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«Años de Fuga», novela del desencanto

Giuseppe Bellini





Siguiendo la huella del éxito internacional obtenido con la serie de entrevistas realizadas con su ya famoso compatriota y amigo Gabriel García Márquez y reunidas en El olor de la guayaba1, Plinio Apuleyo Mendoza ha visto en estos últimos años si no un momento de gloria, ciertamente de seria atención. Merecía la pena, pues Mendoza es mucho más que un entrevistador de talento: escritor de seguro valor, dotado de gran sensibilidad, hábil en captar situaciones de particular dimensión íntima, fino intérprete de hombres y ambientes.

Así, mientras en 1984 se publicaba La llama y el yelo2, libro de evocaciones, memorias literarias y políticas, diálogo íntimo con el padre transformado en figura mítica y patriarcal, volvía a editarse en España la novela Años de fuga3, por la misma editorial Plaza & Janés que en 1979 la había distinguido con el primer premio dedicado a la novela colombiana4. De esta manera el nombre de Plinio Mendoza -como ya se firmaba- volvía a presentarse al lector, y al crítico de la literatura hispanoamericana, en un momento en que este ámbito creativo aparecía más calmo, con una obra narrativa propia, despertando meditada atención, valoraciones más adecuadas, haciendo captar en el autor la presencia de una profunda problemática que envuelve los acontecimientos de América de los últimos decenios, implicando una ardiente experiencia personal.

Aunque resulta interesante examinar La llama y el yelo detenidamente, por su carácter no estrictamente narrativo nos valdremos de este libro sólo para conocer más en lo íntimo al escritor. No tanto nos interesan sus peripecias o sus amistades -la incondicional con García Márquez, por ejemplo, del cual, sin embargo, le aleja una diversa valoración política-, como el fondo humano que caracteriza a Plinio Mendoza, particularmente presente en el extenso, y relevante, «Diálogo con el padre». Este texto nos permite, en efecto, alcanzar una dimensión muy recatada del hombre, al tiempo que nos inmite en momentos intensos de la vida política colombiana de los años caracterizados por la lucha entre liberales y conservadores, el «bogotazo», en 1948, a raíz del asesinato del líder liberal Jorge Eliécer Gaitán, el fracaso sucesivo de toda esperanza revolucionaria de cambio.

En los años señalados Plinio Mendoza iba formándose una conciencia política, se afiliaba a la izquierda comunista, se entusiasmaba por la revolución cubana, iba a entrenarse en La Habana para la guerrilla, era corresponsal de «Prensa Latina», -viajaba al exterior, vivía en Caracas, Nueva York, París, Mallorca, pasaba por diversas experiencias políticas, profesionales y sentimentales. Cuando le muere el padre, de cáncer, tiene treinta y ocho años y una larga serie de frustraciones. Su condición era la que el mismo escritor denuncia al final de su «Diálogo con el padre», expresando el desaliento de toda una generación que se siente huérfana de los grandes guías:


«Producto de un mundo cambiante, turbulento y sin consistencia,
nosotros volábamos como pájaros que han perdido el norte,
      buscando, buscando siempre
      la tierra firme que ellos, los patriarcas, jamás perdieron»5.



Hay que meditar sobre estas palabras. No las dicta solamente un explicable sentimiento filial hacia la figura del padre -hombre político, ministro, etc.-, visto aquí sobre todo en su dimensión de hombre excepcional. La problemática de Plinio Mendoza procede de una serie de grandes desilusiones políticas, duros desencantos por cuanto se refiere a la ideología y a los hombres. Su novela, Años de fuga, título ya de por sí indicativo, está empapada, es evidente, de autobiografía. Sería fácil comprobarlo, cotejando pasajes, confesiones esparcidas en todas las evocaciones de La llama y el yelo. Por otro lado, el epígrafe de la novela nos pone sobre aviso. Sacado de Flaubert reza: «Avec ma main brûlée, j'ai le droit maintenant d'écrire des phrases sur la nature du feu». Mano quemada en la experiencia política y sentimental, naturaleza del fuego que a dichas experiencias se acompaña, especialmente la revolucionaria. Una novela, pues, que ya desde el epígrafe se anuncia como testimonio, reflexión sobre los hechos que atañen a uno, «gran novela del desencanto»6 como la definió Gabriel García Márquez, leído el manuscrito.

En las nuevas páginas que Mendoza dedica, en La llama y el yelo, a justificar -a sua manera- la actitud política de su célebre amigo frente a la revolución cubana, tal como se ha ido configurando en los años del poder -páginas de gran interés también para entender la actuación de tantos intelectuales latinoamericanos desde París, bajo el liderazgo de Cortázar-7, escribe que su propia existencia «estaba en saldo rojo», y que «O daba un viraje o se rompía el alma»; implicando a su esposa, Marvel -a la que Años de fuga va dedicada- añade que sólo Dios sabía todo lo que los aguardaba en «aquellos años de fuga por venir: inviernos, escaleras infinitas, apuros indecibles, antros y hospitales, amores extraviados, separaciones, llantos a medianoche en el Pont des Arts, sin que nunca, pese a todo, dejaran de amarse [...]»8.

¿Quién no se vería tentado, con la seguridad de dar en el blanco, a identificar en Ernesto, protagonista de la novela, al propio escritor, en María, su único amor verdadero, a Marvel? Naturalmente la nota autobiográfica sufre profundas elaboraciones en Años de fuga, y sin embargo, cuando uno ha leído la novela y lee después las páginas declaradamente autobiográficas de La llama y el yelo, se da cuenta mejor de cuánta materia personal existe en ella. Y tanta que los dos libros acaban por revelarse imprescindibles: confesión e invención se conjugan para revelar una única realidad, la del autor.

En Años de fuga hay que subrayar de pronto el interés que presenta su estructura. El narrador parte de una última experiencia parisiense, con una serie de reencuentros con personajes -hombres, y mujeres especialmente-, conocidos y frecuentados durante sus anteriores estancias en la capital francesa. Aunque nada del pasado se repite, la sugestión mítica de París sigue manifestándose en Ernesto. El protagonista la expresa en varias ocasiones, como en la presentación de este paisaje nocturno, vibrante de sentimiento:

«... De afuera, de la noche del marais negra de patios y mansardas, venía una brisa tibia de verano. Hacia el lugar donde parecía encontrarse el Sena el cielo se teñía de difusos resplandores, una especie de halo luminoso que surgía sobre los tejados y que bien podía corresponder a las agujas de la Santa Capilla o a las torres de Nôtre Dame iluminadas»9.

Numerosas captaciones del carácter de la ciudad, en este orden sentimental y con fina sensibilidad pictórica, salpican la novela, hechas más convincentes también por un intenso uso del francés en la indicación toponomástica y otras expresiones, como lo hará años después Manuel Scorza en La danza inmóvil. Plinio Mendoza es artista refinado y sensible, hábil intérprete del paisaje urbano. París sigue siendo para él la ciudad encantadora, por más que sean las experiencias existenciales negativas. El momento espiritual al que corresponde el pasaje antes citado, eficaz introducción a toda la novela, será origen de evocaciones nostálgicas del pasado, intervaladas por una deslumbrante experiencia en Mallorca. El tiempo pasado irá insertándose con alternancia constante en el tiempo actual, para reconstruir la vida del protagonista, el autor mismo. Tres momentos parisienses del pasado; el último después de una frustrada experiencia chilena en tiempos de Allende, que termina con el golpe militar, una actuación de gran desencanto, sobre la que ahora se vuelca la ironía dolorosa de Ernesto.

Cinco son los capítulos de la novela y entre ellos se insertan cuatro llamados «inter-capítulos», más breves, en los que se reconstruye progresivamente la infancia y la juventud del protagonista, una infancia antes luminosa, luego sombría, después de la muerte de sus padres, con chocantes iniciaciones sexuales -la tía-, el colegio, la amistad con personajes como Camilo Torres -amistad real del escritor: los personajes reales se mezclan continuamente en la novela-, la militancia de izquierda y la deludente experiencia de la revolución, el incendio del centro de Bogotá, la muerte de Torres ya cura guerrillero, la traición de los supuestos compañeros revolucionarios, que medran en el infortunio de los demás.

Para el lector todos los acontecimientos, todas las experiencias acaban por conectarse eficazmente. A pesar de los saltos temporales -el pasado se reconstruye mano a mano, a través de una serie de marchas hacia atrás, a las que sigue un orden cronológico ascendente- él va instintivamente ordenando las teselas que corresponden a la existencia del protagonista. Hasta que, en el último «inter-capítulo» y en el último capítulo los distintos períodos de la historia llegan a su encuentro, como fin de un aprendizaje y comienzo de una experiencia vital que ya se nos ha contado: a raíz de su experiencia bogotana -cuando ya Camilo Torres, después de haberse metido cura, de haberse vuelto guerrillero, ha muerto, y ha ocurrido el «bogotazo»- Ernesto decide dejar a Colombia para irse a París (último inter-capítulo); la última estancia parisiense del protagonista llega a su término, sin que él haya logrado nada y con la perspectiva más oscura para el futuro (último capítulo).

Por más que Ernesto deteste «la resignación, la tristeza, la muerte, el miedo, toda esa mierda envuelta en trapos negros» que respiró cuando niño y esté convencido, en su última aventura erótico-sentimental con Jacqueline, que no tiene ya «sino la vida, este instante, esta luz tan bella, esta muchacha que mañana se irá con un morral a la espalda»10, el futuro es una perspectiva vaga:


«Se besaron. Ella se bajó [del coche]. Al doblar hacia
la izquierda, alcanzó a verla, por última vez, echándose
el morral a la espalda.
Ernesto se alejó, sin saber qué rumbo tomar11».



La ficción termina, el libro concluye dejando abierta la continuación de una vida. El autor nos ha dado, en tanto, un cuadro eficaz de la existencia, material y espiritual, del personaje en su desarrollo y en ella nos ha presentado el drama existencial de tantos latinoamericanos de nuestros años en París. Un mundo que, por más éxitos o fracasos que tenga, por más evasiones eróticas o sentimentales que busque, no deja de seguir viviendo ligado a su tierra de origen, especialmente el artista, el escritor. Cuando Joaquín Marco afirma12 que ni siquiera en España, durante la época del «boom», el latinoamericano se integró en la cultura local, mejor se explica este hecho en los latinoamericanos establecidos en París, con relación al ámbito total de su existencia.

La impresión que Años de fuga deja en el lector es que en el extranjero -y no sólo en París-, el latinoamericano se siente en exilio momentáneo y sigue participando de todo lo que se refiere a América. A pesar de todo vive a parte, se encuentra, se reúne con gente que pertenece a ese «allá», del cual seguía pendiente con desgarradora nostalgia en su exilio parisiense hasta el derrocado dictador de Carpentier en El recurso del método13. Es un exilio insalvable, por más voluntario u ocasional que haya sido su origen, un desarraigo siempre doloroso, fuente, al fin y al cabo, de toda frustración.

París, como sabemos, ha sido siempre para la intelectualidad latinoamericana un lugar mítico. En la ciudad cosmopolita se suman ilusiones y derrotas y siempre París ha significado una experiencia profunda, determinante desde el punto de vista formativo, existencial. En años todavía no remotos grandes figuras de la cultura de América han confirmado lo que acabo de afirmar: de Neruda a Asturias, de Carpentier a García Márquez, de Cortázar a Scorza, a otros muchos. Y aunque Asturias no se dejó llevar a tratar temas parisienses en sus obras, París fue de gran importancia en su formación y tanto, que muriendo dejó sus manuscritos a la Bibliothèque Nationale. Por otra parte nadie puede olvidar qué significó Francia, qué significó París especialmente, en la vida de Neruda14, el papel que representó la cultura francesa en la formación y la obra de Carpentier, como también vuelve a confirmarlo El recurso del método, el norte que ha significado para García Márquez, Cortázar y Scorza. La danza inmóvil de este último es una nueva exaltación del mito de París.

Plinio Mendoza en Años de fuga no deja de seguir esta línea: París es, aquí también, atractivo y mítico, aunque para las experiencias sentimentales del protagonista es Mallorca el país solar, Deya, pueblo donde Ernesto transcurre una breve época feliz -intervalo entre dos residencias parisienses-, lugar siempre añorado después, frente a los muchos fracasos. A través de este contraste la fuerza avasalladora del mito parisiense parece atenuarse. El éxito o el fracaso, en la vida, hacen, naturalmente, bellos o detestables los sitios donde uno ha vivido, o vive. Ernesto regresa de una serie de experiencias revolucionarias que lo han decepcionado: Colombia, Cuba especialmente. Reveladoras son las páginas que Mendoza dedica, en La llama y el yelo15, a su personal experiencia cubana, a raíz del triunfo de la revolución, cuando el aparato del partido comunista -los «mamertos» los llama- se iba apoderando gradualmente del estado, insinuándose burocráticamente, hecho aceptado por el «caudillo» en cuanto le permitía «un alto margen de maniobra en las altas esferas del poder»16, aunque mínimo se lo dejaba en la base y la periferia.

Los grandes escándalos del régimen contribuyen a formar esta visión negativa, entre ellos el «caso Padilla», ante el cual el propio Mendoza logró desde París una protesta de intelectuales, franceses y latinoamericanos residentes en la capital. También a este propósito son de interés las páginas que el escritor dedica al tema en La llama y el yelo17.

En Años de fuga la decepción consecuente al curso de la revolución cubana la declara Ernesto. Semprún, Claudín, Franqui, tres expresiones de la «desviación» o de la «disidencia», son para el escritor prueba convincente de la actuación nefasta de la burocracia comunista: todos habían sido revolucionarios, creían en el socialismo, un socialismo «que no degenerara en opresiones burocráticas»18, y habían sido perseguidos. Ahora vivían en París, o volvían frecuentemente a esta ciudad y aun conservando su orientación de izquierda, renegaban la revolución cubana por cómo se había transformado.

El problema sigue candente en la intelectualidad no solamente latinoamericana. Hay también quien proporcionó justificaciones19. Por lo que atañe a Plinio Mendoza no cabe duda de que él ha hecho del tema cubano su motivo dominante, interpretándolo como máximo ejemplo de traición a la revolución democrática. Es un argumento que también lo divide de su entrañable amigo García Márquez, para justificar la «impertérrita», podríamos decir, adhesión del cual a la revolución cubana y su entusiasmo por Fidel Castro, nos da explicaciones interesantes, o curiosas, en las páginas que le dedica, no sólo en El sabor de la guayaba20, sino en La llama y el yelo.

En su interior Fidel sentiría la tiranía del poder21, del cual experimentaría también la soledad. García Márquez sería objeto de una intensa atracción hacia el personaje, sin duda carismático y poderoso -el poder sería otra atracción para el escritor colombiano-; en él vería la encarnación de sus personajes preferidos, el caudillo solitario, «un mito de los confines de su infancia recobrado, una nueva representación de Aureliano Buendía»22. Otro motivo, según Plinio Mendoza, sería un sentido de culpa: ahora que el éxito y el Nobel han llevado a García Márquez a una vida de rico, se apoderaría de él cierta preocupación, o mejor «La culpabilizada conciencia de izquierda que todos llevamos por dentro exige que las cosas queden claras (claras ahora y claras en las enciclopedias de la posteridad); no estamos con el mundo que concluye, sino con el que va a sustituirlo inevitablemente»23, si se cree en el dogma que asegura el futuro dominado por el socialismo vencedor.

Existe además la necesidad, instintiva, del «desquite»: el artista que ha durado años en la miseria y la incomprensión de su talento, una vez alcanzada la fama y la riqueza, se permite chocar al mundo burgués, que por tanto tiempo lo ha ignorado y despreciado, mientras ahora lo busca y lo aclama, con su revolucionarismo de hombre de izquierda.

No cabe duda, Plinio Mendoza destruye el mito de la revolución, al tiempo que presta un servicio que aparece dudoso a su amigo de siempre. Óscar Collazos ha hablado de «francotirador»24: lo más probable es que el afán de justificación sea el responsable de estas fallas.

El mito de la revolución igualmente se derrumba en Años de fuga, efecto de un amargo desencanto que creemos sincero. La experiencia chilena, en la que participa en cierto momento de su vida el protagonista, abandonando París con un grupo de compañeros venezolanos revolucionarios, pone de relieve el veleitarismo, el palabrerío superficial frente a los hechos:

«En realidad bebimos mucho pisco hablando de lo que deberíamos hacer si se producía un golpe militar. Y cuando se produjo, nos desplazamos con relativa rapidez hacia las embajadas»25.


Lo que Mendoza rechaza es la superficialidad en la práctica revolucionaria, el espontaneísmo irreflexivo, en el que tanta parte tienen la retórica, el gesto melodramático, sobre todo el oportunismo, la conducta camaleónica de los intelectuales. Contra ellos se lanza: son los que firman tanto manifiesto de protesta, duramente derrotados, perdidos, si dan con el infortunio de una equivocada interpretación de las directivas, como con el caso Padilla, que ocasionó serios problemas a varios firmantes de la protesta, entre ellos Cortázar, antes ensalzados, luego vituperados como enemigos de la revolución.

Plinio Mendoza, parece evidente, no ha abjurado de sus ideas de izquierda: se ha dado cuenta solamente, según declara, que en América latina la revolución se encamina fatalmente hacia otra forma de dictadura. Declaración grave. En Años de fuga el jefe de los revolucionarios venezolanos que se refugian en París, después del fracaso de su experiencia nacional, lo denuncia abiertamente. Refiere Ernesto:

«Hablaba del padre Marx y del padre Gramsci, y no se refería nunca a las democracias populares del Este sino a las burocracias populares. Hay que partir, vale, de la base de que las infames calumnias de la prensa burguesa acerca del socialismo son rigurosamente ciertas, decía muy serio. Y decía también: nosotros conocemos las cárceles del capitalismo: nos falta conocer las del socialismo: de ésas no se sale nunca, y la única esperanza que uno tiene es que lo rehabiliten después de muerto [...]».26


Este pasaje es una nueva expresión del desencanto, que en Plinio Mendoza procede de su directa experiencia, de modo que más duro es su juicio contra el pseudo-revolucionarismo de tanto intelectual «de izquierda», que vive seguro en su mundo burgués, gozando de todas las ventajas que ello significa. Refiriéndose a estos personajes escribe en La llama y el yelo:

«... todos ellos se las arreglan muy bien para vivir del modo más confortable posible en la vituperada sociedad capitalista.

Profesores universitarios, funcionarios de la Unesco o responsables de alguna colección editorial, escriben desgarrados ensayos, dolidos poemas sobre niños famélicos y mineros explotados (sin haber pisado nunca una mina), a la manera de Neruda (sin llegarle a los tobillos a Neruda),

ladran con furia en los talones de Borges,

ganan concursos en la Casa de las Américas -que premia más su docilidad política que su talento-, pasan su vida organizando toda suerte de coloquios y simposios sobre temas tales como el compromiso del escritor latinoamericano, viajan de un festival a otro convertidos en gitanos de la cultura y representantes de las desgarradas entrañas de América latina, en exiliados sin serlo,

siempre alternando sus jeremías y sus furiosas diatribas con las delicias de una buena mesa, los caracoles, el confit de canard, los vinos del Loira y de Burdeos».27



El pasaje es significativo de la orientación del escritor. En Años de fuga Vidales expresa parecidas opiniones, especialmente con relación a Regis Debray,

«un cartesiano francés, un normalista, imagínate, que nunca antes se había comido un mango, ni agarrado un palo de béisbol, ni bailado una rumba, y que nunca, con el cinturón de castidad de su moral marxista del barrio latino, se había hecho fotografiar leyéndose a Montesquieu o comulgando en la plaza de Nôtre Dame de París [...]».28



La visión que Vidales tiene del porvenir de América es totalmente decepcionante: el «tercer mundo» está destinado a ser explotado por todos, según sus intereses políticos, y «Lo único malo es que en este paseo estamos poniendo los muertos. Y lo que es aún peor, para nada29.

Se explica, pues, la «sensación de desaliento, de tristeza», experimentada por el revolucionario Ernesto a su regreso de Puerto Boyacá a La Dorada, y más tarde en Bogotá. La esperanza en la revolución como remedio para los males de América latina es otro mito que cae, sin que se plantee el problema de una alternativa, hay que decirlo. Con motivaciones diversas, la posición de Plinio Mendoza se verá confirmada en la posición asumida por Mario Vargas Llosa en Historia de Mayta. En la obra del escritor colombiano hay, por otra parte, muchas expresiones favorables acerca del novelista peruano y su conducta política.

En Años de fuga la decepción se manifiesta también a propósito de la amistad y el compañerismo. Hombres que han sido amigos durante los años difíciles de una vida compartida en el exilio, cuando la situación de uno de ellos cambia y llega el éxito y la riqueza, todo lo olvida. Es el caso, en la novela, del pintor Viñas, quien vuelve a París ahora rico y famoso y mantiene distancias. Plinio Mendoza bien sabe lo difícil que es afirmarse y a través de cuantas humillaciones tiene que pasar el artista. Él las evoca de manera dramática en La llama y el yelo30, implicando, es natural, su personal experiencia, que todavía le duele. El escritor subraya también los peligros que acompañan el triunfo, el poder y la riqueza, «retrasados», diríamos, asumidos, por consiguiente, con intenciones de venganza:

«En nosotros, latinoamericanos, el poder y la riqueza,

vindicativamente asumidos,

lastiman casi siempre, producen llagas secretas, que a su turno determinan comportamientos también vindicativos: éstos afloran cuando el humillado de ayer se ve sorpresivamente mimado por las hadas de la fortuna.

En los artistas que triunfan, este sentimiento se ve exacerbado aún más por el desprecio con que su autoridad era mirada, antes de que ella asumiera el único valor respetable para la clase dirigente: su valor mercantil.

La brutalidad de las relaciones de clase, entre nosotros;

el comportamiento dual de la burguesía frente al artista: de desprecio o adulación, según el talento sea o no capaz de producir dinero

(única norma confiable de valoración),

hacen que en el artista el triunfo venga acompañado siempre de sangrantes y secretos propósitos de desquite».31



Representante significativo de este fenómeno en Años de fuga es el mencionado Viñas, pintor ahora grandemente cotizado. Mendoza pone de relieve sobre todo el cambio que la fama y la riqueza han determinado en el personaje: algo parece haberse gastado en él; su gusto por las cosas costosas se acompaña a la desconfianza hacia los amigos de un tiempo, que permanecen en la desgracia. Ernesto, que no ha logrado salir de las dificultades, antes, que más se ha ido enredando en ellas, lo observa con la ventaja de una posición moral que no ha cambiado, y lo condena. Una larga tradición literaria de desprecio y desconfianza hacia el dinero pervive, evidentemente, en el protagonista-autor, con su lejana raíz en Quevedo. La riqueza cambia, y corrompe, a los hombres, afirmaba sustancialmente el gran satírico del siglo XVII: Plinio Mendoza está igualmente convencido de ello, como lo estaba otro gran novelista, Miguel Ángel Asturias32.

El mito de la amistad, que se ha cimentado en la desventura y el peligro, se derrumba, y sin embargo, celebrando a su amigo García Márquez, el mismo escritor colombiano se encarga de desmentir tan negativas conclusiones. ¿Cómo explicarnos, entonces, tanto pesimismo en Años de fuga? Protagonista, y autor, siguen evocando un pasado difícil, pero en sí positivo, dominado por ilusiones que los hechos y los hombres se han encargado de destruir. Como suele ocurrir, este pasado se ha transformado, para ambos, él mismo, en categoría mítica. Cuando Ernesto (Plinio) vuelve a París, después de tantos fracasos y decepciones, la ciudad se le presenta como siempre atractiva. La decepción procede de la constatación de que todo ha cambiado, no importa si mejorando materialmente, a veces. La verdad es que la juventud ha pasado y el protagonista ha alcanzado los cuarenta, edad en que empieza uno a ver falto de perspectivas el futuro, si todo ha sido una sucesión de fracasos.

En un París ya próspero y para el cual el atormentado período existencialista no es siquiera un recuerdo, el paso del tiempo se refleja sobre los personaje. Ernesto contempla asombrado la transformación, negativa, en Dominique, por ejemplo, en su época de estudiante linda muchacha: «Ahora había envejecido, tenía arrugas amargas alrededor de los ojos, se reía muy fuerte y olía a vino como un clochard»33.

El panorama parisiense es siempre encantador: un septiembre «deslumbrante», de luz «dorada, increíble, ya casi otoñal»34; el aroma de los castaños, los pájaros, el «perturbador e incesante desfile de muchachas en minifalda paseándose por Saint-Germain-des-Près» 35 representa algo todavía exaltante. Ernesto parece no darse cuenta de que, a pesar de todo, a pesar del permanente interés erótico, algo ha cambiado en él, en su espíritu. El incesante atractivo del sexo ya es un ejercicio pasivo, carece de entusiasmo, representa más bien una fuga de la realidad, no una afirmación, una conquista. Y realmente «Al París de sus veinte años podía ponerle una rosa: una rosa y un suspiro, ahora que había vuelto»36.

Una sensación de inquietante fracaso sin remedio domina al protagonista de la novela, que ha regresado a París desde Colombia para buscar una nueva oportunidad «antes de que fuera demasiado tarde»37; oportunidad que nunca logrará encontrar. Pesan sobre Ernesto no sólo sus fracasos materiales sino también sus fracasos sentimentales. En medio de un incansable, tiránico, juego erótico se impone la amargura de un amor infeliz, el único verdadero, por María, una muchacha de Cartagena conocida en París. Sus propias contradicciones y su irreprimible atracción por las aventuras impiden que la unión sea duradera. La mujer acabará por dejarlo, a pesar de amarle y de seguirle amando, y se casará con otro, un hombre de condición acomodada, pero no será nunca feliz y después de varias tentativas de suicidio, logrará al fin salir de esta vida asfixiándose con el gas. Dramática conclusión. Vuelto a París, Ernesto, al aprender detalles desconocidos sobre el triste caso, siente más su indignidad, la orfandad en que ha quedado por su propia culpa. Una María de nuestro tiempo, sin duda, pero con un acentuado carácter dramático, romántico, triste, que mucho recuerda al lector a otra María, la de la novela homónima de Jorge Isaac, que Plinio Mendoza seguramente debió de tener bien presente al crear su personaje.

Con excepción de este episodio, Años de fuga es una larga sucesión de aventuras sexuales, donde el amor no aparece. El incesante juego del sexo es manifestación profunda de desarraigo, de infelicidad y desencanto. En las páginas de la novela desfilan mujeres numerosas, atractivas y fáciles, generalmente latinoamericanas que casos diversos han reunido en París, donde llevan una vida inútil, pasando de una fiesta-orgía a otra, haciendo uso de la droga y bebiendo, pasando de cama en cama, con hombres o con mujeres, indiferentemente, profesando programas pseudo-revolucionarios o pseudo-artísticos, atentas, en realidad, sólo, más que a divertirse, a matar el tiempo. Este juego erótico lo representa el escritor sin falsos pudores, con íntima fruición se diría, pero sin chocar nunca, sin caer en descripciones morbosas. Es una forma para denunciar el enajenamiento que la gran ciudad produce en una juventud que el desconcierto latinoamericano ha sacado de sus países: inconforme con el medio en que debía vivir, sigue en París desarraigada, naufragando en la superficialidad. Mito de la emancipación positiva, la capital francesa nada consigue en los personajes de Años de fuga, novela del constante fracaso y del más profundo desencanto.

Que América esté insistentemente en la mente de Plinio Mendoza no cabe duda alguna. Experiencias personales negativas originan tan decepcionante visión del porvenir. A pesar de todo París sigue siendo insustituible. Ciudad mítica, «París sería siempre París, había que ser extranjero para saber lo que era esta ciudad, para llevársela siempre como una espina por dentro, para amarla»38.

Esmerado escritor, hábil y dotado narrador, el autor de Años de fuga ha dado en su libro una de las más interesantes novelas latinoamericanas de los últimos decenios: problemática, íntimamente comprometida con la realidad americana, conectada con la mejor tradición literaria colombiana.

Nada de realismos mágicos, nada de invenciones fantásticas: únicamente adhesión ardiente a un drama que la memoria va evocando en su desgarradora realidad.





 
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