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1.       Juan Cano, La poética de Luzán, Toronto, 1928, página 9.

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2.       Lugar citado.

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3.       Por esto, y según veremos más abajo, Cano cae con frecuencia en el error al aventurar conclusiones respecto de la importancia general de ciertas autoridades individuales y ciertos grupos de autoridades. El reciente estudio de la Poética, debido a Luigi de Filipo, es de la [60] misma especie que el de Cano, excepto que Filipo no arriesga ningunas conjeturas sobre la importancia relativa de las diversas fuentes teóricas de Luzán. El hispanista italiano no hace más que abrazar una de las dos opiniones más tradicionales, esto es, la que hace que las fuentes italianas de Luzán predominen. Véase Luzán, Poética, edic. Luigi de Filipo, «Selecciones Bibliófilas», Barcelona, 1956, t. II, págs. 211-234. Filipo, al parecer, no conocía el estudio de Cano al emprender el suyo. La edición preparada por Filipo, la primera desde el siglo XVIII, tuvo una tirada de tan sólo 300 ejemplares.

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4.       Al revisar su manual, Fitzmaurice-Kelly añadió el nombre de Crousaz a la lista de autoridades que él da como las fuentes de Luzán, lo cual hizo que su lista y la de Cejador se pareciesen aún más marcadamente. Véase Fitzmaurice-Kelly, A new history of spanish literature, Oxford, 1926, pág. 403.

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5.       A la vista de juicio tan insensato como este último, me resulta imposible resistir a la tentación de citar algún texto y algún otro detalle de las Actas de la Academia del Buen Gusto que se celebraba en esta Corte por los años 1749-1751, con las poesías originales que en ella se leyeron, manuscrito conservado en la Biblioteca Nacional de Madrid, bajo la signatura MS 18476. Llamando a sus compañeros por los nombres poéticos que usaban en las reuniones de la Academia, don José Antonio Porcel distingue en una ocasión el principal modelo poético de cada uno de estos «partidarios del clasicismo a la francesa» (según la frase de Barja, que muy evidentemente nunca vio ni aun por las tapas el manuscrito que voy a citar): «Cuanto más esfuerzo en este y aquel pasaje mi crítica -escribe Porcel-, siempre hallo en el Difícil [el Conde de Torrepalma], nuestro presidente, un enfático Góngora; en el Humilde [don Agustín de Montiano], nuestro secretario, un sentencioso y erudito Salas; en el Amuso [don Blas Antonio Nasarre], un fecundísimo y ameno Balbuena; en el Justo Desconfiado [el Conde de Saldueña], un culto y afectuoso Villamediana; en el Sátiro Marsias [el Duque de Béjar], un suelto y grave Coronel; en el Zángano [don José Villarroel], un gracioso Barrios, un Marcial castellano; en el Peregrino [don Ignacio de Luzán], un Ulloa, un divino Herrera; en la prosa del Marítimo [don Luis José Velázquez, marqués de Valdeflores], un elocuentísimo y florido Solís; y en mí, un pobre y despreciable Chaerilo (Horacio, Epistulae, lib. II, epis. 1), cuyos versos buenos apenas cumplirán el [68] número de las puertas de Tebas o de las bocas del Nilo» (leg. 13, fol. 1, rev.). En un Vejamen en verso de José Villarroel contenido en el legajo 21, se menciona a los siguientes «españoles poetas soberanos»: Garcilaso, Zárate, Lope, Calderón, Solís, Salazar, Pantaleón, Villamediana, Jáuregui, Boscán, Góngora, Pellicer, Montalbán, Valdivieslo, Mendoza, Butrón, Quevedo, Moreto, León, Bocángel, Montoro, Coronel, Lupercios [sic], Matos, Polo y Espinel (fol. 3 sin numerar). ¡Valientes poetas franceses los que figuran en una y otra lista de los modelos seguidos y recomendados por los socios de la Academia del Buen Gusto! El legajo 17 contiene la traducción de una oda del griego Anacreonte vertida en el casticísimo metro de la redondilla; el legajo 19 contiene un romance titulado Al incendio de Roma por Nerón, que parece estar inspirado en el conocido romance popular «Mira Nerón de Tarpeya / A Roma como se ardía»; el legajo 22 contiene un soneto del Aventurero (José Antonio Porcel) cuyo significativo encabezamiento es Enviando unos dulces a una dama que no gustaba de otros versos que los de Garcilaso, en ocasión de hallarse indispuesta, y cuyos primero y último versos se tomaron de dicho poeta: «Cerca del Danubio en soledad amena» y «Oh dulces prendas por mi mal halladas», etcétera. Además de versos y prosa originales, hay en las Actas traducciones de los griegos, de los latinos, de los italianos y de algún salmo, pero no hay ninguna traducción de ninguna obra francesa. No sabe uno para qué servirán los manuales literarios, por lo menos cuando se trata del siglo XVIII.

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6.       Luzán le llama Jasón de Noris; y tanto en la edición de 1737 (pág. 455) como en la de 1789 (t. II, pág. 291), por causa de una coma mal colocada, parece que se trata de dos autoridades diferentes: «contra la [opinión] afirmativa del Mazzonio, del Speroni, de Jasón, de Noris y otros». Sin comentario alguno, Filipo (t. II, pág. 165) borró la coma después de Jasón.

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7.       Cano, La poética de Luzán, págs. 4, 9.

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8.       Por las versiones francesas, si bien no por el original, el Essay on criticism de Pope parece que era conocido por algunos lectores españoles antes de la publicación de la Poética de Luzán, entre ellos Feijoo, que debió de leerlo antes de 1734. Es posible que Luzán hubiera leído el Essay on Man de Pope antes de revisar su Poética, pero lo más probable es que sólo hubiera oído hablar de dicha obra del gran poeta inglés. En todo caso, Luzán menciona «el Hombre de Juan [sic] Pope, célebre poeta inglés, en el cual sólo alabo lo que un católico puede alabar sin ofensa de su religión» (Poética, edic. de 1789, t. I, pág. 113). Pero Luzán no indica haber conocido el Essay on criticism durante el mismo intervalo.

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9.       Cano, La poética de Luzán, pág. 131.

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10.       Si juzgáramos por las conclusiones de Cano, Aristóteles no parecería ser una influencia importante sino en el campo de la tragedia y la comedia (lib. III de la Poética). Es verdad que la influencia de Aristóteles es mayor en el lib. III, pero es, no obstante, muy importante en los otros tres libros de la Poética, en los cuales hay cincuenta y tres menciones de Aristóteles según el texto de 1737, y cincuenta y cuatro de acuerdo con el texto de 1789 (más del 25 por 100 del número total de referencias a Aristóteles). Si se tiene en cuenta las cifras de las tablas impresas arriba, también es difícil comprender cómo Cano habrá concluido que entre los comentaristas de la Poética de Aristóteles que influyeron en Luzán, el más importante después de Beni fue Robortello. Estas referencias a Cano y todas las demás hasta el final del presente estudio se toman, salvo otra indicación, de su Conclusión, págs. 131-132.

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11.       Poética, Zaragoza, 1737, pág. 303; Madrid, 1789, t. II, pág. 109.

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12.       En vista de ello, Cano resulta excepcionalmente confuso al concluir: «En lo referente al poema épico, aunque en la Poética de Luzán se halla todo lo que dice Aristóteles acerca de este particular, las fuentes principales las suministra el P. Le Bossu».

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13.       Hans Juretschke ha señalado que «los primeros elementos de una historia de la literatura española están en la Poética de Luzán, sobre todo en la segunda edición», y también hace notar que casi todos los resúmenes de la historia literaria española, hasta el de Quintana [82] inclusive, derivan del de Luzán (Vida, obra y pensamiento de Alberto Lista, Madrid, 1951, págs. 240-241). De las nuevas referencias a autoridades españolas que se añaden en la edición de 1789, relativamente pocas contribuyen a extender el alcance de las reflexiones de Luzán sobre la teoría de la composición poética; la mayoría de ellas se hallan en los capítulos introductorios al principio de los libros I y III, donde sirven para ampliar el bosquejo histórico que Luzán da de la poesía y la poética españolas.

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14.       Menéndez Pelayo, Historia de las ideas estéticas, edic. citada, t. III, pág. 220.

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15.       Lo mismo Fitzmaurice-Kelly que Cejador (lugares citados) sugieren que es tanto más fácil que Llaguno falsificara algunos trozos de la segunda edición de la Poética, cuanto que algunos años antes había suprimido en su edición ciertos pasajes de la Crónica de don Pero Niño, conde de Buelna de Díaz de Gámez; y el mismo Cano cita la observación del primero a este efecto (La poética de Luzán, pág. 11, nota 18). Fuera de que es manifiestamente incorrecto aplicar aquí el viejo adagio de que «A los años mil, vuelve el agua por do solía ir», hay muchos motivos para creer que al preparar el texto de la segunda edición de la Poética, Llaguno reflejó la voluntad de Luzán tan bien como hubiera podido hacerlo cualquier otro. Hace falta recordar que los hijos de Luzán dieron su aprobación a la segunda edición, pero tiene [85] aún mayor importancia el hecho de que Llaguno trabajó no sólo con el ejemplar personal de Luzán de la edición de 1737 (que éste había marcado para indicar dónde se habían de insertar las correcciones y adiciones que dejó escritas en su letra), sino también con las papeletas en que iban escritas las revisiones del autor, todo lo cual había sido conservado por don Agustín de Montiano y Luyando: «el ejemplar impreso, con lo adicionado y corregido, así en el mismo ejemplar como en papeles sueltos» (El editor [Antonio de Sancha], a los lectores, Poética, Madrid, 1789, t. I, pág. ii).

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16.       Para los epigramas latinos y las demás poesías latinas del mayor de los Iriartes, véanse las Obras sueltas de don Juan de Iriarte, Madrid, 1774, tomos I y II, passim. La Metrificatio de Tomás de Iriarte, junto con sus Notae critico-scholasticae, pueden consultarse en la BAE, t. LXIII, págs. 44-46.

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17.       Véase Isla, Fray Gerundio de Campazas, edic. Russell P. Sebold, «Clásicos Castellanos», Madrid, 1960-1964, t. I, pág. 171; t. II, pág. 81; t. IV, págs. 203, 208.

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18.       Bajo la influencia de la nueva filosofía inductiva sensualista, con su insistencia en la observación, Pope, Feijoo y otros resucitaron la premisa aristotélica de que las reglas de la poesía eran leyes naturales universales basadas en la observación directa y el análisis de la naturaleza (es decir, del proceso creativo natural) y formuladas en los términos de la propia naturaleza. Las leyes poéticas de Aristóteles, igual que las físicas de Newton, se consideraban como eternas por haber derivado de la naturaleza, mas esto no constituía ninguna limitación para el espíritu creador, porque en el setecientos las autoridades literarias insistían en que el infinito seno de la naturaleza encubría aún tantos principios nuevos, no descubiertos, de la poética, como nuevos cánones de la física. De aquí que, durante la Ilustración, la poética recuperara la libertad que había perdido mientras en la decimoséptima centuria imperaban las que podemos llamar interpretaciones «cartesianas» de las reglas poéticas. [88] Hay atisbos de esta nueva actitud orgánica en Luzán, aunque él tiende todavía a ser mucho más «cartesiano» que Pope, Feijoo, Tomás de Iriarte, Jovellanos, Cadalso, el abate Batteux y otros críticos y críticos poetas del siglo XVIII.

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19.       Ya he demostrado que las llamadas «reglas» de la poesía no son, en efecto, sino una descripción empírica de esos aspectos del proceso creativo que son eternamente idénticos por lo mismo que derivan de esa eterna y básica psicología del Hombre que suele llamarse naturaleza humana. No podría ser más completa la coincidencia entre las reglas y las descripciones del proceso creativo que nos han dado los poetas modernos de todas las naciones. La gran originalidad de los preceptistas y críticos del setecientos consiste en haberse dado cuenta [89] por primera vez de que siempre quedan sin descubrir en el seno de esa misma naturaleza humana otros infinitos procedimientos y principios creativos que no son menos eternamente idénticos o menos universalmente válidos porque nadie haya acertado todavía a reconocerlos.

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20.       No he podido localizar en Estados Unidos un ejemplar de la edición príncipe de El hombre práctico, pero supongo que Paláu se equivocará al dar como fecha de dicha edición el año 1686. Tanto los catálogos impresos de la Biblioteca Nacional de Francia y el Museo Británico como la portada de la segunda edición, por la cual yo cito la obra, dan como fecha de la primera el año 1680. El pie de imprenta de la segunda edición es así: «IMPRESO EN BRUSELAS. AÑO DE 1680 / Y reimpreso en Madrid en el de 1764. / POR JOACHIN IBARRA».

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21.       Gutiérrez de los Ríos, El hombre práctico, 2.ª edic., Madrid, 1764, págs. 87-88. No puede ser por pura casualidad por lo que este delicioso librito tuvo dos ediciones nuevas (también: Madrid, 1779) durante el mismo período en el que, bajo la influencia de la crítica neoclásica, [92] los impresores españoles se ocupaban con diligencia de reimprimir a muchos poetas del Siglo de Oro cuyas obras en cada caso no se habían reeditado en más de cien años: fray Luis de León (1761), Garcilaso (1765), Esteban Manuel de Villegas (1774), Lupercio Leonardo de Argensola (1786), etcétera. En El hombre práctico, los lectores dieciochescos también hallarían antecedentes de sus ideas sobre otros muchos temas y cuestiones; porque no cabe duda que los sesenta y un discursos o ensayos contenidos en este libro constituyen el cuerpo de opiniones más modernas, mejor informadas y más cosmopolitas que se habían expresado en español hasta la aparición del primer tomo del Teatro crítico de Feijoo en 1726, y las materias tratadas por Gutiérrez de los Ríos son casi tan variadas como las que interesan al erudito benedictino: el tercer conde de Fernán Núñez dedica ensayos a la educación de los niños, los ejercicios físicos, el estudio de los idiomas y las matemáticas superiores, la pintura y la escultura, la música, la astrología, la historia, la filosofía y la química, la medicina, la poesía, la nobleza, el teatro, el conocimiento de sí mismo, la patria y los viajes, la muerte, etcétera. En filosofía, por ejemplo, recomienda en particular las ideas de Gassendi, así como las de Descartes (págs. 64, 66), que es una de las primerísimas ocasiones en que estos filósofos fueron mencionados por sus nombres en un texto escrito e impreso en lengua española. Gutiérrez de los Ríos incluso parece estar familiarizado con las primeras nociones sensualistas prelockianas (pág. 86 y passim). Sin embargo, El hombre práctico ni siquiera está mencionado en estudios como La introducción de la filosofía moderna en España (Méjico, 1949) de Olga Victoria Quiroz-Martínez, en cuyas páginas no se estudia sino a un solo propagador seiscentista español de la filosofía moderna, y se trata de uno que escribió exclusivamente en latín. Pero sin duda el pasaje más iluminativo para los historiadores de la cultura dieciochesca española (por cierto, que no carece tampoco de interés para los historiadores políticos) es el siguiente consejo expuesto en este libro de 1680: «La [93] lengua francesa es preciso saber hoy con perfección, así por lo mucho y bueno que hay escrito en ella, como por lo general que es casi en toda Europa, donde hay rara Corte de Príncipe o República donde no se hable mejor o igualmente que las maternas» (pág. 24). En su ensayo Algunos aspectos del siglo XVIII, Américo Castro dice que «una metódica exploración bibliográfica de la segunda mitad del siglo XVII quitaría, en mi opinión, bastante brusquedad a la iniciación en la cultura internacional a través de los libros de Francia» (en Lengua, enseñanza y literatura, Madrid, 1924, pág. 293; el subrayado es mío). Que yo sepa, no se ha emprendido nunca tal exploración, mas, por mucho que se buscara, dudo que fuera posible dar con otro documento más importante que los ensayos de Gutiérrez de los Ríos, porque con El hombre práctico se confirman todas las conclusiones de las recientes investigaciones de los historiadores literarios y políticos: a saber, que el siglo XVIII está orgánica, más bien que parentéticamente, relacionado con las demás épocas de la Historia española. (¿Cómo podría una nación o su cultura sobrevivir a un paréntesis de cien años?) Gutiérrez de los Ríos presagia, una vez más, el cosmopolitismo dieciochesco, así como la renovación neoclásica de otro interés del Siglo de Oro, cuando recomienda el estudio de la lengua italiana, «por lo mucho que hay que aprender en sus excelentes escritores, más que por lo que sirve al comercio de las gentes europeas» (pág. 24). Por fin, este libro es, a la vez, un importantísimo documento lingüístico para la historia de la lengua española en sí. No sería nada inexacto decir que esta obra de 1680 es de las primeras que se escribieron en el español del siglo XVIII: en su estilo se manifiestan ya todas las características esenciales de la prosa expositiva tan deliciosamente clara y moderna que la Ilustración española habría de forjar. Es de esperar que estos ensayos del tercer conde de Fernán Núñez, miembro singularmente ilustrado de una familia ilustrada e importante precursor de Feijoo, tengan algún día un editor. Merecen uno muy bueno, que esté tan bien preparado en la historia intelectual como en la literaria.

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22.       Los críticos -y desde luego hay que incluir aquí a Feijoo- no fueron los únicos en mostrar cierto interés por la poética clásica durante este período. Las disgresiones críticas y autocríticas indican que ciertos poetas perspicaces de la época preneoclásica también se interesaban por la poética. Por ejemplo, el poeta soldado Eugenio Gerardo Lobo, imitador de los sonetos de Garcilaso, lingüista y autor de sonetos en italiano lo mismo que en español, revela claramente que comprendía la distinción, de derivación aristotélica, entre lo particular histórico y lo universal poético, así como el concepto de la imitación universal, cuando reflexiona así: «Sentidas quejas, blandas expresiones, / Ayes amantes, lágrimas a ríos, / Efectos del amor y sus arpones, / No fueron de mi fiebre desvaríos, / Sino que afectos de otros corazones, / Supe yo exagerarlos como míos» (BAE, t. LXI, pág. 25a). En una conversación de 1727 sobre las causas de la decadencia poética de esos momentos, hasta el caótico Torres Villarroel se hace eco de la idea horaciana de que el arte tiene que sostener a la naturaleza en la composición poética: «Yermos de toda noticia y páramos de toda erudición, sin haber dado pincelada en el lienzo raso del entendimiento, se presumen favorecidos del natural y se predican poetas a nativitate, y ponderan su facilidad con aquello de Los poetas nacen, etcétera. Grandes son las obras de la naturaleza, pero yo he visto más cojos, ciegos y mancos a nativitate que poetas» (Visiones y visitas de Torres con don Francisco de Quevedo por la Corte, edic. Russell P. Sebold, «Clásicos Castellanos», Madrid, 1966, pág. 84). (El pasaje de Horacio aludido por Torres es el siguiente: ... Ego nec studium sine divite vena, / Nec rude quid prosit video ingenium: alterius sic / Altera poscit opem res, et conjurat amice; que son los versos 409-411 de la Epistula ad Pisones.) Incluso parece muy probable que hubiera algunos intercambios de ideas entre estas figuras antes de 1740, esto es, con bastante anterioridad a la aparición de grupos más o menos organizados de neoclásicos, tales como la Academia del Buen Gusto y la Tertulia de la Fonda de San Sebastián. Torres Villarroel conocía a Gerardo Lobo desde 1720 y [95] tantos (véase Torres Villarroel, Vida, edic. Federico de Onís, «Clásicos Castellanos», Madrid, 1941, pág. 93); y ya en la edición de 1737 de su Poética, Luzán recomienda a Gerardo Lobo como modelo (págs. 233, 234).

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23.       Más de setenta y cinco años antes de la publicación de la Poética de Luzán, Juan Bautista Diamante, como es muy sabido, escribió su comedia El honrador de su padre con más influencia de Le Cid de Corneille que de Las mocedades del Cid de Guillén de Castro.

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