Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Anterior Indice Siguiente





  —6→     —7→  

ArribaAbajo[Estudios]


ArribaAbajoEvolución política de Galdós y su repercusión en la obra literaria

Demetrio Estébanez Calderón


A pesar de los estudios realizados sobre las actitudes políticas de Galdós, no podemos asegurar que se haya llegado a unas conclusiones aceptables para cualquier estudioso imparcial. La primera dificultad con que se encuentra el investigador, al abordar este tema, es la multiplicidad de opiniones vertidas al respecto y no siempre objetivas. Tratando de sintetizar, se pueden reducir a tres las interpretaciones que se vienen dando sobre la posición política de Galdós y su evolución a través de sus escritos y actividades en la vida pública.

Hay una primera corriente de interpretación que tiende a minimizar la importancia del factor político en la vida del novelista. Para estos críticos Galdós, por su carácter tímido, talante conciliador, y radical entrega al quehacer artístico, sólo esporádicamente habría intervenido en la política. Incluso, cuando lo hizo, habría sido por condescendencia, sin pleno conocimiento de aquello a lo que se comprometía, de forma que pudo ser manejado contra su voluntad. Por educación e ideología él tendería hacia una versión liberal y progresista de la historia de España frente al integrismo conservador, pero su compromiso quedaría relegado al campo de las ideas, incapaz de llevar a cabo una verdadera acción política. Esta interpretación estaría avalada por la propia confesión de Galdós a los periodistas Antón de Olmet y A. García Carraffa:

-Yo nunca había sentido gran vocación por la política -comenzó diciéndonos D. Benito-; pero sin esperarlo y por obra y gracia de Ferreras, me encontré de pronto con la investidura de representante de la nación.1



Con diferentes matices participan en esta interpretación H. Ch. Berkowitz,2 H. Hinterhäuser3 y F. C. Sáinz de Robles. Este último, forzando el rasgo de timidez y delicadeza de Galdós, suscita una impresión de indiferencia política en el novelista que puede empañar su propia honestidad cívica. Así, al preguntarse sobre la definitiva posición política de Galdós, sugiere:

¿Monárquico como en 1886? ¿Republicano como en 1906? Lo que le pidieran los primeros amigos que llegasen. Con tal de no disgustarles... Con tal de no disgustarse... Con tal de que no se le exigiera abdicar de su españolismo, de su madrileñismo.4



Por su parte, Antonio Regalado propone una interpretación radicalmente crítica de la conducta política de Galdós en la que cree descubrir una evolución oportunista, cierta ambigüedad y un compromiso cambiante e interesado de acuerdo con las circunstancias históricas del país. En este sentido, afirma que «en Galdós existe casi siempre, en la expresión de sus ideas político-sociales, un complejo de duplicidad, una incongruencia entre lo que realmente piensa y lo que hace».5

  —8→  

Según Regalado, Galdós habría ido pasando, a lo largo de su vida, desde una posición «militante de la idea liberal» en la etapa de las dos primeras series de los Episodios, a una «cobardía conciliatoria» entre 1880 y 1890, y en la última década del siglo a unas «soluciones de tipo tradicional, de acuerdo con su posición espiritualista y con un plan de afirmación del statu quo político-social».6 Reiteradamente, afirma que Galdós prestó «consciente y decidida colaboración» al orden y sistema Canovista e, incluso, que «toda la obra novelística de Galdós está orientada en favor del statu quo de la Restauración», de tal manera que, aunque sus novelas hacen suponer en el autor un «creyente liberal en la ley del progreso», sin embargo, un «examen detenido de sus ideas permite descubrir en el fondo del liberal vetas de conservador y de tradicionalista».7 Respecto a la opción republicana del novelista en la última época de su vida, Regalado, sin negarle «una sincera y legítima predisposición ideológica para el cambio», cree descubrir, entre otras, una motivación «de ventajosa perspectiva para la venta de sus novelas» entre el público de posibles lectores de influencia republicana.8 En el aspecto ideológico, su adhesión a la nueva causa respondería a una búsqueda de seguridad, tras la crisis de los ideales de la Restauración:

Fracasada su fe en la Restauración, temeroso de los extremistas de la izquierda y de la derecha y decepcionado del sistema monárquico, buscó en los republicanos la tabla de salvación de su naufragio ideológico.9



Precisamente, por la ausencia de solidez en sus planteamientos ideológicos a raíz de esta opción política, el republicanismo de Galdós vendría a ser una especie de «opereta bufa»10 de la que, finalmente, intentaría desentenderse el novelista, tratando de ganarse nuevamente la benevolencia de la corona.

Al final del estudio de Regalado, se ofrece un juicio definitivo sobre las deficiencias de la ideología política de Galdós:

El problema de Galdós consiste en que su visión de la política era un complejo del pesimismo de Cánovas y del oportunismo de Sagasta, durante la Restauración y la Regencia. A pesar de los cambios aparentes, nunca se pudo salir Galdós de la realidad de esos moldes del liberalismo burgués. [...] El fantasma de Cánovas se yergue sobre el novelista de nuevo al final de su vida, y la decisión de aceptar la monarquía y de inclinarse hacia los liberales del Conde de Romanones reproduce la historia anterior del novelista, cuando acepta el sistema de Cánovas bajo la tutela de Sagasta.11



Una tercera interpretación del pensamiento y del compromiso políticos de Galdós, opuesta radicalmente a las dos anteriores, es la que representa J. Casalduero al enjuiciar la participación del novelista en la conjunción republicano-socialista:

Don Benito ha intervenido en la política por un imperativo de su conciencia cívico-moral y sabiendo con clara ironía que sacrificaba en ello su bienestar espiritual y económico, pues, si en lugar de ser el alma de la Conjunción republicana-socialista se hubiera dejado arrastrar por los que ordeñaban el poder, hubiera recibido honores con riquezas.12



Ante este panorama de opiniones divergentes sobre la posición política de Galdós, urge ahora hacer un estudio directo de las fuentes del pensamiento del autor y de sus compromisos reales, teniendo como meta una correcta interpretación del trasfondo político que subyace a toda su producción literaria.

  —9→  
1. La lucha contra los neos

Es evidente que la ideología política de Galdós se fragua durante la primera etapa de sus estancias en la Península en los años de estudiante y en sus primeras intervenciones en la prensa desde 1865 a 1868. De la etapa anterior apenas hay nada relevante que reseñar, si no es la predisposición del muchacho hacia una liberación del rigorismo vivido en el ambiente familiar en todos los campos. E. Ruiz de la Serna y S. Cruz Quintana resaltan, en este sentido, el contraste entre las orientaciones de carácter liberal recibidas por Galdós adolescente en el colegio de San Agustín (su profesor de literatura era Graciliano Alfonso, sacerdote, desterrado durante la época de Fernando VII por su «liberalismo exaltado») y el tradicionalismo familiar, simbolizado en la madre, con cuyos criterios el joven Benito mantenía una «disparidad» que, en el último año de estancia en Las Palmas, «debió de rayar en tirantez».13

De sus «Memorias» apenas nada podemos colegir de las opiniones políticas del joven Galdós en la etapa que va del 63 al 68, «aquella época fecunda de graves sucesos políticos», según él la califica en dicha obra. Parece estar en una actitud observadora frente a los graves acontecimientos del momento. De entre ellos surgen en la memoria del novelista el motín de la noche de San Daniel y la sublevación de los Sargentos en el cuartel de San Gil. En ambas ocasiones parece insistir en su postura de espectador («presencia», «espectáculo tristísimo»), aunque comprometido, ya que también a él le llegan algunos «linternazos de la guardia veterana». Su compromiso personal, sin embargo, va por otro tipo de actividades a las que concede, igualmente, una denominación política:

Respirando la densa atmósfera revolucionaria de aquellos turbados tiempos creía yo que mis ensayos dramáticos traerían otra revolución más honda en la esfera literaria.14



Es a través de sus actividades literarias y su participación en la prensa donde se manifiestan las primeras opiniones políticas del joven Galdós. Artículos suyos aparecen en La Nación (1865-1868), en la Revista del Movimiento Intelectual de Europa (1865-1867), en Las Cortes y El Debate (1868-1869), en La Ilustración de Madrid (1870-872), y en La Revista de España (1871-72).

El primer dato relevante es que los dos órganos de prensa en que participa Galdós en sus comienzos son de tendencia liberal: La Nación y La Revista del Movimiento Intelectual de Europa. Esta última, aunque es una gaceta de información general, que tiene como objetivo directo difundir las últimas novedades científicas, sin embargo, al ser una especie de filial del diario Novedades, es, también, liberal y antigubernamental. De hecho, en uno de sus editoriales queda patente esta afiliación al afirmar que los suscriptores:

conocen que la ciencia y el progreso material son hijos de la libertad a que aspira el partido progresista, y por esta razón creemos satisfacer uno de sus deseos publicando este semanario.15



En la mayor parte de estas publicaciones, anteriores a 1868, Galdós tiene la misión de informar y entretener a un público burgués ilustrado sobre actos culturales, fiestas, acontecimientos sociales de algún interés, en un comentario   —10→   ameno e intrascendente. Observando la temática de los artículos de La Nación, se encuentran referencias a la ópera, corridas de toros, actividades culturales de la Semana Santa, circo, artículos necrológicos, epidemias del cólera, crítica literaria, comentarios sobre la prensa madrileña, etc. Los artículos de tema político son escasos y ello se debe, en buena medida, a la censura existente. Galdós se refiere en un artículo, directamente, a la precaución obsesiva de los madrileños por evitar el tema político para no caer en sospecha:

El tranquilo ciudadano recorre meditabundo las calles cubiertas de lodo, y en vano trata de evitar el peligro de las conversaciones sobre política, que es el peor mal que puede ocurrirle a aquel que en nada se ha metido.16



En dos ocasiones más se menciona la imposibilidad de abordar el tema político a lo largo de 1866.17 A pesar de todo, son varios los artículos de Galdós en que se hace una crítica mordaz a los representantes de grupos políticos en el poder. De acuerdo con la posición liberal asumida, las críticas más acerbas van dirigidas a los Neos, a quienes fustiga a lo largo de trece artículos. El joven periodista intenta desenmascarar a la prensa neocatólica, al partido político que la sostiene, a la institución religiosa que mueve los hilos de su política en las sombras, y al propio líder del partido, Nocedal. La crítica a la prensa neocatólica surge a propósito de la campaña promovida por ésta en contra del reconocimiento gubernamental del reino de Italia:

No seamos como los periódicos neocatólicos, que en estos días han escondido la vergüenza bajo la sotana, para lanzar anatemas groseros contra instituciones que ellos otra vez han adulado rastreramente.

Heridos en su amor propio han vomitado toda la bilis sacristanesca con ese odio reconcentrado, con esa venenosa intención propia de estos locos de la reacción, que en tales circunstancias, cuando son rechazados de todos, tienen una virtud, olvidan el más feo de sus vicios, dejan de ser hipócritas.18



Con la misma virulencia ataca al partido neocatólico con ocasión de las elecciones del 65 en que consiguen llevar a Nocedal al Parlamento. Después de resaltar la contradicción existente entre «católico» y «político», calificativos atribuidos a sus candidatos, pone en evidencia sus ocultos compromisos con el clero, y la explotación de los sentimientos religiosos de los débiles para enraizarse políticamente:

Pero son pocos, pauci vero electi; no son una plaga; no invadirán el territorio de la Representación Nacional. La verdadera plaga no alza allí la voz; vive en sitios oscuros, en los rincones de la sacristía, en los conventos ocultos; vive sorda, escondida, subterránea como la hipocresía, pero extendida por todas partes y ramificada hasta el extremo como la epidemia [...] El partido neo es socarrón, solapado, hipócrita, amigo de las tinieblas, amigo de los rincones, sus diputados niegan el principio del partido, que es la guerra sorda, que dirige armas contra la conciencia, que se aprovecha de las sombrías dudas del alma, del terror, del arrepentimiento para urdir sus tramas arteras.19



Con mayor acritud dedica un comentario a glosar el plan político-económico de los Neos expuesto por el ex-ministro Nocedal y en el que se proclama la necesidad de «hacer grandes economías». Galdós alude a lo rudimentario del programa y al compromiso contraído con la Iglesia en la posible reducción de subvenciones:

  —11→  

El clero no hay que tocarlo; eso por sabido se calla.20



En otra ocasión imagina a Nocedal, como otro Moisés, «en la zarza ardiente de La Constancia», predicando la tabla de salvación del país, mediante la supresión del sistema parlamentario, e instaurando una previa censura para la prensa, mientras los periódicos neos «se regodean en la santa contemplación del s. XVI con su Mesta, su Inquisición, su Santa Hermandad, su guerra en Flandes»...21

Aparte de esta crítica contra los Neos, Galdós pasa revista a otros acontecimientos de la época, como la manifestación estudiantil de la noche de San Daniel,22 el atentado contra la vida de González Bravo,23 las reuniones políticas del Madrid del 65, etc. De todos ellos, el de mayor interés para conocer la mentalidad política del joven Galdós es el último al que acabamos de aludir. Es extraño que los investigadores no mencionen este artículo excepcional. En él hace una nueva alusión a la censura («el lápiz inexorable del fiscal») que le impide manifestar con libertad una opinión más explícita sobre los grupos políticos del momento. Sin embargo, en un tono crítico inhabitual en tales circunstancias, el periodista fustiga a los «satélites de Narváez» y a los «secuaces de O'Donnell», enmarcados en una atmósfera de agresividad despótica los primeros y de «solapada intriga» los Unionistas. La descripción del comportamiento político de los conservadores se hace por medio de una avalancha de sintagmas degradantes, que resaltan la ineptitud de sus prohombres y el enquistamiento anquilosado en el poder:

«Inteligencias estériles y raquíticas», «cadáveres embalsamados», «momias animadas», «graves como todo lo impotente, revestidos de esa cómica seriedad que caracteriza a los anticuarios», «sus palabras, que pertenecen a un lenguaje muerto, no tienen sentido».24



La crítica a los Unionistas se centra en el hecho de su exclusivo interés por la conquista del poder. Para ello no tienen inconveniente en destituir alcaldes no adictos a su causa y situar oficiales de la Administración y de Correos en puestos clave para el control de las elecciones. Con un lenguaje exacerbado, que nos recuerda el de los Episodios de la última serie, afirma:

Sustitúyese toda la pléyade presupuestívora por otra no menos voraz, que milita en las banderas hoy triunfantes de la Unión; arréglanse las cosas de modo que en cada puesto oficial haya un sitio de acecho, y en cada empleado un esbirro de flaquezas electorales, un espía de votos escatimados y un escamoteador de votos.25



Galdós, que muestra una actitud inequívoca frente a las «congregaciones moderada y vicalvarista», no oculta su simpatía por «las reuniones de progresistas y demócratas», elogiando «la manera franca y generosa con que éstos abren sus puertas a todos, sin distinción de jerarquías sociales ni de significaciones políticas». El joven periodista hace una clara apuesta por el triunfo de los ideales de la oposición, concluyendo que:

lo sistemático tiene que caer al golpe de lo dictado por la razón y las necesidades de la época; que todo lo envejecido tiene que dejar el puesto a todo lo que recibe del sentimiento unánime y de las investigaciones de las ciencias sociales una existencia pensadora y activa [...] Esto mataría aquello. Tarde o temprano veremos que España adelantará en un momento los años que   —12→   vive atrasada mediante una dislocación cronológica. Las reuniones públicas avivan el sentimiento que en todos nuestros corazones vive latente.26



El último de los artículos que Galdós publica en La Nación sobre tema político, lo escribe cuando ya es una realidad el hecho de la revolución pronosticada en las «reuniones políticas» que acabamos de comentar. Cuando están aún recientes los recibimientos a Serrano, Topete y Prim, el periodista evoca una ceremonia cortesana, celebrada en marzo del 68, para festejar el matrimonio de la hija de Isabel II. Galdós describe «todo el viejo aparato del viejo rito cortesano», como una muestra caduca del «fausto ridículo» que imperaba en la época de la «vieja monarquía».

En este artículo, el joven periodista somete a un proceso de degradación pre-esperpéntica a los principales actores de aquella «grotesca comparsa», y a las instituciones que les sostenían. Hay aquí una crítica implacable a la «inepta familia» real, que coincide perfectamente con las opiniones del último Galdós en Cánovas:

¡Qué familia, santo Dios! En la fisonomía de todos ellos se observan los más claros caracteres de la degradación. Ni una mirada inteligente, ni un rasgo que exprese la dignidad, la energía, el talento. No se ven más que caras arrugadas y ridículas, deformes facciones cubiertas de una piel herpética, sonrisas y saludos afectados que indican la mala educación de los niños y el cinismo de los mayores.27



En este proceso esperpentizador imagina la carroza real como un «catafalco que encierra los restos, vivos aún, de la dinastía borbónica», entre los que destaca «el deforme busto de Isabel» con «su vasto cuello adoquinado de diamantes y el mezquino perfil de su esposo». No escapan de la observación sarcástica del periodista el resto de los participantes en la comitiva regia, «muñecos de un juego de mojigangas», con su «grotesca colección de sombreros» y pelucas, desde los políticos como el «brigante» González Bravo, pasando por el «costal» de Orovio, el «zascandil» de Marfori, hasta los representantes de la justicia y de la Iglesia. A esta última le dedica una consideración especial:

Aparece lo que faltaba; la turba mitrada y togada, la cohorte de nulidades in partibus seguida de la pobre plebe clerical, delante los magnates purpurados con sus báculos, y detrás el sochantre con su fagot, el sacristán con su hisopo, el monaguillo con su incensario, el cofrade con su palio.28



De esta comitiva de «figurillas ridículas» están ausentes los militares para los que Galdós reserva un elogio épico al final de su artículo, aludiendo, implícitamente, a los tres dirigentes de la Revolución: Prim, Serrano y Topete:

Un gentío enajenado por la felicidad saluda a dos soldados y a un marinero iniciadores y realizadores del gran movimiento nacional que ha puesto una losa eterna encima de Isabel de Borbón y toda su familia.29



Años más tarde, en sus Memorias, recuerda «la ovación estruendosa, delirante» con que recibió la multitud a Serrano en la Puerta del Sol y la posterior entrada de Prim, «el héroe popular de aquella revolución», ocasión en que «el delirio de la multitud llegó al frenesí».30



  —13→  
2. El sexenio revolucionario

En el mismo libro autobiográfico Galdós recuerda, como acontecimientos de mayor trascendencia política y personal del 68 al 70, las Cortes Constituyentes del 69 (donde comienza a afirmarse la idea de Prim, «alma y verbo de nuestra revolución», de «mantener el principio monárquico con una dinastía francamente democrática y popular»), las divergencias («estridencias lejanas de gritos y aplausos») y enfrentamientos entre los diferentes grupos en el desarrollo de las mismas, y la crisis violenta en que va a entrar la causa democrática a raíz de la muerte del mencionado general. Como acontecimientos personales recuerda la terminación de La Fontana de Oro y el encuentro con Albareda, fundador de La Revista de España, donde escribió «articulejos de política», y donde se publica su segunda novela, El audaz.31

Efectivamente, va a ser en estas dos novelas y, sobre todo, en los artículos de La Revista de España donde mejor podemos seguir la evolución del pensamiento político de Galdós en esta etapa. Por lo que se refiere a la primera novela, iniciada antes de la revolución del 68 y terminada poco después, el pensamiento del autor está en perfecta coherencia con las conocidas opiniones del joven periodista. Como en los artículos, arremete contra el integrismo absolutista representado en la siniestra figura de Don Elías, y zahiere a la monarquía borbónica encarnada en Fernando VII, cuyo retrato descrito en el capítulo XLI muestra su «rostro execrable» y su «cara repulsiva», signos de un carácter repugnante: «histrión, necio, ingrato, arrogante, cruel». Fue un «mal hijo» y un mal padre. Galdós compendia los frutos de su política funesta para el país:

anulación de todos los derechos proclamados en las Cortes de Cádiz, con el destierro o la muerte de los españoles más esclarecidos; encendió de nuevo las hogueras de la Inquisición; se rodeó de hombres soeces, despreciables e ignorantes que influían en los destinos públicos, como hubiera podido influir Aranda en las decisiones de Carlos III; persiguió la virtud, el saber, y el valor; dio abrigo a la necedad, a la doblez, a la cobardía, las tres fases de su carácter.32



Este juicio sobre «El Deseado» culmina en esta afirmación terminante: «Fernando VII fue el monstruo más execrable que ha abortado el derecho divino».

Por oposición a estos personajes conservadores, pone en pie las figuras de Bozmediano y del estudiante Lázaro, que representan una juventud entusiasta con los ideales democráticos. Este último proclama su fe liberal ante Don Elías:

Yo creo en la libertad que está en mi naturaleza, para que la manifieste en los actos particulares de mi vida. Yo, ciudadano de esta nación, tengo derecho a hacer las leyes que han de regirme con mis hermanos para elegir a un legislador.33



Sin embargo, a lo largo de la novela, el narrador va poniendo en evidencia los riesgos que supone para ese sistema democrático la actitud exaltada de ciertos grupos liberales manipulados por la reacción. Estos acabarán tramando el atentado contra los principales dirigentes moderados («los prudentes», «los discretos») por considerarlos «falsos liberales». Ellos pedirán el paso a la acción   —14→   violenta, convencidos de que los «medios legales son pamplinas». Frente a esta violencia extremista de Pinilla, «El doctrino», etc., el narrador resalta la reflexión de Lázaro:

Pero el medio es espantoso. Yo no quiero para mi patria los horrores de la Revolución Francesa. Después de un terror no puede venir sino la Dictadura. Yo no quiero que pase aquí lo que en Francia, donde, a causa de los excesos de la Revolución, la libertad ha muerto para siempre.34



Parecido planteamiento se reproduce en El audaz, novela publicada en 1871, en la que el protagonista, Muriel, es un enfebrecido defensor de la Revolución Francesa. Este joven revolucionario, hijo de un encargado de la hacienda del Conde de Cerezuelo (injustamente encarcelado por éste a raíz de un juicio provocado por difamación) desea hacer posible en la España de 1804 una revolución semejante a la ocurrida en el país vecino. Con especial vigor defiende el principio de la soberanía nacional, los derechos del hombre, la abolición de los privilegios de la nobleza (hacia la que siente un profundo rencor) y la igualdad de todos ante la ley. La vivencia de estos ideales adquiere una tensión especial, al inmiscuirse el factor afectivo en los planteamientos ideológicos, debido a la atracción surgida entre Martín y Susana, la hija del Conde. Al constar este sentimiento, luchando por saltar las barreras de las clases sociales, dice Muriel a Susana:

Yo no necesito elevarme. Esto que pasa, ¿no le prueba a usted nada? Que me place ver aplacados a mis enemigos no por la fuerza ni por el convencimiento sino por la Naturaleza, que es mejor niveladora que la razón. Yo no puedo permanecer rencoroso cuando de esta manera se me confiesa que todos somos iguales.35



Sin embargo, esta relación amorosa será imposible dada las circunstancias sociales y políticas que separan a ambos jóvenes. Al final de la novela el protagonista participa en un violento motín promovido en Toledo, durante el cual prende fuego a la sede de la Inquisición. Traicionado por sus amigos, Muriel se siente poseído por un instinto fanático de destrucción («¡Yo soy dictador! ¡Yo mando aquí!... Matad sin piedad»), signo de un estado paranoico, evidente ya en la cárcel, donde llega a creerse el mismo Robespierre.36

Conviene insistir en las coincidencias existentes entre las dos novelas mencionadas. En ambas se da una tenaz oposición entre el mundo de los mayores, que defienden el orden constituido desde posiciones reaccionarias, y el de los jóvenes revolucionarios, que desean implantar los principios de libertad y de igualdad provenientes de la Revolución Francesa. En las dos novelas se percibe una oculta manipulación de los liberales exaltados por parte de los absolutistas. De hecho, en El audaz, Muriel está sirviendo a los intereses de los enemigos de Godoy, reaccionarios, lo mismo que en La Fontana los exaltados son manejados por Coletilla. Hay en esto una implícita proyección de las ideas de los grupos políticos de 1804, 1820-23 y 1868-71. El hecho de que los federales estén llevando la misma política de oposición que los conservadores alfonsinos y carlistas al régimen demócrata-liberal de Amadeo I, le parece al novelista un tremendo desacierto, parecido al que, en los períodos anteriormente aludidos, cometieron los liberales exaltados. Por otra parte, la reciente experiencia de la Comuna de París, que ha vuelto a actualizar la historia de   —15→   la primera Revolución Francesa, puede estar pesando en esta reserva de Galdós frente a los ideales revolucionarios planteados, de nuevo, por los republicanos españoles. Que ésta sea la preocupación de Galdós al escribir ambas novelas, nos invita a pensarlo el preámbulo que en 1870 pone el novelista a La Fontana de Oro:

Mucho después de escrito este libro, pues sólo sus últimas páginas son posteriores a la Revolución de Septiembre, me ha parecido de alguna oportunidad en los días que atravesamos, por la relación que pudiera encontrarse entre muchos sucesos aquí referidos y algo de lo que aquí pasa; relación nacida, sin duda, de la semejanza que la crisis actual tiene con el memorable período de 1820-23.37



En 1870-71 Galdós, indudablemente, sigue fiel a la ideología liberal asumida en su etapa de periodista y se opone igualmente a los dos extremismos que amenazan la naciente democracia española. El final de ambas novelas sanciona la validez de nuestro aserto. La ideología del revolucionario Muriel lleva a la destrucción y a la locura (no olvidemos la obsesión de Galdós por el tema de la «demencia» del pueblo español en la etapa narrada en España trágica). El final de Lázaro, después de separarse del liberalismo exaltado, es sintomático:

Baste decir que renunció por completo, inducido a ello por su mujer y por sus propios escarmientos, a los ruidosos éxitos de Madrid y a las lides políticas. Tuvo el raro talento de sofocar su naciente ambición y confinarse en su pueblo buscando en una vida oscura, pacífica, laboriosa y honrada la satisfacción de los más legítimos deseos del hombre. Ni él ni su intachable esposa, se arrepintieron de esto en el transcurso de su larga vida [...] Con paciencia y trabajo fue aumentando la exigua propiedad de sus mayores, y llegó a ser hombre de posición desahogada.38



El propio narrador se implica en una valoración de la conducta política del protagonista, al aprobar el «raro talento» que supone la retirada del compromiso político y la opción por un tipo de vida y un esquema de valores propios de la burguesía («vida oscura, pacífica, laboriosa y honrada») cuyo fruto es el progreso económico y el bienestar. La burguesía fue, precisamente, la clase social que hizo la Revolución del 68 y que apoyaba el programa progresista de Prim.

Entre 1871 y 1872, Galdós publica catorce artículos en La Revista de España, en la sección «Revista Política Interior». J. L. Albareda encomienda, alternativamente, el artículo de esta sección dedicada a comentar los acontecimientos políticos españoles de la época, a personalidades conocidas en el campo de la literatura, del periodismo, o de la política, como Juan Valera, Núñez de Arce, Ferreras, León y Castillo, J. Carbonell, etc. El propio Albareda escribe dicho artículo en varios números de la revista. Galdós participa en el número 80, publicado en 1871, y en trece números correspondientes a 1872.

Lo primero que impresiona, tras una lectura atenta de los catorce artículos de la revista, es la defensa cerrada que hace el periodista Galdós del orden democrático surgido de la Revolución del 68. No oculta sus preferencias por los tres grupos políticos que fueron el soporte de la misma: progresistas, demócratas y unionistas. Del gobierno de conciliación formado por dichos grupos, en los comienzos de la monarquía de Amadeo, dice:

  —16→  

Sería una grande injusticia desconocer los servicios que ha prestado dicho gabinete a la causa nacional, gravemente comprometida en distintas ocasiones [...].

Su posición ha sido dificilísima: la suerte de una dinastía nueva ha estado en sus manos. Poderosos enemigos han tratado de entorpecer el paso: unas oposiciones formidables como nunca se han visto, ponen dificultades a su gestión política y administrativa. Se ve a las minorías apurando cuantos recursos ofrece el reglamento para llevar al gobierno a la desesperación. Quieren algunos, por medio de provocaciones y abusos escandalosos del parlamentarismo, obligarle a que se salga de la línea de legalidades que se había trazado, y todos los esfuerzos han sido inútiles. Ha permanecido siempre en su puesto, y ha sido sensato y sereno cuando todos se han mostrado acelerados y violentos. Si no ha sido lo fecundo que de él se esperó, cúlpese a las circunstancias que le han obligado a ser más bien ministerio de resistencia y de transacción que ministerio organizador y activo.39



Con la misma tenacidad defiende al régimen de Amadeo I, como garantía de pervivencia del sistema democrático, sobre el que se ciernen graves amenazas, desde los extremismos de la reacción carlista («el viejo absolutismo») hasta la demagogia federal («demagogia defensora de la Comuna»):

¿Habrá quien tenga por hombres formales y rectos, a los que por un transitorio y accidental alejamiento del poder, ponen en tela de juicio, siquiera sea momentáneamente, un emblema tan necesario, una idea tan alta, una personificación tan respetable, como la actual dinastía, que compendia y sintetiza todos los triunfos alcanzados durante el período constituyente por la verdad y el patriotismo contra la osada provocación del absolutismo y de la República?40



Esta apología del régimen se extiende a las personas regias, objeto de una despiadada difamación política y personal por parte de los alfonsinos.41

Desde esta defensa del sistema establecido, dirige sus principales ataques contra los grupos que conspiran contra la legalidad. En primer lugar, son blanco de sus diatribas los carlistas, utilizando similares argumentos a los que aparecieron en La Nación contra los Neos. Recuerda que están sirviendo a los «intereses del clero», aprovechando la fuerza de la «propaganda» que les prestan «los medios espirituales». Galdós apunta en estos artículos un nuevo factor de reflexión para un correcto diagnóstico del renacimiento del carlismo: el apoyo exterior recabado por el ultramontanismo, dada la solidaridad de intereses que existe entre los absolutistas de Francia y España y de la Curia de Roma. El objetivo último de esta solidaridad sería restaurar la política católica en dichos estados. Como, por otra parte, el rey Amadeo es hijo del creador de la unidad italiana a costa de los Estados Pontificios, toda manifestación a favor del Papado es utilizada por los carlistas como arma de combate contra la dinastía de Saboya instaurada en España. Este sentido dan dichos políticos al vigésimoquinto aniversario de «la exaltación a la silla pontificia de Pío IX».42

Galdós dedica tres artículos a analizar el trasfondo político del resurgimiento de la guerra en el Norte, tras el fracaso de la Coalición Nacional, con la que esperaban los carlistas incrementar su clientela en las urnas:

Como partido inmoral y corrompido busca el carlista amparo en la legalidad cuando espera sacar de ésta alguna ventaja; pero la menosprecia y ultraja cuando ve frustradas sus esperanzas.43



Vuelve entonces a resaltar la responsabilidad de la Iglesia en la aparición de la guerra, ofreciendo el detestable «espectáculo de esos curas que mandan   —17→   partidas de gente armada, con escándalo de los países católicos y de todo el mundo civilizado». En consonancia con lo que más tarde mostrará en los Episodios Nacionales y en las novelas de tesis, Galdós insiste en la inmoralidad del comportamiento del clero, al manipular políticamente la conciencia de sus fieles desde una orientación religiosa abusiva:

A nuestro juicio si algunas personas encargadas de la dirección espiritual de los pueblos, no abusaran de su posición, poniéndolo al servicio de causas políticas más o menos afines con lo que equivocadamente llaman los intereses del catolicismo, las muchedumbres no serían con tanta facilidad arrastradas a una lucha fratricida de que han de salir tan malparados.44



El segundo grupo, objeto de las críticas del periodista, es el de los moderados o alfonsinos, o «Partido de la Restauración», como lo denomina en alguna ocasión. Fustiga la carencia de una moral política de oposición, que viene suplantada por una conducta sinuosa, de la que no están ausentes la difamación y la grosería, como en el caso de la «manifestación de las mantillas»:

El grupo moderado, impotente entonces para luchar en las urnas como el carlista y el republicano, acobardado, refugiado en los tocadores y en los salones, sin poseer otra elocuencia que la murmuración y sin otros medios para manifestarse que los de una solapada y astuta chismografía, halló en la inhumación de ciertos trajes españoles, pertenecientes a cierta época de desvergüenza e ignorancia que es página de rubor en nuestra historia, una fórmula de protesta contra la nueva dinastía.45



Insiste en varios artículos sobre la reducida audiencia de dicho partido, compuesto por gentes «sin ideas fijas en política», que prefieren la dinastía borbónica como medio de encumbrar en los puestos de dirección del Estado a los «hombres más asimilados por sus hábitos y carácter a la clase aristocrática».46 Convencidos los dirigentes del partido de que, «pacíficamente», nunca llegarán al poder, llevan la corrupción al ejército para hacerle adicto a su causa, aún a costa del principio de autoridad y de las instituciones liberales. Como síntesis del comportamiento político del «partido alfonsino», dice:

Su existencia se reducirá a un perpetuo intrigar haciendo esfuerzos desesperados para allegar elementos, sin los cuales no ganará ni un palmo de terreno; intentará la corrupción en grande escala, aunque alguien hay en dicho partido que conocerá el poco éxito de este sistema; buscará apoyo en la fuerza pública; se acomodará a todo, con tal que vea probabilidades de conseguir su objeto; se hará liberal, absolutista y hasta demócrata según convenga por el momento, con la reserva mental de ser el día del triunfo lo que siempre ha sido, el mismo partido de la arbitrariedad, célebre en las épocas más tristes y humillantes de nuestra historia, el mismo partido de 1868, cuya torpe conducta atrajo sobre España las burlas de toda Europa.47



La actitud del joven Galdós ante los republicanos es de clara aversión, considerándoles, junto a los carlistas, como los dos extremos inciviles que ponen en peligro la pervivencia del sistema democrático. Al poder constituido le corresponde luchar denodadamente «con la demagogia defensora de la Commune, y con el viejo absolutismo».48 Las dos notas con las que suele describir la conducta política del partido republicano son: la división interior (con la progresiva anulación de los «adorados prohombres del partido» por la indisciplina de las bases) y la irresponsable facilidad con que acuden a las armas, incapaces de lograr sus objetivos en un esfuerzo unitario de acción   —18→   política dentro de la legalidad. Así, mientras el gobierno de Serrano trata de hacer frente a la guerra civil del Norte

el partido republicano, aunque siempre desorganizado e inútil para el bien, hacía alarde de apercibirse descaradamente para la lucha armada, y las grandes ciudades fabriles del Mediterráneo pedían amparo al poder central contra las amenazas de la demagogia.49



La crítica a los republicanos abarca también a los socialistas, a los que combate con mayor virulencia, a propósito de su entrada en las primeras Cortes del régimen de Amadeo:

A estos hombres se unía el bando republicano en que tenían puesto de honor los hombres del socialismo y algunas fatídicas individualidades comunistas lanzadas a la representación nacional por los talleres de Cataluña y Valencia.50



Sorprende la animosidad con que Galdós censura a esta facción socialista de los republicanos y su propia ideología:

Considerando la sorda invasión que las ideas socialistas hacen en el terreno del federalismo individualista, se adquiere el triste convencimiento de que la república que habrá de traernos la coalición no sería otra cosa que una bochornosa saturnal de algunos días, pocos, pero bastantes para conmover hondamente la sociedad.51



El juicio global que ofrece sobre el ideario socialista implica en el joven Galdós una mentalidad conservadora, sobre todo, en lo referente al problema social. Pero, al analizar las causas por las que federalismo y socialismo tienen tanto arraigo en los medios campesinos del Sur, apunta entre otras, «las condiciones territoriales del país», desfavorables a «la clase proletaria» («La propiedad está mal distribuida y sí hay personas que poseen inmensos territorios, hay multitudes que hormiguean en los pueblos circunvecinos sin oficio ni beneficio, no contando con otro recurso para subsistir que el bandolerismo o las expediciones conquistadoras en el olivar del vecino y en el monte de propios»), y pide a los gobiernos que se empeñen «en modificar poco a poco esas condiciones» para «extirpar realmente el federalismo andaluz». Otra de las causas de la fácil implantación de dicho movimiento radica en las características de su programa y estrategia de lucha, que Galdós juzga desde una mentalidad burguesa simplificadora:

El programa comunista tiene sobre todos los programas políticos, la ventaja de que no se necesita discurrir para penetrarse de su sentido y objeto. Obra de la fuerza, encuentra un apoyo formidable en la ignorancia, y para negar la propiedad, la familia, el capital, el Estado, no se necesita gran dosis de erudición. La organización interior del taller favorece mucho la propaganda y, como medio de manipulación política, ninguna cosa se ha inventado más fácil, expedita, y elocuente que las huelgas.52



Esta animadversión deformadora llega al colmo cuando describe la figura del comunista como un hombre «sediento de venganza y envidia contra las clases acomodadas, y que aspira a reformar las condiciones de trabajo y de la propiedad, realizando el ideal de la holgazanería y de la miseria».53

Para la supervivencia del sistema democrático y de la misma monarquía liberal de Don Amadeo, Galdós juzga imprescindible mantener el gobierno   —19→   de «conciliación» (palabra clave en estos artículos) de unionistas, progresistas y demócratas. El motivo de su insistencia en la continuidad de este gobierno de conciliación radica en la necesidad de mantener unidas a todas las fuerzas liberales, dada la inestabilidad y falta de consolidación de las instituciones democráticas en un país tan dado a la discordia intestina, a la interinidad y a las tentaciones dictatoriales. Galdós es, en esta etapa, firme partidario del diálogo, de la distensión y del «consenso» entre los diferentes grupos políticos:

es extraño que haya personas bastante obcecadas para difamar el generoso pensamiento que ha precedido a este hecho en tiempos de perturbación tan honda como los presentes, cuando España, por los gérmenes de discordia que lleva en su seno, y sometida además a la común ley de agitación de que es víctima la Europa entera, carece de aquellas unidades poderosas, afirmativas, principales agentes de la historia. Toda reconciliación es fecunda: cada nuevo adepto que se recoge al emblema de la afirmación y de la conservación en días de tanto negar, de tanto destruir, de tanta mudanza e inestabilidad es una verdadera victoria.



Poco más adelante vuelve a insistir en la necesidad de una «pausa de reposo» y distensión ya que, dada «la poca consistencia de algunas instituciones democráticas, no robustecidas aún por una sabia experiencia, hacen necesario algún tiempo de calma».54

Desde esta perspectiva, resulta más inteligible su crítica implacable a Ruiz Zorrilla, responsable de la ruptura de la coalición, al propugnar un entendimiento de los progresistas con los demócratas y republicanos, generando así una división formal dentro del propio partido progresista. Consecuencia de ello es la aparición de dos nuevos partidos, el constitucionalista o conservador de Sagasta y el radical, presidido por aquél. El rey Amadeo llamaría a Sagasta, para formar un gobierno de coalición unionista-conservador, que Galdós, según acabamos de ver, saluda como la mejor vía para salvar el régimen. Pues bien, Ruiz Zorrilla, despechado, se une entonces a sus naturales enemigos, integrándose en una «Coalición Nacional» con los republicanos, alfonsinos y los mismos carlistas, con el único propósito de aniquilar al gobierno. El juicio del joven periodista no se hace esperar:

Parece natural que los hombres importantes del radicalismo, más empeñados que nadie en conservar su crédito y su prestigio, hagan todo lo posible para contrariar este absurdo propósito. El retraimiento, hallándose vigente la constitución en todas sus partes, es ridículo; pero la coalición nacional, la unión con los enemigos irreconciliables de la monarquía y de la libertad, es indudablemente criminal.55



Este juicio de responsabilidades afecta directamente al propio Ruiz Zorrilla, cuya coherencia política, inteligencia y honestidad son puestas en entredicho por el periodista a raíz de estos comportamientos.56 El mismo fracaso electoral de la coalición y el desencadenamiento consiguiente de la guerra civil carlista viene a dar la razón a Galdós respecto a sus previsiones de que, con la coalición, lo único que se iba a conseguir era sacar del anonimato y potenciar a los extremistas.

Por último, coherente con todo lo anterior es la clara y decidida defensa hecha por Galdós de la permanencia de la política de conciliación entre progresistas y unionistas representada por Sagasta, que, a su juicio, es una continuación del pacto surgido de la Revolución del 68:

  —20→  

Juntos hicieron la Revolución; juntos y con la cooperación de los demócratas hicieron el Código fundamental; juntos los tres elementos, votaron la monarquía y eligieron el rey; juntos gobernaron después en el ministerio de conciliación; juntos hicieron varias leyes orgánicas y resistieron, antes que aquella mayoría se dividiera funestamente, la oposición de los carlistas y republicanos...57



Galdós toma partido, pues, a favor de la política conciliadora de Sagasta. Esta defensa del dirigente progresista llega, incluso, al hecho de tratar de minimizar y disculpar uno de los errores por los que tiene que dimitir su gabinete el 22 de mayo del 72. La razón de su caída está en la transferencia, decretada por él, de dos millones de reales de la Caja de Ultramar al Ministerio de Gobernación, para atender imprevistos servicios de policía. Su explicación no satisface a los diputados, quedando afectada su honradez personal, hasta entonces inquebrantable. Galdós aborda directamente el tema en uno de sus artículos:

Ha sido este uno de esos hechos que solo se explican por aturdimientos disculpables, en quien se ve constantemente preocupado con dificilísimos negocios, o por torpeza de funcionarios subalternos, incapaces de discurrir la importancia y sentido de papeles, quizás por pura curiosidad compilados. De cualquier manera que sea, el ministerio Sagasta, comprendiendo la falsedad de su situación, se apresuró noblemente a abandonar el poder, declarando un error que tal vez en otras circunstancias no hubiera tenido gravedad.58



En modo alguno supone esto justificar, por parte de Galdós, una conducta inmoral, ya que presumiblemente él tenía conocimiento del trasfondo político del problema. Parece que dicha suma iba destinada a contrarrestar «una campaña de difamación contra el rey por alguna de sus aventuras galantes, y otra, perfectamente diferenciada, contra la duquesa de la Torre, a propósito también de su vida íntima» (según testimonio de M. Fernández Almagro).59

Probablemente, Galdós, al decir en su artículo que «el gobierno llevó al Congreso un expediente reservado con documentos de tal índole, que la mayoría no podía considerarlos ni aún como objeto de una controversia formal», estuviera al corriente del problema, y entonces su artículo sería una prueba más de honestidad informativa.

De todas formas, queda patente el compromiso político de Galdós con la política de conciliación de Sagasta que, por otra parte, concuerda perfectamente con la línea ideológica del director de La Revista de España, según el mismo Galdós nos dirá en los Episodios de la última serie, a propósito de la colaboración de Tito en El Debate, también de Albareda:

Era nuestro inspirador y Mecenas partidario ferviente de la Conciliación, y apoyaba con su periódico el primer ministerio de Don Amadeo, armadijo de unionistas y radicales. Creía el buen andaluz que se hundiría el mundo en cuanto los concertados puntales se cayeran cada uno por su lado.60



Lo extraño es que Tito dijera, cuarenta años más tarde, que él no participaba de las ideas de su director, creyendo «infecunda» dicha conciliación. O a Galdós le falla la memoria o en esta secuencia el personaje no actúa de alter-ego del novelista. Más que un problema de amnesia, hay aquí un testimonio del cambio de opinión experimentado por el autor, ya que el Galdós   —21→   republicano de 1910 está proyectando su propia visión de la etapa contemporánea sobre los acontecimientos de 1872. Sólo así se explica la contradicción existente entre los juicios reprobatorios lanzados sobre la conducta de Ruiz Zorrilla en los artículos que estamos comentando, y las alabanzas vertidas sobre él y su equipo gubernamental que aparecen en Amadeo I. En ese mismo episodio y, sobre todo, en Cánovas se vitupera el talante conciliador y de «balanceo» de Sagasta, en contraposición flagrante con el apoyo prestado al mismo por el joven periodista en los artículos de La Revista de España.

Cuando Galdós comienza los Episodios Nacionales de las dos primeras series de 1873, la mentalidad política del novelista está ya conformada. Y va a seguir fiel a ella hasta la década del ochenta, ya que tanto estos Episodios como las novelas de tesis responden, según veremos, a la ideología política expuesta en los artículos de La Nación y La Revista de España.

Entre los numerosos personajes de los episodios de la primera serie (dadas las limitaciones de espacio que comporta la publicación de este trabajo) vamos a reducir nuestra reflexión a tres, que elegimos por su valor paradigmático y en los que podemos advertir una proyección de los ideales políticos y sociales del novelista. En primer lugar, impresiona el tratamiento degradante de la figura del clérigo guerrillero (recordemos las críticas al fanatismo clerical de los curas guerrilleros carlistas en los artículos) representada por Mosén Antón Trijueque, hombre brutal, «cuya facha no podía mirarse sin espanto», y cuya ferocidad y fanatismo («bestia heroica de la guerra») le convierten en un ser repulsivo, indigno de su profesión religiosa. Enfrentado al Empecinado, se pasa a los franceses que le desprecian, tras lo cual acaba suicidándose. Galdós fustiga en este personaje la falta de espíritu humanitario («eres una jiena salvaje», le dice El Empecinado), el orgullo, la envidia, la insolidaridad e indisciplina del clérigo, defectos que entorpecen la convivencia y la acción militar y política de la partida, en definitiva, del país. Y, sobre todo, critica el hecho de posponer o manipular la religión al servicio de unos ideales políticos o de unas aspiraciones personales marcadas por instintos primarios insatisfechos, tal como se desprende de la propia confesión del clérigo.61 Esta misma acusación lanzará contra los clérigos carlistas.

La segunda figura es la de Santorcaz, el revolucionario afrancesado, que nos recuerda a Martín Muriel con quien tiene tantas coincidencias: anticlerical como él, enemigo de la nobleza y, como aquél, enamorado también de una aristócrata. En su charla con Araceli le dice sobre su participación en los sucesos de la Revolución Francesa: «Yo era de los más frenéticos. Toda la sangre derramada me parecía poca para reformar una sociedad que no era de mi gusto y estimaba lo mejor hacerla desaparecer en la guillotina, dejando a Dios el cuidado de hacer otra nueva». Sin embargo, el final de este personaje no va a ser un trágico fracaso como el de Muriel, atrapado en la demencia de su resentimiento, sino que será redimido por el amor de su hija. Antes de morir hace una reflexión sobre su vida, rechazando sus grandes errores («mi pecho ha respirado venganza y aborrecimiento por mucho tiempo [...]; he querido conquistar con el terror y la fuerza lo que a mi entender me pertenecía; he tenido más fe en la maldad que en la bondad de los hombres [...]; he vivido en la perpetua cólera») y asimilando la enseñanza de «dos virtudes consoladoras del corazón: la caridad y la prudencia».62

  —22→  

El tercer personaje es, precisamente, el protagonista de la serie, Gabriel Araceli, el «pícaro» joven que, surgiendo de una esfera social deprimida, servidor de personajes encumbrados en la Corte de Carlos IV, participa en los escenarios de batalla de la guerra de Independencia y acaba de oficial del general Wellington.63 Él termina siendo un modelo de conducta («acordaos de Gabriel Araceli, que nació sin nada y lo tuvo todo») de la clase social burguesa, cuyos valores ha asimilado y representa: sentimiento de patria, concepto del honor burgués, amor al orden y espíritu de trabajo, como medios de progreso:

y con esto y un trabajo incesante y el orden admirable que mi mujer estableció en mi casa [...] adquirí lo que llamaban los antiguos aurea mediocritas, viví y vivo con holgura; casi fui y soy rico...64



La primera serie de los Episodios incide en la condenación de la violencia, en sus formas de reacción o de revolución, como conducta política. Por el contrario, se potencia la moderación y un mundo de valores propio de las clases medias y de la burguesía, grupo social cuyos intereses en política estaban representados por los partidos que habían traído la revolución del 68 y cuya estabilidad era amenazada por los extremistas de uno y otro signo.65

Instituto Ramiro de Maeztu. Madrid





Anterior Indice Siguiente