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Ángela

Drama en cinco actos y en prosa

Manuel de Tamayo y Baus





A ti, que tanto me amaste en la tierra, a
ti, que ahora velas desde el cielo por tu hijo.

Manuel.



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Prólogo del autor

     El presente drama es hijo legítimo del titulado Intriga y amor, de Schiller: se parece a éste como un hijo a su padre: tiene el aire de familia. Es, sin embargo, un ser esencialmente diverso, con otra forma, otro corazón, alma distinta. Como la chispa brota del pedernal herido por el eslabón, este drama ha brotado en mi fantasía herida por la impresión que causó en ella la lectura de la obra de mi insigne, de mi admirado maestro J. C. Federico Schiller.

     De nobles corazones es confesar deudas de gratitud, y villano fuera el mío si procurase desconocer lo que debe al gran poeta, honra y prez de la Alemania de nuestros tiempos. No he tratado, pues, no trato de ocultar una circunstancia que juzgo honrosa: antes bien la proclamo con orgullo, porque, en literatura como en religión, imitar lo bueno es seguir el camino de la virtud.

     Doy el nombre de original a esta obra, porque imagino que no le puedo aplicar otro más conveniente. En ella hay tres situaciones y cuatro o cinco pensamientos semejantes a otros tantos del drama alemán: de éste ha nacido también la idea de presentar un padre (en mi obra no lo es más que en apariencias) deseoso de enlazar a su hijo, por ambiciosas miras, con una dama de alto influjo, contrariándolo así en el amor que profesa a una joven de humilde cuna. Las escenas imitadas son: la del Príncipe y Conrado en el primer acto; la final del segundo y la del Príncipe y Ángela en el tercero. Complázcome en hacer esta indicación, manifestando al par que, salvo rarísimas excepciones, la expresión, el giro, el carácter y el desarrollo son, hasta en las situaciones a que aludo, completamente desiguales en ambos dramas. Es justo dar a cada cual lo que le pertenece, y ahorrar a los curiosos la fatiga de rebuscar coincidencias. Fuera de esto, la palabra, las situaciones, el pensamiento fundamental de Ángela no tienen identidad ninguna con Intriga y amor. Todos los elementos aprovechados de esta obra han mudado de naturaleza y modificádose capitalmente. ¿Dónde hallar sino en el drama de Schiller, el primer acto de Ángela, excepto dos rasgos del carácter del Marqués y la escena de que se ha hecho mérito? ¿Dónde el segundo, descartando la situación final, en los términos que he dicho? ¿Dónde el tercero, salvo dos rasgos en el diálogo de la Condesa y Ángela, y la referida escena de la carta? ¿Dónde el cuarto, en el que sólo el monólogo de Conrado participa de alguna reminiscencia del autor de Wallenstein? ¿Y dónde, en fin, el quinto, sin exceptuar una sola letra?

     Inútil me parece añadir a estas ligeras apuntaciones hechas para descargo de mi conciencia, que el ejemplo de todos los grandes maestros autoriza sobradamente la imitación de las bellezas ajenas. El gran Corneille, al imitar Las mocedades del Cid, de Guillén de Castro, pudo decir a su patria: lo que admiras me pertenece (1). Racine, nutrido en el estudio de los clásicos antiguos, los imita, no sólo en accidentes secundarios, sino en el plan y fundamentos de sus creaciones. Véase en prueba de esto lo que sucede en Fedra, donde hasta suele traducir trozos enteros de Eurípides y de Séneca. Molière, de tan profundo y vivaz ingenio, imita y traduce también a Plauto y Terencio, pone a contribución a los españoles y exclama: «Tomo lo que me conviene donde quiera que lo encuentro.» Testigos son, entre otras obras, El avaro y La Princesa d'Elide. Shakespeare, el más universal, el más original y humano de todos los dramaturgos del orbe, apenas tiene obra donde no haya imitado algo de alguien, cuando no ha prestado a los varios acontecimientos de la historia patria, reproducidos con prolija exactitud, el soplo vivificador de su poderoso numen. Dígalo El Rey Lear, copiado casi de La maravillosa historia de las tres hijas del Rey Lear, drama de autor semicontemporáneo suyo. Díganlo Otelo, cuya fábula sigue paso a paso los de la novela de Giraldi Cintio. Julieta y Romeo, imitación de un poema estrictamente imitado de las novelas de Porta y Bandello; y, en fin, El mercader de Venecia, cuya mejor escena está traducida de la novela cuarta de Giovanni Florentino (Pecorone). En España, el pensamiento fundamental de la más grande de las creaciones de Calderón, de La vida es sueño, se debe a una novela de Boccaccio. Lope incrusta en sus lozanas comedias los más bellos pensamientos de los líricos griegos y romanos. Moreto refunde y da por suyas, en La ocasión hace al ladrón, La villana de Vallecas, de Tirso; en El desdén con el desdén, Los milagros del desprecio, de Lope; en Rey valiente y justiciero, El infanzón de Illescas, del mismo Tirso, de la que apenas se desvía y a la que ha debido parte muy principal de su gloria. Esto sin contar los argumentos que se copian y refunden en todos los pueblos y en diferentes edades, como sucede a la historia de Edipo, presentada con formas análogas desde Sófocles a Martínez de la Rosa, y a los furores de Medea, iguales casi en Eurípides, Séneca, Corneille, Alfieri, Nicolini, La-Valle y mil otros cuya enumeración fuera ociosa.

     Práctica tan autorizada han seguido también nuestros autores contemporáneos, y, merced a ella, han ceñido a su frente laureles inmarchitables. Si pues la imitación de las grandes obras es lícita, conveniente y necesaria; si los más dignos maestros de todas las escuelas han imitado a otros, y la originalidad absoluta es una quimera irrealizable, harta disculpa merece el que yo, joven y oscuro, haya seguido, con más o menos felicidad, la pauta de ejemplos tan fructuosos. Demás de que, si algo hay de bueno o malo en mi humilde drama, es exuberancia de accidentes, que creo haber inventado trabajando con laboriosa constancia por espacio de año y medio. Por otra parte, lo que a mi modo de ver constituye la originalidad en las producciones del ingenio es la porción de su alma, por decirlo así, que comunica el poeta, ya a sus imitaciones de la Naturaleza, ya a las de la Historia, ya a las de otras obras literarias. Esa porción de sí mismo que deposita en ellas es la que les infunde vida, la que les da verdaderamente nuevo ser.

     Pocas palabras diré en abono del género a que mi obra corresponde. Arrojo temerario parecerá en mí, que sólo tengo por títulos mi aplicación y buen deseo, el lanzarme a desafiar las iras de los prepotentes melindrosos, para quienes todo lo que no sea el aguachirle de discreteos de nueva estofa, o de enfáticas y gongóricas declamaciones en verso, carece de importancia; de aquellos que desprecian por anticuadas las obras más notables de Dumas y Víctor Hugo (donde, si la moral no es siempre pura, el artificio dramático es bello y profundo, y las más veces verdadero el desarrollo de los afectos), como si la belleza artística pudiese envejecer nunca; de aquellos, en fin, que se horripilan, con exquisita sensibilidad nerviosa, al ver la pintura de las pasiones presentadas con el colorido, y aun con la poética rudeza de la verdad, y no tienen una lágrima y permanecen mudos e indiferentes ante el espectáculo desgarrador de los más hondos dolores.

     No quiero decir, sin embargo, que yo siga al pie de la letra las máximas de tales poetas, ni mucho menos. Pero juzgo necesario, para que el drama ofrezca interés, hacer el retrato moral del hombre con todas sus deformidades, si las tiene, y emplearlo como instrumento de la Providencia para realizar ejemplos de provechosa enseñanza. En el estado en que la sociedad se encuentra es preciso llamarla al camino de la regeneración, despertando en ella el germen de los sentimientos generosos, es indispensable luchar con el egoísmo para vencerlo con el eficaz auxilio de la compasión, virtud la más noble y santa de las virtudes. Cuando sentimos interés hacia dolores imaginarios, cerca estamos de proporcionar consuelos a padecimientos reales. El teatro puede coadyuvar a esta laudabilísima empresa con medios no despreciables, y el conato de los autores dramáticos debe encaminarse a tan altos fines. Para realizar tales destinos, que son, en mi concepto, los que engrandecen el arte,

Tous les genres sont bons, hors le genre ennuyeux.

     Opinando de este modo, no parecerá extraño que me haya propuesto en el presente drama, sin esperanza de lograrlo, pintar la maldad atormentada por las furias que ella misma engendra, conspirando a su propia ruina, cegada por la invisible mano de Dios para que se castigue por la suya propia, y encontrando, al morir, en el arrepentimiento la paz de que no había disfrutado, la dicha de justificar a la inocencia, el consuelo de verse acariciada por sus generosas víctimas, la esperanza de borrar con la profunda contrición del alma, en el instante de la muerte, las manchas de toda una existencia de crímenes. Primero, la justicia de Dios; después, su misericordia, más grande aún que su justicia.

     Sé bien que no he podido llevar a cabo dignamente tan arduo empeño, que el género de mi drama desagradará tal vez a los muchos que sólo gustan de ir al teatro para reír; pero sé también que, según la feliz expresión de un antiguo poeta griego,

Es generosa culpa un gran resbalo;

sé que hay todavía en nuestro público gentes bastante honradas y sensibles para estimar la buena intención de quien aspira a hacer interesantes las virtudes, y que me perdonarán, por tanto, los defectos que no podrán menos de afear un drama escrito en poca madurez de años y con no cumplida experiencia de los vaivenes de la vida.

     Los principios de mi poética dramática se encierran en esta frase: «Los hombres, y Dios sobre los hombres.» Este símbolo es la luz del mundo moral que miro brillar a lo lejos. Muchos desengaños, muchas amarguras me aguardan hasta llegar a ella. Joven soy, constancia tengo: la fe suplirá lo que no alcance la inteligencia. Tal vez llegue.

Madrid, 12 de noviembre de 1852.



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Los actores, el público y la prensa

     «Yo he visto representar a algunos cómicos, dice el Hamlet de Shakespeare, y... no los juzgué de la especie humana, sino rudos simulacros de hombres, hechos por algún mal aprendiz: tan inicuamente imitaban la naturaleza.» Por dicha mía, los actores que han interpretado la Ángela son la antítesis de los que tan duramente condena Hamlet. El singular talento de algunos y la discreción y celo de todos han logrado que mi obra se aplauda extraordinariamente un día y otro. Déboles, pues, en este sitio, las más expresivas gracias por sus laudables y venturosos esfuerzos.

     Teodora Lamadrid, actriz tan inteligente y simpática cuanto querida del público, ha realizado en Ángela todo lo que pudiera apetecer la más ardiente fantasía. Los espectadores no han visto en ella a la primera de nuestras actrices; han visto, sí, al personaje dramático expresando la lucha de sus afectos con el difícil colorido de la naturaleza y con el poético idealismo que tanto engrandece el arte. Ha sido, en fin, la verdadera Ángela que la imaginación había soñado. Como chispa eléctrica, el fuego de su inspiración inflama los corazones y arranca universales aplausos, debidos a un entusiasmo verdaderamente indefinible. Reciba por tan honroso triunfo mis más cordiales parabienes.

     La señora Rodríguez, luchando con las dificultades de un carácter que se desarrolla completamente en una escena, donde pasa del amor y los celos a la abnegación y el heroísmo, ha hecho perceptible esta lucha, vistiéndose además con una propiedad y un lujo que recomiendan mucho su celo artístico.

     También ha logrado hacerse aplaudir la señora Campos interpretando con mucha verdad las escenas más difíciles de su papel (2).

     La señorita García, que empieza su carrera con felices disposiciones, ha representado con suma naturalidad el papel de Julieta.

     Arjona ha dado en el Príncipe de San Mario una prueba más de lo que vale y puede su gran talento. La sencillez de su entonación, la elegancia de su apostura, la elevación con que resuelve las dificultades que abundan en las terribles situaciones en que interviene, prendas son que lo levantan a la altura de los primeros actores de la moderna Europa. Los aplausos que recibe cada día le manifiestan que el público se halla en esta ocasión de acuerdo con mi dictamen. Complázcome, pues, en darle gracias y en reconocer lo mucho que a su acertada dirección ha debido el éxito de mi obra.

     El señor Calvo, aceptando con gusto y esmerándose en representar bien un papel que no es de los que más se conciertan con sus excelentes facultades dramáticas, merece, a par de las distinciones que le otorga el público, la expresión sincera de mi gratitud.

     Los caracteres apasionados tienen en el señor Ossorio (don Manuel) un intérprete lleno de brillantez y lozanía. Aun después de consignada esta verdad, debo añadir que el joven actor ha sabido comunicar al papel de Conrado toda la pasión, toda la ternura, toda la vehemencia que ha menester para hacerse interesante. Porque lo es lograr en ocasiones despertar el entusiasmo del auditorio.

     Los señores Arjona (don Enrique) y García dan el conveniente colorido a sus espinosos papeles, contribuyendo eficazmente a la mejor armonía del conjunto.

     El señor Ossorio (don Fernando) se ha prestado gustosísimo a desempeñar un papel punto menos que insignificante. Esta modesta docilidad, propia sólo de quien conoce que el talento sabe sacar de todo buen partido, honra mucho a un joven cuyas gallardas disposiciones celebran con frecuencia los inteligentes.

     Doy, en fin, gracias a todos los demás actores por el no vulgar esmero que han desplegado, cada cual en su respectiva línea, y doyme la enhorabuena a mí propio, por haber proporcionado a tan excelentes artistas ocasión de conseguir un triunfo tan envidiable.

     Y ¿cómo expresaré dignamente mi gratitud a la benevolencia con que el público de Madrid ha recibido mi drama? Teniendo en cuenta, sin duda, mi corta edad y buen deseo, ha querido alentarme premiando con usura mis débiles esfuerzos, buscando con esmero cuidadoso lo bueno que pueda haber en esta producción escénica y no curándose de lo malo. ¡Es tan frecuente, por desgracia, seguir el camino opuesto!

     Cumple también a mi propósito apuntar algo acerca de las cuestiones que ha suscitado la originalidad o no originalidad de Ángela. Con este motivo importa dejar consignado de una vez y para siempre que cuanto afirmo en el prólogo que antecede es estrictamente verdadero. En los círculos teatrales, unos han ensalzado mi obra hasta las nubes, otros la han deprimido y vilipendiado con incansable pertinacia. El voto de los primeros me servirá de poderoso estímulo para proseguir con nuevo ardor en mis trabajos literarios: tendré muy presente el de los segundos para corregir en lo sucesivo lo que en sus censuras me parezca razonable. No se niega, sin embargo, la originalidad de algunas situaciones, como son, principalmente, la final del tercer acto, todas las del cuarto y todas las del quinto. Pero como no se niega que son mías, dícese que son detestables, atroces, nauseabundas. La escogida y numerosa sociedad que llena todas las noches el teatro de Variedades aplaude con estrépito varias de estas mismas situaciones, prorrumpiendo en gritos de entusiasmo y llamándome a escena a la conclusión de los actos tercero, cuarto y quinto. A no ser por esta circunstancia, y a pesar de mis creencias artísticas, hubiera puesto en duda la bondad de tales situaciones al leer tales escritos; pero público tan galante no merece que yo deserte al bando de los que en esta ocasión se empeñan en llevarle la contraria.

     No soy yo de los que desprecian los juicios de la prensa periódica; antes bien, me apresuro a leer cuanto de mí se dice, para aprovechar la lección si la considero útil, lo cual sucede las más veces; y, merced a esta afición particular mía, he tenido la singular satisfacción de ver apreciadas rectamente mis intenciones por personas que ocupan un lugar preeminente en nuestra república literaria, y cuyas doctrinas me inspiran fe porque las estimo verdaderas. ¡Lástima es que algún periódico de los más importantes de España extreme los términos de sus censuras hasta el punto de desvirtuar así lo que haya de bueno en sus principios! -Cuando en 1848 se representó El 5 de agosto (adviértase que era mi primer drama original, y que a la sazón mi edad apenas rayaba en los diecinueve años), el periódico a que aludo, tratando de probar que tal obra era abominable y ridícula, dijo que Adaleta (uno de sus personajes) era consonante de chuleta, y otras bizarrías de igual calibre, bastantes a agostar en flor las ilusiones de cualquier otro que hubiera carecido de la incontrastable fe que profeso al arte y de mi amor al estudio. En el juicio crítico de Ángela se dice que este drama remueve el estómago, y sólo es bueno para representarse en la plaza de los toros. Quien fuese menos modesto que yo, podría, no sin fundamento, dudar de la buena fe de semejantes censuras.

     He dicho cuanto me parecía necesario decir. ¡Ojalá se me pueda aplicar algún día el conocido aforismo del gran dramático alemán: quien no se estima demasiado, vale más de lo que él propio se figura!

22 de noviembre de 1852.

Manuel Tamayo y Baus.



Reparto en el estreno de la obra, representada en el teatro de Variedades el 13 de noviembre de 1852.

 
PERSONAJES
ACTORES
 
       ÁNGELA, de dieciocho años Doña Teodora Lamadrid.
LA CONDESA ADELAIDA, de treinta. María Rodríguez.
MAGDALENA, de cincuenta Lorenza Campos.
JULIETA Joaquina García.
ARABELA Encarnación Campos.
EL PRÍNCIPE DE SAN MARIO, Gran Chambelán, de cincuenta Don Joaquín Arjona.
CONRADO, capitán, de veintitrés Manuel Ossorio.
EL MARQUÉS DE POMPILIANI, de cuarenta y cinco José Calvo.
ARALDI, médico de Palacio, de cincuenta José García.
ALBERTO, de sesenta Enrique Arjona.
FABIO CONTI Fernando Ossorio.
CABALLERO 1.º Juan Fabiani.
ÍDEM 2.º Mariano Serrano.
ÍDEM 3.º Esteban Moratilla.
UJIER José Bullón.
Un capitán, damas, caballeros, ujieres, criados, guardias.
 

La acción se supone en un Gran Ducado de Italia, a principios del último tercio del siglo pasado.



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Acto primero

Salón de Palacio: dos puertas a cada lado; las de segundo término cubiertas con tapices; otra en el fondo, que es la de entrada.



Escena I



El PRÍNCIPE DE SAN MARIO y ARALDI, en un ángulo de la izquierda. FABIO CONTI y varios CABALLEROS, en el lado opuesto. DAMAS y CABALLEROS, sentados unos, otros formando corros.



     CABALLERO 1º. -Estamos decididos a emplear todo nuestro influjo en pro de vuestras legítimas pretensiones.

     FABIO CONTI. -No esperaba yo menos de amigos tan leales, si bien me reconozco indigno de tamaño favor.

     CABALLERO 1º. -Muerto el Barón de Albimonte, nadie tan acreedor como vos a subir al puesto que él ocupó con tanta gloria del país.

     CABALLERO 2º. -Todos hablaremos a Su Alteza, y en breve seréis nombrado primer ministro.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -(A ARALDI.) ¿Oyes?

     ARALDI. -Más de lo que quisiera. (Se retiran ambos al fondo.)

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -¡Oh señoras! (Saliendo por la puerta de la derecha; saluda a las damas con exageradas cortesías. Su traje debe ser muy rico.)

     FABIO CONTI. -Dichoso vos, señor Marqués, que podéis penetrar en el aposento de Su Alteza antes que nadie haya obtenido igual merced.

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -Nuestra graciosa Soberana es tan amable, que me permite asistir diariamente a su tocador. Le participo cuanto ocurre en la capital, y pongo en su noticia el estado de la atmósfera. Soy... como si dijéramos... su termómetro.

     FABIO CONTI. -¡Gran fortuna es la vuestra!

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -En los breves instantes en que he tenido el honor de hablar con ella, se ha sonreído tres veces.

     CABALLERO 1º. -No es pequeño triunfo, porque Su Alteza tiene por lo regular un gesto que intimida.

     CABALLERO 2º. -Y, según se cuenta, es irascible hasta un punto imponderable.

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -Yo os diré. Suele tener arrebatos de cólera espantosos. Ayer mismo la vi hacer trizas un vestido, romper cuatro espejos y arrojar una silla a la cabeza de un pobre ujier por no sé qué leve falta. Pero esto sólo le sucede diez o doce veces al día, y cuando no está furiosa es una malva.

     FABIO CONTI. -Y ¿nunca se enoja con su favorita, la Condesa Adelaida?

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -¡Oh, jamás! ¡Se quieren tanto!

     CABALLERO 1º. -Es particular.

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -¿Por qué razón? El Duque, que santa gloria haya, antes de morir, hace tres años, cinco meses, diez días y algunas horas, justamente cuando acababa de cumplir ocho lustros de edad, llamó a ambas junto a su lecho; y recomendando a la Condesa que velase con tierna solicitud por su hija, que pronto iba a quedar huérfana, ordenó a ésta que siguiese los consejos de la otra y acatase sus preceptos. He aquí explicado el estrecho vínculo que las une.

     CABALLERO 1º. -Mucho amaba el pobre soberano a la Condesa.

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -¡Amor! Sí, se dijo que el Gran Duque, siendo ya viudo, había obtenido favores de la Condesa...

     CABALLERO 2º. -Todo el mundo lo aseguraba como cosa positiva... Y aún creo habéroslo oído contar a vos mismo...

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -Es posible. Era la conversación de moda. Pero lo cierto es que nunca se debe creer más que la mitad de lo que se dice.

     CABALLERO 1º. -Siempre vendremos a quedar en que...

     FABIO CONTI. -En que la mitad de lo que se dice no es muchas veces más que la mitad. (Se retira y habla con otros CABALLEROS.)

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -La Condesa es un modelo de virtudes cristianas.

     CABALLERO 1º. -No lo negamos.

     CABALLERO 3º. -Y vos, que todo lo sabéis, ¿podríais explicarme por qué causa el señor Chambelán y Conti se estiman tan poco, cuando éste era el más próximo pariente de la difunta esposa de aquél?

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -Vos mismo os habéis contestado. La Princesa de San Mario murió dando a luz un heredero de su nombre y sus cuantiosos bienes. En caso de que hubiese fallecido sin sucesión, Fabio Conti la hubiera heredado. Y, ya se ve, al perder sus esperanzas cobró cierta ojeriza al Príncipe, que le paga en la misma moneda.

     CABALLERO 1º. -¡Sois el mismo diablo! (Preséntase un UJIER en la puerta de la izquierda y descorre el tapiz.)

     CABALLERO 3º. -Ya podemos entrar a ver a la Duquesa. (Entran en el aposento de la izquierda varias damas y caballeros.)

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -Y nosotros a ver al Duque. (Preséntase otro UJIER en la puerta de la derecha y descorre también el tapiz.)

     FABIO CONTI. -Vamos. Pasad. (Deteniéndose para ceder el paso al CABALLERO 1.º)

     CABALLERO 1º. -Después del señor ministro. (Entran todos, excepto el PRÍNCIPE DE SAN MARIO y ARALDI.)



Escena II



PRÍNCIPE DE SAN MARIO y ARALDI.



     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -¡Conti primer ministro! No lo será.

     ARALDI. -La nobleza lo quiere.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -¡Esos nobles que me rechazan de su seno, recordando que yo lo soy únicamente por haberme casado con una princesa, y envidian al gran Chambelán. Yo les haré ver que puedo tanto como ellos.

     ARALDI. -También lo quiere el Duque soberano.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Nada importa si la Duquesa se opone.

     ARALDI. -Bien sé que su marido se somete humilde a cuanto ella exige; pero ¿querrá oponerse?

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -El Duque obedece a su esposa, y ésta es un ciego instrumento de esa altiva mujer que lo puede todo.

     ARALDI. -La Condesa, lejos de ser vuestra aliada, siempre ha manifestado hacia vos la más pertinaz antipatía.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Con pocas palabras te explicaré lo que aún no comprendes. La Condesa ama con delirio a Conrado.

     ARALDI. -¿Será verdad?

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Sí; he sorprendido sus miradas...

     ARALDI. -Nunca me lo hubiera figurado.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Anoche tuvimos una entrevista. Supuse que Conrado me enviaba para hacerle presente el vivo amor que por ella sentía. Su repentina palidez, su agitación, me demostraron claramente que no me había equivocado. Le hablé de mis pretensiones, prometió ayudarme, y voló al aposento de la Duquesa. Su Alteza me otorgó anoche mismo la mano de la Condesa para Conrado, diciéndome que el día en que se firmase el contrato de boda de su muy amada Adelaida, firmaría el Duque su esposo un despacho nombrándome primer ministro. ¡Pobre Conti!... ¡Y ha poco estaba aquí entre una multitud de necios cortesanos ufanándose ya con el triunfo que juzga seguro!... Me causa lástima. Insensato... ¿No sabes que aún vivo yo?

     ARALDI. -¿Ignora Conrado vuestro proyecto?

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Hoy se lo participaré.

     ARALDI. -Más os valiera no decir nada.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -¿Has perdido el juicio?

     ARALDI. -Será inútil.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Conrado obedecerá a su padre.

     ARALDI. -Es tan poco el afecto que os tiene, que, a no estar ciertos de lo contrario, podríamos suponerlo iniciado en el secreto de que no lo sois.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -¡Silencio!

     ARALDI. -Y ¿creéis que Conrado accederá a llamarse esposo de una mujer que, aun después de muerto el Duque, es apellidada por el vulgo la Favorita?

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -¿Te has propuesto desesperarme?

     ARALDI. -Quiero evitar que deis un golpe en vago.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Déjame obrar.

     ARALDI. -Supongamos que no existe ese inconveniente; hay otro invencible.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -¿Cuál?

     ARALDI. -Conrado ama a una muchacha, pobre y humilde, pero linda como una perla.

     ARALDI. -Cuando más, querrá gozar algunos días de sus favores a costa de un poco de oro.

     ARALDI. -Os engañáis.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -¿Cómo puedes asegurarlo?

     ARALDI. -Oídme: yo también he amado. ¿Quién no rinde alguna vez en la vida tal tributo a la belleza de la mujer? Obligado por mi carácter de médico de Palacio a guardar entera circunspección en un asunto de esta naturaleza, hice construir en mi casa una puerta secreta que comunicaba con una casita contigua, cuya salida daba a distinta calle. Allí habitaba el objeto de mi cariño, y aquella puerta, oculta a todas las miradas, era la discreta confidente de nuestras entrevistas. Todo acaba en el mundo. Me olvidó, la olvidé; partió, no sé adónde; yo permanecí a vuestro lado.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Y ¿a qué viene esa historia?

     ARALDI. -La puerta secreta no se ha abierto desde entonces. Aplicando a ella el oído se percibe cuanto se habla en el aposento contiguo, y puedo aseguraros que Conrado sólo ha obtenido de la florista Ángela favores inocentes; puedo aseguraros también que ambos se aman con el más ciego frenesí.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -¿Acaso esa florista habita ahora...?

     ARALDI. -La casa inmediata a la mía: justamente.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -(Dichosa casualidad.) Y ¿crees que un grano de arena puede ser valladar a la rueda de mi fortuna?

     ARALDI. -A veces hay una montaña donde se cree ver un grano de arena.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Una firme voluntad quebranta el hierro y deshace los montes.

     ARALDI. -¿Cuál es vuestro propósito? (Pausa. El PRÍNCIPE DE SAN MARIO da algunos pasos, pensativo.)

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -¿Tiene algún otro galán esa muchacha?

     ARALDI. -Sí; el necio del Marqués de Pompiliani se ocupa en rondar su calle, pero infructuosamente.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -El Marqués es uno de esos entes que sólo obran a impulsos de ajena voluntad. Conrado es cándido: tiene una imaginación exaltada...

     ARALDI. -¿Queréis infundirle celos?

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Los celos hijos del amor son los únicos que pueden matar a su padre.

     ARALDI. -Os advierto que Ángela tiene por Argos invencible una madre a quien adora.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -A quien adora... A veces sólo hay un grano de arena donde se teme encontrar una montaña.

     ARALDI. -¿Habéis hallado medio de vencer fácilmente?

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Pienso que sí. Un lazo indisoluble nos une: cuento contigo.

     ARALDI. -Como siempre.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Silencio; ya salen.



Escena III



DICHOS y el MARQUÉS DE POMPILIANI. Los caballeros y damas que entraron en los aposentos de los Duques, salen, y después de saludar al PRÍNCIPE DE SAN MARIO se retiran por la puerta del foro. Los ujieres corren los tapices y desaparecen también.



     MARQUÉS DE POMPILIANI. -¡Qué iniquidad, carísimo Príncipe, que horror!

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -¿Qué os ha pasado?

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -Voy a decíroslo.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -(A ARALDI, aparte.) (Déjame solo con él.)

     ARALDI. -(¿Vuelvo?)

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -(Sí.)

     ARALDI. -Adiós, señor Marqués. (Vase ARALDI y quedan solos el PRÍNCIPE DE SAN MARIO y el MARQUÉS DE POMPILIANI.)

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -Siempre vuestro, doctor.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Ya os escucho.

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -Todos, todos a una voz han pedido a Su Alteza que nombre a Fabio Conti primer ministro.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -¿Y eso os alarma?

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -¡Friolera! Somos enemigos mortales.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Nada sabía.

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -¿Os acordáis de aquel magnífico y al par desastroso baile que se dio ha dos años, con motivo del enlace de la Duquesa?... Pues bien: en aquella espantosa noche se le cae a Su Alteza al suelo el abanico. Todos se lanzan a recogerlo; yo, como más diestro, lo logro antes; pero al levantar la cabeza, ¡plaf!, choco con las narices de Conti, pierdo el equilibrio, tropiezo y doy di, bruces en la alfombra. Él se aprovecha de esta coyuntura, ¡ya veis qué villanía!, me arranca el abanico de entre las manos y se lo presenta a Su Alteza, que le da las gracias con la sonrisa expresiva que os podéis imaginar... Yo me levanto furioso, corro a disputar a Conti aquella sonrisa, y Su Alteza al verme, prorrumpe en ruidosas carcajadas, y lo mismo cuantos se hallaban presentes. ¡Ay amigo mío! Rubor me cuesta al confesároslo: mi peluca había ido a parar a dos varas de distancia con la violencia del golpe... ¿Qué tal?... Desde entonces nos tenemos declarada guerra a muerte.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. - ¡Pobre Marqués!

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -¡Y si ahora le nombran primer Ministro!... Vos también sois enemigo suyo, y debemos...

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Tranquilizaos: aún no se han realizado las esperanzas de Conti.

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -¿Y creéis?...

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Nada temáis por ahora.

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -Respiro.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Y ¿de qué más han hablado con Su Alteza?

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -De nada más... ¡Ah!, sí; de la expedición de dos mil soldados que saldrá pasado mañana, en bien pertrechadas naves, contra el crecido número de buques berberiscos que recorren nuestros mares causando todo género de daños.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Venid y sentaos; deseo conversar un rato con vos.

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -¡Tanto honor! (Sentándose al lado del PRÍNCIPE DE SAN MARIO.) ¡Ah, señor Chambelán, cuánto os envidio la honra de vivir en Palacio! Lástima es (Mirando el reloj.) que sólo pueda permanecer a vuestro lado breves instantes. El caballero español Mendoza me invitó ayer a probar unos vinos de Málaga y Jerez que acaba de recibir. La encantadora Laura me ha rogado que vaya a comer con ella. ¿Estuvisteis anoche en el teatro? ¡Qué bien bailó!... ¡Es hechicera! ¡Aquel par de piececitos vale un millón! El Príncipe ruso Puffkof da un baile magnífico esta noche... Tengo que hacer varios preparativos... Su mujer es bellísima, y según ciertos presentimientos... Ya sabéis que gozo de gran partido con las damas. Además, estoy en deuda de más de veinte visitas. ¡Ya se ve, los hombres de alguna importancia como yo, están siempre llenos de negocios!... Lo siento, Príncipe mío, pero apenas puedo (Mirando otra vez el reloj.) disponer de veinte minutos.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -¿No os ha dicho nada la Duquesa acerca de...? MARQUÉS DE POMPILIANI. -¿Acerca de qué?

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Acerca del enlace de la Condesa Adelaida. MARQUÉS DE POMPILIANI. -¿Se casa?

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Sí.

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -¿Con quién?

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Todavía es un secreto.

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -Me vais a hacer morir de curiosidad, y sentiría que otro lo averiguase antes que yo.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Descuidad.

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -Será preciso casarse: los solterones hacemos ya mal papel en Palacio.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -¡Casaros vos, el afamado seductor, el espanto de los maridos!

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -¡Oh! Soy el niño mimado de las damas.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Ahora recuerdo... ¿Sabéis que anoche se dijo en el aposento de Su Alteza que vuestra fama de galanteador afortunado es una usurpación?

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -¿Y quién fue el mentecato?...

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Varias damas se reían a costa vuestra.

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -¡Eh!

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Asegurando que ha ya largo tiempo corréis desolado tras una chicuela que desprecia vuestros obsequios...

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -¡Ya caigo! ¡La florista Ángela! ¡Todo se sabe!

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Y añadían que tenéis un rival preferido.

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -Ese rival es vuestro hijo Conrado.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Lo sabía también. Yo os defendí, como era natural, y aposté en vuestro nombre mil escudos a que antes de tres días habíais conseguido rendir a esa rebelde hermosura.

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -Aventuradilla me parece la apuesta.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -¿Y sois vos el temible seductor? ¡Vergüenza me da el oíros!

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -No desespero, sin embargo... Al Marqués de Pompiliani no se le hace un desaire tan fácilmente.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Y os lo advierto; vais a servir de mofa a todo el mundo.

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -¡Es verdad!

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Tal vez a perder vuestro influjo en Palacio.

     MARQUÉS DE POMPILIANI. - ¡Pudiera ser!

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Ni esperéis después de tal desastre obtener la menor victoria.

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -No tanto, amigo; no tanto.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -¿Cuál de nuestras lindas cortesanas os ha de otorgar su amor si una plebeya os lo rehúsa?

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -(Tiene razón.)

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Las mujeres son así: ven que un hombre es amado, todas desean su cariño; ven que es desdeñado, todas le desdeñan.

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -(Levantándose.) Si yo pudiera introducirme en casa de esa muchacha en ocasión de que estuviese sola...

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Nada más fácil.

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -¿Fácil?

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -¿Puedo contar con vuestro sigilo?

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -Como con el de un muerto.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Pues hoy mismo os veréis dentro de su casa y a solas con ella.

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -¡Oh, incomparable amigo!

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Deseo ayudaros.

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -¡Venceré!

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -¿Le habéis hecho algún presente?

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -Ninguno: le compraré un aderezo y se lo llevaré hoy.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Hoy no; primero ved cómo se presenta..., y a la segunda entrevista...

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -Corriente... ¡Oh! (Mirando el reloj.) ¡Mendoza que me estará esperando! ¡Hacer esperar a un caballero español que tiene la bondad de convidarle a uno a probar vinos de su tierra!... ¿Qué disculpa le daré?... ¡Adiós, Príncipe! Vive cerca, y en mi coche, que me espera abajo... Vuelvo en seguida para llevar a cabo nuestro plan... ¡Asegurar que mi fama es una usurpación!... ¡Envidia, ruin envidia y nada más! ¡Oh! Yo les haré ver... (Sale precipitadamente por el foro con el sombrero debajo del brazo.)



Escena IV



El PRÍNCIPE DE SAN MARIO, en seguida un UJIER, después CONRADO.



     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Para que un necio no fuese presumido, sería menester que el necio no fuese necio. ¡He ahí los escalones colocados en los palacios para facilitar la elevación de los hombres de talento. (Toca una campanilla y se presenta un UJIER en la puerta del foro.) El capitán Conrado está de guardia. Decidle que el Príncipe, su padre, le aguarda aquí. (El UJIER saluda y vase.) Este enlace es indispensable. Sólo así lograré vencer la inexplicable antipatía de la Condesa; sólo así se decidirá Su Alteza a arrostrar el poderoso influjo de Conti en todo el Ducado, otorgándome lo que él tan ardientemente ambiciona. He aquí el colmo de todos mis afanes, el último paso en el camino que emprendí ignorado y miserable. ¿Y he de retroceder ahora porque el capitán Conrado se haya enamorado de la florista Ángela? Adelante.

     CONRADO. -(Desde la puerta del foro.) ¿Me habéis mandado llamar?

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Sí, hijo mío. (En tono afable.) Acércate. (CONRADO obedece.) Apenas te veo. ¿Por qué te alejas de un padre que tanto te quiere?

     CONRADO. -¡Me lo habéis dado a conocer tan pocas veces!

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -¿Y qué valen esas demostraciones pueriles que nada prueban?

     CONRADO. -¡Oh, señor! Todo afecto legítimo busca con avidez ocasión de manifestarse.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Te he mandado llamar porque tengo que hablarte de un asunto muy interesante para ti. Prueba de ternura es en el padre procurar el engrandecimiento del hijo.

     CONRADO. -No soy ambicioso.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Lo sé: necesitas una mano que te eleve.

     CONRADO. -Más bien una mano que me acaricie.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Eres el heredero del nombre de tu madre, y es fuerza que tu posición en la Corte se consolide de una vez y para siempre,

     CONRADO. -¿No tengo ya un grado militar que otros no logran sino después de haber encanecido en los campos de batalla?

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -En los palacios, hijo mío, no dar un paso adelante equivale a darlo hacia atrás.

     CONRADO. -Nada me importa retroceder.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -¿Cuál es, pues, el objeto de tu vida?

     CONRADO. -No envidiar, no ser envidiado.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. - ¡Joven! Los necios tan sólo gozan de ese bien.

     CONRADO. -En mi pecho hay cabida para todo sentimiento noble y puro; mi cabeza rechaza toda idea de ambición.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Si de ti dependiera, vivirías contento entre el polvo de la plebe.

     CONRADO. -Tal vez me parecería preferible a vivir entre el fango de la Corte.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Recuerda el lugar en que nos hallamos.

     CONRADO. -Descuidad: las paredes de los palacios están acostumbradas a oír maldecir de sus dueños.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -(Afectuosamente.) A pesar tuyo, quiero hacerte dichoso. Tal es mi obligación. He decidido casarte.

     CONRADO. -¡Casarme!

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Ya he pedido para ti la mano de una ilustre y poderosa dama, que es el mejor partido de la Corte.

     CONRADO. -(¡Cielos!)

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Dentro de breves días se verificará la boda. Así lo quiere Su Alteza, que es la mayor amiga de esa dama.

     CONRADO. -¡Su nombre! ¡Su nombre!

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -La Condesa Adelaida.

     CONRADO. -¡Cómo!... ¡La Condesa mi esposa! ¿Y sois vos quien me lo propone?... No; no puede ser.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -¿Por qué razón?

     CONRADO. -¡Qué! ¿Pretendéis acaso que vuestro hijo se llame esposo de esa mujer? Recordad que en vida de nuestro anterior soberano fue condenada por el irrecusable fallo del mundo. Recordad... Pero me exalto sin razón... No, no es posible, lo repito. Habéis querido burlaros de mí.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -¿Y te atreves a dar crédito a tan infundadas hablillas? Esa es una fábula inventada por el vulgo.

     CONRADO. -Hay ocasiones en que la deshonra aparente es también deshonra.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -¿Así premias mis esfuerzos?

     CONRADO. -Desistid de tan desacordado empeño; os lo ruego por la memoria de mi madre.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -La mujer que te doy es bella.

     CONRADO. -En el rostro nada más.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Rica.

     CONRADO. -No de virtudes.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Noble.

     CONRADO. -No de corazón.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Acuérdate de que soy tu padre.

     CONRADO. -Tomad mi vida, que os pertenece; el honor es emanación del alma, y el alma pertenece a Dios.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -¡Conrado! Estoy decidido a hacerme obedecer: me obedecerás. ¡He ofrecido que serás esposo de esa dama: lo serás!

     CONRADO. -¡No, y mil veces no!

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -(Acercándose a CONRADO y poniéndole una mano sobre el hombro.) Si antes de dos horas no has accedido a mis justos deseos, me dirigiré yo propio a casa de una florista llamada Ángela, y ella tal vez pueda informarme de la verdadera causa de tu negativa.

     CONRADO. -¡Cómo! ¿Qué decís?

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -¡Mentecato! Creías que yo ignoraba...

     CONRADO. -¡Cielos!

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -¿Por qué tiemblas? ¿Qué ha sido de tanto arrojo y decisión?

     CONRADO. -Oídme.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -¡Ay de ti! ¡Ay de ella si no me obedeces!

     CONRADO. -Pues bien: no os han engañado (Como tomando una firme resolución.): esa joven es la única que tiene derecho a llamarse esposa mía.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -¡Conrado!

     CONRADO. -Esta es mi última determinación. Haced de mi lo que queráis. (Dirigiéndose hacia el foro.)

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Detente.

     CONRADO. -Es preciso poner término a este altercado. El cielo os guarde, señor. (Vase por la izquierda.)

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -¡Oh, miserable! (Siguiéndole hasta que se encuentra con el MARQUÉS DE POMPILIANI.)



Escena V



El PRÍNCIPE DE SAN MARIO, el MARQUÉS DE POMPILIANI y a poco ARALDI.



     MARQUÉS DE POMPILIANI. -¡Qué néctar, Príncipe mío, qué néctar. ¡Un málaga delicioso! ¡Un jerez divino!... Si ahora pudiera ver a mi rebelde florista, yo le aseguro...

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Dentro de una hora os conducirá Araldi a su casa.

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -¡Hola, el doctor! Mirad qué precioso aderezo he comprado al paso. (Mostrándole uno que saca del bolsillo.) En cuanto ella vea brillar los diamantes...

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Y ya puedo deciros quién se casa con la Condesa.

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -¿Quién es el afortunado mortal?

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Mi hijo Conrado.

     MARQUÉS DE POMPILIANI. - ¡Magnífico! Antes de quince días será general.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Vos sois el primero que lo sabe y...

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -¡Qué dicha! Voy a contárselo a todo el mundo.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Sí, Sí, corred; no vaya otro a averiguarlo y se os adelante...

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -No faltaba más: antes de veinte minutos no habrá bicho viviente que no lo sepa. (Dirígese corriendo hacia la puerta del foro y choca con ARALDI, que entra; le alarga la mano y se aleja.) Hasta luego, doctor. (Volviendo.) ¡Ah! Conrado se casa con la Condesa. (Vase precipitadamente.)

     ARALDI. -¿Qué habéis logrado?

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Sígueme y lo sabrás. (Dirígese, seguido de ARALDI, hacia la puerta de la derecha del primer término.)



FIN DEL ACTO PRIMERO



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Acto segundo

     Habitación humilde en casa de Ángela: puerta al foro, que es la de entrada; dos a la izquierda; a la derecha, un balcón en primer término; más allá, una puerta secreta; mesas, sillas, etc.



Escena I



ÁNGELA aparece sentada cerca de una mesa haciendo flores artificiales, que coloca en un canastillo; poco después MAGDALENA entra por la puerta del foro.



     ÁNGELA. -¡Cuánto tarda hoy! Estará de guardia en Palacio. ¡Qué largas son las horas contadas minuto por minuto! ¡Conrado! ¡Conrado! En este momento en que yo pienso en él, él pensará en mí, y pensar en él es como verle; recordar sus palabras es como oírle. ¿Por qué no he nacido digna de ti?

     MAGDALENA. -(Entrando.) ¡Ángela! ¡Ángela!

     ÁNGELA. -¡Mi madre!

     MAGDALENA. -Acércame una silla.

     ÁNGELA. -(Acercándola.) ¡Qué agitada venís!

     MAGDALENA. -Sí; me he cansado bastante. (Sentándose.)

     ÁNGELA. -¡Oh, no; algo os ha sucedido!

     MAGDALENA. -Pues bien, no te engañas. Vengo de muy mal humor.

     ÁNGELA. -¿Acaso se ha negado alguna dama a satisfaceros el importe de flores hechas por mí? No os apuréis por eso.

     MAGDALENA. -Sí, sí; de flores se trata ahora.

     ÁNGELA. -¿Pues de qué?

     MAGDALENA. -De una noticia que he oído dar en la calle.

     ÁNGELA. -¡Una noticia!

     MAGDALENA. -Que corre de lengua en lengua. ¡Ya se ve, el hijo de un Príncipe!

     ÁNGELA. -¿Habláis de Conrado?

     MAGDALENA. -Del mismo, señorita, del mismo. (Levantándose.)

     ÁNGELA. -¿Qué sucede?

     MAGDALENA. -(Haciendo esfuerzos para mostrarse severa.) Vas a saberlo al instante..., y te advierto que estoy decidida a hacerme obedecer..., y cuidado conmigo... (Cambiando de tono y afectuosamente.) Pero prométeme no alarmarte, ni...

     ÁNGELA. -¿Le amenaza algún peligro?...

     MAGDALENA. -(Yendo de un lado a otro de la escena.) ¡Eso es!... Ya estás fuera de ti.

     ÁNGELA. -¡No os enojéis!

     MAGDALENA. -Desde que ayer descubrí el secreto de vuestro insensato amor, hice propósito de poner término a tal desvarío, aunque aparentemente cedí a vuestras súplicas. Hoy es preciso tomar una resolución pronta, terminante. ¿Lo entiendes? Y no hay que venirme con lloriqueos... ¿Estamos?

     ÁNGELA. -Nunca me habéis reñido así.

     MAGDALENA. -¿Quién se lo hubiera figurado al verle ayer arrojarse a mis pies, besar mis manos, llorar como un chiquillo?... Vamos, que me enterneció y no tuve valor para plantarle en la calle... ¡Y en tanto el muy bribón!...

     ÁNGELA. -¿En qué ha podido ofenderos hoy?

     MAGDALENA. -Yo me entiendo. Con que lo dicho: ese joven no ha de pisar más esta casa.

     ÁNGELA. -¡Madre!

     MAGDALENA. -¡Silencio! Nada oigo. Alguna vez se ha de hacer lo que yo mande.

     ÁNGELA. -Pero ¿qué es lo que habéis oído decir en la calle?

     MAGDALENA. -(Parándose y con decisión.) Conrado...

     ÁNGELA. -¿Qué?

     MAGDALENA. -Va a contraer matrimonio con una dama de Palacio.

     ÁNGELA. -¡Oh!... ¡Os han engañado! ¡No puede ser!.

     MAGDALENA. -(Sentándose.) En hora buena: lo que yo quiero es que hoy mismo le despidas. Que no vuelva, que nos deje en paz.

     ÁNGELA. -¡Si fuese cierto!

     MAGDALENA. -(Levantándose y haciendo sentar a su hija.) ¿Qué es eso? Te pones pálida. Ven: siéntate aquí. Vamos, juicio, tranquilízate. Como tú has dicho muy bien, pueden haberme engañado.

     ÁNGELA. -(Levantándose y abrazándola.) ¡Madre mía!

     MAGDALENA. -Sí; yo bien conozco...; pero si Conrado no ha de ser nunca esposo tuyo, ¿qué otro recurso te queda? ¿Qué loca esperanza puedes abrigar?

     ÁNGELA. -¿Acaso no puedo amarle mientras me dure la vida sin que mi conciencia tenga nunca que reconvenirme la más leve falta? ¿Renunciar a su cariño? Conozco que no me será posible. Me vio, le vi, y nuestras almas quedaron unidas para siempre. ¡Para siempre, madre mía! Quísolo así el Dios protector de los que nacen para amar y ser amados.

     MAGDALENA. -Reflexiona, desdichada, que su padre es inexorable; y si llegase a averiguar...

     ÁNGELA. -¿Qué haría?

     MAGDALENA. -Separaros.

     ÁNGELA. -¿Y cómo se separan los corazones?

     MAGDALENA. -Puede también castigarte severamente.

     ÁNGELA. -No convertir el amor en odio.

     MAGDALENA. -Conrado cedería al fin al mandato y la amenaza.

     ÁNGELA. -¡Conrado no me olvidará nunca!

     MAGDALENA. -Eso es: complácete en atormentarme. Vive una veinte años adivinando los deseos de una hija, enjugando su más infundada lágrima a costa de cualquier sacrificio, temblando siempre por ella, afanándose por ella sin cesar. Un día acierta a pasar por delante de los balcones de la niña un joven que la mira dulcemente: murmura a la primera ocasión cuatro halagüeñas frases a su oído, y la pobre anciana se ve privada al punto de su único bien en la tierra, el cariño de su hija. Si le advierte el riesgo que la amenaza, si no la deja correr a una perdición segura, pronto se la oye exclamar: «Madre inclemente, madre tirana.» Al tierno consejo opone el más frío desdén; al justo mandato, la resistencia más tenaz, y a veces llega a maldecir a la que le ha dado el ser.

     ÁNGELA. -¡Por piedad!...

     MAGDALENA. -Es muy natural: el galán que se presentó ayer a sus ojos vale más que la madre que ha envejecido amándola.

     ÁNGELA. -No más; no más. Hoy mismo le daré mi último adiós.

     MAGDALENA. -(Abrazándola.) Sí, sí, hija mía; es preciso; no hay otro remedio... En caso contrario crees que yo...



Escena II



DICHAS y JULIETA.



     JULIETA. -Señora.

     MAGDALENA. -¿Qué hay?

     JULIETA. -Un hombre ha venido a decir que una dama que vive en la calle de San Florencio, número 15, desea ver a la señora Magdalena para hacerle un encargo.

     MAGDALENA. -¿A mí? ¿Qué me querrá?... ¡Ya caigo! Flores para algún adorno. ¡Vaya un paseo! No importa. Voy corriendo. No estamos en el caso de descuidar nuestros intereses. Julieta me acompañará. Y en cuanto venga ese señor..., ya sabes... lo que te he dicho.

     ÁNGELA. -Fiad en mí.

     MAGDALENA. -(Besándola.) Vamos, un beso y a no llorar. (Volviéndose.) ¡Te quiero tanto! Bien lo sabes. Ven conmigo hasta la puerta y allí te daré otro abrazo. (Vanse.)

     

Escena III



MARQUÉS DE POMPILIANI y ARALDI.



     ARALDI. -(Abriendo con gran precaución la puerta secreta.) Entrad; ya se han ido.

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -Puerta es ésta, querido doctor, a que muy bien pudiera llamar puerta de mis esperanzas.

     ARALDI. -Os dejo; mi presencia está aquí de más.

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -(Deteniéndose.) ¿Con que la señora Magdalena tardará en volver?

     ARALDI. -Sin duda.

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -No perdáis de vista a Conrado. (Se repite el mismo juego.)

     ARALDI. -¿Tenéis miedo?

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -¿La prudencia es miedo, por ventura?

     ARALDI. -Adiós, pues. Os deseo buena suerte.

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -Ya os contaré después...

     ARALDI. -Vamos a avisar al Príncipe. (Vase por la puerta secreta y cierra.)

     

Escena IV



MARQUÉS DE POMPILIANI, a poco ÁNGELA.



     MARQUÉS DE POMPILIANI. -Heme ya en campaña. ¡Ahora veremos, encantadora plebeya, si eres capaz de desairarme!... Triunfaré... ¿Quién lo duda? Sería la primera que hubiese podido resistir al atractivo de mi persona... Ya viene... ¡Llegó el momento! (Yendo a su encuentro.)

     ÁNGELA. -¡Ah! ¿Quién sois? ¿Por dónde habéis entrado? ¿Qué queréis?

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -Soy el Marqués de Pompiliani, uno de los primeros nobles de la Corte, como ya debes saberlo; he entrado... por alguna parte, puesto que estoy aquí, y quiero... lo que ya te han dicho mis miradas: que me quieras.

     ÁNGELA. -Reportaos, caballero.

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -Sobrada esquivez me parece la tuya, y te digo francamente...

     ÁNGELA. -Lo que yo os digo, caballero, es que salgáis al punto de esta casa.

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -No es poco decir.

     ÁNGELA. -¿A qué esperáis?

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -¡Bah! No te hagas la desdeñosa, picaruela: si al fin y al cabo has de volverte loca de amor por mí.

     ÁNGELA. -¡Ese lenguaje!...

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -Efectivamente, no es el más propio en esta ocasión. Pero me resta añadir que soy rico, muy rico.

     ÁNGELA. -Callad; me avergonzáis.

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -(¡Cuánto melindre!)

     ÁNGELA. -Salid.

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -Esto ya es demasiado; y un hombre de mi alcurnia...

     ÁNGELA. -Es el más despreciable de todos si lo ilustre de su apellido sólo sirve de máscara a la ruindad de su pecho.

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -(No, no es muda la niña. Vamos, ésta es de aquellas que ponen el grito en el cielo si algo se les pide, y que nada dicen si uno... )

     ÁNGELA. -Si persistís en quedaros, yo seré la que... (Dirigiéndose a la puerta del foro.)

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -Reconozco mi error; te he ofendido, y en señal de arrepentimiento voy a darte un abrazo.

     ÁNGELA. -(Deteniendo al MARQUÉS DE POMPILIANI.) Apartad.

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -¡Ingrata! ¡Si tú supieras el regalo que pienso hacerte!

     ÁNGELA. -¡Caballero!...

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -Y has de prometerme olvidar a ese badulaque de Conrado, que no te ama, que te está engañando como a una tonta. Y si no te deja pronto en libertad, lo he resuelto: muere a mis manos.

     ÁNGELA. -Salid, o doy voces por este balcón. (Asomándose a él.) ¡Cielos!

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -(Asomándose también.) ¿Qué es eso? ¡Oh! Conrado viene hacia aquí. (Buena la hemos hecho.) Si salgo, me verá. (Acercándose a la puerta secreta y empujando con disimulo.) (Han cerrado por dentro.)

     ÁNGELA. -¡Huid, huid!

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -¡Huir yo!... Si hubiese algún aposento donde poder ocultarme...

     ÁNGELA. -(Si le halla aquí, su furor nos comprometerá a todos.)

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -No por miedo, no; al contrario. Él es atrevido... Yo..., yo me conozco bien, y quiero evitar una desgracia.

     ÁNGELA. -Corro a su encuentro. Escondeos ahí. (Indicando la puerta de la izquierda, más cercana al proscenio. Vase.)

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -Si me descubre hará un disparate. Estoy seguro. (Entra precipitadamente y cierra la puerta.)



Escena V



ÁNGELA, CONRADO y ALBERTO, sostenido por ambos.



     CONRADO. -¡Ánimo!

     ALBERTO. -Gracias, hijo mío, gracias.

     ÁNGELA. -(Acercando una silla.) Sentaos.

     CONRADO. -Figúrate que le he encontrado en el portal, extenuado de hambre y de fatiga, próximo a desfallecer.

     ÁNGELA. -¡Pobre anciano! Venid a aquel aposento: os daré algún refrigerio, y después podréis dormir.

     ALBERTO. -¡Oh!, no tengo fuerzas (Va a levantarse y vuelve a caer en la silla.) para ponerme en pie. He andado tanto hoy para llegar hasta aquí..., he sentido tal emoción al pisar el suelo que me vió nacer...

     CONRADO. -¿Venís de fuera?

     ALBERTO. -Vengo de Escocia, donde he estado preso veinte años; veinte, hijos míos.

     CONRADO. -¿Cuál fue vuestra culpa?

     ALBERTO. -Cuando españoles y franceses luchaban encarnizadamente en Italia contra ingleses y austríacos, formé parte de las tropas de los primeros. En un reñido combate tuve la fortuna de matar por mi propia mano a un famoso general inglés y la desgracia de caer prisionero. Llamado por su Gobierno el regimiento que tenía en su poder, fui arrastrado a Inglaterra entre otros muchos que se hallaban en mi misma situación.

     CONRADO. -¡Infeliz!

     ALBERTO. -A pesar de haber terminado la guerra, he permanecido en un calabozo, olvidado de los hombres.

     CONRADO. -Pero al fin...

     ALBERTO. -Sí, al fin me han dicho: «Anda, si puedes, y mendiga un pedazo de pan.»

     CONRADO. -Yo procuraré que nada os falte. Vamos, venid y descansad un momento.

     ALBERTO. -Dios os lo premie, caritativas criaturas.

     ÁNGELA. -No hay mayor consuelo para un pobre que el de socorrer a otro que lo sea más. (Ambos ayudan a levantarse a ALBERTO y le conducen a la puerta de la izquierda de segundo término. CONRADO vuelve a aparecer en seguida. El MARQUÉS DE POMPILIANI entreabre la puerta del cuarto en que se hallan.)

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -Parece que se van... (Al ir a salir ve a CONRADO, entra precipitadamente en el mismo aposento y cierra la puerta.) Si pudiera escurrirme... ¡Oh!

     

Escena VI





CONRADO; a poco, ÁNGELA.



     CONRADO. -¡Eh!, me pareció oír hacia ese lado... Tal vez la señora Magdalena, que acabará de entrar... ¡Yo que esperaba poder hablar a solas con Ángela! ¡Cuán buena! ¡Cuán hermosa! ¡Y quieren que te olvide, que renuncie a tu amor! ¡Antes a la luz, al aire que respiro! ¡Oh! (ÁNGELA, que sale del aposento en que antes entró con ALBERTO.) Ven, siéntate a mi lado. (Se sienta.) Dame tu mano. (Asiéndola.) ¿Me amas?

     ÁNGELA. -(¡Y ese hombre que nos estará escuchando)

     CONRADO. -¿No me respondes? ¿Estás distraída? ¿Qué tienes?

     ÁNGELA. -Yo..., nada.

     CONRADO. -Quieren que te olvide, que me una a otra mujer.

     ÁNGELA. -Ya lo sabía; esa noticia ha llegado hasta este humilde albergue.

     CONRADO. -Y ¿así me lo dices, cuando por ti acabo de exponerme a la cólera de mi padre, a la de nuestros soberanos, cuando creí que al saberlo se iba a hacer mil pedazos tu corazón?

     ÁNGELA. -Mi madre me ha mandado que hoy os vea por la última vez.

     CONRADO. -Ángela, ¿quieres hacerme aún más desgraciado? ÁNGELA. -Quiero obedecer a mi madre.

     CONRADO. -Bien lo veo: estás celosa. ¡Celosa tú! Ingrata: júzgame por ti misma. Nada temas. Mi padre quiere convertirme en ciego instrumento de su ambición, y también las leyes del honor autorizan mi desobediencia. Parece mentira que ese hombre me haya dado el ser, y, a poderlo dudar, creo que lo dudaría. No hay en el mundo dos seres más diferentes, más incompatibles: él y yo somos los dos polos opuestos de la raza humana. Es un crimen que pesa sobre mi conciencia como una roca, que, como fantasma aterrador, me persigue durante el día y se me aparece en sueños; pero, a pesar de todos mis esfuerzos, no está en mi mano el evitarlo.

     ÁNGELA. -¡Calla, por Dios!

     CONRADO. -¡Oh, tú eres, tú, Ángela mía, el único lazo que me liga a la existencia. Ni amenazas ni castigos podrán romperle. Por cada palabra tuya, una nueva lucha, por cada caricia, un nuevo tormento. Y si hay en ti decisión bastante, habla: mañana, hoy mismo, salimos del Ducado; tu madre, que ya lo es mía también, vendrá con nosotros. Cualquier rincón de la tierra nos dará abrigo: la mirada protectora de Dios abarca el mundo entero.

     ÁNGELA. -Ya os lo he dicho, Conrado: hoy nos vemos por la última vez.

     CONRADO. -Ángela, ¿qué significa esto?

     ÁNGELA. -Tal es la voluntad de mi madre.

     CONRADO. -¡Estoy soñando! Tú no eres la misma. No importa: voy a hablar a tu madre. (Dirigiéndose a la puerta del aposento en que se halla el MARQUÉS DE POMPILIANI.)

     ÁNGELA. -¡Detente! (Dando un grito y corriendo a cerrarle el paso.)

     CONRADO. -¡Qué zozobra! ¡Qué agitación!

     ÁNGELA. -Mi madre ha salido. (Mirando hacia la puerta, sin poder calmar su ansiedad.)

     CONRADO. -Pues antes me pareció haber oído ruido en ese aposento.

     ÁNGELA. -(¿Qué le diré?)

     CONRADO. -¿Por qué miras tanto hacia esa puerta?

     ÁNGELA. -¡Yo!

     CONRADO. -Permíteme entrar en este aposento. (Dirigiéndose a la puerta.) Es un capricho.

     ÁNGELA. -¡Imposible! (Poniéndose delante.)

     CONRADO. -Ahora mismo. (Asiéndola de un brazo y separándola.)

     ÁNGELA. -Todo te lo diré.

     CONRADO. -Nada quiero que me digas.

     ÁNGELA. -Oye.

     CONRADO. -Nada oigo. Aparta. (La rechaza violentamente y abre la puerta.)

     ÁNGELA. -¡Oh!

     CONRADO. -¡Cielos! ¡Un hombre!

     ÁNGELA. -Es...

     CONRADO. -Salid, caballero.

     

Escena VII



DICHOS y el MARQUÉS DE POMPILIANI.



     MARQUÉS DE POMPILIANI. -(¡Valor!)

     CONRADO. -¿Qué hacéis aquí?

     ÁNGELA. -Moderad vuestra cólera.

     CONRADO. -No vos; el Marqués es quien debe contestar.

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -Y sepamos, ¿con qué derecho me hacéis esa pregunta?

     CONRADO. -Figuraos que es con el de la fuerza.

     ÁNGELA. -¿Queréis deshonrarme con un escándalo?

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -No diré una palabra.

     CONRADO. -Pues bien: seguidme.

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -¿Adónde?

     CONRADO. -¡Sois un cobarde!

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -Poco a poco.

     CONRADO. -Venid.

     

Escena VIII



DICHOS, MAGDALENA, a poco JULIETA.



     MAGDALENA. -¿Quién da voces en mi casa?

     ÁNGELA. -¡Mi madre!

     CONRADO. -Preguntaba a este caballero el objeto de su visita.

     MAGDALENA. -(Al MARQUÉS DE POMPILIANI.) ¿Sois vos, por ventura, el que me ha enviado un falso aviso que me ha obligado a ausentarme?

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -Yo..., os aseguro...

     MAGDALENA. -Ángela, ¿qué ha sucedido?

     ÁNGELA. -Hoy es día de desgracias; quiera el cielo que ésta sea la última.

     JULIETA. -(Entrando.) Señora, señora; vengo muerta.

     MAGDALENA. -¿Qué ocurre?

     JULIETA. -No bien acabábamos de entrar, cuando se han presentado a la puerta varios hombres, mandando abrir en nombre del Príncipe de San Mario.

     CONRADO. -¡Mi padre!

     ÁNGELA. -¡Gran Dios!

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -(¿Qué vendrá a hacer aquí?)

     JULIETA. -¿Qué debo hacer?

     CONRADO. -Abrir la puerta.

     MAGDALENA. -¿Qué otro recurso nos queda? (Vase JULIETA.) Lo habrá descubierto todo. (A su hija.) ¿Qué te decía yo?

     ÁNGELA. -Ocultaos.

     CONRADO. -¡Abandonaros en el momento del peligro! ¡Nunca!

     MAGDALENA. -Ocultaos, caballero. ¡Yo hablaré a vuestro padre!

     CONRADO. -¡Mi deber es defenderos!

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -(¡Buena se va a armar!)

     CONRADO. -Corro yo mismo a recibirle. (Dirigiéndose hacia la puerta del foro.)



Escena IX



DICHOS, el PRÍNCIPE DE SAN MARIO y su comitiva; ALBERTO, que sale del aposento en que se hallaba y queda como estupefacto al ver al PRÍNCIPE DE SAN MARIO.

          PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Seguro estaba de encontraros aquí. (A CONRADO, desde la puerta del foro.)

     ALBERTO. -¡Cielos! ¡Él es! (Se queda retirado cerca del fondo.)

     MAGDALENA. -Vuestra excelencia me permitirá que le diga...

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -(Bajando al proscenio.) ¿Sois la madre de la joven que está presente?

     MAGDALENA. -Sí, señor.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Y vos, señor Marqués, ¿sois también amante de esa muchacha?

     CONRADO. -¡Padre!

     ÁNGELA. -¡Dios Mío!

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -(¡Pues me gusta! Cuando él ha sido quien...)

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -(A ÁNGELA.) ¿Sabíais que este joven es hijo mío?

     ÁNGELA. -Lo sabía.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -¿Os ha dicho que os ama?

     CONRADO. -Mil veces a sus pies.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -¿Y no tembláis al veros en mi presencia?

     ÁNGELA. -El inocente no tiembla, y... ya lo veis..., no tiemblo.

     MAGDALENA. -Yo no lo he descubierto hasta ayer, y hoy debían verse por la vez postrera.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -¿Creéis que puedo dar crédito a semejante enredo? (MAGDALENA empieza a romper un pañuelo con las manos.)

     CONRADO. -¡Por compasión!

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Sígueme; sal para siempre de una casa donde se tolera la presencia de dos amantes.

     MAGDALENA. -¡Qué estáis diciendo!

     -MARQUÉS DE POMPILIANI. -(Al PRÍNCIPE DE SAN MARIO.) (Pero ya sabéis que yo...)

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Silencio. Por esta vez os perdono; pero el castigo será doblemente severo si en lo sucesivo no ponéis enmienda en vuestra conducta.

     CONRADO. -¿Y sois vos? ¿Mi padre?... ¡Detesto la vida que me habéis dado!

     ÁNGELA. -Salid, Conrado; yo soy quien os arroja para siempre de esta casa.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -(Arrojando una bolsa sobre la mesa.) Añadid este oro al que os haya dado mi hijo, y no hay que hablar más del asunto. (A CONRADO, dirigiéndose hacia el foro.) Sígueme.

     MAGDALENA y ÁNGELA. -¡Oh!

     CONRADO. -¡Qué iniquidad!

     ÁNGELA. -Perdón, madre mía, perdón. Habéis ultrajado a mi madre. ¡Sois un miserable!

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -(Volviendo al proscenio.) ¿Qué decís?

     ÁNGELA. -He dicho que sois un miserable.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -¡Insensata!

     ÁNGELA. -Hazaña es de todos los cobardes ultrajar a quien no se puede defender. Y este oro.... ¿que hace aquí este oro? ¿Quién os ha pedido una limosna? Tal vez estéis acostumbrado a comprarlo y venderlo todo con el oro. Pero la pobreza honrada no se vende, ¿lo oís? (Arrojándole la bolsa a los pies.) Tomad vuestro dinero.

     CONRADO. -¿Qué has hecho?

     ÁNGELA. -(Arrojándose en sus brazos.) ¡Vengar a mi madre!

     MAGDALENA. -Hablaré a Su Alteza. Se lo contaré todo.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Sí, sí. Corred.

     MAGDALENA. -Comprendo: el Duque, ocupado en sus placeres y olvidado de su pueblo, se burlaría de la viuda y la huérfana de un soldado que murió en el campo de batalla, y aplaudiría la hazaña del cortesano adulador.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Su Alteza castigará tanta osadía.

     MAGDALENA. -Eso quiere decir que es tan villano como vos.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Habéis ultrajado a vuestro soberano. (A su comitiva.) Apoderaos de esa mujer.

     ÁNGELA. -¡De ella, no! De mí, de mí, que os he llamado miserable; de mí, que soy la única culpada.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Obedeced. (Los criados van a apoderarse de ella. CONRADO se coloca delante, desnudando la espada.)

     CONRADO. -¡Ay del que se atreva a tocarla!

     ÁNGELA. -¡Oh! ¡Perdón! ¡Piedad para mi madre! (Cayendo a los pies del PRÍNCIPE DE SAN MARIO.)

     MAGDALENA. -(Haciéndola levantarse.) ¡Levanta!

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -¿No habéis oído?

     CONRADO. -El que dé un paso más, cae muerto a mis pies.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -(Quitándole la espada.) Hiéreme a mi si te atreves.

     MAGDALENA. -¡Vamos! (Dirigiéndose hacia el foro.)

     CONRADO. -Yo no me separo de vos. (Siguiendo a MAGDALENA.)

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. (Al MARQUÉS DE POMPILIANI.) (Logré mi objeto. Os dejo el campo libre.)

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -¡Mejor!

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Enviadle el aderezo. (Vase también precipitadamente.)

     

Escena X



ÁNGELA y ALBERTO.



     ÁNGELA. -¡Y ese hombre es padre!

     ALBERTO. -No, no lo es. Dios no da hijos a esas fieras humanas.

     ÁNGELA. -¡Qué decís!

     ALBERTO. -¡Conrado no es su hijo! Necesito hablaros.

     ÁNGELA. -Ahora, a acompañar a mi madre.

     ALBERTO. -¡Vamos! (Salen.)



FIN DEL ACTO SEGUNDO





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Acto tercero

     La misma decoración. -Es de noche.

     

Escena I



ÁNGELA y ALBERTO; ambos aparecen sentados.



     ALBERTO. -Hace veinticuatro años, Luis Lamberti era un joven pobre y oscuro. Prendose de él la Princesa de San Mario, y, atropellando por todo, diole mano de esposa. A fin de evitar la presencia de los parientes y amigos, que clamaban contra este enlace, partieron ambos a Milán, donde fijaron su residencia. Quebrantada la salud de la Princesa, perdió la vida antes de que hubiese transcurrido un año. Dos días antes había expirado su camarera Isabel, esposa mía, al dar a luz un hermoso niño.

     ÁNGELA. -Continuad.

     ALBERTO. -Lamberti, que, habiendo muerto la Princesa sin dejar un heredero de su nombre, iba a ser despojado de su ilustre título y sus cuantiosos bienes, para que recayesen en Fabio Conti como el más próximo pariente de su difunta esposa, empleó en contra mía las más seductoras promesas, las más terribles amenazas.

     ÁNGELA. -¿Con qué objeto?

     ALBERTO. -Con el de obligarme a consentir en que el fruto de mi conyugal amor pasase por hijo suyo.

     ÁNGELA. -¿Y cedisteis?

     ALBERTO. -Temí su venganza; creí hacer un bien a Conrado.

     ÁNGELA. -¡Conrado hijo vuestro! (Estrechando sus manos.) ¡Oh señor!

     ALBERTO. -Ven a mis brazos (Ambos se levantan.), criatura angelical, tan querida de aquel a quien tanto quiero.

     ÁNGELA. -Y después, ¿qué sucedió?

     ALBERTO. -Siempre, con el fin de asegurar su futura suerte, hice firmar a Lamberti un convenio en que se manifestaba la verdad de todo lo ocurrido. Helo aquí. (Entregando a ÁNGELA un papel, que ésta recorre con la vista.) Su único cómplice fué un médico llamado Araldi. Volvió Lamberti a este Ducado, trayéndonos consigo, y publicó la nueva triste y venturosa a la vez de haber fallecido su esposa en Milán en el momento de dar a luz un heredero de su nombre.

     ÁNGELA. -¿Y por qué le abandonasteis?

     ALBERTO. -Un día descubrí, casualmente, que aquellos dos malvados trataban de darme muerte para encerrar conmigo en la tumba su secreto. Seguro de que a mi hijo no le amenazaba ningún riesgo, huí para salvar la vida. Me hice soldado, y ya sabéis cuál ha sido mi suerte después.

     ÁNGELA. -¿Y ahora...?

     ALBERTO. -He venido con el solo objeto de abrazar a mi hijo; he visto que ese hombre lo hace desgraciado, y, sin embargo, vacilo, dudo... Pasar en un instante de la opulencia a la miseria, del palacio a la choza... ¿Me perdonaría un cambio de fortuna tan completo?

     ÁNGELA. -¡Oh! (Como asaltada por una idea repentina.)

     ALBERTO. -Por llamarle una vez hijo mío daría los pocos días que me queden de existencia; pero también los daría por evitarle el menor disgusto... Sí, prefiero renunciar a su cariño a hacerle desgraciado.... y temo que, si hablo, podrá llegar un día en que me maldiga allá en el fondo de su alma. Aconséjame tú, hija mía. ¿Qué debo hacer?

     ÁNGELA. -¡Aconsejaros yo!...

     ALBERTO. -Conozco que no me atrevería a descubrirle la verdad. ¿Por qué no le hablas tú, a quien tanto ama? Esto es lo mejor: revélaselo todo, sepa que es tu igual, y sed felices ambos en santa unión, que yo bendeciré.

     ÁNGELA. -Decirle: «Abandona las riquezas de que hoy disfrutas, porque no te pertenecen; despójate de tu espada de oficial, porque no eres caballero...», para que crea que sólo me guía un cálculo de egoísmo..., para que me maldiga allá en el fondo de su alma. Recordad vuestras palabras. ¡Oh! Vale más renunciar a su cariño que hacerle desgraciado. Y ahora, sobre todo, es preciso callar: la venganza del Príncipe sería espantosa. ¡Por la vida de vuestro hijo, por la de mi madre, callad!

     ALBERTO. -¡Oh! Tienes razón: no retrocedería ante ningún crimen.

     ÁNGELA. -Después Dios nos abrirá camino. La Providencia, que os ha traído a esta casa, no nos abandonará.

     ALBERTO. -Así lo espero.

     ÁNGELA. -Ahora voy a ver a la Condesa Adelaida; me ha ocupado en diversas ocasiones, y siempre me ha tratado con la mayor dulzura. Su voluntad es respetada, y tal vez consiga, por su mediación, hablar a mi madre.

     ALBERTO. -Iré contigo; quiero permanecer a las puertas de palacio para ver a Conrado siempre que entre o salga.

     ÁNGELA. -¡Oh Señora! ¡Tú, que fuiste perfecto dechado de madres y de hijas, apiádate de la hija que llora por su madre y del padre que llora por su hijo!

     

Escena II



DICHOS y JULIETA, con un estuche que da a ÁNGELA; ALBERTO, en tanto, va a tomar su sombrero.



     JULIETA. -Esto han traído para vos.

     ÁNGELA. -¡Diamantes! Un papel. (Abriendo la caja. Saca el papel y lo lee aparte.) «Os envío esa pequeña muestra de mi afecto: si accedéis a mi súplica y me contestáis afirmativamente, esta noche, al toque de ánimas, estaré al pie de vuestro balcón; daré tres palmadas, y a favor de una escala entraré por él. -El Marqués de Pompiliani

     ALBERTO. -¿Qué te dicen en ese papel?

     ÁNGELA. -Nada. (A JULIETA.) ¿Por qué has admitido esta caja?

     JULIETA. -Ignoraba lo que contenía.

     ÁNGELA. -Es preciso averiguar dónde vive ese hombre, y devolverle esas joyas. (Dando la caja a JULIETA.) Voy a salir.

     JULIETA. -¿Vais a ver a la señora?

     ÁNGELA. -Quiera Dios que lo logre. Vamos. (A ALBERTO, que sale con ella.)



Escena III



JULIETA, sola, colocando sobre la mesita que habrá en el fondo la caja del aderezo; a poco, la CONDESA y ARABELA.



     JULIETA. -Y es un precioso aderezo. ¿Quién se lo habrá enviado? ¡Pobrecilla! ¡Qué apesadumbrada está! Y yo misma, ¿no he tenido que ocultarle mis lágrimas para no aumentar su pena? (Asomándose a la ventana.) ¡Qué de prisa va!, ya ha doblado la esquina. ¡Vaya un padre que tiene el señor Conrado! Desde que le vi entrar con su cara de vinagre, supuse que no venía para nada bueno. Como si la señorita Ángela tuviese la culpa de que el señor Conrado esté loco de amor por ella, ni menos su pobre madre. No sé cómo permite Dios que pasen estas cosas en el mundo. ¡Calla! Un coche ha parado a la puerta de casa. Bajan de él dos damas, cubiertas con velos, y entran. (Va hacia la puerta del foro.) ¿Quién será? Suben la escalera. La señorita, con su precipitación, no habrá cerrado la puerta.

     CONDESA ADELAIDA. -¿Está en casa la señorita Ángela? (Entra, seguida de ARABELA.)

     JULIETA. -Hace poco que ha salido.

     CONDESA ADELAIDA. -¿Tardará mucho en volver?

     JULIETA. -Lo ignoro. (¡Qué precioso vestido!)

     CONDESA ADELAIDA. -Está bien; la esperaré.

     JULIETA. -Os advierto que si venís a encargarle algunas flores, será inútil, porque ahora...

     CONDESA ADELAIDA. -Podéis retiraros.

     JULIETA. -(Ya manda como en su casa... ¡Será alguna gran señora! ¡Y no se descubre!)

     CONDESA ADELAIDA. -¿No habéis oído?

     JULIETA. -(Lo dicho.) Perdonad, ya me voy. (Estas gentes se figuran... ¡Hum! No me gustan estas visitas.) (Vase.)

     

Escena IV



La CONDESA y ARABELA.



     CONDESA ADELAIDA. -(Descubriéndose.) ¿Estás segura de que éste es el barrio que te han indicado?

     ARABELA. -Sí, señora, este mismo. Y ¿no me diréis el objeto de vuestra venida a esta casa?

     CONDESA ADELAIDA. -Me he negado a decírtelo, porque he querido evitar inútiles consejos y superfluas reflexiones. Ya puedes saberlo. No has logrado averiguar el nombre de la querida de Conrado; pero sí que él frecuenta todos los días esta calle. La florista que vive en esta casa, y a la cual conozco, habrá notado indudablemente en qué casa entra el bizarro capitán; y ya que no sepa todo el secreto, que es lo más probable, pues en tan reducida vecindad cualquiera joven estará enterada de los amoríos de las demás, podrá, por lo menos, ponerme en camino de hallar a esa rival preferida.

     ARABELA. -¡Oh señora! ¡Vos descender a tan mezquinas tramas!

     CONDESA ADELAIDA. -¡Insensata! ¿No te he dicho mil veces que le amo? ¿No sabes que su padre me había hecho creer que era correspondida, y que éste es el único instante de ventura que me ha deparado mi enemiga suerte? ¿Ignoras acaso que el primer amor de un ser desdichado es un amor inmenso?

     ARABELA. -¿No os visteis siempre halagada de todos? ¿No sois la opulenta, la poderosa Condesa Adelaida? Convertid esa ternura en desprecio...

     CONDESA ADELAIDA. -Sí, halagada por esos muñecos de resortes que pasan la vida haciendo reverencias. ¡Opulenta! ¿Qué valen todas mis riquezas, comparadas con el inestimable precio de una mirada de Conrado? ¡Poderosa! ¿Qué significa todo mi poder, si con él no logro lo único que deseo, ser amada de Conrado? La Condesa Adelaida envidia a esa ignorada criatura, más rica y más poderosa que ella, porque posee el tesoro de su cariño, porque puede estrecharle contra su corazón. (ARABELA hace ademán como de ir a hablar.) ¡Nada me digas; estoy celosa, estoy enamorada, y una mujer celosa y enamorada no reflexiona, no piensa; siente, sufre, obra!

     ARABELA. -¿Y seréis capaz de causar el menor daño a esa mujer, vos, tan buena, tan generosa, tan noble?

     CONDESA ADELAIDA. -¿Daño? No. Quiero saber únicamente si es digna de su cariño.

     ARABELA. -Alguien se acerca; serenaos.

     CONDESA ADELAIDA. -¡Es ella! (Asomándose a la puerta del foro.) Ve, y aguárdame en el coche.

     ARABELA. -Os obedezco. (Cede el paso a ÁNGELA y vase.)



Escena V



CONDESA, ÁNGELA y JULIETA, ambas en la Puerta del foro.

     

     JULIETA. -Sí; una dama que quiere hablaros.

     ÁNGELA. -Bien; vete.

     JULIETA. -(No me gusta esa mujer.) (Vase.)

     

Escena VI



CONDESA y ÁNGELA



     ÁNGELA. -¿Vos aquí? Vengo de Palacio.

     CONDESA ADELAIDA. -¿De Palacio?

     ÁNGELA. -He ido en busca vuestra.

     CONDESA ADELAIDA. -Precisamente cuando yo me dirigía a tu casa.

     ÁNGELA. -¿Cómo he podido merecer tan alto honor?

     CONDESA ADELAIDA. -Mañana hay baile. Necesito unas flores con mucha premura...

     ÁNGELA. -Yo quería hablaros de un asunto muy interesante para mí.

     CONDESA ADELAIDA. -Y he venido a elegirlas.

     ÁNGELA. -Se trata de mi madre.

     CONDESA ADELAIDA. -Además quiero hacerte una pregunta por mera curiosidad.

     ÁNGELA. -De mí madre, ¿lo oís?

     CONDESA ADELAIDA. -¿Has visto pasar por esta calle a un oficial que la frecuenta mucho?

     ÁNGELA. -¡Un oficial!

     CONDESA ADELAIDA. -Justamente le he encontrado al venir. En Palacio se dice que tiene amoríos en esta calle.

     ÁNGELA. -Por feliz casualidad me preguntáis una cosa que iba a revelaros.

     CONDESA ADELAIDA. -¿Cómo?

     ÁNGELA. -En vos se cifra mi esperanza. Salvad a mi madre.

     CONDESA ADELAIDA. -¿A tu madre?

     ÁNGELA. -El padre de ese joven quiere casarle con una gran señora.

     CONDESA ADELAIDA. -Eso se cuenta.

     ÁNGELA. -Pero él no corresponde al afecto de esa dama.

     CONDESA ADELAIDA. -Porque está enamorado de otra.

     ÁNGELA. -No puedo negarlo.

     CONDESA ADELAIDA. -¡Oh!

     ÁNGELA. -Quizá haya cometido una imprudencia. Tal vez seáis amiga de esa dama.

     CONDESA ADELAIDA. -Sí, su amiga... ¿Y conoces a la joven a quien prefiere?

     ÁNGELA. -¡Oh señora! El Príncipe de San Mario ha estado hoy aquí.

     CONDESA ADELAIDA. -¡Qué oigo!

     ÁNGELA. -Vos nos protegeréis. ¿No es verdad?

     CONDESA ADELAIDA. -Prosigue.

     ÁNGELA. -Nos insultó.

     CONDESA ADELAIDA. -No te detengas.

     ÁNGELA. -Mandó prender a mi madre.

     CONDESA ADELAIDA. -¡Cesa!

     ÁNGELA. -Y a pesar de la resistencia de Conrado, que se hallaba presente...

     CONDESA ADELAIDA. -¡Cesa! Harto me has dicho ya. (Separándose de ella.)

     ÁNGELA. -¡Oh! ¡Qué semblante! ¿Por qué me miráis así?

     CONDESA ADELAIDA. -¿Luego eres tú, tú misma, la miserable a quien Conrado prefiere?

     ÁNGELA. -¿Y vos?... ¡Y vos!

     CONDESA ADELAIDA. -¿No lo adivinas?

     ÁNGELA. -¡Sí! Vos sois la gran señora a quien Conrado no ama. (Con gran abatimiento.)

     CONDESA ADELAIDA. -¡Oh!

     ÁNGELA. -¡Dios mío! ¡Estaba pidiendo la libertad de mi madre a quien es causa de su desdicha!

     CONDESA ADELAIDA. -(Después de una pausa y acercándose a ÁNGELA.) Me he exaltado sin motivo. Escucha. Olvídale, y mi recompensa excederá a toda tu ambición.

     ÁNGELA. -Decid al sol: detente; pero no a un corazón enamorado: olvida.

     CONDESA ADELAIDA. -Basta con que te avengas a salir de Italia, jurándome no revelarle nunca tu paradero.

     ÁNGELA. -Él sabría hallarme.

     CONDESA ADELAIDA. -Supón que no.

     ÁNGELA. -Entonces se moriría de pesar.

     CONDESA ADELAIDA. -¿Quién te lo asegura?

     ÁNGELA. -Mi corazón.

     CONDESA ADELAIDA. -Te engaña una loca vanidad.

     ÁNGELA. -Entonces, ¿por qué queréis alejarme de Italia?

     CONDESA ADELAIDA. -¿Te atreves a desafiarme? Tiembla.

     ÁNGELA. -¡Os detesta y me ama! No soy yo quien debe temblar, sino vos.

     CONDESA ADELAIDA. -El mundo os separa.

     ÁNGELA. -El amor nos une.

     CONDESA ADELAIDA. -Conrado es ilustre, y tú de humilde condición.

     ÁNGELA. -La virtud nos hace iguales.

     CONDESA ADELAIDA. -¿Aspiras a llamarte su esposa?

     ÁNGELA. -Aspiro a ser digna de su cariño.

     CONDESA ADELAIDA. -Un loco frenesí le ciega; cuando cayese la venda de sus ojos lloraría su locura; reconocería avergonzado su necio extravío. La infamia le aguarda en tus brazos.

     ÁNGELA. -Y en los vuestros (Irónicamente.), ¿qué le esperaría?

     CONDESA ADELAIDA. -¿Por ventura quieres compararte conmigo?

     ÁNGELA. -Tenéis razón: mi cariño le infama; el vuestro le honra. Vos contáis quizá cien antepasados ilustres; mi abuelo fué un labrador, mi padre un soldado. Vuestra es la herencia de un nombre; mía la adquisición de una fama de honestidad: ufanaos con el bien de otro; yo con el bien que me pertenece a sí sola. Sí, oídlo. (Con marcada intención. La CONDESA, turbada, aparta la vista.) No tengo ningún recuerdo vergonzoso que amargue mi existencia. (Asiéndole una mano.) ¿Volvéis los ojos? ¿Por qué tembláis? ¿Por qué el rostro que antes estaba pálido de coraje, se halla en este momento más encendido que una amapola? No os apartéis. Aguardad. Di, altivo (Poniéndole resueltamente sobre el corazón la mano que tiene libre.) corazón, ¿estás tranquilo? ¿Eres dichoso? ¿No te causa envidia éste que se encierra aquí? ¿No te cambiarías por éste? Cada uno de los latidos que siente mi mano me responde que sí.

     CONDESA ADELAIDA. -¡Es verdad! ¡Es verdad! (Dejándose caer en una silla y cubriéndose el rostro con un pañuelo para ocultar sus lágrimas.)

     ÁNGELA. -Perdonadme si he dicho demasiado. Vuestras lágrimas me prueban que os he juzgado mal.

     CONDESA ADELAIDA. -(Levantándose precipitadamente y corriendo hacia ÁNGELA.) ¿Sabes que no hay nada más terrible que una mujer celosa?

     ÁNGELA. -Ni nada más generoso que una mujer amante.

     CONDESA ADELAIDA. -El amor es origen de todos los crímenes.

     ÁNGELA. -Y manantial de todas las virtudes.

     CONDESA ADELAIDA. -Tu desgracia será dicha para mí.

     ÁNGELA. -Vos no me castigaréis por amar lo que amáis, por sentir lo que sentís.

     CONDESA ADELAIDA. -Por eso mismo soy capaz de tomar una cruel venganza.

     ÁNGELA. -Por eso sólo soy capaz de amaros.

     CONDESA ADELAIDA. -¡Oh! ¡No puedo más! ¡Estoy vencida! ¡Tú vales más que yo! Tú, que me has hecho bajar los ojos con la imponente mirada de la inocencia. ¡Mi amor exige un sacrificio terrible, inmenso! Tú sola mereces llamarte suya: ama a Conrado. ¡Yo os protegeré! Mi mano os conducirá al altar.

     ÁNGELA. -¿Qué decís?

     CONDESA ADELAIDA. -Para ti la felicidad en sus brazos; para mí las lágrimas en la soledad. He aquí el puesto que nos corresponde a entrambas.

     ÁNGELA. -¡Señora!

     CONDESA ADELAIDA. -Supuse hallar en ti una mujer corrompida; he hallado un ángel.

     ÁNGELA. -¿Es esto sueño o realidad?

     CONDESA ADELAIDA. -Me has dicho que tu madre está presa; corro a Palacio; quizá esta noche la estrecharás en tus brazos. (Alejándose.)

     ÁNGELA. -¡Aguardad, aguardad!

     CONDESA ADELAIDA. -Dices bien: no debemos separarnos así; no son dos rivales las que se dicen adiós, sino dos amigas, dos hermanas; ¿no es verdad?

     ÁNGELA. -¡Ah, señora! (Arrojándose a sus pies.) Sólo debo estar a vuestros pies; abrazar vuestras rodillas.

     CONDESA ADELAIDA. -No, no; aquí sobre mi corazón. (Levantándola y abriendo los brazos.)

     ÁNGELA. -¡Ah! (Arrojándose en ellos. Breve pausa, durante la cual se oyen los sollozos de ambas.)

     CONDESA ADELAIDA. -Enjuga esas lágrimas...; ya ves, yo no lloro... Estoy tranquila.

     ÁNGELA. -Y yo os he ofendido, yo, que tan pequeña me considero a vuestro lado.

     CONDESA ADELAIDA. -¡No digas eso! (Ahogada por los sollozos.) ¡Sufro mucho! ¿A qué ocultártelo? Pero he hallado un medio de reconciliarme conmigo misma, y esto es más que todo. ¡Adiós! Este amor es un castigo que el cielo me envía. ¡Acepto la expiación! (La abraza de nuevo; la besa en la frente y vase precipitadamente.) 



Escena VII



ÁNGELA sola, a poco JULIETA.



     ÁNGELA. -¡Cuánto le ama! (Sentándose, abatida.) Veré libre a mi madre, se lo deberé a ella, y ella será desgraciada por causa mía. Es fuerza huir; separarme de él para siempre... Recuerdo las palabras de ese anciano... Todo me manda ahogar en mi pecho este sentimiento, origen de tantas desdichas... Imitemos el ejemplo de esa valerosa mujer. ¡Cuánto acontecimiento en un solo día!... Me siento mal... Tengo un peso en la cabeza... ¡Dios mío, mucho he debido ofenderte cuando así me castigas!

     JULIETA. -¡Señorita! (Saliendo.)

     ÁNGELA. -¿Qué quieres?

     JULIETA. -El Príncipe acaba de entrar.

     ÁNGELA. -¡Otra nueva desventura! (Levantando las manos al cielo.) Cúmplase tu voluntad. Déjanos.

     JULIETA. -Ya está aquí. (Vase.)



Escena VIII



El PRÍNCIPE DE SAN MARIO y ÁNGELA.



     ÁNGELA. -¿Qué me queréis, caballero?

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Vengo a hablaros de vuestra madre.

     ÁNGELA. -¿Qué es de ella?

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Sois muy desgraciada.

     ÁNGELA. -Rara vez fue la fortuna compañera de la virtud; pero mi madre saldrá pronto de su prisión.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Tal vez.

     ÁNGELA. -Hablarán al Duque en favor suyo.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Llegarán tarde.

     ÁNGELA. -(Levantándose.) ¡Tarde!

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -El Duque no puede ya deshacer lo hecho.

     ÁNGELA. -¡Reina de los ángeles!

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Tranquilizaos: vuestra madre vive; pero está en mi poder, y ni el mismo soberano puede arrebatármela ya. Sólo vos.

     ÁNGELA. -¿Yo?

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Con una condición.

     ÁNGELA. -¿Cuál?

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Sentaos y escribid lo que os dicte.

     ÁNGELA. -(Sentándose y disponiéndose a escribir.) Empezad.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -(Dictando.) «Querido Leopoldo.»

     ÁNGELA. -No conozco a nadie que lleve este nombre.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -«He recibido vuestro precioso aderezo.»

     ÁNGELA. -Comprendo. (Levantándose y arrojando la pluma sobre la mesa.) ¿Queréis deshonrarme a los ojos de Conrado? No lo lograréis.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -(Retirándose.) El cielo os guarde.

     ÁNGELA. -¿Adónde vais?

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -En el país en que vivimos, el capricho del señor es ley; ¿lo ignoras acaso? ¡Y cuando el señor ofendido señala una víctima, en medio del misterio más profundo perece! Esa víctima está señalada.

     ÁNGELA. -¡La muerte!

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -¡Si salgo de esta casa sin lo que anhelo, si me detenéis un momento más!... ¡Todo depende de un minuto, de uno solo!

     ÁNGELA. -¡Madre mía! Proseguid.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -«Vuestro precioso aderezo... Acepto vuestro regalo.»

     ÁNGELA. -¡Piedad! ¡No me arrebatéis el único tesoro que poseo, la estimación!

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -¡Escribid!

     ÁNGELA. -Sois implacable. ¡Madre mía!... Dictad: ya no vacilo, ya no dudo.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -«Acepto vuestro regalo.»

     ÁNGELA- (Irónicamente.) ¿Qué más?

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -«Y os concedo...»

     ÁNGELA. -Muy bien; seguid.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -«La cita...»

     ÁNGELA. -La cita.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -«Que me habéis pedido.»

     ÁNGELA. -Ángela: ¿no es esto? (Dobla la carta.) Falta el obre.

     PRINCIPE. -Al Marqués de Pompiliani.

     ÁNGELA. -¡Magnífico! ¡Admirable! Es una villanía perfecta. Recibid mi parabién.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Ya veis con qué poco me contento.

     ÁNGELA. -Os he creído implacable. Me he equivocado. Vos me probáis que os debo estar agradecida... Gracias, Príncipe, gracias.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Acabemos de una vez; dadme ese billete.

     ÁNGELA. -¡Ah! (Retirándose por un movimiento involuntario y ocultando la carta.)

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Vuestra madre vivirá, lo juro. Pero no me detengáis; ya os he dicho que todo depende de un minuto, de uno solo.

     ÁNGELA. -Tomad. (Dándole la carta con un brusco movimiento que indique su desesperación.) ¿Qué más queréis? Me faltan las fuerzas. (Apoyándose en una silla.)

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Permanecerá, sin embargo, vuestra madre en mi poder algunos días más; yo he de saber hasta las palabras que pronunciéis en sueños, y os ruego, para bien de todos, que no desengañéis a Conrado. Os dejo.

     ÁNGELA. -Un día llegará en que todos seamos iguales. ¡Os emplazo para ese día! (Vase el PRÍNCIPE DE SAN MARIO.)



Escena IX     



ÁNGELA; a poco CONRADO.



     ÁNGELA. -¡Oh! (Pausa, durante la cual se oirán sus sollozos.) ¿Vendrá el Marqués?... En su carta me habla de una escala. ¡Dice que al sonar el toque de ánimas dará tres palmadas en la calle! ¡Ahora recuerdo que hoy le he encontrado aquí sin saber por dónde había entrado!... Aún conservo la espada de mi padre; y si a tanto se atreve, ésta es su última noche. Daré orden de que no abran la puerta a Conrado. (Viendo entrar a CONRADO al dirigirse a la puerta del foro.) ¡Oh! ¡Él es! (Habrá visto al Príncipe.)

     CONRADO. -No he podido venir antes.

     ÁNGELA. -(No, no le ha visto.)

     CONRADO. -He querido hablar al Duque, y no me han permitido entrar en su aposento. He volado a la torre en que se halla la infeliz, y he encontrado la misma resistencia.

     ÁNGELA. -No esperaba verte esta noche.

     CONRADO. -¡Había de abandonarte ahora!...

     ÁNGELA. -Me siento mala, necesito descanso; vete, yo te lo ruego.

     CONRADO. -¿Acaso es culpa mía nada de lo que ha sucedido?

     ÁNGELA. -No.

     CONRADO. -Entonces, ¿por qué me alejas de tu lado cuando vengo a llorar contigo?

     ÁNGELA. -¡Conrado! (Sin poderse contener.)

     CONRADO. -¡Sí, alma de mi alma, tuyo hasta la muerte! No temas: triunfaremos. La justicia del cielo lidia con nosotros.

     ÁNGELA. -No; la lucha nos sería fatal a ambos; abandóname; ama a otra; sé dichoso; yo también lo seré.

     CONRADO. -¡Ingrata! ¿Eso es posible? Para ti lo sería tal vez; quizá en este momento ya no me amas.

     ÁNGELA. -(Esa campana fatal debe sonar de un momento a otro. Si ese hombre viene... Si hace la señal...) Vete, Conrado, vete, por todos los santos del cielo.

     CONRADO. -Adiós, pues; pero adiós para siempre. (Se detiene en la puerta del foro, como esperando que ÁNGELA le llame.) ¡Oh! ¡No me ama ya! (Se apoya en la mesa que habrá en el fondo y ve el estuche.) ¿Qué es esto? ¿Quién ha traído aquí estos diamantes?

     ÁNGELA. -Vete.

     CONRADO. -El Marqués, tal vez. (Volviendo al proscenio.) Quería respetar tu dolor y no preguntarte nada... ¿Cómo ha entrado hoy aquí?

     ÁNGELA. -(Empieza a oírse el toque de ánimas.) ¡Ay!

     CONRADO. -¿Por qué gritas?

     ÁNGELA. -¿No oyes?

     CONRADO. -El toque de ánimas.

     ÁNGELA. -¡Se me eriza el cabello! Tengo miedo... Sal de aquí. Yo lo mando.

     CONRADO. -No me iré.

     ÁNGELA. -Pues bien, mátame.

     CONRADO. -¡Silencio! (Se oyen tres palmadas.) Esa señal...

     ÁNGELA. -Mátame.

     CONRADO. -Entra en ese aposento.

     ÁNGELA. -¡Piedad!

     CONRADO. -Obedece. (La hace entrar en el aposento que le ha indicado y cierra la puerta.)



Escena X          



CONRADO; en seguida el MARQUÉS DE POMPILIANI.



     CONRADO. -¡Contestemos! (Vuelven a oírse las tres palmadas. CONRADO contesta con otras tres.) Apagaré esta luz. (La apaga, y el teatro queda completamente a oscuras.) Han arrojado una escala. Asegurémosla. (Hace como que asegura al balcón la escala que acaban de arrojar a él.) Alguien sube; será el Marqués. Los latidos de mi corazón van a venderme.

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -¿Dónde estás, hechicera de mis ojos? (Entrando por el balcón. Viene cubierto con una capa.) (En cuanto vió los diamantes... Ya me lo esperaba yo.) ¿Por qué has apagado la luz, picaruela? Acaban de darme una carta de parte tuya, y aquí me tienes. (CONRADO, guiado por la voz, ha ido al encuentro del MARQUÉS DE POMPILIANI, y en este momento le ase por un brazo.)

     CONRADO. -¡Miserable!

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -¡Traición! (Saca de debajo de la capa una linterna sorda; brilla la luz y ambos se reconocen.) ¡Conrado!

     CONRADO. -¿Qué vienes a hacer aquí?

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -Calma, mi querido Conrado, calma.

     CONRADO. -Has hablado de una carta. ¿Qué carta es ésa?

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -Pero, ya lo veis, ella es la que me busca. ¡No es culpa mía!

     CONRADO. -¡Esa carta!

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -Tomad, tomad. (Dándosela.)

     CONRADO. -Levanta esa linterna. (El MARQUÉS DE POMPILIANI obedece: CONRADO lee sin soltar al MARQUÉS DE POMPILIANI, a quien tiene asido con la mano izquierda.)

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -(¿Qué va a ser de mí? (Temblando de pies a cabeza.) ¡Este hombre es una fiera!)

     CONRADO. -¿Qué estoy leyendo? (Agitando el brazo del MARQUÉS DE POMPILIANI.)

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -¡Ay! Vais a destrozarme este brazo.

     CONRADO. -Toma. (Acaba de leer la carta. Saca dos pistolas de debajo de la capa y le alarga una al MARQUÉS DE POMPILIANI.)

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -(Creyendo que le da la carta y manteniendo todavía en alto la linterna.) Podéis conservarla.

     CONRADO. -¡Toma!

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -Puesto que os empeñáis... (Alarga la mano que tiene libre y toca la pistola.) ¡Jesucristo! ¡Una pistola! (Retrocediendo.)

     CONRADO. -Colócala sobre mi frente: yo colocaré la otra sobre la tuya, y ambos moriremos al mismo tiempo.

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -¡Cómo! ¿Queréis morir? ¡A vuestra edad, con un porvenir tan brillante!

     CONRADO. -Detesto la vida.

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -¡Pero es que a mí no me sucede otro tanto?...

     CONRADO. -¿Tienes miedo, por ventura?

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -El lance no es para menos.

     CONRADO. -¡Y éste es el hombre que me roba su amor! ¡Huye, miserable!

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -No deseo otra cosa. (Corriendo despavorido hasta dar con el balcón, por el cual arroja la linterna.)

     CONRADO. -¡Pronto! (El teatro vuelve a quedar completamente a oscuras.)

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -Ya di con el balcón. (Subiéndose a él.)

     CONRADO. -Salta por él.

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -Volando.

     CONRADO. -¡Fuera de aquí! (El MARQUÉS DE POMPILIANI desaparece por el balcón.)



Escena X



CONRADO, ÁNGELA en seguida; a poco el PRÍNCIPE DE SAN MARIO, por la puerta secreta.



     CONRADO. -¡Ángela! (Abriendo la puerta del aposento en que ésta se halla.) ¡Ángela!

     ÁNGELA. -¿Qué has hecho?

     CONRADO. -¡Falsa, perjura! ¡Me engañabas! ¡Te he estado sirviendo de juguete! (Ábrese la puerta secreta; sale el PRÍNCIPE DE SAN MARIO, y guiado por la voz de ÁNGELA, se dirige a su lado a tientas y con gran sigilo.)

     ÁNGELA. -Semejante sacrificio es superior a mis fuerzas. ¡Perdón, madre mía!

     CONRADO. -¿Quién ha escrito esta carta?

     ÁNGELA. -Oye la verdad.

     CONRADO. -Habla.

     ÁNGELA. -Esa carta... (El PRÍNCIPE DE SAN MARIO, alarga la mano y ase una de ÁNGELA; ésta se detiene, estremecida de espanto.) ¡Jesús!

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -(Al oído de ÁNGELA.) ¡Ay si pronuncias una palabra más!

     CONRADO. -¿Quién la ha escrito? ¡Acaba!

     ÁNGELA. -Yo la he escrito... ¡Yo!...

     CONRADO. -¡No puedes negarlo traidora! Mañana parto a buscar la muerte en un combate. Así expiaré el crimen de haberte amado. (La arroja al suelo, y se dirige resueltamente hacia la puerta del foro, por la cual sale.)



Escena XII



El PRÍNCIPE DE SAN MARIO y ÁNGELA; después MAGDALENA y JULIETA.



     ÁNGELA. -Conra...

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -¡Silencio! (Poniéndole una mano en la boca.)

     ÁNGELA. -(Levantándose.) ¡Quiero seguirle!... Dice que va a morir.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. - ¡Detente!

     ÁNGELA. -Y vos, ¿quién sois para detenerme?

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -¡Su padre! ¿Lo ignoras acaso?

     ÁNGELA. -(Fuera de sí.) ¡Mientes! ¡Tú no eres su padre!

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -¡Cielos!

     ÁNGELA. -Conrado no es tu hijo... El título que llevas no te pertenece... ¡Eres un infame usurpador!

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -¿Qué oigo?

     ÁNGELA. -Y yo recorreré las calles, y subiré a Palacio, y lo publicaré a gritos, y lo sabrá todo el mundo.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -¿Cómo lo has averiguado?

     ÁNGELA. -No; no te lo diré.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Habla o tiembla.

     ÁNGELA. -¡No, no; soltad! (Haciendo un esfuerzo desesperado logra desasirse del PRÍNCIPE DE SAN MARIO, y corre a tientas por el teatro, ya dirigiéndose al balcón, ya a la puerta del foro.)

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -¡Oh!

     ÁNGELA. -¡Socorro! (Óyese llamar a la puerta de la calle.)

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -(Buscándola.) ¡Calla! ¡Calla!

     MAGDALENA. -(Desde la calle.) Abrid; soy yo.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Esa voz... ¿Quién ha podido darle la libertad?

     ÁNGELA. -¡Julieta! ¡Luces!

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Calla.

     ÁNGELA. -¡Julieta!

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -¡Que no me hallen aquí! Yo volveré. (Desaparece por la puerta secreta.)

     MAGDALENA. -Hija mía, ¿por qué gritas? (MAGDALENA y JULIETA entran, la última con luces.) ¿Qué sucede?

     ÁNGELA. -¡Ése hombre quiere matarme!

     MAGDALENA. -¡Cuando llegaba he visto a Conrado! Tal vez él...

     ÁNGELA. -¡Ahí!, ¡ahí!

     JULIETA. -No hay nadie.

     MAGDALENA. -Soy tu madre. Ya estoy libre.

     ÁNGELA. -No es su padre, no. ¡Me va a matar antes de que pueda justificarme; antes de que Conrado sepa que soy inocente!

     MAGDALENA. -¡Dios santo!

     ÁNGELA. -No, no quiero morir. Miradle: ¡ahí está..., ahí!... (Señala con el dedo como si efectivamente viese al PRÍNCIPE DE SAN MARIO. Permanece en esta actitud un momento, y después cae en los brazos de su madre y JULIETA, dando un grito.)



FIN DEL ACTO TERCERO



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Acto cuarto

     

Salón magnífico de Palacio.



Escena I



El MARQUÉS DE POMPILIANI, que entra aceleradamente; poco después el PRÍNCIPE DE SAN MARIO.

          MARQUÉS DE POMPILIANI. -¡Uf!, qué calor. Ya han encendido aquí. ¡Eh! ¿Qué hacéis parados? (A varios ujieres que se presentan en el foro.) Aún no están iluminadas las mesas de juego. (Vanse los ujieres.) Vamos a ver que tal han quedado los salones del baile. No hay en el globo quien me aventaje en esto de arreglar una fiesta: bien lo sabe el Príncipe cuando me ha fiado tan delicada comisión. Los hombres como yo son inestimables en un palacio. Ea, vamos hacia allá. (Al ir a salir tropieza con el PRÍNCIPE DE SAN MARIO.) Perdonad, Príncipe; vuelvo en seguida. (Desaparece breves momentos.)

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -¡Cómo lo habrá sabido! El infierno, sin duda, nos facilitó aquella feliz coyuntura para que Araldi pudiese penetrar en casa de Ángela y permanecer a su lado con objeto de asistirla en su calidad de médico... Aún me parece oír los gritos de la madre pidiendo socorro...

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -(Entrando.) ¡Magnífico! ¡Soberbio! ¡Deslumbrador! ¿Qué os parece el golpe de vista que presentan esos salones?

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -(Por más que pienso...) (Embebido en su meditación, no atiende a lo que le dice el MARQUÉS DE POMPILIANI.)

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -Y eso que después del susto que me dio anoche vuestro hijo, y que ya os he contado, no estaba yo para pensar en fiestas.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -(¿Y cómo no se lo habrá dicho a Conrado?...)

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -¡Diantre de muchacha! El aderezo y el billetito que escribí por consejo vuestro surtieron el efecto que ambos nos prometíamos. Pero, desengañaos, lo mejor hubiera sido entrar por la puerta secreta: os empeñasteis en que no... En casa de Araldi me hallaba precisamente cuando hasta allí fueron a buscarme con la carta de ese diablejo... Lo cierto es que hemos ganado la apuesta y debemos divulgar mi triunfo.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -(¡Cuánto tarda Araldi!... Me mata la zozobra.)

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -No he conservado la epístola, pero en caso de duda podemos recurrir al testimonio de vuestro propio hijo. Temiendo estoy el instante de encontrarme con él. Vos no me escucháis.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Dispensad; estaba distraído.

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -Tal vez meditabais el cumplido que habéis de dirigir a Su Alteza. Es muy justo: en el día de su cumpleaños es preciso agotar la cartilla de las lisonjas.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Sí; justamente.

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -¿Y con quién pensáis romper la danza?

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -¿Qué decís?

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -No me acordaba de que no bailáis. Os dejo; no me puedo detener. (Viendo entrar a ARALDI.) ¿Sois de los nuestros, caro doctor? Lo celebro: yo me encargo de buscaros pareja. (Vase.)



Escena II



El PRÍNCIPE DE SAN MARIO y ARALDI.



     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -¿Qué hay?

     ARALDI. -Nada de nuevo: sigue delirando; pero por sus inconexas frases nadie podrá averiguar...

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -¡Cuando pienso que una palabra suya puede ser rayo que me confunda!...

     ARALDI. -No la dirá, si vos queréis que no la diga.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -¡Cómo!

     ARALDI. -¿Tendría algo de particular que la horrible fiebre que la devora pusiera término a su existencia?

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -¡Araldi!

     ARALDI. -En hora buena. Y vos, ¿qué habéis adelantado en Palacio?

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Nada; no he podido hablar a la Condesa en todo el día.

     ARALDI. -¿Sospechará algo?

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -No lo creo.

     ARALDI. -¿Y esperáis que Conrado acceda al fin a vuestros deseos?

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Ahora más que nunca. Mi plan tuvo mejor resultado aún de lo que yo esperaba; las circunstancias nos fueron propicias. Ha maldecido a su adorada Ángela creyéndola culpable, y espero que la cólera..., el despecho..., el anhelo de venganza... Además, esta noche veré a Su Alteza, en el baile y quizá logre... Pero si esa loca habla, si deja traslucir la verdad...

     ARALDI. -Entonces la ignominia para ambos, la pobreza, la esclavitud.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -¡Qué horror!

     ARALDI. -Ya os lo he dicho; nadie extrañaría que a la demencia... sucediese la muerte.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -¡Calla!... Pero ¿cómo lo habrá sabido? ¡Esto es lo que me vuelve loco!... Corre... Si en tu ausencia se calmase su fiebre, si recobrase la razón...

     ARALDI. -Volveré en breve a tranquilizaros. Gran recompensa me deberéis en caso de conseguir el triunfo.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -La mitad de mis riquezas te pertenece.

     ARALDI. -(¡Nuevos tesoros!)

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -No te detengas. Aquí me encontrarás. (Vanse el PRÍNCIPE DE SAN MARIO y ARALDI.)  



Escena III



CONRADO.

     

     (Después de un instante de silencio.) ¿Qué es verdad? ¿Qué es mentira? ¿Quién puede diferenciar la una de la otra? ¿Cómo reconocer el crimen bajo la apariencia de la virtud? Esta es su letra, (Sentándose y sacando la carta.) Parece imposible. Si no lo hubiera visto con mis propios ojos lo dudaría aún. ¿Y qué? ¿No dudo todavía? Lee, insensato, lee. (Recorriendo la carta con la vista.) Cuando me dirigía aquellas miradas llenas de candor, mentía. Cuando exclamaba con apasionado acento te amo, mentía. Quizá en el mismo instante en que me decía a mí mismo: ¡cuánto me ama!, ella se diría a sí propia: ¡qué bien le engaño! Cielo enemigo, ¿por qué no me has pulverizado antes con un rayo? Ángela, tu cariño era mi vida. Sin él no puedo vivir... Voy a buscar la muerte. Pronto se clavará en mi pecho el alfanje de un pirata. ¡Oh!, ¡cómo se reirá cuando sepa que por ella me he dejado matar! Yo también me río al recordar que le he servido de juguete.    



Escena IV



DICHO y la CONDESA, que sale por una puerta de la izquierda.

     

     CONDESA ADELAIDA. -¿Qué oigo? ¡Sollozos! ¡Conrado!

     CONRADO. -¡Oh!, ¡la Condesa!

     CONDESA ADELAIDA. -No os vayáis. Las lágrimas de un hombre como vos prueban un dolor inmenso. Derramadlas, sin avergonzaros, en mi presencia. ¿Qué os ha sucedido? Hablad. Estoy enterada de todo.

     CONRADO. -Señora...

     CONDESA ADELAIDA. -Amáis a otra, a otra que es más digna que yo de vuestro afecto.

     CONRADO. -¿Venís a gozaros en mi desesperación?

     CONDESA ADELAIDA. -¡Caballero!

     CONRADO. -Mi desgracia no es ya un secreto, lo conozco; y si lo fuera, yo la publicaría. Quiero imponerme esta expiación.

     CONDESA ADELAIDA. -Os aseguro que no comprendo...

     CONRADO. -Inútil fingimiento: he sido ultrajado, se ha burlado de mí, la he sorprendido en una cita con otro. No aparentéis ignorarlo. Vuestra mofa..., vuestro escarnio me servirá de castigo.

     CONDESA ADELAIDA. -Entendámonos, caballero. Ayer estuve en casa de esa joven. A no haberla juzgado digna de vos, me hubiera interpuesto entre ambos como una muralla de acero. Pero Ángela abriga un corazón hermoso y grande, que sólo late por vos. Le pedí perdón de mis insultos, le ofrecí dar libertad a su madre, la estreché en mis brazos... Es imposible que aquella mujer no se sintiese en tal instante pura como los ángeles del cielo. Poco me importa cuanto vos podáis decirme; Ángela es inocente. Lo juraría por la memoria de mi madre.

     CONRADO. -¡Alma noble y generosa! ¡Qué mal os conocía! ¡Cuánto os he ofendido! Perdonadme.

     CONDESA ADELAIDA. -Sólo tengo derecho para quejarme de vuestro padre, que me ha engañado villanamente.

     CONRADO. -¡Oh, mi padre, siempre mi padre!

     CONDESA ADELAIDA. -Os lo repito: Ángela es inocente.

     CONRADO. -Habéis sido víctima de su hipocresía, como yo, como el mundo entero. Señora, recibid mi último adiós.

     CONDESA ADELAIDA. -¿Partís?

     CONRADO. -Mañana mismo.

     CONDESA ADELAIDA. -(¡No me es dado ni aun el consuelo de verlo feliz en brazos de otra) Yo también parto mañana.

     CONRADO. -¿Abandonáis a Su Alteza?

     CONDESA ADELAIDA. -Sí. Quiero huir de este Palacio: quiero salir de Italia.

     CONRADO. -¿Y consiente Su Alteza que os separéis de ella?

     CONDESA ADELAIDA. -Me ha negado su asentimiento.

     CONRADO. -¿Y vais a exponeros a su justo enojo?

     CONDESA ADELAIDA. -Sé que cuando vea pagados sus beneficios con la más negra ingratitud sentirá un cruel despecho contra mí. Pero no importa. En una carta que llegará a sus manos esta noche le digo que estoy decidida a partir, y me despido de ella para siempre.

     CONRADO. -¡Oh señora! ¡Cuánto os admiro! ¡El Marqués! (Viéndole aparecer en el foro.) Adiós, señora, adiós. (¡Y he de partir sin matarle!) (El MARQUÉS DE POMPILIANI se separa aceleradamente para cederle el paso. CONRADO le lanza una mirada furiosa.)



Escena V



La CONDESA y el MARQUÉS DE POMPILIANI.

     

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -¡Vaya una mirada! (Se asoma a la puerta del foro como para cerciorarse de que CONRADO se va.)

     CONDESA ADELAIDA. -(Sacando una carta.) ¿A quién entregaré esta carta para que se la lleve a la Duquesa? El mensajero ha de ser muy mal recibido, y no quiero que ninguno de mis criados sea víctima de su cólera.

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -(Acercándose.) ¿Habéis reparado, encantadora Condesa, el gesto del capitán al encontrarse cara a cara conmigo? Pues es porque le he quitado una novia.

     CONDESA ADELAIDA. -¿Será verdad?

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -No lo dudéis. «Llegué, vi y vencí.» Mi lema es el de César.

     CONDESA ADELAIDA. -¡Señor Marqués!

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -Una florista que se llama Ángela; bonito nombre, ¿no es verdad? Vive...

     CONDESA ADELAIDA. -¿Y os ama?

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -Me adora.

     CONDESA ADELAIDA. -¡Mentís, caballero!

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -Señora, yo... (Pícara envidia.) Hasta después. Voy al aposento de nuestra linda Soberana a darle cuenta de todas mis disposiciones acerca del baile de esta noche.

     CONDESA ADELAIDA. -Aguardad.

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -¿Tenéis algo que mandarme?

     CONDESA ADELAIDA. -Sí, por cierto. (Este mentecato nada me importa.) Hacedme el obsequio de entregar esta carta a Su Alteza.

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -Con mil amores. (Esta embajada me vale, por lo menos, cuatro sonrisas.) (Vase por una puerta de la derecha.)



Escena VI



La CONDESA y el PRÍNCIPE DE SAN MARIO.



     CONDESA ADELAIDA. -(Hoy es el día de mí triunfo.) El Príncipe. (Viéndole aparecer en la puerta del fondo.)

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Al fin la veo; señora...

     CONDESA ADELAIDA. -No me puedo detener. (Vase.)



Escena VII



El PRÍNCIPE DE SAN MARIO; en seguida ARALDI.



     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -¡Oh! ¡Algo sospecha! (A ARALDI, que entra.) ¿Y Ángela?

     ARALDI. -Rendida la he dejado en los brazos de su madre. Ha tenido un momento espantoso; cree que Conrado va a partir a la guerra: ha querido lanzarse fuera de su casa y venir a Palacio en su busca. Apenas podíamos detenerla entre su madre y yo. Gritaba que tenía que revelar a Conrado un secreto...

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -El nuestro.

     ARALDI. -Esta idea se le ha olvidado ya, y su madre queda a su lado. No temáis.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -La Condesa tiene alguna sospecha acerca de los amores de Conrado.

     ARALDI. -¿Y habéis hablado a Su Alteza?

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -La Duquesa acaba de conceder una entrevista a Fabio Conti.

     ARALDI. -¿Y teméis...?

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Todo lo temo ya.

     ARALDI. -Pues reflexionad que ese hombre es el que tiene derecho a vuestro título, a vuestros bienes... Si hallándose al frente del poder se llega a descubrir...

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -No me atormentes más.

     ARALDI. -Basta de indecisión... Es preciso tomar un partido enérgico, pronto. Lo reclamo; lo exijo.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -¿Tú?

     ARALDI. -Yo, que estoy arriesgando tanto como vos.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Aconséjame: ¿qué debemos hacer?



Escena VIII



DICHOS y el MARQUÉS DE POMPILIANI.



     MARQUÉS DE POMPILIANI. -¡Oh! ¡Yo fallezco! (Dejándose caer en un sillón cerca del proscenio.) ¡Un elixir!, ¡un elixir!

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -(¡Mentecato!)

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -(Dirigiéndose al PRÍNCIPE DE SAN MARIO.) Estamos perdidos.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -¿Quién?

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -¡Vos y yo!

     ARALDI. -¿Pues qué ocurre? (Ambos se acercan al MARQUÉS DE POMPILIANI con la mayor ansiedad.)

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -La mayor calamidad que podéis imaginaros.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Hablad.

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -Dejadme respirar (Haciéndose aire con el pañuelo); estoy sofocado. A ver, doctor, tomadme el pulso; debo tener más de noventa pulsaciones por minuto.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -(¡Qué ansiedad!)

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -Figuraos que la Condesa me dio un billete para que se lo entregase a Su Alteza.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -¡La Condesa!

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -Cuando entré en su estancia se hallaba allí Conti, nuestro mortal enemigo.

     ARALDI. -¿Y bien?

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -Entregué mi billete; leyó Su Alteza, leyó y...

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Al caso, al caso.

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -Y después de lanzarme una mirada, que me hizo temblar de pies a cabeza..., exclamó con voz airada: «Salid, señor Marqués.» Yo, a fin de aplacar su incomprensible enojo, dije: «Vuestra Alteza está vestida con sumo gusto»; y ella añadió: «Sois un mentecato; ¿lo oís? ¡Un mentecato!»

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -¿Y nada más?

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -¿Os parece poco? Pero, sí, hay más. Antes de que yo hubiese salido, exclamó, dirigiéndose a Conti: «Olvidad, caballero, mi anterior negativa; seguidme al aposento del Duque, y esta misma noche seréis nombrado primer ministro.»

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -¡Él!

     ARALDI. -(Al PRÍNCIPE DE SAN MARIO, bajo.) ¡Ya lo oís!

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -¿Eh? ¿Qué tal? ¡Hay días aciagos!

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Pero ese billete...



Escena IX



DICHOS, CONRADO; en seguida, un UJIER.



     CONRADO. -Os buscaba. (Démosle mi adiós postrero.)

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -¡Conrado!

     ARALDI. -(Al PRÍNCIPE DE SAN MARIO.) (A mal tiempo llega.)

     CONRADO. -Tengo-que hablaros. Quiero que sea a solas.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Ahora, imposible...; en otra ocasión.

     ARALDI. -(Al MARQUÉS DE POMPILIANI, que se levanta.) (Quedaos.)

     UJIER. -(Entrando y dirigiéndose a CONRADO.) Señor capitán, un hombre que parece un mendigo se ha presentado a las puertas de Palacio, pidiendo que se le conduzca a vuestra presencia. En vano han querido alejarle los guardias: insiste en que tiene que comunicaros una noticia que os importa mucho.

     CONRADO. -Decidle que se vaya. Señor, es preciso que me concedáis esa entrevista ahora mismo.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Después; recibe a ese hombre; tal vez sea un desgraciado que necesite de ti. (Al UJIER.) Hacedle entrar por la escalera secreta. (Vase el UJIER.)

     CONRADO. -En hora buena; pero volveré pronto, y entonces me oiréis, ¿no es verdad?

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Sí, Sí. (Vase CONRADO por una puerta de la derecha.)



Escena X



El PRÍNCIPE DE SAN MARIO, el MARQUÉS DE POMPILIANI, ARALDI; a poco, FABIO CONTI, DAMAS y CABALLEROS; después, la CONDESA; en seguida, ÁNGELA y criados de Palacio.



     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. - (Corriendo hacia el MARQUÉS DE POMPILIANI.) ¡Al fin! ¿Estáis seguro de lo que acabáis de decir?

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -Si lo he visto y oído, ¿cómo no?

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Y ese billete, ¿qué decía?

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -¡El diablo lo sabrá! (Empieza a oírse la música del baile.) Sí; ¡para bailar estamos ahora!

     ARALDI. -Vedle. (Señalando a FABIO CONTI, que aparece en el fondo, rodeado de DAMAS y CABALLEROS. Todos entran.)

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Todos le felicitan. Los mismos que ayer...

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -Ese es el mundo.

     FABIO CONTI. -Gracias, señores, gracias.

     CABALLERO 1º. -Noche de júbilo, amigo Conti.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -(¡Noche de infierno!)

     CABALLERO 2º. -¿Y decís que la Condesa...?

     FABIO CONTI. -Saldrá desterrada de orden de Su Alteza.

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -Me alegro.

     UJIER. -(Dándole un pliego.) Para el señor Marqués de Pompiliani.

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -(Leyendo.) ¡Virgen Santísima! ¡Desterrado también! (Óyese rumor de voces.)

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -(A ARALDI.) ¿No oyes?

     CABALLERO 1º. -¿Qué rumor será ése?

     ÁNGELA. -(Dentro.) ¡Dejadme entrar! ¡Dejadme entrar!

     FABIO CONTI. -¡Parece una loca! (Asomándose a la puerta del foro. Todos le siguen, menos el PRÍNCIPE DE SAN MARIO, ARALDI y el MARQUÉS DE POMPILIANI.)

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -(¡Aún más.)

     FABIO CONTI. -Habrá burlado la vigilancia de los guardias a favor de la confusión que reina a las puertas de Palacio.

     VOCES. -(Dentro.) ¡Detenedla! ¡Detenedla!

     CABALLERO lº. -Ha quitado la espada a un oficial y se abre paso por en medio de la multitud.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -¡Qué haré!

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -¡Es ella! ¡Viene a buscarme, sin duda!

     ÁNGELA. -(Dentro y más cerca.) ¡Dejadme! ¡Quiero verle!

     CONDESA ADELAIDA. -(Saliendo por la puerta de la izquierda.) ¡Ese ruido! ¡Esas voces!

     FABIO CONTI. -Que no se le haga ningún mal. (Sale ÁNGELA, seguida de criados y otros varios nobles. Se para en la puerta del foro, deja caer la espada que trae en la mano, y dice, con sonrisa de triunfo:)

     ÁNGELA. -¡Entré! (La música sigue oyéndose muy piano durante toda esta escena.)

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -¡Que no me vea! (Se oculta con ARALDI entre la multitud.) ¡Desdichada!

     ÁNGELA. -(Mirando en torno suyo.) No le veo. Este no es. (Acercándose a varios CABALLEROS y examinándolos con detención.) Tampoco éste... Tampoco... No está.

     CABALLERO 1º. -¿Buscas a alguno?

     ÁNGELA. -Sí, a uno..., a uno...; pero a ti no te importa... ¡Ah! ¡Cómo os divertís por aquí! ¡Cuántas luces! (Mirando hacia adentro.) ¡Cuánta gente! Este es Palacio. Aquí es donde moran los que debían saberlo todo y no saben más que lo que les quieren decir... Aquí es donde muchos parecen ser... lo que no son.

     FABIO CONTI. -Vamos; sacadla de aquí. (Se acercan los UJIERES.)

     ÁNGELA. -Pues, me quieres echar, porque vengo a pedir justicia.

     FABIO CONTI. -(Sus palabras encierran un misterio...) A nadie se le niega.

     ÁNGELA. -¿Y quién la otorga?

     FABIO CONTI. -¡Yo!

     ÁNGELA. -¿Tú?

     FABIO CONTI. -Yo soy ahora el encargado de administrarla.

     ÁNGELA. -Y la administras así.... divirtiéndote..., bailando quizá...

     CABALLERO 1.º-No es tan loca como parece.

     ÁNGELA. -En vez de estarte aquí sin hacer nada de provecho, podías ocuparte en indagar quién la necesita, y a fe a fe que habías de hallar unos pocos.

     FABIO CONTI. -¿Y tú eres una?

     ÁNGELA. -Sí. (Con gran misterio.) Me han arrebatado una madre, me han arrebatado la honra; pero esto no se lo digas a nadie..., porque si él llega a entender...

     FABIO CONTI. -Explícate.

     ÁNGELA. -Vosotros creéis que es su padre... (ÁNGELA ase con una mano a FABIO CONTI y con la otra a la CONDESA.) Pues bien: yo sé que no lo es.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -¡Oh! (Sin poderse reprimir, sale de en medio de un grupo como para detener a Ángela.)

     ARALDI. -(Sin dejarse ver de ÁNGELA.) ¡Imprudente!

     ÁNGELA. -¡Chit! (Viendo al PRÍNCIPE DE SAN MARIO. Pausa.) ¿Quieres hacerme justicia? (Llevándose a FABIO CONTI al ángulo opuesto.) Pues manda que al momento encierren a ése en un calabozo. (Señalando al PRÍNCIPE DE SAN MARIO. Movimiento en los grupos y murmullos prolongados.)

     FABIO CONTI. -¿Por qué?

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -(Al oír lo que dice FABIO CONTI.) No la hagáis caso.

     ÁNGELA. -(Viendo al MARQUÉS DE POMPILIANI.) Ese..., ja.... ja...; ése me da risa; el pobre tonto, al ver aquel papel, se habrá creído que yo... ¡Ja, ja! Y él, que es tan vanidoso..., y que no tiene nada de perspicaz..., ja..., ja... No..., a ése no le hagas nada.

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -¡Esto sólo me faltaba!

     CONDESA ADELAIDA. -(Es preciso sacarla de aquí y evitar que Sus Altezas se enteren... ) (A ÁNGELA.) Ven; yo sé dónde está Conrado.

     ÁNGELA. -¿Sí? ¿De veras? Vamos corriendo.

     CONDESA ADELAIDA. -(Con dignidad, a los CABALLEROS.) Paso, señores, paso.

     ÁNGELA. -(Al PRÍNCIPE DE SAN MARIO, poniéndole una mano en el hombro.) Adiós; ya sabes que te conozco. (Corriendo al lado opuesto donde se halla el MARQUÉS DE POMPILIANI.) Tú no tengas miedo; no te guardo rencor. (A FABIO CONTI, que se halla en medio de la escena.) ¿Con que me harás justicia? Adiós. ¡Voy a verle! (Con misterio a los CABALLEROS y DAMAS. Vase corriendo, seguida de la CONDESA.)

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -(A ARALDI.) (Mañana no ha de vivir esa mujer)

     ARALDI. -¿Qué os decía yo?

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Es preciso. Sígueme. (Vanse.)



Escena XI



FABIO CONTI, el MARQUÉS DE POMPILIANI, DAMAS y CABALLEROS; en seguida, CONRADO por una puerta de la derecha.



     FABIO CONTI. -Y el Príncipe se va... ¿Qué quiere decir esto?

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -¡Las cosas que pasan en este mundo!

     CONRADO. -(Al salir.) En vano tratáis de detenerme.

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -(¿Otro loco?)

     CONRADO. -¡Príncipe! ¡Príncipe de San Mario!

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -Acaba de salir.

     CONRADO. -(Quitándose las charreteras de capitán y arrojándolas sobre una mesa. Rumores prolongados.) Pues bien: oídme todos. Estas insignias no me corresponden. (Desnudando la espada y poniéndola también sobre la mesa.) Esta espada de caballero no debe pender de mi cintura. El Príncipe no es mi padre. Pertenezco al pueblo. Pertenezco al pueblo. (Dirigiéndose a varios lados como para que le oigan todos. Gran agitación entre las DAMAS y CABALLEROS.)

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -¡Ya escampa!

     FABIO CONTI. -¿Estáis cierto de lo que decís? (Todo este diálogo debe ser muy rápido y dicho con gran calor.)

     CONRADO. -Puedo jurarlo.

     FABIO CONTI. -¿Tenéis pruebas?

     CONRADO. -Sí.

     FABIO CONTI. -¡Hola, ujieres, guardias! (Preséntanse en la puerta del foro varios ujieres y un capitán.) Señor capitán, buscad al Príncipe de San Mario y prendedlo. (Vase el capitán.)

     FABIO CONTI. -(Con ansiedad.) Me habéis dicho que tenéis pruebas.

     CONRADO. -Tomad una: este papel. (Dándole el que ALBERTO mostró a ÁNGELA en el tercer acto. FABIO CONTI empieza a leer y lanza una exclamación de gozo.) ¿Queréis otra? ¿La mejor? Venid y me veréis en brazos de mi verdadero padre. (CONRADO entra por la puerta de la derecha, seguido de FABIO CONTI.)

     MARQUÉS DE POMPILIANI. -(Rápidamente.) ¡Y yo desterrado! (Rumores prolongados. Las DAMAS y CABALLEROS empiezan a retirarse por la puerta del foro.) El Palacio se ha convertido en una casa de locos.



FIN DEL ACTO CUARTO





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Acto quinto

     La misma decoración de los actos segundo y tercero.



Escena I

     

ARALDI y MAGDALENA.

          ARALDI. -No temáis; confiad en mis promesas.

     MAGDALENA. -No dudo de vuestro saber, pero soy madre y mi hija padece.

     ARALDI. -Clara prueba os doy de que me intereso por ella, cuando a tan altas horas de la noche vengo a visitarla.

     MAGDALENA. -¡Nos ha dado un susto!... No quería decíroslo por temor de enojaros. Agotadas sus fuerzas, creímos que se había tranquilizado; fuimos a prepararle una bebida, y cuando volvimos después de breves instantes, había desaparecido. Salimos a la calle y la buscamos en vano. ¡Temí haberme quedado sin hija! Al cabo de una hora nos la trajo una dama de Palacio. ¡Qué hora!

     ARALDI. -(¡Pobre mujer!... Me da lástima...)

     MAGDALENA. -Me habéis ofrecido salvarla. No lo olvidéis. Somos pobres..., pero podéis llevaros por de pronto todo lo que haya en la casa; y después, cuanto ganemos en un año, en dos, en tres, en los que queráis, será para vos... ¡Con tal de que mi hija no se muera!... ¡La quiero tanto! ¡Es tan desgraciada!

     ARALDI. -A mi me bastará la satisfacción de... (Acabemos de una vez. Me creí con más valor.) Dadme un vaso de agua. (MAGDALENA entra en su cuarto y vuelve en seguida con un vaso de agua.)

     MAGDALENA. -Tomad.

     ARALDI. -(Sacando un frasquito y echando algunas gotas de su contenido en el vaso de agua.) Diez o doce gotas de este licor bastarán... No se negará a tomarlo; ya veis, parece agua clara.

     MAGDALENA. -¿Y creéis que logrará algún alivio?

     ARALDI. -Pronto dejará de padecer.

     MAGDALENA. -¿De veras? ¿Descansará?

     ARALDI. -Sí; ¡descansará!

     MAGDALENA. -¡Oh señor, dejadme besar vuestra mano!

     ARALDI. -(Turbado y deteniéndola.) ¿Qué hacéis?

     MAGDALENA. -Mirad; ella viene.

     ARALDI. -Es muy tarde; me retiro.

     MAGDALENA. -El cielo os bendiga. Mi hija y yo.... ¡yo también!, os deberemos la existencia.

     ARALDI. -(Era preciso. El Príncipe me aguardará impaciente.) (Vase.)



Escena II



MAGDALENA, ÁNGELA y luego JULIETA.



     ÁNGELA. -(Sale lentamente y va a sentarse en una silla que habrá cerca de la mesa en el lado opuesto.) ¿Ha venido Conrado?

     MAGDALENA. -Todavía no.

     ÁNGELA. -No vendrá; va a partir a la guerra.

     MAGDALENA. -(Acercándose a ella con la mayor ternura.) ¡Infeliz! ¿Tienes sed?

     ÁNGELA. -No.

     MAGDALENA. -(Tomando el vaso de agua y queriendo hacerla beber.) Vamos, bebe un poco.

     ÁNGELA. -Agua, no; no quiero agua.

     MAGDALENA. -Yo te lo ruego.

     ÁNGELA. -(Exasperándose.) No; he dicho que no. ¡Parte hoy! ¡Quiere dejarse matar!

     MAGDALENA. -(A JULIETA, que sale. Deja el vaso encima de la mesa.) ¡Ah! ¿Eres tú? ¿Le has visto?

     JULIETA. -Sí.

     MAGDALENA. -¿Le hallaste en Palacio?

     JULIETA. -Estabais bien informada. Esta noche había baile; pero cuando yo llegué ya salían todos en desorden, hablando acaloradamente. Esta circunstancia favoreció mi entrada. Di con el señor Conrado y le entregué vuestro billete. Me ha respondido que vendrá al punto.

     MAGDALENA. -¿Cómo has tardado tanto?

     JULIETA. -Al volver no me dejaban pasar por esa otra calle.

     MAGDALENA. -¿Quién?

     JULIETA. -Unos soldados que, según me he podido enterar, estaban guardando la puerta de la casa que forma esquina con ésta, adonde han venido a prender a uno.

     MAGDALENA. -Pero Conrado vendrá, ¿no es esto? ¡Ojalá que no se frustren nuestras esperanzas! ¡Mírala!... Se niega a tomar una medicina que el médico ha encarecido mucho.

     JULIETA. -¡Eh! Condenados jaropes, que no sirven para nada. La presencia del señor Conrado sí que será una excelente medicina...

     MAGDALENA. -Sin embargo... (ÁNGELA permanece sentada y con la vista fija.)

     JULIETA. -Ahora está tranquila; no la exasperéis, que será lo peor...

     ÁNGELA. -¡No vendrá!

     MAGDALENA. -¿La oyes?

     JULIETA. -Dejadle ahí el vaso, y tal vez ella, sin que nadie se lo diga... (Mirando el vaso, sin moverse de su sitio.) Parece agua. Y nosotras vamos a esperar afuera al señor Conrado, no vaya a entrarse aquí antes de que le hayamos dicho...

     MAGDALENA. -(Señalando a ÁNGELA.) Sí; quiero enterarle detalladamente de su estado, de las frases que pronuncia en su delirio, y manifestarle cuánto esperamos de esta entrevista.

     JULIETA. -Me parece que suben la escalera.

     MAGDALENA. -Vamos. (Vanse ambas y cierran la puerta del foro.)



Escena III



ÁNGELA.



     ¡No vendrá: va a partir a la guerra; me cree culpable! (Se levanta y empieza a pasear por la escena. Da un grito y hace ademán de ponerse a escuchar.) ¡Oh! ¡Ruido de tambores! ¡Cuántos soldados! Llevan las banderas desplegadas. Irán a la guerra. (Colocada en la mitad de la escena y mirando a cualquier lado.) ¿Partirá Conrado con ellos? No le veo. Pasan..., pasan tantos...; sí, allí va..., aquél es... Le llamaré. ¡Conrado, Conrado! No me oye con el ruido de los tambores... Ran..., ran.... plan..., plan... Ya se va alejando... Apenas se percibe. Han llegado a la orilla del mar... Se embarcan..., el viento hincha las velas..., las naves parten, y corren, y vuelan por las olas... ¡Vientos de la mar, apiadaos de mí; no prestéis impulso a la nave que me lo arrebata! ¡Qué lejos van ya..., qué lejos..., qué lejos...!; pero yo los veo todavía... ¡Oh! Allí se divisa el enemigo, que los aguarda ansioso. ¡Ya están frente a frente! ¡Detenedlo! ¡Corred! ¡Cobardes!... ¡Si yo estuviera a su lado!... ¡Van a herirle!... ¡Le hirieron!... ¡Va a caer!... ¡Jesús! ¡Cayó! (Se cubre el rostro, horrorizada. Pausa. Arrodillándose en medio de la escena y elevando las manos al cielo.) Un ángel baja de las nubes, se inclina hacia Conrado y le dice al oído: «Ángela es inocente. Dios permite que te levantes y vayas a buscarla para que ambos subáis juntos al cielo.» (Poniéndose de pie.) ¡Conrado se levanta! ¡Qué pálido está! ¡Cuánta sangre brota de su herida! Su planta se desliza por la superficie del mar...; viene en las alas del viento... Ya entra en la ciudad...; ya llega a esta casa...; ya oigo sus pasos en la escalera...; ya llega a esa puerta...; ya la abre... (CONRADO abre la puerta en este momento y entra.) ¡Oh! ¡Ya está aquí! (Corriendo a arrojarse en sus brazos.) ¡Ya está aquí!



Escena IV



ÁNGELA y CONRADO.



     CONRADO. -¡Ángela!

     ÁNGELA. -¡Te esperaba! ¡Oh! (Mirándole al pecho y retrocediendo espantada.)

     CONRADO. -¿Qué miras?

     ÁNGELA. -La sangre que brota de tu herida.

     CONRADO. -¿Qué herida?

     ÁNGELA. -Esa que tienes en el pecho. (Poniéndole el delantal donde cree ver la herida.) Deja, tal vez logre restañar... ¡Sale tanta! Mira, me he manchado las manos. ¡Mis manos tintas en sangre tuya! ¡La mía se hiela de horror! (Restregándose las manos.) ¡Y no se quita..., no se quita!...

     CONRADO. -Escúchame, Ángela... (Asiéndole ambas manos y mirándola fijamente.) Vuelve a la razón. Quería huir y vuelvo a tu lado. Quería aborrecerte y no te aborrezco... Soy tu igual. Dime que me ciega un funesto error, y en lazo eterno viviremos dichosos toda la vida.

     ÁNGELA. -Sí, muy dichosos...

     CONRADO. -Recuerda lo que anoche pasó aquí. Mírame; recobra tus sentidos. ¿Amas a aquel hombre? No, no puedes amarlo. En todo cuanto ha sucedido debe haber algún misterio que no puedo comprender.

     ÁNGELA. -No me mires así; tu mirada me hace daño.

     CONRADO. -Ángela, ¿me amas?

     ÁNGELA. -Ven aquí. (Llevándole a un ángulo del teatro.)

     CONRADO. -Nadie nos oye; habla sin temor.

     ÁNGELA. -¿Que si te amo? Sí; te amo con amor puro como el rocío, eterno como el alma.

     CONRADO. -¿Y he podido dudarlo? Pero explícamelo todo. ¿Por qué escribiste al Marqués aquella carta?

     ÁNGELA. -(Como recordando.) ¿Al Marqués? ¿Una carta?

     CONRADO. -Le dabas en ella una cita.

     ÁNGELA. -Sí; me acuerdo bien.

     CONRADO. -Y ese hombre entró aquí.

     ÁNGELA. -¿Y tú le viste?

     CONRADO. -Y creí que me habías engañado.

     ÁNGELA. -Y cuando iba a decirte la verdad, aquella mano helada que asió la mía...

     CONRADO. -(¡Vuelve a desvariar!)

     ÁNGELA. -(Como si hablase con el PRÍNCIPE DE SAN MARIO.) ¡No la matéis! ¡Es mi madre! Sí, sí, escribiré. Papel, pluma. (Se sienta cerca de la mesa, dobla papel, coge una pluma precipitadamente y empieza a escribir.) Todo lo que queráis.

     CONRADO. -Vuelve en ti. ¿Qué venía a hacer ese hombre a tu casa?

     ÁNGELA. -Venía a verme. Nos queremos mucho; me ha regalado brillantes. ¿Pensabas que mi fe había de ser eterna? Ya ves como no.

     CONRADO. -No prosigas.

     ÁNGELA. -¿Por qué? Solemne chasco te hemos dado. (Mi madre vivirá.)

     CONRADO. -¡Basta!

     ÁNGELA. -No, no puedo hablar. ¡Por todas partes hay ojos que me acechan, oídos que me escuchan, manos que me detienen!... Callaré, callaré; aunque partas, aunque te maten, aunque me aborrezcas, callaré, callaré, ¡callaré! (Entra precipitadamente en el aposento de la izquierda, en segundo término.)

    

Escena V



CONRADO, MAGDALENA y ALBERTO.



     MAGDALENA. -¿Qué habéis logrado?

     CONRADO. -Confundirme más y más.

     ALBERTO. -Vengo en tu busca. Araldi ha sido preso al ir a entrar en su casa, cercada por los soldados encargados de arrestar al Príncipe, y ha dicho que quiere hacer en seguida una declaración muy importante.

     CONRADO. -¿Y el Príncipe?

     ALBERTO. -No le han hallado en casa de Araldi. Los soldados salen ya convencidos de que no está en ella. Permanecerán, sin embargo, guardando la puerta.

     CONRADO. -Corramos a averiguar lo que dice Araldi.

     MAGDALENA. -¿Os vais?

     ALBERTO. -Volverá conmigo. (Vase, cerrando la puerta del foro.)

     MAGDALENA. -¡Hija desventurada! (Entra en el aposento donde se supone que se halla su hija; la puerta queda cerrada.)

     

Escena VI

     El PRÍNCIPE DE SAN MARIO, solo, entreabriendo con gran precaución la puerta secreta.

          ¡Nadie! (Entra con rostro pálido y desencajado. Corre hacia el balcón y se asoma.) ¡Oh! También hay soldados en esta calle, y se divisa el resplandor de las luces de los que están en la otra. ¡Tampoco por aquí puedo salir! ¡Oh! (Dando un grito y mirando hacia la puerta secreta.) Creí que venían siguiéndome, que abrían esa puerta. No; ya han abandonado esa casa fatal, y yo he podido salir del estrecho recinto en donde me ahogaba... ¡Al fin puedo respirar! He oído lo que hablaban. ¡Descubierto mi secreto! Ayer, Príncipe; hoy... ¡Yo preso, yo encerrado en una cárcel! (Volviendo a asomarse al balcón.) Todavía no se han ido. ¡No, no se irán! ¿Qué haré? En esa casa volverán a entrar, y entonces quizá, den conmigo... Aquí me verán. ¡Oh! Me arrojaré a los pies de esas mujeres, ¡les pediré perdón! ¿Y Araldi? ¿Lo habrán preso al salir? ¿Habrá huido? ¡Y no me veré vengado!... ¡Conrado! ¡Un día, uno solo, para gozarme en tu desesperación! Apenas puedo tenerme en pie. Una sed devoradora abrasa mi pecho. (Va con paso trémulo hacia la silla que habrá cerca de la mesa, se deja caer en ella y ve el vaso de agua.) ¡Ah! (Bebe con ansia.) ¡Me siento con nuevo vigor para arrostrar nuevos infortunios! (Se asoma otra vez al balcón.) Ya han desaparecido esos hombres. Tampoco se divisa el resplandor de las antorchas. Salgamos. (Dirigiéndose a la puerta del foro.) ¡Suben por la escalera! (Corre a la puerta secreta, la abre y vuelve a cerrarla con rapidez.) ¡Fatalidad! Luces en esta casa. Han vuelto a entrar en ella. ¡Aquí! (Abre la puerta del aposento de la izquierda, en primer término, y entra en él, volviendo a cerrar la puerta.)



Escena VII

     La CONDESA y JULIETA; en seguida, MAGDALENA; a poco, CONRADO, ALBERTO y ÁNGELA; luego, el PRÍNCIPE DE SAN MARIO.

          CONDESA ADELAIDA. -¿Dónde está? Que venga corriendo. Quizá sea tarde. (Entra JULIETA en el aposento donde está MAGDALENA.)

     MAGDALENA. -¡Qué me queréis?

     CONDESA ADELAIDA. -Esta noche ha estado aquí el médico de vuestra hija.

     MAGDALENA. -¡Sí!

     CONRADO. -(Entrando con ALBERTO.) ¡Ángela! ¡Ángela!

     ÁNGELA. -(Saliendo de su aposento.) ¡Su voz!

     CONRADO. -¡Vive!

     MAGDALENA. -¿Qué queréis decir?

     CONDESA ADELAIDA. -El médico de vuestra hija ha sido preso.

     ALBERTO. -Y acaba de declarar...

     CONRADO. -¿Dónde está un vaso de agua en que vertió, algunas gotas de un licor que traía consigo?

     MAGDALENA. -Aquí lo dejé. Vedlo.

     CONRADO. -¡Vacío!

     MAGDALENA. -Ese vaso...

     CONRADO. -¡Contenía un veneno!

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -¡Oh! (Sale dando un grito espantoso, y se queda como petrificado en un ángulo de la escena.)

     CONRADO. -¡Vos aquí?

     CONDESA ADELAIDA. -¡Cielos!

     MAGDALENA. -¡Socorro! ¡Mi hija está envenenada!

     CONRADO. -Pidamos auxilio.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -No es menester. Contra ese veneno no hay antídoto... Yo he apurado hasta la última gota lo que contenía ese vaso.

     CONRADO. -Él.

     CONDESA y MAGDALENA. -¡Oh! (Pausa, durante la cual todos observan con espanto las desencajadas facciones del PRÍNCIPE DE SAN MARIO, ocupando el ala derecha de la escena; él permanece en el lado opuesto, silencioso y sombrío, ÁNGELA le señala con el dedo.)

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -(Como consigo mismo.) Voy a morir... No hay remedio. ¡Para qué tantos afanes!... ¡Para qué tantos delitos!... ¡En esto vienen a parar las riquezas, el orgullo, el poder, la ambición! «Un día llegará en que todos seamos iguales.... os emplazo para ese día...» Ella lo dijo... ¡Qué helado sudor!... ¡Qué ansiedad!...

     ÁNGELA. -(Bajo, a CONRADO.) Ése..., ése puede explicarlo todo. (El PRÍNCIPE DE SAN MARIO se pasa la mano por la frente, como para limpiarse el sudor. Después se oprime con ambas el pecho, dando muestras de los dolores que empiezan a atormentarle.)

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -¡Y moriré maldito! (Como sintiéndose acometido por una idea repentina. Levanta las manos al cielo con paso trémulo y pausado, y se dirige hacia ÁNGELA, que va retrocediendo a medida que el PRÍNCIPE DE SAN MARIO se le acerca.)

     ÁNGELA. -¡Ése!... ¡Ése! (Retrocediendo. Cuando el PRÍNCIPE DE SAN MARIO está a su lado, se deja caer a sus plantas con un temblor convulsivo, inclinando la frente.)

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -¡Perdón!

     CONRADO. -¡Qué miro!

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -¡El crimen a los pies de la virtud! (Sin levantarse hasta que lo indique la acotación.)

     ÁNGELA. -¡Así! ¡Así!...

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Ángela, óyeme y responde: ¿No es verdad que un día hallaste en tu casa al Marqués, sin saber por dónde había entrado?

     ÁNGELA. -Sí.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Entró por una puerta secreta que hay en esa pared.

     CONRADO. -¡Oh!

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -¿No es verdad que yo vine aquí, y ofreciéndote salvar a tu madre te obligué a escribir una carta?

     ÁNGELA. -Sí, eso es.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -¿No te la dicté yo mismo?

     ÁNGELA. -Sí, eso es.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Y cuando fuiste a revelárselo a Conrado, ¿no sintió tu mano el contacto de la mía?

     ÁNGELA. -¡Gran Dios! ¡Qué velo se descorre ante mi vista!

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Era yo: había entrado por esa puerta.

     ÁNGELA. -¡Madre! ¡Conrado!

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Oye, Ángela, oye aún. (Su voz se va debilitando, y cada vez da mayores muestras de los dolores que sufre.) ¿No es verdad que tienes lástima de mí? ¿No es verdad que me perdonas?

     ÁNGELA. -¡Oh! (Tendiéndole una mano, que el PRÍNCIPE DE SAN MARIO besa.)

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -(Levantándose con gran trabajo, ayudado por la CONDESA y ALBERTO, cae en una silla.) ¿Y tu, Dios mío, me perdonarás también?

     CONDESA ADELAIDA. -¡Su piedad es infinita!

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -¡Grande es mi culpa!

     CONRADO. -No tanto como su misericordia.

     PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -Le arrebaté la razón: se la devuelvo; mancillé su honra: la rehabilito; quise separaros: os uno; os aborrecí: os amo. (Enlazando las manos de ambos jóvenes, que caen a sus pies.) ¡Adiós! Me he castigado por mi propia mano... Rogad por mí... ¡Dios mío!.... ¡per... dó... na... me! (Expira.)

     ÁNGELA. -¡Dios mío! ¡Misericordia! (Cuadro. Ambos jóvenes a los pies del PRÍNCIPE DE SAN MARIO; ALBERTO sostiene su cabeza, colocado detrás de la silla. MAGDALENA, a un lado. La CONDESA, a otro.)

     Fin del drama

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