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ArribaAbajo- VI -

Metamorfosis



I

Con el tiempo la soledad aumentaba, pues cada día hallábase Guerra más agobiado y triste, y con la soledad iba tomando cuerpo la idea de que su vida no tenía ya ningún objeto. Otra particularidad de aquel estado de ánimo era que se olvidó casi absolutamente de Dulcenombre. Una mañana sorprendiole Braulio con el anuncio de una visita, que fue como si le dieran un aldabonazo en el cerebro. «Esa mujer -le dijo el administrador balbuciendo, pues cada día era más tímido ante su amo-, está ahí. Yo no quería que pasara, pero ha sido tal su obstinación que... Francamente, me ha dado lástima... Le he dicho que aguarde en mi cuarto, hasta ver si querías recibirla».

Guerra sintió algo de turbación de conciencia y mandó que pasara Dulce, quien no se hizo esperar, y venía tan alterada por la emoción y tan desmejoradilla por su última enfermedad que, al pronto, Guerra no supo disimular su sorpresa desagradable, y en su deplorable tendencia a exagerar las cosas, vio en la pobre muchacha un esqueleto vestido. Traía su trajecito de merino, mantón obscuro y velo, bien apañadita, modesta y con el aire inequívoco de una esposa de capitán de la reserva o de empleado de corto sueldo.

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Al entrar echó los brazos a su amigo, y la emoción no le dejó expresarse con palabras: sus lágrimas lo decían todo.

Ángel la estrechó en sus brazos, advirtiendo nuevamente, con implacable espíritu de crítica, la extremada flaqueza de su esposa ilegal.

«¡Qué ingrato!  (En tono de reconvención cariñosa, llevándose el pañuelo a la boca.)  ¡Tenerme tantos días sin noticias tuyas!... ¡ausente de ti, cuando pasabas lo que pasabas! Pues qué, hijo mío, ¿no habíamos convenido en que partidas las amarguras tocan a menos? ¿Quién te consuela a ti más que yo, quién sino yo entiende los registros de tu alma?... Verdad que estuve mala; pero enferma y todo habría venido, si me hubieras llamado, para cuidar a la niña, para consolarte y hacerte compañía... Pero, dime: ¿te incomodas porque entro en tu casa?  (Guerra hace signos negativos.)  Imposible estar más tiempo sin verte; me consumía la incertidumbre y la pena de no saber de ti. ¿Cómo no se te ocurrió llamarme?... En un caso como este, hijo de mi vida, ¿te atreverás a decirme que no te hacía falta? Yo dije: «Rompo por todo, y allá me planto. Si se enfada, que se enfade; y si por meterme donde no me llaman, me quiere pegar, que me pegue». ¿Qué tienes que decir a esto?... ¡Lo que he llorado por el pobre Ángel; ya puedes figurártelo! La miraba yo como mi hija, como esas hijas a quienes tienen separadas de sus madres porque éstas han sido malas. ¡Cuánto he rabiado por verla y cuidarla, por tenerla siempre conmigo! ¿De qué crees que estuve enferma? De pena, hijo de mi alma, de pena de ver que la niña se moría sin que yo la pudiera apretar   —224→   contra mí y darle mil besos... Se la llevó Dios sin dejarme gozar de ella, lo que me prueba que soy mala, y que Dios no quiere darme ningún consuelo. ¡Sí, para mí estaban las alegrías de madre, y la satisfacción de sacrificarse por las criaturas!... No, no puede ser. Esa niña nos habría hecho felices a los dos. Dios nos la ha quitado».

Así habló Dulcenombre, soltando de un chorro las ideas que colmaban su mente, vaciándolas todas sin esperar a que Ángel la contradijese o hiciera alguna observación. Este agradecía los sentimientos de su querida, y le mostraba su gratitud estrechando la mano de ella que tenía entre las suyas; pero no se le ocurrió palabra alguna con qué confirmar ni negar lo que la Babel expresaba. Entre aquellos sentimientos y los de él, se había interpuesto algo, o, mejor dicho, se había determinado una distancia, un vacío cuyo grandor medía Guerra fácilmente, sin más que echar una mirada dentro de sí. Dulce le interesaba, excitando su compasión y aun su cariño; pero aquella última cuerda tocada por ella, al establecer la comunidad del amor a la niña difunta, no vibraba ya en el corazón del revolucionario convertido. Para éste, nada tenía que ver Dulce con Ción. Una y otra eran mundos aparte, entre cuyas órbitas ni hubo ni haber podía ninguna tangencia.

Dulce le miraba como a un jeroglífico que se quiere descifrar, desmenuzándolo con los ojos. El mutismo de él, aunque justificado por la pesadumbre, principió a ser un poco molesto para ella. La mujer se rebeló pronto, con su tímida exigencia de que se le prestase más atención. ¿Pero no me dices nada? Ni siquiera   —225→   me preguntas por mi enfermedad, ni si me encuentro o no me encuentro mejor.

-Me basta con verte -dijo Ángel con cierta solicitud-, para saber que ya estás bien.

-Pues te equivocas, ¡ay! te equivocas.  (Exagerando un poco su malestar físico.)  Ando sabe Dios cómo. Hoy no podía tenerme en pie, y me ha sido preciso tomar un coche para poder venir acá. He tenido vómitos de sangre. ¿Qué te figuras tú? ¿qué mi enfermedad era cosa de juego? El médico me ha dicho que si no me cuido mucho, pero mucho, corro peligro.

-Hija, por Dios, cuídate,  (Con prontitud y ardor.)  no vayas tú también a... Ya tiemblo en cuanto cualquier persona que me interesa me dice que se siente mal. Chiquilla, ¡qué temporada! La muerte me ronda, me acecha, me tiene entre ojos... Temo que no haya concluido su labor al lado mío...

Con estas insinuaciones creía corresponder gallardamente a los vivos afectos de su querida, y como ésta esperaba más calor, más ternura, más solicitud, desalentose oyéndole. Se le había metido entre ceja y ceja que de aquella visita saldría la propuesta de vivir juntos en la casa patrimonial. Consideraba esto lo más lógico del mundo, fundándose en la despreocupación de Guerra, en la holgura de sus ideas sociales, y en las promesas que le hizo cuando juntos vivían en la calle de Santa Águeda. La frialdad de aquel día atribuyola a que con la nueva posición se habían entibiado en él los furores igualitarios y democráticos de otros tiempos. La pobre Babel empezó a vislumbrar su próxima desgracia; pero como también, aunque humilde y desconsiderada en   —226→   sociedad, tenía su poco de orgullo como cualquier hijo de vecino, no quiso hacer en ocasión semejante la víctima quejumbrosa. Únicamente se permitió interpelarle en esta forma: «Pero dime algo, dime siquiera cuando irás a verme. ¿Es que para verte y hablar un rato conmigo ha de ser preciso que yo pase por la vergüenza de venir a esta casa, donde no puedo menos de recordar lo mucho que me han aborrecido en ella? Me lo puedes creer. Ha sido para mí un verdadero suplicio entrar aquí. La cara que me puso el portero, y después las medias palabras de D. Braulio no se me olvidarán nunca. Francamente, hijo mío,  (Con cierta acritud.)  aunque una no valga nada y sea de humilde posición, no gusta de que se le reciba con ese despego, con ésa desconfianza, con esa... como si una fuera un apestado, un criminal... Dímelo con claridad... Si para verte, es forzoso que yo pase tan malos ratos, vale más que...

Guerra se apresuró a contestarle:

-Querida mía, no saques las cosas de quicio. ¿A qué hablas de venir aquí, si sabes que yo he de ir a verte, como siempre?

-Es que no me lo habías dicho.

-Debías suponerlo. Ya sabes mi opinión sobre lo inconveniente, por ahora, de tu entrada en esta casa... Tú, que eres razonable, lo comprendías así, y seguirás comprendiéndolo... No, si no te echo en cara que hayas venido hoy: lo de hoy es una excepción. Has hecho bien en venir y me has dado un rato de consuelo. Después... ¡quién sabe!

-Sí, quedamos en que yo no vendría.  (Disimulando su dolor.)  Y tienes razón, tienes, razón. Por eso   —227→   no pienso volver más. Pero dímelo con franqueza: ¿estarás muchos días sin ir a verme?

-¿Muchos días dices! ¡Qué disparates se te ocurren! No me atormentes. Bien sabes que yo... A ver, ¿tienes alguna queja de mí?

-¿Alguna dices? ¿alguna?

-¿Qué? ¿Pretendes que sean muchas?

-No pretendo nada.  (Con efusión y acento de pueril abandono.)  Si hay motivos de queja, todos te los perdono, todos los olvido con tal que me quieras... Pero no basta decírmelo: es preciso que yo lo vea. Quiéreme como yo me merezco, y lo mismo me da tu casa con honores de palacio, que la más fea choza de un tejar. Lo que yo quiero es tenerte a ti; las paredes no me importan...

Ángel contestó a estas enamoradas razones con otras que, si no tan por lo fino, eran cariñosas y sinceras. Deseaba que Dulcenombre se marchase, y para empujarla un poquito, le prometió verla pronto en su casa, trazó algunos proyectillos de vida común, como almuerzos allá, veladas, y se despidieron, él más tranquilo, ella recelosa y con el espíritu lleno de sombras. Su instinto amoroso olfateaba el abismo cercano.




II

Estaba de Dios que aquel día fuese memorable para Guerra, porque en él ocurrieron cosas que parecían dispuestas con cierto orden escénico o teatral para afectarle profundamente. Por la mañana, a la hora en que Dulce le visitó, hallábase Leré fuera de   —228→   casa: Había ido al cementerio, como todos los días, a poner flores en el sepulcrito de la niña, y apenas se despidió la esposa ilegal, sintieronse los pasos de Leré, que en aquel momento entraba. Salió Ángel a su encuentro, y la vio quitándose el manto por el pasillo, antes de llegar a su cuarto, tal era su anhelo de franquearse para las faenas que había dejado pendientes. Traía la cara encendida, por la prisa del regreso, y quizás por haber llorado en el campo santo. Basilisa, que la acompañó, también traía la cara como un pavo.

-¿Ya estás de vuelta? -le dijo Ángel complacidísimo de verla.

-Hemos tardado un poco. ¿Va usted a salir? ¿Almorzará en casa?

-No pienso salir. ¿Por qué lo dices?

-Porque tenemos que hablar.

-Pues ahora mismo.  (Indicándole que entrara en su cuarto.) 

-¿Ahora?... ¿con lo que hay que hacer? Después de almorzar será mejor.

Guerra deseaba que volase el tiempo, y el tiempo pasó, despacito, rebelde al aguijón de la impaciencia, hasta que llegó el instante designado por la santita de los ojos saltones. Guerra fue a su cuarto, ella detrás, y en pie delante de su amo, no se anduvo con rodeos ni preparados exordios para explicarse.

-Pues señor, ya debe usted suponer lo que tengo que decirle. ¿No lo adivina? Pues tengo que decirle que me marcho.

Ángel se sintió profundamente herido con tal declaración, no teniendo poca parte en su penosa sorpresa   —229→   la serenidad con que Leré hablaba de abandonar aquella casa.

-Pero ven acá... siéntate. ¿Tan mal te trato, que no ves la hora de salir de aquí?.

-No me trata usted mal,  (Sentándose.)  sino muy bien, y estoy sumamente agradecida a la señora, que de Dios goce, y a usted, pues si buena fue ella para mí, no lo ha sido menos su hijo. Pero yo vine a esta casa para un fin, para un objeto que ya no existe; vine para cuidar a la niña y enseñarla, y la niña... Dios la quiso para sí.

Al decir esto, la tranquilidad de Leré flaqueó súbitamente, y sus ojos temblones se llenaron de lágrimas. A Guerra se le anudó la garganta.

-No llores... bastante hemos llorado y sufrido -le dijo su amo-. Leré, tú quieres aumentar mi desdicha, abandonando esta casa cuando más necesaria eres en ella. Yo no me opondré nunca a tu voluntad; pero exijo que me des alguna razón de esa fuga.

No es fuga, señor... Lo diré pronto y claro: es que ha llegado el momento de que yo siga mi vocación religiosa. Mientras la niña vivió, antes que mi vocación estaba mi deber, y a él me consagraba en cuerpo y alma. Pero muerta la niña, el Señor me dice que siga mi camino, y pronto, pronto...

-¿Estás tu segura de que el Señor se entretiene en decirte a ti esas cosas?

-Pues si no me las dijera  (Con la mayor ingenuidad en su fe.)  ¿cree usted que tendría yo tanta prisa? Me habla en mi corazón, que desea la vida religiosa como el único bien posible para mí; me habla en mi conciencia, que me pide cuentas por cada día que   —230→   pasa fuera de la vida que el Señor me tiene destinada.

-Bien, bien -murmuró Ángel confuso, no hallando argumentos bastante fuertes para combatir obstinación de tal calidad-. No fuera malo que le preguntaras al Señor qué voy a hacer yo ahora sin ti, cómo se va a gobernar esta casa, cuyas necesidades y cuyas mecánicas conoces al dedillo. El Señor, soliviantándote en tan mala ocasión, pone a tu amo en un conflicto tremendo, y ya podía el Señor ese dejar en el siglo a las chicas trabajadoras y útiles como tú, llevándose a las holgazanas y que no sirven más que para rezar.

-Mi vocación  (Con modestia.)  me llama a las órdenes donde se trabaja sin descanso, a las que se consagran al cuidado de los enfermos y al alivio de las miserias sin fin que hay en este mundo.

-Muy bonito, sí, muy bonito. Y entre tanto, a mi casa que la parta un rayo.

-Para dirigir esta casa encontrará usted muchas que lo hagan mejor que yo, o por lo menos lo mismo.

-¡Ay, hija! Yo dudo que ese prodigio se encuentre. Y no lo digo por adularte. No, no hay otra como tú: aguanta los elogios y sonrójate hasta que ardas. Si no te gusta que te echen incienso, ¿para que eres tú buena? ¿Por qué no te haces un poquito peor?... Pero, vamos al asunto principal: yo no quiero que te marches. ¿Que echas de menos aquí? ¿la soledad de un convento? ¿horas para rezar? Pues enciérrate en tu cuarto todo el tiempo que te acomode, y reza y reza hasta que se te caiga la campanilla o hasta que se te seque el cerebro.

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-¡Qué cosas tiene usted! Demasiado comprende lo que le digo.

-No, no lo comprendo... Tú no tienes la cabeza buena. Si me dijeras: «D. Ángel, me voy de su casa, porque me ha salido un hombre decente que se quiere casar conmigo, y yo también soy de Dios, quiero tener una familia mía, a la cual consagrarme...» muy santo y muy bueno. Esto me parecería humano, natural; pero...

-¿Pero qué? Ya empieza usted a decir disparates. La suerte que yo no me incomodo. Estoy bien preparada para oír condenar mi inclinación, y aun hacer burla de ella. Eso que ha dicho de casarme yo... yo, me hace reír... En mi vida se me ha ocurrido semejante cosa. Qué, ¿no lo cree? ¿Por qué menea la cabeza? Pues si no quiere creerlo, con su pan se lo coma. Digo lo que siento y me quedo tan tranquila. Ya le dije otra vez que nunca he sabido lo que es amor de hombres, ni me hace falta saberlo. Usted lo dudará, y me llamará hipócrita. Bueno: aguanto el mote sin quejarme. ¿Cree usted que todas las criaturas han de ser iguales? ¿Dice que sí? Pues yo digo que no, ea. ¿Piensa usted que todas, todas las mujeres quieren casarse?

-Toditas.

-Pues yo no. Soy una excepción, un fenómeno. Vea usted por dónde he salido también monstruo como mis hermanos. El casorio no sólo no me hace maldita gracia, sino que la idea me repugna, para que lo sepa de una vez.

-Eso es porque no has encontrado aún el sujeto... El día en que el sujeto se te aparezca, descubrirás tu   —232→   propia alma que ahora está velada por esa devoción infantil.

-¿Que sujeto ni qué carneros? Para mí no hay ni habrá nunca más sujeto que el que está clavado en la cruz. ¿Le parece poco?

-Ni poco ni mucho. Yo respeto tu... horror al género humano... Gracias por la parte que me toca. -No las merece. Quedamos en que me dejará usted marchar.

-¿Pero me pides permiso? Eso no. Yo podré resignarme; pero darte licencia jamás.

-¿A que sí me la da? Es usted más bondadoso de lo que parece.

-Sí, pero por bueno que sea, no me determino a tener mi casa como una leonera.

-¡Virgen Santísima! como si faltaran amas de gobierno mejores que yo! Y en último caso...

-¿Qué?

La toledana pensó indicar algo, que en el momento de soltar la expresión hubo de parecerle atrevido, y puso punto en boca.

-Tú ibas a decirme algo... ¿Por qué callas? O hay franqueza o no hay franqueza. Ya sabes que te autorizo a que me trates como a un chiquillo.

-Pues bien, allá va... ¿Por qué no se casa usted? Casándose, sobre cumplir con Dios y con la ley, resuelve el problema de la dirección de la casa.

-Otra vez me sacas a relucir el maldito casorio.  (Excesivamente contrariado.)  ¡Mira que si mamá resucitara y te oyera...!

-¡Ay! Si la señora me oyera se pondría furiosa... pero la señora no me oirá, y ante la realidad de las   —233→   cosas, deben desaparecer las prevenciones. No se puede volver el tiempo atrás; ni lo pasado puede ser presente, ni lo que es, ser de otro modo que como es. Si usted no se decide a dejar a esa señora, cásese con ella, porque están los dos en pecado mortal.

-¿Quién te mete a ti a Concilio de Trento? ¿Cómo sabes tú en qué pecado estamos?

-Me basta saber los diez mandamientos.  (Aproximando su silla al asiento de Guerra.)  Vamos a ver... Hablando ahora con toda formalidad, ¿por qué no se casa usted... si la quiere y no puede vivir sin ella? ¿Le parece a usted que es decoroso, que es cristiano...? Si le enfada el sermón, me callo.

-No, no me enfado. Me encanta oírte.

-Pues...  (Aproximándose más.)  voy a decirle una cosa que quizás le sorprenda. Hoy, cuando volvíamos Basilisa y yo del campo santo, vimos a cierta persona. Nosotras poníamos el pie en el portal cuando ella bajaba el primer tramo de la escalera. Yo no la había visto nunca. Basilisa me tocó el codo, diciéndome muy bajito: «Mírala... la del amo».

-En efecto, ella era. Es la primera vez que ha entrado en esta casa.

-Hablando con toda verdad, le diré a usted que la encontré simpática y que le tuve lástima... no sé por qué. Ella nos miró con muchísima atención, y Basilisa le hizo un saludo de cabeza muy reverente. Después, cuando subíamos, me dijo: «¿Quién te asegura a ti que ésta no será nuestra ama dentro de un par de meses? Pues hija, hay que ponernos bien con ella». Basilisa me dijo también... no sé por dónde lo   —234→   sabe... que es buena mujer, modesta y trabajadora, pero que su familia es una calamidad.

-¡Y tanto!...

-Pero, en fin, usted no se ha de casar con la familia, sino con su novia... Con que matrimonio, matrimonio, y ya tiene usted todo lo que le conviene, la conciencia como un oro, y la casa como una plata. ¿Qué más quiere, hombre de Dios?

Decía esto la muchacha con tanta naturalidad y efusión, que Guerra sentía gañas vivísimas de darle un fuerte abrazo y comérsela a besos. Pero un respeto inexplicable, dada la situación social de ambos, le impedía aproximarse a ella.

-Dejemos lo del casorio, que yo no rechazo... en principio -le dijo-, y en cuanto a la licencia absoluta, te pido un plazo para concedértela o negártela... ocho días. ¿Te parece mucho?




III

Leré convino en aguardar una semana, y se retiró, dejando a su amo indeciso entre echar todo el peso y volumen de su ser del lado de la voluntad o cargarlo del lado de la razón. Debe advertirse que, desde la muerte de la niña, había vuelto a su antiguo dormitorio, pues como la maestra continuaba ocupando la misma estancia de Ción, no le pareció al amo propio ni decente pernoctar tan cerca de la joven mística. Además, evitaba el permanecer largo tiempo a solas con Leré, por no dar pretexto a malas interpretaciones de criados, los cuales son por lo común gente muy   —235→   suspicaz y mal pensada. Ya había llegado a los oídos de Guerra cierto malicioso rum rum, del cual no quiso hacer misterio con el aya, y una noche, después de comer, hallándose los dos de sobremesa, solos, le dijo:

-Bien comprendo, hija mía, tu prisa por huir de aquí. En esta sociedad, que algunos creen tan perfectamente organizada, tú, joven soltera, y yo, caballero viudo sin hijos, no podemos vivir juntos sin que al instante se nos cuelgue algún milagro... Esto prueba la opinión que la sociedad tiene de sí misma.

Leré se echó a reír, mostrándose conocedora de los milagros que le colgaban; y la serenidad de su acento al hablar de ello indicó también que ni poco ni mucho la inquietaban las hablillas contra su buena fama. «Ya sé -dijo a su amo-, de dónde viene el aire. El Sr. de Pez lo dijo en su casa, delante de mucha gente, y apuntó mil mentiras: que él había visto no sé qué, y que usted y yo éramos unos... lo diré claro, unos sinvergüenzas. Lo sé por los criados. Pascual, el hermano de Vicenta, se lo dijo a su novia, Candelaria, y ésta se lo contó a Basilisa, la cual me trajo el cuento a mí.

-Pues si yo cojo a Pascual y a Vicenta y a Basilisa trayendo y llevando las opiniones indignas de ese trasto de mi suegro, te juro que no les queda gana de hacerlo segunda vez.

-Conviene no incomodarse por estas cosas -dijo Leré con perfecto reposo-, y oírlas como se oye el ruido de una carreta que pasa por la calle, o el golpe de la lluvia en los cristales. Ya se sabe que la gente maliciosa no necesita más que una apariencia para   —236→   deshonrar. Debemos estar siempre preparados para que nos ultrajen, pues si fuéramos a evitar todos los hechos que pueden ser motivo de falsa opinión, no se podría vivir. Por consiguiente, que digan lo que quieran, que a mi me basta con que mi conciencia no me diga nada.

-¿De modo que tú tienes fortaleza bastante para oír esas infamias, y quedarte tan fresca?

-Ya lo creo. ¡Pues no faltaba más sino que yo fuese a responder al pecado de la calumnia con el pecado de la ira! En mi vida he sabido lo que es encolerizarme, y pienso no saberlo jamás. Me propongo recibir sin queja todo el mal que quieran hacerme de palabra o de obra, y en cuanto a las mentiras y ultrajes, hacer tanto caso de ellos como de lo que ahora está pasando en la China. No, no se crea usted que el querer marcharme es porque digan o no digan de mí cuatro simplezas. Me marcho porque mi vocación me llama a otra parte.

-Cierto es -dijo Guerra, sintiéndose inferior a su criada-, que debemos despreciar la calumnia, pero también conviene atender a la opinión y someternos a ella en algunos casos, guardando las formas, pues no sólo debe uno ser bueno sino parecerlo.

-Todo el que lo es lo parece -replicó prontamente Leré-, y si no lo ven así los que tienen la vista corta, peor para ellos. ¿Qué opinión ni qué músicas? La conciencia es la única opinión que vale. No hay que temer al fisgoneo de la gente, sino a la mirada de Dios dentro de nuestra alma.

Guerra no acertó a responderle. Subyugado por Leré, ni aun se atrevió a detenerla, cuando quiso retirarse   —237→   dejándole solo. Esperaba él que se alargara la tertulia, porque algunas noches pudo prorrogarla valiéndose de su autoridad. Pero ya ni autoridad sentía sobre ella, y la vio salir sin atreverse a suplicarle una hora más de compañía. En tanto, la toledanilla consagraba todo su tiempo libre a las prácticas religiosas: rezos o meditaciones místicas ocupaban sus noches hasta hora muy avanzada, y por la mañana tempranito se iba a la iglesia más próxima, que era San Ginés, y no volvía hasta las nueve. Todos los días comulgaba.

Ángel se pasaba en su casa las horas en soledad tristísima, empapando el pensamiento en memorias de la niña difunta, haciéndola revivir con la imaginación, o figurándosela en otro mundo desconocido, indeterminado, en el cual, según la idea del afligido padre, habían de ser apreciadas como en éste sus gracias, su belleza, y el donaire de sus mentiras. Siempre que Leré le concedía un rato de tertulia, hablaban de esto, y suspiro va, suspiro viene, de recuerdo en recuerdo, comentando a la pobre niña como si fuera un texto obscuro, concluían por ponerse tan atribulados como el día de la desgracia. El consuelo era difícil, sobre todo para Guerra, privado de aquel recurso de la religión, bálsamo por la virtud esencial de las creencias, bálsamo también por el entretenimiento y ejercicio que proporcionan los actos del culto. No dejó de hacer esta observación en uno de sus paliques con la beata, y ella le dijo:

-Pues el remedio de su amargura, bien en la mano lo tiene. ¿Qué se diría de un sediento a quien le pusieran en la mano el vaso de agua, y en vez de   —238→   beberla la tirara? Se diría que estaba loco. Pues lo mismo digo yo de usted.

-¿Pero qué me recetas? -dijo Ángel echándose a reír-. ¿Que me meta yo en las iglesias, o que me pase las horas de la noche como tú, de rodillas, importunando a la divinidad y dándole jaqueca a los santos? Ya me estoy viendo en esa facha de beato, y no tienes idea de lo ridículo que me encuentro. Pero tú me vas dominando de tal modo, que harás de mí lo que quieras, y sufriré las modificaciones más absurdas.

-No tengo la pretensión de que un señor tan corrido y tan baqueteado se modifique por lo que yo le diga; pero sin esperanzas de traerle por ahora al buen camino, no me iré de aquí sin echarle unos cuantos sermones. Usted se ríe o no se ríe, usted los toma como quiera; pero los sermones allá van. El primerito de todos es...

-Ya, ya te veo venir; que oiga misa.

-No, no... ¿Ve usted cómo no me entiende? -dijo Leré sin ninguna afectación de piedad, más bien tomando el tonillo del discreteo mundano-. Es usted un niño, y ha de ser muy difícil enseñarle el verdadero principio de las cosas. No se trata por ahora de misas, ni del rosario, ni de golpes de pecho. La gente se reiría, y la risa del mundo espantaría las buenas intenciones del... neófito. No, mi primer sermón... fijarse bien,  (Acentuando sus palabras con el dedo índice de la mano derecha.)  no va a lo externo sino al alma. Lo primero que le recomiendo a usted es que no se enfade nunca.

-Si yo no me enfado... estoy hecho un cordero.

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-Que no se incomode absolutamente por nada.

¡Por nada!... Según lo que sea. Ya no me encolerizo, como antes, por cualquier contrariedad.

-Eso es poco... Hay que sofocar la ira en absoluto, y por todos los motivos.

-De modo que si voy por la calle, y me largan una bofetada, me quedaré muy complacido.

-Por ahora sería mucho pretender; pero allá se ha de ir. Pase que todavía no se resigne usted a que le den una guantada en la calle; pero mientras llega eso, hay que irse educando, y limpiar el alma de esa suciedad de la cólera. Trabajillo ha de costar; pero empiece usted, hombre, por echarse en su interior cuantos frenos pueda. ¿Cuáles son las personas que más le enfadan? ¿D. Fulano y D. Zutano? Pues propóngase ser con esas personas lo más amable que pueda, y complacerlas y servirlas.

-Bien -dijo Guerra con chacota-; y cuando me tropiece con mi suegro, le convidaré a comer y le haré mil cucamonas.

-La idea es esa, descontando las cucamonas. Usted me ha comprendido. Fuera el rencor, fuera la venganza. Al peor enemigo tratarle como el amigo mejor. Y no digo más sobre esto. Segundo sermón.

-Oigamos la segunda homilía. Será para que me case...

-No... esa otra matraca la dejo para después. Ahora lo que recomiendo es... que no sea usted avaro.

¡Avaro yo! ¿Cuándo has visto en mí señales de sordidez?

-Es avaricia guardar lo que nos sobra después de haber satisfecho nuestras necesidades más apremiantes.   —240→   Hay muchos que carecen de pan, de hogar y de vestidos, y todo aquel que poseyendo bienes de fortuna, retiene una gran parte de ellos, viendo morir de hambre y de frío a tantos infelices, peca.

-Ya, ya... Esto se complica. De modo que yo peco por no dedicarme a sostener vagos. Bien sabes tú que en mi casa no se regatean las limosnas.

-No da usted más que migajas, como todos los ricos. Hay que dar más, mucho más, repartir entre los necesitados todo lo que no nos es absolutamente preciso.

-Joven incauta, yo he sido un poco socialista; pero francamente, eso me pasaba cuando no tenía dinero. El reparto de la riqueza me parecía muy bien cuando a mí nada podía sobrarme. Después he comprendido que una cosa es predicar y otra dar trigo: ya ves si te hablo con franqueza, no ocultándote nada de lo que siento y pienso. ¡Y ahora vienes tú predicándome el socialismo! ¿De manera que entonces, cuando yo era anarquista y revolucionario tenía razón, y ahora no la tengo? Perdona, hija, pero tu socialismo evangélico es un disparate.

-Yo no sé si esto se llama socialismo. De esas palabrotas que ahora se usan no sé ni lo que significan... Lo que yo sé, y bien sabido lo tengo, es que después de consumir lo que necesitamos estrictamente para nuestra vida material, todo lo demás debemos darlo a los que nada poseen.

-¿Y quién me da a mí la medida de lo que necesito para mi vida material?

-Usted bien me entiende. No nos hagamos los tontos. Yo digo y repito que después de practicar lo de no   —241→   enfadarse nunca por nada ni por nadie, lo primero a que debe usted atender es a disminuir el número de necesitados.

-¿Y que necesitados son esos? ¿Con qué criterio debo buscarlos y elegirlos?

-¡Qué pillín! A fe que es difícil encontrar quien no tenga ropa.

-Sí, ahí está el amigo Arístides Babel, que ayer, en casa de su hermana, pretendía que yo le regalase una capa... De modo que, según tú, a todos los perdis que me pidan dinero, o que intenten, estafarme, les debo abrir cuenta corriente.

-Yo no me fijo en este ni en aquel caso.  (Con resolución y convencimiento.)  Digo y repito que hay que socorrer a los menesterosos.

-¿También a los pillos y estafadores?

-Disminuya usted la necesidad, y disminuirán los delitos.

-¡Ay, qué filósofa y qué socióloga tan salada tenemos aquí!

-Yo no entiendo nada de esos terminachos. Lo que he dicho se llama caridad. No ponga usted motes a la ley divina... Y ahora vamos al tercer sermón.




IV

El tercer sermón fue breve. En pocas y resueltas palabras, Leré recomendaba a su amo que no se metiera en política, que dejase a los demás la misión de arreglar las cosas del Gobierno como quisiesen; que no llamase nunca enemigo al que pensara de otra manera   —242→   que él, y afirmaba que en ningún caso se debe herir ni matar al prójimo, por la sola razón de llamarse blanca o llamarse azul. Llevado del íntimo placer que tales escarceos le producían, Ángel la estrechaba con dialéctica ingeniosa; pero la toledana se encastillaba con terquedad en sus afirmaciones, y no había medio de sacarla de ellas. No admitía el uso de las armas ni para el ataque ni para la defensa. «De modo -observó Guerra-, que según tú, no debe haber Guardia Civil.

-Yo no sé más sino que no se debe matar.

-Y la justicia humana tampoco, según tú, debe aplicar la pena de muerte.

-No matar, digo.

-Entonces, también suprimirás los ejércitos, que son la salvaguardia de las naciones.

-¿Y qué es eso de naciones? Si para que haya naciones es preciso matar, fuera naciones.

-Eso, y que no haya más que curas... Bonita situación. Y cuando nos invada el francés, o el inglés nos quite una colonia, saldrán los clérigos con el hisopo.

-¿Qué habla usted ahí del inglés y el francés? -dijo Leré, moviendo vertiginosamente los ojos-. Yo digo que se deben suprimir las armas, y que pecaron grandemente los que inventaron los cañones, fusiles y demás herramientas de matar.

-Eso es, sí; fuera navajas, pistolas, y por fin suprimamos los cuchillos y tenedores con que comemos, y en último caso, hasta los bastones, que también son armas.

-Bah... quite usted. Yo digo  (Con inspirado semblante.)  que la guerra es pecado; y el ponerse dos hombres,   —243→   uno frente a otro, con armas, pecado; y el salir todos en fila, pegando tiros, pecado.

-Y la política también pecado.

-También... Si no quiere usted entenderlo, ¿qué culpa tengo yo?  (Mirándole con lástima.)  Es que somos demasiado sabios, y lo primero que tendría usted que hacer es olvidar toda esa faramalla, y quedarse ignorante mondo y lirondo... En fin, ya no predico más. Basta de sermones perdidos.

Chocó una contra otra las palmas de las manos, no como quien aplaude, sino como si se diera a sí misma un familiar apretón, y se levantó para retirarse. Por su gusto, Guerra la tendría a su lado, constantemente, porque su compañía le era muy grata, y aquel humanitarismo exaltado y etéreo le fascinaba, expuesto con tan candorosa sencillez y convicción. De tal modo había llegado a serle necesaria la presencia de Leré, que veía con grandísima pena aproximarse la conclusión del plazo concedido para decidir la manumisión de la esclava. Como ésta le concedía contados ratos de compañía, el hombre se hastiaba de su soledad, y al fin huía de ella y de su casa, buscando un refugio en la de Dulce. Ésta, viendo cesar las prolongadas ausencias de su hombre, creyó que de nuevo se aproximaba y pudo forjarse la ilusión de reconquistarle. Pero no permaneció mucho tiempo en su engaño, pues a los pocos días de tener allí con alguna fijeza a su hombre, entendió que éste se apartaba de ella con irresistible derivación. Conocíalo en el lenguaje de él, en sus maneras, en mil pequeñeces. En la vida íntima, el disimulo es imposible, y ademas Guerra no era gran disimulador: procuraba tener   —244→   con su manceba ciertas delicadezas y miramientos, pero por mucho cuidado que en ello ponía, se clareaba demasiado la sequedad interior. Observó además la esposa ilegítima un fenómeno que aumentaba sus confusiones. En todos tiempos, a Guerra le sabía muy mal encontrarse con alguno de los Babeles en la casa de la calle de Santa Águeda. Pues en aquellos días, a los quince o veinte de muerta la niña, no sólo no se incomodaba de sorprender allí a Naturaleza, a Fausto, o a D. Pito, sino que les trataba con cierto afecto, y les socorría de una manera delicada. Maravillábase de esto Dulce, y con la suspicacia de su amor siempre en guardia se decía: «¿que habrá aquí? ¿qué significará esto?» No podía, no, por grande que fuera su penetración, identificarse con el espíritu de Guerra hasta el punto de sentir con él las causas de aquella súbita benevolencia hacia semejantes perdidos, bohemios o tramposos.

Era que fascinado por Leré, y sometido a una especie de obediencia sugestiva, ponía en práctica casi maquinalmente alguna de las máximas contenidas en los estrafalarios sermones de la iluminada. Ésta le había dicho: «socorre a los necesitados, sean los que fueren», y él sentía inclinación instintiva hacia ellos, principiando por la caridad elemental de oírles y considerarles, concluyendo por socorrerles en cierta medida discreta.

Los Babeles sabían de antiguo que no serían bien recibidos en el hogar de su hermana, y evitaban el aportar por allí. Los días de la enfermedad de Ción y siguientes, cuando Guerra llegó casi a olvidar que Dulce existía, ésta abrió la puerta a su familia por no   —245→   consumirse en la soledad y tener a quien comunicar su pena y sobresalto; pero se apresuró a cerrarla, al ver que Ángel se aproximaba de nuevo. Su sorpresa fue grande al notar que el antes inflexible transigía, y que lejos de mostrarse molesto ante Naturaleza o don Pito, casi casi les agasajaba. «¡Pobrecillos! -decía-, hay que cuidar de ellos para apartarles del mal».

Así, en cuanto a doña Catalina de Alencastre le dio en la nariz tufillo de benevolencia, empezó a frecuentar la casa, y lo mismo hizo D. Simón Arístides, que alcanzó de Ángel el beneficio de un traje nuevo, no quería importunar; pero Fausto Naturaleza, Policarpo y don Pito cayeron allí como la langosta. Dulce cuidaba de que la invasión no fuera sofocante, y les mandaba ir por turno o en secciones; pero respecto a su tío el inválido de mar, hubo de admitirle a libre plática, porque Ángel dio en entretenerse con su compañía, oyéndole referir sus temerarias proezas. Y el narrador, excitado por el alcohol, extremaba la nota valiente, sin quitar a lo heroico lo bárbaro, y en sus labios resecos la epopeya negrera ponía los pelos de punta. A Guerra le agradaban el amargor salado y el vaho corrupto de estas lúgubres historias, por lo cual al pobre capitán nunca le faltaba para tabaco, ni para el otro vicio más feo.

No fue menuda jaqueca la que dio una mañana a su yerno D. Simón, el cual, juzgándole con criterio positivista, consideraba que la riqueza le había curado de sus aficiones a la jarana política, y por adularle se las echó de hombre de orden, diciendo con la mayor formalidad: «Convengamos, amigo mío, en que el país no quiere trifulcas, sino paz. Todos los esfuerzos   —246→   por armarla resultan estériles. ¿Por qué? Porque no hay atmósfera. Esto es bueno, y ya ves cómo nos admiran las naciones extranjeras. El 68, hasta las clases pudientes nos alegrábamos de que hubiese jaleo; pero los tiempos han cambiado, y ya miramos mal al elemento levantisco. Lo que me decía D. Juan Prim cuando la Constituyente: «Desengáñese usted, amigo Babel, el país lo que quiere es trabajar». Vengan tratados de comercio, vengan ferrocarriles y venga moralidad administrativa. Cierto que no faltará el día menos pensado una revolucioncita, porque la sociedad no anda bien; pero vendrá en tiempo maduro, y cuando las clases conservadoras la pidamos... A propósito, querido Ángel, hoy estuvo a verme aquel buen Argüelles que se interesa por mí en el Ministerio, y me dijo que el Ministro desea mis servicios en la inspección del Timbre. Por otro lado el amigo Torres se empeña en meterme en las oficinas de esa sociedad nueva ¿sabes? los Seguros sobre las cosechas. Allí quieren hombres de trabajo, hombres entendidos, y el director, que fue jefe mío en Propiedades, ha dicho: «Daría la mano derecha por traerme a Simón Babel». Aquí me tiene usted vacilando, sin saber si entrar en Hacienda o en la Sociedad de Seguros.

-Opte usted por la sociedad particular -le dijo Guerra, por decir algo, pues harto sabía que todo, era farsa.

-¿Y mis derechos pasivos?

-¡Ah!... Pues opte usted por Hacienda.

-¡Y las molestias, las chinchorrerías de la inspección?

-Pues optar por las dos cosas, o por ninguna.

  —247→  

-Compadre, la cosa no parece tan fácil de resolver. Es para volverse loco.

Todo esto concluía por pedir un anticipo, ofreciendo próximo reintegro. Doña Catalina entraba luego en funciones, adulando a Guerra sin pedirle nada, con finos alardes de delicadeza. «Bastante ha hecho usted por nosotros; y con cien vidas que tuviéramos no le pagaríamos. Parece que al fin colocan a Simón. Yo he dicho que de ser en provincias, nos manden a mi Toledo de mi alma, y así matamos dos pájaros de un tiro, porque allí tengo mil cosillas que arreglar. Mi primo D. Pedro, el cura de Vargas, está acabando, y pasan a ser de mi propiedad los castillos, ¡si viera usted! Con unos torreones que llegan al cielo, y además las mejores fincas de la Sagra. Eso, sin perjuicio de las diferentes reclamaciones que tengo que hacer allí. ¡Ay! Pues si yo tuviera otro marido, ¡Santa Virgen del Sagrario! ya habría recuperado lo que me corresponde por mi nacimiento. No, no tomarlo a broma. ¿Recuerda usted aquella casa grandona que está a la entrada de la calle de la Plata, en Toledo, por la parte de San Vicente, edificio magnífico con una puerta plateresca, y sobre ella leones, águilas y un escudo como una montaña? Pues es mía.

-¿De usted?

-Mía, mía, mía. No hay que reírse, ni abrir esa bocaza. Papelito canta. Verá usted las escrituras cuando quiera. Y para que se vaya enterando la gente diré también, en confianza... esto en confianza... que todas las casas del corral de D. Diego, donde estuvo el palacio de Trastamara, me pertenecen... lo mismo que aquel cigarral... ¿sabe usted donde está la Venta   —248→   del Alma? pues detrás, más allá... Todo lo he perdido por las bribonadas de un tutor. ¡Cosas de esta vida humana!, ¡ay! Que es una comedia que debiera silbarse. Claro, a mi me habría bastado echarme a los pies del rey Alfonso y decirle quién soy, para que me devolvieran a tocateja todita mi fortuna; pero nunca me he decidido a ir a Palacio. ¿Sabe usted por qué? Por tener este marido revolucionario y conspirador, pues el rey me lo habría echado en cara, y con muchísima razón; hay que ponerse en lo justo. Yo no me canso de decirle a Simón: «Pero Simón, hijo, reconoce pronto la legalidad; acepta los hechos consumidos o consumados, como dice Bailón, y déjate de repúblicas y marsellesa y tonterías». Pero él es de los que dicen: «Sálvense los principios y perezcan los postres», digo, las colonias, y así estamos... ¡ay dolor!... ¿Con qué cara me presento yo a Su Majestad Católica? Y conste, Sr. D. Ángel, que el día que me atufe, saco tres títulos como tres soles, que hemos dejado perder por el odio estúpido que Simón tiene a la aristocracia, tres títulos, que son... ya ni me acuerdo, porque con los disgustos, mi cabeza no es cabeza. Trátase de unos mayorazgos fundados por el tío Enrique, el de Trastamara... no, miento...  (Cavilando, el dedo en la frente.) ¡Ah! Ya... la fundación la hizo un don Duarte o un D. Aduarte, a quien también tenemos enterrado en Reyes Nuevos, príncipe inglés... porque nosotros, ya sabe usted que descendemos de aquella casa... vamos, tampoco me acuerdo del dichoso nombre... Ello fue una casa celebérrima, que con otra, también de mucho fuste, sostuvo la guerra llamada de las Dos Rosas. Pues bien; ese D. Duarte fundó...   —249→   ya, ya me acuerdo... tres mayorazgos para las hembras primogénitas de la familia, y los tres me corresponden a mí, por ser yo tres veces primogénita. Una duda tenemos ahora, y es si el enterramiento de las primogénitas de Alencastre corresponden en Reyes Nuevos o en Santa Isabel, donde está una de las hijas de los Reyes Católicos, que también son de la familia... luego lo explicaré... Mi tía doña Leonor de Guzmán, y otra que se llamaba... ¿a ver? ¡ah! Doña Inés de Aragón y Meneses... andan desperdigadas por aquellas iglesias de Dios, una en San Clemente, otra en San Juan de la Penitencia, y yo no sé a qué carta quedarme por lo que toca al sitio en que han de reposar mis pobres huesos... Pero en fin, esto no hace al caso. Ese bruto de Simón, porque la tortilla que le puse hoy cataba un poquitín quemada, no quedó iniquidad y desvergüenza que no echó por aquella boca, y entre otras inconveniencias, díjome que le haría un favor si me muriera. Ahí tienes por qué me he acordado de mi sepulcro, el cual ha de tener un leopardo, indicando nobleza, y un llorón que pregone a la posteridad mis penas y el padecer continuo de mi vida. En cambio a él, a ese fantasmón, le echarán a un muladar, sin ponerle letrero ni nada ¿Qué es un visitador de Timbres? ¡Pues como no le pongan en el sepulcro un sello de correos...! ¡Ay, cuánto me alegraría de que le dieran esa plaza, no por el vil sueldo que ha de traer a casa, si no por ver si de una vez dobla la rodilla ante las instituciones! Estoy decidida, y creo que aplaudirá usted mi propósito: en cuan ese badulaque coja la credencial, me planto en Palacio, que me planto, digo, y la Reina se quedará   —250→   atónita cuando yo le cuente quién soy, y a renglón seguido tirará de la campanillas para llamar a Sagasta y mandarle que me entreguen lo mío».

Guerra miraba a la pobre señora con profunda lástima, y Dulcenombre, viendo a su madre con el rostro arrebatado y tan ligera de lengua, pensó que debía ponerle, si se dejaba, paños de agua fría en la cabeza.




V

Otra mañana, Fausto le entretenía mostrándole el último juguete de su invención, ingenioso mecanismo con un pedazo de alambre en espiral y un elástico, que servía para imprimir movimiento de traslación a un muñeco velocipedista. Pensaba el fabricante venderlo bien, por los marchantes pregoneros de la Puerta del Sol, como había vendido antes la Cuestión de los cinco y medio y el Lapicero mágico. Pero estas niñerías eran impropias de su gran cacumen, y el proyecto a la sazón en estudio debía darle fama imperecedera y colosales ganancias. Tratábase del Cálculo de combinaciones infalibles para sacarse la lotería, y consistía en un juego de cartones numerados que se manejaban con arreglo al método indicado en un libro que parecía las tablas de logaritmos. Para las tiradas de todo esto, naturalmente, era menester capital, pues los cartones, semejantes a una baraja en que los números alternaban con caprichosas figuras, debían ser bonitos, y entrar por los ojos: bien comprendía el tunante que más a que la razón era conveniente hablar a la fantasía del público. Mostró a   —251→   Guerra los modelos, tan hábilmente tranzados a mano que parecían litografía, y encareció el derroche de dinero que exige toda industria incipiente, materias primeras, ensayos frustrados, reclamos en la prensa, etcétera... Pensaba asociarse con un primo suyo, que tenía en Toledo una excelente litografía con algo de imprenta.

Pero Guerra no se mostraba propicio a ser socio capitalista del eximio inventor. Le soportaba porque se servía de él para engañar las horas y sortear su aburrimiento, aunque a veces su hastío de los Babeles era tal, que la benevolencia cesaba de golpe, y le despedía con aspereza. Pero Fausto se había propuesto no dejarle a sol ni sombra, y le aguardaba en la calle, en el trayecto de la de las Veneras a la de Santa Águeda, para acometerle con implacable porfía. En uno de aquellos molestísimos encuentros, Ángel le recordó la estafa de que había sido víctima antes de la muerte de su madre: el otro no negó la falsificación, pero echaba la culpa a Arístides, excusándole con la terrible miseria que les devoraba en aquellos días. «Mamá; del no comer, se puso perdida de la cabeza, y papá salió de casa con el firme propósito de tirarse al estanque del Retiro. A mí me querían llevar a la cárcel por haber tomado de la tienda unos librillos de panes para dorar, diciendo que volvería... Hay que mirar mucho las circunstancias; pues según ellas el que parece más criminal es quizás más honrado. Aquí donde me ves, a mí no me gusta deber un céntimo, ni que en las tiendas nos tengan por tramposos: quiero salir a la calle con la frente muy alta. Entre dejar de pagar al pobre, y darle una broma   —252→   al rico, no puede uno dudar... porque aquello fue una broma, Ángel, y contábamos con que tú no te enfadarías. Las riquezas están mal repartidas; tú lo has dicho mil veces. Por ley de equidad, algo de lo que a ti te sobraba debía venir a nosotros, que no habíamos encendido lumbre en dos días, y yo llegué a sustentarme de una triste patata, que asamos quemando papeles en la hornilla. ¡Ay, chico! mientras no sepas lo que es el hambre, no hables una palabra de moral. ¿Qué tiene de extraño que quisiéramos vivir, y apeláramos a un recurso del ingenio, a un arte, a una industria? ¿Para qué ha dado Dios al hombre las habilidades? ¿Eres tú acaso más pobre que antes por aquella bicoca que te sacamos, y con la cual salimos de penas? ¿Qué razón hay para que nosotros nos muramos, y vivas tú y otros que no trabajan ni tienen ninguna habilidad? Fíjate bien, piensa un poco».

Por fin, para sacudirse aquella mosca, Guerra no tenía más remedio que darle algo. Defendíase argumentándole con sequedad, y entre otras cosas le dijo una noche: «Si eres tan hábil, ¿por qué no pides trabajo, en cualquier taller, para ganar un jornal honrado?»

-Porque yo quiero independencia, libertad, iniciativa -repuso Babel, después de vacilar un rato en la respuesta-; yo tengo mi taller; yo trabajo, hago lo que puedo. Pero no basta para tantas bocas de familia. Llega un día que hay eclipse total de pan. ¿Qué hacer? ¿Pedir para ayuda de una rosca? No; yo, cuando estoy hambriento, y salgo a la calle, y veo pasar a tanto rico que despilfarra su dinero, no siento ganas de pedir: el pedir aplana la inteligencia, y nos vuelve imbéciles. Lo que me pasa es que se me redoblan   —253→   todas las habilidades para hacer que venga a mí la migaja que a ellos les sobra, y a cada minuto se me ocurre una traza, un ardid, un invento. Si no fuera por el temor a la justicia, que protege a los ricos a costa del pobre, yo haría cosas de las que resultara que todos los pobres comeríamos, sin perder los ricos más que una parte mínima de lo que tienen. Pero no me lanzo porque la justicia se opone a que uno tenga pesquis, y cuando inventa algo bueno, en vez de llevarle a la Universidad para que dé lecciones a los tontos, le meten en el Abanico para que las tome de otros más listos. ¿Qué resulta? que cada vez hay más pobres, y que los ricos son cada día más ricos. Consecuencias de esto: que el mundo va de peor en repeor, y que las revoluciones amenazan, la nube negra está encima, y por fin, por fin, tanto apuran, tanto apuran con la desigualdad, y el no comer unos mientras los otros revientan de hartos, que al fin estallará el trueno gordo, vaya si estallará».

En medio de la repugnancia que le inspiraba aquel redomado bribón, Ángel se distraía con su cháchara picaresca, y le escuchaba con el interés que despierta un buen sainete. Una noche, no sabiendo qué hacer para quitársele de encima, le dijo: «Por qué no tienes franqueza conmigo y me cuentas el origen de tu cojera, de esa imperfección que en ti resulta elegante, por el estilo de la de lord Byron? ¿Por qué haces misterio de ese accidente, que nunca has querido referir a nadie?» Replicaba el perdis con cuatro reticencias coléricas, y dando un bufido se largaba con viento fresco, marcando más la cojera, cuya elegancia no había podido comprender nunca.

  —254→  

Vuelta a la carga a la siguiente noche. Por fin, no pudiendo Fausto convencerle de las ventajas de ser su socio capitalista para la gran empresa lotérica, le pidió para marcharse a Toledo, y Guerra, por ver huir al enemigo, no tuvo inconveniente en ponerle puente de plata.

El que menos molestaba y también el menos divertido era Naturaleza, inofensivo poltrón, que se le ofrecía para recados, y que no hallaba mejor manera de mostrar su gratitud que brindándose a hacer un plato de repostería para que Guerra se chupase los dedos. Naturaleza y su prima se encerraban en la cocina, él de maestro, ella de alumna, y el plato salía, aunque jamás a gusto del artífice, excesivamente concienzudo y descontento de sus obras. Pero como Ángel no tenía ganas de comer, ni su querida tampoco, resultaba que Naturaleza se regalaba a sí mismo. El que rarísimas veces aportaba por allí era Policarpo, que a Guerra le parecía el más avieso de los Babeles, aparte de que sus maneras chulescas y su lenguaje de germanía le desagradaban. En cuanto a Dulce, cada día era menor su esperanza de ver en Ángel el mismo hombre de los tiempos de pobreza y fiebre revolucionaria. Manteníase delicado y respetuoso; pero de su antigua ternura apenas quedaban resabios; no hacía más que cumplir, cubrir el expediente, como decía ella para sí, conociendo que si conservaba la fidelidad que puede llamarse oficial, el corazón no le pertenecía ya. Sus temores de perderlo todo crecían diariamente, y su vida era una pura zozobra. Algunas noches, pretextando la necesidad de ejercicio, salía con él para acompañarle hasta su casa: el verdadero objeto   —255→   de ella era prolongar lo más posible el estar a su lado, ansiosa de sorprender algo que la sacara de tal incertidumbre. Para Dulce, la causa del desvío de Guerra hallábase en la propia casa de éste, y si al principio se resistió su mente a sospechar de Leré; ya la temeraria idea principiaba a abrirse camino, como esos absurdos que lentamente se descomponen en realidad, al modo que, en los cuadros vivos, de las sombras monstruosas e indeterminadas van saliendo figuras. Dejábale en la calle de las Veneras, y se volvía a la de Santa Águeda con el corazón oprimido y la mente relampagueando. Alguna vez forjose la ilusión de que Ángel la permitiría entrar en su casa. ¡Qué simpleza! Lo que hacía el pícaro era decirle qué no se detuviese en la calle, porque helaba y encargarle que se retirase pronto, envolviéndose bien én la toquilla. Con esto, y unas buenas noches como las que se darían al sereno, él entraba, y ella se iba, sintiendo en el pecho una nidada de serpientes.

Una de estas noches, Ángel encontró a Leré levantada, lo que le causó sorpresa. La santita entró en el cuarto a encenderle la luz, y mientras él dejaba sobre el sofá capa y sombrero, le dijo: «Señor, han pasado los ocho días, y si usted me da licencia, como espero, me marcharé mañana temprano.




VI

Al oír esto, lo primero que hizo el amo fue contravenir abiertamente una de las principales reglas de vida que la toledana le había dado en sus célebres   —256→   sermones. «No hay que enfadarse nunca» había dicho ella, y Guerra se disparó súbitamente en ira. No era fácil remediarlo, y las diversas impresiones hondísimas que iba recibiendo su alma, no podían denegar su carácter.

-¿Ya vuelves con esa historia?... Pues márchate cuando quieras... Abusas del cariño que te tengo, y te has propuesto atormentarme... Nada; nada, que te vayas cuando gustes. Es que te crees necesaria, única, y esto no es verdad. Por mucho mérito que tenga una persona, nunca, nunca es insustituible. ¡Pues no faltaba más! O es que quieres que yo te suplique y te diga... «Por Dios, Lereíta, hazme el favor de no dejarme». No, no, eso no lo digo yo... Te ha entrado ahora esa chifladura por la religión. ¡Religión! En el fondo de eso no hay más que orgullo, sequedad del alma, egoísmo, un egoísmo brutal... ¡Religión, puerilidad! ¿a dónde vas tú que más valgas? ¿Quién ha de considerarte más que yo? Pero ¡ay!, no conocerás la tontería que haces sino después que la hayas hecho. Conviene, pues, que te largues... y cuanto más pronto mejor. Tienes mi licencia.

Esperó Ángel un rato la contestación a estos desahogos; pero Leré no quiso darla, y tan sólo dijo que se marcharía en el primer tren de la mañana siguiente.

-¿Pues adónde vas? -saltó Ángel como si le dieran un pinchazo.

-A Toledo.

-Pueblo de mucho cleriguicio. Bien, bien; ve a donde quieras. ¿Ya tienes hecho tu equipaje? Bajaré contigo a la estación.

  —257→  

Bueno; pues me retiro a descansar un poco.

-Abur.

Al verla salir del cuarto sin añadir una palabra consoladora, fue Guerra acometido de un acceso de ira que le agitó sobremanera. Daba puñetazos, en los muebles y en su propia frente, y con descompuestas y roncas voces protestaba de lo desgraciado que era y de la crueldad con que el destino le perseguía. Aunque la cólera se fue resolviendo en desconsuelo y amargura, y los resoplidos se trocaron en un suspirar hondo, toda la noche la pasó en vela, dando a su pena proporciones de irremediable tribulación, y el romper el día arrojose de la cama en que medio vestido estaba, y arreglándose en un dos por tres fue al cuarto de doña Sales y dio golpecitos en la puerta que lo separaba del de Leré. «A estas horas debe de estar levantada, disponiéndose para bajar a la estación -se decía-. En efecto, abrió ella la puerta, y en cuanto su amo la vio, cogiole ambas manos, y con viva efusión le dijo: «No te enfades si vengo tan temprano a decirte que he pasado una noche infernal pensando en tu viaje. No puedo resignarme a que me abandones. Considera la soledad en que me quedo, piensa en que me ha de ser imposible vivir sin ti!...

La santita no sabia qué contestar, ni aun qué cara poner ante tales demostraciones.

-Me quito un gran peso de encima, Leré, al retractarme de lo que dije anoche. ¡No, yo no quiero que te vayas! No me es posible darte esa licencia... Verás: se me han ocurrido esta noche algunas soluciones al conflicto en que me veo. Oye... ¿tú quieres   —258→   religión, mucha religión?  (En el mismo tono que empleaba con la niña cuando le ofrecía juguetes para aquietarla.)  Pues mira, no seas tonta, yo te haré una capilla en mi casa, y puedes estarte en ella todo el tiempo que gustes... ¿Quieres que convierta una parte de la casa en convento? Pues escoge las habitaciones que más te agraden. Se incomunicarán absolutamente, y te estarás allí encerradita, rezando a tus anchas; y si quieres ponerte hábito blanco o negro, te lo pones, si no, no. Nadie te molestará, nadie pasará a verte, más qué yo, se entiende... Y en último caso; si no te acomoda, tampoco entraré yo; me quedaré de la parte afuera. Mi deseo, mi aspiración es que estés contenta y no te separes de mí ¿Te conviene lo que te propongo? ¡Ay, qué cara pones! ¿Te parece un disparate? Dímelo con franqueza, y propón tu lo que se te ocurra.

Leré se reía con bondadoso humorismo tirando a lástima, de esa lástima cariñosa que inspiran las criaturas cuando piden un imposible. Retiraba sus manos de las de Ángel; pero éste se las volvía a coger, primero suavemente, después reteniéndolas con energía; y ella, que no era gazmoña, dejábase acariciar las manos por no irritarle. «Si no puede ser... -decía con benevolencia y ternura, en el fondo de las cuales se vislumbraba la energía-. Si no puede ser... Vaya por dónde le ha dado ahora: siempre es usted lo mismo... tomando las cosas así tan por lo fuerte. ¿Qué puede importarle a usted que yo me vaya o que me quede? ¡Pero qué manía, qué terquedad! Ni qué va usted ganando con que yo sacrifique mi vocación. Don Ángel, no puede ser, no puede ser. Dios me dice   —259→   que me vaya, y allá me voy. Para mí no hay más voluntad que obedecer lo que Dios me manda. Aquí egoísta, un egoistón tremendo, es usted.

-Pero dime ahora... háblame como si estuvieras ante la reja del confesonario: ¿la vocación tuya es verdad o una de esas ilusiones con que nos engañamos a nosotros mismos? Investiga bien, escarba dentro de ti, y responde.

Ante semejante pregunta, Leré tenía forzosamente que enojarse o reírse, y como lo primero no era posible en ella, contestó con una sonrisa más compasiva que desdeñosa. Ángel se exasperaba. «Yo quiero ver -repetía-, yo quiero ver eso. Si tu vocación no es tontería de muchacha que desconoce el mundo, yo la respetaré. Otras jóvenes han creído que Dios las llamaba y que iban para santas, y de repente se han encontrado con que su propio espíritu, su propia sangre y sus nervios hacían burla de toda aquella mentirología metafísica. No te fíes, no te fíes de ti misma, y espera. El noviciado, la verdadera prueba debe hacerse en el mundo. Déjate de votos irreflexivos: no sueltes prenda, que podrás arrepentirte cuando no tenga remedio.

El rostro de Leré, su actitud y su sonrisa revelaban absoluta confianza en sí misma. No sabiendo Guerra por donde atacarla, pretendió un nuevo aplazamiento. «Bueno, bueno, convengamos en que eso va de veras. Monja tenemos. Pero me has de hacer un favor: estarte un día más en casa, un día tan solo: No te niego yo la licencia: ¿Qué poder tengo sobre ti? Eres libre. Un día más conmigo... mañana te vas caminito de Toledo.

  —260→  

Convino Leré en esperar un día, sin mostrar disgusto ni impaciencia. Por lo mismo que su resolución de partida era irrevocable, no temía comprometerse con aplazamiento tan breve. Aquel día no salió Guerra de casa, y su actitud era por demás inquieta: tan pronto ponía sus cinco sentidos con febril ardor en un asunto, como se abandonaba a extáticas distracciones, sin reparar que Braulio entraba para tratar con él de cosas más relacionadas con la aritmética que con la psicología. Después de almorzar, habló tranquilamente con Leré sin temor de abordar el asunto del viaje, y permitiose algunas burlas de la vida claustral, las cuales no ofendieron a la neófita: tomábalo más bien a broma, y como él le pidiera explicaciones acerca de sus planes, contestó: «Pienso entrar, porque así me lo manda el Señor, en una Congregación de las más trabajosas, de estas que se dedican a recoger y cuidar ancianos, o a la asistencia de enfermos. Preferiré lo más rudo, lo más difícil, lo que exija más caridad, más abnegación y estómago más fuerte. Usted se ríe... No comprende esto. ¡Qué desgracia no comprenderlo!»

Ángel, después de reír con cierta afectación, quedose muy serio, traspasado por agudísima pena. «Si lo comprendo -dijo sombríamente-. No me supongas tan bruto».

Y después de una pausa en que ambos callaron, él contemplando las patas de una silla, ella esparciendo sus pupilas saltonas por una estantería de libros que ocupaba el testero de la habitación. Guerra le dijo: «Quisiera ser viejo y enfermo para que me cuidaras tú».

  —261→  

-Algún día... ¡quién sabe! -replicó Leré más bien con alegría que con tristeza-. Para entonces seré yo también vieja... saludable.

Por la noche, comprendiendo Guerra que era impropio de su formalidad y de su fortaleza de varón, mostrar tan pueril disgusto por la separación de una criada, se confortó con sanos argumentos y apretó los resortes de su voluntad. Resultado de esto fue que pudo hablar tranquilamente con la que de tal modo le había trastornado. «Ya comprendo, hija mía, que soy un impertinente, y no te hablaré más de tu vocación, ni menos de tu viaje. Esta noche nos despedimos, mañana temprano, antes que yo me levante, te vas pian pianino, y aquí no ha pasado nada. Dime las señas de tu casa en Toledo, para escribirte, si algo ocurriere.

Contestó Leré que iba a casa del tío de su madre, don Francisco Mancebo, con quien estaría hasta que arreglara su entrada en la Congregación. De otra cosa muy al caso hablaron también: la cantidad que Leré había devengado por sus honorarios mientras estuvo al cuidado de Ción, se conservaba, salvo alguna pequeña suma gastada en vestirse, en las cajas de la administración de la casa. Guerra había querido entregársela el día antes, preguntándole si la quería en oro o en billetes, pero Leré dispuso que aquella cantidad, que conservaba para su dote, quedara en la casa hasta el momento oportuno de enviarla a Toledo a la orden del padre Mancebo. Convenido así, le dijo Guerra con tristeza: «El mejor día me tienes en Toledo. No podré resistir las ganas de verte».

-Pues creo que podrá verme, porque en esas órdenes   —262→   no hay clausura. Antes del día feliz en que me ponga el hábito, me encontrará en casa de mi tía Justina.

-¿Pues no has dicho que en casa del padre Mancebo?

-Es que todos habitan juntos. Desde que mi tía Justina se casó con mi tío Roque, vive con ellos el beneficiado Mancebo, que protege a toda la familia y es el amparo de mis siete primitos.

-¿Y con ellos vive también tu hermano, el monstruo?

-Justamente.

-Pues mira, me han entrado a mí ganas de ver al monstruo, y de hacerme su amigo.

-¡Qué cosas tiene usted! El pobrecito causa horror a todos los que le ven.

-Déjate de horrores. Yo no tengo horror a nada... Y si llego cuando tengas puesta la toca -añadió Guerra con cierto alborozo infantil-, también podré visitarte. ¿Qué inconveniente hay? Entonces seguirás con tus sermones, y como he de tenerle más respeto, los oiré de rodillas y haré lo que en ellos me mandes... Y quién sabe, quién sabe si a lo bobilis bobilis se me pegará tu fiebre, y concluiré yo también por ponerme algún caperuzo por la cabeza, y rosario al cinto, y...

Tan conmovido estaba el hombre, que tuvo que callarse para que no se le saltaran las lágrimas.



  —263→  
VII

«¡Ay, Dios mío! -decía Leré exhalando suspiros muy de dentro, después de los cuales se quedaba muda, fija la vista en sus propias manos sobre la falda. Guerra tendía también ál mutismo. Por fin, comprendiendo que tal situación no podía prolongarse, pues ambos en ella padecían de igual suerte, enderezó interiormente sus energías, y se fue derecho al asunto.

-Leré -le dijo sin atreverse a tomarle la mano-, a ti, como persona de gran entendimiento, de gran corazón, se te debe hablar con franqueza. Yo te quiero... No hagas aspavientos; yo te quiero; las cosas claras. Lo que no sé es definir de qué modo te quiero yo. ¿Te quiero como a una mujer de tantas? Me parece que no: hay algo más, hay otra cosa, Leré. Tu santidad es un estorbo para quererte, y aun para decírtelo. Y sin embargo tu santidad me cautiva, y si tu no fueras como eres, si no tuvieras esa fe a toda prueba, y esa vocación irresistible, se me figura que gustarías menos. He pensado mucho en esto, pero mucho: «Si me quisiera ella a mí, como yo a ella -me he dicho mil veces-, se vulgarizaría, y entonces, perdido el encanto y deshecha la ilusión, no valdría para mí lo que vale, y no me cautivaría tanto». Aquí tienes un círculo doloroso del cual no puedo salir. La solución sería que yo también me volviera místico, como tú, y que a lo místico nos quisiéramos; pero esto no satisface al alma. No, no, todo eso, es una farsa, una comedia que hace el entendimiento para engañar al corazón. El querer de hombre a mujer y de mujer   —264→   a hombre no cabe dentro de esas excitaciones artificiales de la ideología piadosa. Aquí hay un nudo que no se puede deshacer, y lo mejor es cortarlo poniendo tierra por medio. Vete, y yo me quedo aquí.

Leré, conmovidísima, vaciló un instante entre levantarse o esperar. Guerra daba vueltas por la habitación, haciendo esfuerzos por aparecer tranquilo. «Debes marcharte -añadió-, y mañana procura no hacer ruido, para que yo no me entere... no sea que me dé la tentación de detenerte.

-¡Dios mío, que locura de hombre!  (Levantándose vacilante.)  Pues sí... lo mejor es, como usted dice... aire por medio.

-Cabal. Vete a tu cuarto... y démonos por despedidos para siempre sin más demostraciones... ¿Sabes lo que se me ocurre en este momento? ¡Ah! una idea magnifica para evitar... para evitarme una escena desagradable. Ahora mismo me marcho a la calle; y me refugio en casa de esa... de mi amiga. No quiero estar aquí mañana temprano cuando tú salgas.

-¿Se va usted? -dijo Leré, ya en la puerta, alegrándose de un acto que simplificaba la enojosa situación-. Me parece bien. Entonces... hasta que vaya usted por allá... convertido, bien convertido, para que yo no necesite echar sermones. Conque... fuera malas ideas... y adiós.

Fijo en medio del cuarto, Guerra la miraba atento, mientras ella se despedía, y cuando se alejó, no podía desclavar de la puerta sus ojos. Al sentir, poco, después, que la joven echaba la llave a la puerta de su cuarto, determinó llevar adelante su resolución, y poniéndose capa y sombrero, y cogiendo la llave de la   —265→   puerta de la calle, salió más que de prisa, como si huyera.

Encerrada en su alcoba, Leré no sabía qué pensar de las extrañas revelaciones de su amo. Más de media hora estuvo como atontada, sin poder formar juicio, como aquel que de súbito se encuentra ante un mundo nuevo y desconocido. Pero al fin se recobraron en ella la conciencia y la razón, permitiéndole juzgar las cosas con su habitual criterio, «Bah, bah, -decía-, todo se reduce a que es un hombre lleno de imperfecciones como los demás, y ha caído en la vulgaridad de prendarse de mí. ¡Vaya una gracia... prendarse de esta infeliz que nada vale, que jamás hizo caso de ningún hombre bonito ni feo! Pero algo tiene el agua cuando la bendicen; algo habrá en mi persona que le ha gustado... ¡Quién lo había de pensar! Por fortuna para mí, no necesito prepararme contra las tentaciones, porque bien preparada estoy. Dios que mira dentro de mí, sabe que ni con un descuido del pensamiento me dejo coger en esa trampa. ¡Qué tontería! Si yo fuera tan simple que cayera, la gente se reiría de él, y todo el mundo se preguntaría con asombro qué mérito había encontrado en mi. ¡Pobre D. Ángel, cómo tiene la cabeza!  (Mirándose al espejo.)  ¡Pero si en esta cara no hay nada que valga dos cominos...! Claro, si se me compara con otras, algo tendré... que sirva, porque otras hay, que además de feas, son sucias y llevan pintada en la cara su poca vergüenza y que sé yo... Y ahora recuerdo que se dice prendado de mí por la religión, o que me quiere por santa... ¡Santa yo! No fuera malo... A bien que cuando me ponga la estameña negra plegada, que tan poco favorece a las mujeres,   —266→   y la toca, y aquellos zapatones grandes y feos, huirá de mí, y me hará fu como a los gatos. Por de pronto, pediré a Dios que le cure de esa manía tonta y ridícula. No, no creo que vaya a Toledo; no le veré más. Probablemente se olvidará de mí en cuanto deje de verme. ¡Pobrecillo! No puedo negar que le estimo, y que le deseo todo el bien posible, porque él y su madre han sido muy buenos para mí. ¡Qué dicha tan grande sentirse fuerte contra Satanás! Nunca he sentido lo que es atracción de ningún hombre, y no me alabo de ello porque no hay mérito en ser como soy. Yo no he luchado, yo no he vencido, porque no siento dentro de mí enemigo que derrotar, favor grande que me ha hecho Dios, pues bien puedo decir que vine al mundo destinada a no ser de nadie más que de Él, y cuando Él me hizo así, ya sabría por qué me hizo... La idea de casarme con un hombre y de que se ponga muy cerca, muy cerca de mí, m repugna. Puedo pensar en esto sin pecado, porque estoy bien segura de que me repugna, de que me subleva y me hiere y me... ¡vaya si lo estoy...!  (Quitándose el corsé para acostarse.)  ¡Ah! Una cosa que no he comprendido nunca es para qué tengo este pecho tan desaforado, si no he de necesitarlo para nada... Yo no he de casarme, eso bien lo sabe Dios... ¿A qué viene pues esto?...  (Rezando mentalmente.)  Pero no nos metamos a criticar la obra de Dios: cuando Él lo hace, ya se sabrá por qué lo hace. Dicen que nada falta ni nada sobra en este mundo... Trabajillo me cuesta creer que esto no sobra...  (Se acuesta y apaga la luz.)  Tengo que madrugar, y es tarde... Lo que digo... esta parte debe de ser lo único que en mí existe favorable a esos impuros   —267→   pensamientos de los hombres.  (Con inquietud.)  Dios mío... ¿de qué me sirve esto?... Me lo cortaría, si cortarse pudiera, como se cortan las uñas. Tú sabes que en nada lo estimo, que procuro disimularlo como un defecto más bien que ostentarlo, como hacen otras... Cuando me vista el hábito, ¡qué compromiso! pues aunque una no se ponga justillo, siempre abulta y escandaliza...  (Pausa: se adormece, rezando, y se despabila súbitamente.)  El pobrecillo D. Ángel se queda muy solo... porque, no hay que darle vueltas, ni se casará con esa mujer, ni la quiere. Él me lo ha dicho y además, bien a la vista está: no la visita sino cuando no tiene distracción en casa. Sobre mi conciencia: no va nada de este desvío hacia la otra: porque muchísimas veces le he dicho: «D. Ángel, vaya usted, vaya usted allá», y siempre le estoy predicando para que se case. Algunas noches no he querido darle palique para que se fuera con ella: esto bien lo sabe Dios. Si yo hubiera sido mala, habría jugado con él como con un gatito chico; pero tengo ya marcado mi carril, y por él voy aunque se hunda el mundo... Esa desgraciada mujer, esa Dulcenombre tiene mucho que agradecerme, y ella ni siquiera lo sospecha: puede que crea lo contrario...  (Desvelándose más.)  ¡Vaya con los cuentos que trae Basilisa! Estas mujeres lo observan y son muy criticonas. Dice que Dulce es guapa de cara, pero que está en los huesos. Me hizo reír la otra tarde cuando decía: «No sé cómo el amo se acuesta con ese esqueleto!...» ¡Qué tontería ponerse a discurrir sobre si es gordo o es flaco! Estoy segura de no haberme envanecido cuando Basilisa se puso a hacer comparaciones entre delanteras rasas y... otras   —268→   que no son rasas. Yo, bien lo sabe Dios, que lee dentro de mí, que ahora mismo está leyendo, bien sabe Dios que yo, si pudiese, iría a esa mujer para decirle: «Cambiemos, amiga: toma lo que te falta y a mí me sobra. Tu serás feliz y yo también».  (Se duerme.) 

Levantose tempranito, y como la tarde anterior había dispuesto su equipaje, no tenía nada que hacer más que despedirse de todos los de casa, que se apenaron de verla partir. Basilisa, particularmente, lloraba como una Magdalena. No sabía la joven si el amo estaba o no en casa, y andaba de puntillas, temiendo que el ruido le despertase; pero Braulio, cuando juntos tomaron chocolate, la informó en breves palabras y sin ningún comentario de la ausencia de Ángel. «Más vale así -dijo Leré para su sayo; y recelosa de que se apareciese de improviso, anticipó la salida, hizo traer un simón y se puso en salvo, acompañada de Braulio y Basilea que no quisieron separarse de ella hasta dejarla en el tren.




VIII

Dulce, al ver entrar a Guerra tan a deshora, y oír de sus labios que se estaría allí toda la noche, no volvía de su asombro, mayormente por no advertir en el rostro de él expresión de contento, sino más bien de contrariedad y disgusto. Pocas palabras pudo sacarle del cuerpo en el transcurso de la noche, a pesar de los hábiles esfuerzos empleados para romper su reserva y taciturnidad. Por la mañana, la displicencia de Ángel tuvo tonos insufribles. Dulcenombre   —269→   vio venir la tempestad, y para que ésta no estallase por culpa suya, se fortaleció interiormente con todo el caudal de su prudencia, haciendo el firme voto de no desplegar los labios para contestarle, dijera lo que dijese. Pero en semejantes casos, no hay prudencia que valga; un accidente cualquiera inesperado, cualquier causa exterior sirve de chispa al incendio, y éste se produce instantáneamente. La chispa fue el importuno arribo de D. Pito, el cual, desde la puerta, se anunció con un «¡ah de abordo!» y avanzó por el pasillo renqueando y tosiendo. Al avistar a Guerra, con quien no esperaba cruzarse tan temprano, el marino se desconcertó un poco, no tardando en advertir que el otro no estaba de buenas. Ensayó algunas bromas, que le dieron deplorable resultado, porque nadie se las reía, en vez de darse por vencido, y callar virando en redondo, insistió, con pesadez y familiaridades de mal gusto. Guerra estalló, echándole esta rociada: «Dígame, ¿en qué bodegón hemos comido juntos? ¿No conoce usted que si se le tolera alguna vez es con la condición de que comprenda las circunstancias en que no se le puede tolerar?»

Plegando los músculos de su cara de corcho y entornando los ojos como si le hiciera daño la luz, don Pito mirábale con impertinencia, y al propio tiempo le apuntaba con el índice de su mano derecha alargando ésta lentamente. De su boca salía un mugido burlón, como el que se emplea con los niños para anunciar el coco. Guerra, volado, levantose con animo de darle un empujón. Pero el demonio del capitán, aunque no convencido aún de que la cosa iba   —270→   de veras, se retiró de un salto, y desde lejos repitió sus burlas, añadiendo movimientos más provocativos, como el de hacer con ambas manos el ademán de citar a la fiera para ponerle banderillas.

-¡Perdido, tonto, borracho! -gritó Guerra cogiendo una silla.

Si Dulce no le ataja, tragedia segura. La cara de don Pito sufrió esa transformación súbita de las bromas a las veras que suele observarse en las disputas humanas. «Eh, poco a poco, poquito a poco -dijo-, y las arrugas de su rostro se distendieron como serpientes que se desenroscan. No palideció, porque semejante careta no podía palidecer».

-Pronto, largo de aquí.  (Dejando la silla.)  Usted con sus impertinencias tiene la culpa de que yo me ciegue, y olvide que me provoca un carcamal incapaz de tenerse en pie.

-Digo que poquito a poco... y explíquese quién ha faltado, pues, y quién no ha faltado.

A cada instante hacía el pobre capitán un movimiento de barriga, auxiliado por un gesto de la mano derecha, como si quisiera mantener en la cintura los pantalones, que propendían siempre a escurrirse para abajo. Este movimiento habitual se repetía en él cada pocos segundos, cuando se alteraba.

-No quiero explicaciones -dijo Guerra-. Despéjeme usted la casa.

Dulce, con gestos más que con palabras, rogaba a su tío que zarpara pronto de allí.

-Vamos por partes -insistía el viejo, de pie junto a la puerta, pero sin intención de hacer rumbo a la calle-. Yo no he faltado, Carando, y mi dignidad no   —271→   permite que se me trate sin el respeto debido. ¿Es que soy un negro?  (Alzando mucho la voz.) 

-Si fuera usted un negro, se vendería -le dijo Ángel con desprecio-. Andando, andando de aquí. -Yo no vendo a nadie, ¡yema! ¿Eh? ¿qué es eso?... ¿Es que yo no tengo dignidad? Se me trata de este modo porque...  (Buscando el tono patético.)  porque soy un pobre mareante que ha llegado a la vejez sin víveres. Pues sepa el muy... párvulo que a mí nadie me embiste, y que pobre y desarbolado, doy avante toda, y al que se me atraviesa delante; lo parto.  (Amenazando con el bastón.)  ¿Eh?... Viejo y escorado, sé lo que es dignidad, caballerito Guerra. ¿Cree usted que le voy a pedir algo? ¡Inglés! Yo no me rebajo, yo no me humillo; tomaré de mi sobrina las sobras de su rancho; pero de usted, ¡ingles!... quite allá... ¡Pues estamos lucidos!... Párvulo, quédate con Dios: estás perdonado.

Orzó gobernando en demanda de la puerta; pero su carácter impetuoso lo trajo de nuevo a la disputa.

-Conste que no he faltado -dijo desde la puerta-, y que no arrío mi bandera. ¡Me caso con el arpa de David! Yo no pido nada. Tengo amigos pobres que me dan de comer: no quiero nada de los ricos, carando. ¿De qué sirve el dinero, pateta? De motivos para condenarse, y yo no me condeno, yo me voy al Cielo derecho, ¡ojalá fuera mañana!... Y no me cambio por usted, no, no me cambio, no le tengo envidia, porque lo que yo quiero es una conciencia... ¡yema! como la mía, y si ahora me pusieran delante un cargamento de dinero, le daría un escobazo... ¿Qué? ¿no lo cree?  (Avanzando algunos pasos, deseoso de discutir.) 

  —272→  

-No, si yo ni creo ni dejo de creer -dijo Guerra sentándose con desdeñosa calma. Déjeme usted en paz.

-¡El dinero! ¡Me caso...!  (Con pesadez.)  ¡Qué cosa más inútil, y más... más... asquerosa! Bendito sea el pobre, el pobre honrado como yo, que no tiene sobre qué caerse muerto, ni vivo... ¿Ve usted mis bodegas?  (Mostrando los bolsillos.)  Están lo que se llama plan barrido. Así, así es como es uno feliz, y no contando fajos de billetes, de esos billetes infames, cochinos... que... Eh, párvulo, lo repito, yo no pido nada, yo no quiero nada: ¡Viva el hambre, viva el frío, vivan... las yemas del tío Carando! Adiós; avante toda.

Salió por el pasillo adelante, marcando el paso con el pie muerto, del cual tiraba la pierna reumática ayudada por la sana, dejándolo caer como una maza sobre el suelo. Oyose el portazo, cuya violencia acusaba una dignidad profundamente herida.

Dulce lloraba en silencio, sentada en una butaca frente a Guerra, el cual sin mirar a su querida, sintió por primera vez que la infeliz mujer no era ya totalmente una excepción de la repugnancia que todos los Babeles le inspiraban. Poco antes, al apuntarse este sentimiento hostil, túvole miedo y procuró sofocarlo; pero ya iba siendo demasiado vivo, y apenas cabían componendas con él. El estado de espíritu y de conciencia de Ángel impedíale todo disimulo, y lo único posible era poner bastante delicadeza y consideración en el rompimiento que ya resultaba inexcusable.

-Dulce -le dijo-. Ya no es fácil entendernos. Tu familia y yo somos incompatibles.

  —273→  

-¡Qué tontería! -murmuró ella, secándose las lágrimas-. Si te has cansado de mí, ¿para qué tomas el pretexto de mi familia? Bien sabes que, si quieres, no te molestarán, y que sus impertinencias las aguanto yo sola. ¿A qué viene todo esto? Mi familia no te estorba para venir aquí; es que ya no te gusta venir; es que te canso, te molesto. Desde que eres rico, has cambiado completamente para mí. Claridad, franqueza: si no me quieres ya, dímelo; si piensas dejarme, antes hoy que mañana.

-Ten calma -dijo Guerra, con más piedad que ira-. Podría suceder que las circunstancias me obligaran a alejarme de ti. Si esto ocurriere, yo no te abandonaré. No creas que voy a dejarte en la miseria.




IX

Esta protección sin cariño hirió con tal dureza el corazón de Dulce, que no pudo expresar su pena sino con un gemido. Perdida la última esperanza, vio lejos de sí al hombre en quien concentraba todos sus afectos. «Eso quiere decir -dijo sollozando-, que me jubilas, y me pasas la pensión.

Volviendo hacia él sus ojos llenos de lágrimas, le dirigió estas amargas quejas:

-Ya me lo esperaba yo: no soy tonta. Ya sabía que de este modo habías de pagarme, a mí que te quise cuando todo el mundo te despreciaba... Porque yo he sido mala; pero he sabido quererte y ser esclava tuya... Hace algún tiempo que te veo venir. Y ya sé, ya sé el por qué de este cambio, de esta ingratitud...

  —274→  

Su pena se desbordó de golpe; prorrumpiendo en sollozos que pronto fueron llantos y gritos de angustia, el chillar descompuesto y ensordecedor que es la última defensa de la pasión femenina.

-Sé quien tiene la culpa de esta infamia... Todo lo que pasa en tu casa lo sé yo, sin moverme de aquí. Estás loco, loco, y te has portado conmigo como un cualquiera... Hazte el tonto, hazte el sorprendido... Debiste separarte de mí antes de tomar la santurrona esa, más sosa que el mundo entero, la engarzarosarios. Ay, hijo, no has caído en la cuenta de que es cosa muy ridícula pasar de lo revolucionario a lo eclesiástico. ¡Vaya, que dejarme por ese tapón! Me reiría, me reiría si no estuviera tan lastimada... Ya, ya andan diciendo que te casas con ella, y que vais a hacer un convento para encerraros los dos: ¡qué risa!  (Llorando amargamente.)  Por vengarme, ojalá te saliera grilla, pero muy grilla, para que aprendieras lo que es meterse con monjas. Yo te tenía por menos simple. ¡Tú, el enemigo de la hipocresía, caes ahora en esa trampa que te arma la mojigata ladina con sus arrumacos y sus brujerías católicas!... Estoy volada, estoy ardiendo, no por mí, no porque me dejes, sino por verte tan tonto... Pero me alegro... sí, me alegro, ya ves cómo me echo a reír. Es que se me ha quitado todo el amor que te tenía; es que no cuesta nada aborrecer a las personas cuando se ve que no tienen pizca de talento... Y cuidado que la chica es fea y antipática... sus ojos marean... ¡y qué cuerpo tan rechoncho... con aquella pechera, que debe de ser postiza!  (Con saña burlona.)  ¡Pobre Ángel!, si no las has tocado todavía, y tienes ilusiones sobre el particular, piérdelas,   —275→   necio, y convéncete de que aquello es lana. Una nueva trampa que te pone, a más de las de la santidad, una hipocresía de la carne... Porque no le des vueltas, no, no es carne aquello; ni aquellos ojos son ojos de persona... con su meneo insoportable que da ganas de vomitar...  (Oprimiéndose el pecho.)  Ya no me queda duda de que todos los hombres sois unos grandes mamarrachos.

Comprendiendo Ángel que en cuestiones de tal naturaleza las respuestas envalentonan al enemigo, callaba, aguardando coyuntura propicia para terminar de un modo amigable. Pero la Babel, echando lumbre por los ojos, la emprendió con él de nuevo, usando armas que debían de herirle gravemente en su amor propio.

-Te has lucido, hijo... te has pasado toda la vida trabajando contra los curas y el fanatismo, y mira por donde has ido a caer en manos de tus enemigos: Porque esa chiquilla, no lo dudes, es un anzuelo que te han echado los del bonete para pescarte. Luego que te tengan cogido, te obligarán a ir en las procesiones con tu velita en la mano. Atrévete a sostener ahora, como sostenías antes, que eso de la religión es farsa y chanchullo de unos cuantos, y que cuando nos morimos se acaba todo. Si lo dices, tu beata te sacará los ojos, y te dará celos con el Santísimo Sacramento. No hay más si no que los de sotana te han echado ese gancho para sacarte el dinero. ¡Ay, cuando andabas por ahí hecho un pelele, no se acordaban de ti para nada! Como que ellos no hacen caso del pobre: van a su negocio, y han inventado mil fábulas para explotar a los ricos, pamplinas en que yo no creo, porque   —276→   tú me has enseñado a no creerlas. Y ahora la pobre discípula ignorante se aguanta en la verdad, mientras que el sabio maestro, tú, se traga todos esos disparates... ja, ja... Iré a verte cuando estés en la iglesia hocicando frente a las imágenes y dándote golpes de pecho... y creerás todas las paparruchas que antes negabas y de que tanto te has reído.

-Yo no me he reído de nada -observó Guerra que ya se cansaba de oír a su querida despreciar la idea religiosa.

-Sí, te has reído, has hecho burla de eso de la Trinidad, que son tres y uno, y qué sé yo, y de la Encarnación del Señor y de todas las cosas... te has mofado de que Dios fabricara el mundo en siete días, y al Papa y a los obispos les has puesto que no había por donde cogerles... Pero ahora, esa mona eclesiástica te ha vuelto del revés. ¿Y quién viene a pagar los vidrios rotos? Yo, pobre de mí, que nunca quise renegar de Dios. Cuando tú te empeñabas en hacerme atea, yo me resistía, y ahora, la que defendía al Señor cuando tú le tratabas como a un cualquiera, se queda en medio de la calle, ¡Bonito pago me da el Señor! A esto llamarán justicia. ¿Pues sabes lo que digo ahora?  (Con exaltación.)  Que ya no me da la gana de creer nada, ni tanto así, de lo que reza el Catecismo. Todo es mentira, comedia, engañabobos. Ya, ya veo que acierta don José Bailón, que el otro día me dijo que todas las cosas esas son mitos... eso es, mitos... Me lo aprenderé muy bien para soltárselo al primer beato que encuentre. Y por estas cruces te juro que no vuelvo a rezar en mi vida, y cuando vea pasar el Viático, me echaré a correr, como hay Dios, diciéndole: «abur,   —277→   que eres mito...» ¡Vamos, cuando pienso que se ha vuelto beato el hombre que hace meses andaba buscando sargentos que quisieran derribar todas esas antiguallas...! Esto parece un sueño... Bien, bien, déjame en paz, y vete con tu monjita... No necesito de ti para nada: sé trabajar... Si crees que voy a echarte de menos, te equivocas. Yo, cuando me pongo a olvidar, soy lo mismo que cuando me pongo a querer...

Las frases que siguieron a esto fueron ya deshilvanadas, sin sentido, interpoladas de sollozos y expresiones de dolor. Guerra deseaba concluir, y si Dulce hubiera facilitado con su lenguaje una suspensión temporal de relaciones, aceptaríala con muchísimo gusto; pero aquellos torpes ataques al principio espiritual que gobierna las sociedades, hicieron pésimo efecto en un hombre que se hallaba en plena crisis de pensamiento y de conciencia. Debe advertirse que a pesar de los pesares, no había pensado en la ruptura definitiva, pues aún le sujetaban lazos de afecto a la que por tanto tiempo compartió sus penas y sus dichas. No era su intención marcharse de allí diciendo ahí queda eso, pues Dulce no podía ser para él, ni en mucho tiempo lo sería, una persona extraña. Su intento era no perderla de vista, protegerla y velar por ella como un amigo, como un tutor, como un pariente obligado a cuidarse de su honor y su bienestar. Con estas ideas, acercose a la cómoda, sobre la cual estaba la cajita en que solía poner el dinero que a Dulce asignaba para sus gastos, y sacó del bolsillo y de la cartera plata y billetes para dejarlos allí.

-Yo no te abandonaré ni ahora ni después -le decía en el tono más conciliador que le era posible. Pero   —278→   ella, lejos de calmarse con tales ofertas, se voló más, prorrumpiendo en lastimeros gritos.

-Hazme el favor de tener juicio -le dijo Guerra, pronto a salir, y alargando hacia ella una mano, que Dulce rechazó con toda la fuerza de las dos suyas. Ya volveré a verte, aunque no sea muy pronto. Seamos siempre amigos. A ti te conviene, y a mí quizás también.

-¡Amigos... Yo tu amiga! ¡tu amiga yo, yo...! Quita allá... no me volverás a ver... Viviré como pueda... Vete pronto con esa muñeca de altar... Esto es una infamia... esto es peor que si me asesinara... ¡No hay Dios, ni mito que castigue crímenes tan... espantosos!

Esto último lo dijo sola, porque Guerra no quiso esperar más, y salió, afectando calma, pero en realidad profundamente apenado y caviloso. Dulcenombre, en un rapto de demencia, corrió hacia la escalera gritando: «Es una infamia... abusar así... porque me ve sin familia, abandonada de todo el mundo. Dios mío... Virgen... No, no, que sois mitos». Algunos vecinos salieron a sus respectivas puertas. La galguita ladraba furiosa en el pasillo. Hubo un ligero remolino de curiosidad y chacota en la escalera; pero nada más. Luego, cuentan que salió la moza al balcón, enteramente trastornada, y desde allí, con descompuestas voces y ademanes más descompuestos aún, llamó al amigo perdido, que ya doblaba la esquina de la calle de Santa Brígida sin mirar para arriba ni hacer caso de nada.

«Chillará y trinará, ¡pobrecilla! -se decía-. Pero estos espasmos pasan pronto, y dentro de unos días   —279→   no se acuerda de mí... No, no la abandonaré nunca, ni ella merece ser abandonada. ¡es tan buena!... Pero esa familia, francamente... Esto tenía que ser cambios fatales, imprescindibles que nos ofrece la vida, y que debemos aceptar con ánimo sereno... Mal rato he pasado; el choque ha sido rudo. Serenidad, Ángel, serenidad... ¡Adiós Dulcísima!... La pobrecilla chillará; pero de seguro no se arroja por el balcón».