Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice Siguiente


Abajo

Análisis de la Constitución española

Carl Ludwing von Haller




ArribaAbajoEl editor a los lectores

Peligrosa ciertamente era la época en que llegó a mis manos este escrito, que reservé con toda cautela entre afanes y sustos, y que pasada ya la tormenta tengo la satisfacción de ofrecer a la luz pública. Es de admirar que en los años anteriores al de 1820 un extranjero domiciliado en un país remoto y a quien debe presumirse poco versado en el conocimiento de nuestros usos y costumbres, haya descrito con tanto acierto y exactitud las contradicciones palpables, que se encuentran en el llamado código fundamental; haya desentrañado el verdadero objeto que se propusieron los fundadores del pretendido sistema constitucional; y haya finalmente previsto, anunciado y detallado las resultas y consecuencias, que bien a costa nuestra ha producido. Conozco que en la extensión de tan útiles ideas no ha sido tan feliz su autor Mr. Haller, que su lenguaje y perspectiva correspondan a su fondo y solidez; tampoco se me oculta, que la traducción no será acaso la más exacta, y que habrá perdido gran parte de su nervio y vigor desde su original alemán a la versión en lengua francesa, y después en la castellana; mas todos estos defectos disimulará el sensato lector reconociendo en esta obra más el celo y deseo del acierto, que los exteriores adornos. Otra pluma española, sabia y versada en nuestra antigua legislación, policía y diplomacia podrá muy bien fundar sobre cimientos más sólidos, y manifestar al pueblo español los vicios de que adolece la decantada Constitución que se promulgó en Cádiz, a fin de que reconociéndolos sepa despreciarlos y fomentar por todos títulos la verdadera fidelidad al monarca, a las legítimas autoridades y a las dignas leyes, que bien meditadas y cumplidas sean sus delicias y formen la felicidad de la nación española.




ArribaAbajoPrefacio del autor

La primera parte de esta obra, que comprende el análisis de las Cortes, se compuso en 1814, época en que llegó a mis manos esta pieza. Otras ocupaciones literarias me impidieron acallar mi trabajo. Esta Constitución, anulada al regreso del Rey, había perdido con el atractivo de la novedad toda especie de interés; parecía haber caído en un profundo olvido, cuando al cabo de seis años, circunstancias de que todos los pormenores no están todavía suficientemente sabidos, han forzado al Rey a darla una sanción legal. En el día se trabaja para ponerla en ejecución, y he creído que no sería inútil volver a tomar esta exposición, refiriéndola a las circunstancias presentes, y añadiendo algunas reflexiones sobre los efectos que ha producido y que producirá todavía, y sobre los únicos medios verdaderos de combatir y vencer la revolución; es decir, de restablecer el orden social y el reposo en Europa. Los sucesos que han pasado desde que he puesto la última mano a este escrito y se ha hecho su impresión, han confirmado ya de un modo palpable lo que había anunciado en él. Es igualmente claro en el día que los jacobinos de España, como todos los otros, de ningún modo se atienen a su Constitución y a las disposiciones que encierra; y que sólo tratan de hacer triunfar sus principios, y elevarse a este efecto con sus adherentes a la soberanía, esto es, a la posesión exclusiva del poder supremo. Todos sus decretos y sus reglamentos, sus proclamas y sus instrucciones para las próximas elecciones no tienen otro fin que éste, y por otra parte son otras tantas pruebas de un temor que en vano se procura ocultar. En despecho de la Constitución, de que ni una coma debe mudarse en el espacio de ocho años, y que no exige para todas las plazas sino la cualidad de español y la edad de veinticinco años, todos los religiosos y todos los miembros de las cuatro grandes órdenes militares acaban de ser privados de la facultad de concurrir a las elecciones, o de ser elegidos, para las Cortes, y mientras se excluyen de este modo los hombres más considerados y más instruidos que tiene España, se admiten sin dificultad los eclesiásticos desterrados; esto es, a los que se han hecho traidores y perjuros a su Estado; a los profesores seculares, a quienes se suponen sin duda principios más liberales, y entre los cuales los hermanos y amigos confidentes están ya probablemente designados; en fin, a los miembros de las Cortes de 1812, que llegaron después a los empleos de la alta administración; empleos, que siendo de nominación del Rey, deberían alejarlos de las elecciones. Por último, van más lejos todavía que los jacobinos franceses, sus predecesores; empiezan por un decreto según el cual todos los que rehúsen aceptar su Constitución, o que la acepten con restricciones o protestas contrarias a su espíritu, es decir, al espíritu de la revolución, serán destituidos de sus plazas y dignidades, privados del derecho de ciudadanos y desterrados del territorio español. Si este decreto, que a la verdad ha sido en tiempos realizado de hecho de esta parte de los Pirineos, viene a ejecutarse con rigor, influiría más para despoblar la España que diez expulsiones de moros. Mientras tanto yo le miro como una verdadera felicidad, pues que acaba de descubrir a la secta, separa a los hombres de bien de los malvados, y debe producir la resistencia más fuerte, más viva y más positiva. Porque si las elecciones hubieran conducido a las nuevas Cortes a hombres de bien y verdaderamente ilustrados, seis votos habrían desaparecido delante de la mayoría de los que se dicen liberales, o bien habrían contraído poco a poco alguna cosa del veneno y contagio, y se habituarían al ejercicio de un poder ilegítimo; lo que serviría para que pasasen más fácilmente los decretos de algunos sofistas por la voluntad de la Nación. Mas supongamos que los soberanos legítimos expidiesen para su propia conservación semejantes decretos contra los jacobinos; esto es, que quisiesen privar de seis plazas, y de más dignidades, declarar destituidos de los derechos de ciudadanos, y desterrarlos de su país a los que representan como una usurpación, y que rehúsan reconocer, o que no reconocen sino en términos evasivos, equívocos y contrarios a su espíritu la ley fundamental del Estado, el poder y la independencia, que el soberano tiene de Dios mismo, los títulos de sus posesiones, los documentos de las convocaciones, que establecen sus relaciones con las diversas clases de sus súbditos; ¡qué grito de persecución, y de intolerancia se levantaría entonces en toda la Europa! ¡Eh, Cortes! Nuestros príncipes tendrían mejores fundamentos para tomar semejantes medidas, y quizá será preciso concluir con ellas, viendo que en último análisis los lobos, y las ovejas no podrán vivir largo tiempo en paz al lado los unos de las otras.

Para juzgar mejor la Constitución de 1812, no será inútil referir en pocas palabras lo que eran en el fondo esas Cortes de que hoy se hace tanto ruido. Las antiguas y legítimas Cortes de España no eran otra cosa que los Estados Generales, tales como deben ser según la naturaleza de la sociedad, compuestas como en todas partes de los tres órdenes, clero, nobleza y diputados de las ciudades, y cuyas asambleas fueron llamadas Curiae generales, Cortes. Las Cortes de nuestros días, al contrario, no son ni esos mismos Estados Generales, ni representantes elegidos, o provistos por la Nación. Ellos salieron de diversas juntas de innovación, que se habían constituido en las provincias en 1808, sin orden ni regla, para dirigir la resistencia del pueblo contra la invasión francesa, y cuyos jefes no habían ciertamente soñado entonces en una Constitución. Estas juntas, considerando la necesidad de un punto de unión para no ser batidos en detalle, formaron una Junta Central, compuesta de dos miembros de cada provincial, y se reunió en Sevilla en septiembre de 1808 después de la victoria conseguida contra el general Dupont. Los progresos de las tropas inglesas abrieron a esta asamblea por un momento las puertas de Madrid, donde tomó el título de Junta central de las Españas, y de las Indias; mas sus disensiones interiores, y sus medidas arbitrarias la atrajeron el odio de todos los partidos, y arrojada de Madrid por los ejércitos de Bonaparte se vio obligada el 24 de enero de 1810 por un tumulto popular a retirarse de Sevilla, y retirarse en la extremidad de España, en esa misma Isla de León, donde parece haberse conservado su espíritu. Allí tomó sin algún fundamento legal el título de Cortes generales y extraordinarias, y nombró una llamada regencia, a quien invistió de su poder, y a la cual la secta jacobina, celosa de contraer todos los acontecimientos a su provecho, procuró hacerla su instrumento. Las sociedades secretas, las juntas de sofistas, los abogados y escritores sin mérito, que han salvado a la España, como a la Alemania el doctor Sanh y sus escuelas gimnásticas, gentes sin mandato de parte del Rey ni de la Nación, pero ligadas con una facción influyente en las Cortes: tales fueron los autores de esta famosa Constitución, que hicieron decretar a fuerza de intrigas por esas mismas Cortes el 18 de marzo de 1812, y publicar por la regencia en nombre del Rey, prisionero entonces en Valanzay. No por sus esfuerzos, sino a consecuencia de las victorias de los ejércitos aliados en Francia, y de las del duque de Wellington en España, volvieron las Cortes a entrar en Madrid en enero de 1814. Temiendo una responsabilidad demasiado grave, y acostumbrados al poder soberano, quisieron continuar ejerciéndole, y tuvieron la arrogancia de declarar al Rey, que regresaba de Francia, que la Nación no le prestaría socorro y obediencia hasta después de haber jurado la Constitución. Mas Fernando VII no se detuvo por esta insolente intimación; y encontró a la Nación muy de otra manera dispuesta. Sostenido por el valiente general Elío, que por esto es en el día el objeto de las persecuciones furiosas de los jacobinos, y puesto a la cabeza de un ejército fiel de 40.000 hombres, dio aquella célebre y admirable declaración de Valencia, en que con aplauso universal de la Nación anuló como incompetentes e ilegales la Constitución, y todos los decretos de las Cortes, que sin duda permanecerían aniquilados si el Gobierno hubiese empleado más vigilancia y firmeza. En fin, está probado por un documento notable publicado en un diario de Madrid titulado Atalaya de La Mancha del 13 de mayo de 1814, dos días antes de la entrada del Rey, que estaba muy lejos de ser esta Constitución el último término de las maquinaciones de la tribu de sofistas españoles, y que sólo estaba destinada a preparar el camino a nuevos trastornos. Ved el artículo en cuestión de este diario1. También los primeros golpes de ensayo del partido tuvieron, como observa la Atalaya, todo el suceso deseado. La Inquisición fue abolida, aunque ya en nuestros días no conservaba nada de su antigua severidad, ni casi se ocupaba en otra cosa que en la censura de los libros peligrosos, y aun la misma Nación deseaba su permanencia. Los obispos más respetables fueron desterrados, y el resto amenazado de la misma suerte en caso de oposición al sistema anticristiano. La cabeza de la Iglesia fue excluida del territorio español en la persona de su representante en el trono; y todos los enemigos de la religión, los sectarios y los ateos, fueron el objeto de una protección particular. Tales medidas, unidas a la especie de conspiración secreta de que acabamos de hablar, hacen ver bastante el motivo por el que juzgó el Rey a propósito seguir a su regreso un sistema enteramente opuesto, no pudo reconocer en esos sofistas por los salvadores de la España, ni por amigos de su trono. También se comprende ahora por qué se desataron tanto contra el autor de la Atalaya, aun los diarios alemanes. Los hermanos y amigos habrían indicado que no era un enemigo que se debía despreciar, pues que había descubierto los misterios del partido. Esta secta amenaza a todos los Estados, y a la sociedad entera; les prepara a todos las mismas calamidades. No nos cansemos, pues, de combatirla, y si Dios nos presta su socorro, de destruirla.

Berna, 1.º de mayo de 1820.




ArribaAbajoExtracto del periódico publicado en Madrid, titulado Atalaya de La Mancha, el 12 de mayo de 1814

En nuestros números 1, 2, 3, 4, 5, 6 y 7 del mes último habéis visto la Constitución secreta que los facciosos habían redactado (que nadie se ha atrevido a poner en duda su existencia). No pudimos entonces, por los motivos que hemos expuesto, publicar sus últimos artículos, y a la letra son del tenor siguiente:

Artículo 38. A medida que esta Constitución empiece a realizarse, los miembros de la convención procurarán preparar al pueblo a deshacerse de su Rey.

Artículo 39. A este efecto se hablará sin cesar del derecho imprescriptible de igualdad, bajo el cual hemos nacido todos: Que la Nación no debe ser comandada sino por aquel que ella elija, y del modo que quiera; que el reino hereditario es una usurpación; que la igualdad es de derecho para cada ciudadano; que el mando de una Nación debe ser alternativo para todos cada año, del mismo modo que el mando de una ciudad o de una villa. Que entonces no se verán ya los déspotas tiranizar a los pueblos, ni a los usurpadores que les oprimen con las contribuciones que ellos se apropian para vivir en la sociedad y en el vicio2. Que la distinción sacerdotal es también otro atentado a la libertad del hombre. Que el infierno con que se le quiere amedrentar para turbarle en sus placeres3, y para atarle fuertemente a la columna de la arbitrariedad no es otra cosa que un fantasma inventado por la superstición, que no halla otro apoyo para mantenerse en sus distinciones y en su ociosidad4.

Artículo 40. Después de haber llevado este plan al punto de madurez, y haber extendido completamente estas ideas, sea verbalmente, sea por escrito, se procurará formar regimientos, compuestos de jóvenes penetrados, y nutridos de estas mismas ideas, comandados por individuos de nuestra asociación, bien dispuestos a apoyar, en caso de necesidad, por la fuerza, y a dirigir los últimos pasos que deben conducir a nuestra felicidad5.

Artículo 41. Enseguida se repartirán proclamas análogas; y en un día convenido se caerá al mismo tiempo sobre el Rey o sobre la regencia, y sobre todos los ministros de la superstición6; se proclamará la libertad y la igualdad, y se invitará a los pueblos a elegir un director nacional para el año, y asimismo a formar una Constitución que debe en lo sucesivo hacer las delicias y la felicidad del hombre libre7.

A fin de realizar tan horrible plan, así continúa la Atalaya, han juzgado indispensable formar, aunque sin poder alguno de los pueblos, una Constitución pública para trillar el camino de la otra. A este efecto han imaginado, después de más de un año de continuas discusiones en sus clubs nocturnos, el formar la que no es otra cosa que una copia escandalosa de la Constitución de la Asamblea Nacional de Francia, de los años 1789, 1790 y 1791, creada para abolir la Religión, destronar al Rey, y encadenar al pueblo a quien llaman soberano; y han tenido la audacia de presentárnosla como una complicación de nuestras católicas y sabias leyes.






ArribaAbajoDe la Constitución de las Cortes de España

Se ha esparcido hasta en nuestras montañas un folleto, intitulado: Constitución política de la Monarquía Española, promulgada en Cádiz el 19 de marzo de 17928, precedida de la exposición de las cortes, encargada de presentar el proyecto de Constitución; traducida del español al francés por E. Núñez de Taboada, director de la interpretación general de las lenguas. París 1814, pág. 102, en 8.º Gracias a Dios: hasta ahora no se había puesto en ejecución este proyecto. Bastó para aniquilar el pretendido resultado de la voluntad general una proclama que expidió el Rey a su regreso al reino, que toda la nación aplaudió: del mismo modo, que en los modelos donde se ha vaciado, se ha seguido el camino de todo aquello que, no estando fundado en la naturaleza, sale del capricho de los hombres, y sólo queda impreso en el papel. Se han visto sin duda algunos que no han sabido ocultar su despacho en la pérdida de este corto esfuerzo que habían ensayado el jacobinismo y las luces políticas de nuestro siglo; de lo cual se han quejado en ciertos diarios de un modo bastante inteligible; y según ellos había perdido la nación española en estos fabricadores de constituciones los hombres más distinguidos, más ilustrados, más difíciles de reemplazar para la administración del reino9. Pero, ¿son fundadas estas quejas y estas esperanzas? El examen detenido y un poco profundo de esta Constitución nos lo hará conocer. Merece, pues, este examen, no por sí misma, sino como un monumento notable de la ciencia del siglo, como una prueba plausible del imperio inaudito que han usurpado los falsos principios filosóficos, aun en el país y en circunstancias que parecían menos propicias. ¿A dónde, pues, irá a establecerse el jacobinismo? Jamás se cansa en sus experiencias, de todo se apodera, quiere aprovechar todos los acontecimientos, y aun cuando sea vencido en alguna parte, menos todavía por los hombres que por la naturaleza de las cosas, le vemos levantarse en otra con la misma arrogancia.

La exposición que precede al proyecto renueva la memoria de las de Condorcet y otros Solonez de su especie. No se dice una palabra ni de las circunstancias que hayan concurrido para tratar este asunto, ni de la invasión de España por los ejércitos de Bonaparte, ni de cuatro años de guerra; ni de la ausencia del Rey; consideraciones que, sin embargo, habrían podido influir alguna cosa sobre la Constitución. Los filósofos no se embarazan con tales bagatelas: impasibles en medio del hierro y del fuego sólo piensan en el orden metódico de un sistema. «La Comisión (así principia la exposición) encargada por las Cortes de extender un proyecto de Constitución para la nación española somete al augusto Congreso, el fruto de sus meditaciones». Después, para captar la benevolencia pública de un modo a la verdad bastante común, añade: «que la importancia y la gravedad de una empresa tan grande la habría por fin desanimado, sino hubiese contado con las luces de los otros diputados de las Cortes para allanar todas las dificultades». Sin embargo, no parece muy sincera esta modestia, porque se da a entender después (Título IV: Del Rey) que la contextura de la Constitución debe ser obra de una sola mano, su forma y su disposición la de un solo y mismo operario. Otro modo mucho más discreto de captar la benevolencia es la aserción, varias veces repetida, de que esta Constitución no contiene nada de nuevo en cuanto a la sustancia o su fondo, y que sólo hay de nuevo la distribución metódica de las materias para formar de ellas una unión sistemática. En otras cosas antiguas se requiere que toda la nación española de los dos hemisferios, inclusas las islas del mar Atlántico y del mar Pacífico, no solamente han formado en todos tiempos un cuerpo de Estado (o una corporación) sino que ha sido también soberana e independiente, y por consecuencia ha estado investida de la dignidad real. Este pretendido principio de la soberanía nacional, dice, está consignado en los códigos de España del modo más auténtico y más solemne, y el expositor le considera como incontestable, y de una irrefragable autenticidad (Título IV: Del Rey). Para justificar esta aserción no se alega ningún hecho, ningún texto de ley cualquiera, pero a la manera de los filósofos se violenta a la Historia de España hasta forzarla a dar en despecho suyo falsos testimonios en favor del jacobismo. Que en el tiempo de los reyes godos, entre quienes, sin embargo, la sucesión hereditaria fue también la regla primera y general, o bien en alguna época posterior después de la extinción de la dinastía reinante, se han suscitado guerras intestinas entre los grandes del reino; que en esta lucha un rey fue arrojado de su trono; otro fue reconocido por el voto libre los grandes; o que en fin se ayudó a un tercero a ponerle en posición de su derecho; de aquí concluye nuestro autor que toda la nación española era soberana, y que elegía a su Rey como una ciudad del imperio elige sus magistrados. El Rey ha consultado a los grandes de su reino en ciertas ocasiones importantes, ya sea para obtener su consejo, o ya para asegurarse de su celo y de su obediencia: se sigue de esto claramente, según el mismo autor, que los representantes de la nación estaban revestidos del poder legislativo, y que hacían darse cuenta de su gestión por el último funcionario público. Se ha exigido de los reyes que no atentasen a la propiedad de otro (lo que a la verdad es un precepto de la ley natural) y que por consecuencia se contuviesen en la regla de sus propios dominios, o de súbditos voluntarios, sin establecer impuestos arbitrarios. Nuestro autor ve en esto una prueba palpable de que se les daba la ley y las órdenes como a los sirvientes. Cuando Fernando e Isabel triunfaron de la usurpación de los grandes, o en otros términos, cuando recobraron su propia libertad, el expositor llama a este suceso un aniquilamiento de todas las instituciones liberales; entonces según él desapareció la libertad, y pesó sobre la España el yugo de la esclavitud, y en esta vergonzosa sumisión perdió hasta la idea de su propia dignidad (Título IV: Del Rey). Sin embargo, nos engañaríamos en creer que el autor, siendo quizá un Grande de España y como un otro Syney, no reconoce en efecto sino a los grandes varones y a los miembros del alto clero, como representantes de la Nación; aunque en este sistema quedaría que examinar si fueron estos mismos Grandes alternativamente criados de sus súbditos, y si debieron ser elegidos por éstos. Pero no; sólo quiere admitirlos provisionalmente en esta cualidad, tiene ideas más liberales, y su idea del pueblo soberano se apoya sobre una base más extensa. A la verdad hace sin querer una declaración bien sencilla: conviene en que ha tenido mucha dificultad en desenvolver estos principios fundamentales y constitutivos de la monarquía española, al través de una multitud de leyes puramente civiles o reglamentarias, con mucha frecuencia redactadas en un espíritu enteramente opuesto. Entre otras le choca mucho el artículo siguiente de un código antiguo: «El Rey puede dar las leyes a los pueblos sometidos a su poder, y ningún otro tiene este derecho en lo temporal sino está autorizado por él». Pero un filósofo jamás se embaraza con tales dificultades. Todo esto lo considera como inconsecuencias y contradicciones extraordinarias, por las cuales fue sofocado algunas veces el espíritu de la libertad política. Podría, dice, multiplicar citas de esta naturaleza, pero sería fatigar sin utilidad la atención de las Cortes (Título IV: Del Rey). En consecuencia, la comisión se ha ocupado menos del texto de estas leyes que de su espíritu; y de esta doctrina ha salido el proyecto de Constitución, monumento antiguo y nacional en la sustancia donde nada hay de nuevo sino el método y orden de su disposición. Pero vamos a ver cómo.


ArribaAbajoTítulo I

El Título primero habla de la nación española. Ésta dice es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios. Hasta ahora habíamos ignorado que los habitantes indígenas del Perú, y de México o de las islas Filipinas fuesen españoles. Todo lo que sabemos era que estaban bajo la dominación del Rey de España. La nación española es libre e independiente, y no es, ni puede ser, el patrimonio de ninguna familia ni persona. Quizá se haya entretenido, que podrá muy bien llegar a ser el patrimonio de una corporación de filósofos; pero, ¿a quién le ha ocurrido decir, que los pueblos eran el patrimonio de los reyes? Sus dominios, sus posesiones, sus rentas, la unión de sus derechos adquiridos: he aquí su patrimonio. En cuanto a los hombres que viven sobre los dominios, o feudos reales, o aun sobre sus propias tierras, existen entre ellos y el Rey numerosas relaciones muy varias, y del mismo género que las que existen entre particulares. Más bien sucedería por el principio de la delegación de los poderes que los pueblos fuesen realmente el patrimonio de los reyes, al modo que Bonaparte que acostumbraba a decir que tenía 80.000 hombres de renta anual.

La soberanía, dice el proyecto, reside esencialmente en la nación, y por lo mismo pertenece a ésta exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales. Pero, ¿quién es la Nación?, ¿quiénes son los españoles? El proyecto nos responde: Todos los hombres libres nacidos y avecindados en los dominios de las Españas, y los hijos de éstos, los extranjeros naturalizados o domiciliados diez años, y los esclavos libertos. No disputaremos con las señoras Cortes sobre esta expresión: dominios de las Españas; como si la misma tierra poseyese dominios. Pero la excepción de los esclavos es una primera inconsecuencia filosófica; porque si, según las nuevas doctrinas, la sumisión voluntaria es ilícita y nula de derecho; si todos los sirvientes deben ser libres e independientes, ¿cómo los que a pesar suyo están reducidos a esta condición no deben serlo? ¿Por qué no decretan los filósofos también, que los esclavos son los soberanos de sus dueños? ¿No son ellos más numerosos? ¿Por qué, pues pedir todavía su libertad? Enseguida el primer derecho de todos los españoles sin excepción es la obligación de contribuir, según sus facultades, para los gastos del Estado (artículo 8) y a tomar las arenas en defensa de la Patria, de las Cortes, cuando sean llamados por la ley, es decir, por la voluntad de las Cortes (artículo 9). ¡He aquí, desde luego, la conscripción y los impuestos arbitrarios admirables, e inevitables beneficios de la teoría filosófica desconocidos en otros tiempos por las naciones! Porque es evidente que si todo viene del pueblo, si todo es para el pueblo, si él mismo es el soberano, debe también proveer de hombres y de caudales siempre que sus pretendidos representantes lo estimen necesario. Naciones de la Europa, oíd lo que tenéis que esperar de esta secta. ¿Quién es el verdadero amigo del pueblo y de la libertad? ¿Lo será el Rey que ha abolido la conscripción porque el ejército es su ejército, y quiere que se entre por empeño voluntario a su servicio militar como a su servicio civil; o bien lo serán estos filósofos que os introducen aquella misma conscripción bajo el pretexto de que el ejército es un establecimiento nacional?




ArribaAbajoTítulo II. Del territorio de las Españas, su religión y gobierno, y de los ciudadanos españoles

El Capítulo I trata del territorio español. Aquí se hace una larga enumeración de todas las provincias de España, en que se comprenden todas las islas y todas las posesiones de Ultramar. Sin duda es necesario suponer aquí que sus habitantes también se habían convertido entre sí de salir del estado natural, y de elegir para jefe de su poder ejecutivo ya un Estado visigodo, ya a un árabe, ya a un conde de Aragón o de Castilla, sin dependencia, ya a un archiduque de Austria, o ya a un príncipe de la casa de Borbón; y que todo esto ha pasado sin que a estos jefes les hayan pedido jamás su consentimiento, y aun sin que las Cortes se hayan embarazado nunca de esto. Mas la división natural de este territorio, según la época en que fue adquirido, o según los títulos de su adquisición, no acomoda ya a los filósofos. Se hará, dice el autor, una división más conveniente (artículo 11); esto es, una división matemática que borre toda denominación histórica, toda memoria de los antiguos propietarios, todos los derechos y privilegios de los habitantes mismos, división en distritos militares o en diócesis masónicas y filosóficas, destinadas a dispersar la sociedad en átomos, a vigilar a los pretendidos ciudadanos o a administrar a los nuevos fieles hasta en las últimas ramificaciones. A la religión se hace el honor de dedicarla un capítulo compuesto de un solo artículo que declara que la religión de la Nación española es y será perpetuamente la católica apostólica romana, única, verdadera, y que la Nación prohíbe el ejercicio de cualquiera otra. Parece que este artículo ha entrado en la Constitución como de contrabando, o para servir de pasaporte a la parte pretendida filosófica, porque si él fuera auténtico, si debiese realmente ser observado, se seguiría necesariamente que la Constitución es falsa, y que debe ser prohibida como contraria a la religión, ya en la doctrina sobre que se apoya, ya en su organización opuesta al orden natural y divino de las relaciones sociales, ya aun en sus disposiciones principales, como probaremos en otra parte. En el Capítulo III del Gobierno, después de las frases ordinarias sobre el fin de toda sociedad política se dice (artículo 14): «El gobierno de la nación española es una monarquía moderada hereditaria». En efecto lo era antes, y si a Dios place lo será en lo sucesivo. Pero según la Constitución hubiera sido más exacto decir: el gobierno de la nación española es una caterva de filósofos investida del poder absoluto, y que ha hecho al Rey legítimo su primer substituto o comisionado. Enseguida se ostenta la distinción de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial, aunque es fácil demostrar que esta distinción o método de clasificación es impracticable; que en realidad jamás ha tenido efecto; que estos tres pretendidos poderes no son más que diversas emanaciones de la facultad misma, y que están esencialmente unidos por su naturaleza, como la voluntad, la acción y el juicio lo están en la misma persona, cualquiera que sea la función a que es llamada.


ArribaAbajoCapítulo IV. De los ciudadanos españoles

Así como la Francia tenía hace treinta años sus ciudadanos activos y no activos, distinción de que nunca resultan grandes ventajas, las Cortes quisieron también distinguir a los españoles de los ciudadanos españoles. Son ciudadanos (sin informarse si ellos quieren serlo) aquellos españoles que por ambas líneas traen su origen de los dominios españoles de ambos hemisferios, y están avecindados en cualquier pueblo de los mismos dominios; y además el extranjero, que gozando ya de los derechos de español obtuviese de las Cortes carta especial de ciudadano (artículos 18 y 19). Los jacobinos de Francia, los radicales ingleses, los unitarios germanos, y los carboneros italianos tendrán sin duda la satisfacción de que se les expidan cartas de ciudadanos por las Cortes de España. Entre otros casos, que se especifican, esta cualidad de ciudadano español se debe perder por la aceptación de un empleo en otro país, y aun por una ausencia no interrumpida de cinco años fuera del territorio español sin permiso del Gobierno. Los ciudadanos españoles son, pues, verdaderos siervos, sus bienes pertenecen al Estado, sus personas se destinan a servicios involuntarios e indeterminados (artículos 8 y 9); ellos no tienen la facultad de viajar, y no osarán servir a otro señor que a las Cortes. Ciertamente que son de singular especie esos principios liberales. El autor de esta obra, aunque nacido republicano, no desea de ningún modo el tal derecho de ciudadano filosófico.






ArribaAbajoTítulo III. De las Cortes

Este título, compuesto de once capítulos y de ciento y cuarenta artículos, es el más importante, pero también el más extraordinario de todos. Más democrático todavía que las constituciones francesas de 1791 y 1793 las excede en jacobinismo. Allí se dice que las Cortes son la reunión de los diputados que representan a la Nación. Éstos son elegidos por el pueblo, principiando por las últimas clases de la sociedad (artículo 21). Esta representación no tiene más base que la población, aunque no está exactamente conocida. Para setenta mil almas debe haber un representante; y desde este momento estos setenta mil hombres con sus mujeres y sus hijos han perdido todos sus derechos, y han entregado sus cuerpos y bienes a su propio representante, o a representantes que le son extraños o desconocidos, y que en último podrían muy bien preferir su propia libertad y sus propios intereses a la libertad y a los intereses del pueblo. Para evitar las fracciones estos calculistas políticos cuentan treinta y cinco mil almas por nada. Por una más es necesario ser un diputado, por una menos ya no le hay. Sin embargo, la isla de Santo Domingo debe tener siempre un representante, disposición a que podría bien oponer algún obstáculo el emperador actualmente reinante en Haití. Viene después en largo reglamento sobre las juntas primarias y electorales copiado de las ya citadas constituciones francesas, con la sola diferencia de que antes de cada elección se ha de celebrar una misa del Espíritu Santo. Extraña amalgama entre el jacobinismo y la religión católica, cuyos preceptos e instituciones están en oposición directa con la doctrina del primero. Y así esta religión, podrá bien exclamar:

... Antes que semejante nudo pueda unirnos los infiernos y el cielo se verán unidos.



En efecto citaremos sólo algunos ejemplos. Mientras que la religión nos dice que todo poder viene de Dios, como criador de la naturaleza; el jacobinismo pretende hacerle partir del pueblo, como si pudiesen dar entendimiento los necios, riqueza los pobres y fuerza los débiles. La religión todo lo construye de arriba a abajo; la Constitución de abajo a arriba: aquella coloca al pastor encima del rebaño; ésta al rebaño encima del pastor. La religión reconoce una ley divina e innata; la Constitución sólo reconoce la voluntad de las Cortes: aquélla deja a cada uno lo que le pertenece; ésta se lo quita a todo el mundo. La religión nos enseña a amar a Dios y a nuestro prójimo; la Constitución enseña a aborrecer al uno y al otro, y a deificarse a sí mismo. Para formar las omnipotentes Cortes hay juntas electorales en todas las parroquias, en los distritos y en las provincias, y las habrá también, al menos según la Constitución, en todas las provincias de Ultramar, solamente cerca de nueve meses antes. Por cada doscientos habitantes se nombrará un elector; estos electores eligen otros de su mismo seno, &c. de suerte que no resta que hacer otra cosa a los últimos sino nombrarse ellos mismos diputados. Los suplentes no se han olvidado tampoco, ni el que todas las elecciones se hacen a puerta abierta. En cuanto a las condiciones de elegibilidad, sea para electores, o sea para diputados, se exigen menos todavía que en las citadas Constituciones francesas; solamente se requiere que sea ciudadano español, mayor o en edad de veinte y cinco años. Los diputados de Cortes deberían a la verdad, según el artículo 92, poseer una renta anual suficiente; pero esta condición se suspende inmediatamente por el artículo que sigue por tiempo indeterminado, hasta que tengan a bien las Cortes declarar en sus sesiones futuras que ha llegado la época de ponerla en ejecución; que es decir, hasta que los jacobinos se hayan hecho ricos, y sus enemigos pobres. Según los artículos 95 y 97 todos los ministros, consejeros de Estado y otros empleados nombrados por el Rey, por consecuencia precisa aquellos que entienden y conocen mejor los negocios, y podían dar los consejos más razonables, están excluidos de la elegibilidad a las Cortes. Y así ninguno puede ser llamado a ocuparse de los negocios del Rey, o, cómo se explican ahora, de los asuntos del Estado, sino aquellos que no tienen ningún conocimiento de ellos. Los poderes que se deben dar a las Cortes son inconcebibles, y sobre toda imaginación. Ningún Rey ha tenido jamás un poder tan ilimitado como estos pretendidos representantes nacionales: todo les pertenece, y en esto se cifra el verdadero carácter del jacobinismo, es decir, el más espantoso despotismo que haya jamás atormentado a la Tierra. El que estas Cortes estén sometidas a una ley cualquiera, o aun a la ley natural, y que tengan que respetar las convenciones y derechos privados, es de lo que no se hace la más mínima mención: la Constitución, es decir, su propia obra es la única cosa que no se permite mudar: bajo ningún pretexto no pueden modificar un solo artículo, y todavía menos separarse de él (artículo 100). El ejemplo de la Francia su vecina no les ha enseñado que la misma naturaleza se envara, y se revela contra una esclavitud tan absurda, y que a despecho de todas las Constituciones fácilmente se rompen las cadenas de papel. Además, los señores filósofos no han pensado en la solución de una nueva dificultad: ¿quién deberá ser el juez cuando (lo que es posible suceda) dos partidos lleguen a interpretar la Constitución en un sentido opuesto, cuando el uno pretendiese ver en ella tal opinión y el otro una opinión contraria? Si en semejante caso no es la mayoría la que debe decidir, será preciso (como en Francia) que las facciones o las bayonetas corten la dificultad, método que podría no ser muy provechoso a la nación española; por último, las Cortes no han olvidado el adjudicarse dietas cuya cuota deberán fijar las mismas (artículo 102), y pueden tener sus sesiones donde quieran con tal que no sea a más de doce leguas de la capital (artículos 104 y 105). Estos señores probablemente no han procurado explicar cómo puede conciliarse esta facultad con la marcha del Gobierno y de la administración de todos sus ramos; con los edificios y oficinas necesarias, residencia de los empleados, etc., etc. Los diputados se renovarán cada dos años en totalidad, y no podrán ser reelegidos hasta después de un intervalo de dos años (artículos 108 y 110). Luego, si se cuenta con que todos los empleados del Rey están por la Constitución excluidos de la elegibilidad, habrá a las veces singulares elecciones, y se puede formar idea de las luces que se hallarán en esta asamblea, llamada sin embargo, a gobernarlo todo, si a cada segundo año no queda ni uno siquiera de los que estaban anteriormente en los negocios. Las Cortes hacen un doble juramento, por una parte a la religión católica, y por otra a la Constitución, bien que será fácil probar que hay entre ellas incompatibilidad absoluta. Las Cortes, pues, tienen a dos señores que se hallan en contradicción, y no dicen cuál debe ser preferido en caso de conexión. Ellas ordenan a su Rey el pronunciar un discurso a la apertura de las Cortes; mas el presidente no debe responderle sino en términos generales (artículo 128). Las Cortes se han declarado muy prudentemente inviolables; no solamente no pueden ser responsables de sus opiniones en ningún caso y en ningún tiempo, sino que aun por delitos no pueden ser juzgados los diputados sino por las Cortes, y por deudas serán absolutamente exentos de todo procedimiento (artículo 128). El tiempo nos enseñará si esta inviolabilidad será así reconocida por las otras clases de la sociedad, o por sus mismos cofrades. Los diputados convencionales, que se arrastraban a centenares a la matanza, les servirán de ejemplo. Por último, a fin de establecer como una cosa indubitable que por todos respetos deben ser enemigos del Rey, no podrán los diputados desde el momento de su nominación ni aceptar para sí ni solicitar para otro ningún empleo del nombramiento del Rey, ni aun una pensión o una condecoración dependiente de su voluntad (artículo 129). Luego como los hombres dotados de talentos, y de conocimientos distinguidos no estiman ser excluidos del camino que conduce al honor y a la fortuna, no estimarán tampoco el entrar en las Cortes; y de aquí se podrá concluir a qué especie de gentes se verá reducida la nación española en la elección pretendida libre de sus diputados, a los cuales debe sin embargo confiar el imperio más absoluto sobre ella misma.


ArribaAbajoCapítulo VII. De las atribuciones de las Cortes

Ni aun a los propios ojos se puede creer al leer este capítulo. No hay concejo de villa, ni consejo supremo de una regencia cualquiera, que se haya reservado otro tanto poder en sus propios negocios como las Cortes se atribuyen aquí de los negocios de su Rey. Nosotros sólo citaremos los principales de los 26 artículos, cuya mayor parte son aún impracticables de parte de tal asamblea. El Rey, los ministros, y todos los demás dependientes serían superfluos si semejantes disposiciones fuesen capaces de ejecución. Las Cortes tendrán el derecho: 1.º: de proponer todas las leyes, decretarlas, interpretarlas y derogarlas en caso necesario. ¿Pero qué otra cosa es una ley sino la expresión de una voluntad obligatoria? ¿Por qué se distingue de las ordenanzas, decretos, sentencias, reglamentos, estatutos, etc.? ¿El Rey es la única persona a quien no se permite tener voluntad, y sólo él no podrá imponer obligaciones a nadie? Por último, ¿se ha reflexionado suficientemente todo lo que puede incluirse en la categoría de las interpretaciones diarias, y de las exenciones o dispensas de la ley? ¿No nos prueba todo ello, que estos fabricantes de constituciones no tienen la menor idea de un Gobierno? Las Cortes deben: 2.º: Resolver cualquiera duda de hecho, o de derecho que ocurra en orden a la sucesión a la Corona. Supongamos que haya contestaciones o rivalidades en lo interior, como por ejemplo, las que sucedieron en 1412 después de la extinción de la línea principal de la dinastía de Barcelona en Aragón, entre cinco pretendientes a la Corona: semejante sentencia sería posible todavía, no porque las Cortes estuviesen autorizadas para ello, sino porque se procuraría por medio de su sentencia aumentar el número de sus partidarios, y conseguir más pronto la posesión del Trono; pero en el caso de que fuesen príncipes extranjeros los más próximos pretendientes, y en el de que (lo que Dios no permita) se levantase una nueva guerra de sucesión como la que hubo al principio del siglo XVIII, a las potencias beligerantes, las importaría muy poco sin duda la sentencia de las Cortes. Éstas nombran, además un regente, y una regencia igualmente que el tutor del Rey menor en los casos prevenidos por la Constitución (que es decir, por la voluntad de las Cortes). Este derecho que poseen todos los padres, debe pues quitársele al Rey, o a sus parientes inmediatos; el nombre sólo de tutela ha debido probar a las Cortes que el Rey no es un empleado del pueblo como pretende el jacobinismo, sino que la dignidad real se cimienta en un poder propio, en derechos propios y en posesiones propias; porque no se pueden instituir tutores sino para la propiedad de los pupilos, y no para las funciones o los empleos. Estas mismas Cortes pretenden todavía que les pertenece aprobar todas las alianzas, todos los tratados de subsidio y de comercio antes de la ratificación real; y pretenden conceder o negar a las tropas extranjeras la entrada en el reino; pero tales tropas, cuando vienen sin ser llamadas, no acostumbran a pedir permiso, a lo menos no hemos oído decir que un decreto de las Cortes haya impedido la invasión francesa. Las Cortes tendrán también el derecho de decidir solas la creación y absolución de todos los empleos públicos. El Rey no osará ya nombrar un escribiente, un alguacil o un portero sin pedir su consentimiento a las Cortes; porque estos forjadores de constituciones no se han tomado el trabajo de determinar cuáles son los pretendidos funcionarios públicos, y cuáles son por otra parte los sirvientes o empleados privados del Rey, quien sin embargo debe tener el derecho de elegirlos, como cualquier particular tiene el de nombrar los suyos. Un examen más profundo quizás les habría hecho ver que todos los que ellos llaman funcionarios públicos no son otra cosa que servidores, es decir, los auxiliares, los oficiales, o los representantes del Rey esencialmente destinados a su servicio y a sus negocios. Además pretenden las Cortes determinar anualmente la fuerza del ejército de tierra y de mar, sea en tiempo de guerra, o en tiempo de paz; hacer todas ordenanzas, y todos los reglamentos sobre la administración de los diversos ramos que dependen de él; reglar todos los gastos, contratar deudas, fijar las tarifas de las aduanas, aun examinar y aprobar la contabilidad de los caudales públicos; hacer estatutos sobre todo lo que concierne a la administración, a la cultura y a la enajenación de los dominios nacionales; determinar el tipo y peso de las monedas; en fin, proteger y favorecer toda especie de industria (lo que de ordinario no se consigue muy bien en tales Asambleas); y aprobar hasta los reglamentos de policía y de sanidad, etc., etc. Es muy de pensar que no habrán olvidado estos filósofos el plan general de instrucción pública para toda la monarquía. Un plan particular para la educación del Príncipe de Asturias se debe hacer y aprobar por las Cortes. Las señoras Cortes quieren ser todavía instituidoras universales: ya no será legal el educar cada uno a sus hijos, y hacerlos instruir en las ciencias y las artes que convengan a su vocación futura, y el Rey gozará menos de esta libertad que nadie, sin duda se tratará de aficionar al joven príncipe a los principios filosóficos, de enseñarle que las Cortes son sus amos, y él es su criado; y si por ventura (lo que no es imposible) el plan general de instrucción pública, y el plan particular para el Príncipe de Asturias se hallasen en contradicción con el plan de instrucción de la Iglesia católica, a la cual sin embargo han prestado juramento las Cortes como a la Constitución. ¿Quién obtendrá la preferencia? ¿La religión o la Constitución? En fin, entra también en las atribuciones el proteger la libertad política de la imprenta. No habíamos oído decir hasta ahora que el instrumento de la imprenta tuviese también libertad política; pero sin gastar el tiempo sobre este defecto de exactitud gramatical, a pesar de que no es muy conveniente en las cartas constitucionales, desearíamos saber si la imprenta gozará también de alguna libertad, de alguna protección cuando se dirija contra las Cortes, sus personas y sus constituciones. El ejemplo de sus predecesores nos autoriza para dudarlo, y el modo con que sea recibido este escrito por sus hermanos y amigos en Europa no tardará en instruirnos de ello.




ArribaAbajoCapítulo VIII. De la formación de las leyes y de la sanción real

Este capítulo contiene las disposiciones ordinarias, a saber: cuántas veces se deberá leer una proposición de ley, cómo debe decidirse y votarse; sin embargo, se ha olvidado la urgencia de que los filósofos franceses hicieron un uso tan ventajoso, y sin duda no dejará de introducirse. Al Rey sólo le conceden treinta días para la sanción de una ley; si no la da en este término, mirarán las Cortes su silencio como una aceptación formal (artículo 145); por otra parte, el Rey sólo tendrá un voto suspensivo, y está obligado a aprobar una ley cuando se haya decretado por las Cortes por tercera vez (artículo 149). ¡Ah! Señores de las Cortes, sed pues un poco consecuentes en vuestros principios; si vosotros tenéis, en efecto, el poder soberano o legislativo; si el Rey es vuestro empleado como el corregidor o el alcalde de un pueblo, ¿qué necesidad tenéis de su sanción? Pero si el Rey es vuestro señor, si no os pertenece darle leyes sino solamente consejos, entonces su consentimiento es esencialmente necesario para erigir vuestra proposición en ley, y no podéis fijarle ningún término. En el Capítulo IX place a las Cortes el prescribir al Rey hasta la fórmula que deberá usar para la publicación de las leyes; en el X se establece una diputación permanente de las Cortes, que debe estar constantemente reunida durante la separación de las otras para velar sobre la observancia de la Constitución y para convocar Cortes extraordinarias. Estas Cortes extraordinarias, compuestas de miembros de las ordinarias, tendrán lugar cada vez que vaque la Corona, o que el Rey, de cualquiera manera que sea, se imposibilitare para el gobierno, como si en una monarquía hereditaria pudiese estar nunca vacante la Corona, o que en este mismo caso no fuese provista por reyes, herederos, presuntivos o tutores.






ArribaAbajoTítulo IV. Del Rey

Después del pueblo, de los ciudadanos y de las Cortes, es en fin cuestión del Rey, aunque en buena regla habría debido ser el principio y la base de todo, así como el padre es antes que sus hijos, el amo antes que sus criados, porque todo parte de él, y todo vuelve a él. La persona del Rey debe a la verdad ser sagrada, e inviolable (artículo 168); pero tenemos la curiosidad de ver cómo se observará esta inviolabilidad, mientras que las Cortes posean el poder supremo, y no consideren al Rey nominal, sino como su criado; después en un solo artículo con diecisiete subdivisiones se conceden graciosamente al Rey algunas atribuciones, como por ejemplo la de procurar la ejecución de las leyes; lo que en otro tiempo se hacía por los alguaciles, o en general por aquéllos a quienes se imponían. Tendrá la prerrogativa de promulgar las leyes, cuando una simple chancillería podría desempeñarlo muy bien; de hacer los decretos y reglamentos necesarios para la exención de las leyes, función que le expondrá a numerosas contiendas, cuando se trate de determinar si tales o tales reglamentos no son verdaderas leyes, y si por consecuencia el Rey ha usurpado la soberanía de las Cortes; De velar en la administración pronta y perfecta de la justicia, cuyo efecto deberá sitiar él mismo a los tribunales, sin que pueda nunca anular, ni modificar ningún auto, ninguna sentencia; declarar la guerra y hacer la paz, mientras que son las Cortes las que determinan la fuerza de los ejércitos de tierra y de mar, y que el Rey no tiene derecho de formar compañía, ni ordenar la constitución de un navío, estando por otra parte obligado a rendir a las Cortes cuenta justificativa. El Rey puede nombrar todos los magistrados y empleados civiles y militares, siempre en cuanto a los primeros sobre la propuesta del Consejo de Estado. Concederá honores y distinciones, conformándose a las leyes, que es decir, a la voluntad de las Cortes: Tiene el derecho: de mandar y distribuir el ejército; de dirigir las relaciones diplomáticas; de la fabricación de la moneda; de indultar a los delincuentes en tanto que esta indulgencia no sea contraria a las leyes; lo que en otros términos quiere decir, que no tendrá el derecho de indultar. Esta disposición está de un modo singular en contradicción con el artículo 131, según el cual solas las Cortes tienen la facultad de dispensar las leyes. Pero si se dejan al Rey estas diversas atribuciones, no es porque ellas sean una consecuencia natural del derecho inherente a su persona, ni porque los empleados, y las tropas sus propias tropas, sino porque place a las Cortes encargarle de la nominación de los unos, y de la dirección de las otras. Y como si aquí se temiese todavía el acrecimiento del poder del Rey, se apresuran a limitarle de más en más. En otros tiempos se creía que los límites del poder real consistían en la observancia de la ley divina o natural, en la obligación general de contentarse con los derechos que le pertenecían, de no atentar a los de otro, y de ser al contrario protector de ellos; mas la filosofía de las Cortes ha inventado hoy otros muy diferentes, y la libertad del Rey es sólo limitada con relación a ellas en su favor. Así es que el Rey no podrá impedir la convocación de las Cortes bajo ningún pretexto; no podrá ni suspender ni disolver sus juntas (artículo 172); no osará ausentarse del reino sin permiso de las Cortes, bajo la pena de mirar su ausencia como una abdicación; no podrá transmitir o delegar el poder real, ni ninguna de sus prerrogativas a otro, sea quien quiera. En todos tiempos se ha sabido, que los reyes no pueden ni vender ni enajenar la propiedad privada de sus vasallos porque no les pertenece, tampoco lo han hecho; pero si ellos no enajenan sino sus propias bienes y sus propios derechos o los renuncian. Como esto se ha practicado en todos los tiempos, desearíamos saber qué es lo que las Cortes tienen que objetar en ello o qué derecho tienen que declarar en esta transacción. ¿Deberá ser el Rey el único hombre del mundo que no pueda disponer de su propiedad? Las Cortes prohíben también al Rey el concluir ninguna alianza, ningún tratado de subsidios o de comercio sin su consentimiento, y el mismo consentimiento se exige para la enajenación o cambio de un dominio nacional. En cuanto a esta última disposición nos parece que el Rey habría podido aceptarla sin inconveniente, porque examinando la cosa de cerca se hallará que no hay en todas las Españas sino dominios reales y dominios pertenecientes a particulares o cuerpos, mas ni un solo bien nacional, esperando que las Cortes se verían muy confusas para manifestar alguno, cuyo título de adquisición haya sido estipulado en favor de la nación española de los dos hemisferios. Este pretendido Rey, decretado por las Cortes, no puede conceder privilegio exclusivo a persona o corporación alguna. Sin embargo, las Cortes no se han dignado definir lo que sea privilegio ni en qué difiere de una gracia. El Rey no tiene derecho por su propia autoridad de privar a un hombre de su libertad, aun cuando sea delincuente ni de hacerle una pena, de suerte que su poder será menor que el de un cabo de escuadra de su ejército o el del último regente de escuela de su reino. Para colmar la medida han decidido las Cortes que el Rey no podrá ni aun casarse sin su permiso. Es, pues, el único hombre a quien no le sea permitido elegir una compañera según los votos de su corazón. Y así las Cortes de España quieren un Rey que prendido a la tierra no pueda viajar sin su permiso, que no posea nada o que no pueda disponer de su propiedad, y que esté privado de la libertad de contratar, y aun de casarse si lo desea. Yo no veo alguna diferencia entre un siervo y un tal Rey filosófico o constitucional.

En el Segundo Capítulo intitulado de la Sucesión al Trono, tienen a bien las Cortes prescribir a la Casa Real una ley de sucesión. Aquí, sin duda, temiendo a la verdadera opinión del pueblo han estado un poco inconsecuentes, porque respecto a que ellos dicen ser el soberano, no tenían en rigor ninguna necesidad de Rey, y podían contentarse con transmitir sus órdenes a los ministros por medio de los comisionados o por el de un directorio; pero para cegar a la Nación era menester al menos dejar de subsistir el nombre de un Rey hereditario. Las mujeres se admiten a la sucesión en una línea y en un grado más próximo. Por el artículo 179 es declarado Rey por las Cortes don Fernando VII de Borbón y se reservan, además, excluir de la sucesión a las personas que sean inhábiles para el gobierno o que por una acción cualquiera, es decir, por una acción desagradable a las Cortes, hayan merecido perder la Corona (artículo 181). Cuando se hayan extinguido todas las ramas de la Casa Real, las Cortes quieren, según el artículo 182, pasar a una nueva elección, como si los testamentos o el derecho hereditario de las otras ramas de la familia de Borbón no significasen nada. Cuando la corona haya recaído en hembra, esta reina no podrá tampoco casarse sin permiso de las Cortes. Sus derechos serán también más limitados que los del último de sus súbditos.


ArribaAbajoCapítulo III. De la menor edad del Rey y de la regencia

Otras veces los reyes por su cualidad de señores soberanos o independientes determinaban por sí la época de la mayor edad de sus herederos, les nombraban los tutores durante la menor, elegían los consejos de administración o la regencia entre los miembros de la Familia Real sus parientes más cercanos, y que tenían el mayor interés en la conservación del heredero real, y en la de sus derechos. Su libertad en esto era todavía más completa, que la de los particulares, respecto a que están únicamente sometidos a la ley natural, o a los testamentos de sus ascendientes y no a las leyes positivas que nadie podría ejecutar contra ellos. En todos los casos los súbditos del Rey tienen tampoco que mezclarse en ellos, como los sirvientes o los súbditos de cualquiera otro gran señor; pero la filosofía de las Cortes lleva en todo otros principios. Desde luego determinan ellas mismas cuánto tiempo debe ser su Rey menor, instituyen doble regencia, una provisional para el tiempo en que las Cortes no están reunidas, otra permanente, que será nombrada después de su convocación. Es cierto que la regencia provisional se compondrá de la reina madre si la hubiese, después de dos miembros, los más antiguos de la Diputación de las Cortes, y de los dos más antiguos consejeros de Estado (artículo 189): ninguna mención se hace de miembros de la Familia Real; a lo más esta regencia despachará los asuntos, que no puedan sufrir ninguna dilación (artículo 191). La regencia permanente al contrario, será nombrada por las Cortes, según su agrado, y se compondrá de tres o de cinco personas (artículo 192). Para ocupar esta plaza sólo se requiere ser ciudadano español y mayor de edad (artículo 193). Las mismas Cortes nombrarán también el Consejo de la Regencia, quien por último no ejercerá el poder real, sino en los términos que agrade a las Cortes establecer (artículo 195). En fin, este Directorio, que será dispuesto más bien para desembarazarse de su Rey enteramente, deberá velar sobre que la educación del Rey menor se haga del modo más conforme al grande objeto de su dignidad, y según el plan aprobado por las Cortes; en fin (artículo 200), los consejos señalarán también los sueldos de los miembros de la regencia.




ArribaAbajoCapítulo IV. De la Familia Real y del reconocimiento del Príncipe de Asturias

Las Cortes permiten al hijo primogénito del Rey llevar el título de Príncipe de Asturias, y a los otros príncipes el de infantes; para estas cosas no tienen dificultad en conformarse a los antiguos usos; pero todos esos infantes no podrán ocupar plaza alguna judicial, ni ser nombrados diputados en Cortes (artículo 203), de suerte que no gozarán ni aun de los derechos de un simple ciudadano español. Igualmente que el Rey, no osará el Príncipe de Asturias ausentarse, ni casarse sin permiso de las Cortes; y esta última prohibición se extiende a todos los infantes e infantas, y aun a sus descendientes (artículos 208 y 210). Las Cortes exigen copias auténticas de todas las partidas de nacimiento, matrimonio y muerte de los miembros de la Familia Real, y el Príncipe de Asturias debe también ser formalmente reconocido por las Cortes en la primera reunión que haya después de su nacimiento (artículos 209 y 211). No les basta, pues, que el Rey reconozca que son sus hijos. En fin, el Príncipe de Asturias debe a los 14 años hacer delante de las Cortes el juramento de ser fiel y obediente por una parte a la religión católica, y por otra a la Constitución, autoridades que se hallan pocas veces reunidas, y de que el príncipe en una edad tan tierna podrá muy bien no formar una justa idea.




ArribaAbajoCapítulo V. De la dotación de la Familia Real

Antes de ahora se ignoraba que los reyes debiesen ser dotados por los pueblos. Como señores ricos, poderosos e independientes vivían con esplendor de sus propios bienes, excepto el caso en que después de largas revoluciones se les ofrecía por compensación de los dominios que habían perdido o de los derechos de regalía a que habían debido renunciar un equivalente que hacían propio, como se ha practicado en Inglaterra y novísimamente en Francia. Se dejaba a su prudencia el determinar una suma fija anual para mantener su Corte, a fin de conservar el orden en los diversos ramos de sus expensas. Fijaban por sí mismos los alimentos de sus viudas, de sus hijos segundos, la dote de sus hijas, etc. Estaba determinado todo esto en los testamentos reales, en las leyes de sucesión o en otros estatutos de familia. Pero las Cortes de España, que consideraban al Rey como su ministro, quieren asignarle por gracia especial una pensión anual sacada de su patrimonio (artículo 213). Su generosidad llega aun hasta dejarle el uso de sus palacios actuales, y a determinar los terrenos que juzguen a propósito reservar para el recreo de su persona (artículo 214). Asignan también al Príncipe de Asturias y a los infantes e infantas una pensión alimentaria. La del primero se data desde el día de su nacimiento, y la de los otros a los siete años. Instituyen también sobre la dote de las infantas, y sobre los alimentos de las viudas reales (artículos 216 y 218). Todo esto debe concluirse al principio de cada reinado, a fin de que el nuevo Rey esté obligado a hacerles la corte, si quiere obtener de ellos con que vivir de un modo decente de sus propios bienes.




ArribaAbajoCapítulo VI. De los ministros

Los ministros son los primeros secretarios de los reyes, como lo prueba su denominación todavía usada en el día; como tales eran nombrados o despedidos por los reyes de quienes recibían sus sueldos, y sólo a los reyes después de Dios tenían que dar cuenta de su desempeño. Mas las Cortes miran al Rey como a su primer comisionado o delegado, y no viendo por consecuencia en los ministros sino unos subdelegados, han querido fijar su número, las funciones de cada uno de ellos, y hasta la organización de sus secretarías. Prohíben al Rey el nombrar un extranjero para ministro, aun cuando haya adquirido el derecho de ciudadano (artículo 223), siendo así que en otro tiempo siempre fue esto permitido a todos los reyes del mundo, y que cada particular español tiene derecho de servirse de secretario extranjero. Los ministros deben ser responsables a las Cortes, y sin que la autoridad real pueda servirles de excusa: de este modo tendrán que servir a dos amos a un tiempo, y con frecuencia se hallarán perplejos para saber a cuál de los dos deberán obedecer. En fin, las Cortes se reservan también el determinar los sueldos de los ministros.




ArribaAbajoCapítulo VII. Del Consejo de Estado

También habrá en España no un Consejo del Rey, sino un Consejo de Estado, cuya extravagante formación merece examinarse. Se compondrá de 40 miembros, de los cuales cuatro miembros podrán ser nombrados del clero, y otros cuatro de los Grandes de España; de donde resulta para estos dos cuerpos el singular privilegio de gozar menos derechos que todas los demás españoles. Los otros 32 miembros del Consejo de Estado se nombrarán en todas las clases de las personas de nota, con exclusión sin embargo de los diputados de Cortes, a las cuales según esto parece que no las es permitido tener personas instruidas y notables en su seno. En fin, doce miembros, o menos (es decir, cerca de un tercio de este Consejo) deben ser ciudadanos de las provincias de Ultramar. Los consejeros de Estado a la verdad serán nombrados por el Rey, mas solamente sobre una triple propuesta de las Cortes. En fin, se ha tenido cuidado de hacer a los consejeros de Estado independientes del Rey, y dependientes de las Cortes, estableciendo que no podrán ser removidos de su servicio sino en virtud de una sentencia del Tribunal Supremo de Justicia, y que sus mismos sueldos se los fijarán las Cortes.






ArribaAbajoTítulo V. De los tribunales

Es claro que en las Constituciones modernas debe seguir el poder judicial al poder ejecutivo: El quinto título trata pues de los tribunales y de la Administración de Justicia en materia civil y criminal. Nuestros padres sin ser sabios, y mucho menos filósofos, creían que la jurisdicción no era otra cosa que un socorro imparcial prestado a las partes, y que se ejercía en pequeño por cada superior hacia sus inferiores; que por consecuencia existía una jurisdicción paternal, señorial, eclesiástica, militar &c.; pero que un Rey, como el más poderoso de todos, tenía la jurisdicción más amplia, la jurisdicción suprema y en último recurso; porque tiene el poder de ayudar a todos, y él no está sometido sino a Dios; es decir, a las leyes naturales de la Justicia y de la benevolencia. Estaba permitido a los reyes ejercer la jurisdicción por sí mismos como lo hicieron David y Salomón, y como se ha practicado en todos los tiempos y lugares, y como se hace todavía hoy bajo diversas formas y denominaciones; pero como los reyes no podían proveer a un gran número de asuntos particulares, nombraban oficiales que les aliviasen en esta función: y estos administraban la Justicia en nombre del Rey, o en otros términos hacían conocer a los súbditos la ley natural o positiva, y les prestaban un socorro eficaz para mantenerlos en su derecho. Estos oficiales judiciales, nombrados y asalariados por los reyes recibían también de ellos instrucciones y leyes; y por consecuencia no estaban sustraídos de toda relación de dependencia. No se les daba el extraño privilegio de comprometer el honor y el nombre del Rey, de pronunciar en su nombre sentencias inicuas, de denegar la Justicia u sumergirla en dilaciones; y todavía menos de juzgar al Rey mismo, pues que no habrían podido jamás hacer ejecutar su sentencia sin su consentimiento. Sin duda no se les imputaban los errores de entendimiento de que nadie está libre; pero si violaban evidentemente su deber podían ser destituidos y aun castigados por el Rey. Por otra parte, no porque los reyes establecieron los tribunales renunciaron al derecho de juzgar por sí mismos, así como les es bien permitido escribir una carta de su mano propia, aunque tienen ministros y secretarios. No les estaba prohibido el oír a las partes cuando se dirigían directamente a ellos, el avocar casos particulares en circunstancias extraordinarias, el recibir apelaciones &c. &c. He aquí los principios antiguos: creemos que son todavía al presente conformes a la naturaleza, y que si se les toma por guía, la verdadera justicia se administrará mejor que lo está en el día, a pesar de los errores en que todos los hombres pueden incurrir. Pero los literatos de las Cortes, verdaderos discípulos de Montesquieu, llevan al extremo la división de los poderes. Según ellos el derecho de aplicar la ley pertenece exclusivamente a los tribunales (artículo 242); ni las Cortes ni el Rey (nótese que las Cortes se colocan siempre antes que el Rey) no pueden en ningún caso ejercer alguna función judiciaria, ni avocar así una causa, ni dispensar la formalidad más pequeña en los procedimientos (artículos 243 y 244), de suerte que no podrán abreviar ni prolongar un término, aun en el caso de que la naturaleza de las cosas lo exija imperiosamente. A excepción del militar y del clérigo, a los cuales se deja todavía provisionalmente sus superiores particulares, los mismos tribunales pronunciarán en todas las causas para todas las clases de ciudadanos. Antes había sin embargo tribunales y formas particulares para las causas domésticas, para las contestaciones en materia de comercio, o para las dificultades que ocurrían entre los tutores y sus pupilos, porque nadie puede conocer y juzgar igualmente bien todos los géneros de negocios o de relaciones. Mas en el día todo hombre que ha leído una Constitución no tiene necesidad de saber otra cosa. No hemos dicho que los sueldos de los jueces se fijan también por las Cortes (artículo 256). Habrá para toda la monarquía un código uniforme, civil, criminal y de comercio, salvo algunas ligeras modificaciones (artículo 258). Felizmente las Cortes no han regalado todavía a las Españas estos tres códigos, y su redacción podrá muy bien padecer todavía algunas dilaciones; mas con riesgo de atacar aquí las ideas dominantes sostendremos atrevidamente que un código uniforme, civil, criminal y de comercio, sobre todo para un reino como el de España, comprendiendo todas sus islas y las provincias de América, sería la más absurda tiranía que s haya podido imaginar, una verdadera plaga que debemos también al despotismo filosófico. Si se exceptúan los edictos y rescriptos de los emperadores romanos, que fueron reunidos por varios sabios, algunos ensayos modernos que no han probado muy bien, en los que ciertos filósofos quisieron ostentar su saber y erigir sus doctrinas en leyes universales; en fin, el código Napoleón que hizo a este emperador más enemigos que sus mismas tropas, cuasi no se conoce código civil dado por el soberano. La Inglaterra misma no le tiene. En todas partes las leyes civiles consisten en los usos, en las convenciones entre particulares, y en un pequeño número de ordenanzas reales suplementarias, que obligan más bien a los jueces que a los ciudadanos. Esta especie de leyes, las únicas, por decirlo así, que miran a los súbditos, se las imponían los pueblos mismos, no por medio de una deliberación colectiva en asambleas nacionales o cortesiales, sino por sus mutuos empeños y por costumbres voluntariamente adoptadas, que no son otra cosa que convenciones tácitas. En esto consistía la libertad civil o privada, la única que es útil a todo el mundo, que está al alcance de cada uno, y que en todos tiempos ha sido respetada aun por los tiranos filósofos; pero mezclarse por leyes arbitrarias, o por lo que en otro tiempo se llamaba golpe de autoridad, de la materia, y de la forma de todas las convenciones privadas; querer comandar en lo interior de cada casa, regentar cada contrato de locación o cada arrendamiento de finca, es el medio más seguro de atormentar a un pueblo, pues que se reproduce este tormento todos los días y a todas horas. Tener la pretensión de prescribir a los hombres de todas clases y de todos estados las mismas formas para sus capitulaciones matrimoniales u otros contratos obligatorios, sin embarazarse del disgusto que resultará a las partes, ni aun de la imposibilidad de su observancia, es todo tan ridículo y tan absurdo como si se les quisiese ordenar el usar de alimentos y bebidas uniformes, o servirse de los mismos vasos o de los mismos utensilios. Este furor de hacer leyes ofrece un singular contraste con nuestros gritos de libertad. Él es todavía efecto de la impiedad dominante, de ese menosprecio de la ley natural, cuyo respeto se sufoca, y en su lugar se nos impone el yugo de hierro de las ordenanzas humanas. En cuanto a las leyes criminales o penales debe entenderse que únicamente son instrucciones para los jueces: no se da ley al ladrón para prohibirle el robar, y todavía menos para empeñarle a hacerse ahorcar voluntariamente cuando ha robado; más se ordena al juez el castigar de tal o tal modo al ladrón que venga a su poder. Los delitos son ofensas premeditadas contra los derechos de otro, y difieren entre sí a lo infinito por la forma y el grado. Las penas en su caso son un mal que se infringe al delincuente para impedirle que renueve semejantes ofensas, sea corrigiendo su voluntad, o sea quitándole los medios de dañar. La forma de estos males o de estas penas varía también a lo infinito, y según los antiguos se debe procurar adaptarlas más bien al delincuente que al delito mismo. ¿Quién podrá conseguir hacer de ellas una enumeración completa, y aplicarlas de antemano a los casos particulares que no se pueden conocer? No negaremos que sobre todo en un gran imperio se pueden dar a los jueces subordinados ciertas reglas, ciertos principios generales para la pesquisa y el castigo de los delitos, a fin de que no se separen demasiado de la justicia y de la regla natural; sin embargo, ellos tienen menos necesidad de leyes que de probidad y conocimientos. Pero tener la pretensión de componer un código criminal que apure todos los géneros y todas las formas de crímenes y de ofensas, todos los medios de corrección o de castigos posibles o imaginables; un código, del cual no se deba nunca separar, que no se pueda ni modificar ni reforzar, ni mitigar en ningún caso, y todavía menos dispensarle, es una cosa imposible, y todo tan absurdo como querer redactar un código de medicina, reglar en el imperativamente todas las enfermedades, y prescribir todo los remedios descubiertos o por descubrir, con todas las formas y modificaciones de que son susceptibles; ordenar a los médicos, que sin atender a la diferencia de edad, de sexo o de género de vida, deben aplicar las mismas drogas a todos los casos reputados semejantes, atenerse a la letra del código, no hacer jamás ninguna mudanza, ni en la medicina, ni en el modo de tomarla, ni en la dosis, y guardarse bien de dispensarla al enfermo, aun cuando las circunstancias o la naturaleza la hayan hecho ya inútil. ¿Y que es en fin un código de comercio? ¿Será preciso todavía imitar a aquel soldado imperioso que dio el primero un tal código, y acabó por destruir enteramente el comercio? Las leyes comerciales ¿consisten pues en otra cosa que en la obligación natural de cumplir sus empeños, en las convenciones que existen entre los negociantes; y en cuanto a sus formas, en los usos o costumbres, cuya observancia mutua es fácil; costumbres que debieron su origen a los consejos de los hombres más instruidos, que fueron libremente adoptadas, universalmente reconocidas, y más religiosamente observadas que las leyes escritas sobre el papel, destinadas a ser el monopolio de algunos abogados, y el lazo más peligroso para los hombres de bien? ¿Se quiere todavía atormentar al comercio con leyes, imponer cadenas a esta bella relación entre los pueblos más distantes, que no se apoya sino en la confianza, en donde sólo se informa de la moralidad de las personas y no de las leyes, o de las formas de los procedimientos, y que nos prueba hasta la evidencia que aún en el día es la ley natural y no la ley humana quien gobierna el mundo? ¡Ah! Señoras Cortes, dejad a los españoles en paz con vuestros códigos civiles, criminales y de comercio. El primero no haría más que embarazar y atormentar a los particulares en todas las relaciones que existen entre ellos: el segundo aumentaría el número de los delitos, y perjudicaría a la aplicación de las penas mejor adaptadas y más convenientes: y el tercero destruiría el comercio o le aherrojaría en las cadenas. Además de estos tres códigos y todos los tribunales, habrá también un tribunal supremo de justicia con grandes atribuciones, igualmente organizado por las Cortes, y enteramente independiente del Rey.

En el tercer capítulo intitulado de la administración de justicia en lo criminal, se nos da casi un código completo de procedimiento: contiene especialmente reglas muy conocidas contra lo que se llama detenciones arbitrarias, reglas sobre que no hay mucho que decir, sino que nunca han sido observadas, sobre todo por los filósofos, y que no entran necesariamente en una Constitución, pero que se pueden dar por instrucción a los jueces. La tortura no tendrá lugar en ningún caso. No examinaremos ahora si este dogma filosófico tendría necesidad de nuevo examen o de ciertas restricciones; mas lo cierto es, que desde la abolición de la tortura, los señores filósofos han inventado contra sus adversarios otros medios de apremio mucho peores todavía, y que en general no han hecho abolir el tormento, sino para impedir que en una conjuración alguno de sus hermanos y amigos fuese forzado a revelar sus cómplices. La confiscación de bienes se prohíbe igualmente: eso se entiende porque el dinero es el ídolo de nuestro siglo. Bien se puede quitar a los hombres su honor, su libertad y su vida, pero no su dinero, aunque en muchos casos fuese el castigo más conveniente, el más eficaz y el más justo, en cuanto él pondría a los grandes delincuentes fuera del estado de dañar: últimamente habrá acomodamiento con este principio, porque como las penas pecuniarias son sin embargo permitidas, nada se opone a que se pronuncie una multa más o menos considerable, que podría muy bien equivaler a todos los bienes. Por este medio aun se dispensa la obligación de pagar a los acreedores que debía necesariamente hacerse en el caso de la confiscación. En fin ninguna pena, por cualquier delito que sea, podrá extenderse a la familia del reo (artículo 305): esto suena a la verdad muy filantrópicamente; pero preguntaremos si la cosa es posible, y conforme a la naturaleza, que recompensa las virtudes de los padres en sus hijos, y castiga los vicios o los crímenes hasta la tercera y la cuarta generación, esto es, tan largo tiempo como dura la memoria del delito. Nosotros pensamos que está en el orden eterno de la naturaleza que por lo mismo que los hijos gozan de las ventajas, que les aseguran las virtudes de sus padres, sufran también de sus vicios o de sus crímenes. Los hijos por ejemplo ¿no son castigados por la prodigalidad de sus padres? Y si por delito cometido se destituye a un padre de sus empleos, si se le priva de su libertad, de su honor, de su vida ¿querríamos saber si de ello no resultaban inconvenientes para su familia? ¿Últimamente se podrá forzar a los pueblos a tener la misma consideración con los descendientes de un hombre, que se ha distinguido por el latrocinio, por el fraude, o por otras fechorías, que con aquellos cuyos padres se han hecho ilustres por las virtudes, y han prestado eminentes servicios a la Patria? Sin duda no se debe ofender al hijo de un delincuente, ni impedirle que se rehabilite en la opinión por su propio mérito, y se debe al contrario procurar facilitarle esta rehabilitación: pero ni la justicia, ni aun la caridad pueden exigir nada más.



Indice Siguiente