Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

  —[133]→  

ArribaAbajoCarta a José María

  —[134]→     —[135]→  

Amigo José María:

Ante todo pido perdón por no haber contestado antes; mi exposición de Madrid me ha llevado de cabeza, y después he pasado quince días malucho. Por lo demás, tampoco entendía muy bien lo que se me pedía o preguntaba.

Las generaciones -si es que existen- no me dicen nada, o casi nada: todos aquellos que componen, o se supone que componen, una generación, acaso tengan algo en común, sí, pero no será más que un estilo, un simple estilo, muy externo, de comportamiento social, quizá una especie, incluso, de... complicidad, pero no un estilo de ser. En esa mal llamada generación del 27 había, creo yo, amistad sobre todo, la muy andaluza amistad superficial, ligera, de unos cuantos que, por cierto, no todos, eran andaluces. Su mismo banderín gongorino era muy poco convincente; a la hora de la verdad, es decir, no propiamente a la hora de la reflexión, sino a la hora de la exaltación, del cántico, no pudo apenas oírse nada sustancioso sobre don Luis. Los excelentes estudios de Dámaso Alonso no son sino eso: estudios excelentes, concienzudos, serios, profesionales, profesorales, no el apasionado homenaje poético de unos poetas a un poeta. Góngora vino a resultar entonces, más que nada, un pretexto, una ocasión, un motivo -a falta de otro- para que unos cuantos sin ideal común, sin programa común, se reunieran en torno de algo, de algo que no les importase demasiado y que, por lo mismo, todos pudieran aceptar fácilmente. Como sucede siempre en España, era, pues, un grupo de... distantes, de separados, de opuestos.

Pasado ya un poco más de medio siglo, la obra de todos esos jóvenes que fueron apareciendo -quieran ellos o no- al amparo de Juan Ramón Jiménez se nos presenta un poco extraña y difícil de situar -eso que les gusta tanto a los comentadores profesionales-, y si, de pronto, intentamos revisar nuestras cuentas, podemos muy bien llegar a la conclusión -sospechada desde hace mucho, quizá más decididamente desde el estreno de Yerma- de que Federico García Lorca es un magnífico poeta... menor, decorativo, de un lirismo sobrante, con una muy curiosa mezcla de pillería y de inocencia mientras va cediendo voluptuosamente a las simples palabras. (La verdad es que, de no haber sido asesinado, podía muy bien,   —136→   dado su instinto, haber dejado atrás muchos adornos inútiles y acaso emerger entonces de su encantadora persona, si no propiamente un poeta... mayor, sí un poeta más firme.)

Su pareja torera, Rafael Alberti, gran versificador -buen lidiador-, pero poeta muy frío, muy... vacío, frío de vacío, es quizá uno de esos artistas... jóvenes que, a la hora debida, no aciertan a sobrepasar su juventud, es decir, no pueden pasar de magníficos novilleros brillantes a consistentes toreros adultos, viniendo a resultar así, como creía J. R. J. -que es sin duda el mayor, y mejor, y más fuerte, y más incómodo crítico español actual-, que Marinero en tierra es su libro más vivo, más fresco, más verdadero. Vuelve a darnos un libro muy considerable, es verdad -Sobre los ángeles-, y en cierto sentido, precioso, pero un tanto mecánico, sistemático, artificial, ya que sentimos muy bien que no existen tantos ángeles, o acaso que existen muchísimos más, un número infinito de ellos; un poeta, pues, más profundo, comprendería en seguida que no puede, poema tras poema, y mediante un surrealismo externo, manierista, ir diferenciando y catalogando ángeles, sino que es necesario aludir a todos en un auténtico poema único. En cuanto a sus poemas más o menos comprometidos o de inspiración social y política, mejor es no hablar.

Después, claro, o antes, nos encontramos con otro poeta magnífico -«de muchos quilates»-: Jorge Guillén. Me refiero, sobre todo, al Guillén del primer Cántico: un Guillén, desde luego, muy formal, de un impulso poético, de un arranque poético, más que cantado, exclamado, demasiado lleno de exclamaciones, pero legítimo. Eso, mi muy antiguo amigo Jorge Guillén, no había que tocarlo ya más, porque así era la cosa. Guillén tenía que haber aceptado, con humildad, su «perfección», su limitada perfección, aunque pudiera resultar «antipática» para algunos, y no querer conquistar -como lo ha logrado, en efecto- a las «quintas» siguientes, porque así, su obra no es que tenga más extensión ni más riqueza, sino que viene tontamente a emborronarse, a desfigurarse.

De Vicente Aleixandre -sin duda el más mediano de todos- no puede decirse mucho. Su gran ocasión fue desembarcar, sin más ni más, y después de unos primeros balbuceos grisáceos, en el río revuelto de un surrealismo tonto, gratuito, provinciano -como de veraneante desocupado-, pero muy de moda, una moda, por lo demás, un tanto atrasada, anticuada ya por entonces.

  —137→  

De Moreno Villa, ese caprichoso experimentador de calidad -«de madera escogida, eso sí»-, iremos poco a poco olvidándolo todo, y quedándonos, apenas, con un título estupendo -Pobretería y locura- que desaprovechó lastimosamente, escribiendo unos cuantos artículos insulsos, de paleto internacional muy bien educado.

A Emilio Prados lo veremos moverse un poco a tientas por su poesía, sonambúlico, medio cegato, como medio perdido en una especie de... oscuridad noble. No llega nunca a puerto; sus poemas desaparecen en un monótono canturreo.

A Gerardo Diego, siempre con ese algo, diríase, de... apasionado diletante, inmerso en una ociosidad muy culta, y, desde luego, sin voz, pero con un ingenioso buen gusto en el versificar, en el buscar... Manolo Altolaguirre, dotado de un impulso inicial, de un arrobo inicial muy verdadero, pero cortísimo, diluido y como si no pudiera acabar de ser, de poder ser.

Y claro, Luis Cernuda; el mal interpretado Luis Cernuda. Y el mal interpretado... José Bergamín. Porque, por muy extravagante que pueda parecerle a tal profesor de «Graná», Luis Cernuda y José Bergamín son, acaso, los dos poetas más... precisos, más finos -sí-, más finamente vívidos, más soterradamente líricos de toda esa generación que no es generación; en una palabra: los dos más sustancialmente poetas. No se parecen nada entre sí, ni siquiera, como podría pensarse, coinciden en su inclinación becqueriana, porque cada uno espera de Bécquer algo muy distinto: Bergamín, más que otra cosa, parece valorar en Bécquer una dicción, un tono de la escritura; el ríspido sevillano, en cambio, busca más bien en las famosas Rimas una atmósfera de tristeza, una tristeza que sea hermana de la tristeza suya, una tristeza que le sirva de compañía y de consuelo.

1979



  —[138]→     —[139]→  

ArribaAbajo Balcón español

  —[140]→     —[141]→  

ArribaAbajo Entrada en Madrid de un pintor

A Madrid se llegaba, sobre todo, por la estación de Atocha (y por la estación del Norte, por supuesto; lo que sucedía es que esa porción del mundo -el Norte- no existía para mí). También se llegaba por carretera, a pie, o montado en un carro, o en un burro. No en automóvil. Todos aquellos que habíamos nacido en provincias -en sus pequeñas y encantadas ciudades, en sus sabrosos pueblos, en la íntima concavidad de tal o cual paisaje- acudíamos a Madrid como moscas sin saber muy claramente por qué ni para qué. Se decían algunas cosas -«abrirse paso», «ver mundo», «hacerse hombres», «labrarse un porvenir»-, pero todo eso, claro, no era más que hablar por hablar. Acaso, desde fuera, se llegaba a Madrid, no tanto para esto o aquello, sino por él, por él mismo, por una extraña y vaga intuición y atracción nuestra de su ser más secreto y más... tenue. Nada más bajar del tren en Atocha, bordear la verja del Botánico, rozar el Museo, subir por Alcalá hasta Núñez de Balboa -que era en donde vivía la familia amiga que me hospedaba- me pareció haber entrado en contacto con un aire muy sutil, delgadísimo, limpio, virgen, sin color; un aire, diríase, de altura y... altivo, muy diferente al que yo conocía -ahora el aire de Murcia se me revelaba como algo casi corpóreo, carnoso, suculento, sensual-; el aire de Madrid, en cambio, era más bien como una transparencia.

En enero de 1928, casi un niño todavía, entraba yo temblando, sin respiración, sin aliento, en el Museo de más... sustancia pictórica que existe. Sabía muy bien, por reproducciones y libros, lo que encerraban aquellas salas -por aquel entonces muy silenciosas y casi desiertas-, pero ahora lo que tenía ante mí no eran ya unas simples estampas planas, aplastadas, sin vida, sino la misteriosa verdad directa de la Pintura. Los cuadros no eran esa «superficie animada» que tan tontamente se nos dijo ser; no, no eran lienzos cegados, tapiados, pintarrajeados por Poussin o por Mondrian, sino sencillísimas ventanas de par en par, abiertas al infinito.

Nada más entrar en las salas de Velázquez me pareció sentir en las mejillas, en las sienes, en los párpados, el roce de un aire frío, como el que sintiera el día anterior en   —142→   la calle. Era un frío limpio, de roca viva, no subterráneo, como el de París, por ejemplo; el frío de París es de sótano, de rata mojada, de alcantarilla, de albañal romántico. Madrid, a pesar de sus barrios pobres, de sus mendigos, de sus traperos, de sus basureros, no nos parecerá jamás un algo sin redención, pues todo se diría poder salvarse, elevarse gracias a ese frío tan puro, tan desnudo, del aire de la sierra. Pero eso tan incorpóreo, tan delgado, es muy difícil de ver, de comprender; sin la vigorosa ayuda de Velázquez era muy difícil caer, sin más, en el gracioso laberinto de lo castizo. Recuerdo que venía de contemplar en Goya algo mucho más visible: el madrileñismo, un madrileñismo que es cierto y verdadero, pero no esencial. El madrileñismo no es Madrid, sino, a lo sumo, su marco, el marco que lo estiliza, que lo caracteriza, que lo facilita, pero el carácter no es nunca la esencia de nada. La esencia de Madrid es el aire. Y sólo el gran sevillano -la sensibilidad más firme, más invulnerable que ha existido- podía darnos esos retratos de caza suyos.

Porque Velázquez nunca se dejó deslumbrar -equivocar- por esa primera corteza que tienen las cosas todas del mundo, sino que su mirada llegó hasta el centro mismo de la vida. Por eso, en su retrato de Madrid no hay nada, sino aire, un aire azulado, aristocrático, de altura. Velázquez comprendió y nos hizo comprender que Madrid es el Guadarrama. Existe, además, lo madrileño, o sea, un estilo -todas las grandes capitales necesitan de un estilo muy dibujado, puesto que han de soportar y amasar lo diverso, lo que desordenadamente les llega de provincias-; Madrid tiene, claro está, una figura, una figura garbosa, popular, muy elaborada; Goya y Galdós -acaso también Ramón- son, quizá, sus más grandes pintores. La verdad es que me gustan mucho esos retratos, pero siempre volveré al del Niño de Vallecas, allí, en un rincón, asoman unas cuantas manchas que no llegan a decidirse en árboles, montañas o nubes, es decir, que no son paisaje, sino aire solo, un aire vívido, un aire que no es de ciudad, sino de campo, un aire que le llega a Madrid por la Plaza de Oriente y se abre paso Arenal arriba.

Madrid, 1991



  —[143]→  

ArribaAbajo Córdoba

En el primer momento Córdoba es más bien una desilusión. No esperábamos que fuese así. Pero de pronto, descubrimos que Córdoba no es visible, que todo eso que vemos no es ella propiamente, sino su caja, su cáscara. Córdoba no es visible por la sencilla razón de que no está por fuera. No hay, pues, más remedio, para adentrarnos en Córdoba, que empezar por la Mezquita, porque en la Mezquita es donde está la carne, la clave, la llave de la ciudad. Y no esperemos grandes puertas de entrada, sino tan sólo rendijas de paso. Por fuera, la Mezquita es terrosa, como construida con material de derribo. Nosotros, los cristianos, sin comprender del todo esa lujuria sagrada de lo árabe, siempre nos sentiremos nostálgicos de ella. Dentro de la Mezquita -que no es un bosque, como podría pensarse al ver las columnas, sino un huerto cultivado- los azulejos, los reflejos, los brillos y los oros se dan allí como si fueran higos ocultos, dátiles, sonar de agua, brotes; porque ese interior, más que arquitectura es paraje, un paraje conseguido, fruto de una especie de ingeniería viva, fresca, tierna.

Al salir de ese recinto que parece guardar una luz y una temperatura de harén, ya se sabe que Córdoba no está fuera, sino dentro, en el interior de ella misma. Y buscamos. Descubrimos entonces que los patios aquí no son propiamente patios, no son un ansia de exterior, sino un ansia de cárcel; son cárceles dichosas, en donde la libertad se ensimisma, se despereza, vive a su gusto.

1950



  —[144]→     —[145]→  

ArribaAbajo Barcelona

Al decir Barcelona pienso en esa combinación que siempre me ha parecido un tanto extraña: gótico y mar. Porque el Gótico, tan preso aún en la Edad Media, parece suceder tierra adentro; el mar, en cambio, es renacentista, es decir, transparencia de la Antigüedad. Pero en Barcelona lo gótico y lo marino conviven, se hablan, se sufren. El disparate genial de Gaudí es, posiblemente, haber querido expresar esa amistad difícil, haber querido hacer con el oleaje del Mediterráneo un gótico alegre, luminoso; no supo comprender que esa relación, llena de encanto sin duda, había que respetarla, que dejarla en ella misma y no querer fundir en uno a dos amigos, ya que se trataba únicamente de eso: de amistad y no de amor. De lo genial es de donde se cae más aprisa, y desde más alto; este arquitecto grande, este hombre que había querido poner el mar de pie, cayó en ese lago fangoso y lleno de nenúfares que es el Modern Style. Era fácil caer del Gótico al Modern Style, puesto que los dos estilos -a pesar de sus diferentes rangos- tienen al menos una cosa en común: que ni uno ni otro son propiamente arquitectura. El Gótico no es, como ya se sabe, una arquitectura, sino un sentimiento; y con el Modern Style, que no es un sentimiento pero sí una debilidad, tampoco puede construirse nada. Claro que el Gótico no necesita ser arquitectura para levantarse y sostenerse: el sentimiento que lo habita vale por las más lógicas técnicas de construcción, mientras que el Modern Style, completamente vacío de toda trascendencia, se desmorona, se derrite en largos cabellos líquidos y ondulantes. Para mí, Barcelona es, principalmente, eso que he llamado amistad gótico-marina; el apresurado podrá confundirla con Marsella, con un puerto como Marsella, y acertar en parte, pero no es ése su verdadero centro; el nervio central de Barcelona es un contraste enlazado de Norte y Sur, de Gótico y Mediterráneo.

1950





  —[146]→     —[147]→  

ArribaAbajo Cuaderno de viaje

  —[148]→     —[149]→  

ArribaAbajoAsís

Nos encontramos de pronto en una Edad Media presente, actual, nada histórica. Asís, como San Giminiano, es una ciudad dura, de piedra lisa, y apenas adornada, suavizada por algunas macetas o algún emparrado modesto, difícil. El románico no es aquí un estilo, sino la manera natural de construir para siempre. En todo, es cierto, parece respirarse humildad, pero se trata de una humildad clara, sin humillación alguna, sin penitencia, sin violencia, es decir, se trata de una humildad alegre, vívida. La fachada del Duomo, como de hierro, es una de las superficies más hermosas y ricas que se pueden ver; supongo que los historiadores llamarán a eso arquitectura, una pieza de arquitectura, pero a mí me pareció una mano, la palma de una mano trabajada, fuerte, campesina, poblada de callosidades y descarnados nobles. Pero la verdadera lección de Asís parece darla más bien el campo, un campo sencillísimo -¡sin paisaje!-. Un día, apenas salido el sol, subí a lo que llaman la Rocca Maggiore, desde donde se pueden contemplar varias leguas a la redonda de tierra cultivada -olivos, viñas-, y la figura de San Francisco me pareció diferente; caí en la cuenta de que no se trata de un santo panteísta y lírico (como se le ha querido presentar), sino de un verdadero santo grande. En toda persona sensible hay, claro, cierto panteísmo, pero la sensibilidad es una superficie, le pertenece a nuestra superficie, o dicho de otro modo, la sensibilidad es una superficialidad, es la piel, la epidermis de nuestro espíritu, pero nunca su médula. San Francisco nos ha podido parecer panteísta por eso: porque es sensible como cualquiera, porque tiene superficie como cualquiera, pero no es panteísta en su adentro, en su centro. San Francisco parece cantar -y hasta es posible que lo fingiese para disimularnos su grandeza-, parece cantar las ramas, los pájaros, las florecillas, pero aunque lo que suene nos resulte canto, lo que llevan dentro esos sonidos no son canto, cántico, sino lastima, lástima inmensa, una piedad terrible. El panteísmo es otra cosa, el panteísmo es, como se sabe, una exaltación de la naturaleza, y un fuerte agradecimiento hacia el impreciso Creador de su hermosura. En sus caminatas, San Francisco debió de sentirse tan cerca de los yerbajos,   —150→   de las piedrecillas, de los arroyos, que se inclinó hasta ellos como nadie, es decir, no con admiración, o elogio, o goce, ni siquiera con amor, sino con pena, con una gran pena; en San Francisco no hay nunca paisaje, porque todos aquellos elementos que podían formarlo, los ha convertido ya, milagrosamente, en seres, en hermanos suyos, es decir, en dignos de misericordia.

1956



  —[151]→  

ArribaAbajo Montmartre

Hoy, esta hermosa colina resulta para muchos una falsedad, casi un fraude, por haberse establecido en ella esas tiendas para turistas en donde, por cierto, se negocia... ¡con nada!, pues no hay allí nada propio, único, especial, que vender. Al llegar a la Place du Tertre, los visitantes buscan, con una mirada de desencanto, pero creyente todavía, algo decisivo: un agua milagrosa, una roca santa -pues todo tiene, en efecto, algo de peregrinación a Lourdes-, y acaban en un tabernucho caro. Por otra parte, los pintores han huido; sólo quedan algunos pompiers y algunos naïfs. La mixtificación es, pues, tan visible, que no hay por qué preocuparse, ya que el verdadero Montmartre -ese pueblo ciudadano, un pueblo que no pertenece, en absoluto, a las afueras de París, sino que es París mismo- no sólo está intacto físicamente, linealmente, sino habitado y vivido por sus personas reales -comunes o estrambóticas-, naturales de allí, y que, formando parte de la ciudad, no necesitan de ella, no bajan hasta ella.

Creo que me reconcilié con Montmartre contemplando, desde el espantoso Sacré-Coeur, un atardecer de enero (un atardecer a las cuatro de la tarde); veía el panorama de París allá abajo, enriqueciéndose, apretándose, ahogándose en su propia tinta, su niebla y su humo, espesándose poco a poco en un amoratado solemne. La noche no era allí algo que cae, sino que sube, que brota de la ciudad con una lentitud implacable, hambrienta, y percibí, de pronto, un silencio descomunal -un silencio que había olvidado-, un silencio tan grande que no excluye los ruidos, que no necesita excluir los ruidos, puesto que los rebasa y, más fuerte que ellos, parece como si los acogiera para demostrarnos que no son nadie. Es un silencio sin ausencia, un silencio que es más bien una armonía, o tal vez un ritmo; un silencio así, tan alto no podía ser eso sólo: silencio, y pensé que quizá escondía, como un dios disfrazado o metamorfoseado, otra identidad. Y sí, toda aquella imponente sustancia, tan tersa, tan extensa, no era sino la corporeidad misma del invierno, es decir, era El Invierno. Estar en Montmartre es, posiblemente, como estar un poco más cerca de la   —152→   naturaleza que en París, es como entablar una relación con la naturaleza, sin haber salido de la ciudad, de la ciudad de París. De todos los pintores que han pasado por esa colina, sólo Van Gogh supo sentir su esencia, su espacio pueblerino, campesino, silvestre; los otros -incluyendo al Utrillo mejor- no vieron sino el carácter.

1956



  —[153]→  

ArribaAbajo Lisboa

En Lisboa, sin saber por qué, me acordaba mucho de Cádiz. Creo que se debía, principalmente, al coloreado ligero, un tanto banal, de sus casas; quizá se debía también a cierta atmósfera de marinerismo antiguo, de marinerismo de grabado (un grabado inglés que representara tal puerto exótico, quizá del Japón). Sí, hay algo muy oriental en Lisboa difícil de localizar y precisar, muy evidente al mismo tiempo, algo que se diría una pimienta espolvoreada sobre los tejados -esos tejados con un leve respingo de pagoda-, algo como una pimienta difícil traída en veleros; porque Lisboa parece un lugar de volver, un rincón al que se vuelve después de una universalidad, después de un cansancio. Es una ciudad un tanto andaluza, pero como de una Andalucía... alemana, es decir, del Norte, una Andalucía dura, de hierro. Su catedral es muy fuerte, casi bárbara, muy severa, pero de una severidad luminosa; y el llamado «Manuelino» -un gótico ancho y blando- parece una arquitectura temerosa de deshacerse, llena de atadijos hechos con maromas de barco y que, poco a poco, esos nudos se hubiesen convertido en ornamentación. El interior de Los Jerónimos, más que construido, se diría formado de conchas, de moluscos, de lapas, es decir, resultado de una caprichosidad natural, de la Naturaleza, y que un buen día quedó petrificado para siempre. Ante el gran tríptico de Nuno Gonçalves que se guarda en el Museo, sentí de nuevo esa sensación de abstracción y vida, de dureza y vida mezcladas. Pocos primitivos pueden comparársele en grandiosidad, en rotundidad, en absolutismo, en síntesis. Casi no parece un artista, sino un guerrero, un guerrero en paz, un guerrero que no batalla, que lo es pero que no batalla, un guerrero inmóvil, es decir, verdaderamente fuerte. Los personajes de su tríptico son, quizá, los seres más herméticos de toda la llamada pintura primitiva: cuanto pudiera caer en expresión, en debilidad de expresión, ha sido convertido aquí en intensidad: no hay nada muerto, sino que todo está bien vivo, pero todo está vivo sin moverse, sin expresarse, con una existencia, con una respiración de coraza, de coraza palpitante.

  —154→  

Me pareció que Portugal encerraba un esqueleto muy antiguo y duro, un armazón muy sólido, pero que este armazón había sido revestido ahora de un encanto suave, feliz, un poco banal, un poco tropical, y como traído de otras tierras.

1956





  —[155]→  

ArribaAbajo Huerto y vida

  —[156]→     —[157]→  

Siempre que, vuelto hacia mí, reculando en el tiempo, he querido llegar a lo más antiguo y más escondido de la memoria, a ese primer instante de conciencia animal pura que ha de ser, por lo visto, de donde arranque ya toda nuestra vida, desemboco invariablemente en una imagen muy simple: una rama de nisperero recortándose sobre un cielo azul. Eso es todo. ¿Qué hace ahí, en lo profundo, esa rama de árbol sin más ni más? Sabiéndome nacido en un huerto -Murcia, Huerto del Conde, en la Puerta de Orihuela, el 10 de octubre de 1910-, la verdad es que no puede parecerme demasiado extraño que mi primer recuerdo consista, precisamente, en unas cuantas hojas (esas hojas de nisperero, un tanto ríspidas, que sin dejar de ser vegetales parecen tener, por un lado, algo metálico, y por el otro, su reverso, algo aterciopelado); pero lo que me intriga de esta imagen no es lo que aparece, sino lo que no aparece en ella, lo que... falta en ella; y lo que falta, sorprendentemente, es... el yo, un yo que habitara y viviera esa imagen, ya que el hombre no suele recordar nada como no sea recordándose a sí propio en algún contacto, en algún comercio con los demás. Pero lo cierto es que aquí todavía no hay nadie, personne, no hay persona, sólo esa rama sin qué ni por qué, o sea, sin argumento, sin sujeto, incluso sin representar o simbolizar cosa alguna, en una especie de... estar puro, mondo y lirondo, como algunas de esas flores, rodeadas de vacío, que aparecen en las viejas pinturas chinas y japonesas. Se trata, pues, de algo -una imagen de algo- que ya me pertenece, de algo ya mío, pero sin mí, todavía sin mí. Claro que en ese fondo primero de la memoria han quedado aposentadas también otras imágenes (como unas manchas vívidas) en las que aparezco asomando por los bordes, en tal o cual escena borrosa con mis padres, o con mi madrina Lola y su cuñada Encarna, pero he sabido siempre muy bien que todas ellas son imágenes posteriores a ésta, tan fija y nítida, de la rama de nisperero; durante casi setenta años la he conservado, intacta, aunque ignorando su sentido o creyendo tontamente que no lo tenía, que era algo así como una especie de... estampa, la estampa plana de una visión de nadie y sin nadie, caída allí per caso, surgida allí por generación caprichosa, desligada de todo, gratuita, decorativa. Era, desde luego, un error; digamos, para empezar, que en la realidad no hay nada, no puede haber   —158→   nunca nada... decorativo, es decir, vacío; y digamos, sobre todo, que en la realidad no puede darse cosa alguna -por neutra e inexpresiva que se presente- que además de ser ella (esa que aparece y permanece siendo) no venga a descubrirnos y a explicarnos otra. Sabemos que las cosas y los seres que buenamente logran salir, subir a la superficie de la realidad, no sólo vienen a ser eso que son, sino que vienen, quizá más aún que a ser, a... decir, a decirnos, a revelarnos significaciones, y no ya significaciones suyas, sino de otras cosas y otros seres. Pero todo eso otro vendrá siempre dicho con una voz tan queda -en una voz, diríamos, de imagen, en una voz de metáfora-, en una voz que no es voz, sino visión, casi como una silenciosidad; se entiende, por lo tanto, que incluso un oído muy atento no acierte a veces a escucharla bien y podamos quedar, de pronto, tranquilamente aposentados en una estupidez que no nos correspondía, que no era nuestra, que no era la nuestra -ya que todos podemos, quizá, disponer de una-, pues aquí se trata muy concretamente de esa estupidez de los listos, de los realistas, de los que piensan que el pan no es más que pan. La necia persistencia de mi sordera quizá se debió también, por lo menos en parte, a la desconfianza que me inspirara desde el primer momento tanto símbolo artificial, falso, arbitrario, como nos traería, por ejemplo, el surrealismo. Desde 1928 (fecha de mi llegada a París, a los diecisiete años, donde topara por vez primera con unas pinturas de Max Ernst y unos escritos de André Breton) hasta 1935, por lo menos, y aun después, la verdad es que yo no podía oír hablar sin disgusto de... «oscuros significados», de «magia», de «belleza convulsiva» -que me parecía más bien una enfermedad-, de lo «maravilloso», de lo «alucinante», porque cuando se hablaba de todo eso ya sabía qué plato iban a servirme. A esta imagen de la rama de nisperero sobre un cielo azul yo no quería, porque me gustaba así como era, echarle nada encima que la pudiera alterar, emborronar, pero tampoco le arrancaba nada. La había conservado siempre, pero la había inmovilizado. Porque, claro está, las significaciones y los símbolos existen; y no es sólo que existan algunas veces y en algunas cosas, sino que existen siempre y en todo. Sí, todo lo que existe viene ya, independientemente de su ser, con una significación... dispuesta de antemano, aunque sin dejarse ver ni oír del todo. Hay, pues, que... respetar, esperar y, desde luego, callarnos lo más posible. Hoy, a sesenta y siete o sesenta y ocho años de distancia, me ha parecido entrever y entreoír que esa pasmada imagen de unas hojas era, sencillamente, como un pequeño y fresco anticipo   —159→   del lugar, del sitio exacto de mi nacimiento; un lugar, un sitio, un punto que parecía, de una manera tan incontestable, ser él -y lo era-; precisamente siéndolo es como decía ser, también, otra cosa. Este punto único y solo se encuentra aquí, es aquí, pero se encuentra aquí representando la totalidad del mundo real. Yo no puedo estar dentro, aparecer dentro de esa imagen, porque esa imagen no es una imagen, sino la realidad directa y viviente misma, que ya existe cuando yo todavía no existo (existo ya, sin duda, con dos o tres años, para mis padres, pero no para mí), y antes de tener noticia alguna de mí mismo, conciencia de mí mismo, la realidad parece dar un paso, tenderme la mano para que yo -o mejor, ese garabato del ser que aún no soy- tropiece buenamente con ella y pase, sin sentir, a ser real.

España, 1980



  —[160]→     —[161]→  

ArribaAbajo De los huertos

  —[162]→     —[163]→  

Nacido -el 10 de octubre de 1910- en una pequeña casa que formaba parte del Huerto del Conde en la Puerta de Orihuela, muy pronto pude percibir o sentir que la ciudad de Murcia -tan finamente polvorienta y desvaída- no se encontraba, como pudiera pensarse vista desde lejos y un poco desde lo alto (digamos desde Los Garres o el Verdolay) cercada por la huerta o las huertas, sino por los huertos. El huerto no es simplemente una combinación de huerta y de jardín, o sea, algo mezclado, juntado, hecho de dos mitades diferentes, sino algo de una sola pieza, con su misteriosa sustancia propia. Los huertos que rodeaban la ciudad parecían querer amurallarla blanda y tiernamente, marcaban una separación entre lo huertano y lo ciudadano, pero eran también como un enlace suyo: defendían amistosamente lo uno de lo otro. Todo el blanquecino y fino y vivo polvillo murciano, que parecía elevarse del suelo y como poblar entonces la luz misma -irisándola-, tropezaba y rebotaba en esas tapias, se detenía allí; dentro, pues, de esos mágicos recintos reinaba otro aire, otro clima. Los huertos no eran en absoluto -como vienen a serlo el jardín o el parque- presumidos lugares de ritrovo, de paseo, de recreo, sino lugares de... vida verdadera, profunda, apretada, intensa, completa. El buen murciano se asomaba a los huertos con cierta respetuosidad, solía pedir permiso -un permiso que tenía concedido de antemano-, dar las buenas tardes, y adentrarse por los «caminicos» y las «sendicas», junto a un agua diminuta, estrechada, canalizada, que regaría un rincón de alhelíes o de lechugas, refrescando, de paso, la base de un nisperero; de pronto, podía muy bien verse una gallina extraviada, picoteando, con su estupidez de juguete mecánico, unas violetas o destrozando unos jacintos; un montón de cañas cortadas estarían secándose al sol y perdiendo poco a poco su verde tierno hasta volverse grises, cenicientas; un jazminero adosado a una pared se diría recrearse en un silencio concentrado, en su misma hermosura trabajada, trenzada, como hecha de encaje de bolillos, y un ciprés, a su lado, con un existir muy diferente, mucho más áspero, más viejo, más hermético, se adentraría en sí mismo como un animal cuando se apretuja para dormir. Porque todo, en el huerto, vive entrelazado, hermanado, pero sin fundirse, sin confundirse ni emborronarse, sino siendo precisamente lo propio con   —164→   más fuerza. El huerto no es, como es al fin y al cabo la huerta, un lugar de cultivo, sino de... cultura, es decir, de idealidad carnosa. Un campo, una vega, una huerta, son trozos de naturaleza real, material, aunque trabajada, elaborada: son parte, forman parte de la naturaleza, pero no la significan, no la simbolizan. El huerto, en cambio, es como una imagen suya, de la naturaleza, sin serla propiamente; el huerto es una imagen... poética, esencial, esencializada, de la vida misma, y por eso quizá entrábamos en él, en ellos -cuando todavía circundaban la polvorienta ciudad de Murcia- como entraríamos en un misterio, en el apretado misterio que es siempre la imagen, toda imagen.

No se necesita mucho para comprender que el huerto es una imagen pensativa, sensitiva, del vivir mismo y, sin duda alguna, de origen oriental. De ese fondo oriental inagotable nos llegaba siempre lo que hasta ahora habíamos podido llamar cultura; si lo pensamos bien y muy despacio, veremos, con cierta sorpresa, que no hay más hilo de cultura que ese vigoroso y fino hilo oriental; no, no hay, en definitiva, otras raíces de cultura, otras culturas, sino tan sólo múltiples derivados suyos, o... barbarie. Hoy, embebecidos de una barbarie progresista, de un mísero narcisismo infantil y de una imbecilidad ilustrada -que no es posible todavía averiguar de dónde han brotado-, parece que estamos dispuestos a terminar con todo en todo el mundo.

España, 1975



  —[165]→  

ArribaAbajoMerced, 22

  —[166]→     —[167]→  

¡Hace cincuenta años! ¡Medio siglo! Murcia era entonces, todavía, Murcia, concentradamente Murcia. Cada lugar de España era entonces todavía él, muy él y ningún otro, es decir, cada sitio era un sitio único, singular, y no sólo por su carácter y fisonomía diferentes, sino por su... sustancia, por su solitaria sustancia. España, la invertebrada España, era, pues, entonces, como un tapiz muy rico y muy apretado de... «soledades juntas». Pero así como ser Córdoba -o ser Toledo, o ser Valencia- era ser una singularidad bastante dibujada, ser Murcia era ser una singularidad mucho más imprecisa, más misteriosa, más secreta, más fina (sí, más fina), más inefable, más indecible, más invisible. Eso, eso tan propio, tan recóndito, tan inexpresable en que consistía ser, sencillamente, Murcia, ser ella y ninguna otra ciudad o cosa, la verdad es que... no ha desaparecido, o no ha desaparecido del todo, pero cada día va siendo más difícil de percibir. Yo lo percibo aún, y cuando voy a Murcia voy a eso: a percibirlo, a sentirlo, aunque, por otra parte, ignore en absoluto lo que pueda exactamente ser. Ahora, después de los años, cuando cuento con unos días o unas semanas, vuelvo tercamente a Murcia (o a ese sitio en donde estaba aposentada Murcia), no para verla -pues demasiado sé que no queda apenas nada de su corporeidad visible-, ni para recordarla -pues para ello no necesito ir-, sino para tener, una vez más, la ocasión de toparme, materialmente, con esa especie de... hálito suyo, único, inconfundible para mí, aunque, como digo, ignore su identidad; porque no estoy muy seguro de que eso, eso tan tenue, y tan perenne, tan firme, sea en verdad un hálito; afinando el oído, se diría más bien como un leve espesor del aire, como una sutil carnalidad del aire, de un aire que no es, desde luego, el aire tierno, suculento, de lo levantino -un cierto Alicante, un cierto Castellón, una cierta Valencia-, porque Murcia no es levantina, ni, por otra parte, andaluza, como se puede tener la tentación de suponerla, ni tampoco mitad y mitad, como podría pensarse por su situación fronteriza. Todo aquello que lo murciano pueda tener de levantino y de andaluz -que, sin duda, tiene- es más bien un tanto externo, por fuera, y como de pasada, casi de refilón. Esa preciosa y enigmática sustancia última (o mejor, primera) de lo murciano, no es sustancia de nada... regional, pues ni siquiera la encuentro en otros puntos de   —168→   la provincia misma de Murcia, sino sustancia de «algo» sin región, sin regionalismo, sin levantinismo, sin andalucismo, es decir, sin... carácter, sin esa evidencia caricatural del carácter.

Era Murcia entonces, como digo, una delicada ciudad polvorienta, de una vigorosa sustancia desvaída. Desde la calle de la Acequia, por detrás del Romea, cruzando la plaza de Santo Domingo -con mis primeros pantalones largos-, yo llegaba, muchas tardes, a Merced, 22. Allí, alguien muy redondo, muy vital, muy alegre, me mostraba -regateando cada cosa, escondiéndola, valorizándola- el material que llegaba de todas partes para el Boletín de la Joven Literatura: unos poemas de Alberti, o de Altolaguirre, o de Prados; unos aforismos de Bergamín, una prosa de Dámaso Alonso, una pesadez de Chabás, un dibujo de Palencia, las fotografías de unos cuadros de Cristóbal Hall. Vuelto a ver y a leer todo aquello con emoción, me tropiezo, de pronto, con una «Décima» murciana de Jorge Guillén: «El caserío se entiende con el reloj de la torre», y, más adelante, en otro número de Verso y Prosa, con la «Elegía» de Luis Cernuda. La verdad es que son dos piezas inamovibles, firmes.

España, 1976



  —[169]→  

ArribaAbajo La frente del atardecer

  —[170]→     —[171]→  

Parece que Tiziano decía del atardecer que «es la hora de la Pintura». Se comprende que él lo pensara así -aparte de ser, posiblemente, cierto-, pues sus cuadros son como algo arrancado a esa riqueza final del crepúsculo. Alguien podría decir que también es la hora de la Poesía, o de la Música -no así de la Escultura, que es el mediodía-; pero Tiziano se refiere, creo yo, no tanto a esa general inclinación lírica que encontraremos siempre en el atardecer -común a la Poesía, a la Música, a la Pintura- como a la buena ocasión que ofrece esa hora para que la realidad pueda esconder en lo oscuro todo aquello que no es decisivo en ella y, en cambio, empujar hacia la luz todo aquello que sí lo es. Porque la tarde, con su sabia distribución de sombras, se diría que reajusta, que reordena la realidad. En el atardecer la luz parece haber... escogido por fin; se ha decidido por algunas cosas, por algunas formas, por algunos relieves, y nos entrega una realidad, diríamos, filtrada. Pero nada ha sido suprimido alegremente, sino tan sólo retirado, depositado en esos abismos piadosos que se forman al caer la tarde; y todo aquello que, más que sobrar, es inoportuno, parece hundirse en esa penumbra amiga dejándonos entonces dueños de unos puntos esenciales, cumbres, y por otro lado, dejándonos también disfrutadores de unas zonas de oscuridad llenas, repletas de cosas que no vemos, que no necesitamos ver, pero sí sentir que existen, saber que siguen ahí, manteniendo la cadena de la realidad; porque una realidad... depurada sería una realidad rota, estética, muerta.

Tiziano vio -como ningún otro pintor hasta entonces- que en ese gran campo de lo real no todo merecía la misma atención; vio que de esa gran mole caótica había que entresacar, que destacar aquí, que hundir allí, y sin utilizarlo todo, no había que perder nada; para esto, claro, el crepúsculo, con su sombra creciente, venía a prestarle ayuda, pues el anochecer iba comiéndose, con una lentitud voraz, grandes pedazos de aquel cuerpo excesivo; la realidad quedaba de esa manera reducida, pero como reducida a su mayor fuerza, a sus más resistentes valores. De aquí que una figura pintada por Tiziano pueda estar sostenida por unos simples acentos, acaso tan sólo dos o tres, pero tan firmes que todo lo demás puede muy bien abandonarse a entrevivir su ausencia de fantasma; a menudo, del brillo de unos ojos necesitamos resbalar hasta el   —172→   pliegue de una manga de terciopelo y pasar, casi de un salto, a los nudillos de una mano, a la empuñadura de una espada, al relieve de una rodilla. Lo demás, o sea, esos grandes espacios que separan un acento de otro, no es que estén vacíos, o no existan en absoluto, sino que han sido encomendados a una penumbra palpitante, es decir, han sido encomendados... al atardecer, a las concavidades del atardecer.

Esa complicidad del atardecer no era, desde luego, un truco, ni siquiera un recurso que Tiziano, gitanescamente, inventara o ideara para facilitarse las cosas, sino una ley, legítima, que acudía espontáneamente en su ayuda, no escamoteándole ciertas zonas de la realidad, sino evitándoselas, y de ese modo lo salvaba, por una parte, de caer de bruces en ella -en una realidad fangosa, farragosa-, y por otra, de caer en la tentación del atajo, del innoble atajo; en una palabra: era una ley que lo conducía por el camino más directo y verdadero a una Realidad madura, resumida, certera.

El atolondrado suele ver, en la concentrada lección del crepúsculo, un dejo de dulzura agónica, decadente, romántica, pero el crepúsculo no es propiamente romántico -como es romántica, quizá, la noche-, sino más bien algo muy definitivo y muy fijo -aunque no dure apenas, pues el crepúsculo no viene a durar, sino a perdurar, a trascender-; del crepúsculo puede decirse que es algo así como la cordura del día; en cambio, de la noche no puede decirse que tenga cordura, sapiencia, sino, en todo caso, genio, delirio, es decir, debilidades. Y el día, eso que se llama el pleno día, no es más que acción pura. El atardecer llega con su acumulada, silenciosa carga, y parece empujarnos a recapacitar, pues él mismo no es sino una especie... de Pensamiento.

Siempre, claro está, me atrajo ese instante decisivo del atardecer, y no sólo por su consabida e infalible belleza (que una de las muchas actitudes cobardes del arte moderno ha pretendido relegar a los cromos, a los malos cuadros y a los malos poemas), sino porque sospechara que se producía en él una... transfiguración.

Recuerdo ahora el atardecer de un octubre veneciano, ni más ni menos hermoso que otros muchos atardeceres que viera en muy distintos lugares, y que siempre contemplara, más que arrobado -aunque me embriagara, como a cualquiera, su despliegue suntuoso-, más que embelesado, un tanto perplejo y expectante, como en espera de una... palabra suya. Aquel día tuve muy clara la sensación de encontrarme más cerca. Estaba en la Piazzetta mirando hacia la isla de San Giorgio, en donde el sol daba -duraba- un poco como siempre y un poco distinto también -como   —173→   siempre-, es decir, con esa especie de puntualidad variada que suele tener allí la luz al estancarse, para luego irse hacia dentro y desaparecer en sí misma. Todo lo demás había ido, poco a poco, hundiéndose en la sombra como en un agua oscura, y el sol -un sol que se diría espesado, apretado, repleto de experiencia, de antigüedad vigente, presente- se aferraba a unos puntos estratégicos, culminantes; aquella cúpula y aquel campanile del Palladio recibían un sol aún muy vigoroso, pero que no disponía ya de tiempo para desplazarse a otras cúpulas, a otras torres, y todo aquel mármol tan liso -por el que había resbalado hasta entonces la luz-, ahora, por el contrario, parecía una esponja o una tierra sedienta; esa luz encharcada, inmovilizada allí, no podía ya irse, sino dejarse beber, embeber. En realidad, no quedaba ya nada que pudiera seguir llamándose luz, sino más bien color, un color que iba, segundo a segundo, enmudeciendo, pero de una mudez acumulada y rica.

¿Qué podía ser... aquello que no era ya sol, ni luz, ni color siquiera? Sabía, eso sí, que se trataba, como dije, de una transfiguración (¡y a ese misterioso, extremoso momento, lo llamábamos, vaga y precipitadamente, «un momento de gran belleza», quedándonos después tan tranquilos!), y sabía también que se trataba de una transfiguración de altura, de hondura, y no una simple metamorfosis, de esas que se producen a miles dentro del trajín constante de la naturaleza. Aquí era ella, la Naturaleza misma, la Naturaleza en persona, quien parecía transfigurarse en algo muy diferente. En el atardecer no es que la naturaleza de improviso tomara otro tinte y, así teñida de dorados o morados líricos y preciosos, continuara su curso inquieto, sino que parecía detenerse, callarse, interrumpirse. La frenética actividad diaria de la naturaleza se interrumpe al topar con la frente del crepúsculo y es como si en ese momento descansara, no sólo de su afanosidad, sino de su propio ser, del ser naturaleza; como si ella, en su sustancia misma, renunciara, abdicara. Será tan sólo unos instantes, porque en seguida viene la noche para restituirle a la naturaleza su función, su acción, aunque ahora como un ritmo especial, un tempo nocturno, muy distinto de aquel otro acelerado del día.

Desde entonces, el atardecer sería para mí no ya como un algo misterioso, sino como un Misterio. En realidad, lo había visto siempre en esa forma completa, pero sin poderlo apenas reconocer, ya que siempre me tropezaba con el obstáculo de su agobiadora belleza -una belleza que me alcanzaba, me tocaba, pero paralizándome,   —174→   inutilizándome, dejándome fuera y sin paso-, mientras que ahora, en un feroz ahínco de la atención, había logrado, acaso, acercarme hasta su centro.

De ahí que el atardecer resulte un instante de tanta solemnidad, pues la Naturaleza, en ese paréntesis, se aligera, se purifica, se lava, se salva de su activa obcecación, y se aviene no a razones -que eso no sería nada y, además, ya las tiene de sobra-, sino que se aviene a pensamiento.

La Naturaleza se había retirado poco a poco; primero el sol, después la luz, más tarde el color y su sustancia; todo se lo engullían aquellos pilares últimos de la realidad, y así enriquecidos por dentro, me parecieron, de pronto, una... frente, la concentración, el espesor de una frente, el nublado de un entrecejo pensativo.

Roma, 1962



  —[175]→  

ArribaAbajoPoemas

  —[176]→     —[177]→  


ArribaAbajo Seis sonetos de un diario



1,

A una verdad


No es el amor quien muere,
somos nosotros mismos.

L. C.                



No es el amor quien muere, Luis Cernuda,
somos nosotros mismos. En un canto
te lo he visto decir con el espanto
de tener la certeza y no la duda

en tus labios que escriben. Tan desnuda
te brota la verdad, que no sin llanto
entregusto tus versos como el santo
que en su propio sufrir encuentra ayuda.

No importa ya por quién, por qué, ni dónde,
sobre un triste papel la verdad nace;
cuando ella fluye así, cuando desata

los lazos más sencillos que ella esconde,
la causa de sí misma se deshace.
No es el amor quien muere, él es quien mata.
—178→


2,

Al silencio


No es consuelo, silencio, no es olvido
lo que busco en tus manos como plumas;
lo que quiero de ti no son las brumas,
sino las certidumbres: lo perdido

con toda su verdad, lo que escondido
hoy descansa en tu seno, las espumas
de mi propio sufrir, y hasta las sumas
de las vidas y muertes que he vivido.

No es tampoco el recuerdo lo que espero
de tus manos delgadas, sino el clima
donde pueda moverme entre mis penas.

No esperar, mas tampoco el desespero.
Hacer, sí, de mí mismo aquella sima
en que pueda habitar como sin venas.
—179→


3,

Al sufrimiento


De tanto serme estrecha compañía
he llegado a sentirte ya tan mío
que peor que tú mismo es el vacío
que me queda sin ti. Yo te querría

apretado a mi pecho todo el día
por no quedarme a solas con el frío
de ese lago parado y tan sombrío
que es vivir en la nada. Sufriría

más aún, ya lo sé, pero un consuelo
en el propio sufrir quizá nos nace
como una leve flor allá en la arena.

Me lo has quitado todo, tierra, cielo;
déjame sin embargo que te abrace,
que todo cuanto he sido está en mi pena.
—180→


4,

A Dios


Me despojas de todo, permitiendo
que yo mismo contemple esas cenizas.
No me hieres, me robas. ¿Eternizas
todo aquello que matas? No te entiendo

todavía, ¡mi extraño!, mas creyendo
estoy en esa fuerza que deslizas.
¿Por qué, despojador, me tiranizas
atándome al vivir que voy perdiendo?

No me matas, me muero, me devoro
con mi propio existir. Y cuán esquivo
te siento a mi dolor. ¡Cómo te alejas!

Me arrancaste mi llanto, y ya no lloro;
me arrancaste mi vida, y ya no vivo;
si el morir me arrebatas ¿qué me dejas?
—181→


5,

A la lámpara


Aquí sobre mis hombros ateridos,
cerca y lejos igual que las estrellas,
aquí junto a un pasado sólo huellas,
junto al lecho en que sueñan reunidos

el vivir y el morir, sobre los nidos
del recuerdo, aquí estás como unas bellas
y leves manos tibias con que sellas
los párpados cansados y dolidos,

aquí estás como un ser, como una cosa
que tuviera ya un alma casi mía
amarilla también y también mustia,

aquí sobre mi frente silenciosa,
aquí como una vaga compañía
llegando con tu luz hasta mi angustia.
—182→


6,

A mis amigos


Como si hubierais muerto y os hablara
desde un ser que no fuese apenas mío;
como si sólo fuerais el vacío
de mi propia memoria, y os llorara

con una extraña pena que oscilara
entre un cálido amor y un gran desvío;
como si todo fuera ya ese frío
que deja un libro hermoso que cerrara

sus páginas sin voz; como si hablaros
no fuese como hablar, sino el tormento
de ver que hasta sin mí mi sangre gira.

Sólo puedo engañarme y engañaros,
hacer como que estáis, como que os siento,
cuando el mismo miraros ya es mentira.

México, 1939

  —[183]→  


ArribaAbajoEl Tevere a su paso por Roma


El Tevere se extiende como el brazo
de una madre cansada y perezosa;
sus aguas son de carne entre verdosa
y es blando el ademán, antiguo el trazo

de esa línea curvada de su abrazo;  5
no es un río presente, es una fosa,
es una tumba viva y temblorosa
que va hundiéndolo todo en su regazo;

y el pescador inmóvil, silencioso,
el froccio casi lírico, la rata  10
repentina, las putas ambulantes,

un pájaro saltando, un cane ocioso,
un lujo de basuras -vidrio, lata-,
le bordan dos orillas delirantes.

Roma, 1974

  —[184]→     —[185]→  


ArribaAbajoVelázquez


Un soneto con estrambote en prosa


Mucho ha sido borrado por su mano:
lo ideal, lo perfecto, la belleza;
la misma fealdad, con su tristeza,
se ha disuelto en el aire soberano.

Un lujo de pintura -veneciano-  5
ha querido perderse en la justeza.
Topamos con lo externo y la pobreza
de la vil superficie, el rostro vano,

la fachada de todo, lo aparente.
¿Sólo ha sido copiada y respetada  10
la sorda piel del mundo aquí presente?

Parece que estuviera -bien pintada-
la simple realidad indiferente;
pero el Alma está dentro, agazapada.

  —186→  

Eso que nos parece estar escondido, agazapado detrás de la realidad del mundo y detrás de la realidad velazqueña, más que el alma, es un Algo, un «algo» que sólo nos es dado percibir (cuando lo percibimos) como por una especie de trasparencia, a través del cuerpo compacto de la realidad. No, no es propiamente el alma, porque a ella, en un cierto modo y hasta un cierto punto, la conocemos muy bien y podría decirse que dispone, incluso, de una fisonomía propia bastante determinada; además, el alma no está nunca de antemano, desde un principio, sino que... acude. El alma, como un agua viviente, con la puntualidad y fatalidad de un agua viviente, inundadora, acude a llenar esas concavidades que, aquí o allí, han quedado dispuestas para recibirla; el alma acude (cuando acude) como un... merecimiento -por eso no podemos salir, desaforadamente, como bárbaros cruzados, en su persecución y conquista, sino esperarla tranquilos, pasivos, limpios, por si ella, por propia, piadosa, armoniosa voluntad, quiere buenamente acudir, venir y aposentarse en nosotros, habitarnos-; el alma acude (cuando acude) en donación, en gracia; no tenemos alma, la alcanzamos (cuando nos es dado alcanzarla), o mejor, nos alcanza (cuando nos alcanza). El alma acude a nosotros (cuando acude) y, más raramente aún, acude también a esas obras que, en realidad de verdad, no son obras, sino seres, es decir, esas obras nuestras que ni son obras ni son nuestras. Pero ese Algo, en cambio, ese «algo» animado que nos parece ver, o entrever, o entresentir, detrás mismo de la realidad, no es que acuda, sino que está siempre y desde siempre en ella, escondido y como agazapado en ella. La realidad -eso lo sabemos todos, lo sentimos todos- es... sagrada; y es sagrada -no divina- sin duda por ser portadora, encerradora, escondedora de ese Algo tan... evidente; Velázquez -como Cervantes, y acaso como Murillo, y también como Galdós- supo darse cuenta, de una ojeada rápida y extendida, que la realidad no puede ser esquivada, evitada, saltada, por muy deleznable, provisional o externa que nos parezca, y por muy espirituales, esenciales y profundos que nos supongamos, ya que es precisamente en ella, dentro de ella, donde habita, viva y fija, esa sustancia que, sin embargo, no es en absoluto -como algún día hemos podido creer- sustancia suya propia (la sustancia misma, particular, de la realidad), sino más bien como un... Son, el invisible garabato de un son, el son de un Algo que está, sí, dentro de la realidad o detrás de ella, pero sin serla, ni expresarla, ni significarla; un «Algo» que, al ser percibido por nosotros, sabemos en seguida que es más, mucho más que la simple realidad,   —187→   y también... otra cosa, aunque inseparable de su cuerpo, de su ineludible cuerpo real. La realidad es, pues, sagrada, no por sí misma, por ser sí misma, sino por lo que esconde -por lo que esconde de divino-, ya que la realidad -que no es divina- es sagrada como puede ser sagrada un arca, una caja, una casa, una cueva, una celda. La Divinidad, toda divinidad, parece estar pidiendo, o estar esperando, veneración, adoración -aunque no la necesita-, pero lo sagrado ni pide ni espera veneración o adoración alguna; lo sagrado, simplemente, está ahí, no es alguien, sino un lugar, un sitio, un dónde, un sitio en donde se asienta lo divino. La realidad no es divina, es sagrada; la realidad es el sagrario de la divinidad, el escondite de la divinidad. Por eso la realidad, por un lado, no puede ser esquivada, evitada, saltada, y por otro, no puede ser venerada, adorada; por eso el «realismo» -todo realismo- es siempre tan estúpido, y equivocado, y falso. El realismo, en Arte -como en todo lo demás, es decir, como en Religión, como en Filosofía, como en la Vida misma-, es siempre ilusorio, erróneo, tonto. (Alguien podría decir que en esta enumeración de energías fundamentales falta, quizá, la Ciencia, y que en el santo terreno de la ciencia al menos el realismo es bueno y es útil, pero... la Ciencia ha sido siempre vista con mucho recelo y desconfianza por quien esto escribe, pues a esa gran cazadora o atrapadora de verdades nunca acaba de parecerle una verdad legítima ella misma, al revés exactamente de lo que sucede con la Religión, la Filosofía y el Arte, que pueden muy bien atiborrarse de mentiras pero no dejan nunca, por ello, de ser verdad, recia, vigorosa, vital, real, carnal, animal, original, originaria verdad.) El realismo -que, claro, no puede escapar a su baja condición de... «ismo», es decir, que no puede escapar a su entusiasta cerrazón, a su obcecada, y ciega, y hueca idolatría- no puede enamorar, es decir, entontecer a nadie que no sea enamoradizo y tonto ya de antemano, porque enamorarse del «realismo», y adherirse a él, seguirle los pasos, adoptarlo y querer realizarlo, e incluso implantarlo -por más talento que tenga ese alguien, y por más que se pueda llamar José de Ribera, o bajando mucho de categoría, Caravaggio, o Chardin, o Courbet, o Millet, o Émile Zola-, enamorarse así, fanatizarse así, no es más, en definitiva, que tomar gato por liebre. La realidad no puede ser borrada, ignorada o pasada por alto en una obra de arte bien nacida, legítimamente nacida; ni puede ser adulada, exaltada, glorificada; y tampoco... analizada, espiada, estudiada, viviseccionada; la realidad ha de ser... recibida, bien recibida, recibida con   —188→   limpieza, y después, claro, ha de ser tenida siempre presente, muy presente; ha de ser tenida presente, y, al mismo tiempo... casi como abandonada, abandonada a su presencia, a su hermosísima y humildísima presencia. Eso es todo. Eso es todo, al menos por nuestra parte; por parte suya, de la realidad, ella, al sentirse, diríamos, no ya comprendida (esto, aunque importante, no es indispensable), sino al sentirse vista e... intocada, respetada, dejada intacta en su sitio y en su ser sagrados, es sin duda entonces cuando se aviene a responder, a respondernos, a correspondernos con su hermoso y simple estar, sólo si hemos acertado en nuestra actitud y en nuestra... distancia respecto a ella -que acaso consista en una especie de amoroso despego-, podrá ella quedarse aquí, delante de nosotros, dando la cara, dándose, y, al mismo tiempo, conservándose propia y... virgen, sucesivamente virgen, en todo el esplendor oscuro, enigmático, de su exterioridad.

España, 1977

  —[189]→  


ArribaAbajo Del pintar




Trazado de desnudo

Aquí está su contorno, su figura,
su apretada presencia desvalida,
su armazón, su relieve, su atrevida
mansedumbre corpórea: es tierra pura,

es carne dolorosa de escultura,  5
es un molde vacío, es una vida,
más que ciega, callada o aterida,
que estuviera sin nadie y ya madura.

Es la caja del hombre, es su corteza
solitaria, sin él; todo es regazo,  10
lugar, concavidad, sedienta calma.

Parece abandonado a la belleza,
esperando, pasivo, que a este trazo
se asome todo el ser, y acuda el alma.
—190→


Mansedumbre de obra

Acude entero el ser, y, más severa,  15
también acude el alma, si el trazado,
ni justo ni preciso, ha tropezado,
de pronto, con la carne verdadera.

Pintar no es acertar a la ligera,
ni es tapar, sofocar, dejar cegado  20
ese abismo que ha sido encomendado
a la sed y al silencio de la espera.

Lo pintado no es nada: es una cita
-sin nosotros, sin lienzo, sin pintura-
entre un algo escondido y lo aparente.  25

Si todo, puntual, se precipita,
la mano del pintor -su mano impura-
no se afana, se aquieta mansamente.
—191→


Mano vacante

La mano del pintor -su mano viva-
no puede ser ligera o minuciosa,  30
apresar, perseguir, ni puede ociosa,
dibujar sin razón, ni ser activa,

ni sabia, ni brutal, ni pensativa,
ni artesana, ni loca, ni ambiciosa,
ni puede ser sutil ni artificiosa;  35
la mano del pintor -la decisiva-

ha de ser una mano que se abstiene
-no muda, ni neutral, ni acobardada-,
una mano, vacante, de testigo,

intensa, temblorosa, que se aviene  40
a quedar extendida, entrecerrada:
una mano desnuda, de mendigo.
—192→


De pintor a pintor

El atardecer es la hora de la Pintura


TIZIANO                



Pintar no es ordenar, ir disponiendo,
sobre una superficie, un juego vano,
colocar unas sombras sobre un plano,  45
empeñarte en tapar, en ir cubriendo;

pintar es tantear -atardeciendo-
la orilla de un abismo con tu mano,
temeroso adentrarte en lo lejano,
temerario tocar lo que vas viendo.  50

Pintar es asomarte a un precipicio,
entrar en una cueva, hablarle a un pozo
y que el agua responda desde abajo.

Pintura no es hacer, es sacrificio,
es quitar, desnudar; y trozo a trozo,  55
el alma irá acudiendo sin trabajo.

España, 1978

  —[193]→  


ArribaAbajo Para El Crepúsculo de Michelangelo



1,

Parece que llegaras, desasido
del cuerpo de la piedra, a doblegarte,
a pasar de este lado, a formar parte
de este mármol de acá, más dolorido,

que es la carne de hombre, y convertido  5
ya en un ser como todos, recostarte
-rota ya la materia, roto el arte-
en tu propio desnudo atardecido.

Parece que vinieras, liberado
de lo eterno, a mezclarte con los otros,  10
a caer en la vida y disolverte.

Al borde de un abismo te has quedado:
ya no puedes bajar hasta nosotros,
ni a tu centro de piedra devolverte.
—194→


y 2

Te quedas en lo alto, suspendido  15
-como un duro celaje ensimismado-
y parece que así, más sosegado,
ya no quieras bajar, que arrepentido

de ser vida o ser mármol sin sentido,
quieras ser ese enigma apretujado,  20
ese nudo, ese nudo entrelazado
de piedra y animal; así tendido

en la tímida curva de un declive
-como un cielo parado y consistente-
se diría que callas, perezoso.  25

Eres algo que vive y que no vive.
Ni eterno ni mortal: eres presente
sucesivo, ya quieto, aún tembloroso.

Florencia, 1980



  —[195]→  

Arriba Naturalidad del arte

(Y artificialidad de la crítica)


  —[196]→     —[197]→  

Al darnos cuenta, un día, de la naturalidad y verdad del arte, nos damos cuenta al mismo tiempo de la artificialidad y mentira de la crítica artística.

Lo más patético del crítico de arte -de música, de poesía, de pintura- no es tanto que se equivoque y no entienda, sino que entiende de una cosa que... no comprende. Claro que sería injusto pensar que sólo el crítico no comprende; pero los no-críticos, al menos, no entienden de lo que no comprenden y, por lo tanto, no se produce en ellos el disparate que se produce en el entendedor, en ese entendedor que no comprende.

Entender, lo que se llama entender de algo -de música, de poesía, de pintura-, no es que sea muy fácil, mas se puede conseguir con un poco de tiempo, una cierta inteligencia y una buena cantidad de aplicación. Pero comprender es otra cosa. Comprender es un acto más bien seco y rotundo, muy rápido, además, pues a la sola aparición del sujeto en cuestión, éste debe ser instantáneamente comprendido por nosotros de un solo golpe, de una vez por todas, o no lo comprenderemos nunca. (Podría pensarse que lo descrito aquí como el vivo fenómeno del comprender no es más, en definitiva, que el de intuir, pero no es así, pues comprensión e intuición coinciden, sin duda, en ser una y otra eso que se llama «conocimiento inmediato», pero mientras la intuición conserva siempre su tembloroso carácter de inspirada, es decir, de indeterminada, de inacabada, de insegura, de imprecisa, la comprensión en cambio es algo muy firme, muy definitivo, muy conclusivo, muy completo; intuir es como abrir una brecha, pero comprender, más que abrir, es cerrar, es apresar, es aprisionar, es abrazar muy fuertemente algo; intuir sería, pues, como una impulsiva acción certera, pero un tanto endeble, y exclusivamente... espiritual, no corporal y física como es la acción del comprender.) Entender de arte -de música, de poesía, de pintura-, actuar de entendido, de perito, de crítico en fin, no puede ser más, en el mejor de los casos, que una simple ocupación rara, o sea, algo que se hace, pero que no se es, el crítico no nace, se hace; el puesto del crítico es una de esas necesidades artificiales que de tanto en tanto inventa la ajetreada sociedad, pero en donde la naturaleza viva no ha tomado parte.

  —198→  

Alguien podría decir que existe en el hombre un cierto «sentido crítico» innato, parte integrante y congénita de su ser, pero un «sentido», como sabemos, es algo muy personal y, aunque sumamente importante, tan sólo de carácter... auxiliar. El sentido crítico no puede ser más que una herramienta personal, íntima, casi secreta, de trabajo; pero es ese «trabajo», precisamente, el que debe cesar, interrumpirse en el instante mismo en que, del cuerpo de tal o cual obra, veamos elevarse el oscuro milagro de una criatura verdadera, completa, viva; porque ante la vida no podemos, necia y porfiadamente, seguir siendo críticos, actuar como críticos; la vida no puede ser objeto de crítica (quizá pueda, eso sí, someterse a crítica el... mundo, todo aquello que es mundo, mundanal ruido, pero no la vida); la vida no puede ser espiada, indagada, investigada, juzgada, ni siquiera entendida, sino... comprendida, aprehendida.

Comprender es acoger, acoger algo en su totalidad esencial, o mejor, en una esencialidad que resultaría ser su totalidad; comprender es acoger sin reservas, sin reparos; vemos, pues, por una parte, que la comprensión excluye, automáticamente, la crítica, la actitud crítica, y por otra, que de lo que no ha sido comprendido, acogido, no hay por qué hablar.

Puede, eso sí, juzgarse lo que hacemos, pero no lo que somos -y aquí es donde se encuentra el nudo de la cuestión-, pues la verdad es que la poesía, la música, la pintura, la escultura no son, en absoluto, como se ha dado por descontado siempre, actividades, las muy bellas y elevadas actividades de ciertos seres de excepción -los artistas-, sino inactiva, pasiva naturaleza carnal, animal, del hombre, del hombre... común.

No haber visto, no haber comprendido el carácter «común» del arte creador, del acto creador, es lo que más contribuye a desviarnos de su naturaleza verdadera, de su verdadera identidad, de su razón de ser, ya de por sí escondidas y misteriosas. El arte ha sido visto siempre como la meritoria inclinación de unos cuantos -de esa clase especial de hombres que llamamos artistas- y se ha supuesto que esa clase de hombres se desvive por componer unas sonatas, escribir unos poemas, pintar unos cuadros; se ha supuesto que esa clase de hombres se las ingenia como puede para fabricar unas «fantasías», unas «bellezas» con las cuales apagar las ansias de esos otros que llamamos gustadores, amadores, consumidores.

Pero la realidad de verdad es muy otra; la creación artística no es un asunto personal del artista creador, ni un asunto privado entre el artista creador y el gustador o   —199→   consumidor de su obra, aunque tampoco se trata de nada... social, general; lo «común» de la creación no tiene ningún estrecho carácter... socialista, sino extensamente humano.

Sólo el hombre común -el «superhombre común»-, es decir, el hombre común... sano, limpio, fuerte, silvestre, puede y sabe recibir la realidad entera y verdadera, sin manosearla ni manipularla, sin la boba idolatría de unos, ni la ilusa y petulante alteración o deformación de otros.

(La decisión que se tomara, al empezar el siglo XX, de procurarnos a toda costa un arte... en sí mismo, desasido, desentendido de la realidad -un arte inventado, ideado, imaginado, fantaseado, colocado encima, pegado encima, puesto, superpuesto, postizo, añadido, o sea, un arte, cuando mucho, pergeñador, confeccionador de cosas-, pudo parecer entonces, hace setenta y tantos años, una vívida acción purificadora, salvadora, que nos libraba para siempre del tontísimo y tristísimo realismo, pero nos damos cuenta hoy, a la vista de tanta basura artificial como ha ido acumulándose, que era tan sólo una decisión estúpida, y también, quizá, un tanto... satánica, juguetonamente satánica, de un satanismo estéril, infantil, pueril. El hacedor de arte, sin duda muy cansado y asqueado de esa imagen tan falsa que de la realidad nos venía dando el «realismo» a lo largo de todo el siglo XIX, quiso reaccionar con violencia, sin contemplaciones, y, como suele suceder cuando se está demasiado cegado por la razón, al arremeter contra el realismo, arremetería, de paso, sin darse cuenta, contra la misma realidad -la santísima realidad-, o sea, confundiéndose, embarullándose. Mala suerte; porque todo ese infeliz arte moderno que se nos avecinaba sería, pues, edificado, levantado sobre un error, en nombre de un error, un error... sacrílego, un error que no era simplemente un error, sino que llevaba dentro una profanación muy necia y muy grotesca.)

Sólo el hombre común -«superhombre común»-, es decir, el muy real y muy santo varón común, es quien puede y sabe recibir a la realidad entera y verdadera, tomándola -y dejándola, claro- en su justo y humilde lugar sagrado, valor sagrado. Los más grandes creadores han podido siempre, sin miedo, no propiamente copiar la realidad, sino... revelarla.

La poesía, la música, la pintura, han sido siempre realizadas por unos pocos, sí, pero en nombre de todos. Si se hubiese tenido en cuenta que el arte creador -no el arte   —200→   artístico, ya que éste sí va destinado y dado a un público- no se ha hecho jamás para unas gentes, sino en lugar de ellas, nos habríamos evitado tanta palabrería sobre arte social, o minoritario, o revolucionario, o aristocrático, o burgués, o puro, o útil, o... moderno. El arte creador, hacedor de criaturas, no se dirige a nadie ni a lugar alguno conocido; podría decirse que la creación no va a ninguna parte, sino que... viene, viene de muy lejos y muy dentro hasta alcanzar una superficie real, de la realidad. Es sumamente tonto decir que la obra de Miguel Ángel se hizo al servicio de unos papas o la de Velázquez al servicio de unos reyes; Jan van Eyck, por ejemplo, pudo él mismo, de buena fe y con ingenua modestia, pensar que trabajaba para unos comerciantes, pero hoy sabemos que no es verdad; el retrato de los esposos Arnolfini fue emprendido, no por honesto y vil encargo, sino porque necesitaba urgentemente pintarse, realizarse; pero no se trataría de una necesidad de los Arnolfini, y tampoco de una más extensa necesidad medieval, histórica, ni siquiera de una íntima necesidad del pintor como pintor, del artista como artista, sino de una primaria y tiránica energía del hombre como especie pura, bruta. Escuchar esa voz originaria, antigua, perenne, sustancial, esencial, y obedecer a ella, es lo propio del creador, pero la verdad es que esa voz suena para todos, y lo que pide -porque viene a pedir, a exigir- nos lo pide a todos; no es una voz especialmente destinada a los artistas creadores, sino una imperiosa voz que suena para el oído total humano, aunque sea, eso sí, oscura, subterránea, que se oye apenas. Es entonces cuando el creador -ese vívido hombre común a quien después llamaremos creador- da un paso decidido, decisivo, hacia delante, y se destaca, a pesar suyo, de los demás, de todos esos demás que también son creadores, pero creadores mudos, sordomudos; es entonces cuando, pasivamente, el creador se decide a tomar en sus manos la enigmática acción creadora. Pero lo que hace no lo hace para sí -¡qué tontería!-, ni para los otros, sino porque... tiene que ser hecho sin remedio, porque ha de estar haciéndose continuamente, perennemente, y los demás, al parecer, viven como distraídos. No es tanto que Fidias, Jan van Eyck, Miguel Ángel, Cervantes, Velázquez, san Juan de la Cruz, Shakespeare, Rembrandt, Mozart, Tolstói, hayan hecho esas obras que sabemos, como que nosotros, los demás, los demás comunes mortales hemos dejado de hacerlas, aceptando ellos, humildemente, pasivamente, ser los autores de esas obras -esas obras que no son obras, sino criaturas-, nos han dispensado de tener que llevarlas a cabo nosotros, ya que se han prestado a realizarlas en   —201→   su propio nombre y en el nuestro, pues en esos instantes impersonales de la creación, de la creación verdadera, nos representan.

No, no se trata de una tarea, ni se trata de una aportación, ni se trata de un servicio que el artista presta gustoso, generoso, a la sociedad, sino más bien de una especie de... sacrificio, un sacrificio que se cumple, diríase, en el propio seno, en el propio regazo de la naturaleza, en la viva concavidad sagrada de la naturaleza, es decir, antes y fuera de toda noción o sombra de sociedad, de civiltà, de cultura.

El arte creador -no el arte artístico, pues éste es más bien, como se sabe, una simple prueba de talento, de ingenio, incluso de genio algunas veces-, el auténtico arte creador, hacedor de criaturas, es siempre un acto natural, un acto original, un acto principio, y quiérase o no, sagrado, es decir, fatalmente emparentado con la religión, pero... sin serla. (A ese actual hombre medio, bastante culto, bastante equilibrado a pesar de unas pequeñas neurosis de vida cotidiana, de un razonado izquierdismo político, y no propiamente ateo, ya que ésta sería una palabra fuera de lugar, sino simple y limpiamente descreído, escéptico, medianamente satisfecho, casi feliz, que se parte de risa ante los muy emotivos desmayos estéticos de tal o cual madame Verdurin conocida suya, lleno de admiración -eso sí- por lo más alto y espiritual, pero sin idolatrías ridículas, lo veremos, de pronto, irritado, al ver que aquí también se topa, si no con la Iglesia, sí con la religión, cuando parecía que se hablaba exclusivamente de arte; a ese hombre culto, cultivado, le gusta el arte, y piensa en él, además, como en algo... autónomo, robusto, que se basta a sí mismo, que no debe ser barajado con otros... temas -el hombre de cultura supone que todo son temas-, pues, a cambio de no aceptar las obtusas ideas sobre el arte que, en efecto, con tanto desparpajo ha formulado siempre el marxismo, pide que tampoco se le atribuyan al arte vaguedades y turbiedades místicas.) Pero el arte, que no es, desde luego, religión, ha brotado sin embargo del mismo lugar, del mismo manantial escondido del que brotara la religión; es, pues, como un agua de otra roca, pero hermana suya.

El arte no es religión, pero nos llega de ese mismo lugar, profundo y oscuro como un pozo, del cual nos llega la religión -no lo divino, puesto que lo divino nos llega siempre de arriba, de la claridad de arriba-; el arte viene de donde viene el impulso religioso, el don religioso, es decir, la sed; el arte creador nos llega de muy lejos y de   —202→   muy abajo, como de un abismo, pero no un abismo de caer en él, sino un abismo de nacer de él; de allí debió de venir también la filosofía: otra hermana, otra agua.

De estas tres -religión, creación, filosofía-, la filosofía es la hermana más ocupada, más preocupada por todo; es ella la que busca, la que escucha, la que pregunta, la que se pregunta, pero aun así, agobiada de cuestiones, de problemas, de «temas» que ir desentrañando, no deja de sorprender que no lograra jamás una buena razón, una buena justificación del arte, del fenómeno natural del arte, es decir, no propiamente una explicación lógica y satisfactoria -¿quién podría pedirle esto?-, sino... verdadera, oscuramente verdadera.

(Acaso la filosofía, en su obsesión por la luz, aferrada, condenada, autocondenada a ese noble delirio suyo de la luz, no ha podido, como en cambio pueden la religión y la creación, detenerse a tiempo ante tal o cual santa zona de oscuridad, esas zonas que guardan con tanto celo algunas muy evidentes verdades indemostrables, y que, claro, no pueden ser tocadas, analizadas, iluminadas, sino tan sólo percibidas en su oscuridad.) La filosofía -por su innata vocación luminosa- no ha podido aceptar, sin más y a cierra ojos, el oscuro enigma natural del arte, pero al mismo tiempo, cuando ha intentado acercarse a él para «explicárselo», ha visto, sorprendida, no tanto que el arte ofreciera una gran resistencia a declarar su identidad, su razón de ser, su sentido, sino que se le convertía entre las manos en algo que... no es, en algo que ella misma -tan recelosa de todo saber previo- sabía muy bien que no es. De tan extravagante situación debió de surgir, sin duda, la idea de una Estética, de una ciencia adjunta, especializada en bellas artes, en bellos oficios, en bellas emociones; de este modo, quizá, la filosofía podría sentirse dispensada de su obligación y, en efecto, ya no se ocuparía más, directamente, del arte; como mucho, se cruza con él cuando se dirige, demasiado absorta, a otro sitio. Así, es evidente que cada vez nos encontramos más lejos de su fundamento y como sentados, asentados en ese lugar erróneo desde donde el arte puede parecer, más que un irremediable impulso inicial, animal, una simple y pobre conquista del... espíritu.

El arte ha sido visto principalmente como un producto, como un fruto elaborado o una flor contrahecha y superpuesta, no como una viva realidad radical, sino como una medio-realidad, un entresueño, una especie de ilusión corpórea, algo intercalado en el vivir, como un entreacto fantasioso del vivir, como una muy noble y   —203→   hermosa ocasión para la fantasía, es decir, algo como una... mentira que, una vez legitimada y legalizada por la Estética, podíamos aceptar y permitirnos a la manera de un lujo, de un juego, de un consuelo.

Sólo Nietzsche, cuando habla sin querer, sin pensar, de arte, vemos que respira en un espacio que le es conocido, y no porque sea más artista que los demás -aunque también lo sea-, sino porque es más... hombre común, el superhombre común, o sea, el no-artista, el no-sabio, el no-cosa; y siendo más hombre común, se comprende que tenga con todo -con todo lo demasiado humano y lo demasiado divino- un contacto más verdadero y real, una relación más sanguínea.

Nietzsche no se ha ocupado nunca, propiamente, de arte; lo ha dado siempre por descontado dentro de la vida -como hace el hombre común-, y no es que lo haya visto como un elemento más de ella, sino siendo absolutamente ella, es decir, saliendo, subiendo del fondo mismo de la vida, hasta nuestra superficie terrenal, como una planta.

El hombre común sería, por lo tanto, el único capaz de comprender -no el hombre de la calle, ya que éste, como sabemos, no es más que una escandalosa y vil deformación, una adulteración de la hombría, de la hombría originaria-; el hombre común es quien más cerca se encuentra de la sustancia medular del arte, aunque no entienda nada o casi nada de lo que allí dentro sucede.

El crítico, es decir, el hombre que un buen día escoge y decide hacerse crítico, doctorarse de crítico, no se da cuenta, el insensato, de que desde ese momento renuncia definitivamente a su posibilidad de comprender -a la cual tenía derecho como cualquier otro-, y de que conforme vaya perfeccionándose en su especialización, irá hundiéndose más y más en la maraña de lo que sucede en el tablero del arte y apartándose de lo que el arte, sin tablero, es.

El no comprender sería, por lo tanto, una invariable y puntualísima particularidad del crítico, pero no de exclusividad suya. Tampoco suele comprender el artista; el artista-artista comprende mal, o no comprende en absoluto el misterioso fenómeno del arte, aunque puede sufrirlo en su propia persona, quizá porque se encuentra demasiado absorbido por las muy complejas y fascinantes artesanías; obsesionado por el cómo, se le irá, paso a paso, desfigurando el qué, y una vez caído en ese bache puede incluso llegar a pensar, ingenuamente, que la música es una cuestión de sonidos,   —204→   la poesía de palabras, la escultura de volúmenes, o la pintura de líneas, colores y... «espacios». En cuanto al perezoso esteta, ya sabemos lo que el arte viene a ser para él: una tonta voluptuosidad, una diversión, un refugio, casi un aburrimiento.

La decisión de hacerse crítico de arte, entendedor de arte -de música, de poesía, de pintura-, es disparatada, porque se funda en un error de principio: suponer que un cuarteto de Mozart, por ejemplo, es una... composición musical, es decir, una pieza compuesta, una pieza demostrativa del industrioso genio inventivo de su autor -formada, según parece, de una determinada «materia» que exige, a su vez, para poder ser apreciada, de un entendedor especializado-, en lugar de comprender y aceptar ese cuarteto como lo que verdaderamente es, como una simple criatura, como un ser vivo. Y un ser vivo, claro, no puede retocarse: es como es, y nada más; ni puede desmontarse, con la sana e insana intención de analizarlo concienzudamente, no sólo porque de atrevernos a ello cometeríamos un pecado, sino porque además resultaría inútil, ya que al primer movimiento nuestro de activos viviseccionadores, el ser, ese mismo ser que ansiábamos examinar por dentro y entender a fondo, se esfumaría, dejándonos en las manos unas simples materias ciegas, opacas, inanimadas y leñosas. Esas «leñosidades» son, en definitiva, lo que tan insensata y buenamente se dispone el crítico, el buen crítico, a estudiar y juzgar.

En vez de esos equipos de estudiadores, de analizadores, de examinadores, de enjuiciadores que constituyen el cuerpo un tanto policial y penalista de la Crítica de Arte, podrían existir más bien algunos buenos hombres que, simplemente, como antiguos y modestísimos empleados de consumos, no dejaran pasar cosas de matute: eso es todo; pero eso tan sencillo -y, claro, tan difícil- cambiaría radicalmente toda la Historia del Arte, perdiendo entonces ésta ese confuso, feo y revuelto aspecto que tiene hoy -como de canal de desagüe, como de «cloaca máxima»- y recuperando su verdadera condición de río vivo, natural.

La Historia del Arte, libre de todo ese peso muerto de las cosas inanimadas y de los meros hechos históricos -de todo eso, sin duda, podría decirse que ha ocupado un espacio y que ha sucedido en el tiempo, pero no propiamente que... ha vivido-, limpia de toda esa materia inerte, burda, estúpida, con que suele ir llenándose, abultándose la Historia, la historia del arte sería entonces un río, sí, pero no el llamado «río de la historia», no el río que pasa, sino el río que... permanece; el verdadero historial   —205→   del arte vendría, pues, a ser, más que la distraída y precipitadísima superficie del agua, como una temblorosa fijeza suya interna.

La Crítica, por el contrario, ha dejado siempre pasar todo, cosas y seres confundidos; ha dejado pasar lo que tan sólo eran viles objetos, meras obras, cachivaches, del lado de las criaturas vivas; quizá pensara, ingenuamente -y por el gusto de ejercer la profesión que se había inventado para sí-, restituirle más tarde a cada cosa su lugar propio y su propia naturaleza -por eso, acaso, necesitaría poner tanto empeño en ordenar, en valorar, en juzgar, en pesar, en medir, en definir-, pero cuando se parte de un error no es como cuando, accidentalmente, nos lo tropezamos (pudiendo entonces evitarlo o subsanarlo); lo que se funda en el error no logra nunca salir de él, desasirse de él.

La Crítica -la crítica de música, de pintura, de escultura, de literatura, de poesía-, movida por una impaciencia y una precipitación, diríamos, prenatales, no supo esperar a nacer por razón natural, por fatalidad natural (si es que realmente había sido ya... concebida y, por consiguiente, más o menos esperada); la crítica no supo abandonarse al parsimonioso «tempo» lento de la naturaleza y, sin pensarlo mucho, se colocó de un salto en el mundo de los vivos. Una vez inventada por sí misma, hija de nadie, pero ya existente, se verá obligada a ejercer, a practicar, a parlotear sin descanso.

De un origen tan artificial no podía surgir nada muy verdadero; ni siquiera podía surgir, con más modestia, nada que resultara medianamente útil. La cruda y dura realidad es que la crítica, a lo largo de toda su historia, ha demostrado ser tan sólo una interminable cadena de equivocaciones. Al nacer o hacerse presente una sonata, un cuadro, un libro, la crítica acude presurosa, creyendo de buena fe tener concertada una cita con esos... productos del arte -porque la crítica piensa que se trata, en efecto, de productos-, pero el encuentro, como hemos podido ir comprobando, es siempre desastroso: lo que en un primer momento aplaude la crítica, más tarde resulta ser falso sin remisión, y lo que, por el contrario, condena, es después aquello que renace incontenible. Pero no puede pensarse en una incompetencia o incapacidad personal de todos y cada uno de los críticos que han venido existiendo, ejerciendo; el crítico, el crítico-individuo, no entra para nada en esta cuestión. No es el crítico, sino la crítica, quien viene a estar siempre (decida lo que decida o tome las   —206→   precauciones que tome) en un error perpetuo; el crítico, en todo caso, será culpable de haber creído en la crítica, de haberse prestado a ella, pero nada más: todo lo que viene después no es suyo, no es del crítico-persona -él no es más que una víctima inocente-, sino de la Crítica, de ese postizo y superpuesto papel vano que la crítica se empeña en representar, en recitar

Cuando tal crítico de hoy contempla escandalizado los errores garrafales de sus colegas de ayer o antes de ayer, éste puede pensarse a sí mismo, ingenuamente, un crítico mucho más certero que aquellos otros, pero se trata de una pura ilusión. Es siempre la obra sola, impermeable a los vaivenes de nuestras caprichosísimas y muy razonadas valoraciones, la que veremos colocarse, asentarse en su sitio propio, sin ayuda de nadie, ni siquiera con ayuda del tiempo, como se suele creer, pues decimos que «el tiempo dirá» o que «el tiempo juzgará», pero el tiempo no dice, no juzga, no escoge, lo acoge todo, lo come todo; no es una tarea suya ser justiciero, ser certero; el tiempo es aquí como un cauce, un gran cauce nada más, y no tiene opiniones, predilecciones.

El avisado crítico actual se siente muy contento, muy satisfecho de enmendarles la plana a sus antecesores; no sólo puede, así, suponerse dotado de una mayor perspicacia, sino viviendo también en una época más perspicaz, sin comprender que, aunque consiga descubrir y corregir los errores de sus compañeros de oficio en el pasado, él sigue, de todos modos, estando de lleno en el error, afincado en el error original de la Crítica -que, como viéramos, es haber confundido, de una vez para siempre, las «criaturas» con los «productos»-; clavado, enclavado, pues, en ese lugar fijo, mientras subsanara unos errores ajenos y viejos iría, automáticamente, fabricando unos errores propios y nuevos; el crítico -el crítico de música, de pintura, de escultura, de literatura, de poesía- no puede salir nunca de su falsa naturaleza y, por lo tanto, es ingenuo pensar que puedan existir unos críticos mejores o peores que otros: todos los críticos son el mismo crítico, vienen fatalmente a ser el mismo crítico.

Porque darse a la crítica es como vestirse, revestirse de un opaco y sordo uniforme. Cuando alguien (y no sólo el crítico de profesión, sino cualquier mortal) se sitúa delante de un cuarteto de Mozart, o de un dibujo de Rembrandt, o de un poema de san Juan de la Cruz, con la sana intención de «entenderlos» y poder, así, muy concienzudamente, proceder a su «análisis crítico» y a su «juicio crítico», ese alguien, a   —207→   quien hace un instante habíamos podido ver lleno de vida, animado por la vida, ahora, de pronto, desde que se ha enfrentado con esas criaturas de Dios, confundiéndolas y convirtiéndolas en puras cosas, en puras obras, o sea, en meros productos artísticos, vemos que él mismo también parece transformado en un simple objeto, en algo pétreo, petrificado, sin poros.

Una vez caídos en ese espacio inanimado -no propiamente muerto, pues la muerte está viva también, sino en ese espacio sin vida, originariamente sin vida-, lo que sucede o se produce entre el cuarteto de Mozart y su consabido crítico musical no tiene realidad ninguna, comunicación real, corriente vital de ser a ser; cuando mucho, es un bobo ajetreo de averiguaciones y noticias huecas, insignificantes, sin significación. De ese contacto tan estéril parecería naturalísimo que no quedase nada, pero queda, por el contrario, mucho, aunque inútil y sin valor: queda, precisamente, todo eso que más tarde ha de constituir el falso y equivocado material... definitivo de la historia, de la muy engordada Historia del Arte, de las artes.

La Historia del Arte se nutre, sobre todo, de ese material equivocado que le proporciona la Crítica. Diríase que la historia no quiere más que... historiar, sea lo que sea, cegada, obcecada por su propia función: de ahí que los mayores desatinos críticos puedan ir pasando, tranquilamente, a ser suyos, es decir, a ser eternos, grandes desatinos eternos.

Todo lo que pasa a formar parte de la historia -incluso aquello que pueda ser menos digno de perdurar- en seguida adquiere allí dentro una gran fijeza y una gran consistencia solemnes nadie a partir de entonces conseguirá borrarlo, arrancarlo de esa prestigiosa atmósfera parada, pasmada.

Ni los más agudos y concienzudos historiadores podrían ahora ya, pasados tres siglos, aunque lo intentasen valientemente, arrojar de la historia del arte una obra, digamos, como la de Poussin -bien dispuesta, bien razonada, incluso bastante bien ejecutada, pero que no tiene que ver con la creación, es más, que ni siquiera tiene nada que ver con eso que tantas veces habíamos convenido en llamar un «arte artístico», un arte puramente estético, extremado, cultivado, elaborado, refinado, estilizado, como viene a ser el arte de un Botticelli, de un Mino da Fiesole, de un Vermeer, de un Mallarmé, que si no es nunca un arte de carne y hueso (de carne, sangre y hueso), sí es, en cambio, siempre, un precioso y valioso juego mental del espíritu-; nadie,   —208→   hoy, se atrevería a expulsar de la historia del arte unos cuadros tan bien... tejidos como El rapto de las Sabinas o Los pastores de la Arcadia de Poussin, y, sin embargo, todos sabemos, en nuestro interior, que esos cuadros no son ni han sido más que piezas, simples piezas curiosas de una artesanía inanimada.

La historia lo acoge todo, sea lo que sea (aunque tiene, desde luego, una muy decidida inclinación por lo más falso), y una vez acogido, lo petrifica todo, lo acartona inmediatamente todo; después, claro, ya de cartón piedra, nadie podrá, ni sabrá, ni querrá jamás moverlo de ahí, de ese su lugar... histórico, aunque ficticio las más veces. Nadie, en las muchas revisiones que se acostumbran, puede ahora ya suprimir unas telas, pongamos por caso, como la Olimpia o Le déjeuner sur l'herbe de Manet: obras cumbre de la mixtificación, de la suplantación. Lo que hace de esas obras -y de cualquiera otra de Manet- algo tan detestable no es el hecho solo de ser malas -ser malo, malo simple, malo inocente, no es pecado alguno, es desdicha, pero no es pecado; lo que sí es pecado, y pecado en profundidad, es hacerse el bueno, fingirse el bueno-; lo que hace de esas dos obras unos armatostes tan fúnebres, tan vacíos, es su propio estar ahí, de cuerpo presente, figurando la pintura, simulando el paso de la pintura, el suceder mismo de la pintura; porque Manet no es tan sólo, como puede pensarse, un pobre y hueco imitador caricatural de Tiziano, Velázquez y Goya -aunque también es eso-, sino un siniestro figurador, simulador de lo pictórico, una especie de ventrílocuo de lo pictórico, ya que la viva voz legítima del pintar, del... cantar, no estaba ni por asomo en él. ¡Cuando se piensa que por esos mismos años Eduardo Rosales nos daría -con una naturalidad milagrosa- el... mejor, el más pleno, el más consistente, el más radiante, el más hermoso cuadro de toda la pintura moderna: su gran Desnudo de mujer! ¡Y aquí sí que puede hablarse de modernidad, de una modernidad profunda, que emerge de lo profundo! Su luz misma es ya una luz... moderna -no precursora de esa otra luz tan falsa, tan voluntaria, tan opaca, tan pastosa, tan fangosa, que muy poco después nos traería el Impresionismo, sino una luz, diríase, de ahora, presente, de la naturaleza presente, una luz más bien delgada, como también la encontraremos, acaso, en algunas acuarelas de Cézanne-; pero en ese cuadro de Rosales (tan estúpidamente ignorado por la muy farfullera Historia), lo más maravilloso no es que anticipe a Cézanne, sin o que realice -y por el camino real, carnal, de la pintura... única- todo lo que ella, la Pintura, pide siempre,   —209→   no se cansa de pedir siempre, y que Cézanne supo muy bien oír, e incluso ver y querer, pero no pudo llevar a cabo.

La mentira que son esas dos grandes telas de Manet (hoy desenmascaradas por algunos, muy pocos) sigue ahí, en su puesto (en ese puesto, tan inamovible, de lo acaecido), formando parte del reluciente basurero eternizado de la historia.

«Nada de lo que existe se resigna a morir, pero la mentira es lo que con más bravura se defiende de la muerte», dice Galdós.

Es como si la mentira -teniendo quizá plena conciencia de sí, conocimiento exacto de su falsa y endeble condición- buscara desesperadamente ese acomodado refugio de la historia, de la envarada y empaquetada historia. Pero lo más escandaloso no es que la historia se atiborre de mentiras, sino que... falten en ella, demasiadas veces, las verdades, las mejores verdades, pues mientras recibe en sus brazos, sin discernimiento, todo cuanto acontece, las más oscuras, las más profundas evidencias -que, claro, suelen ser menos visibles- se le escapan.

Pero acaso sean las verdades, las mejores verdades, ellas mismas, las que se resisten a entrar en la historia, a formar parte de los aplastados y largos frisos mentirosos de la Historia. Vemos que el gran Torso del Vaticano, las palpitantes Parcas de Londres, el húmedo cuerpo de la Victoria del Louvre, no pertenecen, en absoluto, a ese fenómeno cultural de la... «estatuaria griega»; en cambio, las obras de Escopas, Praxiteles, Lisipo... entrarán de muy buen grado en la Historia del Arte, tal vez por lo que hay en ellas, en su composición y elaboración, de... mentira, es decir, de arte, de arte artístico, de idealidad mentirosa, de artificio, de estilo. Una verdadera criatura viviente como la Victoria del Louvre -que a los ojos del historiador especializado no viene a ser más que un buen ejemplo de escultura tardía, helenística-, aunque haya sido destacada, popularizada como imagen hasta la saciedad, no se aviene nunca a esa solidificación eterna de lo historiado: la veremos salirse, desasirse de la Historia, la veremos incluso desprenderse de su misma fama alcanzada y plantarse, como una desconocida, en medio de la Naturaleza; en realidad, ha estado siempre allí, all'aperto, y no propiamente ocupando el espacio como esos bultos sordos y ciegos que son las estatuas, sino habitándolo como un ser, con la vulnerabilidad y la transparencia de un ser.

La Victoria de Samotracia casi no está en el Louvre. La Venus de Milo y La Gioconda, en cambio, no sólo están allí encajonadas gustosamente, sino que parecen haber   —210→   sido hechas a la medida y a propósito para ese lugar; no es que después de una existencia más o menos azarosa hayan ido a parar a esas salas, sino que de antemano han sido ya concebidas y construidas, cuidadosamente, como perfectísimos armatostes de museo. La fija, monolítica Venus de Milo no es, como ha podido decirse, un modelo de belleza femenina ideal, sino un modelo de perfección en sí, de formas perfectas en sí, de formas que no se refieren a nada y que no sólo están desligadas de toda representación, sino vacías de significación; La Gioconda, su hermana o hermanastra, tampoco significa nada real, vivo y verdadero; más que una criatura, es una cosa, es como una especie de reloj, de reloj de pared -en realidad, se trata del más acabado artilugio mecánico inventado por Leonardo-, pero no un reloj para decirnos la hora, sino para estarse inútilmente en el muro del Louvre, solo y mudo, pasmado, aislado, gozándose de su propia esterilidad de piedra preciosa admirada y cotizada. Tanto la muy leve y famosísima sonrisa de La Gioconda como el ligerísimo y apenas esbozado quiebro de la cintura en la Venus de Milo no son más que dos recursos técnicos extremos, de sus respectivos autores, para darnos o intentar darnos, con su escultura y su pintura admirables, una muy engañosa y anémica ilusión de vida.

La verdad es que la historia no tiene por qué... saber mucho de todo eso que va historiando, ya que, por lo visto, ella no es más que un recipiente, sería, pues, la crítica (si la crítica fuera lo que, con tanta ingenuidad, supone ser) la encargada de percibir, de oír, no para entonces juzgar -¿quién, de no ser rematadamente tonto, caería en la tentación de juzgar?-, sino para poder entregarle al cauce de la historia un caudal real y verdadero.

Pero la crítica no ha podido nunca... dar, de verdad, con la obra de creación, toparse, encontrarse con ella, entrar en relación, en comunicación con ella, pues ha ido siempre a buscarla allí donde no podía estar en absoluto, es decir, dentro del tiempo, encajonada dentro del tiempo histórico.

(Y no uno, han sido dos los desatinos constantes de la crítica... voluntaria, artificial: por una parte, salir -¿de dónde?- en busca de las obras como quien va de caza y, por otra, suponerlas existentes en un coto cerrado.)

Por eso, al empezar, se ha dicho aquí que el historiador, o el crítico, o el perito, o el entendido de arte no es que no entienda, sino que entiende, o en cierto modo entiende, de una cosa que no... comprende; lo piensa como depositado y asentado en   —211→   ese lugar y tiempo en que se sabe que existen las cosas, pero ese Algo misteriosísimo que es la obra de arte, la obra de creación, no es en absoluto cosa. No, no sabemos con exactitud qué pueda ser, o venir a ser, ese «algo»; el artista, que se lo ha preguntado en muchas ocasiones, la verdad es que no ha necesitado nunca responderse: la fatalidad misma de su ímpetu creador le ha dispensado, le ha... salvado de tener que responderse. Sea lo que sea, lo único seguro es que el artista creador no tiene más remedio que llevarlo a cabo, que intentarlo al menos. Además, demasiado sabe que no hay más respuesta verdadera que la obra misma de creación.

Todo esto lo... conoce, más que lo sabe, el creador, el creador natural, real, pero no lo conoce, en cambio, el entendedor. Al entendedor, al insensato entendedor, la obra de arte le llega, más que como una misteriosa realidad viva, como un acontecimiento valioso, curioso, entretenido, decorativo, casi frívolo, espectacular, de más o menos mérito, pero externo, muy por fuera; lo que el entendedor nos entregue después de haber leído tal página, o escuchado tal «andante», o contemplado tal pintura, no puede ser más -cuando mucho y en el mejor de los casos- que una especie de crónica despegada, literaria, de unos hechos... culturales, no vitales, no de carne y hueso vivos.

El buen individuo que un mal día se hace, de pronto, entendedor (a veces incluso estudiando afanosamente para ello) no entrará en esa especie de sindicato (sindicato de entendedores) por una precisa y decidida vocación íntima, propia, sino más bien para poder prestarle así un servicio -un servicio público- a la sociedad, a la muy recargada y... vacía sociedad; sabe, pues, o cree saber lo que quiere y adónde se dirige (aunque se trata, quizá, de un espejismo), pero lo que decidida mente no sabe es, ¡ay!, de dónde viene.

El entendedor carece de punto de «partenza», de impulso original, originario, y por eso no puede -aunque de un cierto modo entienda de arte- comprender, aprehender la obra de creación: no podrá, ni siquiera, suponerla; ni podrá suponer que exista ese oscurísimo soplo inicial de donde arranca todo aquello que asoma, que aflora.

El entendido sólo tiene noticia de un artista... hacedor, constructor, voluntario, industrioso, «ingeniero», y... lúdico (como tanto se dice hoy), o sea, sólo tiene noticia de un artista... artificial; no tiene conocimiento de otro, del otro, de ese otro que no es, apenas, artista, sino creador, creador de criaturas reales, creador de realidades.

  —212→  

Las muy artificiosas y forzadas obras de arte resultan siempre preciosísimas para el entendedor de profesión, ya que le proporcionan, en un principio, entretenimiento, y después algunas tareas importantes -analizar, investigar, comparar, encasillar, valorar, enjaular, juzgar, pesar, medir-; pero, claro, así como la obra de arte -de ese arte al que se puede juzgar con más o menos fortuna- es como un trasto superpuesto, caído encima de la realidad, la creación, por el contrario, brota, sale, nace a la realidad por derecho propio y desde dentro y desde el centro de la naturaleza, es naturaleza.

Obra de arte y obra de creación no vienen a ser jamás la misma cosa. Y esto, así de simple -¡y tan claro!-, el entendedor, el estudiador, el historiador no lo saben, no lo han podido saber, no lo han sabido saber nunca, ni tan siquiera entrever nunca. De esa inicial y radical ignorancia nos llega el gran cuerpo solemne, monstruoso, mamarrachesco, de la Historia del Arte, de las Artes -con sus respectivos apartijos de música, de poesía, de pintura, de escultura, sin que el entendedor (que ha ido formando, pergeñando esa historia) ni por un momento haya sentido la presencia, la existencia de ese «algo»... misteriosísimo que es la creación.

Por eso se ha dicho aquí también -y vuelve a decirse, aunque no propiamente por repetición, sino por... insistencia- que el entendido, el perito, el crítico, el historiante (todos ellos con una tranquilidad y una ingenuidad que fa tenerezza) se aplican y dedican a unas tareas o actividades sumamente ilusorias.

El que se hace entendedor es siempre un alguien medio perdido, que carece de origen, y eso, claro, lo extravía, lo deja sin qué ni dónde. Se encuentra, pues (como tantos otros que, también perdidos, irán haciéndose profesionales de otras muchas profesiones), en medio de esa gran plaza pública que es la sociedad, sin saber adónde ir, y sobre todo sin saber qué hacer. (Porque, claro, el que se siente perdido, o medio perdido, el sin naturaleza, vive la sociedad como si fuera la vida.) De todo cuanto va tropezándose le gustan, sin duda, algunos oficios, tales trabajos, ciertos quehaceres, aunque no logran resonar en su interior como auténticas vocaciones, y de pronto, un miércoles o un viernes, le parece haber descubierto, por fin, no una vocación, pero sí una ocupación rara y atractiva: la de entender; hay que decir que con anterioridad ya había tropezado con unas... cosas estrambóticas (llamadas principalmente obras de arte o piezas de arte) que sin saberse con mucha exactitud lo que son ni para qué sirven le resultaron llenas de atractivo, gustosas, valiosas, divertidas, dignas de estudio.   —213→   No tuvo más que juntar esos dos hallazgos: estudiaría muy seriamente para entender de aquello.

Ya tenemos aquí al estudioso, al estudioso de arte, del arte, de las artes. Se procurará en seguida unas cuantas leyes (para no andar por ahí, medio suelto, y como entregado al puro capricho), no sin antes olfatear un poco en algunos textos de filosofía, de historia, de estética, y ver de... hacerse una idea, una idea de donde partir, porque ya hemos visto que carece, sobre todo, de punto de partida natural, carnal. El estudioso sería, por lo tanto, como una especie de... huérfano, pero no huérfano de padres, sino como un huérfano de sí, de sí mismo, un alguien sin sí mismo.

Después, con los muy doctos resultados de sus investigaciones y análisis, puede incluso hacer un gran paquete y ofrecérselo, no sin cierta solemnidad, a la muy sufrida... cultura, y dicha cultura -a semejanza de la susodicha historia-, ya se sabe, lo acoge con gusto casi todo.

(Alguien podría decir -porque siempre hay alguien que quiere decir, decirnos, salirnos al paso- que esta imagen del estudioso ha sido escogida, un tanto de mala fe, entre las versiones más... baratas, pero lo cierto es que en el modelo más caro encontraremos, si no la misma calidad, sí el mismo error.)

Es un error, diríase, pequeñísimo, diminuto como un punto, sólo que como un punto... descomunal, que lo equivocará todo inmensamente. El error del estudioso de estética es... innato en él, va implícito en él, en el estudioso de arte, de las artes, pero, más que anterior a su nacimiento -que no existe-, es anterior a su inocente y lamentable decisión de hacerse estudioso de esa materia, estudiante -y dottore, claro- de esa materia, de esa... asignatura. Es un error apenas visible, pero que está, desde luego, ahí, muy bien aposentado, aunque no desde siempre, no desde que el mundo es mundo, ni siquiera desde que la cultura es cultura, pero sí desde que la cultura es... sociedad. El estudioso, el investigador, el teorizador, al dar su primer paso ya lo han equivocado todo de punta a punta: es un paso que no tiene más remedio que ser erróneo, no ya porque ha sido dado en el vacío, sino porque es un paso... sin vida, que se mueve, sí, pero con un movimiento mecánico, de muñeco.

El error del estudioso -en quien no sólo encontraremos inocencia, sino también una especie de generosidad, aunque muy tonta, pues existe, como se sabe, una generosidad mema, vacua, y otra, claro, que no lo es- sería haber partido, no de un hermoso   —214→   y rico impulso animal -como era su obligación de hombre común-, sino de una pobreza, de una pobreza suya, y de un estado de miseria de los otros, de ese inmenso conjunto de otros que es la sociedad, la muy opaca y cegata sociedad. Ese huérfano... vagoroso, y como vacante de sí, que viene a ser el investigador de estética, viéndose así mismo sin un afán verdadero y tiránico, o sea, viéndose medio desvaído, medio vacío, falto de una rica necesidad propia, parece haber querido, al menos, escuchar las necesidades de los otros y hacerse la ilusión de estar prestándoles ayuda; pero aquellos que componen y viven una sociedad -aquellos que la viven como si fuera la vida, confundiéndola con la vida- no tienen auténticas necesidades, apetitos reales, sino tan sólo... pequeñas avaricias; quieren cosas, saber cosas (no como sabiduría, como sapiencia, como ciencia, sino como triste curiosidad, como... parloteo social, cultural); quieren información, mucha información... para nada; quieren acumular, guardar, retener todo eso, disponer de todo eso que han acumulado para nada. El inocente pecado del estudioso de estética es, precisamente, contribuir (quizá sin querer) a esa mentira, mezclarse, prestarse a esa mentira de los demás, ponerse al servicio de una necesidad... innecesaria, falsa, que no es suya, ni de nadie, claro, porque la sociedad no es nadie, o mejor, es exactamente nadie. La sociedad ha ido, eso sí, haciéndose cada día más fuerte, más poderosa, más extendida, incluso ha ido convirtiéndose en eso que se llama una gran... «potencia», en esa monstruosidad que es una gran potencia, pero no ha podido convertirse humildemente en alguien, ni siquiera en algo, en algo de valor. Ni alguien puesto en pie, ni algo elevado. La «sociedad», en sus primeros pasos, no era eso, desde luego, no había sido ideada para ser eso (el «ideador» original nos había brindado ya muchas otras ideas así, buenas todas, sin duda, pero todas... por realizar, por hacer, y esto, claro, no por vagancia suya, ni por descuido, sino por una especie de delicadeza última, por una como tenerezza paterna, y que así pudiéramos nosotros, meritoriamente, hacerlas reales y verdaderas); pero aun entonces, en aquellos días, cuando la idea de sociedad y de lo social toda vía no había sido vilmente deformada, alterada, no pudo acoger en su seno el acto creador. La sociedad, incluso en ese su primer estado legítimo, no ha podido «comprender», «aprehender» nunca la naturaleza verdadera del arte, del arte creación; la sociedad -aparte de su apasionada inclinación por unas artes puramente decorativas, de... tapicería, de adorno, y su manejo de una cultura de presunción, y como pura presunción- ha podido a veces, cuando mucho, percibir, distinguir,   —215→   reconocer, apreciar, estimar, gustar... determinados valores de una obra de arte, pero ignorando siempre -absolutamente siempre- el ser, el ser solo, único, sustancial, de esa obra misma (lo que, a su vez, claro está, invalida, automáticamente, todo aquello que había percibido, incluso aquello que había percibido con tino, con acierto); la sociedad, siendo «nadie», no puede tropezarse con «alguien» o «algo», con ese enigmático alguien o algo puesto en pie que viene a ser toda creación viva.

Roma, 1975

Eso es todo, o viene a ser todo por el momento. Hemos visto aquí que la crítica no es tanto que sea errónea, equivocada, ni certera, sino sencillamente que no es; y no puede venir a ser porque carece de origen natural, carece de nacimiento, de alumbramiento. El punto de arranque de la crítica no es más, a lo sumo, que una simple ocurrencia. El punto de arranque del artista creador, en cambio, sí existe, y existe desde siempre, desde que el hombre es hombre, o acaso antes. Cuando aparece el hombre -el hombre común-, ya se encuentra allí, como agazapado, ese vívido impulso creador del que, por otra parte, no sabemos apenas nada. Desde luego es algo muy fuerte, muy vigoroso, pero sumamente enigmático. Es un impulso tan antiguo como actual. De pronto -como por ejemplo sucede en nuestros días- puede parecer que ese impulso ya no está, que ha desaparecido, que se ha convertido en otra cosa, en una industria, en un trabajo, en un oficio, en un capricho. Pero no es así. Lo que en realidad sucede hoy -en todo lo que va de siglo- es más bien que ese impulso ha caído en un compás de espera... necesario y descomunal. Pero un buen día aparecerá en el aire una especie de Arco Iris inmenso y volveremos a tener poesía, música, pintura y escultura verdaderas, limpias, desnudas, sin colgajos adheridos, sin ingeniosidades pegadas, sin sustos, sin sorpresas, sin modas más o menos baratas, sin modernidades de tres perras. Y el crítico -el crítico honrado, el crítico ingenuo- caerá en la cuenta de su fea actividad. Acaso encuentre entonces un quehacer más puro: algo así, diríase, como... una confesión. No sería la confesión de unos pecados, ni tampoco de unas virtudes, sino la confesión de un sentir, de su sentir.

Madrid, 1996