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ArribaAbajoMisericordia, una reflexión sobre la creación novelesca

Nicole Malaret


El argumento de Misericordia155 puede resumirse en estos términos: una criada vieja, Benina, recurre a la mendicidad para socorrer a su antigua ama arruinada, pero, para evitarle el bochorno de tal «deshonra», oculta la fuente de sus recursos, y finge estar empleada con un rico sacerdote, llamado don Romualdo. Se convierte éste en el tema de las conversaciones de ambas mujeres, y a fuerza de descripciones y comentarios acerca del clérigo imaginario, la propia Benina empieza a creer en su existencia efectiva. En varias ocasiones oye hablar del generoso prelado, hasta que llega un día en el que cree reconocerlo por la calle. Más adelante, la dueña, doña Paca, hereda una fortuna de un pariente, y quien le lleva la noticia es el caritativo don Romualdo. Al hacerse rica, abandona a su criada, quien ahora se refugia en una choza de la carretera de Toledo, en compañía de un ciego leproso, compañero de los malos tiempos, al que cuida... Allí viven los dos en paz y tranquilidad, gracias precisamente a la ayuda que cada día les proporciona don Romualdo...

A través de este argumento, Galdós representa su propio acto de escritura. A través de la «invención» de Benina, asistimos efectivamente a la creación y elaboración de una novela, cuyo mecanismo nos desmonta Galdós para mostrarnos cómo se crea la ilusión de realidad. En el diálogo real que se establece entre Benina y doña Paca, vemos al autor escuchándose en su interlocutor, elaborando con él su novela, y calculando así, en esta asociación y connivencia, los límites de su poder. En la turbación de Benina frente al personaje que inventa, vemos la interrogación de Galdós sobre su acto de creación, sobre el misterio que contiene, reflexiones éstas que lo acercan a menudo a los escritores modernos.

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La «novela» de Benina nace ante nuestros ojos y se elabora a partir de un personaje cuyos primeros atributos vienen impuestos por los motivos de su creación: «un señor eclesiástico... tan piadoso como adinerado» (p. 73). Atributos que constituirán la base indispensable para el funcionamiento de su invención. A continuación, Benina bautiza al rico bienhechor: «bautizó al fingido personaje, dándole, para engañar mejor a la señora, el nombre de don Romualdo» (p. 73). Pero aún no sabe qué rumbo tomará su relato ni qué otros personajes serán creados: todo se llevará a cabo progresivamente, de por sí, conforme a las exigencias impuestas por la ilusión de realidad, pero también según la demanda y avidez de su interlocutora.

Así pues, y como es natural, Benina se esfuerza por dotar a su personaje de asideros en la realidad que lo hagan digno de crédito ante doña Paca. En   —90→   primer lugar lo dota de una densidad temporal, y así, se refiere a su pasado al indicarnos su procedencia (es alcarreño), o al crearle una familia: tiene hermanas y sobrinas. De sus hermanas tan sólo conoceremos a una de ellas: doña Josefa, y de entre sus sobrinas, se nos dará a conocer a la mayor, doña Pagros, «la que tartamudea y padece de temblores» (p. 75) y a otra «que tiene el pelo entrecano y bizca un poco» (p. 75).

Benina provee también a su personaje de un presente, gracias a las escenas en familia. Reina en su casa un sentido familiar que toma cuerpo con la comida del día de su santo. Durante el banquete los comensales intercambiarán numerosas informaciones, destinadas en realidad a doña Paca-lector, que van a permitir que el porvenir del personaje se introduzca dentro del relato: «-Pues ya suena el runrún de que van a proponerle; sí, señora, obispo de no sé qué punto, allá en las islas de Filipinas» (p. 74). Y más adelante: «-Pero la hermana, doña Josefa, dice que venga la mitra, y sea donde Dios quisiere, que ella no teme ir al fin del mundo con tal de ver al reverendísimo en el puesto que le corresponde» (p. 75).

La importancia de tales asideros en la realidad es capital, y Galdós los subraya a lo largo de todo el relato, salpicando cada conversación de las dos mujeres con comentarios sobre la creciente credibilidad del personaje que se está elaborando. Así, a raíz de las hipótesis que la familia lanza sobre la carrera y accesión al obispado de don Romualdo, advierte Galdós: «No pasó de aquí la conversación referente al imaginario sacerdote, a quien doña Paca conocía ya como si le hubiera visto y tratado, forjándose en su mente un tipo real con los elementos descriptivos y pintorescos que Benina un día y otro le daba» (pp. 75-76).

De igual modo, Benina instala a su personaje dentro de una topografía conocida. Se citan algunas calles de su barrio, donde se hallan los comerciantes, lo que supone otra forma de situarlos: así el carnicero es Sotero Rico, muy conocido, al parecer, de toda la gente del barrio.

Todos estos elementos sirven para autentificar el relato y quitarle todo carácter ficticio.

Igualmente se precisa la inserción del personaje en una esfera social dada. Sabemos que este clérigo rico y generoso es «cura en San Sebastián» (p. 48). Su riqueza explica que tenga servidumbre («Tiene zagala para su servicio» (p. 81) y que reine la abundancia en las comidas que se sirven en su casa.

Estos elementos van a originar descripciones y enumeraciones en las que el lector reconocerá una realidad, como ocurre con el menú de la comida servida el día del santo de don Romualdo, que Benina describe con lujo de detalles para subrayar el efecto de realidad, y ante el que doña Paca declara eufórica: «parece que me he comido todo eso de que has hablado...» (p. 49). Así pues, la abundancia de las descripciones aparece como un elemento importante de credibilidad. La avidez de doña Paca es, a este respecto, significativa, y Benina consagra todos sus esfuerzos en ocultar los hilos de la patraña:

«-Todo lo que le diga es poco.

-Cuéntame: ¿qué les has puesto? -preguntó ansiosa la señora, que gustaba de saber lo que se comía en las casas ajenas-. Ya estoy al tanto. Les harías una mayonesa» (6. 48).

Siempre quiere saber más, y así, a continuación, pregunta de sopetón:

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«-Cuéntame más. ¿Y un buen solomillo, no pusiste?» (p. 49).

Más adelante comenta Galdós: «le pedía noticias de él y de sus sobrinas y hermanas, de cómo estaba puesta la casa y del gasto que hacían; a lo que contestaba Benina con detalladas referencias y pormenores, simulacro perfecto de la verdad» (p. 73).

Como vemos, el lector no se conforma con informaciones sucintas. No acepta procedimientos dilatorios, puntos suspensivos ni elipsis. Exige detalles y precisiones, y el novelista debe someterse empleando para ello una vivacidad y una fecundidad que Benina posee en grado sumo y que Galdós subraya con insistencia.156

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De modo que la novela va elaborándose en forma progresiva dentro de una dinámica de interlocución que ponen muy claramente de manifiesto las confrontaciones entre Benina y doña Paca. Dentro de esta confrontación es donde surge la verosimilitud, fruto de una sabia dosificación que sólo llega a establecerse cuando el autor se escucha en su interlocutor.

Como parece dejarse llevar por la tentadora enumeración de los manjares que pretende haber servido a su amo, Benina se siente obligada a justificar «a posteriori» semejante abundancia: «Son el diantre los curas, y de nada se privan» (p. 49). Ni descripción injustificada, ni detalle gratuito. Así pues, nos enteramos de que doña Pagros es experta en cocina («quedaba en la cocina...; que lo entiende, crea usted que lo entiende tanto como yo o más...» [p. 81]), gracias a lo cual Benina puede ausentarse y justificar de este modo su encuentro en la puerta de San Sebastián con don Carlos Moreno Trujillo, pariente de su ama. Muchas páginas más adelante (p. 162), sabremos que la hermana de don Romualdo, doña Josefa, tiene mal genio cuando este detalle resulte necesario a Benina: ¿cómo justificar si no, ante doña Paca, que don Romualdo se niega a prestarles dinero? Sólo la intervención de la hermana arisca puede hacer verosímil tal rechazo.

Por su parte, doña Paca no deja de subrayar las incoherencias del relato de su sirvienta, de llamarla al orden e incluso de acosarla con preguntas:

-¿Dices que a las doce y media? ¡Pues si a esa hora estabas tú sirviendo el almuerzo a don Romualdo!...

-Pero ¿no dije a usted que cuando ya habían puesto la mesa faltaba una ensaladera y tuve que ir a comprarla de prisa y corriendo a la plaza del Angel, esquina a Espoz y Mina?

-Si me lo dijiste, no me acuerdo. Pero ¿cómo dejabas la cocina momentos antes de servir el almuerzo?

-Porque la zagala que tenemos no sabe las calles y, además, no entiende de compras. Hubiera tardado un siglo, y de fijo nos trae una jofaina en vez de una ensaladera... Yo fui volando, mientras la Pagros se quedaba en la cocina..., que lo entiende, crea usted que lo entiende tanto como yo o más... En fin, que me encontré al vejestorio de don Carlos.

-Pero si para ir a la calle de la Greta a Espoz y Mina no tenías que pasar por San Sebastián, mujer.

-Digo que él salía de San Sebastián. Le vi venir de allá, mirando al reloj de Canseco. Yo estaba en la tienda. El tendero salió a saludarle. Don Carlos me vio; hablamos...

-Y ¿qué te dijo? Cuéntame qué te dijo.


(pp. 80-81)                


Esta coherencia y esta lógica suponen para el autor estorbos que, a veces, siente tentaciones de desechar. Pero ahí está el lector para preservarlas, exigiendo   —92→   no sólo detalles y precisiones sino también una verdad coherente. Tanto es así que el autor se siente cada vez más prisionero de los trazos iniciales de su relato, que no debe traicionar. Las exigencias que en un primer tiempo venían impuestas desde el exterior vienen a estarlo del interior: el personaje adquiere cada vez mayor consistencia y no se deja manipular fácilmente. El esquema inicial impone sus condiciones y no admite otra evolución que la que sea lógica e integre los elementos constitutivos del personaje.

Así pues, la imaginación ya no basta. La facultad de concebir no es nada sin la memoria y sin una capacidad de elaboración y de construcción para exponer y desarrollar: «Su mente, fecunda para el embuste, y su memoria felicísima para ordenar las mentiras que antes había dicho y hacerlas valer en apoyo de la mentira nueva, la sacaron del apuro» (p. 81).

Por último, la presencia del novelista en el relato, encarnado en uno de sus personajes, aparece también como un factor esencial de credibilidad. Benina, criada de doña Paca, se confunde con un personaje de su ficción: Benina, cocinera y asistenta de Don Romualdo. La primera enumera los platos que la segunda pretende haber servido: «Lo primero un arroz, que me quedó muy a punto. ¡Ay, Señor, cuánto lo alabaron! Que si era yo la primera cocinera de toda la Europa..., que si por vergüenza no se chupaban los dedos» (p. 48). Comenta los sucesos o situaciones inventados: «una pepitoria que ya la quisieran para sí los ángeles del cielo» (p. 48). Revela los pensamientos de los personajes imaginados: «que ella (la hermana) no teme ir al fin del mundo con tal de ver al reverendísimo en el puesto que le corresponde» (p. 75).

Este es su mejor medio para justificar sus declaraciones y dar mayor autenticidad a sus palabras.

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Como consecuencia de estas disposiciones particulares, la creación organiza relaciones de fuerza: Galdós concibe la creación como un poder, que, como hemos visto, se ejerce en primer lugar sobre lo creado, pero que, en realidad, se extiende mucho más allá hasta lo exterior a la ficción: el lector. El lenguaje empleado por Galdós no es neutro: «exponer mentiras» (p. 49), «armó el enredo de que...» (p. 73), «para engañar mejor...» (p. 73), «su mente fecunda para el embuste...» (p. 80). Este vocabulario revela el sentimiento, tal vez inconsciente, de una relación de fuerza en favor del autor: relación de engañador a engañado, o de dominador a dominado: «Doña Paca digería fácilmente los piadosos engaños que su criada y compañera le iba metiendo en el cuerpo» (p. 74).157

No por ello se resigna doña Paca a aceptarlo todo a cierra ojos, sino que, dentro de los límites que le impone su criada, ejerce su imaginación: «Habrás tenido que dar un almuerzo. Ya me lo figuro...» (p. 48). Hasta se da a la especulación cuando trata de encontrarle una continuación a la novela de Benina: «Hasta podría suceder que lo que creemos un mal fuera un bien, y que el buen don Romualdo, al marcharse, nos dejara bien recomendadas a un obispo de acá o al propio Nuncio...» (p. 75). Pero Benina conserva el control y quiere atajar estos devaneos, ella es quien tiene la batuta: «en fin allá veremos» (p. 75).

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A través de la relación entre doña Paca y su criada, observamos que Galdós no concibe al lector como algo pasivo, sino a alguien que trata de liberarse de un autor que se impone dirigiendo los acontecimientos en una u otra dirección, dando su propia versión y proyectando su propia personalidad y sus preocupaciones. El lector intenta adivinar y descubrir los propósitos del autor y, por medio de sus intervenciones intempestivas, asume provisionalmente la función del autor y engendra la obra que él mismo lee al introducir en ella su propio deseo. Pero ahí está el autor, siempre presente, decidido a no dejarse suplantar. Igual que la escritura, la lectura es a un tiempo ejercicio de una libertad y ejercicio de un poder.

Sin la capacidad de representación del lector, lo escrito no cobra efecto. Doña Paca conocía a Don Romualdo «como si le hubiera visto y tratado, forjándose en su mente un tipo real con los elementos descriptivos y pintorescos que Benina un día y otro le daba» (p. 75). Esta aptitud depende de la capacidad de asimilación y de reconstrucción de quien lee. Sin la cooperación y la adhesión del lector que se proyecta e identifica, que se apasiona y trata de adivinar, el relato pierde todo su sentido.

Pero el principal poder del autor no reside en inventar, elaborar e imponer una ficción, sino que consiste en percibir y restablecer una verdad: «ya no se apartó de su mente la idea de que el benéfico sacerdote alcarreño no era invención suya, de que todo lo que soñamos tiene su existencia propia y de que las mentiras entrañan verdades» (p. 250). Tras las palabras de Galdós y más allá del sentimiento de su penetración y de su conocimiento de los demás, más allá de su clarividencia, adivinamos la tentación de la videncia. La encarnación de don Romualdo es antes que nada una demostración: los personajes son tan parecidos a la realidad que fácilmente podría encontrárselos por la calle: «y pensaba si por milagro de Dios, habría tomado cuerpo y alma de persona verídica el ser creado en su fantasía por un mentir inocente, obra de las aflictivas circunstancias» (p. 246).

El autor presiente, adivina y transpone: su «mentira»158 es una realidad transpuesta y reorganizada. Comparando ambos don Romualdos, advierte Benina que el segundo «concordaba con el que ella, a fuerza de mencionarlo y describirlo en un mentir sistemático, tenía fijo en su caletre» (p. 249).159 Su «invención» se funda en una realidad, de la que ha tenido la intuición aguda y lúcida, y que, por consiguiente, contiene una verdad o sirve de revelador a la realidad.

Gracias a su inquietante experiencia, Benina queda convencida de que su palabra, sin ser presagio del porvenir, bien puede ser una intuición, una advertencia o una premonición: «Y ya estoy segura, después de mucho cavilar, que no es el don Romualdo que yo inventé, sino otro que se parece a él como se parecen dos gotas de agua. Inventa unas cosas que luego salen verdad, o las verdades, antes de ser verdades, un suponer, han sido mentiras muy gordas... Conque ya lo sabe» (p. 338).

La novela puede revelar indirectamente no sólo una verdad sicológica sino también otra social y política. Puede ser la prefiguración de acontecimientos que se produzcan más adelante.160 ¿No se halla aquí el reconocimiento por parte de Galdós del carácter potencialmente subversivo de la novela?161

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Este don de adivinación va a provocar en el autor dudas e inquietud. Galdós destaca la confusión y la perplejidad de Benina al enterarse de que su personaje ha venido a llamar a la puerta de su ama: «...Benina, confusa un instante por la rareza del caso, lo dio pronto al olvido...» (p. 220). Pero he aquí que, a la mañana siguiente, un anciano le habla de un tal don Romualdo, generoso sacerdote que debía socorrerlo. Benina confiesa conocerlo «sintiendo de nuevo una gran confusión y vértigo en su cabeza» (p. 222). Traza su retrato el anciano, y ya no le queda duda de que se trata de su personaje. Así que informa al desgraciado, «más confusa, sintiendo que lo real y lo imaginario se revolvían y entrelazaban en su cerebro» (p. 223). Más adelante, una guardabarrera recoge a Benina y le cura las heridas, porque una pandilla de pordioseros inválidos y hambrientos ha tratado de lincharla. Esta mujer le aconseja pedir auxilio a «un señor muy piadoso que anda en estas casas de asilos; un sacerdote... que le llaman don Romualdo» (p. 243), con lo que crece en su interior la extraña confusión de lo real y de lo imaginario. De regreso a su casa, se entera de que, de nuevo, ha venido el clérigo en persona a preguntar por su ama: «Ya tenía Benina un espantoso lío en la cabeza con aquel dichoso clérigo, tan semejante, por las señas y el nombre, al suyo, al de su invención; y pensaba si, por milagro de Dios, habría tomado cuerpo y alma de persona verídica el ser creado en su fantasía por un mentir inocente...» (p. 246).

Y luego, una tarde en que anda pidiendo limosna, le parece reconocer por la calle a la sobrina de don Romualdo, y días más tarde, al propio sacerdote. Su estupefacción llega al paroxismo, duda de lo que ve y se niega a creer en sus poderes: «Lo había inventado ella, y de los senos oscuros de la invención salía persona de verdad, haciendo milagros, trayendo riquezas y convirtiendo en realidades los soñados dones del Rey Samdai. ¡Quiá! Esto no podía ser» (p. 306).

Por otro lado, cree cometer una doble falta: una para con Dios; para con la criatura creada, la otra. Tiene la impresión de sobrepasar sus derechos de simple mortal, y no es de extrañar si Dios, juzgando que se arroga uno de sus privilegios, la castigue. Ante la aparición de don Romualdo se siente profundamente culpable, deplora su audacia, «el atrevimiento de inventarle» (p. 250), y, arrepentida, implora su perdón: «si esto de aparecerse usted ahora con cuerpo y vida de persona es castigo mío, perdóneme Dios, que no lo volveré a hacer» (p. 250).

De igual modo, el autor acaba por sentir su facultad como misteriosa y un tanto alucinante. Se le antoja que no domina por completo su fuerza de creación ni el origen de esta disposición suya, y percibe confusamente la creación de un ser como algo abusivo.

Sin embargo, esta omnipotencia del autor tiene sus límites: Galdós siente que su personaje es capaz de escaparse, de tomar o de reclamar su libertad. Paulatinamente deja de pertenecerle. En Misericordia vemos, al comienzo de la «novela» de Benina, que doña Paca mantiene sus distancias: «tu don Romualdo», dice a Benina (p. 48). Pero poco a poco aquélla empieza a apropiárselo: «mi mayor alegría hoy sería saber que a don Romualdo me le hacían obispo» (p. 74). A continuación, cuando el personaje comienza a vivir realmente, siente un malestar y pasa al plural como si notara que se le está escapando: «me parece que tendremos que hacer un obsequio a nuestro don Romualdo...»   —95→   (p. 181). Benina, por su parte, se interroga y quisiera interrogarlo: «Dígame si es usted el mío, mi don Romualdo u otro que yo no sé de donde puede haber salido...» (p. 250). El personaje ya ha dejado de pertenecerle, y ha obtenido la libertad: «ya no se apartó de su mente la idea de que el benéfico alcarreño no era invención suya...» (p. 250).

Se trata incluso en este caso de un acto de oposición manifiesta por parte de don Romualdo: ir a quejarse de haber sido creado. La actitud de don Romualdo en son de protesta puede ser la representación de un fantasma del autor, al que viene a turbar su poder un tanto diabólico: «¿y si ahora, el don Romualdo que acabamos de ver nos resultase... una creación de la hechicería o de las artes infernales..., vamos, que se nos evaporara y convirtiera en humo, resultando todo una ilusión, una sombra, un desvarío?...» (p. 273).

De este modo, podemos interpretar la encarnación de don Romualdo como la expresión del delirio del autor por encontrar a uno de sus personajes. ¿Sorpresa maravillosa, deseada inconscientemente... o temida? La confusión de Benina frente al don Romualdo real puede ser igualmente la representación, inversa, de otra turbación: el estupor crónico del autor que de pronto se da cuenta de que ese ser que, progresivamente, se ha vuelto tan real en su mente no existe, de que la ficción no es realidad.

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Vemos así que Galdós concibe la ficción como reveladora de la realidad. La ficción nunca es totalmente ficción: siempre contiene algo de realidad. Esto pone de manifiesto el papel didáctico que Galdós atribuye a la novela, sin por ello olvidar su carácter un tanto profético o denunciador. Tan interesante es en Misericordia la relación con la ficción como la relación con la realidad. De igual modo que don Romualdo ha podido ser una excusa, el asunto de la novela puede ser un simple pretexto.

Université de Lyon II



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