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Anécdotas de la Revolución


José Ramos






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Volvámonos liebres

La Crónica (San Francisco),

3 de diciembre de 1916, p. 15.

El general Quintanilla hace poco más de un año era jefe de la importante plaza de Toluca, Capital del Estado de México. Allí mandaba y dueño era de vidas y haciendas cuando le comunicaron que en El Oro, importante mineral que se encuentra a unas horas de Toluca, estaban los carrancistas.

Ordenó el general Quintanilla que sus huestes se alistaran para la lucha. Los cañones Saint Chaumont de que estaba provista su fuerza y que no servían sino para disparar cartuchos de salva, pues no conocían los zapatistas su manejo ni tenían proyectiles, se embarcaron y avanzó a recuperar la ciudad ocupada por los carrancistas.

Frente a la población, antes de estar a tiro, reunió a sus soldados y les lanzó una arenga en estos o parecidos términos:

-Muchachos: estamos en las afueras de El Oro y vamos a ocuparlo a sangre y «juego». Ya saben ustedes que en El Oro hay mucha plata y que las minas las vamos a trabajar nosotros para hacernos fondos para la revolución y mandarle dinero a mi general Zapata. Háganse leones muchachos, háganse leones. Es lo que pide su general. Háganse leones y... adentro...

Los soldados al escuchar esta arenga avanzaron; pero a unos cuantos metros empezaron a recibir el fuego del enemigo.

El general Quintanilla se volvió a su asistente y le dijo:

-Vamos a ver, muchacho; no nos engañen las apreciaciones distantes; dame los «brújulos» (así llamaba el general a los gemelos magníficos que su asistente había adquirido en la toma de cualquier plaza o ciudad).

Provisto de los anteojos de campaña, el general Quintanilla se detuvo a observar. Sus hombres lo observaban deseosos de que él les explicara a qué se debía que los recibieran a tiros. Después de unos diez minutos de estar observando el general creyó que la marca que tenían los anteojos en el aro que sostiene los cristales, era un apunte del número de hombres que estaban posesionados de la plaza. Alarmado, pues la marca era 14 007, se volvió a sus hombres y al tiempo que se lanzaba en veloz carrera para ausentarse del peligro, exclamó:

-Muchachos: son catorce mil siete los carranclanes; lo acabo de descubrir con mis «brújulos». Vámonos... vuélvanse liebres...




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Flores zapatistas

La Crónica (San Francisco),

25 de noviembre de 1917, p. 16.

El general Francisco Pacheco, de las fuerzas zapatistas, ordenó, durante su estancia en Tenango, que el cura de la parroquia le «dijera una misa» para asistir a ella con algunos de sus oficiales, pues, como la mayoría de los zapatistas, el que nos ocupa era y más bien dicho es, todavía, católico.

El sacerdote, que estaba encantado con los zapatistas, pues los carrancistas sólo habían perpetrado atentados con los religiosos en su afán de atacar las creencias que no eran las suyas, se dispuso a «decir la misa».

Le comunicaron al general que ya iba a dar principio ésta, y Pacheco se dirigió a la parroquia, seguido de algunos de sus hombres. Cuando entró, el sacerdote estaba ya oficiando en el altar. Sin pronunciar palabra escuchó el zapatista la misa y al salir mandó llamar al cura y le dijo:

-«Siñor», permítame que lo mande «afusilar», pues no estoy conforme con su misa.

-¿Pero por qué señor general? -interrogó el pobre cura asustado.

-Porque yo quería la misa cantada y «usté» la ha «dicho» rezada.

***

Cuentan que el general Caballero, tamaulipeco o coahuilense, muy allegado por sus relaciones políticas con el señor Carranza, ordenó que se embarcaran sus hombres rápidamente en un tren para ir a atacar la columna del general don Antonio Rábago, aguerrido jefe federal que se encontraba defendiendo Ciudad Victoria.

Rábago, que tenía fama de ser el mejor general de caballería de sus tiempos, salió a batir a los revolucionarios y derrotó a las avanzadas de Caballero en forma terrible, no dejando vivo a uno solo de sus hombres.

En estas condiciones, Caballero quiso que retrocediera el tren en que iba a atacar a su adversario; por más que dictaba órdenes, la locomotora no se movía. Indignado por tal cosa, ordenó que trajeran a su presencia al maquinista y con él entabló este diálogo:

-¿Por qué no camina la máquina? Lo voy a mandar fusilar a usted.

-Señor -respondió el maquinista- yo no tengo la culpa. Los inyectores...

-Ah, son los inyectores. Pues que una escolta baje a ésos y los fusile inmediatamente.

***

De la falta de instrucción de un general carrancista, un tal W. González, se puede tener idea con la siguiente anécdota.

En una cantina dicho general hablaba de sus grandes viajes cuando uno de sus subordinados, con ánimos de hacerlos valer ante el concurso, le dijo:

-¿Usted, mi general, por tantos viajes, debe saber mucha geografía, verdad?

-Hombre, no -replicó W. González-, no la conozco porque [...]1 de noche.




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Los bueyes y los yugos

La Crónica (San Francisco),

24 de diciembre de 1916, p. 16.

Cuentan que en el viaje de don Venustiano Carranza a través de algunos lugares de la República, ocurrió un suceso que hizo arrugar el entrecejo del jefe de la revolución y de sus acompañantes, pues se refirió, nada menos que a la opinión que el pueblo campesino tiene por el movimiento revolucionario que encabezaron algunos hombres rudos y que no ha llevado, hasta la fecha la prosperidad a los humildes en cuyo nombre se ha combatido.

El señor Carranza es tardo para hablar; de comprensión muy lenta; cada oración gramatical que sale de sus labios es precedida de una larga pausa. A esto se debió que un indígena, mal interpretando las palabras del jefe revolucionario...

Pero narremos en orden la singular anécdota.

Carranza había llegado a un humilde pueblo de la sierra de Coahuila cuando se detuvo el largo convoy en que viajaba y los indígenas de los alrededores salieron a ver quién con tanto boato venía a la región. Fueron reuniéndose los humildes, y cuando ya estaban congregados, el señor Carranza les lanzó la siguiente arenga:

-¡Pueblo, nosotros hemos venido luchando por la libertad en un largo período; nosotros estamos dispuestos a seguir luchando en pro de los ideales de la revolución los oprobiosos yugos...!

A estas palabras, el señor Carranza permaneció mudo, en espera de continuar su oración, pues no le acudían las palabras con la prontitud deseada. Entonces uno de los indígenas, con su espíritu práctico desarrollado por la guerra, exclamó humilde y resignado:

-No «señor»: los yugos «hay» los tenemos, lo que se llevaron fueron los bueyes...

Como se comprenderá la interrupción del indígena fue tan oportuna como molesta para los señores que rodeaban al jefe Carranza, pues entre ellos había muchos que habían sacrificado millares de bueyes para vender los cueros en los Estados Unidos, y con tal comercio dejaron en la miseria a los infelices indígenas.

***

El «radicalismo» de otro General carrancista, el señor Fortunato Maycote, se expresó en una ocasión cuando las turbas que mandaba arribaron a la ciudad de México. El general iba a la cabeza de sus fuerzas y al pasar por la avenida de Plateros vio que en la casa de Calpini había este anuncio en letras de oro:

«Lentes, teodolitos y toda clase de aparatos científicos».

Inmediatamente detuvo la marcha de su columna y entró con caballo y todo a la tienda de ópticos para reprochar al comerciante:

-Señor Calpini, o como se llame usted -le dijo- me va a quitar en estos momentos ese letrero que dice aparatos científicos. Ponga, si acaso quiere poner algo honrado y bueno, aparatos constitucionalistas y entonces hasta yo le compro.




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Una «manita» al Kaiser

La Crónica (San Francisco),

31 de diciembre de 1916.

Cuando Álvaro Obregón, hoy secretario de la Guerra en el Gabinete de Carranza, era amigo de los zapatistas y su principal aliado, celebró una Junta de generales en el Palacio Nacional de México, a la que concurrió lo más grande de los revolucionarios.

Cada uno dio su opinión sobre los planes que tenían para destrozar a los 10.000 hombres de Villa si éste se «pronunciaba» contra el orden constituido.

Sabido es que el General Obregón adolece de ese mal que sufren la mayor parte de los militares, y muy especialmente los de Hispano América, donde el elogio más moderado que se le puede hacer a un militar es llamarle «Napoleón». Y bien, los zapatistas, que se creían como los carrancistas, generales invencibles y de las dimensiones del Corso, rivalizaban en la Junta a que nos referimos para, en simples palabras, hacerle comprender a Obregón que eran más capaces que él en un caso dado.

El general Quintanilla explicó un plan para aniquilar al guerrillero de Durango si se levantaba en armas. Dijo el zapatista así aproximadamente:

-Para darle su «agua» a Villa yo me cargo mis mañas y no cuento con ustedes los carrancistas, porque no los necesito para nada. Son muy «gallones» mis muchachos y se bastan y se sobran solos.

-Me parece -exclamó un coronel de calzón blanco y águila calada de moneda de oro en el sombrero de petate.

-«Pos» algo -añadió Quintanilla-. Mire «usté» la palma de mi mano, «siñor» Obregón, y váyase fijando que nosotros no sabemos de «estratología»..., o como se llame, pero en cambio sabemos ganar las batallas. «Afíjese» usted; mi dedo gordo es el «Menuto», que es muy «gallón»; el que sigue es Rosita la Coronela, que también es hombre, y no...; después este dedo es Don Genovevo, el de la letra redonda; «aluego» viene Pacheco que es muy «nalgón» (valiente) y «aluego» Don Regino, que también las «puebla». Como verá, somos seis, porque yo no soy dedo, sino la canilla de la mano. Y bueno, cuando entren todos los dedos, yo cierro y agarramos a Villa...

Obregón quedó amoscado por aquella audacia de Quintanilla que, con su plan, estaba seguro de conquistar el mundo, y dijo para que su compañero no le tapara el monte:

-Pues los carrancistas no necesitamos derrotar a Villa; nos basta mandar cinco yaquis de mi escolta para que me lo traigan vivo. Yo voy a emplear mi ejército para darle una «manita» al Kaiser y acabar con los aliados...




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Un héroe que ahorra

La Crónica (San Francisco),

14 de enero de 1917.

De humildísima cuna, el licenciado Pascual Morales Molina, fue protegido del extinto general don José Vicente Villada cuando éste gobernaba el estado de México. El joven Morales Molina llegó a concluir, gracias a un empeño loable, su carrera de abogado y ahorrar unos cuantos pesos que le dieron la posesión de una casa de un solo cuarto. En estas condiciones y despertada en su alma el ansia de poseer, compró una vaca, seguro de que aquel ejemplar de ser irracional iba a darle el dinero suficiente para levantar otros cuartos a su casa. En efecto, la leche que producía la vaca era vendida, muy de mañana, por el señor licenciado Morales Molina, después se lanzaba a su empleo del Gobierno, retribuido en sesenta pesos mensuales, y, como lo pensó el abogado, lo logró: a litros de leche convertidos en centavos, y éstos en piedras, cal y madera, dieron más amplitud a la casa humilde de aquel aún más humilde hombre.

Como verán nuestros lectores, hasta aquí parece que nuestra anécdota va enderezada a cantar las virtudes de la economía de este extraño tipo; pero en la segunda parte de nuestra anécdota descubrirán algo que, por inusitado, mucho les sorprenderá. En efecto, en una ocasión el doctor Vilchis, de Toluca, fue llamado con urgencia por algún vecino que supo que el señor licenciado Morales Molina se moría. ¿Qué tenía el enfermo? Nada visible a los ojos del vulgo, sólo la intensa palidez del rostro y la debilidad que le impedía, casi, hasta hablar.

Después de que el Doctor auscultó muy detenidamente al enfermo, preguntole:

-¿Y qué alimentos toma usted, generalmente?

-Como poco, señor doctor.

-Pues debe ser demasiado toda vez que padece una debilidad muy grande.

-En efecto, le seré franco: para ahorrar y ponerle unos cuartos a la casa en que me ve usted y que se la ofrezco, he dejado de beber la leche que acostumbraba tomar en la mañana. Hay muchos compradores y prefiero venderla a tomármela.

-Pues eso es un suicido; coma usted o se muere, que lo único que tiene es una debilidad tal que, si no se alimenta pronto y bien, perece.

El señor Licenciado sacó de los ahorrillos unos dos reales, los mandó comprar de carne; dejó de vender un litro de leche ese día y los subsecuentes, y al poco estaba tan fresco y tan sano, como desalentado porque aquello de añadirle cuartos y ventanas a la casa se había aplazado.

No vacilaríamos en llamar héroe a ese señor Licenciado que, pasados algunos años, cuando vino la revolución, tomó el camino más cercano al señor Carranza y se ofreció a sus órdenes para lo que quisiera, haciéndose llamar candidato popular para gobernador del Estado de México, pues si la condición del señor Morales Molina era bien humilde, en cambio sus aspiraciones llegaban hasta una silla de Gobierno.

El señor Carranza lo nombró general carrancista y lo envió al Gobierno del estado de México. Desempeñaba estos dos empleos nuestro biografiado, cuando ocurrió algo asombroso pero que no podemos referir en esta ocasión, por carecer de espacio; lo haremos en la semana próxima.




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El guajolote del héroe

La Crónica (San Francisco),

28 de enero de 1917.

Como te lo anunciamos, lector, vas a leer ahora la anécdota prometida sobre el señor licenciado don Pascual Morales Molina, el héroe que por su espíritu de ahorro, estuvo a punto de ir a la tumba.

Triunfante el movimiento que encabezó el señor Carranza, llegó al estado de México, en calidad de gobernador, el señor licenciado Morales Molina; y llegó, naturalmente, rodeado de un gran séquito de militares que formaban su Estado Mayor. Entró a la casa del Gobierno y protestó indignado por el despilfarro que los gobernantes anteriores tuvieron en sus administraciones. ¡Cómo era posible que se empleara a diez mozos! ¡Cómo que se barriera diariamente y se limpiaran las alfombras! Había que hacer economía desde luego. Y a esta idea obedeció la orden dada por el señor gobernador carrancista, para que fueran expulsados todos los mozos y la limpieza la hicieran los soldados cada ocho días.

Pero ocurrió un suceso que es el que motiva esta anécdota y que, por verídico, lo cuentan los habitantes de la capital del estado de México.

El señor gobernador no tenía cocineros franceses como otros generales; prefería la comida mexicana. Y esto por un amor patrio desenfrenado. A su servicio estaba una humilde anciana, india como el señor Morales Molina, y que guisaba como nadie en Toluca, frijoles y enchiladas; y que «para condimentar un plato de alcociles no tenía rival en el mundo», según la opinión del señor gobernador.

Y bien, el señor Licenciado, que gustaba de ir personalmente a la plaza a comprar sus provisiones, para con ello velar por los dineros del pueblo, adquirió un guajolote. Iba a ser sacrificada dicha ave de corral la víspera del día del santo del señor gobernador, y por eso con anticipación llevolo a la casa de Gobierno y ordenó «que se engordara al animal con todos los desperdicios». La cocinera cuidaba al guajolote con un empeño digno de mejor causa. Pero, eso no obstante, murió el animal víctima de alguna enfermedad para la cual no fueron suficientes todos los remedios que le aplicó la cocinera. El jefe de Estado Mayor del general y gobernador, al saber la muerte del guajolote, protestó enérgicamente contra la cocinera. Ésta declaró que no se sentía culpable y que por ningún motivo comunicaría al «señor» gobernador lo que había pasado. Los oficiales que recibieron órdenes para comunicar la noticia se negaban, igualmente a hacerlo. La cocinera se disculpaba de no poder preparar el guajolote la víspera del día del santo del gobernador, pero éste no creía en el fallecimiento hasta que la anciana lo llevó al corral y le mostró el cadáver ya más que mal oliente del guajolote.

-¡Caramba! -replicó el señor Morales Molina, presa de una excitación nerviosa que no cuadraba con su temperamento- ¿y ahora, qué les voy a dar de comer a mis invitados?

Como la cocinera no estaba dentro de la Ordenanza Militar, el jefe de Estado Mayor fue quien pagó la falta con un día de arresto.




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Cómo mueren los mexicanos

La Crónica (San Francisco),

21 de enero de 1917.

Del valor espartano de los hombres que en una campaña estéril han venido luchando hace cinco años en México, da prueba la siguiente anécdota publicada en París por un corresponsal francés que estuvo en México.

Aunque omite el nombre el corresponsal, podemos decirlo nosotros: se trata del oficial del Ejército Federal José García, sacrificado en las inmediaciones de Querétaro. Dice así el corresponsal francés:

Una partida mexicana captura al jefe de otra partida. Lo condena, naturalmente, a ser fusilado.

-Yo no hubiera hecho otra cosa tratándose de vuestro propio jefe -dice éste simplemente. ¿Pero quieren ustedes concederme un último día? Me comprometo a volver para la ejecución.

-Fiamos en su palabra.

Parte. Va a la agencia de inhumaciones de la ciudad y pide un ataúd.

-¿Para quién?

-Para mí.

El empleado se inclina respetuosamente. Se trata de un jefe y es joven y apuesto.

-¿Quiere usted saber el importe?

-No me detengo en el precio. Quiero un ataúd de encino y ensedado de blanco.

-Lo tendrá usted así. Vamos a tomar nota.

El condenado vuelve a la hora convenida cerca de los soldados dispuestos ya en pelotón.

-No esperábamos más que su llegada para comenzar -hace notar el oficial que comanda a los soldados.

-Pues yo no espero más que a usted para terminar -responde el condenado.

-Si quisiera usted colocarse ante el árbol que está aquí.

-Sin duda, pero permítanme que les diga adiós.

Es aquello lo más cortés y los enemigos se estrechan la mano.

-Estrecharé también la mano de vuestros hombres. Todos somos iguales ante la muerte, ¿no es verdad?

Después de lo cual, reparte su dinero entre los mismos, e inmóvil contra el árbol, cierra los ojos.

El oficial ordena:

-¡Fuego!

Doce balas parten. El jefe mexicano rueda por tierra muerto y con la cara apenas turbada.




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Un superasesino

La Crónica (San Francisco),

4 de febrero de 1917.

No tiene esta anécdota, lector, la ironía que nuestros personajes han dado a las anteriores. Por el contrario, te vamos a hablar de un hombre cuyos crímenes horrorizan, ejemplar patológico que aún vive y que en la Penitenciaría de México espera, no el castigo de sus faltas, sino la absolución de las mismas pues se apoya en el actual ministro de la Guerra general Álvaro Obregón, para salvarse del fusilamiento al que está orillado por el único «delito» que se castiga en México en estos tiempos: no ser grato al señor Carranza.

Santos Dávila es originario de Coahuila, según se nos dice, y muy allegado a don Venustiano Carranza, de sus más adictos hombres y de los más empleados para los fines que perseguía el señor Carranza con su movimiento armado. Y bien, es el caso que el señor Dávila gustaba de asesinar, como les placen a los niños los dulces.

Saboreaba la sangre; en arrancar la vida a los hombres se recreaba. Y era esto uno de sus pocos placeres, pues como nunca supo por qué peleó ni por qué andaba al frente de un millar de hombres armados, ni por qué se combatía, tampoco probaba las satisfacciones del triunfo en otra forma que derramando sangre.

Ocurrió que, después de librar un combate contra los villistas en Huizachito, pueblecillo norteño, quedaron en su poder unos cuarenta soldados villistas a los que ordenó colgar de los árboles. No había por aquel lugar otros que huizaches, que por su debilidad era imposible utilizarlos para el caso, pues ninguna de las ramas era lo suficientemente alta.

Dávila estaba empeñando en colgarlos y como no podían cumplir sus órdenes tuvo que pensar la forma. La imaginación del general carrancista le permitió no pensar mucho en esta ocasión, como no pensaba mucho casi nunca o nunca, y decidió que el lazo fuera firme en los pies de cada infeliz y corredizo en el cuello. Así fueron colgados los cuarenta infelices que tardaron en morir largo tiempo.

Del espectáculo guardan memoria todos los que lo presenciaron, menos Santos Dávila, que no se impresionaba «con tan poca cosa».

En otra ocasión marchaba el general carrancista Santos Dávila al auxilio de su amigo íntimo Álvaro Obregón que se batía en Silao. En el camino se descompuso la locomotora. Requerido el maquinista por el general para que condujera la máquina inmediatamente, el infeliz obrero dijo que le era imposible si no se le concedía media hora para reparar su máquina.

-En cinco minutos debe usted hacerlo o lo mato -contestó el general.

-Pues no puedo hacerlo sino en media hora -replicó el maquinista.

Santos Dávila sacó su pistola y dio tres balazos en la cabeza al infeliz operario. Inmediatamente la viuda, que venía en el mismo convoy, corrió a increpar al general carrancista por el crimen consumado. Dávila la amenazó con matarla si seguía «injuriándolo». La mujer, sin poder callar su pena, sollozaba sobre el cuerpo inanimado de su esposo cuando recibió dos balazos en la cabeza, que la privaron de la vida.

Los dos cadáveres, el de la mujer sobre el del hombre y el de éste con el rostro vuelto a tierra, fueron colocados sobre la vía. Y allí los recogió el maquinista del tren que seguía al del general Santos Dávila.

Tal es una de las páginas que escribió este señor carrancista en la historia del movimiento encabezado por su amigo el señor Carranza.




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El vengador de su hermano

La Crónica (San Francisco),

11 de febrero de 1917.

Muy importante es la anécdota que te vamos a relatar en esta ocasión, lector, pues se refiere a una personalidad que tiene gran significación en los momentos actuales por sus relaciones con los acontecimientos mexicanos.

El señor Samuel de los Santos era hermano del diputado don Pedro Antonio Santos, muerto con las armas en la mano por las tropas del gobierno de Huerta en un combate después de combatir a dicho gobierno. Fue diputado don Pedro Antonio en la época del señor Madero y se hizo notable por su impulsivismo que lo obligó a pronunciar estas frases contra las galerías de la Cámara de Diputados: «Si el público interviene en los debates de la Cámara voy a emplear en su contra mi pistola». Desde entonces la caricatura y el artículo humorístico y el satírico, se ensañaron en la persona del señor de los Santos y no dejaron de atacarlo hasta que falleció fusilado por tropas huertistas.

Don Samuel de los Santos, al saber la muerte de su hermano, juró vengarlo; y en esa empresa ha gastado parte de su tiempo, y en ella ha manchado sus manos con la sangre de cuarenta y tantas personas que, a juicio del vengador, tuvieron alguna participación en la muerte de su hermano. Con un empeño digno de mejor causa, el señor de los Santos, durante todo el tiempo que anduvo agregado a las fuerzas revolucionarias, se dedicó a interrogar a los prisioneros de las fuerzas federales para ver si tenían alguna participación en el asesinato de su hermano. Solía ocurrir que, por ignorancia o por otra causa, los federales no fueran muy explícitos en sus declaraciones, lo que equivalía a una sentencia de muerte. El señor de los Santos con su propia mano ejecutaba al prisionero y lo hacía con profunda satisfacción, pues aseguraba que cumplía con su deber de vengar a su hermano.

En el desempeño de esta misión, a la que el alma de don Samuel se acostumbraba y en cuya práctica no encontraba la mano del vengador ninguna fatiga, tropezó con un oficial federal que, según rumores públicos, tuvo una injerencia directa en la muerte de don Pedro Antonio Santos. Inmediatamente pidió don Samuel que se le llevara a su presencia, y después de brevísimo interrogatorio, ordenó que el prisionero fuera conducido al patio de la casa de su hermano. Allí llamó a su sobrino, es decir, al huérfano de don Pedro Antonio, y poniéndole una pistola en la mano le dijo «que matara al asesino de su padre».

El muchacho, por su corta edad, se resistía, pero a instancias del tío disparó su arma una vez primero y luego varias sobre el cuerpo del infeliz federal.

- Todavía no concluyo mi labor -ha dicho en los escaños del Congreso de Querétaro el señor de los Santos. Me faltan algunos y con gusto los iré despachando hasta que no quede sobre la tierra ninguno de los responsables del asesinato de mi hermano.

Como verás, lector, el señor Carranza, para hacer las leyes de México, ha empleado a hombres como el señor de los Santos. También es verdad que las circunstancias han obligado al jefe de la Revolución a servirse de estos hombres, pues con los que sólo saben pensar y razonar, no hubiera nunca sabido de otro camino que el de la Tesorería de la Nación, como no supo de otro durante sus veinte y cinco años de servicios a la dictadura.




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Fusilamiento con ametralladoras

La Crónica (San Francisco),

18 de febrero de 1917.

Hasta la fecha se ignora dónde encontró el señor Álvaro Obregón al más singular de los tipos que tiene el carrancismo. Que fue el señor Obregón quien lo dio a conocer, o más bien que lo sacó de las tinieblas donde vivía, no hay la menor duda, pues que lo llevaba en su combate de Celaya con el título de coronel jefe de la Artillería. El señor Maximiliano Klos, que así se llama el tipo singular a que se refiere nuestra anécdota, ¿es mexicano o es alemán? Nadie lo sabe. Él asegura que mexicano, hijo de padres germanos; pero como asegura muchas otras cosas que no son verdad, nadie quiere creerlo. Y bien, el señor Maximiliano Klos es el hombre que puede jactarse de haber ideado el espectáculo más horripilante de cuantos dieron los revolucionarios carrancistas. Y aún más: ni Poe, ni Hoffman, ni tantos otros que pasaron a la vida de la gloria por sus maravillosas y creadoras imaginaciones, podrían competir con este señor Klos, artillero por ciencia infusa, y coronel carrancista por su amistad con el señor Obregón.

Nos cuenta un oficial revolucionario, de los que están arrepentidos de haber tomado parte en esta farsa sangrienta que encabezó el señor Carranza, que un día después de aquel en que se verificó el combate de Celaya, por abril de 1915, donde perdió la mano el señor Obregón y donde Villa no perdió nada, pues ya es sabido que en esa lucha no se decidió la victoria por ninguno de los dos combatientes, no obstante que el citado en segundo lugar decidió abandonar el campo porque se le agotó el parque.

Mucho indignó al señor Klos que su amo señor y general, don Álvaro, hubiera sufrido la pérdida de una mano y, para vengarlo, quiso ejecutar a doscientos prisioneros que se les habían hecho a los villistas.

En la forma de llevar a cabo tal ejecución, fue donde el señor Klos dio muestras de ser un habilísimo, un sorprendente imaginativo. Era costumbre ejecutar a los prisioneros de un tiro o colgándolos de un poste de telégrafo o de cualquier árbol. Pues bien, en esta ocasión, el señor Klos hizo encerrar en un corral a todos los prisioneros, que eran alrededor de unos doscientos entre soldados, mujeres y niños de muy corta edad que acompañaban a éstas, y en uno de los vértices del rectángulo que formaban dos de las paredes del precitado corral, ordenó que se colocara una ametralladora. En el vértice opuesto fue colocada otra de estas terribles armas. La ametralladora del vértice 1 (la designaremos así para mayor claridad) empezó a funcionar y los infelices prisioneros corrieron horrorizados a refugiarse bajo ella, presa de un terror indecible. Cesó su fuego la máquina de guerra cuando ya todos los prisioneros que quedaban salvos estaban bajo ella, protegidos. Entonces la ametralladora opuesta a la que había funcionado, empezó a vomitar sus fuegos sobre el grupo de prisioneros.

Recordarás, lector, los cuadros que pintan a los cristianos del siglo de oro en el circo romano; ante las fieras se hacinan en pequeños grupos, y mientras las madres protegen a sus hijos, los hombres arrojan todo el peso de sus cuerpos sobre las desventuradas mujeres, como si en ello encontraran su salvación. Pues igualmente los villistas que el señor Klos ejecutaba de manera tan singular, formaban un grupo compacto y lanzaban alaridos de espanto y dolor.

Cuando la ametralladora del vértice opuesto empezó a funcionar, todos los prisioneros que quedaron vivos se lanzaron a protegerse bajo ella y formaban un grupo espantoso, hacinados en forma horrible.

Cesó el fuego esta ametralladora número 1, y la número 2 inició el suyo. Las carreras de los infelices prisioneros se repitieron y, como el juego del artillero carrancista no cesaba, se repitieron con mucha frecuencia hasta que se fatigaron de reír los espectadores y el señor Klos ordenó «que se hiciera un recuento de los que quedaban».

La persona que nos da estos datos no nos dice qué resultado dio el recuento, pero eran bien pocos los muertos si se les comparaba con el número de prisioneros que se habían vuelto locos. El terror les arrebató la razón y algunos reían desesperadamente en tanto que otros, convulsos, sollozaban. Casi todos estaban heridos.

El señor Klos ordenó que se les fusilara de un balazo y ya con este procedimiento se puso fin a los vencidos.

¿Verdad, lector, que es de una imaginación maravillosa el señor coronel comandante de la artillería de Álvaro Obregón?




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Cómo se hace un héroe

La Crónica (San Francisco),

4 de marzo de 1917.

Cuando el cuartelazo de la Ciudadela, por febrero de 1913, vivía en Guadalajara un individuo que, como cien mil de su calaña, no había tomado otra plaza que la del corazón de alguna incauta moza. Dicho caballero cursó derecho en su terruño y fue un estudiante malejo que se distinguía entre sus camaradas por su desmedida afición a las pomadas.

Las usaba abundantemente, tanto que en su cabellera, negra como el ala del cuervo, podría mirarse un gallo. Las pomadas y otra cosa no menos fútil para la generalidad de los grandes hombres: el color de los calcetines. Para nuestro héroe unos calcetines de un azul pálido, de un verde nilo, o morado obispo era algo más importante que cualquier otra cosa.

Cuando se recibió nuestro hombre, ya había ido, como cien estudiantes, a alguna manifestación contra aquel gobernador porfiriano tan estimado como poco querido: don Miguel Ahumada. Sin duda que esta hazaña causó una impresión fuerte en el ánimo de nuestro héroe, pues hace gala de ella con la misma deleitación que cuando cruza la pierna derecha sobre la izquierda hace gala de sus calcetines. Cuando hizo su propaganda Madero, nuestro héroe se encontraba en la oficina del «Anti-reeleccionista», que dirigía el señor Palavicini. Recomendado por éste, fue a una gira con Madero y pronunció arengas contra la administración del señor Limantour, pues contra don Porfirio «no se valía» decir una sola palabra. Y por esta propaganda cayó prisionero en San Luis Potosí con el Caudillo de la Revolución de 1910.

Terminada ésta con el triunfo de la revuelta, nuestro biografiado no tenía encima ningún remordimiento: no tomó parte en acción de guerra, ni hizo nada para que la sangre corriera. Así que, sin poder pedir nada, pues su modestia le permitía reconocer lo poco que valía, se dirigió a su ciudad, Guadalajara, y se entregó al dolce farniente...

Alguna aspiración a cosa grande, más grande y amable que los calcetines color rosa y que las pomadas en la cabeza, le quedó a nuestro héroe en el alma; ser algo, cualquier cosa, pero no un simple lechuguino con un título de abogado que, como a muchos, no le servía sino de estorbo. Y aspiró a ser... agente del Ministerio Público de un Juzgado de Distrito.

Como el señor Madero no daba tal puesto, nuestro héroe organizó una manifestación en tanto que en México se consumaba la decena trágica. Cayó el señor Madero con el regocijo de aquel que lo había amado (nuestro héroe) y entonces, seguro de que venían tiempos mejores, pidió el puesto de agente del Ministerio Público al ministro del ramo de Justicia, don Rodolfo Reyes. No quiso este señor dar aquella cosa tan insignificante al ex-maderista y nuestro héroe pensó... en hacer otra manifestación. Quería hacerla, cuando fue enviado, preso y custodiado, a la ciudad de México.

Y bien, como dice la admirable doña Emilia Pardo Bazán, la historia se repite. Se repitió en este caso, pues mientras nuestro héroe estaba en la cárcel cayó el gobierno del general Huerta y el vejado, el oprimido salió de la cárcel.

Había reflexionado en la prisión nuestro héroe lo mucho que vale ser perseguido por los gobiernos y en ello reparó y sumó el tiempo que había sufrido tamaña persecución: desde la primera manifestación contra Ahumada hasta la fecha habían pasado dos años. Los declaró así públicamente, y entonces lo llamó a su lado el señor Carranza, ¿y sabéis qué le hizo? Sin duda que creeréis que le dio el deseado puesto de Agente del Ministerio Público, o bien dos docenas de cajas de calcetines verde pálido y color rosa, ¿verdad? Pues, si tal creéis, muy lejos estáis de la verdad; el señor Carranza hizo a nuestro héroe: Ministro de Justicia.

Y hay algo asombroso. Desde ese día el señor licenciado don Roque Estrada, a quien nos referimos en esta anécdota, ya no deseó el puesto soñado en largos años, y sólo de sus viejas aficiones le quedaron la de los calcetines de colores tiernos y la de las pomadas en la cabeza.




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Había que fusilar un catrín

La Crónica (San Francisco),

11 de marzo de 1917.

Cuando las tropas revolucionarias sinaloenses llegaron a Mazatlán, «hambrientas de gloria», pues nunca pudieron obtener el menor triunfo y sí las más duras derrotas de las tropas del general Rodríguez, se presentó ante la consideración de uno de los cabecillas, quizás el más importante de todos, José María Cabanillas, un problema de gran consideración: «fusilar a un catrín».

Por aquellos días estaba aún de moda recordar el asesinato del señor Madero, y aún más, vengarlo. En el fondo no era cosa de tener algo en que apoyarse para hacerla revolución, pues, en realidad, los hombres que andaban en armas no sentían amor por la víctima del cuartelazo, ni por su memoria (¿o sí lo sentían, señor Carranza?). Cada vez que los rebeldes ocupaban una plaza ejecutaban a algunas personas que habían simpatizado con el cuartelazo o que habían declarado su conformidad con la muerte del señor Madero. Porque para los hombres libres, y que luchaban por la libertad, opinar en este caso era un crimen y era de esos crímenes de opinión que se pagan con la vida.

Cabanillas tuvo que resolver el problema de «fusilar un catrín» y tropezó con algunas dificultades.

Se había capturado al señor don Enrique Seldner, agente de una cervecería y hombre muy conocido por ésta y por otras causas en Mazatlán. Pero las influencias de muchas personas impidieron que el señor Cabanillas se decidiera por quitar la vida a este caballero. Hombres de muy humilde condición los generales carrancistas, y acostumbrados a obedecer las órdenes de sus amos, los caciques, o simplemente de los vestidos de «chaqueta y pantalón», con frecuencia sentían la influencia de las sociedades y obedecían a ellos a aprieta cinchas. Así ocurrió con Cabanillas en este caso. Una protesta general carrancista se ablandó ante las voces de sus amos, y decidió no matar a su víctima. Pero se había encarcelado a otro caballero que consumó el inmenso crimen de escribir en una carta de familia, las siguientes palabras: «Mi mayor deseo es que sea la sangre del señor Madero la última que se derrame».

El firmante de esta carta era el señor don Francisco de Sevilla, de sesenta años de edad, hombre de una conducta intachable, muy moderado, muy sereno en sus juicios y opiniones, y tan ajeno a la política que jamás se le conoció ninguna opinión sobre las cosas y hombres de su tiempo, sino la que emitió a su señora hermana en la carta que cayó en poder de los carrancistas.

Y bien, como «había que fusilar a un catrín», Cabanillas se decidió por que la víctima fuera el señor Sevilla. Al efecto ordenó que dicho señor fuera ejecutado en las afueras de la ciudad. No valieron las gestiones que muchas personas hicieron en favor del «reo». No sirvió de nada que innumerables familias se acercaran a Cabanillas; había que fusilar un catrín: el señor Sevilla moriría.

La ejecución se cumplió en medio de la consternación general de todos los habitantes del puerto. Parecía que el día del asesinato del señor Sevilla, todos estaban de luto, pues la piedad más profunda la inspiraba el hombre inocente sacrificado para cumplir con una necesidad invocada por un asesino.

Sucedió que el señor Sevilla, al ser conducido por la escolta que lo iba a ejecutar, dio muestras de una serenidad y presencia de ánimo como no las había dado nadie hasta aquella fecha en el puerto. Ni la menor inquietud se revelaba en su semblante ni acusaba a nadie del monstruoso crimen que iban a perpetrar en su persona. Ya en las afueras de la población, los de la escolta dijeron de pronto a la gente que rodeaba al señor Sevilla:

-Favor de hacerse a un lado, que aquí lo vamos a matar.

El señor Sevilla, con un tono tranquilo, replicó a aquella orden.

-Suplico a ustedes que me maten siquiera en las inmediaciones del panteón y no aquí a mitad del camino, como si fuera un perro. Accedió el jefe de la escolta de las fuerzas de Cabanillas y el señor Sevilla fue ejecutado dando la espalda a la tapia del panteón.

En el corazón del pueblo, lector, se guarda la memoria de los crímenes en forma tal que, como tú recordarás, los nombres de los asesinos más monstruosos viven para execración de sus acciones por luengos años. Y bien, en todo Sinaloa el recuerdo de este crimen ha quedado perfectamente grabado en el corazón de los sinaloenses y aun de los extranjeros que lo presenciaron. Y aun se asegura que la enfermedad que contrajo Cabanillas por aquellos días fue la de los remordimientos, pues desde entonces ya no volvió a levantar cabeza, que dicen los humildes, y todo amarillento, todo flaco y desmedrado vivió hasta hace poco.

El señor Carranza, amigo personal de Cabanillas, mandó una corona de flores a la tumba del general carrancista.




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El «cancón» del fusilamiento

La Crónica (San Francisco),

18 de marzo de 1917.

Lo que los revolucionarios carrancistas mazatlecos o sinaloenses hicieron con el señor Villaverde en el Puerto de Mazatlán, muchos otros carrancistas lo verificaron en otras partes de la República en el transcurso de este movimiento que se ha dado en llamar «revolucionario» de protesta por el asesinato de Madero y de mil modos más. Obraban así los carrancistas, sin duda alguna por la necesidad de dinero para enriquecerse y también para apagar el ansia morbosa que sin duda heredaron de los aborígenes que un día sacrificaban centenares y hasta millares de víctimas ante sus dioses después de librar carniceras batallas. En verdad, el dios en esta ocasión no tenía la misma cara que Huitzilopoxtle, sino dos sendas barbas y por atributos usaba kaki americano y carabina facilitada por el entrañable amor propio del señor presidente Wilson.

Al señor Villaverde, uno de los comerciantes más honorables del citado puerto, lo fusilaron de mentirijillas o le hicieron el «cancón» de fusilarlo. Tomar a un hombre, encerrarlo en un cuarto y allí, con centinelas de vista, disponerlo para el fusilamiento; sacar a ese hombre después de horas de agonía y llevarlo ante un paredón donde estaban formados los soldados que habían de arrancarle la vida y que, en realidad, no disparaban sino al aire... eso era el «cancón» del fusilamiento. Hubo quien no resistiera a esta prueba, pues el aparato de la ejecución era tal y tanta la fiereza de los verdugos, que la víctima, al escuchar las detonaciones de los rifles que disparaban a unos cuantos centímetros de su rostro, caía presa de fiebre, o bien con la razón perdida para siempre.

Al señor Villaverde lo capturaron los carrancistas en el Puerto y, seguros de que podía disponer de una fuerte cantidad, lo sujetaron al tormento. Amenazas de que se le fusilaría, si no entregaba determinada suma, se le hacían constantemente. Dio el señor Villaverde la cantidad que se le pedía, a la primera intentona de los carrancistas para despojarlo, y luego, con ánimos de salvar su vida, accedió a hacer préstamos entre sus amigos para que le facilitaran unos cuantos miles de pesos que le reclamaban los carrancistas sedientos de riquezas. A todo accedió el señor Villaverde hasta que ya le fue imposible dar un solo centavo más, pues no tenía él ni sus amigos. En estas condiciones el señor Villaverde fue sentenciado a muerte por uno de los jefes carrancistas y llevado al sitio del patíbulo. Antes se le permitió que llamara a un notario e hiciera testamento de los pocos bienes muebles de que era poseedor y, como católico que era, llamó a un sacerdote para pedirle la absolución de sus culpas. Preparado para morir, fue llevado, en medio de la soldadesca más insolente, al cadalso. Se le vendó y se le ataron las manos. Lloraba el señor Villaverde y hacía penosas demostraciones ante sus verdugos, pues tenía miedo a morir y así lo manifestaba a gritos angustiosos. No obstante esto, se le colocó en el paredón y el oficial de la soldadesca, después de injuriar al que se creía agonizante, dio en voz alta las voces de mando: Preparen... apunten... fuego...

La detonación de cinco rifles se escuchó, y casi al mismo tiempo una estruendosa carcajada: eran los soldados que se reían del señor Villaverde que, medio loco de terror, se encomendaba a los santos de su devoción y se palpaba el pecho y la cabeza para ver si no había recibido lesión mortal.

Después de esta farsa, y conmovido uno de los rebeldes porque se le comunicó que la señora de Villaverde estaba agonizante, salió el desventurado libre a su casa. Estaba en ésta cuando fue reprehendido y consignado a las autoridades constitucionalistas o carrancistas. Y bien, podéis imaginaros cuán grande sería la impresión que había producido en la mente del señor Villaverde la farsa o «cancón» de fusilamiento que se le había hecho, que en esta ocasión, cuando lo llevaban al cuadro, no creyendo que lo llevaban a fusilar, rogaba que lo ejecutaran «de verdad».

Afortunadamente, cuando el señor Villaverde iba a ser realmente ejecutado, ocurrió un motín que impidió que los asesinos consumaran su obra y hoy se encuentra la víctima de los carrancistas en Los Ángeles o en otro lugar de los Estados Unidos.

Así conseguían dinero, cuando no de los banqueros americanos, los señores que formaban las legiones del señor Carranza.




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El marihuano

Hispano América, (San Francisco)

6 de mayo de 1917.

De las fuerzas de Alberto Carrera Torres, «el más maderista de los bandidos o el más bandido de los maderistas» -como lo llamó uno de sus correligionarios- era un individuo apodado el «Marihuano», cuyo nombre escapó a la historia.

En una ocasión, un amigo nuestro, que es quien nos refiere esta verídica historia, tropezó con el «Marihuano» y lo entrevistó. Diremos antes que el «Marihuano» tenía el rostro de una bestia montaraz, los ojos muy vivos e inyectados, cuerpo enclenque, desproporcionado con la cabeza, que no por ser pequeñísima era deforme, provista de una frente fugitiva; los pómulos voluminosos, y las manos, secas como sarmientos, agitadas por temblores.

El diálogo a que hemos aludido se trabó de esta manera:

-¿Qué grado tiene en el ejército?

-Mi coronel, soy mayor.

-¿Y cuál es la comisión que tienes en la actualidad?

-La de siempre: «cuelgo».

-¿Te gusta colgar?

-Sí siñor, cuando no cuelgo hasta se me quita la apetencia.

En los momentos en que nuestro amigo y el «Marihuano» llegaban a esta parte del diálogo, se escuchó un rumor formado por gritos lastimeros de mujeres y alaridos de muchedumbre. El «Marihuano» corrió hacia el sitio donde partían los lamentos y se dio cuenta de lo que ocurría. Un inepto en lo que él hubiera llamado «el arte de colgar» trataba de hacer la macabra operación con dos mujeres de las que acompañaban a las tropas del general Pascual Orozco, que se retiraban desde el corazón de la República hacia el Norte, batiéndose con singular denuedo. Las infelices soldaderas se habían retrasado y cayeron en poder de las fuerzas de Carrera Torres. Con presteza, el «Marihuano» llegose hasta donde el grupo quería colgar a las mujeres y, apartando a los soldados que las rodeaban, sacó de entre los pliegues de su sucia camisa una cuerda; con ella persignó a las infelices y les dijo: «Hermanitas, 'ora' les toca a ustedes; recen porque me las voy a despachar».

Con gran habilidad, el «Marihuano» pasó la soga por el cuello de las dos mujeres que lloraban amargamente, trataban de reunirse con sus hijos (dos muchachitos de menos de un año de edad), y antes de que nadie pudiera impedirlo (en honor de la verdad nadie trató de detener al «Marihuano»), fueron izadas a lo alto del árbol. Una hora después, el «Marihuano», que era de pocas polentas no obstante su grado militar, y sus valiosos servicios prestados a la causa, cayó desde el tren que conducía a una fuerza de Carrera Torres a San Luis Potosí.

Los soldados que vieron caer a su jefe dispararon sus armas al aire para que el maquinista detuviera el convoy, y cuando lo lograron, fueron a recoger el cuerpo del «Marihuano» que se había partido el cráneo.

Los jefes carrancistas que iban en el tren ordenaron que el cadáver fuera colocado en uno de los furgones, y le dieron guardia de honor durante todo el camino hasta llegar a San Luis donde sepultaron el cuerpo del «Marihuano» con todos los honores de ordenanza.

Así vivió este ameritado jefe carrancista cuyo nombre escapó a la historia...




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El uniforme del señor Carranza

La Crónica (San Francisco),

25 de noviembre de 1917.

La necesidad de que el señor Carranza, jefe en las postrimerías de 1913 de una chusma poco numerosa que capitaneaba el general que derrotó Villa en Chihuahua, Jacinto Treviño y Pablo González, vistiera uniforme, se impuso. Los soldados no tenían respeto para aquel señor que nunca combatía y a quien nadie hacía el menor caso, y que sin embargo era, según escuchaban de labios de algunos oficiales, el jefe supremo de todas las fuerzas revolucionarias. Villa, que ya por entonces había adoptado el casco prusiano, también necesitaba que lo mandara un hombre uniformado, pues de otra manera no sentía ningún respeto, toda vez que a los «catrines» los había vencido en singulares encuentros.

¿Qué hacer para que el señor Carranza apareciera uniformado ante su gente? El problema se presentaba bien difícil, casi sin solución; pero como era muy urgente resolverlo, Pancho Serna, un cantinero que andaba con el carácter de Coronel en las fuerzas revolucionarias, y que fungía como maestro de ceremonias, se propuso encontrar un uniforme que se adaptara a la figura del señor Carranza.

Las luchas que hizo el simpático cantinero, que de Sancho tiene más que de Don Quijote y de revolucionario menos que de expendedor de venenos alcoholizados, no se conocen, pero sí se sabe que vio coronados sus esfuerzos en esta ocasión como en muchas otras, por el más brillante de los éxitos.

El uniforme no fue impuesto al señor Carranza, que él mismo solicitádolo había, pues reconoció, por una parte, la necesidad de vestirlo para aparecer como «algo» ante sus hombres y, por otra, hacía ya muchos años que acariciaba la idea de portar un uniforme más ostentoso que el de subteniente reservista (único que había vestido por orden de su general don Bernardo Reyes).

El que ahora le presentaba Pancho Serna era azul, de paño, con dos bandas plateadas el pantalón y el saco bordado por mil alamares y cintajos de oro; muy entallado y con botones ornados con águilas prusianas, es decir de dos cabezas.

Cuando apareció ante sus hombres, provocó en los humildes soldados y en los no menos humildes jefes, una emoción de asombro; y hubo alguien que expresara en unas cuantas palabras tal impresión, diciendo: «Ese sí es uniforme y no el de los generales federales».

Uniforme era, en verdad, el encontrado por Pancho Serna en quién sabe cuál maleta de comediante. Uniforme, y muy raro y vistoso.

Pero lo importante del suceso ocurrió cuando el señor Carranza visitó a Villa, y se presentó ante los ojos del guerrillero norteño con aquellos pantalones rayados de plata y oro, y con aquella chaquetilla de alamares. El ranchero fijó su mirada en las águilas de dos cabezas que tenían realzados los botones y, con tono socarrón, le preguntó al señor Carranza:

-¿Esos zopilotes de dos cabezas son japoneses? Porque lo que es yo no los he visto volar en el monte en toda mi vida.

El señor Carranza sonrió, y bajó su nevada barba para ocultar los dorados botones.





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