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ArribaAbajo- II -

Casado confesor y consejero



I

Dieron tierra al inocente D. Tomé poco antes de las doce de un día espléndido, sin una nube en el Cielo, día primaveral, risueño y consolador que se metía por los poros y por los sentidos, alegrando sangre y alma, y fortificando las fuentes de la vida. Aun dentro del cementerio no resultaba triste la mañana. Cantaban los pajarillos sobre las sepulturas, y en las abiertas y vacías se colaba el sol vivificador como si de broma quisiera enterrarse. La caja que guardaba el cuerpo seco y frío de D. Tomé cayó en lo profundo silenciosa, y se agazapó allí dentro como en un nido, que había de ser eterno. Los que conocían bien al muerto se figuraban a éste gozoso en el acto de recibir encima la sábana de tierra y abrigarse con ella. No se oyeron lástimas tiernas ni suspiros hondos. El sacristán de las monjas echó de menos un ramo de azucenas en las manos yertas del difunto.

Guerra y Casado salieron. El segundo no podía estar triste, aunque las conveniencias se lo ordenaran, y la mascarilla fúnebre, de   —112→   rúbrica en todo entierro, se le iba cayendo a cada paso que daba hacia la ciudad. A los doscientos pasos, ya la mascarilla se había desprendido enteramente del rostro feo, que por compensación era simpático, y fiel espejo reproductor de las alegrías de la Naturaleza. Atravesando el Campo de tiro en dirección a Merchán, entablaron un diálogo memorable del cual no conviene perder punto ni coma.

CASADO. -  -¡Pobre D. Tomé, alma de Dios! Dentro de un mes, dentro de pocos días, mañana quizás, ya nadie en el mundo se acordará de él, como no sean su madre y hermanos.

GUERRA. -  -Vea usted... Un ser puro, que llega a la edad viril conservándose niño, conservándose ángel, desaparece sin dejar rastro de sí, sin que la humanidad experimente la menor emoción. No hizo mal alguno, representó en la Tierra la doctrina pura de Cristo, y la Fama no se ha enterado de su existencia. Cae con menos ruido que la hoja del árbol.

CASADO. -  -¿Y qué? ¿De cuándo acá los escogidos de Dios necesitan bombo de gacetilla como el que se administra a los autores de comedias, o a las señoras que dan un baile?

GUERRA. -  -Se ha dicho: «Bienaventurados los pobres de espíritu...» Y yo pregunto: «¿Hay alguien, entre los que hoy se conceptúan personas superiores dentro del catolicismo, que envidie al pobre D. Tomé y que desee   —113→   vivir y morir como él?» Más claro, ¿hay alguien que se proponga tomarle por modelo?

CASADO. -  -En vez de hacer preguntas, amigo mío, afirme usted, propóngase tomar por modelo al susodicho D. Tomé, que de Dios goza. Por mi parte, creo que cada cual debe cultivar el bien en sí, según las condiciones de su propia naturaleza. La condición angélica no es concedida a todos, mejor dicho, hay distintos modos de ser angélico, sin fijarnos en este o el otro caso. Variadísimo es el reino de la naturaleza espiritual. Hay mamíferos, aves y moluscos. Qué ¿se ríe usted? Pues yo sostengo que nunca el caballo debe echarse a volar, y que el pájaro no debe hacer vida de ostra. Conque, a otro tema... ¿Pero ha visto qué día tan hermoso? ¡Qué bien viene la hierba, qué florido está el campo! La nostalgia de mi querida Sagra me consume ya, y, Dios me lo perdone, mal año para las señoras esas del Socorro que me tienen preso, ausente de mi afición. Si Laureano Porras sigue mejorando, con la ayuda del Señor, no es mal esquinazo el que les voy a dar el mejor día a mis ovejas provisionales.

GUERRA. -  -Egoísta. ¡Y que están poco contentas las hermanas con su pastor interino!

CASADO. -  -Yo también lo estoy con ellas; pero ovejas por ovejas, me divierten más las merinas. Llámeme usted egoísta: sé que lo   —114→   soy. Llámeme enamorado: tengo mis amores allá, y estoy como los novios ausentes que miran a la luna. Dentro de algunos días no habrá quien me vea el pelo en esta ciudad que dicen es un tesoro de arqueología cristiana. Yo se lo regalo a los anticuarios, a los artistas españoles y extranjeros que vienen en bandadas por ahí, y me voy a mis geórgicas prácticas y reales, harto más bonitas que las que compuso el Mantuano. No quiero nada con Toledo. Harto estoy de ver curas feos y cadetes bonitos, paredones mudéjares y cresterías góticas. Con que si quiere venirse conmigo, verá qué buenos días pasamos.

GUERRA. -  -No puedo. Y siento mucho que usted se me vaya, porque ahora quizás le necesite más que nunca.

CASADO. -   (Con extrañeza.)  -¿Para qué me necesita, voto a tal, si ya puede soltar los andadores? Ahora vamos como por carriles...  (Observándole preocupado.)  ¿Pero qué? ¿se tuerce la vocación? ¿Ocurren dudas, vacilaciones?... Dios nos tenga de su mano.

GUERRA. -  -Ocurre algo de lo que usted dice, y algo más. Ocurre que me tengo por hombre indigno de abrazar el estado eclesiástico.

CASADO. -  -¡Ay de mí! ¿tropezoncitos tenemos? Pues al caballo de buena sangre, se le tira del freno y arriba con él... Pronto, dígame qué le pasa. ¿Es cosa de conciencia?

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-De conciencia.

-¿Actos o simplemente pensamientos?

-Pensamientos que no son menos graves que los actos, amigo D. Juan.

-Pues a desembuchar... Pero aguárdese un poco. Somos naturaleza flaca, y los grandes problemas morales no deben impedir que nos alimentemos. Al contrario; en cuerpos desmayados no anidarán jamás grandes resoluciones. Por consiguiente, almorzaremos, si usted no se opone a que rindamos este tributo a la vil materia. ¿Quiere hacer una cosa?

-Lo que usted disponga.

-Pues vámonos a casa del amigo Granullaque; nos meteremos en el cuartito bajo, y charlaremos allí todo cuanto nos dé la gana. ¿Conformes? Pues ahora, vaya desembuchando por el camino... ¡Ah! no olvidar que hoy es vigilia: supongo que la vil materia no se opondrá a que cumplamos con la Iglesia. Bueno: conformes también. Adelante... ¿No se atreve con el grave caso de conciencia? ¿Quiere que le haga preguntas como a los niños y a los soldados?

-No, no necesito anzuelo. Pues, verá usted. Estos días últimos... y noches, debo añadir... pasados junto al pobre D. Tomé con la hermana Lorenza...

-¡Ay, ay! D. Ángel de mi vida.

  —116→  

-No... no crea...

-Me asustó usted. Vamos, siga.

GUERRA. -  -Pues anteanoche, sí, la noche antes de morir el capellancito, me quedé allá. Por el día vi a la hermana Lorenza y hablé con ella, sintiendo en mí la adoración respetuosa que tanto ha influido en la mudanza de mi carácter y de mis inclinaciones. Nunca me pareció tan divina, nunca tan ideal, nunca tan adornada de esa belleza mística y...

CASADO. -  -Malo, malo... Esas místicas hermosuras me escaman a mí mucho, porque fácilmente se come el diablo lo místico dejando sólo lo plástico. Siempre quiebra la soga por lo más delgado.

-Cuanto ella dijo pareciome lo más hermoso, lo más sabio, lo más tierno...

-Tampoco lo tierno me gusta. Ojo con esas blanduras que...

-En resumen, que en toda aquella parte del día, no sentí ninguna turbación malsana, como no fuera un sentimiento de celos o envidia de D. Tomé, por figurarme que Lorenza le creería más cristiano a él que a mí, y le amaría más... Pasó aquel desvarío, dejándome una exaltación de piedad, un ansia vivísima de ser puro y santo como ella, una impaciencia abrasadora de entrar en la vida eclesiástica. Pero a la noche...

-Ya, ya lo veo. Que no todas las horas son   —117→   iguales. El sol las trae buenas y la luna las trae detestables. No bastan a veces los mejores propósitos. Se necesita cálculo para evitar las ocasiones, y huir de las horas malignas como de trampas dispuestas por ese peine de Satanás, que es más listo, pero más listo...

-Cuando volví de cenar en mi casa, ya un poco tarde, Gencia, que estaba de guardia junto al enfermo, me alumbró al sentir mis pasos en la escalera, y después se marchó. D. Tomé descansaba. La hermana Lorenza, después de cuarenta y tantas horas de trabajo sin probar el sueño, se había echado sobre un colchón en el cuartito próximo al que llamaremos comedor, y dormía como una criatura.

-También me cargan esos cuartitos próximos. Mucho ojo con ellos. Yo suprimiría en toda casa los cuartitos mediatos e inmediatos... Y en conclusión, todo se redujo a un mal pensamiento.

-Pero tan malo, que tardaré en arrojar de mí el rastro de vergüenza que me dejó. A un hombre como usted no debo ocultarle ni el más ligero detalle de lo que en mi interior ocurría. Hablemos como penitente y confesor, y también como amigos.

CASADO. -    (Al pasar por la puerta del Cristo de la Luz.)  -Sí, amigo mío. Hablando con franqueza y con toda la libertad que la decencia   —118→   permita, nos entenderemos mejor, y podremos analizar más claramente el caso. El lenguaje encogido y de circunloquios obscurece los asuntos. La amistad y el campechanismo saben presentarlos en su realidad sinuosa, alumbrándolos por delante y por detrás.

GUERRA. -  -Corriente. Pues resultó, amigo mío, que al encontrarme allí, solo, viendo por una parte al enfermo profundamente dormido, y a la enfermera por otra, mi ser sufrió uno de esos vuelcos súbitos que a veces deciden del destino de un hombre. Todo el espiritualismo, toda la piedad, toda la ciencia religiosa de que me envanecía, salieron de mí de golpe. ¿Ve usted cómo se vacía un cántaro de agua que ponen boca abajo? Pues así me vacié yo. No quedó nada. Era ya otro hombre, el viejo, el de marras, con mis instintos brutales, animal más o menos inteligente, ciego para todo lo divino. De puntillas me acerqué al cuarto en que reposaba la hermana Lorenza, y a la escasa claridad que allí entraba de la sala, la vi... medio la veía y medio la sentía. Ya sabe usted que duermen vestidas, tan sólo aflojándose el justillo y quitándose la toca. La manta la cubría de las rodillas abajo. No me pregunte usted si había suficiente claridad en el cuarto para verla bien; yo sólo sé que la vi, y que consideré la mayor felicidad posible en este mundo y en   —119→   el otro, felicidad superior a la bienaventuranza eterna, la de...  (Expresábase en voz tan baja que apenas se oía.) 

CASADO. -  -Vaya, vaya.  (Serio.)  Una pérfida emboscada de ese tunante... Pero acabe usted. ¿No fue más que tentación?

GUERRA. -  -Tentación horrible. Mi sangre era fuego, y al propio tiempo un frío mortal me corría por el espinazo. Mis ideas... Pero no había ideas en mí, sino un apetito primordial, paradisiaco... lo llamo así porque relaciono mi estado con el de los primeros pobladores del mundo, en la fecha remota del pecado original. ¿Qué dice usted? ¿que si me parecía hermosa? No puedo responder categóricamente. ¡Hay tantas clases de hermosura! La que yo apreciaba entonces era algo que de mi propia imaginación emanaba y a ella volvía entre llamaradas. Si en aquel momento me ofrecen lo que yo deseaba, a cambio de la bienaventuranza eterna, lo acepto sin vacilar. No me importaba una eternidad de tormentos a cambio de...

CASADO. -  -¡Pues no estaba usted poco tremendo! D. Ángel, hay que domarse. De lo referido hasta ahora, deduzco que usted no podía satisfacer sus deseos sino empleando la violencia. ¿Llegó ese caso?

GUERRA. -  -No... por Dios, no me suponga usted tan perverso. Hubo un instante en que   —120→   medí mentalmente mi fuerza muscular... Pero aquello pasó, por fortuna mía. Lo repugnante, lo odioso y villano de tal intención se presentó a mi espíritu con tal claridad, que en este sentimiento de mi infamia me apoyé para luchar con la tentación y vencerla, como la vencí.

CASADO. -  -Bien, hombre, bien. Quedando circunscripto a la esfera de las intenciones, el caso, aunque grave, no es desesperado. Tiene cura, sí señor, tiene cura... Y ahora voy a hacerle a usted una observación, no de sacerdote a penitente, sino de hombre profano a hombre corrido en estas arduas materias; y conste que aquí hablamos como amigos, en la intimidad más llana y familiar.  (Parándose por centésima vez en medio de la solitaria cuesta del Cristo de la Luz.)  Pues no comprendo que provoque esas insurrecciones terribles de la carne ninguna mujer del ramo de monjas, sobre todo de estas callejeras. Son por lo común tan sin gracia, cuidan tan poco de su persona, usan unos trajes tan esmeradamente apartados de todo artificio satánico, y unos zapatones tan feos, que... vamos, que no lo entiendo. Me parece que tentar en el terreno ese es ya el colmo de la travesura infernal... Claro que hay desvaríos muy extraños; pero no creí... que... vamos... hablo por apreciaciones puramente teóricas... No sé...   —121→   Eso allá ustedes, los que han cursado la mundología hasta el grado de doctor.

GUERRA. -  -Amigo D. Juan, imposible que un hombre aprecie con exactitud las vibraciones cerebrales y nerviosas de otro. Cada hombre es un mundo. La impulsología humana (valga la palabra) está por descubrir. Yo le concedo a usted que en la mayoría de los casos, son poco o nada tentadoras las santas mujeres que se consagran en público a la caridad, y esto, naturalmente, contribuye al prestigio de tales órdenes. Pero hay casos excepcionales, circunstancias y antecedentes personalísimos. ¿Cómo se explica usted que quien es el mismo recato, la personificación de la honestidad y de la virtud, haya provocado sin conocerlo un conflicto de conciencia como aquel en que yo me vi? Quizás por lo mismo, quizás por esa ley de maldición que ordena pisotear lo más puro y cubrirlo de lodo. Quiso valerse de mí el espíritu malo para satisfacer su eterna envidia, para escalar las regiones celestiales y profanarlas, convirtiendo los ángeles en bestias. De veras digo que si yo no creyera en el Diablo, en aquella noche tremenda le habría tenido por la cosa más real del mundo. Yo le sentía, le tenía metido dentro, y su boca era mi boca, sus nervios mis nervios, su sangre mi sangre... Por fin, lo que me salvó fue la repugnancia de   —122→   apelar a la violencia y a la traición. El sentimiento del honor hizo más fuerza en mí que la moral pura. El desprecio de mí mismo me contuvo más que el temor de Dios.



II

CASADO. -    (Acelerando el paso para ir decididamente donde guisaban.)  -¿Pero no le pasó por las mientes pedir auxilio al único que lo da eficaz contra el Demonio? Volver la voluntad a Dios, invocar a la Virgen son remedios infalibles cuando el alma no está dañada.

GUERRA. -  -Nada de eso se me ocurrió, ni me acordaba yo en aquellos instantes de que tal Dios ni tal Virgen existen en el Universo. Cuando pensé en la divinidad, ya había conseguido amarrar la bestia con la cadena del honor y de la dignidad, los primeros instrumentos de defensa que encontré a mano. Un accidente externo vino en mi ayuda. D. Tomé llamó. Acudí a su lado, y la presencia de aquel bendito moribundo puso fin a mis angustias. Vi salir a Satanás rechinando los dientes. Digo que le vi, porque aquella idea de mi salvación, como las anteriores ideas de mi peligro y lucha, tomaba tal fuerza en mi mente, que casi casi le daban forma sensible mis sentidos. Le prevengo a usted que tengo   —123→   una increíble facultad de materializar las ideas, y cuando la mente se me caldea con un pensar fijo y tenaz, suelo ver lo que pienso. En esta temporada, cuando la idea de hacerme cura ha secuestrado mi pensamiento con exclusión de toda otra idea, ¿sabe usted lo que me ha ocurrido? Pues que he visto en la Catedral y en las calles, de noche, un clérigo que al encuentro me salía o iba delante de mí, un ser corpóreo y tangible, mi misma persona, mi propia cara, y con él, o sea conmigo mismo, he hablado como hablo ahora con usted.

-Eso sí que es raro. Apresurémonos, amigo, que es poco higiénico platicar de esas cosas con el estómago vacío.

-¿Quiere usted otro ejemplo? Pues al amanecer de aquel día, cuando la hermana Lorenza se apareció ante mí por primera vez después de la tentación que he referido, venía rodeada de pies a cabeza de una luz cegadora, y sus ojos me miraron con una severidad que me hizo estremecer, y echándose mano al seno, se arrancó un pedazo de carne... me parece que lo estoy viendo... de carne, sí, grande y blanquísimo, chorreando sangre, y me lo arrojó a la cara, diciéndome con más compasión que ira estas palabras que nunca olvidaré: «Toma... para la pobre bestia».

-¿Pero es eso verdad...?

-Las dudas acerca de la realidad del caso   —124→   me atormentan desde aquel momento. A veces creo que fue tal como acabo de referirlo, y juraría que oí las palabras y que vi los ojos acusadores; a veces dudo y niego. Lo que sí aseguro a usted es que me alegraría de que hubiera sido verdad. Una de las ansias que más me atormentan es la de lo sobrenatural, la de que mis sentidos perciban sensaciones contrarias a la ley física que todos conocemos. La monotonía de los fenómenos corrientes de la naturaleza es desesperante. Lo sobrenatural, lo maravilloso, el milagro, me hacen falta a mí, y por encontrarlos diera todo lo que poseo.

-Me temo, Sr. D. Ángel,  (Suspirando.)  que no encuentre usted esa joya, aunque a peso de oro la pague. Pero examinemos ahora el estado de la víctima después de esa semi-catástrofe o caída moral, que caída es, y en un muladar. De que está el hombre manchado hasta el cogote no cabe duda. Falta saber si podrá limpiarse; porque si no...

-¡Ah! yo le juro a usted que el desprecio de mí mismo por aquella acción pensada no puede ser mayor. Mi abatimiento es tal que creo que Dios no ha de querer perdonarme.

-Eso no. No achiquemos la misericordia divina. Proponiéndose no reincidir...

-Por proponérmelo no quedará. Pero...

-Aprisita, que ya estamos cerca.  (Atravesando   —125→   Zocodover.)  Allí le diré a usted más de cuatro cosas.

Llegan a la hostería de Granullaque. Casado empuja la vidriera y penetran ambos, encontrándose frente a la boca del horno, guarnecida de azulejos. En el reducido espacio que media entre la vidriera y el horno, hay un mostradorcillo, y tras éste un hombre, de gorra y blusa, fumando en pipa corta, en la mano la pala con que mete y saca los bartolillos o las cazuelas de cabrito y besugo... «Buenos días -dícele Casado-. Que nos den prontito de almorzar».

-¿De vigilia, D. Juan?

-Pues claro. No faltaba otra cosa.

-Mire que la vigilia se está acabando. Muy poco quedará.

-Magnífico. Eso prueba que hay cristiandad en la feligresía. Vamos allá.

Pasan al patio, donde hay no pocos parroquianos almorzando de tenedor o pasteleando con copas, y se meten en una salita baja, donde no penetra el público. Es lugar reservado a los amigos de la familia. D. Juan toma posesión de una mesa, saludando desde lejos a dos personas que divisa en la habitación próxima, un clérigo y una señora mayor. Palmotea. Preséntase el mozo, la servilleta al hombro.

«Pronto; encarga una tortilla con jamón.   —126→   ¡Ah, qué disparate!... Quiero decir con espárragos... tampoco, que no es el tiempo. Pues tráenos una tortilla con nada, con huevos. Pero listo, que estamos pereciendo. Venimos nada menos que del cementerio, y con la pena y el aire de la mañana nuestros cuerpos no son cuerpos, sino más bien ánimas del Purgatorio... Oye: tráete en seguida una botella de Valdepeñas. Del bueno, ya sabes. Y que nos preparen un plato de pescado, sea lo que fuere».

Hasta después de la tortilla y de los primeros tragos, no estuvo D. Juan en disposición de ocupar su mente en cosas tan sutiles como los problemas de conciencia. Hallábanse enteramente solos, y del cuarto próximo, separado de aquél por grueso cortinón de fieltro, sólo llegaba el sordo rum rum de una cháchara familiar. El diálogo se reanudó en esta forma:

CASADO. -  -Pues ahora, Sr. D. Ángel, acabe de ilustrarme, y sepamos si el caso de autos le ha producido, como parece natural, aversión o desgana de la carrera religiosa.

GUERRA. -  -No señor. Del suelo hondísimo y asqueroso en que caí, me he levantado con mayor anhelo de la vida contemplativa. Creo que, una vez en ella, no he de tener esos arrechuchos infames.

-¿Está seguro de ello?

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-Seguro, seguro, no; lo presumo, lo espero.

-Pues opino, salvo mejor parecer, que el sacramento del Orden debe aplazarse hasta que haya seguridad completa de que esos arrechuchos, como usted dice, no han de reproducirse. Amigo mío, esto no es cosa de juego. Otros tal vez, indulgentes con esa fragilidad, no le pedirían más que un simple propósito de enmienda; y con tal que quedara a salvo el dogma, la pureza del principio, le darían a usted el pase. Para mí, tan importante como el dogma es la disciplina moral, y no le dejo pasar, no, mientras no le vea bien curado y limpio. Todo se reduce a sofocar los malos pensamientos por medio de la oración, la compunción, el trabajo, las buenas obras y una continua vigilancia de la bestia.

-He comenzado a emplear parte de ese tratamiento.

-¿Sin resultado?

-Así, así. Llevo desde ayer un trabajo mental de los más rudos. No puede usted figurarse cuánto me impresionó la muerte del pobrecito capellán. Creí que presenciaba mi propia muerte. Velando su cadáver, solos él y yo, he tratado de purificar mi espíritu. No estoy descontento. Pero veo a Dios ceñudo, a la Virgen ocultándome su rostro divino, y desconfío del perdón.

  —128→  

-No, ¡vive Dios! no haya desconfianza.  (Partiendo un besugo asado y emprendiéndola con su ración.)  Varones eminentes de la cristiandad, patriarcas y santos han pasado por ese crisol terrible de las tentaciones. Pues qué, ¿creía usted que la turbamulta caelorum se compone toda de seres como el virginal D. Tomé? No; de todo hay; hombres fueron los más, sujetos a las flaquezas de nuestro infelicísimo linaje. Las vencieron, las lloraron como David con acentos sublimes, y allá están en el quinto cielo.  (Bebiendo.)  No hay que acobardarse, amigo mío. ¿Quién no ha sido tentado alguna vez? Sólo nuestro Señor Jesucristo pudo decirle al pillo ese: «Vade retro. No tentarás al Señor tu Dios». Pero ¿los demás, nosotros, el mísero gusano terrestre...? Caemos siete veces al día, y otras tantas, si se puede, volvemos a levantarnos... Pero qué es eso, ¿usted no come?

-Ya como.

-¡Hijo, ni que fuéramos anacoretas! ¿Y no bebe?

-También; pero no mucho.

-No condeno la sobriedad. Pero créame, conviene alimentarse, sobre todo cuando es rudo y continuo el trabajo cerebral. Si tuviera usted que meterse en uno de esos confesionarios de monjas que parecen cisternas, y estarse allí toda la tarde oyendo pecaditos o   —129→   más bien escrúpulos que se quiebran de sutiles, ya me diría si se puede trabajar sin comer... Con que decíamos que habrá perdón siempre que tengamos arrepentimiento de verdad.

GUERRA. -  -Y en cuanto a si debo persistir o no en mi propósito, observaré que se ha hecho de tal modo mi espíritu a la idea de pertenecer al estado eclesiástico, que me será difícil renunciar a él. ¿A dónde voy yo ahora con mi persona, solo, sin familia, sin afecciones, con los gustos enteramente cambiados? He tomado grande afición al ritual católico; me enamoran, me seducen los actos religiosos, particularmente el ceremonial de la misa, todo amor, piedad y poesía. «¿Será esto, me pregunto a veces, dilettantismo, delirio estético y amor de la forma?». No lo sé. Pero sea lo que quiera, adoro el simbolismo del culto, y quiero ser artista de él. Es una clase de vocación que usted no puede rechazar, porque la rúbrica me hace amar el dogma.

CASADO. -  -Eso es empezar por el fin; pero no importa. Adelante... ¡Ah!  (Después de beber un buen trago.)  Se me ocurre una gran idea. Establezcamos una distancia prudencial entre usted y esa hermana del Socorro, que es quien nos perturba, y habremos ganado el pleito. Yo haré que la manden a otra provincia.

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GUERRA. -    (Excitado.)  -Eso no. De ella han partido las inspiraciones de esta mudanza mía. Si es cierto que en momentos breves, peligrosos, fue causa inocente del trastorno que he contado, y en todo tiempo su presencia, su mirar, su voz, acortan la distancia entre mi pensamiento y la divinidad. Cualquier exhortación suya me hace amar el bien y la virtud con pasión verdadera. Dejarla, dejarla, si no se quiere que yo me convierta en el más vulgar de los hombres.

CASADO. -  -Bueno... transigiremos Amigo D. Ángel,  (Con alegría decidora.)  todo se arregla, habiendo buenos deseos y espíritu de verdad...  (Al mozo.)  Oye tú, ¿no nos traes algún postre?... Pues decía que vamos bien, bien. Yo, sin embargo, me permito proponer que no nos precipitemos en el cambio de estado. No quiero sobre mí la responsabilidad de un siniestro grave. Porque el otro, el malo, el sinvergüenza ese que por buen nombre llaman Ángel de las tinieblas, podría armar un lío muy gordo con todo eso de la estética del culto, y la musiquita, y la hermana inspiradilla, los ojos que miran, el espíritu que hace de las suyas, y la materia que se dispara... y tal y qué sé yo. A Segura le llevan preso. Sigamos instruyéndonos, sigamos preparándonos. Buenas son las lecciones de canto; pero no hay que olvidar la teología dogmática y moral.   —131→   La historia eclesiástica, el derecho canónico, son magníficos sedantes para los nervios excitados. Y por encima de todo eso recomiendo el reposo, que nos trae la claridad de entendimiento; la vida metódica sin abstinencias ni paseos solitarios que suelen dar de sí desvaríos y alucinaciones. Conviene además no arrojar del pecho la alegría, no zambullirnos en metafísicas agotantes, ni empeñarnos en buscar lo sobrenatural, pues las leyes físicas no son cosa de juego, y no las ha hecho el caballero ese de arriba para que cualquier barbilindo de por acá las altere a su antojo... Si le parece, tomaremos café... Y volviendo al caso grave, perdonado queda; pero se me ha de dar cuenta diaria de las disposiciones en que cada día se encuentra el sujeto, para ver si asoma algún síntoma sospechoso... Medianillo está el brebaje, que llamaremos pseudo café. Vea usted, no puedo meterle a esta gente en la cabeza la rúbrica de hacer el café como Dios manda... Fumaremos un cigarrito... Conque ¿se ha enterado? Un parte diario de la situación moral, y si hay paliques con la hermanita quiero saber qué efectos...

GUERRA. -  -Créame, D. Juan: de mis conversaciones con ella salgo siempre dispuesto a dejar tamañitos a los santos del cielo.

CASADO. -  -Eso no está mal... El cigarro es   —132→   infame. Este debe de ser de las tabaquerías del Infierno, y de los que se fuma el perro cabrón ese, más feo que yo, y más malo que su madre, la serpiente del Paraíso... Y para concluir, sepamos también de una vez cuándo se pone mano en esa fundación, que Toledo aguarda como la novena maravilla. ¿Es una secuela del Socorro, con más amplitud, con más elementos? ¿Es algo nuevo que exige autorización pontificia? ¿Será simplemente toledana, o tendrá ramificaciones en toda la Península, radicando aquí la casa matriz? ¿Abraza la beneficencia domiciliaria y la hospitalaria? ¿Qué nombre, qué advocación llevará?

GUERRA. -  Ahora mismo le sacaré a usted de dudas.



III

No contaban con las interrupciones impertinentes. Apenas había empezado Ángel a explicarse, cuando entre su palabra y la curiosidad de su amigo se interpuso un cuerpo extraño, que hizo suspender la relación. No era otro que D. Eleuterio García Virones, pretendiente fastidioso de la capellanía de la Penitencia, el cual, al proyectar su estampa sobre la mesa, llenó de consternación a los dos que en ella, charlaban.

  —133→  

«Ya sabía que estaban ustedes aquí... muy señores míos... Me lo dijo el mozo, y no he querido pasar sin saludarles. ¡Carambo! parece que lo ha hecho la Divina Providencia. Pasar yo... decirme el otro... ¡qué casualidad! las dos personas que podrían, si quisieran, conseguirme la plaza...»

Dijo esto apoyadas las manos en la mesa, inclinándose hasta tocar con su desteñida teja las cabezas de ambos comensales.

CASADO. -  Mire, D. Eleuterio, aquí hace usted tanta falta como los perros en misa. Hablábamos de cosas reservadas...

VIRONES. -  De cosas reservadas. Pues entonces...  (Sentándose.)  me voy al momento. Pero antes prométanme...

CASADO. -  Le prometemos nuestra gratitud si se larga.

VIRONES. -  No dé tan fuerte, Hermano. Tenga piedad de un clérigo pobre  (Cogiendo un terrón de azúcar.) 

GUERRA. -  Lo que el señor quiere es que le convidemos a café.

VIRONES. -  Si usted se empeña...

CASADO. -  ¡Dale! Si se le convida, ya tenemos Virones para todo el día. ¡Café! Mejor querría él una copa de aguardiente.

VIRONES. -  Bien sabe usted que no lo cato.

CASADO. -  Vaya, tome un cigarro, y retírese por el foro.

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A la luz del día, vio Guerra la persona del clérigo en muy distinto aspecto y forma que cuando se le apareció, de noche, en la plazuela de San Justo. D. Eleuterio revelaba en el descuido de su traje y en el poco aseo de su cara y manos cierta conformidad o naturalización con la miseria. Su cara redonda, cetrina, untuosa cual si le hubieran dado aceite; su barba de seis días; sus lagrimales como acabados de salir de un largo sueño; sus labios carunculosos, teñidos de zumo de tabaco; su collarín grasiento; la sotana manchada de babas, de caspa y de ceniza; las manos pringosas y el manteo con tornasoles, declaraban el santo horror al agua, la abstinencia del jabón, y absoluto desprecio del bien parecer.

CASADO. -  Haga el favor, amigo Virones, de no acercarse tanto a mí cuando habla, que trae aliento de vinazo.

VIRONES. -  No es verdad. ¿Vino yo? No lo pruebo más que cuando consagro. Esas bromas, Juanito, son de mal género. Podría creer el Sr. de Guerra que yo tengo el vicio.

CASADO. -  Creería la verdad. En fin, ahí tiene el café con su ron correspondiente.

VIRONES. -  Lo tomo por ser obsequio del Sr. de Guerra. ¡Ay Dios mío, qué mal año para los curas pobres! Mire usted, D. Ángel, si pide para mí la placita esa y no se la conceden,   —135→   le harán un desprecio... vamos, que será una cochinada.

CASADO. -  ¡Qué le han de dar! A usted; para que coma, hay que mandarle a una parroquia de las más montunas de la diócesis, allá, entre cerdos, que es donde encaja bien. D. Ángel lo pedirá y yo lo apoyaré, para que se nos vaya usted lejos y no nos tumbe con ese tufo que echa de sí.

VIRONES. -  No me gustan a mí las aldeas, donde todo es miseria y basura. Aquí me bandeo mejor, y si me dan la capellanía, con eso y algún sermón de los de moco-suena, moco-suena, defiendo las arrastradas sopas de ajo... ¿Pues no me ha dicho Mancebo esta mañana que pretende la plaza el chico de doña Pepa la Manchada, ese mariquita que se ordenó hace dos meses y que no sabe ni ponerse el manípulo? Estamos ya de injusticias hasta la corona. D. Ángel, ¿echará usted un empeñito por mí? Mire que andamos mal, pero mal.

GUERRA. -  Pero, hijo mío, ¿de dónde saca usted que yo puedo sacarle la plaza? Yo no soy nadie...

VIRONES.-  Que no es nadie, ¡carambo! Y no saben dónde ponerle. Y cuando va por la calle, la gente se le queda mirando, y dice: «ese es ese tan rico que va a cantar misa». Cualquier día cantaba yo misa si tuviera la décima parte de lo que tiene usted. ¡Vaya un   —136→   oficio y vaya unos tiempos! Por un sermón del Patrocinio de San José, que tiene miga, vaya si tiene miga, ¿sabe lo que dieron? Seis duros, dos en calderilla. Vale más procurarse una borrica y ponerse a llevar agua o carbón a las casas. ¡Cuando me acuerdo de que hice ascos a la carrera de albéitar! El maldito latín me perdió. Le tomé afición como se podría uno enviciar con el aguardiente o el tabaco. Me gustaba Cicerón. ¡Maldito sea, y toda su casta! Alguien me susurró al oído que me darían una prebenda. Tragué el anzuelo con voracidad de tiburón, y aquí lo siento clavado todavía en el mismo buche. Me pescaron, y aquí me tiene usted fuera de mi elemento...

CASADO. -  No nos venga usted con la historia de que su elemento es el agua...

VIRONES. -  Mi elemento es el trabajo, quaerens panem.

GUERRA. -    (Con prontitud.)  Sr. Virones, si no lo lleva a mal, yo me permito aconsejarle que no piense más en la capellanía. Otra cosa mejor y más propia para usted he de conseguirle yo.

VIRONES. -  No me lo diga, D. Ángel, que del gusto paréceme que me desmayo. ¿Qué va a ser ello?

GUERRA. -  Un curato de pueblo.

CASADO. -  Hombre, sí. Se ha muerto el ecónomo de Pelahustán, partido de Escalona.

  —137→  

VIRONES. -  Pues a Pelahustán me voy, si me nombran. Vegetaremos. ¿Pero de veras...?

GUERRA. -  Hoy mismo veré al Secretario del Cardenal.

CASADO. -  Se hará, D. Eleuterio; pero a condición de que usted nos deje en paz, y se vaya a tomar el aire.

VIRONES. -   (Suplicante.)  D. Ángel, por la preciosa sangre de Cristo, no deje pasar el día de hoy sin dar el golpe. Yo le acompañaré. Ahora está el Secretario en la oficina.

GUERRA. -  Pues ahora.  (Levantándose.) 

CASADO. -  ¿No lo dije? Ya le cayó que hacer.

VIRONES. -  El llanto sobre el difunto.

CASADO. -  Buena breva le ha caído a usted, compadre Guerra.

VIRONES. -  Cállese, sagreño maldito, y déjele entender la caridad como entenderse debe. Jesucristo dijo: «lo que has de hacer mañana, hazlo hoy».

CASADO. -  Jesucristo no dijo tal cosa.

VIRONES. -  Lo dijo Franklin: lo mismo da.

CASADO. -  Lo mismo no da, hereje.

VIRONES. -  Pues lo digo yo: «si me has de dar el pan, dámelo pronto». La diligencia es prima hermana de la caridad. Pax multa diligentibus.

CASADO. -  ¡Pobre D. Ángel! Día de prueba. A la noche me lo contará.

  —138→  

GUERRA. -  ¿No hemos de hacer algo por el prójimo?

VIRONES. -  ¡A Palacio! ¡Vivan los hombres de resolución! Casadillo, fastidiarse.

CASADO. -  Divertirse.

 

(Salen GUERRA y VIRONES.)

 

Retirose D. Juan, después de charlar un ratito con el hombre situado en la boca del horno, y al atravesar el callejón que conduce a Zocodover, encontrose de manos a boca con su amigo Casiano, el cual le dijo: «A buscarte iba. Ya supe que almorzabas en el comedor bajo de Granullaque. Me lo dijo Bartolo. Entró, y te vi desde la puerta; pero como estaban contigo el Padre Virones y D. Ángel, el masón ese que ahora estudia para cura, no quise pasar.

-¿Has venido hoy?

-Esta mañana, y no quiero volverme sin parlamentar contigo.

-¿Cómo anda aquello?  (Con vivo interés.)  ¿Está bien nacido lo mío? ¿Sabes si compró Palomo las dos mulas que le encargué? ¿Qué tal pinta tiene el sembrado de la suerte de abajo? Supongo que no habrá humedades por allá. ¿Será tarde ya para sembrar el garbanzo? ¿Y qué tal estamos de gallinas? ¿Viste mis tres cerdos? ¿Te parece que podremos trasquilar dentro de un mes?

  —139→  

A este aluvión de preguntas contestó el bargueño con brevedad, ansioso de abordar otro tema; pero cuando iniciarlo quería, el amigo le tapaba la boca con sus nostalgias campesinas. «¡Ay, Casiano de mi alma! ya no puedo más. Estoy de monjas hasta aquí. En mal hora me comprometí a sustituir al amigo Porras, que ya va bien: Dios le conserve. Pues digo, esta tarde tengo que ir allá y sepultarme en un lóbrego confesionario, donde debo llamarme Jonás, porque me parece que estoy en el vientre de la ballena. Y oiga usted allí, hora tras hora, los tremendos pecados de esas benditas. Ya me los sé de memoria. Y mañana función y misa cantada; comunión general; manifiesto. Por la tarde, reserva. No va a ser mala carrera la que eche yo el día que me suelten. No me vuelven a ver aquí hasta el Corpus lo más pronto. Con que dime, ¿qué tal trabaja la Capitana que me compraste en Villaluenga? ¿Empareja bien con la Repulida?

-Parecen mellizas la una de la otra, y hermanas de ellas mismas enteramente, -replicó el de Bargas, y sin más se fue al bulto-: ¿Vas a tu casa? Pues iré contigo; tengo que hablarte sobre lo que me urge.

-Pues habla pronto, aunque sea debajo de tus urgencias.

-Nada; que yo ando irresoluto, Juan, y el   —140→   cuento es que no tengo sosiego, y quisiera decidirme por el sí o el no. Necesito un consejo de amigo, y tú vas a dármelo. Es caso de conciencia.

-Por lo visto, hoy se saca ánima. Estoy de suerte, y hasta las piedras de la calle se me vuelven casos de conciencia. Casiano, por ser tú quien eres, no te pego un empujón. Vámonos a casa.

Diez minutos después, hallábanse ambos en el gabinete de D. Juan, la puerta vidriera cerrada, y a obscuras la sala próxima.

-Pues llegó el momento, Juan amigo, de decirte con todas mis potencias naturales que esa mujer me tiene trastornado.

-Lo sabía, Casiano, lo he visto, y he pedido a Dios por ti. Dulce es guapa, graciosa, sentimental, requetefina y elegante. Tiene, pues, todas las hierbas maléficas para trastornar a un bárbaro como tú, que en tu vida las has visto más gordas, digo, más flacas, pues en el ramo de carnes, hay que confesar que tu prima no está de buen año... Pero entendámonos, y fuera caretas. ¿has pensado en casarte?

-¡Ay, hijo de mi vida, ahí está el basilio! La muchacha me peta. ¿A qué andar con rodeos? Yo soy más claro que el sol. Me gusta como el agua en tiempo de sequía, como el sol en humedades. Vamos, que me gusta como   —141→   el santísimo pan que uno come cuando tiene hambre. Pero...

-Pero... Por ahí. La chica, de por sí te llena; pero tiene más peros que un peral.

-Así es, y no se atreve uno con tanto pero.

-Algunos de ellos gordos, de tres libras.

-¡Que no fuera ella sola, caída de las estrellas, sin padre ni madre!

-Ni hermanos.

-Dígote que el padre es un punto como pocos. Su madre, mi tía Catalina, no es mala en el fondo.

-¡Qué ha de ser mala en el fondo!... pero cuidado con la superficie!...

-No hay más sino que está más loca, que todos los que moran en el Nuncio.

-Pero en su locura es un ángel... de cornisa. No hace mal a nadie, como no sea a los republicanos, por aquello de mentar tanto a los reyes, que fueron sus abuelitos.

-Pues dígote de los hermanos... ¡Potra, qué par de pillos! Para un rato, pasen; pero si les dejas tomar confianza, te sacan los ojos.

-Lo que es a mí...

-Cada sablazo que me dan, crujen los andamios del firmamento.

-Y tú tan tonto que te lo dejas dar.

-Potra, ya no. Hoy les metí a entrambos el resuello en el cuerpo.

-Así, así. Y que te traigan ratas, o cuñados   —142→   con sable. Si Dulce ha de ser tu mujer, ponle por condición que se declare huérfana de padre y madre, y de hermanos. Tú haces una raya, y de allí no te pasa ningún Babel.

-¿Pero qué has dicho? ¡Casarme! ¿Me lo aconsejas tú?

-Yo no te aconsejo nada. Dígolo porque si no hay más peros que esos...

-Hay más peros, Juan; quedan por relatar los peros peores.

-Dios nos asista. Querido Casiano, se me ponen los pelos de punta oyéndote. Si has de contarme alguna cosa muy tremenda, prepárame en forma gradual, porque me dañan las emociones fuertes.

-Juan, no necesito prepararte paliativamente ni aun decirte nada, porque tú todo lo sabes.



IV

El grandísimo socarrón de Casado se hacía de nuevas, viendo venir a su amigo y conociendo el intríngulis de su grave consulta.

«¿A qué es engañarnos? -dijo el guapo sagreño-. Lo que yo sé, sábeslo tú, lo supiste antes que nadie, porque contigo tuvo Dulce confianzas, cuando se desbarató de los nervios irracionales, y estuvo si casca o no casca.

  —143→  

-¿Pero qué pretendes tú? ¿Que yo te revele secretos de confesión?

-No es eso, ¡potra! Sin confesarla, sabías tú que Dulce ha tenido sus más y sus menos. Aquel Madrid es de muy malas circunstancias, y las muchachas más honestas se pierden en un tris, aunque no quieran. El cuento es que desde que se empezó a correr que la susodicha me gustaba, no han faltado acusones y chismosos que vengan a traerme mil catálogos de ella. Que si fue, que si hizo, y dale que es tarde. Yo aparto las mentiras inventadas por la envidia; pero por más que quito jierro, siempre queda algo. Lo que no tiene duda es que Dulce estuvo casada, vamos al decir, por la iglesia civil, con ese amigo tuyo que dicen fue masón y republicano federal de los del petróleo, y que ogaño se ha convertido y quiere entrar de fraile descalzo. ¿Es verdad, sí o no, que estuvo casada con él?

-Hombre, casada precisamente no.

-No seas materialista, hombre. Es un decir... vamos. El cuento es que a mí me lo dijeron, y, pásmate, lo creí. Me dio el corazón que era verdad, porque estas cosas parece que se adivinan, putativamente. Hace días que la propia Dulce, portándose como una señora, me dijo al verme sumamente adelantado en mi querer: «Casiano, tú no mereces que se te engañe, ni es leal en mí presuponerme lo que   —144→   no soy». La pobrecita quería hablarme claro y contarme sus contras; pero la vergüenza no la dejaba. Yo digo que donde hay vergüenza natural no ahonda la maldad... Pues verás: esta mañana cogí por mi cuenta a la tía Catalina; y solos ella y yo, le dije: «¿Qué hay de esto, tía Catalina?»

-Y la pobre señora se echó a llorar, y cantó de plano. Como si lo viera.

-Lo adivinas. Se arrodilló delante de mí, y al modo que parlan en el teatro, me dijo: «Noble Casiano, perdóname. Ya no puedo más, y rompo el silencio. Mi conciencia se oprime ocultándote la verdad. Cierto es que a la niña no se la podría enterrar con palma, como no fuera la del martirio, porque ese pillo la defraudó, diole palabra de consiguiente matrimonio, la perdió, como quien dice, valiéndose de nuestras circunstancias miserables. Pero yo te aseguro, que, aparte lo material, la niña es un ángel, y te quiere de veras. Tú dispones de su suerte». Esto dijo, y siguió llorando y echando babas más de media hora. Luego entró Dulce, que venía de la Magdalena, y adivinando con su buen entender lo que habíamos hablado, se echó a llorar también, y a mí, la verdad, se me puso un nudo en la garganta.

-No está mal la escenita. Vamos, las dos te han conquistado con sus babas.

  —145→  

-No, ¡potra! Yo no me determino hasta que tú me des un buen consejo con toda ilustración. Dime con franqueza: ¿crees que ya no hay nada entre mi prima y el que va a ser clérigo?

¡Oh! nada, absolutamente nada. Te lo garantizo. Cosa concluida desde hace tiempo, y según creo, sin soldadura posible.

-¡Ay, potra, qué peso me quitas de encima!

-¿Pero te basta eso? ¿Te satisfaces con el presente, y echas un velo sobre...?

-Déjame a mí de velos. Lo que hay es que siempre es un consuelo saber que ogaño no hay mácula. Lo pasado, siempre es pasados y nadie lo puede resucitar más que con el pincha y raja de las habladurías. Yo te digo con verdad una cosa: si tu amigo se hace cura, es lo mismo que si se muriera para la efectividad del querer. De modo que bien puedo hacerme la cuenta de que Dulce es viuda.

-Chico, ¿sabes que manejas bien el sofisma?

-¡Potra, no!... Pero no seamos materiales.  (Impaciente.)  Todo se reduce a que no hubo bendiciones. Suponte ahora tú que yo no hubiera estado casado con mi difunta, y que mi difunta, en vez de fallecer de calenturas, se hubiera metido monja. ¿Pues dejaría yo de ser en tal caso tan viudo como ahora lo soy?

  —146→  

-Casiano,  (Dándole un abrazo.)  eres un escolástico de primera y un ergotista como hay pocos. Casi casi me has convencido. Y todo eso es para pedirme un consejo. Pues voy a dártelo. No te cases.

-Pero, ven acá.  (Con abatimiento.)  ¿Crees tú por ventura que Dulce no es de franca ley, y que volverá a las andadas?

-No. Te digo en conciencia que la tengo por corregida radicalmente, y que me parece mujer de buen natural, capaz de ser honradísima si la ponen en camino de serlo.

-Entonces... Ven acá: hay virtud o no hay virtud. Si la hay, ¿crees tú que la virtud se debe castigar? ¿No lo crees? Pues si cuando Dulce se decide a ser inocente, se la desprecia, ¿te parece a ti que eso es justicia?

-Casiano, dame otro abrazo. Eres un abogado de tomo y lomo, y para picapleitos no tendrías precio. ¡Qué bien trabajas la sentencia! Voy a dártela. Cásate, hombre, cásate.

-No; es un supongamos. Yo no digo que me case, ni eso se puede resolver así, del tirón.

-Hablemos claro, Casiano: en esto el primer consejero es tu corazón. Oígalo tu conciencia, y obre según lo que él te diga.

-Pues mi corazón y los sentidos racionales me dicen una cosa, y el miramiento, la idea de si hablarán o no hablarán en el pueblo me dice otra.

  —147→  

-Bueno; figúrate tú que en el pueblo no dicen nada, porque no se enteran. Supón que ocurre ese milagro, pues milagro sería. No queda más juicio que el tuyo propio, el de tu conciencia.

-Con la conciencia me entiendo yo: le echo cuatro satisfacciones, y en paz.

-Tu conciencia y tu corazón lo han de resolver. En cosas tan delicadas no se pide consejo a nadie, porque figúrate que yo te quito de la cabeza ese cariño, y tú caes en profunda melancolía, te desmedras, te pones a mirar a las estrellitas, y al fin te mueres de amor, como dicen que se han muerto otros, que yo no lo he visto; figúrate esto, y ya comprenderás que no quisiera yo cargar con tal responsabilidad. ¿A ti te gusta Dulce?

-Como gustarme, ¡potra!,  (Tumbado.)  creo que no cabe más gusto, ni más ilusión...

-Como bonita, lo es.  (Con acento de conocedor.)  Y después que volvió sus ojos a Dios, se hizo mucho más simpática, pero mucho más. En las mujeres cae muy bien la devoción y el creer de firme. Con eso tienen la mitad del camino andado para ser honestas. Pero... todo se ha de decir, Casiano; todo se ha de pesar, y ya que tú no ves más que perfecciones en tu novia, yo voy a señalarte los defectos. ¿No te parece a ti que es algo flaca?

-¡Flaca!

  —148→  

-De carnes quiero decir; no interpretes mal...

-Chico, sobre este particular te diré una cosa que no quiero se me pudra en el cuerpo. A ti no te oculto nada de lo que me anda por los interiores. Pues sabrás que una de las cosas que más me enamoran en ella es su delgadez.

-¡Ah! lo flaco, hay que reconocerlo, no perjudica a lo elegante; al contrario. Talle más esbelto no lo encontrarás. Como que puedes decir que te casas con un junco. Pero sepamos qué demonio de chiste le encuentras a flaqueza tan extremada.

-Juan, tú te acordarás de mi difunta Librada.  (Rascándose la cabeza.)  La pobrecita, parte por su figuración de naturaleza, parte por aquella enfermedad que no sé cómo se llama, se puso tan gorda, pero tan gorda, que era como una pipa. Cada pierna era así, y ya no tenía en ellas movimiento. La delantera había que llevarla por delante en un carro cuando salía de casa. ¡Y qué tripona más desaforada, y qué...! En fin, que cuando me quedé viudo, gracias a Dios, digo, gracias no, que la sentí; pues cuando Dios se la llevó, dije: «ya no quiero más mujeres gordas, aunque por cada libra de sebo me traigan un millón».

Casado rompió a reír con tal estrépito, que atronaba la casa.

  —149→  

«Pues sí, chico, déjame a mí de mujeres de libras, y de esas carnazas que le ahogan a uno. La mujer, que sea esbeltita y de buena estatura. Pues digo, cuando en Cabañas vean aquel tallecito tan elegante, aquel aire de señorío, aquella manera de vestir y llevar la ropa.

-Basta, hombre, límpiate esa baba, que se te está cayendo. No seas tan meloso, ni quieras ahora darnos dentera a todos con las gracias enjutas de tu mujer.

-¡Mi mujer!  (Con inquieta duda.)  Muy pronto lo has dicho. No, todavía no han madurado las uvas.

-Anda, que bien maduro estás.

-No, ¡potra! hay que mascarlo mucho. ¿Sabes cómo me decidiría de un golpe?  (Con arranque.)  Pues si tú me lo mandas...

-¿Yo? Quita, hombre, no seas bruto.

-Tú, que sabes tanto del mundo y de lo que no es mundo; tú, que entiendes de circunstanciales de mujeres...

-¿Yo?

-Por las rejas santificadas del confesonario, hombre. No creas que digo otra cosa.

-Sí; pero eso no vale, eso no instruye. Yo no la he corrido nunca, ni cuando era estudiante. Como tengo la dicha de ser feo adrede, todas me hacían , y quedeme a obscuras. Pero aún quién sabe... Puede que salte alguna   —150→   que... Ya no me asombro de nada, y pues hay quien se prenda de la flaqueza,  (Con gracejo zumbón.)  podría haber quien de la fealdad se enamorase. Pero mientras me cae esa breva, yo no soy ducho en mujerío, como no sea en algo que se relaciona con las tretas que suelen gastar...

-¿Te parece poco?

-Pero es un saber que no basta para que yo te ilustre, ni menos para que te mande casarte, como pretendes. No te precipites. Piénsalo algún tiempo más; procura serenar tu espíritu antes de tomar una resolución. Nos vamos a Cabañas dentro de unos días, y allí estaremos un mes, reflexionando...

-¡Un mes sin verla! Eso sí que no lo con seguirás de mí.

-Pues ¡hala!  (Levantándose.)  Ahórcate mañana mismo.

-¿De veras?

-Haz tu santo gusto, y no pidas consejo. Basta, basta ya de consulta. Déjame en paz, Casiano; tengo que hacer.

Despidiole con cierta sequedad, y solito en su gabinete, midiéndolo con las piernas de largo a largo, se dejó caer en meditaciones profundas. «Todos vienen a pedirme consejo; el uno me trae gravísimos conflictos de la conciencia; el otro casos delicados de convencionalismo social. ¿Y a mí qué? Nada, nada,   —151→   Juanito mío, vete pronto a tu castañar, y vive para ti, dejando a los demás que se arreglen como quieran. El amigo Ángel quiere entrar en la vida eclesiástica sin desprenderse de ciertas efervescencias imaginativas muy peligrosas... A mí, que entre. Vaya bendito de Dios, y cante misa. El otro, este pedazo de alcornoque bargueño, ahogando escrúpulos, apechuga con la prójima de Babela que es simpática, sí señor, por su propia historia lamentable y su cara expresiva. Enhorabuena vayas, hombre; cásate. Estas resoluciones heroicas que desafinan con tanta gracia el llamado concierto social, tienen cierto mérito, sí señor. En fin, que todos me piden el consejo que desean, y yo, que les veo venir, a todos digo: «adelante con vuestros faroles». No, no me meteré yo a torcer el destino de nadie. Que cada cual siga su inclinación, pues las inclinaciones suelen ser rayas o vías trazadas por un dedo muy alto, y nadie, por mucho que sepa, sabe más que el destino... Conque, a vivir se ha dicho. Corra la fuente abundantísima de los hechos humanos, y oigamos su ruidillo gracioso sin meternos en variar el curso que las aguas llevan. Apárteme yo a un lado, yo, perteneciente al reino vegetal... yo, que por mi estado y por otras causas tengo que mirar las pasiones humanas como se miran los retozos de los animalitos de Dios en   —152→   medio del campo. Guerra y Casiano, brincad todo lo que gustéis. Y yo pregunto ahora:  (Dando un gran suspiro.)  ¿Llegará a ser Ángel una gran figura de la Iglesia católica? Puede que sí. ¿Será feliz Casiano con su belleza flaca, toda sentimiento, fragilidad interesante y modosa? Puede que sí lo sea. Vivamos y veremos. Y tú, pobre cura malcarado y silvestre, nada tienes que hacer en medio de estas alegrías triunfales. ¿Cuál es tu amor, tu único consuelo? La tierra. Pues a la dulce tierra, que te espera con los brazos abiertos. Ya no puedo más. Me ahoga esta vida. Un poco de paciencia, hijo. Esta tarde, al vientre de la ballena. Mañana, al campo libre». ( Pónese la teja y sale.) 




V

¡Virgen Sacratísima del Sagrario; santos gloriosos Ildefonso y Eugenio; Leocadia y Casilda, mártires benditas; Cristo Tendido, Santiago caballero y Pedro guardián de las puertas celestiales, todas cuantas imágenes pobláis la sacra iglesia toledana, sin excluirte a ti, San Cristóbal granadero, que tocas el techo con las manos: acudid en auxilio de vuestra fiel parroquiana Felisita, que no sabe a cuál de vosotros encomendarse, tan trastornada entra en vuestra casa, a la hora de vísperas,   —153→   aún no repuesta de la impresión que le causara lo que oyó aquel día pegándose a la vidriera! Y tan nerviosa salió de su casa, que sus pies no acertaban a fijarse en el suelo, y al pasar bajo el arco de Palacio, en el momento de sonar la campana gorda, se llevó ambas manos a la cabeza, pensando que la torre se le iba encima poniéndosele por montera. Atormentada por la dispepsia, sentía sus ardores como si se hubiera tragado el anafre de la plancha con fuego y todo.

Pues ahí era nada en gracia de Dios lo que escuchado había. Casiano, aquel bruto bargueño de lucida estampa y entendimiento caballar, quería casarse con una que fue de cáscara amarga. ¡En el nombre del Padre, del Hijo...! Mas no era esto lo peor entre los horribles descubrimientos de aquel día, sino que... la ninfa de Casiano había sido antes ninfa de D. Ángel, el que estudiaba para cura. Una de dos: o se hundía el mundo, o amenazaba caer sobre Toledo otro cólera como el del 84... Intentó rezar. ¿Pero quién rezaba con aquel barullo dentro del cerebro? Se volvió medio loca recordando uno de los más inverosímiles detalles de la confidencia pescada. El animal de Casiano amaba a su novia ¿por qué creerán ustedes? ¿Por bonita? No. ¿Por honesta? Menos. Pues ¿por qué? Por flaca. Se había prendado de los huesos. ¿Cuándo   —154→   se vio capricho más extravagante? Los esqueletos, o las esqueletas estaban de enhorabuena.

A la mañana siguiente, la viuda no pudo oír con devoción la misa de Reyes Nuevos. La distraían dos señoras que entraron poco después de ella, y se pusieron a examinar los sepulcros antes de que saliera el sacerdote. Mal rato pasó discurriendo quiénes podrían ser aquellas dos mujeres, y la pena de su curiosidad no satisfecha prodújole un intolerable amargor de boca. Rara vez veía en Reyes Nuevos, a tal hora, personas desconocidas, como no fueran ingleses irreverentes, que todo lo quieren fisgonear. De las dos señoras, la mayor enseñaba las regias sepulturas a la más joven, alta y de agraciado rostro. ¿Serían protestantes, Dios Sacramentado? ¡Ah! no, porque al salir el sacerdote se hincaron ambas y oyeron su misa devotamente. De Madrid debían de ser. Concluida la misa, la señora mayor volvió a extasiarse en la contemplación de las estatuas yacentes de los Enriques II y III, y sus respectivas consortes. Acercose la de Fraile con disimulo y oyó estas palabras: «Mira, mira qué guapetona está la Reina doña Catalina. Según dicen, el retrato vivo de mamá. Este D. Enrique era la persona más corriente que puedes figurarte. Como que empeñó el gabán para salir de un   —155→   apuro. Aquel otro de barba cerrada, y que parece hombre de malas pulgas, es el de Trastamara. Le quiero y le respeto como de la familia; pero no me gusta que matara a su hermano Pedro, aunque en rigor, de aquella trapatiesta tuvo la culpa un francés, un lipendi que llamaban D. Claquín...

No necesitó Felisita oír más. «Ellas son, la madre y la hija, la madre loca, que se cree emparentada con estos reyes... nuevos, y la hija flaca, la reina vieja de D. Ángel, y ahora reina nueva, de Casiano. ¡Tanto como me habló de ellas Juan, y yo rabiando por conocerlas! ¡Qué casualidad conocerlas ahora! Virgen Santísima, ten compasión de mí. Que no me dé ahora el arrechucho gordo. Me sentaré hasta que pase este sudor frío, y este bulto que me sube de la boca del estómago, como si me inflaran un globo aquí dentro. ¡Con que las Babelas! Y verdaderamente es guapa la chica.  (Mirándolas desde un banco de enfrente.)  Ésta es la que, según me contó Juan, se curó del amor con unas terribles borracheras, y luego le mataron el vicio con la religión bendita... Pues lo que es yo no me voy sin echar un parrafito con ellas. ¿Qué haré para trabar conversación? No se me ocurre nada. Me consta que aprecian mucho a Juan, y en cuanto me conozcan... A ver si me atrevo... Ahora quieren ver de cerca el enterramiento   —156→   de D. Juan I, que tiene corrida la cortina. Si viniera Pepe, él la descorrería. ¿Dónde demonios se habrá metido ahora este pelmazo de sacristán? Vamos, la descorreré yo misma, y así trabaremos conversación». Dirígese a la cabecera de la capilla, y tirando de la cuerda, descubre la estatua orante de D. Juan I.

Gracias, señora -dijo doña Catalina con muchísimo remilgo.

-Ya, ya sé que son ustedes de sangre real -afirmó Felisita echando por la calle de en medio.

-Ay, señora, me alegro de que usted lo sepa y lo declare, para que no me digan que lo invento yo.

-Mamá, mamá -murmuró Dulce a su lado, tirándole de la manga del abrigo.

-Porque nadie quiere creerme, ¡ay de mí! y mis propios hijos se burlan cuando les digo y les demuestro que la sangre que llevamos... Estate quieta, hija...

-Todo sea por Dios -murmuró Felisita, que no hallaba medio de presentarse mientras doña Catalina no abandonase su real manía.

Dulce contemplaba la estatua, y doña Catalina seguía desbarrando, hasta que la de Fraile metió baza, diciendo:

«Usted no me conoce. Yo soy la hermana de Juanito Casado.

La de Alencastre prorrumpió en chillidos.

  —157→  

«Dulce, hija mía, mira, ven. La hermana de D. Juan. ¡Qué felicidad conocerla! Pues no se parece... digo sí. En los ojos tiene un no sé qué... Señora mía, ¡cuánto gusto...!»

Hiciéronse las tres los cumplidos de ordenanza, y Dulce preguntó a Felisita, con grandísimo interés, por su hermano.

-¡Qué caro se vende el pícaro! Tantísimos días sin dejarse ver. Yo creí que había marchado a la Sagra.

-Ocupadísimo, hija. Las hermanitas no me le dejan vivir. Gracias que el amigo Porras va mejor... Pero díganme: ¿piensan ustedes oír otra misa? En esta capilla ya no hay más. Pero podremos alcanzar la de D. Mateo en el Sagrario.

-Vamos allá, vamos -dijo la de Alencastre-. Si usted la oye, nosotros también, que harto necesitamos pedir a Dios que nos saque del berenjenal en que nos vemos metidas.

Oyeron la misa de D. Mateo, y durante ella, ardía en febril curiosidad la viuda por saber en qué berenjenal habían caído las Babelas. No fue preciso pinchar a doña Catalina para que hablase, porque la buena señora sentía verdadero furor de comunicación y familiaridad, y en cuanto salieron al claustro por la Puerta de la Feria, se franqueó con su flamante amiga cual si tuviese con ella conocimiento de muchos años.

  —158→  

-Ay, señora mía, tengo unos hijos que son las plagas de Faraón. Así como de ésta no hay quejas, porque es, ahí donde usted la ve, más buena que el pan, virtuosísima y trabajadora como ella sola, los varones, ¡ay! los varones me consumen la figura, y acabarán por llevarme al panteón antes de tiempo. Por el lado de ésta, todo es felicidad, y ahora vamos a casarla con un conde...

-Mamá, por Dios... mamá.

-Quiero decir... con... No seamos materiales.

-Con Casiano... Si le conozco. Es amigo nuestro.

-Y algo pariente, según creo. De modo que vamos a emparentarnos todos. ¡Qué dicha!... Pues decía que mis hijos... El mayor, hombre de gran talento, de presencia tan elegante y fina que cuando estrena ropa me le tomarían por duque o vizconde, tiene la desgracia de que todo lo que emprende le sale al revés, y el pobretín ¡se ve metido en unos enjuagues...! El cuento es que no trabaja, y quiere hacerse capitalista en un abrir y cerrar de ojos. Hay tan malos ejemplos, señora, que no es de extrañar que los jóvenes pierdan el sentido y salgan con la antigua martingala de lo que es de España es de los españoles. En fin, que mi Arístides ha tenido que esconderse porque un juececillo de Madrid dictó auto   —159→   de prisión contra él... Verá usted... el desventurado se metió a empresario de circo, contrató la compañía y los caballos, tomó dinero, y ahora dicen los saltimbanquis que no les ha pagado, y que si vendió o no vendió las caballerías.

-¡Cosas de chicos! -indicó Felisita con cierto flujo de adulación.

-Justo y cabal. Pero váyale usted al juez con esas chiquilladas. El otro hijo mío, no menos despejado que su hermano, sólo que le da por las matemáticas, también ha tenido que escurrir el bulto porque un señor de aquí, que le llaman D. José Suárez, fue al juez con la cantinela de que le habían estafado con una letra falsa. Los criminales debieron de ser unos tipos venidos de Madrid; pero como tuvo mi hijo la mala suerte de pasear con ellos, vea por donde el pobre Fausto es quien paga los vidrios rotos. Y el juez quiere trincarle. Hemos pasado ayer un día infernal. ¡Qué de menos echamos al buen D. Juan para que nos consolara y nos diera un consejo de los que él reserva para los amigos, con aquel talentazo de Dios!... Mi marido no sirve para estas cosas, y en cuanto oye hablar de justicia, no le llega la camisa al cuerpo. Hombre de bien a carta cabal, podría ocupar las más altas posiciones sólo con echarse a la espalda sus ideas de toda la vida. Pero es tan delicado,   —160→   que no ha querido nunca destinos pingües sino alguna placita modesta y obscura, porque, lo que él dice: «no se debe vivir para comer, sino comer para vivir, y estoy más tranquilo en un rincón, que no quemándome las cejas en una dirección general o desempeñando una cartera». Lo mismo pienso yo, y aunque por mi parentela pico muy alto, también me inclino a la obscuridad sin afanes, y más me gustaría que mis hijos fuesen carpinteros o albañiles y me trajeran un jornal, que ver los, como he visto a mi Arístides, hoy tirando millones y mañana buscando una triste peseta.

Aunque gozosa de conocer personalmente a la original familia, Felisita principiaba a cansarse de las jeremiadas de la rica-hembra, y procuró llevar la conversación a otro terreno. Dieron varias vueltas en el ala del claustro, y en una de ellas las invitó a volver a entrar para oír otra risa. Vacilación de Dulce; desgana de dona Catalina, que ya creía haber cumplido con Dios. Decidieron por fin separarse; y la viuda de Fraile, que de buena gana habría seguido con ellas hasta introducirse en su casa, y registrarla toda, y ver cómo vivían, se asustó de las trapisondas que la Babel contó de sus hijos, y con exquisita prudencia se abstuvo de intimar con semejante gente. Despidiéronse con mucho melindre,   —161→   mucho dengue y mucho ofrecimiento de visitas, y la Casado se metió otra vez en la Catedral, diciendo: «¡Ay! me han dejado la cabeza como un bombo».

Sus nervios, no obstante, se tranquilizaron, y la mañana habría sido de las más apacibles, si uno de los apóstoles no le hubiera llevado el cuento de que ya estaban elegidos los trece pobres del Lavatorio, y que él y su amigo (el otro protegido) no iban incluidos en la lista. (Berrinche, acideces, timpanitis y regurgitaciones intolerables). Marchose a su casa de muy mal talante, y lo primero que hizo al ver a su hermano fue contarle el encuentro de aquella mañana, y repetirle con fiel memoria todos los disparates dichos por doña Catalina, con lo que se divirtió mucho el buen clérigo