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ArribaAbajo- III -

Caballería cristiana



I

Antes de marchar a la Sagra quiso don Juan despedirse de su amigo, que se había encerrado en Guadalupe, y una mañanita con la fresca, vestido de balandrán y empujando el bastón nudoso, tomó el camino de los cigarrales y se plantó allá, tan terne. Antes de llegar a la casa vio entrar albañiles y un carro de ladrillo. «¿Pero qué? ¿Ya empiezan las obras? No puede ser... Pues sí, parece que...». D. Pito, que le salió al encuentro, comiendo su ración de bacalao chamuscado, le sacó de dudas.

«Hola, señor navegante, ¿cómo va por aquí? ¿Qué es esto? ¿Obras tenemos?

-Bien venido sea, compadre Casado. ¿Obras dice? No son más que chapuzas... cosa provisional, para atender a necesidades del momento. Ya sabrá que hemos comprado el cigarral de Turleque, ese que linda con Guadalupe.

-No lo sabía. Y ese perdido, ¿todavía en la cama?

-¡Quiá! Ya hemos dado un paseo, y ahora   —163→   trabaja en su cuarto. Yo voy a coger grillos... Me divierte mucho. Hasta luego.

Entró D. Juan en la casa, y su primera sorpresa fue la transformación del piso alto en que el dueño moraba. En pocos días se habían arreglado allí dos aposentos cómodos, uno de los cuales era gabinete de trabajo, con muebles de pino, ancha mesa, estantes, tablero de dibujo. Tomaríase por oficina de ingeniero.

«Hola, hola, compañero Guerra, parece que hay preparativos. Me huele a construcción. ¿Y qué es esto? Planos. Bien, magnífico. Hermosa planta. Y la alzada me gusta también. A ver, a ver, explíqueme esto.

Sentose el cura, y Ángel le fue mostrando las trazas que allí tenía, obra de un hábil arquitecto de la localidad.

«Hombre, déjeme que le felicite -dijo el sagreño con calor-, porque veo que adopta usted el estilo toledano. ¡Gracias a Dios que me echo a la cara un arquitecto con sentido común! Porque en esta histórica ciudad, que es por sí un sistema completo de arte constructivo, siempre que emprendemos alguna obra, nos salen con esos adefesios a la francesa o a la madrileña, edificios que en otra parte serán muy bonitos, pero que aquí parecen obra del Demonio. Bien; mampostería concertada, con verduguillos, y machones de   —164→   ladrillo, y éste dispuesto con toda la gracia mudéjar... Bien... las puertas principales de piedra, y de esa elegantísima y robusta composición que constituye un tipo de arquitectura esencialmente toledano. Soberbio... sí señor.

-Fue lo primero que le encargué al arquitecto. «Tome usted de los monumentos de esta ciudad los elementos artísticos de la obra».

-Todo ello, amigo D. Ángel, por la sola razón de la forma, ya resulta simpático. Veo dos grandes cuerpos de edificio, independientes, unidos por arcadas a un cuerpo central... Aquí está la iglesia.

-Y los locutorios, y las dependencias administrativas, todo lo que es común...

-Ya, ya comprendo. Los cuerpos laterales son, como si dijéramos, ellas y nosotros. Aquí los religiosos; aquí las religiosas.

-Exactamente.

-¿Y qué advocación, señor mío?

-Cualquiera. Lo determinará otra persona.

-Ya... Aquí leo: Puerta de la Caridad.

-Sobre esa puerta habrá una campana que se toque desde fuera. Toda persona que necesite nuestros auxilios, ya por enfermedad, ya por miseria, ya por otra causa, llamará en esa puerta, y se le abrirá. Nadie será rechazado, a nadie se le preguntará quién es, ni de dónde viene. El anciano inválido, el enfermo,   —165→   el hambriento, el desnudo, el criminal mismo, serán acogidos con amor.

-Muy bonito, pero muy bonito. Váyame explicando. ¿Habrá en uno y otro sexo vida reglar, con profesión, votos...?

-Sí señor.

-Y para la turbamulta de asilados, refugiados, penitentes, o como se les quiera llamar, ¿habrá número limitado de plazas?

-Para el auxilio inmediato y de momento, no pondremos limitación. Todo el que necesite socorro, por una noche, por un día, cama, abrigo, alimentos, lo tendrá. Luego, el que quiera quedarse, se queda si hay sitio. Las puertas se abren en toda ocasión para los que quieran salir. Libertad completa. No hay rejas, ni aun para las personas profesas. El pueblo, la humanidad que padece física o moralmente, entra y sale a gusto de cada individuo.

-Muy bonito, pero muy bonito. Otra cosa: ¿Y el sostenimiento...?

-Por de pronto, yo atiendo a todos los gastos de creación. He calculado bien, y me queda renta bastante para sostenernos durante algunos años sin ningún ingreso. Para proveer a las necesidades del porvenir, suponiendo que vengan ampliaciones, que establezcamos casas en otras partes, o ensanchemos la de Toledo, admitimos limosnas y donaciones   —166→   entre vivos. No se admiten legados, ni ninguna donación en forma testamentaria.

-Bonito de veras. Se necesitará licencia pontificia, porque ofrece ciertas novedades de importancia la constitución de estas casas.

-Ya está pedida.

-Y los hermanos y hermanas congregantes, ¿a qué regla monástica se ajustan?

-A la suya propia. Vida común; cada sexo en su casa, en contacto y familiaridad con los acogidos. No se excluye la vida puramente contemplativa en los que de ella gusten. Pero la misión principal de todos es el consuelo y alivio de la humanidad desvalida, según la aptitud y gustos de cada cual. Habrá hermanos enfermeros, hermanos penitenciarios...

-Y penitenciarias y enfermeras a la otra banda... Bonitísimo, sí; pero me parece, con perdón de usted, que se abarca demasiado. Los enfermos requieren salas aisladas...

-En nuestras casas se proscribe el aislamiento riguroso, y se prescinde de esas reglas anticristianas de la higiene moderna que ordenan mil precauciones ridículas contra el contagio. Se prohíbe temer la muerte, y huir de las enfermedades pegadizas. El que se contagia, contagiado se queda, y si se muere, se le encomienda a Dios. No habrá más higiene que un aseo exquisito y las precauciones de sentido común.

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-Y las dolencias morales, veo que también tendrán aquí su medicina, o por lo menos su higiene.

-El tratamiento del cariño, de la confraternidad, de la exhortación cristiana, sin hierros, sin violencia de ninguna clase. El pecador que aquí venga no podrá menos de sentirse afectado por el ambiente de paz que ha de respirar. Si los medios que se empleen para corregirle no hallan eco en su corazón; si se rebela y quiere marcharse, no le faltará puerta por donde salir, con la ventaja de que pudo entrar desnudo y sale vestido, pudo entrar hambriento y sale harto. Descuide usted, que ya volverá.

-¿Y si el pecador es criminal, de los que caen bajo el fuero de la justicia humana?

-Si lo reclama la justicia, esto no es burladero de las leyes. Así como entran y salen los pecadores y los necesitados y los enfermos, la justicia tiene también la puerta franca. No se le disputa al César lo que le pertenece. Aquí, ni negamos consuelo a quien lo ha menester, ni ocultamos al que no lo merece, ni vendemos a la justicia secretos de nadie. Nos entendemos con Cristo, y creemos trabajar por Él organizando nuestros auxilios en la forma que va usted viendo. Viene a ser esto la casa temporal de Dios, donde se entra por amor, se reside por fe, y se sale franqueando   —168→   una puerta en cuyo frontón está la Esperanza, porque el que sale, fácil es que vuelva, y los que permanecen dentro ruegan por su vuelta y la esperan.

-Bonito, bonito a no poder más.  (Meditabundo.)  ¡Sí, aquí veo una puerta que se llama de la Esperanza.

-Abierta está al costado del Ocaso, y por ella salen los que se cansan de estar aquí y son llamados de la liviandad ruidosa del mundo. La otra puerta, la de la Caridad o del Amor, ábrese al Oriente.

-¿También simbolismo?

-El Oriente es la vida nueva. El Ocaso es una muerte transitoria, de la cual nos consuela la seguridad de la resurrección del día.

Muy bien. Fáltame saber una cosa importante. ¿Y aquí los votos serán perpetuos o temporales?

-Al entrar haranse por cinco años, siendo revocables al expirar este plazo. Pero en el grado segundo, o sea al renovar los votos, hácense perpetuos.

-¿Habrá absoluta incomunicación entre los hermanos y hermanas?

-Absoluta en lo que se refiere a la vida interior. Pero asistirán juntos al culto, y podrán reunirse a ciertas horas en una sala o locutorio donde conversen libremente. ¿A qué ese miedo ridículo a la comunicación?

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-No, si yo no he dicho nada.

-Hay además el capítulo o junta general de la comunidad, que se reunirá cuando ocurra alguna duda sobre la aplicación de la regla, y en dicho capítulo tendrán voz y voto las mujeres lo mismo que los hombres.

-¿Y la indumentaria?

-Los hermanos vestirán el traje común eclesiástico fuera y dentro de la casa; las hermanas un hábito semejante al del Socorro. Quisiera que fuese enteramente blanco. Pero eso no es de mi incumbencia decidirlo.

-Pues, compadre Guerra, le diré con franqueza que lo que conozco de su fundación me gusta. No habrá nada, dicho se está, que indique desconocimiento de la jurisdicción ordinaria, nada que disuene dentro de las armonías del catolicismo.

-Cierto; así será. Si diferencias nota usted entre ésta y otras congregaciones poco menos modernas que la mía, son puramente de forma. En lo esencial, quiero parecerme a los primitivos fundadores, y seguir fielmente la doctrina pura de Cristo. Amparar al desvalido, sea quien fuere; hacer bien a nuestros enemigos; emplear siempre el cariño y la persuasión, nunca la violencia; practicar las obras de misericordia en espíritu y en letra, sin distingos ni atenuaciones, y por fin, reducir el culto a las formas más sencillas dentro   —170→   de la rúbrica; tal es mi idea. Soy un pecador indigno; espero redimirme con la oración, con este trabajo en pro de la humanidad y en nombre de Cristo Nuestro Señor. Mi alma llenose de lepra: de ella me limpiará el amor en su acepción más lata y comprensiva, el amor, que como Dios es trino y uno, quiero decir, múltiple y uno, porque en diversas formas se enciende en el corazón de los humanos, pero es uno en esencia. Fuera distingos: el amor único y soberano vive y alienta en mí. En él hallarán calor todos los desgraciados que me busquen, vengan de donde vinieren.

-Don Ángel, toque usted esos cinco -dijo Casado, estrechándole con efusión la mano-. Todo ello es muy bonito; pero... yo conozco el mundo y le advierto que ha de tener contrariedades, que no ha de faltarle oposición.

-Se vencerá.  (Con extraordinaria confianza.)  Lucharemos.

-Luchar, ¡ay! Buena falta hace. ¡Estamos tan muertos, espiritual y religiosamente hablando...! Convengamos en que los españoles, los primeros cristianos del mundo, nos hemos descuidado un poco desde el siglo XVII, y toda la caterva extranjera y galicana nos ha echado el pie adelante en la creación de esas congregaciones útiles, adaptadas al vivir moderno. Pero España debe recobrar sus grandes iniciativas.

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-Cabal; esa es mi idea.  (Con entusiasmo.)  Inteligencia soberana la de usted, D. Juan.

-Sí, amigo mío.  (Acorde con el entusiasmo del otro.)  Esa invasión de hermandades de extranjis es una humillación para nuestro país. Ya me va cargando a mí tanto Sagrado Corazón, tanta María Alacoque, Bernardette, y qué sé yo qué. Sí señor, seamos claros: ¿no es una vergüenza que se haya despertado esa devoción de la Virgen de Lourdes, con romerías estrepitosas que son un río de ofrendas, mientras que nadie les dice nada a nuestras gloriosas advocaciones del Pilar de Zaragoza y del Sagrario de Toledo? ¿Y dónde me deja usted la venerable Guadalupe? Ya que España en todos los órdenes parece moribunda, renazca siquiera en el religioso, en que ha picado tan alto.

-Sí, sí.  (Con exaltación.)  Parece que soy yo quien habla por esa boca. Concordancia mayor de pensamientos no puede darse. D. Juan, abráceme. Aún no le he mostrado más que una parte de mis ideas. Saldrán a su tiempo las otras, que todavía están fermentando aquí, y espero que las aprobará y hará suyas. Y ahora, compañero, salgamos, que quiero esparcirme un poco y tomar el aire.



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II

Salieron a recrear la vista en la hermosura del campo florido, ya con toda la lozanía y frescura de Abril, y Ángel dio explicaciones a su amigo sobre las novedades que allí encontraba. Habiéndole propuesto en buenas condiciones la compra del cigarral colindante, no vaciló en adquirirlo para ensanchar sus dominios. Más que por su extensión, superior a la de Guadalupe, gustole Turleque por su espaciosa casa, la cual, modificada en su distribución interior, podría servir de albergue cómodo para quince o veinte personas. En ella pensaba el fundador instalar, por vía de ensayo, a unos cuantos infelices que, arrimados ya al calorcillo de su caridad, formaban parte de su familia doméstica y en cierto modo religiosa. Los albañiles que Casado vio al entrar trabajaban en la reparación del edificio de Turleque, recorriendo el tejado, armando tabiques y abriendo puertas y ventanas. En otra casa de la misma finca vivían los cigarraleros de ella, marido y mujer, ambos de ancianidad bíblica, que Ángel no quiso despedir, aunque no los necesitaba.

Y que no faltarían habitantes para el retiro provisional de Turleque y Guadalupe, lo   —173→   probaba la prisa que algunos desheredados de la fortuna se daban para pedir albergue en él. Allí vio D. Juan a la ciega madrugadora, primera ocupante de la Puerta Llana, una hora antes de que se abriera la Catedral. Vio también a dos de los llamados apóstoles, uno de ellos cegato, cascarrabias y paticojo, el otro bastante tieso todavía; como que estaba ayudando a los peones que destruían la tapia divisoria de las dos fincas, y cargaba espuertas de tierra, despacito, eso sí, para no sofocarse. Hablaron con la ciega, que se dijo contenta en aquella vida; sólo echaba de menos la misita de alba que era su espiritual desayuno. «No apurarse, hermana -le dijo el amo-, que ya tendremos catedral». La ciega dio las gracias sin poner ninguna expresión en su cara inmóvil, muerta, privada de todo signo de lenguaje fisionómico. Era joven y había perdido la vista a los doce años, de viruelas, que le dejaron el rostro como un rallo.

«Dios se lo pagará a usted, amigo D. Ángel -le dijo el clérigo cuando a la casa volvían-, y le dará prosperidad en su empresa, y quizás victoria completa contra los enemigos que han de salirle».

-Allá veremos. Yo voy a mi fin, sin acordarme de que puede haber obstáculos... Pero todo esto, amigo D. Juan, honra y prez de la Sagra, no impide que almorcemos, porque   —174→   usted tendrá apetito, téngolo yo también, y no faltará en la despensa algún forraje que echar a la bestia.

-Hombre, me parece muy bien. El espíritu es un caballero que merece toda mi estimación; pero el cuerpo no es ningún hijo de tal, y debemos tratarle como de casa por los servicios que nos presta con sus piernas, llevándonos de aquí para allá; con sus brazos, alcanzándonos las cosas que están lejos; con su estómago, que es el laboratorio y almacén de fuerzas vitales, y por fin con esta olla, donde el pensamiento tiene su oficina. Démosle lo que pide... y pronto, señor castellano de Guadalupe y Turleque, pues he de volverme pronto a Toledo para tomar el coche de Cabañas, que sale a la una.

Almorzaron solos, porque D. Pito, no contando con que se anticipara la hora, se entretuvo toda la mañana en su cacería grillesca. No eran las doce cuando el cura feo salió de Guadalupe, y es fama que iba diciendo para su balandrán: «Muy bonito, Juan, muy bonito. Pero no te metas en esto. Allá él».

Antes de llegar al puente, vio una figura negra y deslucida que hacia arriba presurosa caminaba, y cuando la tuvo cerca reconoció a D. Eleuterio García Virones con toda su humanidad descuidada y pringosa, sus hábitos en que la mugre de rúbrica se amasaba,   —175→   con el polvo del camino, su desteñida teja echada hacia atrás.

«¿Viene de allá, Casado? -le dijo en cuanto estuvieron a distancia de poder hablarse.

-Pues allá me voy yo, ¡carambo! harto ya de la vida. No puedo más, no resisto más. Usted, el hombre de las chiripas, que ha nacido de pie, no comprenderá mi desesperación.

-¿Pero qué le pasa, pedazo de...?

-Pues nada. Si le parece poco... Que nos prometieron, como usted sabe, el curato de Pelahustán, y acabo de saber que se lo han dado a otro. Así, como usted lo oye. ¡Valiente feo le han hecho a D. Ángel! Había usted de oír las razones que da el Secretario, grandísimo mamalón... Ahora sale con que me darán el de Arisgotas cuando vaque, pues parece que anda mal de la vejiga el titular. De modo que tengo que estar pendiente de si al párroco de Arisgotas le cuesta trabajo o no le cuesta trabajo hacer aguas menores. Estoy que bramo.

-Tenga paciencia, D. Eleuterio, y deje el bramar para los toros. Un sacerdote debe conformarse con la adversidad.

-La injusticia, la indecencia de no darme la plaza, habiéndosela prometido a D. Ángel, me sacan de quicio. Voy corriendo allá, por que ya no puedo más con la adversidad, que a usted le parece tan bonita... ¡Carambo, carambómini!   —176→   como no le ha visto la cara de cerca!... Pues D. Ángel me dijo: «Carísimo D. Eleuterio, si le birlan el curato y se ve en gran necesidad, váyase a Guadalupe, donde tendrá hospedaje y manutención todo el tiempo que quiera».

-Pues ande ligero, que está la mesa puesta.

-Voy, sí que voy. No más pobreza vergonzante, no más humillaciones en silencio. Vale más vestir el chaquetón de un hospicio. Que me quiten los hábitos. Para lo que me han servido, ¡carambo! Que me pongan un camisón y una soga a la cintura. Mejor, más comodidad. Que me suelten en el monte. Me basta con un pedazo de pan y cualquier bazofia caliente. ¡Qué delicia, qué descanso, Dios de Israel! ¡No pensar en que hay que mandar a la compra todos los días; no ocuparse de si salen sermones o entran funerales, ni de si sube la carne o bajan las misas, y olvidarse de que una peseta, por mucho que usted la sobe, no da de sí más que veinte perras grandes!

-Pues D. Ángel le recibiría con repique de campanas, si las tuviera. ¿No sabe? Quiere poner capilla en Guadalupe. Me figuro que caerá usted allí como agua de Mayo.

-¡Ay, Juan, qué consuelo! A este hombre le debían hacer arzobispo. Si me acoge, crea usted que no vuelvo a pasar el puente de San Martín. ¿Sabe lo que hice esta mañana, cuando   —177→   determiné venirme aquí? Pues le dije al ama que me sirve: «Señá Rosa, coja toda su ropa y la mía; métala en un saco y sígame». Ahí detrás viene. Ya la encontrará usted con todos nuestros ajuares a la cabeza. Omnia mea mecum porto. Pues qué, ¿iba a dejar a la pobre señora en medio de la calle, una mujer apreciabilísima, viuda de un peón caminero? Creo que D. Ángel me la admitirá, si me admite a mí. También me traigo... con ella viene detrás... el sobrinito que tengo conmigo, huérfano de padre y madre... ¿Le parecerá a D. Ángel mucha familia?

-Hombre, no sé...

-¡Ay, el Señor sea conmigo! Siento no haberme anticipado, para cogerle a usted allí y tener un apoyo en el caso de ser mal acogido.

-No lo necesita usted. Vaya, corra y expóngale su situación con sencillez ingenua y sin aspavientos... Y no le detengo más, que es tarde. Temo perder el coche...

Siguió camino abajo D. Juan, y camino arriba el angustiado Virones, que llegó a Guadalupe como un pavo, no tanto por el calor del viaje como por la ansiedad que le cortaba el resuello. Recibiole Guerra sin alardes de protección, y cuando balbuciente y cortado le manifestó el clérigo la impedimenta que traía, se echó a reír y le dijo con buena sombra: «¿Y el gato no viene también? Tranquilícese,   —178→   D. Eleuterio, que para todos habrá un rincón. Me alegro de poder darle hospitalidad con toda su gente. Luego veremos de colocarle, si no es que prefiere seguir aquí. Por de pronto, instálese con su ama y su niño en esta casa del cigarralero de Turleque, en compañía de la señora ciega que usted ve sentada en aquella piedra, junto a las pitas.

Encantado de tan gallardo recibimiento, no sabía el mísero Virones cómo expresar su gratitud, y casi soltaba la moquita para echarse a llorar. «Dígame, señor y dueño mío, qué tengo que hacer aquí, pues en algo he de ocuparme, y los beneficios que recibo, en alguna forma he de pagarlos. En mi niñez, como hijo de canteros, supe hacer pared. ¿Quiere que ayude a los que trabajan en la cerca?

-Si le gusta y le conviene el ejercicio corporal, puede ayudar a los canteros, o bien traer tierra de aquel desmonte. Si prefiere la ocupación contemplativa, emplee mañana y tarde en esparcirse por estas fincas y la Degollada, que no está lejos. Si se cansa de leer en el entretenido libro de la Naturaleza, y prefiere los de letra impresa, ahí tengo algunos, que le franquearé cuando los necesite.

-No, libros no, ¡carambóbilis! Les tengo odio y mala voluntad. Ellos son los que me han perdido. ¡Cicerón infame, Séneca maldito!...

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-Pues paséese, o trabaje de peón o albañil. Aquí disfruta de completa libertad, y cuando se aburra y quiera marcharse, solo o con su séquito, se va usted tan fresco, sin más obligación que la de advertírmelo con dos palabritas: «me voy».

-Paréceme sueño -dijo el cuitado sacerdote-. ¿Es esto la edad de oro, la felice Arcadia, o qué carambólibus es? D. Ángel, bendiga el Señor sus santas intenciones. Dígame otra cosa: ¿qué vestido usaré? ¿me van a poner algún hábito?

-Vístase como quiera. Le prevengo que tendremos capilla, y que podrá celebrar...

-¡Celebrar!  (Con desabrimiento.)  También había tomado odio al oficio... Pero, en fin, lo que usted disponga. D. Ángel, yo le seré muy poco gravoso. Tanto yo como la señora Rosa, que es persona muy cabal y circunspecta, estamos hechos a la sobriedad sin melindres. Por mi estampa y este color sanguíneo, créenme algunos glotón. Pues nada de eso. Apenas como lo necesario para sustentarme, y resisto hambres calagurritanas, si es menester. ¡Lo mismo que la fama de borracho que me han dado mis enemigos! Yo le juro a usted que es calumnia, y que no bebo más que agua.

-Mejor.

-El único vicio que tenía en mis tiempos juveniles era jugar a la barra.

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-Aquí puede tirar todo lo que quiera.

-Y entiendo un poco de animales, pues estudié un año de albéitar, y el tío que me crió era el mejor veterinario del partido de Orgaz.

-Me alegro. Eso me conviene. Va a resultar que el amigo Virones es un estuche. ¿Le gustaría ponerse al frente de una escuela de párvulos?

-No me pregunte cuál es mi gusto, sino dígame el suyo para mirarlo como mandato. Albañil o cantero, cura de almas o albéitar, jugador de barra o maestro de escuela, soy su criado humilde.

En esto llegaron el ama, desgarbada, escueta, tímida y sin ninguna gracia, y el sobrino, la más gallarda, la más interesante estampa de chiquillo que se pudiera imaginar, lindo como un ángel, con cierta gravedad melancólica en su rostro murillesco. Fueron bien recibidos, y el propio Virones les notificó la vida libre, cómoda y placentera que todos se iban a dar en aquel campo hermosísimo. Creyeron, como lo había creído el clerizonte, que soñaban. Parecioles aquello el final obligado de todo cuento infantil: «Después de tantos trabajos y fatigas, recibioles el Rey en su corte, les colmó de favores y obsequios, y todos fueron tan felices».



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III

A los pocos días de aquella campestre actividad y de casi continuo vivir al aire libre, mejoró notablemente el estado nervioso del neófito, que dormía bien, y ni de día ni de noche volvió a tener alucinaciones, como el encuentro con su propia imagen vestida de cura. Adquirió su alma una serenidad apacible, en la cual veía claramente los nuevos horizontes de su vida. Sentíase fuerte contra las tentaciones, y aun robustecido por la lucha para combatirlas y vencerlas. El estado eclesiástico que pronto abrazaría, representábasele como el más hermoso, el más perfecto, el más adecuado a las ansias de su espíritu, y cuando atrás volvía los ojos para echar un vistazo a su vida pretoledana, sentía tal repugnancia, que antes quisiera mil veces la muerte que volver a ser lo que fue y a pensar lo que entonces pensaba.

El constante trato con sus huéspedes, amigos o hermanos, servíale de distracción y enseñanza, pues observaba sus caracteres, sus buenos o malos hábitos, y de ello inducía reglas prácticas para lo porvenir. A los dos días de residir en Turleque, D. Eleuterio Virones se había convertido en el más desaforado ganapán que jamás se vio en aquellos campos.   —182→   No pudiendo resistir a la instintiva comezón de ejercitar su titánica fuerza, cargaba piedras enormes, poniéndolas al pie de obra, hacía pared, ayudaba a Cornejo en algún trabajo agrícola, se encaramaba en las techumbres para colocar tejas, y era, en fin, de suma utilidad. Y no le hablaran a él de libros, ni de latines, ni de cosas espirituales o sabihondas. No lo hablaran tampoco de embobarse delante de una puesta de sol, ni de poner los ojos en blanco porque olían los tomillos o cantaban los pájaros. No era poeta, ni entendía de tales cosas. Así pues, aunque se llevaba muy bien con D. Pito, no concordaban en sus gustos y aficiones, pues si al capitán no le daba el naipe por el trabajo físico, ni por la constructividad, Virones no se divertía cogiendo grillos, ni saltando de peña en peña, ni hocicando en los espesos matorrales por ver si había nereidas de refajo escondidas en ellos.

En buena armonía con la cigarralera de Turleque, doña Rosa preparaba la comida para los acogidos y arreglaba la casa y las camas. Con Jusepa no se llevaban bien ni el ama de Virones ni ninguna otra hembra del lado de Turleque, porque Jusepa era geniuda, envidiosa, con más púas que una zarza, y como animal doméstico acostumbrado a campar solo en la finca, gruñía y mordisqueaba   —183→   a los intrusos. Igual inquina sentía Cornejo hacia toda aquella tropa advenediza, que no iba allí más que a estorbar; pero no dejaba traslucir sus rencores delante del amo.

De los dos apóstoles, el paticojo gruñía sin cesar, por si doña Rosa y señá Liboria, que tal era el nombre de la cigarralera de Turleque, no le daban ración tan grande como él creía merecer. Cuando no devoraba el tío aquel, echaba sapos y culebras por su boca desdentada. Había sido carretero, llamado por mal nombre Maldiciones. El otro, todo humildad y compostura, tenía cara de santo, pareciéndose mucho, pero mucho, al retrato del Maestro Juan de Avila, obra del Greco, que es una de las mejores galas del Museo Provincial: la misma expresión de simplicidad piadosa, de modestia, de ternura inefable. Llamábanle Mateo a secas. Si este infeliz no daba nada que hacer, su compañero traía revuelto todo el cotarro. Una mañana, la ciega fue a D. Ángel con la requisitoria de que la noche anterior el apóstol le había hecho proposiciones amorosas de lo más indecente, amenazándola con una mano de palos si no se dejaba seducir. El amo llamó aparte al pérfido, y le echó una peluca como para él solo. Pero en vez de humillarse, Maldiciones se plantó, diciéndole con la mayor insolencia: «Para lo que usted me da, ¡cójilis!... Mátanle a uno de   —184→   hambre, y luego le piden virtud... ¡re-cójilis!».

Recogió sus alforjas vacías, y se fue. No podía vivir sino en la mendicidad vagabunda, y sentía la nostalgia de las puertas de las iglesias, en las cuales llevaba veinte años de honrada profesión de cojo. Por una irónica fatalidad, la pobre ciega llamábase Lucía. Su única exigencia era que la dejaran ir a oír misa, y tomando por lazarillo al sobrinuco de Virones, íbase a Toledo los domingos y algunos días de precepto. No tenía más familia que una hermana, mujer de un trabajador de la Fábrica de Espadas, hombre de poca cristiandad, según decía, que la consideraba como carga difícil de llevar, por lo que era feliz en su nueva posición, sin más familia ni más amos que Dios y el señor de Turleque y Guadalupe.

El chiquillo de Virones (sobrino se quiere decir, y lo era realmente), la más preciosa adquisición de la flamante hermandad, tenía todo el desarrollo propio de sus seis años, cosa rara en estos tiempos de raquitismo: su perfecta hechura de cuerpo, su rostro de peregrina belleza recordaban los inspirados retratos que hizo Murillo del Niño Dios, de ese niño tan hechicero como grave, en cuyos ojos brilla la suprema inteligencia, sin menoscabo de la gracia infantil. Para mayor encanto llamábase Jesús, y no era ésta la última coincidencia:   —185→   había nacido en un pesebre, yendo su madre de Cuerva a Mazarambroz en una fría noche de Febrero. D. Eleuterio contaba el caso con prolijidad; como que acompañaba a su hermana María (ya viuda del Secretario del Ayuntamiento de Ajofrín) en aquel trance mal previsto, pues la señora se equivocó en la cuenta, y no creía librar hasta Marzo. Unos pastores les prestaron auxilio, llevándoles alimento. A no ser por la fecha y porque no vinieron reyes de Oriente, ni tampoco de Occidente, el caso habría ofrecido, según Virones, una perfecta semejanza, en lo accidental, con el nacimiento del Redentor del mundo.

Encantaban a Guerra la dulce seriedad de aquel niño, su quietud, su docilidad, sus travesurillas, de lo más cándido que puede imaginarse, su lenguaje claro y con acentos de misteriosa ternura. Manso como un cordero, se habría dejado castigar sin protesta, si hubiera sido alguna vez merecedor de castigo. El amo le llevaba de la mano, pareciéndose al San José del Greco que decora la capilla de Guendulain; sólo que le faltaba la capa amarilla con que la iconografía cristiana viste al carpintero de Nazaret. Se entretenía conversando con él, y a veces, quizás por espejismos de su propio pensamiento, encontraba cierto sentido profundo y simbólico en lo   —186→   que el chiquitín decía. Un buen rato consagraba diariamente a darle lección de lectura y escritura, en su despacho, tarea sumamente grata, porque Jesús era la misma obediencia, se aplicaba un poquitín, y al trazar con sus dedos rígidos el palote ponía unos hocicos muy monos. Expresaba su cansancio suspirando, por no atreverse a manifestarlo de otro modo, y entonces el maestro le mandaba a jugar.

El resto del tiempo consagrábalo a madurar su proyecto, y a discurrir sobre los inconvenientes que cada día iba descubriendo en él. La última visita de D. Juan habíale dejado la impresión de que alguna particularidad importante no gustaba al sagreño, a pesar de los elogios que al conjunto y a la idea tributó con más cortesía que sinceridad. Esto le traía intranquilo, y no cesaba de pensar en ello, ya manteniéndose firme contra la rutina, ya inclinándose a la transacción. «No sé qué razones de peso pueden oponer a mi plan de instalar cada sexo en sendas alas de un edificio, unidas por la fraternidad, separadas por la decencia. Esta prevención contra la proximidad de hombres y mujeres, es quizás la causa de la mayoría de los escándalos que ocurren en el mundo. ¿A qué ese temor? ¿A qué ese alejamiento absurdo, con tantísima reja y con el valladar de la distancia? El trato honesto,   —187→   la decente aproximación son mejor defensa de la virtud que los desvíos huraños. Contra tales rutinas tengo yo que sostener una lucha, en la cual no pienso ceder ni un ápice de terreno. La verdadera santidad no se asuste de la vista y trato entre personas de distinto sexo: al contrario, más expuesta es la soledad soñadora. Hizo Dios al hombre para la sociedad, y en ella es mayor mérito la pureza... Por consiguiente, diga lo que quiera Casado, no habrá quien me apee de esto... Es fácil que clamen: «escándalo, escándalo», y que alguien intrigue para que no me concedan la autorización indispensable. Pero no me importa. Lucharemos. Ya sabré dar mis razones. ¡Pues no faltaba más!...  (Exaltándose.)  La mujer es la gala de la Naturaleza, el encanto del hombre así en la vida casta como en la que no lo es. La razón, que es el hombre, no daría de sí jamás ningún fruto, sin que el, sentimiento, o sea la mujer, no la alentara y encendiera. Sin mujer, somos como lámpara vacía y sin mecha. La castidad, el más perfecto y sublime estado, no es tal castidad, no es virtud, no es nada, sino en la comunicación decente de los dos sexos. Para luchar con el mal social, se necesita del conjunto de todos los elementos sociales. Aislándonos, no valemos nada. La noción primera del amor no surge sino en medio de la vida, en el inmenso   —188→   escenario poblado de seres distintos, y en el tumulto de las varias pasiones que los unen y los separan. Tanta reja, tanta precaución y tanto encierro entre paredes, extinguen la fuente del amor. En cambio, el trato social y la castidad misma, aunque extraño parezca, la enriquecen de aguas purísimas. Esto diré yo a los rutinarios y cortos de entendimiento que escrupulicen sobre el particular. Defendereme con brío, y mis ideas prevalecerán pese a quien pese».




IV

Llegada Semana Santa, se suspendieron los trabajos, con gran disgusto de Virones, que, según decía, estaba en su elemento cargando peñascos y abriendo cajas de cimientos. No quiso ir a Toledo ni a tiros, y se pasaba el tiempo trayendo leña de la Degollada. En cambio, el apóstol Mateo decidió echarse a pechos todas las funciones de la Semana Mayor en la Catedral, y aunque se sentía lastimado en su amor propio, por el desprecio que el Cabildo hizo de su persona en la elección de los trece pobres para el Lavatorio, no le fue difícil perdonar tamaña injusticia.

La ciega también quiso ir a la Catedral, y Jesús servíale de lazarillo, no muy a gusto, la verdad sea dicha, porque el señor le había   —189→   dado para que jugase un cabritillo precioso, blanco y saltón, y todo el santo día se lo pasaba el chico con su animal atado de una cuerda, paseo arriba paseo abajo, estimándole más que a las niñas de sus ojos. El niño y la bestiezuela graciosa hacían un grupo encantador.

Guerra fue el domingo a la función de las palmas, cuya solemnidad melancólica le embelesó. D. Francisco Mancebo llevole a un buen sitio del presbiterio, desde donde pudo ver y oír cómodamente la lectura de la Pasión, verdadero paso escénico, lleno de austeridad majestuosa. En él, la liturgia no se contenta con el simbolismo del ritual ordinario, y aspira a producir las desgarradoras emociones del drama. Ángel no quitaba los ojos de los tres sacerdotes que en diferentes púlpitos, y revestidos de alba y estola atravesada, dialogan el texto evangélico, haciendo el uno de Cristo, el otro de Evangelista, y el tercero de Turba. No necesitaba seguir las palabras de San Mateo en el breviario de Semana Santa que Palomeque puso en sus manos, porque había leído el Evangelio detenidamente la noche antes, y la voz clara y bien modulada de los tres cantores permitía la fácil inteligencia del texto. Durante todo el tiempo que duraron las recitaciones, su emoción fue tan honda que apenas respiraba, y cuando   —190→   oyó cantar el emisit spiritum, se le puso un nudo en la garganta y sintió un dolor agudísimo en el corazón. En todo aquel día, repitiendo con fácil retentiva la salmodia, no pudo desechar su oído la vibración de la robusta voz del capellán salmista que cantaba por Cristo.

A la conclusión tuvo la mala suerte de tropezarse con D. León Pintado, con Felisita, con doña Mayor y María Fernanda, que le entretuvieron, le marearon y no le dejaron paladear libremente toda aquella miel mística que había libado en la patética ceremonia. Obsequiole el Deán con un palmito, que fue cedido a Teresa Pantoja, y a Guadalupe se llevó el que le regaló Mancebo. Por éste supo que Leré prestaba servicio en una casa pobre del cerro de las Melojas, asistiendo a una mujer a quien habían cortado los pechos, esposa de un obrero de la Fábrica de Espadas, llamado Zacarías Navarro, hombre hábil pero muy pendenciero, trapalón y algo sacerdote de Baco.

Al retirarse al cigarral con Jesús y la ciega, ésta le refirió mil particularidades de su familia, por las cuales vino a comprender que el domicilio pobre donde actuaba de enfermera la divina Leré, no era otro que el de la hermana de Lucía. Para cerciorarse diole las señas, y ella contestó:

  —191→  

-Sí señor, me dijeron que la hermanita es una a quien se le zarandean los ojos; y cuentan que es santa.

-Según mis noticias, el cuñadito de usted debe de ser hombre muy dado a camorras.

-¿Pues por qué me salí yo de allí, señor de mi vida, sino porque no le podía aguantar? Y el caso es que María Antonia, ¡la mi pobre! para la operación que le han hecho, está mejor allí que en el hospital. La hermanita tiene mismamente los serafines dentro del cuerpo. ¿Sabe, señor? El cura de San Andrés fue quien la llevó. Pero Zacarías es muy cabezudo, y aunque habla poco, ¡da más guerra...! ¡Qué cáscara de hombre! Lo sabe ganar cuando quiere, porque es muy mecánico de suyo; pero ahora está, como quien dice, más allá de la cuarta pregunta. Ni viendo a su mujer como la ve, y la casa tan revuelta, y los niños sin más madre por hoy que la hermanita, no se cura de sus mafias, y siempre anda entre mala gente.

En estas y otras informaciones menos interesantes pasaron el camino, y en Turleque encontraron a Virones jugando a la barra, y ganando a cuantos con él, en tan vigoroso ejercicio, se atrevían a contender. D. Pito era el menos afortunado de la partida, lo que le tenía furioso. Todo lo soportaba menos ser vencido por un clérigo en empuje de brazo,   —192→   y se amoscaba cuando los espectadores se reían de su flojedad. Tatabuquenque era el único capaz de medir sus fuerzas con D. Eleuterio; pero no le llegaba ni con mucho. Viéndose el último, D. Pito no hacía más que despreciar los ejercicios corporales, ensalzando los del entendimiento, y sosteniendo que la idea más trivial de un tonto vale más que todas las proezas gimnásticas de atletas de circo y curas gigantones.

El lunes volvió Guerra a Toledo con Mateo, llevándose por delante a Jesusito y a la ciega. A ésta le encargó fuese a visitar a su hermana, por enterarse de cuanto allí ocurría y de si trataban bien a la enfermera. «La función de hoy en la Catedral no tiene nada que ver ni menos que oír. Váyase al cerro de las Melojas, y llévese al chiquillo. Pero no tarden mucho, que luego estaré con cuidado. Al medio día les esperamos en el puente de San Martín, para volvernos juntos a casa».

Fueron allá Lucía y el Niño Dios, después de oír misa en San Juan de los Reyes, y les recibió Leré, a quien contaron que vivían en el cigarral con D. Ángel, lo que interesó mucho a la hermanita. Mil preguntas les hizo de la vida Guadalupense y Turlequina, de la gente que allí moraba, de los edificios que iban a construir, a lo que respondía Jesús con grandísimo tino y discreción: «Ahora no   —193→   estamos haciendo más que paderes, para que no salte nadie a robarnos la fruta, y dimpués vamos a hacer unas casonas mu grandes, donde habrá curas, monjas y sacristanes... Yo tengo un cabrito que entiende todo lo que le digo... Por la mañana tomamos chocolate, al medio día nos ponen tajadas y sopa, higos pasados y nueces; por la noche tajadas otra vez y ensalada de escarola, que a mi tío le gusta mucho... Mi ama Rosa, que sabe de sastra, le está haciendo una chaqueta nueva al Sr. Mateo. D. Ángel llevó de Toledo la tela... Don Ángel me da lección, y dice que yo sé mucho, y que voy a ser un sabio, y qué sé yo qué... Hay uno allí que le llaman Sr. de Pito, que era el que pasaba la barca en unos ríos grandes de agua que llaman la mar, y tiene mal genio... Anda dando trallazos a los árboles y a las piedras, y dice que se... casa con los Reyes Magos».

Leré no podía tener la risa oyendo estas inocencias, y le dio mil besos, admirada de su hermosura y gentileza. Dejole jugando con los niños de María Antonia, y se fue a sus quehaceres. Lucía encontró a su hermana muy abatida, prisionera en el lecho, llena de vendajes que no la dejaban moverse, circundada de horror y pestilencia. Gracias a la prodigiosa enfermera y a su omnímoda disposición, apenas se conocía en la casa la terrible   —194→   situación de su dueña. Tempranito barría Sor Lorenza toda la casa, preparaba el desayuno para Zacarías y el almuerzo que había de llevar a la Fábrica. Después levantaba a los niños, hembra de seis años y varoncillo de dos, les lavaba, les vestía, les daba de comer, y sin descansar de esta faena, a la alcoba de la enferma a curarle las terribles heridas, a darle los medicamentos, a oír las órdenes del médico para ejecutarlas puntualmente. «Si estas mujeres no se van derechas a gozar de Dios -opinaba María Antonia, no sé yo quién ha de ir. Como si no le bastara con asistirme, me acompaña, procura distraerme, reza conmigo, me cuenta cuentos, me anima, me alienta...»

Extrañó Lucía el sentir pasos como de hombre en la habitación alta o desván de la casa, y María Antonia, después de vacilar y desmentirse varias veces, le dijo en baja voz: «Pues sabrás... Pero esto es un secreto, y no lo has de contar ni a tu sombra. Me temo que Zacarías, mala y todo como estoy, me arme un zipizape. Ahí arriba tenemos a un amigote suyo, que está escondido porque anda buscándole la justicia. Le llaman Fausto, y sabe de hierros y máquinas tanto como mi marido. No sé qué diabluras ha hecho que le quieren meter en chirona... La verdad, molesta poco; pero siempre estoy sobre ascuas, no sea que...   —195→   (Alzando la voz). Hermana Lorenza, ¿le ha dado de almorzar al bergante de arriba?

-¿Qué años hace? -dijo Leré risueña, entrando de la habitación próxima-. Ya se ha puesto entre pecho y espalda una chuleta como la rueda de un carro, y todo el vino que había. ¡Qué risa con el hombre! No hace más que dar patadas y echar mil herejías indecentes por aquella boca... y que el juez es un pedazo de tal. ¡Pobrecillo! Yo le digo que sea bueno y no haga picardías. Pone la cara muy afligida y me contesta: «¿Por qué cree usted que me persiguen? Pues porque quiero hacer un gran bien a la humanidad y sacarla de la esclavitud. Aquí donde usted me ve, soy un petit Mesías. Pero los hombres... ¡qué atajo de animales! se los come la envidia y no me dejan funcionar.

-Buenas funciones serán las suyas -dijo la enferma con desfallecimiento-. Pero este marido, ¡qué incumbencias me trae!... Y que estoy yo para bromas, hecha una carnicería...

-Pues oiga -añadió Leré, riendo-. Esta mañana va y me dice: «Compañera, si usted quiere, le puedo dar la clave para averiguar los números que han de salir premiados en la Lotería. De modo que si no se saca el premio gordo es porque no le da la gana». Me eché a reír. «Si a mí ya me cayó -le respondí-. Buen tonto es usted si sabiendo el intríngulis,   —196→   no tiene ya en el bolsillo todo el dinero del Gobierno». ¡Pues si le vieran cuando le da por tirarse de los pelos y echar maldiciones...! Yo le riño, le digo mil barbaridades, y concluye por echárseme a reír. Me pide papel y tinta, se lo llevo, y se pone a hacer garabatos, rúbricas, firmas y unas escrituras tan monas, que parecen de letra antigua. A lo mejor se vuelve tierno. Me dice que yo soy santa, y que él también lo sería... si tuviera dinero.

-¡Valiente trápala! -murmuró la ciega, y ya no hablaron más del huésped. Lleváronle a María Antonia los niños para que los acariciara sin aproximarlos a su cuerpo herido, escena por demás triste y conmovedora. Por fin, retiráronse Lucía y su lazarillo, tomando el camino del puente de San Martín, donde el señor de Guadalupe les esperaba. Todo el resto del día estuvo Leré trajinando en la casa, sin un momento de descanso. Los ratos que no pasaba junto a la enferma, asistiéndola con manos blandas y espíritu de excelsa caridad, empleábalos en sus rezos y meditaciones, o en entretener a la paciente con charla de cosas santas, dulcemente festivas y consoladoras.

Al anochecer llegó Zacarías, hombre de buen ver, recio, delgado y flexible como el puro acero, la faz morena, algo impregnada de ese tizne lustroso que no pueden desechar   —197→   los que trabajan en hierro; los ojos como ascuas, reflejando siempre las chispas de la forja sobre el negro profundo del carbón; más vivo de genio que de lengua. Acarició a los chiquillos, sentado junto al lecho de su mujer, haciéndose el cariñoso, en realidad más compasivo que amante, y mostró esperanzas (que no tenía) de verla pronto curada. Fue después cautelosamente al desván del recluso, con quien estuvo charlando más de media hora, en tanto que Leré le arreglaba la comida, y bajó con cara fosca y mirar atravesado. Mientras comía no desarrugó el ceño. Chupando un cigarro salió a la puerta, y examinó cuidadosamente la calle, como receloso de que alguien vigilaba su morada.

María Antonia dormía. Leré rezaba, de guardia junto al lecho. Zacarías la llamó con un ps, ps, y llevándola a un rincón de la salita, le habló en esta forma:

-Hermana Lorenza, me parece que fisgonea la calle uno de policía. Si alguien ha llevado el soplo, y ese alguien es usted...

-¡Yo! Déjeme en paz. Yo no llevo soplos, bien lo sabe Dios.

-Ya, ya sabemos que va para santa. Por tal la tengo. Pero podría creer que la santidad... pues... obligaba a denunciar... Este amigo mío es un chico honrado.

-Mejor. ¿Y a qué me viene usted a mí con   —198→   esa historia? Yo estoy aquí para cuidar a su pobre mujer. Si mi asistencia no le conviene, me retiro.

-No, no es eso: de la asistencia no hay queja...  (Agarrándole un brazo y apretándoselo como con tenazas.)  Pero así y todo, ¡Dios! si usted lleva el cuento de mi amigo, ¡Dios! yo no reparo, y sin dejar de mirarla como santa, como ángel y como todo lo que se quiera, ¡Dios! le corto a usted el pescuezo.

-Ea, suélteme el brazo, que me duele, pedazo de bruto -respondió Leré, animosa-. Yo estoy aquí cumpliendo con mi deber y sirviendo a Dios, y no temo nada, pero nada, ¿lo entiende usted? porque Dios vela por mí; y ni usted me ha de cortar la cabeza, ni se ha de atrever tan siquiera a rasguñarme con la punta de un alfiler. ¿Qué modos son esos, Zacarías? ¿Qué es eso de cortar pescuezos? ¡Ah, pensaba el muy tonto que yo me iba a poner a temblar y a dar chillidos! Más miedo le tengo a una pulga que a usted.

-Si no hay soplo, nada digo...  (Desconcertado.)  Era un supongamos. No hay ofensa, ¡Dios! Portándose bien...

-No es usted, el bobo de Coria, quien ha de juzgar mi comportamiento. Ea, bastante hemos hablado. Es tarde: acuéstese, que aquí no hace ninguna falta.

-¿Pero también vela usted esta noche?

  —199→  

-¿Pues para qué estoy aquí? He dormido la siesta. Más cansado está usted que yo, con la cabeza más caliente. Váyase a la cama, y déjenos en paz.

-No tengo sueño.

-Pues entreténgase en afilar el cuchillo con que me quiere descabezar.

-Bien afilado está -gruñó Zacarías, sacando de debajo de la blusa una faca tremenda que abrió, mostrando la brillante hoja, cuya sola vista causaba estremecimiento de las carnes, cual si éstas presintieran la fría desgarradura del corte. Los ojos de Leré pestañearon ante el espantoso acero, como aves que aletean asustadas, y su rostro palideció un poquitín, pero nada más que un poquitín.

-No crea que tengo miedo -le dijo dominándose-. Pero guarde el chisme ese, que María Antonia me parece que ha despertado. Buena se va a poner si oye las gracias de su querido esposo. Váyase a dormir la mona, y mañana tempranito, con la fresca, entra y... aquí me encontrará, ya con la cabeza preparada para que me la corte. Ea, buenas noches.

El bárbaro aquel se introdujo, rezongando, en el lóbrego mechinal donde dormía, y Leré contó todas las horas de la noche junto a su enferma, que tuvo ratos larguísimos de insomnio y crueles sufrimientos.



  —200→  
V

No esperó Ángel a llegar al cigarral para hacer a Lucía y su acompañante preguntas mil. Como se le había encargado el secreto, la ciega no mentó al pajarraco que en la vivienda de su hermana se escondía. Jesús fue sometido a un prolijo interrogatorio. «¿Qué has visto? A ver; cuéntame».

-Una monja.

-¿Y cómo era?

-Bonita.

Guerra se detuvo en el camino más de una vez para mirarle atentamente, escrutando sus pupilas de Niño Dios. Creía distinguir en el fondo, muy en el fondo de ellas, la imagen de Leré, del tamaño de un cañamoncito.

«¿Y no te dijo nada?»

-Me preguntó que si era amigo tuyo.

-Tú le responderías que sí. ¿Y no te dio nada?

-Pan y cinco pasas... Adentro había una mujer mala.

-¡Una mujer mala!

-Sí, acostada y llorando, porque le han cortado el cuerpo... No, el cuerpo no... esto.

-Ya.

Jesús se cansaba de la caminata, y Mateo   —201→   se lo echó a cuestas. Resultaba un auténtico San Cristóbal, Christo ferens.

El miércoles volvió Guerra a la Catedral para oír la Pasión según San Lucas, y aquel día, el hermoso canto impresionole aún más que el domingo. Al oír la robusta voz del Cristo diciendo: Filiae Jerusalem, nolite fiere super me, sed super vos ipsas flete, et super filios vestros... no pudo reprimir las lágrimas; y cuando el pueblo, por boca de los seises acompañados de fagot, clamaba: Tolle hunc et dimitte nobis Barabbam... Crucifixe eum... le faltó poco para perder el conocimiento. Al concluir, sudor frío mojaba su frente. Cerrando los ojos, y concentrando el pensamiento, veía la escena del Calvario, clara y viva, y la majestad inenarrable del Dios sacrificado, los ladrones retorciéndose en sus cruces, tumulto y confusión en la tierra circunstante, el cielo lleno de congoja y tinieblas.

El jueves madrugaron para no perder nada de la imponente festividad In caena domini. A las ocho empezaba con el Lavatorio; seguían la misa y comunión general, luego el acto de bendecir los óleos, y la procesión con Pange lingua para encerrar el Sacramento. Como era día de tanto barullo, y el regreso había de ser muy tarde, porque la ciega no quería perder el sermón del Mandato, Ángel determinó que no fuera Jesús, y que antes de anochecer   —202→   saliera con su cabritillo a encontrarles. Pusiéronse, pues, en marcha tempranito. Mateo iba delante con la cigarralera de Turleque, ávida de contemplar el Monumento y de visitar diez o doce Sagrarios; detrás Guerra con la ciega, a quien servía de lazarillo, practicando así la humildad sin ninguna afectación. La gente que encontraban por el camino se reía del grupo, y algunos no pudieron menos de considerar que el señor de Guadalupe había perdido el seso. Mateo y Liboria andaban tan a prisa, que al llegar los otros al puente se habían perdido de vista. Entraron Lucía y su conductor en la Catedral poco antes de las ocho, y ya campeaban los trece pobres en el tablado del crucero, vestidos de blanco, con una especie de toalla por la cabeza. Parecían realmente hebreos de los tiempos bíblicos. Colocada la ciega en sitio donde pudiera enterarse bien, Guerra se subió al presbiterio, no sin que le atisbara D. Francisco, que oficiosamente acudió a saludarle y a ofrecerle breviario. Por él supo que la familia no tenía novedad, y que el monstruo le había pegado tal mordisco a su tía que por poco le arranca el dedo. Ello fue un movimiento instintivo, como los de los perros cuando alguien les quita la comida. También se tropezó con Ildefonso, ya tan disgustado de la sotana roja, que no veía las santas horas de   —203→   ahorcarla para entrar en el colegio.

Durante la misa y comunión general, el presbiterio era un ascua de oro. La riqueza y arte supremo de los accesorios del culto concordaban con la hermosura del ritual. El prefacio de la Santa Cruz que en tal día se canta elevó el alma del neófito a las más altas esferas de la poesía religiosa, y prosternado repitió el Sanctus, Sanctus. Antes de empezar la bendición de los óleos, en una tregua o descanso de las complejas ceremonias de aquel día, fue visitado otra vez por Mancebo, el cual le dijo: «Ya, ya sé que tiene usted allá al bueno de Virones. Es una obra de caridad que el Señor ha de premiarle. Y que le será útil el tío, porque para tirar de un carro no hay otro».

En la cara y en el acento se le traslucía el desconsuelo por no ser partícipe de los beneficios que el fundador de Guadalupe entre los necesitados tan generosamente repartía. No supo disimular la tristeza que el favor de Virones le causaba, y cuando Guerra encareció la pobreza de éste, se aventuró a decir: «Desgraciado es sin duda alguna. Pero otros le dan quince y raya, no sólo porque miran más al decoro y se avergüenzan de la miseria zarrapastrosa, sino porque llevan sobre sí mayor carga de familia y se ven rodeados de increíble número de bocas».

  —204→  

Ángel sintió que ante el anciano clérigo, sustentador de tanta familia, se le redoblaba el anhelo humanitario de que se hallaba poseído. Por aquellas fechas, la exaltación mística encendía en su corazón un desatinado amor a la humanidad, inspirándole deseos ardientes de remediar toda desventura, de perseguir el mal, y derramar tesoros de bienestar y alegría entre toda clase de gentes. Quería que nadie padeciese de necesidad o de escasez, que todos viviesen gozosos, con la corta medida de bienes que a cada humano corresponde. Habiendo calado con perspicacia de hombre de mundo las aspiraciones de Mancebo, ¿cómo no satisfacerlas, cuando tan fácilmente le conmovían necesidades menos abrumadoras y postulantes de menor mérito? El fervor humanitario se desbordó en su corazón, y no pudo menos de decir: «Amigo don Francisco, perdóneme si antes no le he dicho que necesito de su cooperación. Usted vale mucho; yo necesito que me ayude».

-Sr. D. Ángel -replicó Mancebo balbuciente, viendo abrirse ante sí las puertas del cielo-, ya sabe que puede disponer de mi inutilidad.

-Fuera modestia. Usted es hombre de grandísimas disposiciones para administrar, y además un santo varón...

-Don Ángel, no me avergüence con tantos   —205→   elogios.  (Casi llorando.)  Ordéneme lo que guste... Precisamente me he puesto ahora tan bien de la vista, que podré desempeñar... Y aunque viejo, conservo el caletre como un reloj para todo lo que es traqueteo de números.

-Cuento con usted. Cuando le sobre un rato, váyase por Guadalupe.

-Con alma y vida... Dispénseme ahora... Tengo que ir al coro... Hablaremos...

Salió del presbiterio tan ágil como si le hubieran quitado treinta años de encima. El crucero ofrecía un aspecto de magnificencia oriental. Los curas de todas las parroquias, vestidos de casullas o dalmáticas blancas, desfilaban ante las ánforas entonando tres veces el Ave sanctum oleum. El acto resultaba lento, teatral, deslumbrador. Pero como grandiosidad patética, nada podía compararse a la procesión, con el incomparable himno Pange lingua. Allí se sintió Ángel en la plenitud de su vocación eclesiástica, se reconoció definitivamente admitido en el apostolado de Cristo, y digno de que a sus manos descendiera el cuerpo vivo del Redentor. Desprendido ya de las últimas costras de la materialidad terrestre, era todo espíritu, todo amor a Dios Omnipotente y a su hechura la mísera humanidad redimida. Al concluir la ceremonia, delante del Monumento alumbrado con millares de luces, y que fulguraba en el fondo de la nave obscura,   —206→   entre terciopelos de color de sangre cuajada, hallábase como suspenso, respirando en esferas y regiones muy distantes de las humanas.

Lucía y Mateo se fueron a recorrer las estaciones, y él les siguió de lejos. En poco tiempo visitó bastantes iglesias de conventos, con toda la cera de sus sagrarios encendida, las ventanas tapadas para rodear de dulce obscuridad la urna resplandeciente. Algunas ostentaban paños estupendos, tiestos de flores y objetos de peregrino valor artístico. En todas reinaban un silencio y reposo dulcísimos que infundían la idea de profunda veneración al misterio. «Misterio» decía el centelleo de las luces, formando como una constelación ininteligible; «misterio» la obscuridad muda y las telas moradas que cubrían las imágenes; «misterio» los grupos que entraban y salían, rezando entre dientes. En algunas iglesias vio pelotones de tropa, que penetraban marcando el paso militar. El ruidillo de sables y espuelas decía también «misterio», y «misterio» el áspero sonido de las carracas en las torres, como patadas de caballerías que trotaran por un cielo de madera.

Volvió a la Catedral para oír el sermón del Mandato, quiso Dios que no lo oyese con el recogimiento debido, porque al acercarse al púlpito, topó de manos a boca con Justina,   —207→   que alegrándose mucho de verle, le dijo cosas que profundamente le perturbaron: «¿No sabe, D. Ángel, lo que ha pasado? Pues que la niña ¡pobrecilla! ha tenido que salir a escape esta mañana de la casa en que asistía, ahí en el cerro de las Melojas, porque el bruto ese, el marido de María Antonia, la quiso matar».

-¿Qué me cuenta usted?  (Absorto, suspenso.)  ¡Matarla!

-Lo que oye.

-¡Si D. Francisco, a quien he visto hace un momento, no me ha dicho nada!

-Como que no lo sabe. No hemos querido decírselo, porque es capaz de revolver a Roma con Santiago. La niña salió esta mañana y se fue al Socorro. Dice que Zacarías sacó un cuchillote muy grande y la amenazó con segarle el pescuezo. ¡Figúrese qué susto...! La causa no la sé; pero no hay que discurrir causas, sabiendo que ese Zacarías empina el codo un día sí y otro también.

La irritación de Guerra, oídas estas cosas, era tal, que si en aquel momento le dan un arma y le ponen delante al bárbaro agraviador de su ídolo, allí mismo, sin acordarse de la santidad del templo, lo pasa de parte a parte.

-¿Y Leré?

-Pues buena, sin un rasguño. No fue más que amenaza. Pero qué amenaza sería, que   —208→   la niña, tan templadita como es, no tuvo más remedio que tomar la puerta.

Ángel apretaba los puños y mascaba con nerviosa fuerza, comiéndose los pelos del bigote. Dejole solo Justina y se fue a oír el sermón. «¡También mártir, Dios mío, o a punto de ser mártir! Es lo único que le faltaba». Poco a poco se fue serenando. El predicador se desenvolvía muy bien. «Amaos los unos a los otros. Perdonad a vuestros enemigos. Haced bien a los que os aborrecen». Si Cristo avanzó su mejilla para que el traidor Judas se la besara, si reprendió a los apóstoles cuando sacaron las espadas en el huerto, si tantos ejemplos nos dio del perdón de las injurias, y hasta intercedió por sus asesinos, ¿qué remedio quedaba más que perdonar al cafre de Zacarías, fuera quien fuese? Vaya, ¡que si llega a matarla!... Pero, ¿por qué sería?... ¿Qué móviles, qué impulsos...? Forzoso era saberlo.




VI

Salió de la Catedral medio trastornado. Las carracas anunciaban la procesión, y un gran gentío se agolpaba en la calle de la Trinidad esperándola. Fue por allí en busca de Mateo y Lucía para recogerles, y alcanzó a ver sobre la movible muchedumbre las figuras   —209→   de los pasos, que avanzaban con ese balanceo peculiar de las imágenes llevadas al hombro, sacudiéndose a derecha e izquierda en su rigidez estatuaria. Pareciole todo irrisorio y populachero, triste desilusión del ritual de por la mañana, tan hermosamente ideológico. Alejose buscando su camino, y allá por la Judería encontró a la ciega y al apóstol que le habían tomado la delantera. Siguioles a cierta distancia; a ratos se les unía y les hablaba; luego quedábase atrás, ansioso de soledad y meditación. Tal era el cansancio de todos, que echaban una sentadita siempre que encontraban dónde. Por fin, con estas paradas, se les vino la noche encima, y más allá del puente observó Ángel el cielo cargadísimo y ceñudo por la parte de Occidente, con cariz de chubasco. La atmósfera pesada y bochornosa amenazaba con algún trastorno meteorológico, que a Guerra le pareció de rúbrica en tal fecha, y que concordaba muy bien, además, con la tempestuosa opresión que él en su espíritu sentía.

Más arriba de la venta del Alma, vieron venir a Jesús con el cervatillo. «Pero, hijo mío -le dijo Guerra adelantándose a encontrarle-, ¿para qué has venido con este tiempo? Nos vamos a mojar. Démonos prisa». Cuando esto decía, levantose un viento que les rodeó de sofocante nube de polvo. No   —210→   se veían. La racha vino con tal ímpetu, que por poco les tira al suelo. La ciega empezó a dar gritos, desenvolviéndose de sus sayas, que silbando se le subieron a la cabeza. Guerra cogió de la mano a Jesús. El ventarrón trajo más nubes de polvo, que recogía del camino seco y esparcía con furia y bramidos horripilantes. El cabritillo brincaba como atacado de locura, y rompiendo la cuerda, apretó a correr fuera del camino, hacia el fondo del barranco pedregoso. Jesusito chillaba. Ángel le dijo: «Espérate aquí, y bajó en seguimiento del azorado animal, que más bien parecía que volaba, y a cada instante torcía su rumbo, describiendo ángulos y curvas mareantes. Túvole a ratos casi al alcance de sus manos; pero de repente se despeñaba desde lo alto de una roca y a increíble distancia se ponía.

Llegó por fin Guerra a encontrarse en una profundidad cavernosa; miró para arriba, y no vio a Jesús ni a los otros dos. El choto se perdía de vista, para asomar después donde menos se pensaba. En esto empezó a caer una lluvia torrencial, goterones como nueces que hacían al caer ruido semejante al de las carracas en los campanarios. Ángel trató de subir, y no acertaba con el sendero. Un relámpago iluminó con violada claridad aquella hondura, y no tardó en sonar el trueno, tan   —211→   violento que parecía que la bóveda del cielo se cascaba en dos. Al retumbar en las concavidades peñascosas, redobló la lluvia, azotando la tierra cual si quisiera desmenuzarla. Ángel corrió por un sendero que delante tenía, buscando una oquedad en que guarecerse: el cabritillo vino a metérsele entre las piernas, rindiéndose al peligro, y ambos se escabulleron por el desigual piso, resbalando aquí, saltando allá.

De repente cesó de llover; pero aún sonaban truenos, y la repentina iluminación eléctrica pintaba en aquellas profundidades antros terroríficos, abismos que causaban vértigo, y contornos recortados, como fantásticos bocetos de animales monstruosos. En los intervalos, la obscuridad lo borraba todo, y no se veía más que la quebrada línea de los bordes superiores, dibujándose sobre un cielo pardo. Ángel notó entonces en sí prurito de movilidad y extraordinario vigor físico: su sangre circulaba ardorosa, y un calor de estufa le sofocaba. Veía el bulto blanco del cabritillo que andaba delante de él, meneando el rabo, y le siguió sin ver dónde ponía los pies. Pero el terreno iba siendo cada vez más seguro, así como el barranco más estrecho. Llegaron hasta penetrar en una angostura tortuosa, formada por paredes altísimas y verticales: arriba el cielo como una faja ondulada. Llegaron   —212→   por fin a terreno más espacioso: la barranquera se abría formando como un tazón o cráter de conglomeraciones caprichosas, alumbrado por claridad semejante a la de las lámparas de alcohol, azulada, incierta, volátil. No sonaban truenos ni fulguraban relámpagos. El aire quieto y mudo parecía muerto. Ángel echó la vista para arriba, y vio a Régulo, el corazón del León, sobre un cielo limpio, profundo y sereno.

El paso irregular del chotillo pronto le llevó a la boca de una gruta en cuyo interior se veía luz. Penetraron en ella el animal y el hombre, hallándose éste en tal manera poseído de la situación, que nada de lo que veía le causaba sorpresa; antes bien, todo lo hallaba natural y conforme consigo mismo. Franqueada la cueva, encontráronse en otro cráter mayor que el primero, y de cantiles más altos y escabrosos, en los cuales había pasos o grietas accesibles, con peldaños tallados en la roca. Por una de estas escaleras vio descender a Leré, vestida de hermana del Socorro, pero toda de blanco, alzando un poco la falda por delante para no tropezar en ella. En la derecha mano traía una luz que le teñía el rostro de resplandor rojizo. Tan natural consideró Guerra aquel encuentro, que se adelantó hacia la mística joven como si la esperase.

  —213→  

Leré soltó la falda y se llevó un dedo a la boca, imponiéndole silencio. Metiose por una cavidad, que a su paso se iba iluminando del mismo resplandor sanguinolento que su lámpara despedía, y tras ella siguieron el cabritillo y Guerra. Pero éste no pudo contenerse, y abalanzándose hacia la doctora, le echó ambas manos al cuello. La doctora se desligó suavemente de aquel abrazo y siguió. Ángel, furioso, dio un salto para cogerla, de nuevo; pero lo mismo era tocarla que la gallarda imagen se deshacía entre sus brazos como si fuera humo. El infeliz, exhalando un mugido sordo, cayó en tierra, y en el mismo instante se le echó encima el cabritillo, poniéndole las dos patas delanteras sobre el pecho... ¡Horrible transformación del animal, que de inocente y gracioso chivato convirtiose en el más feo y sañudo cabrón que es dado imaginar, con cuernos disformes y retorcidos, y unas barbas asquerosas! Ángel no podía respirar. El feroz macho le oprimía el tórax y le echaba su resuello inmundo y pestilente. Invocando todas las fuerzas de su espíritu, pudo al fin el hombre sacar su voz del pecho aplastado, y clamó con angustia: «Huye, perro infame. No tentarás al hijo de tu Dios».

El esfuerzo de esta exclamación hízole perder por un instante el conocimiento. Al recobrarlo, vio a Leré ante sí, con el pecho   —214→   descubierto, y éste era como manantial del cual afluía un arroyo de sangre. Sin mirar a su amigo, arrancose un pedazo de carne blanca y gruesa, y lo arrojó al animal, que hocicaba junto al desdichado Guerra. Éste pudo advertir que el cabrón devoraba lo que le arrojó la santa. La cual había vuelto a cubrirse el seno, y fijaba en el amigo sin ventura sus ojos de enfermera piadosa, como si contemplara un cruel padecimiento imposible de remediar. Les resoplidos de la fiera infundían al pobre pecador un terror angustioso. Quiso levantarse: con ojos suplicantes pidió auxilio a su maestra, que no hacía más que suspirar, sentada, apoyando el codo en su rodilla y la cabeza en la palma de la mano. Ángel se puso a rezar. El cabrón le hocicaba, le mordía, gruñendo desaforadamente. Suplicio mayor, ni en los mismos infiernos lo habría de seguro. «¿Qué haces, Leré de mi vida, que no me socorres? -logró al fin exclamar el cuitado-. Si te ofendí, ¿no eres tú la misma piedad? ¿No eres mensajera del que perdona? ¿No eres tú el ángel de la compasión y el consuelo de los que sufren? Ampárame. Ten lástima de mí, y no me dejes devorar. ¿Tan cruel castigo merecen un mal pensamiento y una acción instintiva?».

Leré miraba al suelo, del cual cogía chinitas para arrojarlas lejos de sí. Después levantose,   —215→   y lentamente se alejaba sin hacer caso de los tormentos ni de las desesperadas voces de su amigo. El cual se vio entonces acometido de animales repugnantes y tremebundos, culebras con cabezas de cerdos voraces, dragones con alas polvorientas y ojos de esmeralda, perros con barbas y escamas de cocodrilo, lo más inmundo, lo más hórrido que caber puede en la delirante fantasía de un condenado. Todos aquellos bichos increíbles le mordían, le desgarraban las carnes, llenándole de babas pestíferas, y uno le sacaba los ojos para ponérselos en el estómago, otro le extraía los intestinos y se los embutía en el cerebro, o de una dentellada le dejaba sin corazón. Aún conservaba el martirizado bastante conciencia de sí para exclamar con el pensamiento: Crux fidelis, dulce lignum, ven en mi ayuda. ¡Dios mío, Virgen santa, Leré bienaventurada, socorredme!

Creyó al fin que volvía de un fuerte paroxismo, y se encontró tendido, imposibilitado de moverse, ciego, con agudísimos dolores en todo el cuerpo. Las infernales alimañas habían desaparecido, ¡gracias a Dios! Soledad y silencio profundísimo le rodeaban... Creyó sentir a lo lejos el balar del choto. Levantose con gran trabajo, y poniendo atención a otro rumor más intenso, pudo discernir que era un cántico de mujeres. Más bien arrastrándose   —216→   que andando, acercose al sitio de donde a su parecer tales rumores venían, y el órgano de la vista volvió a funcionar. En un alto, varias mujeres de blanco vestidas parecían tomar agua de una fuente: unas con el cántaro al hombro, otras sentadas esperando que el cántaro se llenase. Entonaban con clara voz un himno, que primero le sonó a profana música; pero pronto hubo de advertir que era el himno de la iglesia, Vexilla regis. Lo sabía de memoria, y unió su voz a la de las mujeres. «Leré, Leré -gritó después-, ¿por qué no me miras? ¿Qué fuente es esa de que cogéis agua? Si no es la del perdón, que eternamente mana y jamás se agota, ¿qué fuente puede ser?»

Trató de ir hacia allá; mas las piernas no le obedecieron. En esto observó que el cabritillo reaparecía, como antes, travieso y saltón, meneando la cola. Al volver a mirar para la fuente, ya las blancas mujeres desfilaban una tras otra, y desaparecieron en pocos minutos. Tratando de avanzar, metió los pies en un charco, y el frío le refrescó la memoria de los sucesos precursores de las singulares escenas terroríficas que se han descrito. Entonces empezó a gritar: «Jesús, Jesús, ¿dónde estás?» Nadie le respondió de lo alto de la tenebrosa y áspera sima en cuyo fondo se encontraba. Trató de subir, mas no halló la vereda. «¿Qué hora será?» pensaba, y mirando   —217→   al Cielo, vio a Régulo donde mismo le había visto antes.




VII

Noche de zozobra y susto fue aquella para los habitantes de Guadalupe y Turleque, viendo que transcurrían las horas y el amo no parecía. Por fin salieron a buscarle, siguiendo las indicaciones de Mateo y Jesús, y exploraron con hachas de viento toda la barranquera sin hallar ni rastros del descarriado D. Ángel. Divididos luego los buscadores, D. Pito y Cornejo, que habían tomado la vuelta del arroyo de la Cabeza, encontraronle al romper el día, como a una legua del sitio en que según Mateo se había perdido.

«¡Ay maestro de mi alma -le dijo D. Pito abrazándole-, yo creí que te habías largado al otro mundo! Tremendo fue el ciclón de anoche. ¿En dónde te cogió?»

Observaron las ropas de D. Ángel desgarradas y su cara llena de cardenales. No contestó a las preguntas que le hicieron, y fue con ellos a Guadalupe, donde lo primero que hizo fue tomar alimento, pues no se podía tener. El cabritillo no pareció hasta el viernes por la tarde, hallado por un pastor.

Repuesto un poco de su quebranto, y ya cambiado de ropa, Ángel salió de su habitación   —218→   sobre las ocho, y llamando a Mateo y a la ciega, les dijo: «Id a la adoración de la Cruz en la Catedral. Yo también iré. Después de la función, llegáos a esa casa del cerro de las Melojas, y enteráos de lo que allí ocurre para que puntualmente me lo contéis a la tarde».

Y salieron el apóstol y la ciega. Y D. Pito, llegándose al amo con cariñosa solicitud, le dijo: «Querido maestro, échate a dormir, y déjate de más viajatas a Toledo para ver funciones de iglesia, que te trastornan el sentido. ¿Qué necesidad tienes hoy de adorar cruces ni calvarios? Que los adoren ellos, y tú te estás aquí quietecito viéndonos jugar a la barra».

-No sabes lo que te dices, querido Pito. Haz lo que te cuadre, y déjame a mí. ¿Me aconsejas que duerma? No puedo: oigo la voz que me dice: «Surgite et orate, ne intretis in tentationem».

-¡Ay, Dios mío, tú deliras con las tentaciones! Sin cuidado me tienen a mí... ¿Que vienen los demonios a hacerme cosquillas?... Pues dejarlos. Esta vieja carne, ya ni el Demonio la quiere. El muy perro cabrón sabe que ya no tiene uno con quién ni con qué pecar. ¡Triste cosa es la vejez, y considerarse uno despreciado, y ver que le falta la única alegría humana, que es el querer y el ser querido! ¿De qué   —219→   le sirve encontrarse con una hembra más hermosa que el sol? Yo pregunto: ¿dónde están aquellas tretas satánicas de que hablan fábulas antiguas, y que consistían en volverle a uno la juventud a cambio de una firmita en pergamino donde constaba la venta del alma? ¿Ha pasado eso alguna vez? ¿Puede acaso volver a pasar? Pues que venga el escribano de rabillo y cuernos, y yo le prometo mi firma en el documento azufrado, y cátame aquí hecho un mozalbete y con la cara frescachona. Pero ya verás tú cómo no vienen diablos con rabo ni sin él a proponerme tal cosa: todo eso es música celestial y sueños de poetas.

-¿Para qué quieres volver a la juventud? -le dijo Guerra seriamente-. ¿Para volver a sufrir y a encenagarte de nuevo en el pecado? Piensa en la muerte, Pito, piensa en tu salvación.

-La salvación la tengo segura, ¡me caso con San Pedro! que así me lo ha prometido la Virgen del Carmen, a quien rezo alguna vez. Siempre me protegió la Señora, salvándome de ciclones, abordajes y temporales duros del Sudoeste. Ella es la estrella de la mar que luce después de las tempestades, consolando al marino y diciéndole que volverá a ver a la familia... Pero esto no quita que yo haga mis gustos, si puedo, pues bastantes   —220→   amargores tiene la vida para que uno se prive de un retozo inocente. Ya se sabe que al llegar la hora de rendir viaje, se acuerda uno de toditos los pecados, y los echa fuera de un limpión, y mirando para las cruces dice: «tan amigos como antes». Yo creo en la cruz, y si el Demonio me trae el papelito para que le venda el alma a cambio de la juventud, al echar la firma hago con mucho disimulo una crucecita; en medio de garabatos. Claro: luego resulta que no vale la firma, y deshacemos el contrato, y el otro tiene que devolverme el dinero... digo, me devuelve mi vejez, y yo me quedo tan fresco, después de haberle dado el gran timo.

Esforzándose en contener la risa, Ángel habló a su amigo con severidad, recomendándole que pensara más en Dios y en la muerte que en las chicas guapas y en la juventud. Pronunciada la exhortación, que fue larga y oída con respeto por el estrafalario capitán, se fue a Toledo con Jesús.

Inquieto como nunca estuvo aquel día don Pito, corriendo de mata en mata y de peña en peña, oscilando entre la cólera insana y el aplanamiento sentimental, y tan pronto le entraban ganas de armar una tragedia, como de echarse a llorar con ternezas indignas de un varón. Los desvíos de la para él oronda Jusepa le trajeron a tan lastimoso estado, y el   —221→   caso era que mientras más coces le atizaba la ninfa guadalupense, más sublimemente guapa y apetitosa le parecía. Ya ni a seguir se determinaba sus gallardos zancajos y trotes desde la Degollada a Turleque o viceversa, porque la moza tenía la mano como un martillo, y en una revirada que dio con el brazo derecho, por poco le manda a paseo las pocas muelas subsistentes. Veíala pasar desconsoladísimo, tiernos los ojos, plegada la boca, suspirante el pecho, llamando en su auxilio tan pronto a los ángeles como a los demonios.

Allá se queda D. Pito, y sigamos a Jusepa, que también a ella le pasan cosas dignas de ser referidas. El Sábado Santo, día en que empezaron de nuevo los trabajos, fue la moza a la Degollada a llevar la comida a Cornejo, que estaba sacando piedra con otros canteros en lo más lejano de la finca. Al filo de las doce volvía por aquellos andurriales, y al atravesar un trozo de monte espesísimo en el cual los tomillos, cornicabras y enebros, entrelazando sus ramas, apenas dejan paso, sintió ruido entre el follaje. Al pronto creyó que era algún animal, cabra perdida o perro vagabundo; detúvose a mirar, y vio salir de entre la espesura ¡ánimas benditas! la cabeza, los brazos, el cuerpo de un hombre. Su primer impulso fue de espanto. Pero ni de atemorizarse tuvo tiempo, porque el aparecido,   —222→   agachándose entre las hierbas, le habló en términos tan insinuantes y lastimosos, que antes de verle bien ya la mujer le compadecía. Lo que principalmente le sorprendió fue la hermosura del hombre, que era mozo, afeitadito como los toreros, esbelto y flexible, de hablar dulce y amoroso, cual Jusepa no lo había oído nunca.

En resumidas cuentas, el tal, en pocas y apremiantes palabras, le pidió socorro. Andaba fugitivo, huyendo de la justicia por causas no vergonzosas, y no había comido en dos días. Sintiose Jusepa traspasada de pena, y con ganas vivísimas de ampararle, no contribuyendo poco a esta efusión de piedad las gracias del rostro del sujeto, las cuales pareciéronle a ella el acabose de la gentileza varonil. El duro corazón de la sobrina de Cornejo se reblandeció de súbito como pedazo de resina arrojado en una hoguera, y aunque al principio se mostró arisca, fue por el rigor de la costumbre. Sentía que algo se desquiciaba en su interior, que todas las rigideces de su alma se trocaban en blanduras; en suma, quedose la pobre aldeana como si un poder milagroso le infundiera nuevo espíritu. No fue preciso que el otro insistiera en su demanda para que ella le diera unos pedazos de pan que en su cesta llevaba. Devorolos con ansia el desconocido, y mientras comía le echó a su   —223→   favorecedora un sinfín de requiebros amorosos, llamándola ángel... como quien dice. «Aquí pueden verle -indicole Jusepa temblorosa-. Escóndase allá».  (Señalándole una casucha destechada que había sido cabaña, en tiempo de los Jerónimos.)  Anochecido volveré, y le traeré algo de mantención.

El otro le dio las gracias, y vuelta a echar le flores a granel con su lengua de inflexiones blandas, a la andaluza. Jusepa siguió su camino: no es hiperbólico decir que iba absolutamente trastornada. En su vida había visto ella un corte de cara más bonito y saleroso. Era como un sueño, como la ilusión de toda la vida realizada de repente por milagro de Dios y de las ánimas benditas. ¿Pues y aquel mover de brazos tan gracioso? ¿Pues y el habla, que era como una música que acariciaba el sentido? Ráfagas de poesía atravesaron el alma de Jusepa, y hasta aquel día nunca sintió rebullir y patalear dentro de sí un ser divino, rasgando las fibras endurecidas de su tosca naturaleza.

Toda la tarde estuvo pensando en el hombre, creyéndole a veces apariencia fingida, o hechura de su pensamiento supersticioso. ¡Y qué cosas tan bonitas le había dicho! ¡Vaya que llamarla ángel! Nunca oyó Jusepa dulzuras semejantes, como no fuera de la boca horrible de D. Pito. Pero el desconocido las   —224→   decía con toda su alma. ¿Cómo no, si parecía el perfecto tipo del conquistador de mozas? Y que debía de ser tan valiente como cariñoso, torero quizás, hombre que sabía ponerse delante de una fiera, y que arrodillado a la verita de una buena hembra, sería las puras mieles.

Al anochecer volvió allá, so pretexto de haber olvidado algo, y no llevó cesto, para no infundir sospechas, sino un pañuelo bien liado con algunas cosas de comer, pan, jamón y dulces. En la casa sin techo hallo al hombre majo, el cual, presentándosele en pie, acabó de enloquecerla con su apostura gallarda. ¡Qué talle, qué piernas, qué bien sacado cuello! ¡Y con qué gracia, sombrero en mano, la saludó, arrojando a borbotones de su boca lisonjas y finezas que emborrachaban!

Entraron en conversación, y pronto supo la villana que el doncel, aunque de apariencias andaluzas, era madrileño neto, y que pertenecía a la carrera tauromáquica. Sólo esto faltaba para que Jusepa se despatarrara de admiración. Pues sí: el tal mataba en la Plaza de Madrid, y ganaba muchísimo dinero. Por salir a la defensa de una mujer, armó bronca con un señor cortesano, conde nada menos, y del coraje con que le atizó, cátale muerto. Claro, no tuvo más remedio que salir pitando, para que no le prendieran. Oíale   —225→   Jusepa embobada, pendiente de aquellas palabras ceceosas, que debían de ser el lenguaje que hablan los serafines cuando se ponen peneques. Para mayor efecto, era soltero, y tenía en Madrid más de cuatro novias que se despepitaban por él. ¡Eterna gratitud a su favorecedora debía! Como que estaba muertecito de hambre, cuando ella se apareció por allí. ¡Qué encuentro, qué felicidad! Y allá te va otra vez el ángel de mi salvación. Cuando se oía llamar así, creía Jusepa que el sol, la luna y las estrellas se le paseaban por el cuerpo. Para completar sus explicaciones, el guapo desconocido le dijo que había venido en el tren, pero que en la estación de Algodor entendió, por soplo que tuvo, que al llegar a la de Toledo le prenderían, y andando el tren saltó a la vía, con riesgo de su preciosa existencia; se subió por los vericuetos que dominan el ferrocarril, y estuvo vagando dos días sin tener que llevar a la boca. En Toledo no le faltaban amigos y parientes, personas de mucha suposición, con los cuales quería comunicarse, para ver si podían esconderle convenientemente o facilitarle el paso a la frontera de Portugal.

Grande interés despertó en la montaraz Jusepa todo este relato, que creyó como el santo Evangelio. Decidida a prestar al prófugo todo el auxilio posible, díjole que, por   —226→   de pronto, lo mejor era quedarse en aquella guarida, hasta ver. Ella procuraría traerle una manta, bien escondidita para que nadie la viera. Y mantención no había de faltarle. En lo que hizo el hombre más hincapié fue en la necesidad de que le avisara tan pronto como viese en cualquiera de las fincas próximas asomos de Guardia civil, a pie o a caballo. Sí, porque la justicia y los parientes del conde muerto habían de despachar en persecución de él lo menos un tercio de la Benemérita. Convino en ello la angelical tarasca, y le dio un pañuelo de seda para que se lo atase en el brazo derecho, que le dolía por haber hecho gran violencia con él al arrojarse del tren. Vestía pantalón ceñido, chaqueta y faja, con sombrero blanco de castor, bastante destrozado, lo mismo que las botas de caña clara y de intachable forma. ¡Y qué anillos tan lindos en sus dedos lucía! Por cierto que en cuanto Jusepa se fijó en ellos para alabar su hermosura, él se quitó con gentil desenfado el mejor de los tres, y se lo dio. No quería ella tomarlo; pero hubo de ceder a instancias ardorosas, sumamente sandungueras.

A la tercera entrevista, que fue tempranito, casi al rayar el día, le llevó tabaco, por que el pobre rabiaba por fumar, dos pañuelos de la mano, finos, con faja de color, lo mejorcito del arca, una empanada y una botella   —227→   de vino del superior que había en Guadalupe. No cesaba de recomendarle la permanencia en aquel escondrijo hasta que ella proporcionarle pudiese otro mejor, o llevarle a Toledo. El madrileño se encontraba bien allí, y le hizo mil preguntas acerca de la finca donde servía, de sus parientes, de sus amos, etcétera, y oyendo nombrar a D. Ángel, dijo que le conocía, y que era buena persona; pero que una monja, endiablada le tenía sorbido el seso, y pensaba gastarse toda su fortuna en conventos, misas y procesiones. A Jusepa se le iba el tiempo insensiblemente, escuchando a su ídolo, pues ídolo llegó a ser para ella, en tal manera sagrado y querido, que habría dado su sangre toda y su vida por salvar la de él. Su loca pasión no reconocía freno alguno. Con semejante hombre habría ido a donde él quisiera llevarla, a la santidad o al crimen. La confianza se estableció pronto, porque la sobrina de Cornejo, que nunca había querido a nadie, echó de sí en un punto y de un vuelco todos los tesoros de su alma fue como incendio repentino en almacén cerrado y olvidado, lleno hasta el techo de materias inflamables.



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VIII

No era fácil que estos encuentros de la loba y el zorro en medio del monte se sucedieran sin el obstáculo de algún indiscreto testigo. Si no hay pared que no tenga oídos, tampoco hay soledad, por silvestre que sea, en la cual no se abran algunos ojos, y éstos fueron en aquel caso los del salvaje Tirso, que con sagacidad cinegética siguió el rastro de la moza bravía, y descubrió el enredo que entre las ortigas y malezas de la casucha se ocultaba. Pero Jusepa, a quien la pasión había dado agudezas y previsiones a prueba de cazadores, entendió al momento que la malicie del pastor había tirado de la manta, y avistándose con él en un recodo solitario, cuando volvía con las cabras, le habló resueltamente, haciendo como que le confiaba el secreto. «Es un señorón de Madrid, que se oculta porque le andan persiguiendo por esto de la libertad, de los milicianos, y por el sufragio de las ánimas universales. Cuidado como le vendes, Tirso, y si dices algo lo has de pasar mal, pero mal. Porque es gentilhombre de la boca del rey, tiene muchísimo poderío, y no la contamos, Tirso, no la contamos si se mus va la lengua. Viceversa, si te callas, tendrás todo lo que quieras. Te daré jamón».

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El jamón le gustaba tanto al salvaje, que por tan exquisito manjar firmara él un pacto con el Demonio, como el que por jamones de otra clase estaba dispuesto a firmar D. Pito. «¿Me darás de anquel que tiés en la ispensa y que trasciende a las puras glorias, to guarnío de unos pelos de mieles rubias como el oro?

-Sí, jamón en dulce con huevo hilado. Todo aquel piazo grande que viste allá será para tu boca, si haces lo que te digo y callas.

Conformose el bruto, que además recibió de la moza unas perras grandes que ésta llevaba en el bolsillo, y se fue decidido a tapiar con piedra y barro la puerta cochera de su boca, no menos embelesado en su mente con la idea de mascar mieles de oro, que pudiera estarlo su señor con una visión angélica. Jusepa, en tanto, no era la misma mujer, y si alguien se hubiera cuidado de observarla, habría notado en ella radical mudanza, cierta irregularidad en su trabajo, a veces despachando las obligaciones con desusada prontitud, a veces desentendiéndose de las cosas más importantes. Pero como Cornejo apenas paraba en casa por el día, y el amo no se fijaba en tales menudencias, sólo Dios se iba enterando. Los cigarraleros de Turleque, Mateo, y aun el mismo Virones notaron, sí, que la fiera se componía y acicalaba más que antes;   —230→   sus polvorosas greñas lucían peinadas y engrasadas, con alguna ondita sobre la frente, que era gran novedad. Bien ceñido el cuerpo, su mejor pedazo, parecía otro; bien lavadas cara y manos, si otras no parecían, porque la fealdad y aspereza ni Dios se las había de quitar, resultaban menos desagradables a la vista. Esto, sin contar con fregoteos menos al alcance del público fisgón. Algo había de hacer para justificar exteriormente aquello de ser arcángela.

Pero aún hubo en Jusepa transformación de calidad más noble, afectando a la esfera del sentimiento y del carácter. Hízose menos áspera, más complaciente. La que jamás acarició a un niño, y por lo común les despedía de su lado con soplamocos y refunfuños, se recreaba ya con Jesusito, besándole y estrechándole contra sí, y lo propio hacía con las demás criaturas que andaban por Guadalupe o Turleque. Iguales efusiones de cariño sentía por los viejos, asombrados de que tan pronto hubiera perdido el puerco-espín todas sus púas. A D. Pito, sin dejarle tomar las confianzas que él tomarse quería, tratábale con más miramiento, con cierta consideración filial, que el maldito viejo aprovechaba como huésped, pero no agradecía como pretendiente.

Cada día empleaba más precauciones para   —231→   acercarse con cautelosa pata al refugio del zorro, impaciente ya por salir de allí; y abrirse paso entre el sinnúmero de guardias civiles que en aquellos caminos prestaban servicio. Una noche, disfrazado con gorra de pellejo que Jusepa le dio, y una manta parda, se aventuró a ir a Toledo, escurriéndose por el barranco hasta el puente, y tornando a su escondite antes de que rompiera el día. Según dijo a la tarasca, en Toledo estaba la persona que le tenía el dinero; pero no había podido encontrarla. Con esto, la moza le ofreció todo cuanto ella poseía, que no era mucho, y él hubo de aceptarlo, después de mil melindres, porque no lo tomara a desprecio. Charla que te charla, la loba llegó a insinuar al zorro ideas muy donosas, verbigracia: Su amo, el Sr. de Guerra, tenía la hormiguilla de socorrer a todos los desgraciados que quisiesen acogerse a él. El mayor gusto que se le podía dar era pedirle hospedaje, contándole alguna desgracia gorda o miseria irremediable. ¿Por qué el madrileño no se presentaba, pidiéndole asilo y amparo? Entonces viviría tan ricamente en Turleque, quizás en Guadalupe por ser persona fina, y podrían verse a todas horas. Un rato estuvo él pensando la contestación, y al fin salió con la música de que no era inválido ni pordiosero. Claro que podría pedir hospitalidad; pero al   —232→   instante le conocería todo el mundo, por ser persona célebre, cuyo retrato andaba en los papeles y hasta en las cajas de cerillas. Y lo que él principalmente quería evitar era que su popular rostro le denunciara. Como en aquellas fechas ya la justicia le supondría internado en las Alemanias o en las Rusias, mejor era esperar guardando el incógnito, hasta que tuviera medios de irse a Portugal. La idea de partir para tan lejos ponía fuera de sí a la inflamada Jusepa, que con suplicantes ojos y voces de flauta ronca le rogaba que no se fuese, y él fingía acceder a las ansias de su ángel salvador, diciéndole que si no podían largarse juntos (y a esto no se determinaba la villana) se quedaría en aquellos contornos todo el tiempo que pudiese.

También del nombre y apellido trataron; y antes de declararlos a su adorada, hízose muy de rogar, aparentando recelos y vacilaciones, como si se tratara del más grave secreto. Por fin dijo llamarse D. Álvaro, y ser de una de las primeras familias de España, de los Fernández de Córdoba y Téllez Girón. Sus padres le habían hecho aprender francés y le dedicaban a la carrera diplomática (Jusepa no sabía lo que esto era); pero él desde chiquito mostró tal afición al toreo, que no le podían sujetar, y contra la voluntad de sus papás y hermanos, y de toda la grandeza, tomó   —233→   la alternativa en Madrid, siendo ya un espada de los más famosos, y habiendo matado más toros que pelos tenía en la cabeza, arrancando siempre, sin haberle visto nunca las orejas al miedo. Todas estas cosas tragábaselas ella y a gloria le sabían. Las creía como artículo de fe, tales eran su ceguedad y trastorno, amén de que siempre fue persona de escasísimo despejo.




IX

No muchos días después de Pascua de Resurrección, dispuso Ángel explanar el terreno en que había de asentarse la proyectada casa religiosa, y no bajaban de cuarenta los trabajadores que en esto se emplearon. Virones hacía de listero, y Mateo de capataz. El apóstol llamado Maldiciones volvió el domingo de Pascua, muerto de hambre, y pidió perdón al amo, rogándole que le admitiese, juntamente con un compañero que traía, apóstol auténtico, pues fue de los agraciados aquel año con la limosna del Lavatorio. Uno y otro fueron bien recibidos, y por cubrir el expediente hicieron como que trabajaban; pero no hacían más que charlar y fumar cigarrillos, esperando las horas de comida y cena.

Confirmó Lucía la noticia de que la hermana del Socorro no prestaba ya servicio de   —234→   enfermera en casa de Zacarías. La razón de su ausencia o la ignoraba o no quería decirla. Lo que sí aseguró fue que su hermana, desde la partida de Sor Lorenza, carecía de asistencia formal, que allí escaseaba todo, los medicamentos y hasta la comida, porque Zacarías miraba más a sus amigotes que a su mujer. Oír esto y decir Guerra «vamos allá», fue todo uno, y la ciega con grandísima efusión de fe y cariño le contestó: «Si el señor va, la paz será con mi pobre hermana. El señor lleva consigo los consuelos de Dios, y allí donde él entra no puede durar la tristeza».

Pusiéronse en camino sin pérdida de tiempo en la mañanita de un día despejado y fresco, él actuando de Lazarillo, ella mas contenta que unas pascuas, porque en las tinieblas de sus ojos había empezado a ver en el amo un ser extraordinario, encarnación de todas las virtudes, y no ciertamente parecido a los demás hombres. Lo que a todas horas oía contar de su bondad, de su caridad, de sus colosales proyectos filantrópicos y cristianos, llegaba a su mente agrandado en las bóvedas negras y cavernosas de la ceguera, en las cuales la imaginación trabajaba libremente, sin que la perturbaran las realidades de la luz. Por el camino no cesaba de decir: «Si el señor se digna visitar aquella pobre casa, mi hermana mejorará. Hace días que vengo   —235→   pensando en esto; pero no me atreví a decirle al señor que fuera. Anoche soñé que el señor iba... me lo daba el corazón. Pues soñé que lo mismo era llegar el señor, que animarse verídicamente mi hermana y volverse otra. ¡Cosas del sueño son éstas que a veces salen verdad! Y yo acá me sé que todo lo que veo durmiendo, se cumple de una manera o de otra... Pero tenga el señor cuidado cuando entremos, no sea que esté Zacarías y al pronto nos reciba como acostumbra, con gruñidos de perro guardián. Y no será malo que el señor eche unas cuantas bendiciones y recelo que se acostumbra para espantar al demonio, porque me temo que algún diablillo se esconda en los agujeros altos de la casa».

-Verás tú -le dijo Guerra-, cómo no aparece por allí ningún diablo; y aún confío en que se ablande Zacarías. Todos estos que se comen los niños crudos son los más tiernos cuando alguien les habla al corazón.

Al subir desde el puente a la puerta del Cambrón, encontraron a Mancebo que bajaba. «¡Zapa! esta sí que es buena. Allá iba yo».

-Me alegro de encontrarle, D. Francisco. Nos viene usted como anillo al dedo. Véngase con nosotros.

-¿Pero a dónde demonios vamos, señor D. Ángel? ¿Es lejos?

-El que se decide a trabajar conmigo y a   —236→   seguir mi camino, no pregunta nunca si es lejos o cerca.

-Pues vamos, hombre, vamos -murmuró D. Francisco un si es no es contrariado, pero decidido a obedecer con tal de entrar en la Compañía y encargarse de algún grave negocio de ella.

Atravesaron la Judería, encaminándose hacía los Gilitos y a las tortuosas callejuelas que rodean la parroquia de San Cipriano. Un poco fatigado de la caminata, harto presurosa para sus flacas piernas, Mancebo refunfuñaba para su sayo: «Pero este D. Ángel me toma a mí por un azacán. Harto sabe que yo soy un águila para funciones administrativas, y no para corredurías sofocantes, echando un palmo de lengua. Pero aguardemos a ver en qué paran estos trotes.

-Pues Sr. D. Francisco, nos viene usted de perillas -le dijo Guerra abrazándole familiarmente poco antes de llegar a las Melojas-. Hoy mismo queda encargado de...

-¿De qué, hombre, de qué...? Satisfaga mi curiosidad.

Tanteando las paredes, Lucía indicó que habían llegado. El clérigo palideció, y echándose atrás dijo:

-Por las trazas del edificio y por el barrio que pisamos, esta es la casa donde quisieron matar a mi sobrina... D. Ángel de mis pecados,   —237→   ¿a dónde, con cien mil gruesas de demonios, me trae usted?

-¡Ay, que tiene miedo, que tiene miedo! -exclamó Guerra con hilaridad zumbona-. Pues amigo, el cobarde no sirve para andar conmigo. ¿Qué teme usted? ¿que nos asesinen a los tres? Pues por su parte, después de una larga vida honrosa y santa ¿qué más puede desear que el martirio? ¡Morir en el ejercicio de la caridad! O somos cristianos o no lo somos.

Haciendo de tripas corazón, D. Francisco entró receloso y precavido, a bastante distancia de Ángel, que daba su mano a la ciega.

Los dos hijos de María Antonia jugaban en la sala tirando de un carretoncillo con una sola rueda, cargado de pedazos de baldosín. Dos vecinas acompañaban a la enferma, bastante agravada, tan abatida que apenas podía hablar. Ángel sintió mucho que no estuviese Zacarías, por ver si era el león tan fiero como le pintaban. Lo primero que hablaron las vecinas presentes fue para expresar la absoluta precisión de llevar a María Antonia al hospital, si había de tener mediana asistencia.

-Nosotros -díjoles Guerra-, traemos el hospital aquí. ¿Qué hace falta? ¿Tres o cuatro visitas diarias de médico? Las tendrá. ¿Medicinas? Todas las que sean necesarias, sin tasa alguna. ¿Qué más se pide? ¿Una persona que   —238→   cuide a la enferma y de ella no se aparte? Bien; pero como, por el genio que gasta el señor de la casa, no puede encargarse de la asistencia una mujer sola, pondremos una mujer y un hombre. La mujer será cualquiera de las que me oyen, si tiene algún tiempo que perder; el hombre será mi amigo Mancebo...

-Querido D. Ángel... yo... -dijo el beneficiado balbuciente-. Verá usted... yo...

-Ya sé lo que me va a decir. Sus ocupaciones... Corriente. Yo le ayudaré: turnaremos en la guardia. Usted por las mañanas: después del coro, una horita; dos horitas por la tarde. El resto del día y toda la noche, yo. Me parece que no se quejará de exceso de trabajo.

Don Francisco sintió un nudo en su garganta. Eran las objeciones que querían salir, y que se tropezaban con la saliva entrante. No se atrevió a indicar que a él no le daba el naipe sino por la contabilidad monda y lironda. Adelantándose a su pensamiento, Guerra le dijo: «En cambio de la brevedad de la guardia, amigo Mancebo, queda encargado usted de la administración de este hospital domiciliario; usted toma nota de todos los gastos y los abona con los fondos que recogerá del Sr. D. José Suárez, mi pariente. Cómprese un libro, en cuya primera hoja abrirá la   —239→   cuenta de esta asistencia inaugural, y continúe la serie hasta que podamos llevarnos a Turleque a nuestros pobres enfermos desvalidos».

Mancebo, algo consolado con aquello de tomar dinero, distribuir fondos y anotar números en un libro, expresaba su aquiescencia con expresivas cabezadas.

«Y ya deseo empezar mi guardia -añadió Guerra mirando a las dos vecinas-, porque tengo ganas de que salga el Zacarías ese tan fiero, que tuvo el increíble valor de amenazar de muerte a una hermanita del Socorro. Veremos si se atreve conmigo.

-Señor -dijo Mancebo receloso-, permítame... Ese Zacarías será todo lo bruto que se quiera, pero es dueño de su casa y jefe de su familia, y nosotros, con fines muy santos y muy buenos, eso sí, nos hemos colado en su domicilio, somos unos intrusos, y nada tendría de particular que el hombre se amoscara y nos pusiera en la calle. De modo que, a mi juicio, lo primero es traernos un permiso de la autoridad para allanar moradas caritativamente, y lo segundo, que dicha autoridad nos dé una parejita de la Guardia civil por lo que pudiera tronar.

-Déjese usted de autoridades, y de permisos, y de guardias civiles -replicó Ángel nervioso-. Los que se presentan desinteresadamente   —240→   en la casa del dolor con el doble carácter de médicos del cuerpo y del espíritu, no necesitan la papeleta de un alcalde. Nuestros poderes vienen de más arriba. Si no quieren recibirnos, si nos ultrajan, si nos arrojan, salimos tan frescos y nos vamos a otra parte. Verá el descreído y expedientero D. Francisco como al fin somos admitidos y agasajados. Cierto que al principio hemos de tropezar con la ingratitud y la barbarie; pero ya verá, ya verá como luego se allanan nuestros caminos. Por eso quiero yo hacer esta prueba; quiero asaltar con mi ejército de caridad la casa de un enemigo. ¡Que nos rechaza! Nos vamos. ¡Que nos injuria! Oímos y callamos. ¡Que nos da golpes! Los sufrimos con paciencia. A otra parte con nuestra música, y el que no tenga fe, D. Paco, que se vuelva atrás, y se vaya bendito de Dios.




X

A moco y baba lloraba la ciega oyendo estas fervientes razones, y las otras dos mujeres no volvían de su estupefacción. Nada quiso objetar Mancebo, no porque le faltaran argumentos, sacados de su acendrado positivismo, sino porque se encontraba en minoría, y temió deslucirse. «Bueno; todo eso está muy bien -dijo al fin-. No seré yo quien descomponga   —241→   el altarito. Acepto mi papel, y creo que para que esto marche, Sr. D. Ángel, para que esto vaya como por carriles, lo primero es ir en busca de los fondos. Conviene, pues, que me dé usted un vale, o...

Pareciole bien al otro esta previsión, y pidiendo pluma y tinta, escribió en un librito talonario que siempre llevaba consigo, y arrancada la hoja, se la dio a Mancebo, que presuroso salió a tomar el aire con ella. ¡Cuánto mejor se estaba en la calle que en aquel antro ahogado y mal oliente, oyendo gemidos de dolor, y mirando tanta miseria y desorden! Una de las dos vecinas llevose el niño pequeño a su casa, y la otra se prestó a cuidar de la enferma sin ningún estipendio, por puro espíritu de compañerismo y caridad. Ambas recelaban que Zacarías armase al venir una grandísima tracamundana; mas contra la general creencia, ninguna tragedia ocurrió al presentarse el forjador de aceros, quien si al pronto oyó displicente y ceñudo las explicaciones de Ángel, al poco rato de oírlas mostraba indiferencia de cuanto allí pasaba. Parecía hombre en quien se habían secado las fuentes del sentimiento y de la piedad. Por de pronto, la idea de que todos los gastos corrían de cuenta de aquel señor desconocido, que por las trazas debía de ser o pastor protestante o jefe de alguna congregación filantrópica   —242→   de las muchas que salen ahora, fue mano de santo para domarle, pues estaba comido de trampas y acosado de usureros voraces. No mostró gran interés por su esposa ni por los niños.

Sobre el caso de haber amenazado de muerte a la hermanita, dijo que sí y que no; que nunca fue su intención matarla; que por aquellos días se ocultaba en la casa un amigo muy querido, guapo chico, acosado por la infame justicia. Hubo temor de una delación. Sospecharon de la monja... Él no quería faltar a las leyes de la hospitalidad, decidido a defender a su amigo de todos los guindillas y soplones del mundo. Vele ahí por qué levantó el gallo a la socorrista, creyendo que... Después se convenció de que no... Quiso pedirle perdón; pero la hermanita se fue el sábado por la tarde al Socorro, y no volvió más. Y el amigo también tomó el portante, buscando lugar más seguro. Refirió estas cosas el armero con indiferencia y sin ningún calor, como quien narra hechos vulgares y corrientes. «Si la Sor quiere volver -dijo al fin-, por mí que vuelva. Seremos amigos».

-Gracias -le contestó Guerra-. No es la mejor garantía la amistad de usted.

Transcurridas unas horas, Zacarías parecía menos hosco, y hasta se podían notar en él síntomas de gratitud. No se opuso a nada   —243→   de lo que las vecinas iban acordando al tomar la dirección de la casa; facilitaba lo que de él dependiese, y por fin, después de comer con escaso apetito lo que le dieron, salió sin decir oste ni moste, y no se le volvió a ver el pelo en todo el santo día.

Cuando llegó Mancebo con el dinero, ya el forjador de espadas no estaba allí. «Señor D. Ángel -dijo el clérigo-, ya tenemos fondos. De paso he avisado al médico que usted me indicó. Llevaré nota clara de todos los gastos que vayan ocurriendo, y empiezo por disponer la compra de mañana, media libra de carne y un cuarto de gallina. Con la farmacia me entenderé directamente. Esto va bien. Pero dígame: ¿en esta campaña ha de ser todo gastos? ¿Y los santísimos ingresos dónde están?

-¿Los ingresos? Vendrán de arriba.

-¿Cómo de arriba?

-Del celaje. Veo que es usted hombre de poca fe, amigo D. Francisco. Los ingresos caerán de las alturas como el maná.  (Incredulidad de Mancebo.)  ¿Qué es eso?... ¿lo duda?

-No... así será. Es que como nunca he visto llover maná... Puede ser. Digo que a mí no me cayó nunca. Por lo demás me gustaría verlo caer.

-Sembrar y esperar. Sólo que estas cosechas no las da la tierra.

  —244→  

-Conformes.  (Sonriendo.)  Dios dirá.

Como hombre muy aficionado a enterarse del medio en que funcionaba, Mancebo revolvió toda la casa; subió al desván, salió a un patinillo trasero, fue de una parte a otra registrando, y el resultado de sus olfateos no debió de ser muy tranquilizador, porque llamando aparte a Guerra, le secreteó en la forma siguiente:

-Amigo D. Ángel, me parece que estamos en un sitio sumamente peligroso. Mi opinión es que nos larguemos de aquí, mandando a esa señora al hospital. Examinada la localidad, hame dado en la nariz un tufillo de...

-¿De qué, hombre de Dios? Aquí tenemos al padre del miedo.

-Diga de la prudencia. Pues sospecho y casi casi afirmo que  (Bajando más la voz.)  estamos en una guarida de monederos falsos. ¿Qué, se ríe? Usted todo lo toma a risa. He visto por ahí instrumentos sospechosos, y arriba unas escrituras, o más bien papeles estampados con rasgueos y garambainas como los de los billetes de Banco. D. Ángel de mis entretelas, gran cosa es la caridad, pero hay que ver dónde y cómo se ejerce. Claro que no debe haber distinciones, y así lo mandó nuestro Señor Jesucristo que al mismo Judas infame dio su parte en la cena. Pero una cosa es la conciencia y otra la sociedad. Porque   —245→   figúrese, D. Ángel, que estamos aquí tan descuidaditos, hechos unos santos, y viene la policía y muy santamente nos coge a todos y ¡zapa! nos lleva a la cárcel... con muchísima santidad. ¡Qué susto, qué vergüenza!

-Querido Mancebo. ¿Qué nos importa que aquí fabriquen o hayan fabricado moneda falsa? La nuestra, la que nosotros acuñamos, es de toda ley. Si usted tiene miedo a la policía y a la cárcel, váyase. Yo me quedo.

-¡Ah! pues yo también.  (Tragando saliva.)  Indico un peligro... pero a pie firme siempre, Sr. D. Ángel. -Y para sí decía-: Menudo susto nos van a dar. Yo me lavo las manos. No estoy aquí más que para la contabilidad. Véanse mis papeles. Digo lo que decía don José Suárez al darme el dinero: «Veo los gastos; pero los ingresos ¿dónde demonios están?» Mucha plata tiene este D. Ángel; pero la moneda suelta corre que es un primor. Cierto que tarde o temprano empezará el goteo de las limosnas. Entonces, ¡qué gusto ser cajero de esta institución! Mi humilde opinión es que deberíamos echar una derrama, y llamar a las puertas de toda persona caritativa, diciendo: «Contribuid al socorro de la humanidad». Pero quien manda manda... Veo el óbolo que sale y no veo el óbolo que entra. Y la caridad en grande escala necesita, como el comercio, su Debe y su Haber».

  —246→  

En estas reflexiones estuvo hasta la hora en que Guerra le dijo que podía retirarse, lo que hizo de bonísima gana. Llegada la noche, las vecinas prepararon una frugal cena para D. Ángel y Zacarías; pero éste no se dejó ver por allí, y la ciega y el señor de Turleque cenaron en buen amor y compaña. Quedó abierta la puerta por si el armero a deshora entraba, y se dispusieron a pasar la noche. La vecina enfermera montó la guardia en la alcoba. Lucía se acomodó en un rincón de la sala, apoyando la cabeza en una silla baja; y en un sillón de hule, derrengado y con todo el pelote a la vista, descabezó Ángel su primer sueño. Desvelado estuvo más de tres horas, contándolas por el reloj de la cárcel vecina, y ya principiaba a aletargarse cuando la ciega, tocándole las rodillas, le dijo con apremiante voz: «Señor, señor, despierte... ¿No sabe lo que pasa? Que he recobrado la vista... Digo, como recobrarla, absolutamente no; pero el Señor me concedió la facultad un rato para que viera el mayor de los prodigios.

-¿Qué cuentas, pobre mujer?... ¿Estás segura de hallarte despierta?  (Poniéndole la mano en la frente.) 

-Señor, señor,  (Abrazándole las rodillas.)  lo que le cuento es tan verdad como que Dios es nuestro padre. Desperté y veía. ¡Ay, yo sé lo que es ver, porque cuando niña vi, y me   —247→   acuerdo de cómo son las cosas! Desperté con vista, señor, y vi la habitación con todos sus trastos, y ese sillón con la lana de fuera, y usted dormido en él o velando con los ojos cerrados. Vi ahí enfrente el armario de la loza, y la cómoda con aquellas láminas rotas y el perrito de yeso, vi la estera con tantísimos desgarrones, y la puerta de la alcoba abierta. Y la luz que alumbraba la sala ardía en un vaso, como una estrella que está muy lejos, chiquita, nadando sobre un dedo de aceite encima de tres dedos de agua. Le juro, señor, que lo vi, y que le cuento la verídica realidad. ¿Verdad que lo cree? Pues aún me falta decirle lo mejor vi a mi hermana salir de la alcoba, con un niñín en brazos, dándole de mamar.

-Eso sí que no puede ser. Lucía, ten juicio.

-Señor, que la Santísima Virgen me deje también muda si no es verdad que lo vi. María Antonia tenía sus pechos sanos y bonitos... Oigo todavía los chupetazos que daba el chiquillo.

-Lucía, si duermes aún, despierta, vuelve en ti.

-¡Ay, que no lo quiere creer! ¡Dios mío! ¿cómo se lo diré para que me crea?  (Retorciéndose los brazos.)  Y mi hermana se llegó a mí, y yo hablarle no podía, de tan trastornada como estaba. Por fin rompí y le dije... ¿qué   —248→   sé yo lo que le dije? Pero aquí me suenan todavía las palabras que me respondió: «Si tuvieras fe no te asombrarías de lo que estás mirando. Sana estoy, y he recobrado lo que perdí. Mírame bien: no creas que son prestados, que míos son, y muy míos. La Sor me los dio esta noche, arrancándoselos de su pechó y poniéndolos acá». Y mi hermana volvió a la alcoba arrullando a la criatura, y diciendo: milagro fui, milagro soy.

-¡Qué inocente eres, Lucía! Para que te convenzas de que soñaste, acércate al lecho de tu hermana, y pregúntale si es cierto que...

-Será que han desbaratado el milagro después de hacerlo. Yo juro que vi y oí lo que le cuento, señor. Cuando mi hermana se metió en la alcoba, ¿sabe? vi salir de ella a la monjita del Socorro y entrar en el cuarto donde duermen los niños. Viendo esto, quedeme otra vez sin la facultad, y me volvieron las tinieblas en que vivo siempre.

-La hermana Lorenza no está aquí, ni en el cuarto de los pequeñuelos. Además, ni el chiquitín de tu hermana es de pecho ni duerme aquí esta noche.

-Señor, no me contradiga, no me lo niegue... Si lo que he visto no es verdad en este momento, lo será. Si el señor no lo ve así es porque no tiene fe.

-Fe tengo; pero no creo que tu hermana   —249→   recobre lo que perdió, ni menos que se pueda verificar ese traspaso de... No delires, hija.

-Lo he visto, lo he visto.  (Acentuando enérgicamente con las manos.)  ¡Tuve la facultad! El que viva sin fe, que me lo niegue.

-Entra en el cuarto de los niños, palpa bien por todos lados, y si encuentras allí a la hermana Lorenza, creeré tu historia, y seré el primero en proclamar el milagro.

De puntillas entró la ciega en el cuarto, y Guerra, movido de una curiosidad que no acertaba a explicarse, entró también. La una con el tacto y el otro con sus claros ojos cercioráronse de que allí no había nadie más que la niña mayor, dormida. «¿Lo ves? ¿te convences? -le dijo el amo con pena, conduciéndola de la mano a la salita.

-No me convenzo, señor. Afirmo lo que afirmé, y creo lo que vi.




XI

Volvió Guerra a ocupar su sillón, y la candorosa ciega el lugar donde pasado había la primera parte de la noche. Rezaba a media voz. Poco después del diálogo referido, Ángel sintió a María Antonia hablando quedamente con su enfermera. Acercose a la puerta de la alcoba, y oír pudo estas desvariadas expresiones: «Hermana Lorenza, ángel de Dios, ¿y   —250→   qué debo daros en cambio de lo que me dais? Me curáis con vuestra propia carne y me dais vuestra sangre y vuestra vida.

Contestole la vecina en términos cariñosos, llevándole el genio, y la incitó al descanso y a tomar la pócima que la ofrecía. Pero María Antonia no se mostraba sensible a tan razonables exhortaciones; negábase a tomar el brebaje, y con descompasado mover de brazos y febril brillo de los ojos, decía: «Pero si estoy curada, Gumersinda. ¿No lo ves? ¿Pero no lo ves? Haz el favor de apartarte a un lado, que no me dejas mirar a la otra, a la bonita, a la que trae recados del Padre Eterno y al oído me los dice. No sé a cuento de qué os oponéis todas a que me cure la hermanita. Ella quiere, y vosotras, entrometidas, puercas, sinvergüenzonas, no la dejáis... es lo que veo... no la dejáis. Os habéis propuesto que yo me pudra en este puño de cama; pero no lo conseguiréis, no, no lo conseguiréis. Tengo mi ángel, que ahora está detrás de ti... le veo la toca blanca... y los ojos le bailan detrás de los tuyos que están fijos en mí. No, no me abandona la Sor salada, y en cuanto la dejéis acercarse a mí, me curará. Me lo prometió, de parte del señor de Dios, el cirujano presupotente, y lo ha de cumplir...  (Inquieta.)  Pero hazte a un lado, mujer... ¡Que siempre has de plantarte entre la Sorita y yo, para no   —251→   dejarla que me cure! Gumersinda, tú antes no eras así. ¿Por qué te has vuelto tan mala? ¡Envidiosa! Como no has podido criar a tu hijo, porque se te secó la leche ¡ja, ja! no quieres que yo... Pues mira, yo pensaba criarte el tuyo... límpiate ese moco... criártelo junto con el mío, que para todos hay, y aún me sobra... mira... Si te da dentera de vérmelas, rabia y rabia y rabia».

Tenaz en la persuasión y en el cariño, ya asintiendo a los disparates que decía, ya refutándolos con gracejo, Gumersinda logró hacerle tomar el potingue, y la infeliz mujer se fue calmando poco a poco. Las expresiones de su delirio dejaron de ser inteligibles, cual si se alejara la voz que las pronunciaba, sumergiéndose en lo profundo.

Volviendo al deshecho sillón que de cama le servía, inútilmente trató Guerra de conciliar el sueño. Sintió roncar a la ciega, retorcida en mala postura, y algo habría dado por imitarla y descansar. «Esta bienaventurada -pensó-, estará regocijándose ahora con otro delirio milagrero, y despierta sostendrá que ha visto lo que sueña. ¡Dichosos los que no llevan aquí el terrible espejo de la razón, desvanecedor de los engaños de la fantasía, porque ellos están mejor preparados para la fe! Yo, con mi razón firme y bien educada, siéntome sujeto cuando quiero lanzarme a   —252→   creer, y mi propio sentido desvanece la dorada ilusión del milagro.

Tanto le inquietaron estos pensamientos, que no pudo permanecer en el sillón, y se puso en pie. Dio algunos paseos por la casa; pero el temor de hacer ruido y turbar a la enferma le sugirió la idea de echarse a la calle. Como la puerta no estaba cerrada, fácilmente y sin el menor bullido salió. Amanecía ya, y una claridad pura y rosada despuntaba en el cielo. Oíase el gargoteo del Tajo que muy cerca de allí corre impetuoso entre aceñas rotas. Cantaban gallos. Enfrente, el muro rocoso que al río sirve de caja comenzaba a teñirse de variados tonos, y por encima de la cresta del monte en que está la Virgen del Valle apareció la estrella de la mañana con fulgor hermosísimo y virginal. Espectáculo tan bello le sumió en éxtasis, y no tenía alma más que para dirigir una ferviente invocación a las alturas sin fin, entonando a media voz el himno Ave maris stella, Dei Mater alma. Y después dijo la antífona Salve Regina... vitae dulcedo et spes nostra. No la había concluido cuando el astro comenzaba a palidecer, diluyendo su luz en la purísima diafanidad del cielo azul, limpio, inmaculado.

No tardó en sentir el caballero cristiano profunda fatiga, y se volvió a la casa. Al entrar, todos dormían incluso Gumersinda,   —253→   que rendida del sueño apoyaba su frente en el lecho de María Antonia. Trató de imitar a los demás, y al recostarse y cerrar los párpados, sintió un deseo vivísimo de ir al Socorro. ¿Pero cómo, a tal hora? No se daba cuenta de la verdadera razón de aquel insensato estímulo, en puridad un ansia loca de ver a Leré, de platicar con ella, de hacerle mil preguntas, de consultarle sobre dudas y cuestiones importantes, y más claro aún, ansia de contemplarla y extasiarse ante ella. Tan vivo era su anhelo, que se conceptuaba infeliz si al momento no lo realizaba. «Pero la hora es impropia» le dijo su razón. Y el deseo: «Yo cambiaré la hora y haré que en vez de ser ahora las cinco sean las tres de la tarde». Para todo hay remedio.

«No seas loco -se dijo volviendo sobre sí y apreciando claramente su situación-. Vale más que descanses. Anoche no has dormido ni media hora. Y ten presente además que lo que comiste ayer no bastaría para alimentar a un pájaro. No, de aquí no te mueves hasta que venga Mancebo a relevarte, y Mancebo no vendrá hasta después de Tercia.

Este razonable temperamento duró poco. «Ahora mismo -pensaba-, ahora mismo voy. Me muero si no voy, si no la veo al instante». Pero intentaba moverse y no podía. Su cabeza era de plomo, sus piernas de palo insensible.   —254→   «Este sueño, este maldito sueño me mata, porque esto no es dormir, sino morirse, y morir sin verla es tristísima cosa...

Y he aquí que a las once de la mañana, próximamente, despertaba en su casa de Guadalupe... y al despertar encontrose tendido en su lecho. La turbación y el desasosiego que se apoderaron de su alma no pueden ser descritos. Llamó... vino Jusepa.

-Jusepa, por tu vida, sácame de una horrible duda ¿cómo y cuándo he venido yo aquí? ¿Trajéronme en volandas los ángeles, las brujas, o quién?... ¿Qué hora es?

-Son las once, señor... ¿Pero el señor no se alcuerda que vino esta mañana? Yo no sé cuándo llegó a casa, porque no estaba aquí. ¿Pero no se alcuerda que mus encontramos por el camino? Yo bajaba, el señor subía.

-Ah! sí, sí...  (Exprimiendo su memoria como un limón que ha dado ya todo el zumo.)  Yo venía, y más acá del puente te encontré y te dije «Jusepa, ¿a dónde vas?» y tú me contestaste: «Señor, a Toledo a un recado...» Sí, llegué aquí, y me eché vestido en esta cama, y caí como en un pozo. ¿Pero cómo vine yo acá, cuando mi propósito y mi deseo eran ir al Socorro?

Jusepa alzó los hombros y contrajo los labios en serial de su absoluta incapacidad para resolver las dudas del amo.

  —255→  

«Porque...  (En la mayor confusión.)  aguárdate. Yo estaba... eso lo recuerdo bien... ¡allá...! ¡Ah! voy viendo más claro. Entran las imágenes de lo pasado en mi memoria poquito a poco, a retazos, que luego tengo que juntar para que resulte el sentido... Si, Mancebo llegó y me dijo: «Ya estoy aquí, D. Ángel. Puede marcharse cuando guste. Usted necesita descanso». Y entonces sin duda salí y me vine acá... Pero... esta maldita memoria no acaba de aclararse. Conservo la idea de haber querido venir con la ciega, de haberle dicho: «Lucía, vámonos». Dime, ¿ha venido Lucía?

-Yo no la he visto, señor.

-Y cuando nos encontramos, ¿qué te dije yo?

-El señor, cuando yo le contesté: «voy a un recado», me dijo: «anda y no te pierdas.» Y yo le dije digo: «señor, sé muy bien el camino».

-Ah! ya, ya voy recordando. Díjete aquello, porque me pareció que ibas con un hombre, y que el hombre, al verme, se escondió detrás de las paredes en ruinas que hay más allá de la Venta del Alma.

-Señor...  (Dominando su turbación.) yo le juro que no diba con dengún hombre.

-¿Y qué? ¿No eres tú mujer? ¿Estás condenada a ser insensible? No es crimen amar, ni mucho menos. No tienes necesidad de decirle   —256→   a tus novios que se escondan de mí, pues yo no me como los novios de nadie.

-¿Novios yo? El señor olvida que soy casada.

-¡Ah! sí; tu esposo, hijo de Cornejo, está en presidio. Casi, casi eres viuda. En cualquier estado que se viva, nadie se exime del achaque de amar... y para todo hay bula... Bien, Jusepilla, bien; tus referencias ayudan mi memoria, y gracias a ellas, voy recordando mi caminata desde el cerro de las Melojas hasta aquí. ¿No es cierto que en el puente había unos hombres a caballo disputando con los de consumos? Pues lo mismo que doy ese detalle de lo que encontré en el camino, podría dar otros. Sí, sí, y cuando entré en el cigarral, salía Cornejo con dos trabajadores que me dijeron... No importa lo que me dijeron... Y allá, cuando pasaba por delante de Santa María la Blanca, vi a unos ingleses que salían de ver la sinagoga, y poco antes me había encontrado al chico segundo de Justina Mancebo, y hablé con él y le dije... Bueno, Jusepa, bueno: ahora, lo que más importa es que yo almuerce. Mi debilidad es tal, que las palabras para ponderarla se niegan a salir de la boca, y el pulmón no quiere darme aire para poderlas articular; tan incomodadas están conmigo todas las partes del cuerpo por el maltrato que les doy... Espera: al paso que   —257→   me haces el almuerzo, mandas un recado a D. Pito, si está, o a Virones o a la ciega, si ha vuelto, para que alguno de ellos me acompañe a la mesa. Tengo miedo de comer solo, porque me distraigo, se me enfría la comida, y hasta se da el caso de que me entre un bárbaro deseo de arrojarla por la ventana, sin probar de ella, por puro flujo de abstinencia, por la tecla de mortificación... Oye, Jusepa, vuelve acá: que llamen al niño Jesús al momento y me le traigan, que quiero charlar con él.  (Sale Jusepa.)  Sí; deseo saber lo que piensa de esto Jesusito. No dice nada que no sea una verdad profunda. Su inocencia no es otra cosa que la Teología disfrazada. Este niño no ha venido aquí por casualidad, ni debe de tener parentesco con Virones. Este niño es algo que no cae dentro del fuero de lo natural. En sus ojos, que parecen ver lo que nadie ve, se transparentan regiones luminosas, donde nada se ignora, donde no existen la duda ni la ignorancia terrestres. Son ventanas por don de lo infinito se entretiene en contemplar lo finito... para reírse de él. Mi cerebro parece que se vacía de toda idea.  (Con extremo desfallecimiento.)  No obstante, ahora recuerdo con perfecta claridad cuanto hice y vi y pensé en las primeras horas de la mañana. ¡Vaya que olvidar cosa tan clara y hechos tan bien determinados! Poco después de Mancebo, que   —258→   me despertó, fue el médico, el cual examinó a María Antonia, y puso muy buena cara cuando la vendaron... Me dijo: «Cicatriza, sí señor, cicatriza. No lo creí; parece milagro». Nos alegramos mucho de oírselo decir, y yo le pregunté: «¿Curará, Sr. D. Acisclo?» Contestome con un gesto de optimismo y un veremos que me llenó de esperanza. ¿Pues no ha de curar, si puso sus manos divinas en ella la...? Tente, cabeza, que te disparas... Pues sí, aquel ángel de Dios se arrancó su propia carne para... ¡Jusepa, Jusepa, que me muero de hambre!




XII

Señalan las crónicas al llegar a este punto dos hechos de suma importancia. Primero: que comió el señor de Guadalupe y Turleque con buen apetito. Segundo: que Jusepa le dio bastante mal de almorzar, guardando los bocados mejores para quien ella sabría. Iba llenando con ellos un cesto, en el rincón de su alacena, hasta que llegaba la hora de tomar soleta hacia la Degollada. La circunstancia de andar por allí bastantes jornaleros sacando piedra, amén de los que trabajaban en la explanación, favorecía de una parte las escapatorias de la villana, y de otra ponía en grandísimo peligro al majo madrileño, pues   —259→   no era fácil que con el continuo pasar de gente pudiese guardar el acónito, como decía Jusepa. Pero de tal modo se habían despertado las facultades de ésta, juntamente con su energía afectiva, que discurrió los arbitrios más ingeniosos para rodear al D. Álvaro de las mayores seguridades posibles. Consiguió disfrazarle hábilmente con algunas prendas de su marido y otras que trajo de Toledo, y el galán pudo espaciarse un poco de noche, y aún de mañana, evitando el pasar por Guadalupe. En una de éstas, el perseguido caballero se fue a la ciudad, y contra lo que Jusepa esperaba no volvió ni aquel día, ni al siguiente, ni al otro. Desesperación y amargura de la loba, que a todas las ánimas habidas y por haber invocaba, y creyó firmemente que debía ir a hacerles compañía en el Purgatorio.

Por fin, en la noche del quinto día, volvió a presentarse el majo en su escondite, y cuando ella le vio, a punto estuvo de perder el sentido. Allá se traía el tal mil historias que atropelladamente contó a su amante para justificar tan larga ausencia: Que en Toledo se había encontrado a unos parientes que le brindaron protección; pero no fiándose de ellos, pues deseaban su muerte para heredarle, renunció al albergue que le ofrecían. Que el amigo que debió venir de Madrid con el dinero no había parecido aún, por lo cual era   —260→   forzoso esperarle unos días más. Su plan era, en cuanto llegase el amigo con los santos cuartos, salir pitando para Portugal a uña de caballo. Y juraba por sus ilustres antecesores que no daría un solo paso en el camino de su salvación, si ella, su angelote redentor, mil veces bendito, no le seguía. Hecha un puro arrope manchego y babeándose toda de satisfacción, Jusepa contestaba, como persona de conciencia, que de buen grado le seguiría si no fuera por el aquel de ser mujer casada. ¡Qué diría su familia; qué la comarca cigarralesca; qué Toledo, donde tanta gente la conocía; qué, en suma, todito el orbe católico!

Acalló tales escrúpulos el galán con fingidos arrebatos amorosos y con razones que acabaron de hacer perder el juicio a la ya dislocada Jusepa. En cuantito que él se pusiera en salvo, estableciéndose en las Alemanias, en los Estados Unidos de Nápoles, o quizás a la parte Norte de las islas del continente de los Países Bajos, recobraría la recopilación de su personalidad, sin miedo ninguno a la justicia; y ¿a que no saben ustedes lo primero que haría? Pues escribir una carta al reverendo Papa para que, a vuelta de correo, le despachase el divorcio de su adorada. Eso es, y hágote soltera. En seguida le daría su mano, y si la familia de él no lo miraba con buenos   —261→   ojos por ser su ángel un poco a la pata la llana, él se pasaría la familia por las narices. Además, al tiempo de casarse reclamaría el título de Barón que un tío suyo le usurpaba contra todo fuero, y hágote Baronesa. Parece que estas bolas de tan grosera calidad no habían de ser creídas por ninguna persona de mediano entendimiento, ni aún en las zonas más apartadas de la realidad social. Pues el tragadero de la loba hallábase dispuesto a pasar ruedas de molino aún mucho mayores, si el peine aquel hubiera querido administrárselas. Más atrevida en cada etapa de su aventura, llegó a concebir la temeraria idea de albergar al zorro majo en la propia casa de Guadalupe. Para esto era menester aguardar circunstancias favorables: que su tío Cornejo se quedase algunas noches en la choza de las canteras, y que el amo se fuera por algunos días a dormir a su casa de la calle del Locum, aunque en rigor la presencia del amo no estorbaba absolutamente, pues el buen hombre hallábase tan ido de la cabeza con aquellas gaitas de la religión, que era facilísimo burlarle y hacerle ver lo blanco negro.

Jusepa se equivocaba, pues si el señor de Guadalupe se corría un poco más allá de la realidad en la percepción de ciertos fenómenos relacionados con la vida espiritual, en todo lo referente al orden de su casa y a los   —262→   trabajos constructivos, solía mostrar un tino y penetración admirables. La prueba de esto la tuvo la propia Jusepa una tarde en que su amo, viendo lo mal que le servía, díjole con bondad: «Jusepa, a ti te pasa algo. Tú no eres la mujer de antes. Haces mal en tener secretos conmigo. Tú no riges bien de la cabeza, señal de que andas mal del corazón. Tú te compones, te acicalas, te distraes, y zancajeas por ahí más de lo que acostumbrabas».

Púsose todo lo encarnada que podía, pues su piel de vejiga mantecosa era más sensible al lustre del sudor que a los arreboles de la vergüenza, y balbució algunas excusas y explicaciones. Tentada estuvo después de arrancarse a una confesión total con D. Ángel, pero no se determinó a ello, por temor de disgustar al otro. ¡Lástima no contar con el amo, que era tan bueno, tan generoso, y seguramente estimaría en mucho las buenas partes del D. Álvaro, y le ampararía como caballero cristiano, poniéndole a salvo de los del tricornio!

Por sabido se calla que Guerra volvió puntualmente a la guardia en casa de Zacarías. Una mañana le sorprendió Mancebo, corriendo a encontrarle con expresiones y gestos de alegría. «Señor, señor, milagro tenemos».

-Qué... qué ocurre?  (Con viveza.) 

-Milagro precisamente no; pero... He querido   —263→   decir maná... Vamos, que ha empezado a caernos hoy por la mañana, y como siga, pronto será benéfica lluvia.

-¿No lo decía yo, D. Francisco? Para que aprenda a tener fe.

-Pues hoy me fui a la botica de Zapatero con ánimo de pagarle todas las medicinas que se han traído desde que empezamos a trabajar aquí, y... ¿qué creerá usted? Sale el propio D. Pedro Zapatero y me dice que no es nada. Pues señor, bueno... A este paso... Dice que siendo para obras de caridad y para cosa dispuesta por usted no cobra; que el también tiene su aquel de hombre pío, y que patatín y que patatán.

-A ese Zapatero le hice yo un favor en Madrid años ha. Tenía un hijo enfermo, que estudiaba farmacia, y yo... Pero me callo, que las buenas obras piden olvido.

-Pues hay más, mi querido patrón, señor D. Ángel. Hoy está de Dios que sea día de maná. Me paso por casa de los Illanes y... oiga usted este golpe. Después de hablarme con entusiasmo de usted, Gaspar me dice que pone a nuestra disposición unos sacos de judías... Yo me figuro que estarán algo picadas... pero de todos modos se agradece, ¿no es verdad que se agradece?

-Ya lo creo. Picadas o no, dígale que se estima muchísimo su donativo. Reciba usted   —264→   todo lo que le ofrezcan, aunque sea un trapo viejo, un alfiler o un grano de arroz.

-Bien, bien, superlativo. Y ahora, para saber si están picadas o no están picadas las tales judías,  (con oficiosidad, haciendo gancho con el dedo índice en torno de la nariz.)  se me ha ocurrido una idea sumamente ingeniosa. Que me mande uno de los sacos a casa, y allí probaremos el género, y según como resulte, así se destinará a estas bocas o a aquellas bocas.

-Perfectamente. Pruébelas usted, y si le convienen, puede continuar la cata hasta que se acaben.

-No tanto, si bien tenemos un monstruo en casa que daría cuenta de ellas, aunque estuvieran más picadas que el alma de Judas... Magnífico. Yo creo, salvo el parecer de usted, que no sería malo que hablaran de esto los papeles públicos, pues así correría la voz del bien que estamos haciendo, y se animarían muchos a darnos maná. Pepito Illán, que plumea bien, pondría la noticia.

-No, no, no... Déjese de papeles y de bombos ridículos. Lo repruebo rotundamente. Esto no es una empresa. La miseria y el dolor no necesitan avisos para cundir hasta nosotros. La piedad tampoco necesita las alas del reclamo para venir volando en nuestra ayuda.

Diose por convencido Mancebo, y en aquel   —265→   punto entró el médico, que cada día se maravillaba más de lo bien que iban cicatrizando las terribles heridas de la enferma. Atribuíalo a su buena encarnadura, y a la eficacia y puntualidad con que se la cuidaba. Aseguró que en los hospitales rara vez se obtienen tan excelentes y prontos resultados, y que en toda su carrera clínica no había visto un caso semejante.

«Empezamos con pie derecho -dijo Guerra meditabundo-. Dios bendice nuestros primeros pasos. Adelante pues.

La vecina que se prestó a cuidar a María Antonia sin retribución alguna era una mujer dispuesta y agradable como pocas, alma expansiva, corazón puro, joya obscurecida y olvidada, como otras mil, enmedio de la tosquedad de las muchedumbres populares. Sentíase Guerra humillado por aquella mujer que practicaba la caridad sin ninguna petulancia, que se sacrificaba por sus semejantes sin dar importancia al sacrificio, que era buena sin decirlo y hasta sin saberlo, y como el botánico que encuentra una bonita y rara flor entre las breñas, y la corta para clasificarla, sometiola al siguiente interrogatorio:

-¿Usted quién es? ¿Cuál es su gracia?

-Soy, señor, sin gracia ninguna, Gumersinda Díaz, natural de Tembleque, y mi marido es albañil.

  —266→  

-¿Cuánto gana?

Ahora nada, señor, porque hay parálisis de obras. Pero cuando trabaja, trae nueve reales.

-Que vaya a Guadalupe, si se contenta con un jornal de peón; y cuando empiecen las obras, su medio duro no hay quien se lo quite. ¿Y cuántos hijos tienen?

-Seis... con perdón...  (Cortada.)  Pero... tengo que decirle una cosa... con desengaño, señor... porque no cuaja en mi natural la mentira. Monifacio y yo no somos mismamente casados. Vivimos así... pues.

-Amancebados es el nombre.

-Queremos casarnos por la Iglesia; pero el sacar los papeles y el tanto más cuanto de la Vicaría nos imposibilita, porque viceversa no tenemos dinero. Unas señoras que hablan para casar a los que viven con familia, le dijeron a una servidora que nos traerían los papeles y toda la incumbencia para las bendiciones; pero no han vuelto a parecer.

-Pues yo pago papeles, incumbencias y bendiciones. ¡Hala! a casarse tocan. Claro está que lo mismo les protejo casados que solteros. Es igual... Pero no está mal ponerse en regla. D. Francisco, ocúpese de arreglar esto. Tome nota... Calle y número de la casa. Pronto... y cuidado con los olvidos.

No se hizo de rogar Mancebo para salir en   —267→   seguimiento de aquella nueva necesidad, por que más le gustaba esparcirse de calle en calle que estar allí oliendo ungüentos y escuchando quejidos. «A mí -decía-, que no me saquen de mi administración y del negocio callejero, olfateando dónde hay necesidades y procurando que todo se haga con buena economía. Trabajo por caridad, pues a todas estas, ¿qué voy yo ganando? Un triste saco de judías picadas. Y contento, eso sí. Por Dios y por el prójimo se despeña uno y se rompe la cintura... máxime cuando a la postre algo me ha de tocar; que también en mi casa hay apuros y escaseces, ¡zapa! también tengo alla cuadros bien lastimosos. Pues qué, ¿mis once bocas son bocas de ángeles? Y mi monstruo, ¿es por ventura el vellocino de oro? Yo, bien lo sabe Dios que ve mi conciencia y mis manos, no he de tomar ni un real de todo este numerario que manejo. Nada se me ha de pegar... pero tenga presente el D. Ángel este tan levantisco de mollera, que también nosotros somos de Dios, que Roque no lo gana, que los chicos parece que tienen dientes en los pies según se comen el calzado, y en fin... ya que no cobro sueldo ni tanto por ciento, no estaría de más que se pusiera en la lista mi propia casa. Ya sabemos lo que dijo el Apóstol: El que bien administra, adquiere el premio de la gloria. Bien ganado me lo tengo   —268→   ya. Pero no olvidemos que también dicen las Escrituras: Repártase conforme a lo que cada uno necesite... Justicia, Sr. D. Ángel, equidad... y cuerda para todos».




XIII

Conviene indicar que Zacarías se humanizó. Después de tres días de ausencia de la casa conyugal, apareció una mañana con semblante sombrío, extenuado y soñoliento, cual si hubiera sufrido largas vigilias o si acabara de realizar enormes esfuerzos corporales. No se hallaba Guerra en la casa cuando entró, y sí Mancebo, que tuvo más miedo que vergüenza y no sabía qué decirle. El desdichado armero pareció interesarse por su mujer, mostrándose solícito con ella ¡a buena hora! y pesaroso del abandono en que la había tenido. Con Ángel estuvo receloso y como avergonzado, balbuciendo excusas, alabando fríamente lo que en su ausencia se hizo, y prometiendo enmendarse y cuidar de su familia como era su obligación. Bien se le conocía que le encantaba no tener que recurrir a su flaco bolsillo para las distintas necesidades que surgían. Creyérase que brujas o duendes trasteaban en la casa. Llegar y encontrarse la comida pronta, y ver que nada faltaba, nada, y que los suministros de plaza y botica entraban   —269→   como por mano de los ángeles... vamos, parecía cosa de milagro. ¡Lástima que tal estado de bienandanza no fuese definitivo! Porque despedido de la Fábrica por faltón y pendenciero, ¿cómo resolvería el problema vital cuando su mujer se pusiera buena o se muriese, que una otra solución habían de ser el desdichado término de aquella Jauja?

Siempre metido en sí, glacial y adusto, echaba largos párrafos con Ángel, en que éste se lo decía todo, y el otro apoyaba o contradecía ligeramente con frases cortas. Pero una noche, hallándose los dos en la sala, después de cenar juntos, mostrose el forjador de aceros más comunicativo, y puso en sus palabras un interés y calor enteramente nuevos en él para los que de poco tiempo le trataban.

«Señor, puesto que usted, por el flujo de la santidad, no quiere que nadie ande desconsolado, ni perseguido, ni hambriento, ni desnudo, ¿por qué no socorre a un hombre que es sin duda el más desgraciado de todo Toledo, con tantísima calamidad encima que no puede valerse? Amigo de usted fue, y aunque tenga sobre su conciencia dos o tres... o veinte casos gordos, no es malo de su natural de por sí, y si le amparan, haga cuenta de que hace una buena obra, porque ya ni el Diablo quiere cuentas con él.

  —270→  

Con prontitud y alegría se declaró Ángel dispuesto a socorrerle, aunque fuera el más empedernido de los pecadores y el más avieso de los criminales. Bastaba con que Zacarías le dijese el nombre del tal, desechado por el Demonio mismo, y su residencia. Pero no quiso, el otro soltar la prenda del nombre, hasta que el favorecedor no diese garantía de la formalidad de su propósito, dirigiéndose en persona a la morada de aquel sujeto, sin dar conocimiento a nadie de semejante paso, y dejándose guiar de Zacarías.

«Si es verdad que el señor quiere saber el nombre para favorecerle y no para delatarle, véngase conmigo, y cuando le vea sabrá quién es. Pero hemos de ir solos usted y un servidor... ¿Qué?... ¿tiene miedo?

-No conozco el miedo, y menos ahora que antes. El paso es arriesgado. No sería gran disparate sospechar que me llevan a un sitio solitario o a una guarida de ladrones y asesinos para robarme.

-No hay forma de que yo le pruebe que se equivoca. No puedo darle más fianza que mi palabra, y ésta no corre en la plaza como buena moneda, lo sé... Pero usted me cree o no me cree, y si no quiere que vayamos, ¡Dios! no iremos.

-Pues sí que voy -replicó ángel con gallarda resolución-. No llevo armas. Voy con   —271→   la idea de hacer el bien y de socorrer a un desgraciado. Quizás en otro tiempo no habría llegado mi temeridad hasta tal extremo. Hoy sí, porque soy todo voluntad, heme impuesto una regla muy rigurosa, y a ella no faltaré ni delante de cien muertes. El miedo, ¿qué digo miedo? la prudencia no fue nunca santo de mi devoción. Riesgos terribles he corrido; he jugado mi vida más de una vez. Hoy que la vida no significa nada para mí, y sólo miro al alma que ningún ladrón me puede robar, en la cual ningún asesino, por armado que venga, me puede hacer ni un ligero rasguño; pues hoy, digo, en un paso como éste dado con Dios y por Dios, figúrese el buen Zacarías qué miedo tendré. Ninguno, hombre, ninguno. Esa cara fosca y esos pelos tiesos me dan tanto cuidado como si al encuentro me saliera una gallina. Conque, vamos ahora mismo.

Echose el armero un chaquetón sobre las espaldas, y sin pronunciar palabra salió, seguido de Guerra. Obscurísima era la noche, y no había por allí ni asomos de alumbrado público. Anduvieron un buen trecho por las Carreras de San Sebastián en dirección contraria a la abandonada parroquia de este nombre, y al entrar en una de las veredas trazadas en los taludes o vertederos, y que más parecen para cabras que para cristianos, Zacarías tuvo que dar la mano a su compañero,   —272→   pues todo el valor temerario de éste no le libraría de pisar en falso y rodar por aquellas movedizas pendientes hasta el río, cuyo clamor pavoroso en tan endiablado lugar hubiera llenado de pavura el más intrépido corazón.

«Vaya, Sr. D. Ángel -dijo el huraño Zacarías parándose después que anduvieron un buen trecho-, sea usted franco, y confiéseme que tiene miedo. Porque ¿cómo no, si aquí, aunque el señor dé voces no habrá quien le favorezca, como no baje del Cielo algún angelote, de esos que pintan... y crea usted que no había de bajar... ¡pa chasco!

-Cierto que la ocasión y el sitio para atacarme -dijo Guerra con aparente serenidad-, son que ni encargados al mismo Infierno; pero usted no me atacará. Créalo o no lo crea, yo le aseguro que voy firmemente persuadido de que no me trae aquí para ninguna cosa mala. Así me lo hace ver mi fe.

-¿Pero de veras que no me tiene miedo?  (Sorprendido y como contrariado.)  Si parece mentira, ¡Dios!

-Vamos, que no temo, que estoy tan tranquilo como en mi casa.

-Y ya que no teme que yo le espanzurre aquí, ¿no se le pasa por el pensamiento la idea de que le puedo robar? Porque si yo saliera ahora diciendo: «Ea, D. Ángel, entrégueme   —273→   todo lo que lleva, reloj inclusive», ¿qué remedio tenía más que aflojar?

-¡Dale! Tampoco eso se me ocurre. ¡Empeñado el hombre en que he de tomarle por un pillo! Pues no me da la gana.

-¡Ah, D. Ángel! A mí no me convence usted de que está tranquilo, ni de que me cree persona formal. Mi fama no me abona; pero yo le juro que... Como si lo viera, sé lo que ahora está pensando usted, sí; va pensando que si le ataco, se defenderá con su fuerza muscular que es grande, superior a la mía.

-En efecto tengo buenos puños, y no es tan fácil derribarme. El que me atacara sin armas ya tendría para divertirse un rato, si yo me proponía defenderme. Pero es el caso que como cristiano, profeso el principio de que no debemos herir al prójimo ni aun en defensa propia. Así lo ordenó Jesucristo, y así lo hizo más patente con su conducta. Y si no, fíjese usted, ¿no le habría sido fácil, con sólo quererlo, poner patas arriba a Judas y a toda la canalla que fue con él a prenderle? Pues no lo hizo. De este modo nos enseñó a no defendernos del enemigo, a sucumbir, única manera de consagrar el derecho y la justicia. Corra la sangre del cordero y caiga sobre su matador. Así se destruye el mal: no hay otro modo.

Siguieron hacia abajo, silenciosos. El río   —274→   se oía cada vez más cercano, como si estuviera a dos o tres varas del suelo que pisaban. Zacarías se detuvo y señaló una cruz que alzaba muy poco del suelo: «Aquí mataron hace dos años a un primo mío, mozo de estas Tenerías. Le cosieron a puñaladas y después le tiraron al río. No crea; es lo más fácil del mundo. El Tajo está aquí; se le puede pasar la mano por el lomo. ¿No le siente el resuello?

-Ya lo siento. Parece que nos quiere tragar. ¡Y qué ruido mete! Por lo que veo, amigo Zacarías, vamos a esos talleres de curtidos que se cerraron cuando el cólera.

-Sí, porque se murió aquí hasta el gato. ¿Qué tal, le gusta el paseo? Vamos; ya poco nos falta. ¿Ya se le va pasando el canguelo? No, D. Ángel, no le hago daño; pero confiéseme que me ha tenido miedo.

-Que no lo confieso, aunque usted se arrepienta de sus buenas intenciones.

-¡Ajo! ¡Dios! que sí, que me temió.  (Con acento de ira.)  ¿Pues qué? ¿Soy yo algún mariquita? Yo quiero que después de tenerme miedo me agradezca el no haberle hecho nada. ¿Todo ha de ser agradecer yo?

-Hombre, pues si usted se empeña, agradeceremos. Vamos, no se apure por eso. Estoy agradecidísimo...

-Y reconozca que si él es caballero yo también lo soy.

  —275→  

-Se reconoce.

-Y que cuando tocan a ser cristiano, cada uno es cada uno.

-Lo declaro también.

-Pues conste que somos iguales.

Diciendo esto, dio un aldabonazo en una puerta que Ángel no veía, y en el mismo instante oyeron ladrar un perro. Alguien, con exquisita precaución, inquirió desde dentro quién llamaba, y Zacarías contesto secamente: «abrir». Al franquear la puerta, dejose ver, a la escasa claridad que del interior venía, un hombre macilento, a quien Guerra de pronto no conoció. Más que por la fisonomía, por el metal de voz al dar las buenas noches, supo quién era... el mismísimo primogénito de Babel, desfigurado por la inanición, el cansancio y la longitud de su barba no tocada de la tijera en mucho tiempo. Parecía figura gótica de las más expresivas y espirituales, que acababa de descender del tímpano de una puerta del siglo XIII.




XIV

«Arístides -le dijo Guerra alargándole la mano-. No te había conocido, aunque venía pensando en ti. Cuando este buen amigo me habló de un desechado del Infierno, sospeché que eras tú.

  —276→  

Nada contestó a este saludo el barón de Lancaster, cuyo abatimiento y postración superaban a cuanto pudiera decirse. Guerra observó el local: una crujía abierta a la intemperie por el lado del Tajo, y que más parecía depósito de inmundicias que habitación de seres humanos, llena de objetos cuya forma no podía determinarse bien a la mortecina luz que la alumbraba, un farolillo semejante a los que arden colgados ante las imágenes en las calles toledanas. Mirando bien, se podían distinguir pilas de diversas formas, pellejos inflados, sacos de greda, y broza de tenerías, más perceptible al olfato que a la vista.

«Sí -dijo Arístides con voz cavernosa, sentándose sobre una caja en la cual había restos de comida entre papeles grasientos-, aquí me tienes. Pues yo, cuando entendí que Zacarías no venía solo, me figuré quién era. Sólo tú eres capaz de sobreponerte a toda consideración y de olvidar rencores antiguos para venir a consolar a estos desgraciados.

Al oír el plural, Guerra ahondó más con sus ojos en aquellas cavidades tenebrosas, y vio que allá en el fondo, sobre un montón de tablas, se alzaba una cabeza. Era la de Fausto, tendido boca abajo, estirados los cuatro remos. Despertó en el momento aquel, y alzándose sobre las patas delanteras (su aspecto era enteramente el de un animal), bostezó   —277→   y volvió a echarse, recogiendo las manos y apoyando en ellas la cabeza ladeada. Zacarías sentado en un rincón no desplegaba sus labios.

-Pues ya ves cómo vivimos, si esto es vivir -prosiguió Arístides con dolorido acento.

-Tú dirás: «muy gorda tiene que ser la que éstos han hecho para verse reducidos a tal miseria y a escurrir el bulto de este modo». Pues te diré con el alma en los labios, sin atenuar nuestras culpas, que la penitencia no corresponde al pecado. A ti se te debe decir la verdad, la verdad descarnada y seca, que duele al salir de la boca. Yo siento un consuelo en confesarme contigo sin quitarme ni un ápice de responsabilidad. Pues fue que alquilé los caballos para el circo, y hallándome muy raso de dinero, carcomido de acreedores y con mil necesidades angustiosas por satisfacer, los vendí, entiéndase los caballos, y... Después no pude pagar a la compañía; y ya ves... me armaron este lío... Sé que merezco la cárcel... pero mientras pueda defenderme de ella, me defenderé. Mi padre no ha querido ampararme, y con esos pujos de honradez que le han entrado ahora, nos echó de casa a Fausto y a mí. Hemos peregrinado, como perros vagabundos, por diferentes corrales. Pase la falta de libertad; pase el vivir entre tanta porquería; pero el no comer, el   —278→   aniquilarse por falta de alimento, no se puede sufrir. Yo le dije a Zacarías ayer: «si no salgo pronto de esta situación tan... espiritualista, me tiro al Tajo».

-Pues, aunque no es un consejo lo que te hace más falta -le dijo Guerra-, principiaré por dártelo. Resígnate, Arístides. Has faltado: es forzoso que padezcas. Preséntate a la justicia, ingresa en la cárcel. Yo te pasaré un diario mientras estés allí, para que tú y tu hermano no tengáis que comer el rancho de los presos. ¿Qué? ¿Haces ascos a mi proposición? Careces de espíritu cristiano y de todo sentido de justicia. Estás dañado hasta la médula.

-No, entendámonos.  (Acariciándose la barba.)  Lo que me dices, querido Ángel, no puede ser más justo. Debo expiar mi culpa. Pero... ¿y lo que he sufrido ya, no vale nada?... los sonrojos, el hambre, la desnudez, el frío y la pérdida de la libertad?

-Yo te daré alimentos y ropa. Todo lo tendrás, menos la libertad que no mereces, como reconocerás tú mismo si no te ciega el orgullo.

-No la merezco, es verdad; pero no puedo renunciar a ella, no puedo. La muerte me espanta menos que la cárcel con la lentitud del procedimiento criminal y las trapacerías de la curia. Mi desgracia consiste en un desequilibrio monstruoso.   —279→   Mejor soporto la deshonra que el dolor físico. Tengo la epidermis mucho más fina que la conciencia: no lo puedo remediar. Si quieres tú que me corrija, no me mandes a la cárcel, porque de ella saldría convertido en el más avieso de los criminales: lo adivino, lo siento en mí. ¡Ay! si yo me viera algún día sin trampas, y pudiendo vivir con cierta holgura, cree que sería un buen hombre, incapaz de causar a nadie ningún perjuicio... Si quieres favorecerme, proporcióname recursos para llegar con mis pobres huesos a la frontera de Portugal o de Francia.

-No me pidas que favorezca la impunidad.  (Con energía.)  Yo no te delataré; yo te ocultaría si pudiera. Pero hemos de reconocer y confesar que también es cristiano el dueño de los caballos. Te daré de comer; te vestiré si estás desnudo; te visitaré en la cárcel si vas a ella. ¿No es esto bastante?

-¡Ay, es más de lo que yo merezco!  (Rebañando en su mente exhausta para buscar una idea.)  Pero... ¿qué te importa a ti, ni qué le importa a la cristiandad que yo me ponga en franquía? Si por pudrirme yo en la cárcel cobrara el de los caballos... Pero si no ha de cobrar... ¿Qué van ganando la justicia teórica ni la justicia práctica con que yo esté encerrado tres, seis o más años?

-No me importa a mí la justicia oficial. Sí   —280→   me importa la moral, o sea la que el cristianismo llama penitencia. Has faltado; tienes necesariamente que padecer.

-¿Te parece  (Con desaliento.)  que mi existencia ha sido un puro goce? ¿Qué sabes tú, hombre rico, dueño de tus actos, qué sabes tú lo que es padecer? Llamas padecer a imponerse una privación, ayunos y quisicosas místicas, que se practican con gusto por el recreo que dan a la imaginación. Yo te traería conmigo a mi escuela de sufrimientos; a esta escuela de las necesidades reales, hondas, que llegan a lo vivo; a la clínica de la mortificación impuesta por la fatalidad, no por caprichos de nuestra propia mente, y aprenderías lo que es padecer... Y en último caso, Ángel,  (Levantándose con gallardía.)  yo me pongo en tus manos. La desesperación no me permite escoger entre éstos o los otros remedios. O me mato, o te obedezco en todo y por todo. ¿Dices que a la cárcel? Pues a la cárcel.

-No, yo no te mando a la cárcel. Te propuse que te impusieras tú mismo esa pena infamante, como expiación de tus delitos. No quiero yo echarte la cruz encima, sino que tú la tomes y andes con ella. Haz lo que gustes. Sin cruz no hay redención, Arístides.

-De modo que, en suma, ¿qué me das? ¿Comida y vestidos dentro de la cárcel?

-O fuera de ella si burlas a la justicia.

  —281→  

-Pues opto por lo segundo. De todas maneras, reconozco que eres un hombre excepcional, y que debiéramos besar la tierra que pisas... Seguiré defendiendo mi libertad como pueda. Algo es algo,  (Animándose.)  y con lo que me das para comer y vestir, quizás pueda ponerme en lugar seguro, aunque sea ayunando y en cueros vivos. Suceda lo que quiera, conste que te reverencio, que me pesa haberte ofendido, y que te adoraría si no conociera tu modestia.  (Con emoción.)  Sólo el hecho de haber venido a esta pocilga merece gratitud eterna. Discurre en qué forma puedo pagarte tantos beneficios.

-No necesito recompensa, pues nada vale lo que hago por ti. Es lo corriente, lo vulgar, lo que haría cualquiera.

-No, no te achiques. Favorecer al que ha sido nuestro enemigo, al que quizás lo fue hasta el día de ayer... eso, Ángel, no es corriente ni vulgar. Y la prueba es que me parece que yo no lo haría.  (Vibrando, como si le aplicaran una corriente eléctrica.)  Ya ves si soy sincero. Desde mi imperfección admiro tu virtud sublime... y por lo mismo que estoy... tan bajo y tengo que alzar mucho la cabeza para verte, es mayor mi... admiración.

Poco más hablaron. Zacarías y Fausto no pusieron de su parte una sola palabra en este sombrío diálogo, perfectamente adecuado a   —282→   la inmunda lobreguez del sitio y a la candileja angustiosa que lo alumbraba. Convinieron en que Ángel enviaría sus socorros por mediación del amigo que allí le condujo, y con una despedida cordial terminó la visita. El caballero cristiano y su guía se retiraron de aquel antro de tristeza miserable. Menos locuaz a la vuelta que a la ida, y sin cuidarse tanto de inspirar miedo a su acompañante, Zacarías le llevó hasta su casa.

Dos días después de esto, hallándose Ángel en su gabinete del cigarral de Guadalupe, recibió una extemporánea visita. Era el barón de Lancaster, de pies a cabeza transformado, sin barba ni bigote, con grosero traje de paño de Sonseca, faja negra, zapatones blancos, y sombrero de los más comunes. Pues el pícaro, en aquella traza tan desconforme con su figura y sus hábitos, había encontrado modos de resultar airoso, y hasta un poquitín elegante. Pero nada le desfiguraba como su buen humor, contraste rudo con las murrias tétricas de las Tenerías. Anticipose a la curiosidad de Ángel, explicándose en estos términos:

«No contabas conmigo en estos barrios. Pues, hijo mío, tú tienes la culpa de mi frescura. ¿Para qué eres tan bueno? Gracias a tu divina generosidad vivo y... he podido tomar esta facha. Francamente, me cuesta trabajo creer que no estamos en Carnaval... Pues   —283→   bien, aquí me tienes... a tu disposición. ¿Me denunciarás?

-¿Estás loco? ¡Denunciarte! Mi opinión, ya te lo dije, es que debes imponerte tú mismo el sacrificio de entregarte a la justicia; pero si te falta valor para sacrificar tu libertad, y vienes a que yo te dé asilo, cuenta con él. Para eso y para otras cosas de más empeño estoy aquí.

-Me has devuelto la vida -replicó Arístides tomando asiento con muestras de cansancio-, y si algún sacrificio grande pudiera yo hacer, haríalo por ti, amparándote como me has amparado. Pero no necesitarás nunca de mi inutilidad. Soy tan desgraciado, que ni siquiera puedo demostrar mi gratitud más que con palabras que se lleva el viento. No me creerás lo que voy a decirte, pues tengo la desdicha de que hasta mis intenciones han de ser tenidas por moneda falsa. Pero créaslo o no, yo te digo que siento que no vivamos en tiempos de esclavitud para venderme a ti, y ser tu esclavo.

-Vamos, amigo Babel,  (Con gracejo.)  tú, con tal de tomar cuartos...

-No me vendería por dinero. Tus beneficios no se pueden tasar, ni mi libertad tampoco.  (Con humildad un poco teatral.)  Juro que sería tu esclavo incondicionalmente.

-Yo no compro esclavos. Prefiero tenerte   —284→   por amigo, que es lo que me manda Jesucristo, verdadero y único Señor de nuestros cuerpos y de nuestras almas.

-Pues si no me quieres como esclavo, acógeme como peregrino. Me basta con que me des un rincón en cualquier desván de tu casa. Quien hace cerca de un mes que no ha dormido en cama, no extrañará...

-¿Cama? En esa alcoba tienes la mía; acuéstate cuando quieras. En ella descansarás esta tarde y dormirás esta noche.

-¡Y que me digan a mí que no eres un ángel! No, no, descansaré muy bien en este sofá.

-Que no. Has de dormir en mi cama: es el mayor gusto que me puedes dar. Si te descuidas te trato como a esclavo, y te mando acostarte bajo pena de azotes.

-Pues obedezco... ¡Hermosa servidumbre!  (Insinuándose con exquisita flexibilidad.)  Si das las sobras de tu mesa a este infeliz que hace tanto tiempo no prueba comida caliente, completarás tu caridad...

-¿Sobras dices? Cenarás conmigo, y te obsequiaré como a huésped extraordinario.

-¡Ah! no creía yo en lo sublime; pero ya lo veo y lo toco. No, querido Ángel, no merezco sentarme a tu mesa. Cumple con este pobre prójimo dándole una ración de la sopa boba que repartes a los acogidos de Turleque. Además, no quisiera que mi tío Pito me viese...

  —285→  

-No temas al pobre capitán, que no hará sino lo que yo le mande.

-Bendito tú mil veces... Pero a todas estas no he podido explicarte por qué estoy aquí. Zacarías nos entregó puntualmente lo que le diste el primer día para comprarnos ropa. Pero lo que le diste ayer... No te enfades... El pobrecillo tuvo una mala tentación, se fue maquinalmente al garito, y cátate que una mal intencionada sota le escamoteó lo que el filántropo de Guadalupe destinaba al socorro de nuestras miserias. Perdónale, que no sabe lo que se hace. El desdichado nos confesó casi llorando su culpa. Y lo que más le requemaba el alma era que tú llegaras a enterarte... Pues esta mañana, viéndonos sin auxilio mi hermano y yo, socorridos a medias, pues él había comido más que yo, y yo en cambio le ganaba en ropa, deliberamos. Con este arranque y esta espontaneidad que me ha dado Dios, opiné que debíamos acudir a ti, y contarte la verdad. Fausto que no, y que no. Suele pecar de altanería quijotesca. Recuerda que cierto día te ofendió gravemente de palabra, y no quiere humillarse a pedirte una limosna. En vista de que no podíamos ponernos de acuerdo, yo he venido, y él se ha quedado allá.

-¿En aquel inmundo albañal? Que venga, que venga también.

  —286→  

-Esperaba tu arranque generoso... Por más que se te pinche por ver si surge en ti un movimiento de cólera o de inhumanidad, nada, nada. Te petrificaste en la perfección; eres otro hombre, fundido en crisol nuevo.  (Con énfasis.)  Delante de ti, se avergüenza uno de respirar y hasta de vivir.

Con esto terminó el coloquio, y los antes fieros enemigos, reconciliados ya, ¡singular caso de caballería cristiana! salieron juntos y se encaminaron a Toledo, separándose en San Juan de los Reyes. Ya entrada la noche, apareció de nuevo Arístides en Guadalupe, en compañía de un cojito con blusa enyesada como la de los albañiles. Los que alcanzaron a verles comentaron su llegada, expresando cada cual una opinión distinta.

«No vos calentéis la cabeza -dijo el apóstol Mateo, rascándose la suya-, en pensar si serán o no serán estos o los tales y cuales, aparentes o viceversa efectivos, caballeros en traza de pobretes o al revés. Yo vos aseguro que el primero que vino es artista, verbigracia, barbero, y que debe de venir para afeitar al amo y quitarle toda la barba y raparle la corona, porque se me antoja que es llegado el caso, mismamente lo veréis pronto, de ponerse D. Ángel en la propia fisonomía y figuración de señor eclesiástico.