraciones vagas, pero ardientes, por algo muy hermoso» (I, i); y en el acto último, es su hijo enfermo, Lázaro, quien en la misma casa frente al río, después de haber excitado con alcohol sus sentidos y los de la ya declinante Tarifeña, se sume en la locura mirando fijamente la luz del sol que asoma.

Al estrenarse Mariana en Londres, el 22 de febrero de 1897, Bernard Shaw le dedicó otra reseña, en la cual, reiterando sus reservas sobre la índole sensacional del conflicto de Mariana y su distancia respecto a Ibsen, declaraba: «But with this reservation, the play is a masterly one. Not only have we in it an eminent degree of dramatic wit, imagination, sense of idiosyncrasy, and power over words (these qualifications are perhaps still expected from dramatists in Spain) but we have the drawing room presented from the point of view of a man of the world in the largest sense».130

No importa el elogio, sino la certera observación de este recurso, que podemos llamar visión retornante; procedimiento de drama analítico, cuyo modelo está representado en Espectros por la relación Oswaldo-Regina que reitera la del padre de aquél y la madre de ésta, al final del primer acto.

Para que se note adónde pueden llevar los estímulos ajenos, por incompletos que sean y por mucho que cada artista posea en su obra un sistema explicable por sí y en sí mismo, añadiré una comprobación curiosa. Vida alegre y muerte triste, drama en verso compuesto cuando Echegaray no tenía la menor noción de Ibsen, trata un tema que viene   —109→   a ser el mismo de El hijo de Don Juan: las culpas de los padres las pagan los hijos, de una o de otra manera. El libertino Ricardo seduce y abandona a todas las mujeres. En una, Dolores, a quien abandona para probar a sus compañeros de orgía que él no se deja ablandar por ningún afecto, engendró una criatura, una hija. La orgía, y el abandono de Dolores, se nos presentan en este drama en el primer acto. Los actos segundo y tercero ocurren veinte años después, y no en Madrid, sino en una quinta en la costa de Málaga. Ricardo es ahora un enfermo, envejecido y solitario. Hasta él llega, en persecución de una joven, el hijo de uno de aquellos compañeros de orgía, tan disoluto como su padre, y resultando que la joven perseguida es la hija de Ricardo y Dolores, Ricardo mata al seductor antes de que rapte a su hija. Es decir, que el hijo del amigo de Ricardo muy bien pudo ser hijo del propio Ricardo: de tales palos tales astillas.

Lo interesante es que en 1885, antes de conocer a Ibsen, necesita Echegaray presentar directamente la vida orgiástica de Ricardo, en el acto I, y de ahí el salto hasta veinte años después, raro en la economía temporal del autor. En cambio, en 1891, conocido ya el arte de Ibsen en Espectros, presenta el libertinaje de don Juan recordado por éste en su vejez, y lo que Lázaro vive en el acto último del nuevo drama no es sino el reaparecer de lo contado por su padre en el primero, sólo que aquí es degeneración lo que allí era disipación. La técnica de Echegaray se ha hecho, pues, narrativa; y, no menos importante, lo que en Vida alegre había tratado desde un punto de vista «romántico», como ejemplo moral (el padre arrepentido que defiende a la hija inocente cuando ésta va a ser deshonrada por un pícaro tan desaprensivo como él mismo lo fue en su mocedad) lo expone ahora Echegaray con un enfoque «naturalista», como un caso clínico. Lleva esto a cabo con sus recalcitrantes resabios romancescos; pero ha cambiado de técnica, y esta modificación pudo repercutir en otros autores (Benavente, por ejemplo) y en el modo de ir aceptando el público un teatro más analítico. Incremento de la conciencia, decremento de la acción inmediatamente presentada, tal es el paso que da Echegaray entre 1891 y 1892, por las fechas en que Galdós empieza a estrenar. Y tampoco deja de ser significativo que, habiendo practicado siempre los tres actos a la española (ocasionalmente, uno, o dos), sólo a partir de Mariana (posterior a Realidad) quebrante el canon. Mariana tiene tres actos y un epílogo, y la misma estructura tiene A la orilla del mar (1893). Cuatro actos cabales tienen Mancha que limpia (1895), El loco dios (1900), La escalinata de un trono y La desequilibrada (ambas, de 1903). La última obra considerable del autor, A fuerza de arrastrarse (1905) cuenta un prólogo y tres actos, como El gran galeoto, el más temprano, y aislado, ejemplo de ruptura. Las cifras hablan: después de Galdós, Echegaray necesita otra extensión y otra distribución.



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III. Echegaray y Galdós

Para exponer las características del lenguaje dramático de Echegaray, examinaré comparativamente sendas obras de éste y de Galdós: Dos fanatismos (1887) y Electra (1901). Ambas giran en torno al mismo tema: la violencia que el fanatismo quiere hacer a la vida natural, el esfuerzo por preservar la libertad frente a un prejuicio que tiránicamente pretende anularla.

Dos fanatismos es un drama en tres actos y en prosa, escrito en 1882. Cambiado el título primitivo (Un neo y un ateo) y modificado el desenlace, se estrenó en 1887, cuando Vico y Calvo trabajaban asociados. La acción, contemporánea, se desarrolla en Madrid, y sus antecedentes, que se van conociendo en los actos I y II, son estos. Don Lorenzo Cienfuegos, fanáticamente católico, para impedir el posible extravío de su desolada esposa, Rosario, la encerró en un convento, separándola de su hija Angustias, enfermiza y nerviosa, de quien sólo el padre cuida con ternura y religioso celo. Don Martín Pedregal (Vico), fanáticamente ateo, hubo un hijo, Julián (Rafael Calvo), en Magdalena, con la cual no quiso nunca contraer matrimonio, aunque al hijo dio en América (donde él hizo fortuna explotando unas minas) educación, bienes y cariño. La acción misma plantea primero la discordia entre los dos fanáticos (acto I), después la exacerbación de esa discordia hasta el momento en que los hijos huyen de la opresión paterna (II), y finalmente el triunfo del odio sobre el amor (III). Angustias y Julián van a casarse, con la anuencia de sus padres, antiguos amigos pero caracteres exactamente opuestos. Próxima la boda, Pedregal viene a casa de Cienfuegos y a ella viene también, de manera inesperada, la madre de Julián en busca de éste, que la creía muerta desde que él era niño. El choque entre Cienfuegos y Pedregal, previsto pero tempestuoso, llega a su ápice cuando el primero impone al segundo, como condición del enlace entre sus hijos, que legitime religiosamente su relación con Magdalena, a lo que se niega Pedregal por no doblegar su orgullo al mandato del santurrón al que aborrece. Y cuando ya va a ceder ante los ruegos de su hijo, y la boda va a celebrarse al amparo de las madres, el fanático Cienfuegos viene a llevarse a la hija, obcecado con la idea de salvar su alma; ante la resistencia de Angustias, la maldice; y la delicada muchacha, incapaz de padecer más torturas, muere, víctima inocente de los enfrentados fanatismos.

Los dos fanáticos se oponen punto por punto a través del drama. Uno quiere salvar a su hija rezando, el otro salvó la vida a su hijo nadando; aquél invoca los milagros de Lourdes, éste los dictámenes del médico; uno frecuenta la cofradía, otro regenta una sociedad minera; Cienfuegos considera la caridad una virtud, Pedregal una necesidad social; aquél vive en el viejo mundo, éste en el nuevo; para uno el matrimonio   —111→   es sacramento, para el otro concubinato; aquél venera la religión y éste la ciencia; y así, otras antítesis rígidamente dispuestas: incienso y dinamita, chocolate y café, cocido y rosbif, la Virgen de Murillo y el grabado de «La Huelga», plata y oro, pasado y presente. Julián se esfuerza por proponer el respeto recíproco, la síntesis de la idea antigua y la ciencia moderna, y la eliminación de los antagonismos por medio de la caridad y el amor. En vano: la síntesis es un ideal que los hombres no quieren que sea de este mundo.

Llena el drama un diálogo tensivo en que cada interlocutor afirma su posición sin querer ceder a la ajena, o trata de persuadir -vencer, más bien- al otro. Entre los dos fanáticos el diálogo procede por antítesis, sin verdadero progreso. De Julián a su padre, se desarrolla por argumentación persuasiva de aquél («retóricas del corazón», I, vii) y réplicas a través de las cuales el padre se resiste, vacila o concede. Los parlamentos se alargan. La conversación se hace imposible entre tan exaltados sujetos, y apenas halla espacio en los comentarios del amigo de la familia, don Justo, tan justo él como Pedregal pedregoso (por las minas) y Cienfuegos fogoso (por la fe).

Los apartes carecen de interioridad; son casi siempre frases dichas entre dos personajes para que no se enteren los otros de lo que entre sí tratan. Por ejemplo, los dos fanáticos en presencia de Rosario: «Martín.-(Aparte a Lorenzo.) ¡Ah!, ¡mojigato, el tormento de Rosario, bien vale la deshonra de Magdalena!», «Lorenzo.-(Aparte a Martín.) ¡Ruge, ruge!, ¡que yo te domaré! (En voz alta.) ¿Me autorizas a decir la verdad a Rosario?» (II, viii). Sólo hay un monólogo, el de Angustias (I, ii), cuando Julián se ha marchado a la estación a esperar a su padre, y ella queda a solas. Empieza: «¡Ea! ¡Penitas fuera! Siendo don Martín padre de Julián, debe de ser muy bueno», etc. Es el monólogo de cómo la joven sueña su futuro, y culmina en su visión de toda la familia reunida en las nubes, «¡y en lo alto el buen Dios con su triángulo de luz en la cabeza!». Aunque se trata de un decir agitado, tiene más de expositiva declaración que de subjetiva necesidad sobreabundante. Estos monólogos de jovencitas soñadoras son frecuentes en los dramas de Echegaray anteriores a 1892, y se puede saborear su cursilería si se dispone de paladar histórico.

El lenguaje ostenta una factura literaria. Dice Julián a su padre: «¡Y yo engañado por ti, creyendo estúpidamente que de mi madre me separaba el mármol de una losa!... ¡y no era la piedra helada de la muerte, eras tú!... ¡tú, el germen de mi vida!» (II, x). Las anáforas oratorias menudean en los coloquios entre el neo y el ateo: «Lorenzo.- ¿Imaginaste que yo te entregaba la hija de mi corazón para que la convirtieses en maniquí de tus impuras vanidades? ¿Para que de su cuerpo de ángel colgases las ostentosas galas en que se va derritiendo el oro que ganaste en California, Dios sabe cómo? ¿Para que la expusieses en teatros...?», etc. A lo que contesta Martín: «¿Imaginaste, miserable fanático, que yo, sin más ni más, iba a entregarte a mi Julián, para que su   —112→   noble cerebro [...] se me llenara de hollín con el humo de tus incensarios? ¿Para que sus labios... (etc.)? ¿Para que sus rodillas... (etc.)? ¿Para que sus manos... (etc.)? ¿Para que del hombre libre, del pensador darwiniano, del que se debe engendrar una nueva raza, hicieses tú, a la vuelta de un año, un pálido, enclenque y despreciable fanático como tú?» (I, xi). Los adjetivos antepuestos salpican estos parlamentos: «la férrea palanca de la enrojecida locomotora» (I, xi), «la caldeada ladera del Etna» y «los helados ventisqueros de los Alpes» (II, vii). Como vehículos de efectismo verbal funcionan ciertos símiles: la caldera de vapor como metáfora de la capacidad de tolerancia (II, i), los vendavales de uno y otro polo formando al chocar un ciclón, como imagen del inminente choque de los dos fanatismos (III, iii), el «Teatro Nuevo» con su lámpara de arco voltaico y el «Cristo de la Columna» con su farolillo de aceite, como símbolos del progreso y de la fe (III, v). Ya me referí antes al efectismo del final de este drama, pero también el acto II concluye fijando las figuras de un modo tan efectista que se diría un conjunto escultórico: a la derecha, apiñados, los hijos y las madres, víctimas de los fanatismos; a la izquierda, los padres o fanáticos o verdugos.

Electra, con ser una de las obras de Galdós que a primera vista han podido parecer más teñidas de melodramatismo, y por eso la he escogido, practica un estilo muy distinto. Su proceso dramático se reparte así: Electra, observada en su conducta, atrae la solicitud paternal de dos caballeros, Cuesta y Pantoja, que ponen empeño en protegerla (acto I); se revela ante todos la vocación maternal de Electra (II); Electra y su primo Máximo funden sus voluntades en el laboratorio de éste, resolviendo casarse, para angustia y escándalo del posesivo Pantoja (III); apela Pantoja a la calumnia, haciendo creer a Electra que Máximo es hermano suyo (IV); y finalmente Máximo y el Marqués de Ronda, su protector, sacan a Electra del convento donde Pantoja la hubo encerrado, luego que la sombra de su madre, apareciéndosele, la ha cerciorado de la mentira (V).

Con facilidad pueden descubrirse en este proceso, aun tan esquemáticamente recordado, factores de melodrama. El principal sería la oposición entre el bueno (Máximo) y el malo (Pantoja). Éste afirma: «Yo estoy en el mundo para que Electra no se pierda, y no se perderá. Así lo quiere la divina voluntad, de la que es reflejo este querer mío, que os parece brutalidad caprichosa, porque no entendéis, no, de las grandes empresas del espíritu, pobres ciegos, pobres locos» (III, ix). Como Cienfuegos había asegurado acerca de su hija moribunda: «Le doy segunda vida, aunque mato su cuerpo... ¡si salvo su alma de vuestras corrupciones, raza maldita!» (III, ix). Otros supuestos elementos melodramáticos serían: el final triunfo del bien después de haber despertado conmiseración con la víctima; la intervención del confidente que ayuda a los buenos; el secreto sobre el origen de una persona (Máximo) y el «deus ex machina» de la sombra de la madre que se le aparece a la hija para hacerle una revelación. Ahora bien: el final feliz no es más melodramático   —113→   que el final desastroso (éste, el preferido por Echegaray): «The 'drama of disaster' and the 'drama of triumph' are not different genres at all, but are simply alternative forms of melodrama. They are at opposite ends of the spectrum of melodrama»131. Y el uso que hace Galdós de estos ingredientes todos, atenúa considerablemente o llega a anular su condición melodramática. Sobre todo el lenguaje opera en contra.

El diálogo no es esquemático ni argumentador en el plano del debate y la persuasión; no hay parlamentos largos o, las pocas veces que los hay, vienen reclamados por la vehemencia del sentimiento. Domina, en cambio, la elocución conversacional. Pura conversación, llana, cortada, lógica y, en algún momento, innecesaria, son los dos primeros actos. El tercero, el de la comunicación amorosa entre Electra y Máximo, discurre también por el cauce de una conversación serena y animada, sin la menor fraseología patética, y sólo al final de ese acto, y en el cuarto, o sea, cuando la pugna entre Pantoja y Máximo se desencadena, aparecen acentos «retóricos»: «Pues por ese silencio, por esa burla, máscara de un egoísmo tan grande que no cabe en el mundo, por esa virtud, verdadera o falsa, no lo sé, que en la sombra y sin ruido lanza el rayo que nos aniquila [...]; por esa dulzura que envenena, por esa suavidad que estrangula, confúndate Dios, hombre grande o rastrero, águila, serpiente o lo que seas» (IV, x). Este reto, que era el del liberalismo contra la reacción en hora de vivas contiendas, y ciertas declaraciones simétricas, como la que Pantoja opone en seguida a su retador («Tú eres la fuerza física, yo soy la fuerza espiritual»), han hecho olvidar que Electra, a pesar de estos rasgos dignos de Echegaray, es una pieza conversacional en sus tres quintas partes, escrita en un lenguaje predominantemente familiar (diminutivos, coloquialismos, interrupciones, reticencias, repeticiones), con sólo dos apartes brevísimos en el acto I (escena x) en que Pantoja y el Marqués expresan para sí la mala opinión que tiene uno de otro, y con sólo dos monólogos también breves: el de don Leonardo Cuesta en el mismo acto (escena ix) explicable por la urgencia con que el enfermo se impone a sí mismo la necesidad de no aplazar una decisión, y el de Máximo cuando en el laboratorio no puede contener el entusiasmo que en él despierta Electra (III, v), monólogo que casi no lo es, sino un expansivo hablar en voz alta que en parte escucha y comenta otro personaje. Más aún, cuando el lenguaje adquiere entono literario, como en el aludido duelo verbal entre Máximo y Pantoja, recuerda más que la grandilocuencia del melodrama la espesa melancolía de Shakespeare: «¡Oh Dios! Tú no puedes permitir que a tu reino se llegue por callejuelas oscuras, ni que a tu gloria se suba pisando los corazones que te aman... ¡No, Dios, no permitirás eso, no, no! Antes que ver tal absurdo veamos toda la naturaleza en espantosa ruina, desquiciada y rota toda la máquina del universo» (IV, x), timbre que refrenda la aparición de Electra enajenada, que tanto se asemeja a Ofelia (escena xi).

Los símiles, en Echegaray desarrollados enfáticamente, pero laterales y como yuxtapuestos para deslumbrar, se dan en Galdós de una manera   —114→   incidental y poco aparente (Pantoja es para Máximo un «moscardón, con su zumbido mareante, que va y viene, torna y gira», IV, iii; Electra, prendido el seno de florecillas, se ve a sí propia como «los niños cuando los llevan a enterrar», IV, viii); o bien esos símiles se incorporan al movimiento y al diálogo, con cierto paralelismo forzado, sin duda, pero en forma activa y no ornamental: así en la escena de la fusión de los metales en el horno y fusión de los ánimos enamorados (acto III).

Curioso es, en cambio, pero no extraño, que también en Electra opere el recurso de la visión retornante, va presente en la Mariana de Echegaray. En el acto II refiere Electra a su tía las visiones que tenía de niña, cuando su madre se le aparecía, primero como una señora elegantísima, luego «en traje monjil», alargándole los brazos y hablándole con voz dulce y lejana (escena v). El motivo es aludido en varios puntos del drama, y al final toma corporeidad sobre la escena: la sombra de Eleuteria, «hermosa figura vestida de monja» (V, viii-ix), surge a la vista de Electra no para retenerla en el convento, donde su cuerpo de pecadora arrepentida yace enterrado, sino para decirle que busque en el mundo, por mejores senderos, a Dios. De este modo, lo que parece «deus ex machina» de melodrama, es en propiedad la imagen, interiorizada desde la infancia, de aquella persona siempre querida y siempre ausente con la que la niña ansiaba comunicarse y de la cual ahora arranca las palabras de Verdad que necesita. La Sombra de Eleuteria no es un truco: es un fenómeno de conciencia monodialogante. La prueba de que Máximo no pudo ser hijo de la madre de Electra la tiene el Marqués de Ronda (V, iii). Los espectadores lo saben; lo sabe Máximo; puede saberlo Electra. Pero ésta necesita la confirmación de la voz de su madre, oída desde niña en lo interior de su conciencia.

No sería estéril, pienso, comparar otras obras de Galdós y, de Echegaray. Realidad, cuyo desenlace es opuesto al de El gran galeoto, guarda con este drama semejanzas de anécdota y tema. Don Julián protege a Ernesto con la solicitud paternal con que Orozco a Federico. Ernesto es tan torpe para el mundo, tan orgulloso, y se siente tan abrumado por la generosidad de su protector, como Federico Viera. Teodora va a visitarlo a su casa en circunstancias parecidas a como Augusta visita a Federico (en el drama, no en la novela). El «todo el mundo» del prólogo echegariano es el mismo de la opinión pública confusa presentado en La incógnita. Y si Augusta decía que la realidad es «la gran inventora, la maestra siempre fecunda y original siempre» (I, vii), don Julián ya había proclamado: «Sufrir; que el cuidado / de preparar desenlace / para este drama está a cargo / del mundo que lo engendró / solamente con mirarnos; / tal su mirada es fecunda / en lo bueno y en lo malo» (II, ii). Mundo urdidor en Echegaray, realidad inventora en Galdós.

Otros posibles cotejos podrían establecerse entre La loca de la casa y El loco dios: exaltación del hombre que se ha forjado a sí mismo por un titánico esfuerzo de voluntad; entre La de San Quintín y O locura o santidad y El estigma: renuncia al origen falaz, regeneración por la verdad   —115→   o el trabajo; y entre El abuelo y Mancha que limpia: la legítima pérfida y la bastarda leal.

Es posible que Galdós no admirase a Echegaray, pero en sus Memorias escribió: «No frecuentaba yo los teatros. Desde mi aislamiento sentía el rumor entusiasta de los grandes éxitos de don José Echegaray. Aquel portento iba de gloria en gloria, fascinando a todos los públicos. Conocía yo las obras de Echegaray por la lectura, no por la representación. Pasaron años antes de que yo viera sobre las tablas las obras del gran maestro. De este modo corría el tiempo hasta llegar el 85». Más tarde vio algunas de esas obras, y hasta siguió los consejos de su autor al modificar la escena última de La loca de la casa132.

He tratado de apuntar algunos aspectos en que ambos dramaturgos coinciden y otros muchos en que difieren. Pero Galdós había empezado con una obra, Realidad, donde quizá como nunca después, supo dar «más espacio a la verdad, a la psicología, a la construcción de los caracteres» y a «los necesarios pormenores que describen la vida»133. Y esta fue su orientación más fructífera, tan adversa al modo melodramático.

El teatro de Galdós no puede ser definido, sin injusticia, como melodrama alegórico de la burguesía liberal. Liberalismo, sí; pedir a Galdós un pensamiento político más avanzado no me parece un acto de comprensión histórica pertinente. Melodrama, no, o raras veces. Su liberalismo no divide el mundo en blanco y negro, bueno y malo. Pantoja no aplasta a Máximo ni éste aniquila a Pantoja. Es Electra quien, inspirada por la libertad (en griego, Eleuteria) «no huye, no... Resucita» (V, x).

University of Pennsylvania





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