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ArribaAbajoVuelva usted mañana

(Artículo del bachiller)


Gran persona debió de ser el primero que llamó pecado mortal a la pereza; nosotros, que ya en uno de nuestros artículos anteriores estuvimos más serios de lo que nunca nos habíamos propuesto, no entraremos ahora en largas y profundas investigaciones acerca de la historia de este pecado, por más que conozcamos que hay pecados que pican en historia, y que la historia de los pecados sería un tanto cuanto divertida. Convengamos solamente en que esta institución ha cerrado y cerrará las puertas del cielo a más de un cristiano.

Estas reflexiones hacía yo casualmente no hace muchos días, cuando se presentó en mi casa un extranjero de estos que, en buena o en mala parte, han de tener siempre de nuestro país una idea exagerada e hiperbólica, de estos que, o creen que los hombres aquí son todavía los espléndidos, francos, generosos y caballerescos seres de hace dos siglos, o que son aún las tribus nómadas del otro lado del Atlante: en el primer caso vienen imaginando que nuestro carácter se conserva tan íntacto como nuestra ruina; en el segundo vienen temblando por esos caminos, y preguntan si son los ladrones que los han de despojar losindividuos de algún cuerpo de guardia establecido precisamente para defenderlos de los azares de un camino, comunes a todos los países.

Verdad es que nuestro país no es de aquellos que se conocen a primera ni a segunda vista, y si no temiéramos que nos llamasen atrevidos, lo compararíamos de buena gana a esos juegos de manos sorprendentes e inescrutables para el que ignora su artificio, que estribando en una grandísima bagatela, suelen después de sabidos dejar asombrado de su poca perspicacia al mismo que se devanó los sesos por buscarles causas extrañas. Muchas veces la falta de una causa determinante en las cosas nos hace creer que debe de haberlas profundas para mantenerlas al abrigo de nuestra penetración. Tal es el orgullo del hombre, que más quiere declarar en alta voz que las cosas son incomprensibles cuando no las comprende él, que confesar que el ignorarlas puede depender de su torpeza.

Esto no obstante, como quiera que entre nosotros mismos se hallen muchos en esta ignorancia de los verdaderos resortes que nos mueven, no tendremos derecho para extrañar que los extranjeros no los puedan tan fácilmente penetrar.

Un extranjero de estos fue el que se presentó en mi casa, provisto de competentes cartas de recomendación para mi persona. Asuntos intrincados de familia, reclamaciones futuras, y aun proyectos vastos concebidos en París de invertir aquí sus cuantiosos caudales en tal cual especulación industrial o mercantil, eran los motivos que a nuestra patria le conducían.

Acostumbrado a la actividad en que viven nuestros vecinos, me aseguró formalmente que pensaba permanecer aquí muy poco tiempo, sobre todo si no encontraba pronto objeto seguro en que invertir su capital. Parecióme el extranjero digno de alguna consideración, trabé presto amistad con él, y lleno de lástima traté de persuadirle a que se volviese a su casa cuanto antes, siempre que seriamente trajese otro fin que no fuese el de pasearse. Admiróle la proposición, y fue preciso explicarme más claro.

-Mirad -le dije-, monsieur Sans-delai, que así se llamaba; vos venís decidido a pasar quince días, y a solventar en ellos vuestros asuntos.

-Ciertamente -me contestó- Quince días, y es mucho. Mañana por la mañana buscamos un genealogista para mis asuntos de familia; por la tarde revuelve sus libros, busca mis ascendientes, y por la noche ya sé quién soy. En cuanto a mis reclamaciones, pasado mañana las presento fundadas en los datos que aquél me dé, legalizadas en debida forma; y corno será una cosa clara y de justicia innegable (pues sólo en este caso haré valer mis derechos), al tercer día se juzga el caso y soy dueño de lo mío. En cuanto a mis especulaciones, en que pienso invertir mis caudales, al cuarto día ya habré presentado mis proposiciones. Serán buenas o malas, y admitidas o desechadas en el acto, y son cinco días; en el sexto, séptimo y octavo, veo lo que hay que ver en Madrid; descanso el noveno; el décimo tomo mi asiento en la diligencia, si no me conviene estar más tiempo aquí, y me vuelvo a mi casa; aún me sobran de los quince cinco días.

Al llegar aquí monsieur Sans-délai, traté de reprimir una carcajada que me andaba retozando ya hacía rato en el cuerpo, y si mi educación logró sofocar mi inoportuna jovialidad, no fue bastante a impedir que se asomase a mis labios una suave sonrisa de asombro y de lástima que sus planes ejecutivos me sacaban al rostro mal de mi grado.

-Permitidme, monsieur Sans-délai -le dije entre socarrón y formal-, permitidme que os convide a comer para el día en que llevéis quince meses de estancia en Madrid.

-¿Cómo?

-Dentro de quince meses estáis aquí todavía.

-¿Os burláis?

-No por cierto.

-¿No mepodré marchar cuando quiera?¡Cierto que la idea es graciosa!

-Sabed que no estáis en vuestro país activo y trabajador.

-¡Oh!, los españoles que han viajado por el extranjero han adquirido la costumbre de hablar mal [siempre] de su país por hacerse superiores a sus compatriotas.

-Os aseguro que en los quince días con que contáis, no habréis podido hablar siquiera a una sola de las personas cuya cooperación necesitáis.

-¡Hipérboles! Yo les comunicaré a todos mi actividad.

-Todos os comunicarán su inercia.

Conocí que no estaba el señor de Sans-délai muy dispuesto a dejarse convencer sino por la experiencia, y callé por entonces, bien seguro de que no tardarían mucho los hechos en hablar por mí.

Amaneció el día siguiente, y salimos entrambos a bucar un genealogista, lo cual sólo se-pudo hacer preguntando de amigo en amigo y de conocido en conocido: encontrámosle por fin, y el buen señor, aturdido de ver nuestra precipitación, declaró francamente que necesitaba tomarse algún tiempo; instósele, y por mucho favor nos dijo definitivamente que nos diéramos una vuelta por allí dentro de unos días. Sonríeme y marchámonos. Pasaron tres días: fuimos.

-Vuelva usted mañana -nos respondió la criada-, porque el señor no se ha levantado todavía.

-Vuelva usted mañana -nos dijo al siguiente día-, porque el amo acaba de salir.

-Vuelva usted mañana -nos respondió el otro-, porque el amo está durmiendo la siesta.

-Vuelva usted mañana -nos respondió el lunes siguiente-, porque hoy ha ido a los toros.

-¿Qué día, a qué hora se ve a un español?

Vímosle por fin, y «Vuelva usted mañana -nos dijo-, porque se me ha olvidado. Vuelva usted mañana, porque no está en limpio».

A los quince días ya estuvo; pero mi amigo le había pedido una noticia del apellido Díez, y él había entendido Díaz, y la noticia no servía. Esperando nuevas pruebas, nada dije a mi amigo, desesperado ya de dar jamás con sus abuelos.

Es claro que faltando este principio no tuvieron lugar las reclamaciones.

Para las proposiciones que acerca de varios establecimientos y empresas utilísimas pensaba hacer, había sido preciso buscar un traductor; por los mismos pasos que el genealogista nos hizo pasar el traductor; de mañana en mañana nos llevó hasta el fin del mes. Averiguamos que necesitaba dinero diariamente para comer, con la mayor urgencia; sin embargo, nunca encontraba momento oportuno para trabajar. El escribiente hizo después otro tanto con las copias, sobre llenarlas de mentiras, porque un escribiente que sepa escribir no le hay en este país.

No paró aquí; un sastre tardó veinte días en hacerle un frac, que le había mandado llevarle en veinticuatro horas; el zapatero le obligó con su tardanza a comprar botas hechas; la planchadora necesitó quince días para plancharle una camisola; y el sombrerero a quien le había enviado su sombrero a variar el ala, le tuvo dos días con la cabeza al aire y sin salir de casa.

Sus conocidos y amigos no le asistían a una sola cita, ni avisaban cuando faltaban, ni respondían a sus esquelas. ¡Qué formalidad y qué exactitud!

-¿Qué os parece esta tierra, monsieur San-délai? -le dije al llegar a estas pruebas.

-Me parece que son hombres singulares...

-Pues así son todos. No comerán por no llevar la comida a la boca.

Presentose con todo, yendo y viniendo días, una proposición de mejoras para un ramo que no citaré, quedando recomendada eficacísimamente.

A los cuatro días volvimos a saber el éxito de nuestra pretensión.

-Vuelva usted mañana -nos dijo el portero-. El oficial de la mesa no ha venido hoy.

-Grande causa le habrá detenido -dije yo entre mí. Fuimos a dar un paseo, y nos encontramos, ¡qué casualidad!, al oficial de la mesa en el Retiro, ocupadísimo en dar una vuelta con su señora al hermoso sol de los inviernos claros de Madrid.

Martes era el día siguiente, y nos dijo el portero:

-Vuelva usted mañana, porque el señor oficial de la mesa no da audiencia hoy.

-Grandes negocios habrán cargado sobre él-, dije yo.

Como soy el diablo, y aún he sido duende, busqué ocasión de echar una ojeada por el agujero de una cerradura. Su señoría estaba echando un cigarrito al brasero, y con una charada del Correo entre manos que le debía costar trabajo el acertar.

-Es imposible verle hoy -le dije a mi compañero-; su señoría está en efecto ocupadísimo.

Dionos audiencia el miércoles, inmediato, y ¡qué fatalidad! el expediente había pasado a informe, por desgracia, a la única persona enemiga indispensable de monsieur y de su plan, porque era quien debía salir en él perjudicado. Vivió el expediente dos meses en informe, y vino tan informado como era de esperar. Verdad es que nosotros no habíamos podido encontrar empeño para una persona muy amiga del informante. Esta persona tenía unos ojos muy hermosos, los cuales sin duda alguna le hubieran convencido en sus ratos perdidos de la justicia de nuestra causa.

Vuelto de informe se cayó en la cuenta en la sección de nuestra bendita oficina de que el tal expediente no correspondía a aquel ramo; era preciso rectificar este pequeño error, pasose al ramo establecimiento y mesa correspondiente, y hétenos, caminando después de tres meses a la cola siempre de nuestro expediente,como hurón que busca el conejo, y sin poderlo sacar muerto ni vivo de la huronera. Fue el caso al llegar aquí que el expediente salió del primer establecimiento y nunca llegó al otro.

-De aquí se remitió con fecha de tantos -decían en uno.

-Aquí no ha llegado nada -decían en otro.

-¡Voto va! -dije yo a monsieur Sans-délai, ¿sabéis que nuestro expediente se ha quedado en el aire como el alma de Garibay, y que debe de estar ahora posado como una paloma sobre algún tejido de esta activa población?

Hubo que hacer otro. ¡Vuelta a los empeños! ¡Vuelta a la prisa! ¡Qué delirio!

-Es indispensable -dijo el oficial con voz campanuda-, que esas cosas vayan por sus trámites regulares.

Es decir, que el toque estaba, como el toque del ejercicio militar, en llevar nuestro expediente tantos o cuantos años de servicio.

Por último, después de cerca de medio año de subir y bajar, y estar a la firma o al informe, o a la aprobación, o al despacho, o debajo de la mesa, y de volver siempre mañana, salió con una notita al margen que decía:

«A pesar de la justicia y utilidad del plan del exponente, negado.»

-¡Ah, ah!, monsieur Sans-délai -exclamé riéndome a carcajadas-; éste es nuestro negocio.

Pero monsieur Sans-délai se daba a todos los diablos.

-¿Para esto he echado yo mi viaje tan largo? ¿Después de seis meses no habré conseguido sino que me digan en todas partes diariamente: Vuelva usted mañana, y cuando este dichoso mañana llega en fin, nos dicen redondamente que no? ¿Y vengo a darles dinero? ¿Y vengo a hacerles favor? Preciso es que la intriga más enredada se haya fraguado para oponerse a nuestras miras.

-¿Intriga, monsieur Sans-délai? No hay hombre capaz de seguir dos horas una intriga. La pereza es la verdadera intriga; os juro que no hay otra; ésa es la gran causa oculta: es más fácil negar las cosas que enterarse de ellas.

Al llegar aquí, no quiero pasar en silencio algunas razones de las que me dieron para la anterior negativa, aunque sea una pequeña digresión.

-Ese hombre se va a perder -me decía un personaje muy grave y muy patriótico.

-Esa no es una razón -le repuse-: si él se arruina, nada, nada se habrá perdido en concederle lo que pide; él llevará el castigo de su osadía o de su ignorancia.

-¿Cómo ha de salir con su intención?

-Y suponga usted que quiere tirar su dinero y perderse, ¿no puede uno aquí morirse siquiera, sin tener un empeño para el oficial de la mesa?

-Puede perjudicar a los que hasta ahora han hecho de otra manera eso mismo que ese señor extranjero quiere.

-¿A los que lo han hecho de otra manera, es decir, peor?

-Sí, pero lo han hecho.

-Sería lástima que se acabara el modo de hacer mal las cosas. ¿Con que, porque siempre se han hecho las cosas del modo peor posible, será preciso tener consideraciones con los perpetuadores del mal? Antes se debiera mirar si podrían perjudicar los antiguos al moderno.

-Así estáestablecido; así se ha hecho hasta aquí; así lo seguiremos haciendo.

-Por esa razón deberían darle a usted papilla todavía como cuando nació.

-En fin, señor Fígaro, es un extranjero.

-¿Y por qué no lo hacen los naturales del país?

-Con esas socaliñas vienen a sacarnos la sangre.

-Señor mío -exclamé, sin llevar más adelante mi paciencia-, está usted en un error harto general. Usted es como muchos que tienen la diabólica manía de empezar siempre por poner obstáculos a todo lo bueno, y el que pueda que los venza. Aquí tenemos el loco orgullo de no saber nada, de quererlo adivinar todo y no reconocer maestros. Las naciones que han tenido, ya que no el saber, deseos de él, no han encontrado otro remedio que el de recurrir a los que sabían más que ellas. Un extranjero -seguí- que corre a un país que le es desconocido, para arriesgar en él sus caudales, pone en circulación un capital nuevo, contribuye a la sociedad, a quien hace un inmenso beneficio con su talento y su dinero, si pierde es un héroe; si gana es muy justo que logre el premio de su trabajo, pues nos proporciona ventajas que no podíamos acarrearnos solos. Ese extranjero que se establece en este país, no viene a sacar de él el dinero, como usted supone; necesariamente se establece y se arriesga en él, y a la vuelta de media docena de años, ni es extranjero ya ni puede serlo; sus más caros intereses y su familia le ligan al nuevo país que ha adoptado; toma cariño al suelo donde ha hecho su fortuna, al pueblo donde ha escogido una compañera; sus hijos son españoles, y sus nietoslo serán; en vez de extraer el dinero, ha venido a dejar un capital suyo que irá invirtiéndole y haciéndole producir; ha dejado otro capital de talento, que vale por lo menostanto como el del dinero; ha dado de comer a los pocos o muchos naturales de quien ha tenido necesariamente que valerse; ha hecho una mejora, y hasta ha contribuido al aumento de la población con su nueva familia. Convencidos de estas importantes verdades, todos los Gobiernos sabios y prudentes han llamado así a los extranjeros: a su grande hospitalidad ha debido siempre la Francia su alto grado de esplendor; a los extranjeros de todo el mundo que ha llamado la Rusia, ha debido el llegar a ser una de las primeras naciones en muchísimo menos tiempo que el que han tardado otras en llegar a ser las últimas; a los extranjeros han debido los Estados Unidos... Pero veo por sus gestos de usted -concluí interrumpiéndome oportunamente a mí mismo- que es muy difícil convencer al que está persuadido de que no se debe convencer. ¡Por cierto, si usted mandara, podríamos fundar en usted grandes esperanzas! [La fortuna es que hay hombres que mandan más ilustrados que usted, que desean el bien de su país, y dicen: «Hágase el milagro, y hágalo el diablo.» Con el Gobierno que en el día tenemos, no estamos ya en el caso de sucumbir a los ignorantes o a los malintencionados, y quizá ahora se logre que las cosas vayan a mejor, aunque despacio, mal que les pese a los batuecos.]

Concluida esta filípica, fuime en busca de mi Sans-délai

-Me marcho, señor Fígaro -me dijo-. En este país no hay tiempo para hacer nada; sólo me limitaré a ver lo que haya en la capital de más notable.

-¡Ay! mi amigo -le dije-, idos en paz, y no queráis acabar con vuestra poca paciencia; mirad que la mayor parte de nuestras cosas no se ven.

-¿Es posible?

-¿Nunca me habéis de creer? Acordaos de los quince días...

Un gesto de monsieur Sans-délai me indicó que no le había gustado el recuerdo.

-Vuelva usted mañana -nos decían en todas partes-, porque hoy no se ve.

-Ponga usted un memorialito para que le den a usted permiso especial.

Era cosa de ver la cara de mi amigo al oír lo del memorialito: representábasele en la imaginación el informe, y el empeño, y los seis meses, y... Contentose con decir:

-Soy extranjero-. ¡Buena recomendación entre los amables compatriotas míos!

Aturdíase mi amigo cada vez más, y cada vez nos comprendía menos. Días y días tardamos en ver [a fuerza de esquelas y de volver], las pocas rarezas que tenemos guardadas. Finalmente, después de medio año largo, si es que puede haber un medio año más largo que otro, se restituyó mi recomendado a su patria maldiciendo de esta tierra, y dándome la razón que yo ya antes me tenía, y llevando al extranjero noticias excelentes de nuestras costumbres; diciendo sobre todo que en seis meses no había podido hacer otra cosa sino volver siempre mañana, y que a la vuelta de tanto mañana eternamente futuro, lo mejor, o más bien lo único que había podido hacer bueno había sido marcharse.

¿Tendrá razón, perezoso lector (si es que has llegado ya a esto que estoy escribiendo), tendrá razón el buen monsieur Sans-délai en hablar mal de nosotros y de nuestra pereza? ¿Será cosa de que vuelva el día de mañana con gusto a visitar nuestros hogares? Dejemos esta cuestión para mañana, porque ya estarás cansado de leer hoy: si mañana u otro día no tienes, como suelos, pereza de volver a la librería, pereza de sacar tu bolsillo, y pereza de abrir los ojos para ojear las hojas que tengo que darte todavía, te contaré cómo a mí mismo, que todo esto veo y conozco y callo mucho más, me ha sucedido muchas veces, llevado de esta influencia, hija del clima y de otras causas, perder de pereza más de una conquista amorosa; abandonar más de una pretensión empezada, y las esperanzas de más de un empleo, que me hubiera sido acaso, con más actividad, poco menos que asequible; renunciar, en fin, por pereza de hacer una visita justa o necesaria, o relaciones sociales que hubieran podido valerme de mucho en el transcurso de mi vida; te confesaré que no hay negocio que no pueda hacer hoy que no deje para mañana; te referiré que me levanto a las once, y duermo siesta; que paso haciendo el quinto pie de la mesa de un café, hablando o roncando, como buen español, las siete y las ocho horas seguidas; te añadiré que cuando cierran el café, me arrastro lentamente a mi tertulia diaria (porque de pereza no tengo más que una), y un cigarrito tras otro me alcanzan clavo en un sitial, y bostezando sin cesar, las doce o la una de la madrugada; que muchas noches no ceno de pereza, y de pereza no me acuesto; en fin, lector de mi alma, te declararé que de tantas veces como estuve en esta vida desesperado, ninguna me ahorqué y siempre fue de pereza. Y concluyo por hoy confesándote que ha más de tres meses que tengo, como la primera entre mis apuntaciones, el título de este artículo, que llamé: Vuelva usted mañana; que todas las noches y muchas tardes he querido durante ese tiempo escribir algo en él, y todas las noches apagaba mi luz diciéndome a mí mismo con la más pueril credulidad en mis propias resoluciones: ¡Eh, mañana le escribiré! Da gracias a que llegó por fin este mañana, que no es del todo malo; pero ¡ay de aquel mañana que no ha de llegar jamás!




ArribaAbajoModos de vivir que no dan de vivir. Oficios menudos

Considerando detenidamente la construcción moral de un gran pueblo se puede observar que lo que se llama profesiones conocidas o carreras, no es lo que sostiene la gran muchedumbre; descártense los abogados y los médicos, cuyo oficio es vivir de los disparates y excesos de los demás; los curas, que fundan su vida temporal sobre la espiritual de los fieles; los militares, que venden la suya con la expresa condición de matar a los otros; los comerciantes, que reducen hasta los sentimientos y pasiones a valores de bolsa; los nacidos propietarios, que viven de heredar; los artistas, únicos que dan trabajo por dinero, etc., etc.; y todavía quedará una multitud inmensa que no existirá de ninguna de esas cosas, y que sin embargo existirá; su número en los pueblos grandes es crecido, y esta clase de gentes no pudierian sentar sus reales en ninguna otra parte; necesitan el ruido y el movimiento, y viven, como el pobre del Evangelio, de las migajas que caen de la mesa del rico. Para ellos hay una rara superabundancia de pequeños oficios, los cuales, no pudiendo sufragar por sus cortas ganancias a la manutención de una familia, son más bien pretextos de existencia que verdaderos oficios; en una palabra, modos de vivir que no dan de vivir; los que los profesan son, no obstante, como las últimas ruedas de una máquina, que sin tener a primera vista grande importancia, rotas o separadas del conjunto paralizan el movimiento.

Estos seres marchan siempre a la cola de las pequeñas necesidades de una gran población, y suelen desempeñar diferentes cargos, según el año, la estación, la hora del día. Esos mismos que en noviembre venden ruedos o zapatillas de orillo, en julio venden horchata, en verano son bañeros del Manzanares, en invierno cafeteros ambulantes; los que venden agua en agosto, vendían en carnaval cartas y garbanzos de pega y en navidades motes nuevos para damas y galanes.

Uno de estos menudos oficios ha recibido últimamente un golpe mortal con la sabia y filantrópica institución de San Bernardino, y es gran dolor por cierto, pues que era la introducción a los demás, es decir, el oficio de examen, y el más fácil; quiero hablar de la candela. Una numerosa turba de muchachos, que podía en todo tiempo tranquilizar a cualquiera sobre el fin del mundo (cuyos padres es de suponer existen, en atención a lo difícil que es obtener hijos sin previos padres, pero no porque hubiese datos más positivos) se esparcían por las calles y paseos. Todas las primeras materias, todo el capital necesario para empezar su oficio se reducían a una mecha de trapos, de que llevaban siempre sobre sí mismos abundante provisión; a la luz de la filosofía, debían tener cierto valor; cuando el mundo es todo vanidad,cuándo todos los hombres dan dinero por humo, ellos solos daban humo por dinero.Desgraciadamente, un nuevo Prometeo les ha robado el fuego de las profesiones conocidas, de las instituciones sentadas y reglamentadas.

Pero con respecto a los demás,dígasenos francamente si pueden subsistir con sus ganancias: aquel hombre negro y mal encarado, que con la balanza rota y la alforja vieja parece, según lo maltratado, la imagen de la justicia, y cuya profesión es dar higos y pasas por hierro viejo; el otro que, siempre detrás de su acémila, y tan inseparable de ella como alma y cuerpo, no vende nada, antes compra... palomina; capitalista verdadero, coloca sus fondos y tiene que revender después y ganar en su preciosa mercancía; ha de mantenerse él y su caballería, que al fin son dos, aunque parecen uno, y eso suponiendo que no tenga más familia; el que vende alpiste para canarios, la que pregona pajuelas, etc.

Pero entre todos los modos de vivir ¿qué me dice el lector de la trapera que con un cesto en el brazo y un instrumento en la mano recorre a la madrugada, y aun más comúnmente de noche, las calles de la capital? Es preciso observarla atentamente. La trapera marcha sola y silenciosa; su paso es incierto como el vuelo de la mariposa; semejante también a la abeja, vuela de flor en flor (permítaseme llamar así a los portales de Madrid, siquiera por figura retórica y en atención a que otros hacen peores figuras que las debieran hacer mejores). Vuela de flor en flor, como decía, sacando de cada parte sólo el jugo que necesita; repáresela de noche: indudablemente ve como las aves nocturnas; registra los más recónditos rincones, y donde pone el ojo pone el gancho, parecida en esto a muchas personas de más decente categoría que ella; su gancho es parte integrante de su persona; es, en realidad, su sexto dedo, y le sirve como la trompa al elefante; dotado de una sensibilidad y de un tacto exquisitos, palpa, desenvuelve, encuentra, y entonces, por un sentimiento simultáneo, por una relación simpática que existe entre la voluntad de la trapera y su gancho, el objeto útil, no bien es encontrado, ya está en el cesto. La trapera, por tanto, con otra educación sería un excelente periodista y un buen traductor de Scribe; su clase de talento es la misma: buscar, husmear, hacer propio lo hallado; solamente mal aplicado: he ahí la diferencia.

En una noche de luna el aspecto de la trapera es imponente; alargar el gancho, hacerlo guadaña, y al verla entrar y salir en los portales alternativamente, parece que viene a llamar a todas las puertas, precursora de la parca. Bajo este aspecto hace en las calles de Madrid los oficios mismos que la calavera en la celda del religioso: invita a la meditación, a la contemplación de la muerte, de que es viva imagen.

Bajo otros puntos de vista se puede comparar a la trapera con la muerte; en ella vienen a nivelarse todas las jerarquías; en su cesto vienen a ser iguales, como en el sepulcro, Cervantes y Avellaneda; allí, como en un cementerio, vienen a colocarse al lado los unos de los otros: los decretos de los reyes, las quejas del desdichado, los engaños del amor, los caprichos de la moda; allí se reúnen por única vez las poesías releídas, de Quintana, y las ilegibles de A***; allí se codean Calderón y S***; allá van juntos Moratín y B***. La trapera, como la muerte, equo pulsat pede pauperum tabernas, regumque turres. Ambas echan tierra sobre el hombre oscuro, y nada pueden contra el ilustre; ¡de cuántos bandos ha hecho justicia la primera! ¡De cuántos banderos la segunda!

El cesto de la trapera, en fin, es la realización única posible, de la fusión, que tales nos ha puesto. El Boletín de Comercio y La Estrella, La Revista y La Abeja, las metáforas de Martínez de la Rosa y las interpelaciones del conde de las Navas, todo se funde en uno dentro del cesto de la trapera.

Así como el portador de la candela era siempre muchacho y nunca envejecía, así la trapera no es nunca joven: nace vieja; éstos son los dos oficios extremos de la vida, y como la Providencia, justa, destinó a la mortificación de todo bicho otro bicho en la naturaleza, como crió el sacre para daño de la paloma, la araña para tormento de la mosca, la mosca para el caballo, la mujer para el hombre y el escribano para todo el mundo, así crió en sus altos juicios a la trapera para el perro. Estas dos especies se aborrecen, se persiguen, se ladrán, se enganchan y se venden.

Ese ser, con todo, ha de vivir, y tiene grandes necesidades, si se considera la carrera ordinaria de su existencia anterior; la trapera, por lo regular (antes por supuesto de serlo) ha sido joven, y aun bonita; muchacha, freía buñuelos, y su hermosura la perdió. Fea, hubiera recorrido una carrera oscura, pero acaso holgada; hubiera recurrido al trabajo, y éste la hubiera sostenido. Por desdicha era bien parecida, y un chulo de la calle de Toledo se encargó en sus verdores de hacérselo creer; perdido el tino con la lisonja, abandonó la casa paterna (taberna muy bien acomodada), y pasó a naranjera. El chulo no era eterno, pero una naranjera siempre es vista; un caballerete fue de parecer de que no eran naranjas loque debía vender, y le compró una vez por todas todo el cesto; de allí a algún tiempo, queriendo desasirse de ella, la aconsejó que se ayudase, y reformada ya de trajes y costumbres, la recomendó eficazmente a una modista; nuestra heroína tuvo diez años felices de modistilla; el pañuelo de labor en la mano, el fichú en la cabeza, y el galán detrás, recorrió las calles y un tercio de su vida; pero cansada del trabajo pasó a ser prima de un procurador (de la curia) que como pariente la alhajó un cuarto; poco después el procurador se cansó del parentesco, y le procuró una plaza de corista en el teatro; ésta fue la época de su apogeo y de su gloria; de señorito en señorito, de marqués en marqués, no se hablaba sino de la hermosa corista. Pero la voz pasa, y la hermosura con ella, y con la hermosura los galanes ricos; entonces empezó a bajar de nuevo la escalera hasta el último piso, hasta el piso bajo; luego mudó de barrios hasta el hospital; la vejez por fin vino a sorprenderla entre las privaciones y las enfermedades; el hambre le puso el gancho en la mano, y el cesto fue la barquilla de su naufragio. Bien dice Quintana:

¡Ay!¡Infeliz de la que nace hermosa!

Llena, por consiguiente, de recuerdos de grandeza la trapera necesita ahogarlos en algo, y por lo regular los ahoga en aguardiente. Esto complica extraordinariamente sus gastos. Desgraciadamente, aunque el mundo da tanto valor a los trapos, no es a los de la trapera. Sin embargo, ¡qué de veces lleva tesoros en su cesto! ¡Pero tesoros impagables!

Ved aquel amante, que cuenta diez veces al día y otras tantas a la noche las piedras de la calle de su querida. Amelia es cruel con él: ni un favor, ni una distinción, alguna mirada de cuando en cuando... algún... nada. Pero ni una contestación de su letra a sus repetidas cartas, ni un rizo de su cabello que besar, ni un blanco cendal de batista que humedecer con sus lágrimas. El desdichado daría la vida por un harapo de su señora.

¡Ah!, ¡mundo de dolor y [de] trastueques! La trapera es más feliz. ¡Mírala entrar en el portal, mírala mover el polvo! El amante la maldice; durante su estancia no puede subir la escalera; por fin sale, y el imbécil entra, despreciándola al pasar. ¡Insensato! Esa que desprecia lleva en su banasta, cogidos a su misma vista, el pelo que le sobró a Amelia del peinado aquella mañana, una apuntación antigua de la ropa dada a la lavandera, toda de su letra (la cosa más tierna del mundo), y una gola de linón hecha pedazos... ¡Una gola!!! Y acaso el borrador de algún billete escrito a otro amante.

Alcánzala, busca; el corazón te dirá cuáles son los afectos de tu amada. Nada. El amante sigue pidiendo a suspiros y gemidos las tiernas prendas, y la trapera sigue pobre su camino. Todo por no entenderse. ¡Cuántas veces pasa así la felicidad a nuestro lado sin que nosotros la veamos!

Me he detenido, distinguiendo en mi descripción a la trapera entre todos los demás menudos oficios, porque realmente tiene una importancia que nadie le negará. Enlazada con el lujo y las apariencias mundanas por la parte del trapo, e íntimamente unida con las letras y la imprenta por la del papel, era difícil no destinarle algunos párrafos más.

El oficio que rivaliza en importancia con el de la trapera es indudablemente el del zapatero de viejo.

El zapatero de viejo hace su nido en los rincones de los portales; allí tiene una especie de gruta, una socavación subterránea, las más veces sin luz ni pavimento. Al rayar del alba fabrica en un abrir y cerrar de ojos su taller en un ángulo (si no es lunes); dos tablas unidas componen su recinto; una mala banqueta, una vasija de barro para la lumbre, indispensablemente rota, y otra más pequeña para el agua en que ablanda la suela con todo su menaje; el cajón de las lesnas a un lado, su delantal de cuero, un calzón de pana y medias azules son los signos distintivos. Antes de extender la tienda de campaña bebe un trago de aguardiente y cuelga con cuidado a la parte de afuera una tabla, y de ella pendiente una bota inutilizada; cualquiera al verla creería que quiere decir: Aquí se estropean botas.

No puede establecerse en un portal sin previo permiso de los inquilinos, pero como regularmente es un infeliz cuya existencia depende de las gentes que conoce ya en el barrio, ¿quién ha de tener el corazón tan duro para negarse a sus importunidades? La señora del cuarto principal, compadecida, lo consiente; la del segundo, en vista de esa primera protección, no quiere chocar con la señora condesa; los demás inquilinos no son siquiera consultados. Así es que empiezan por aborrecer al zapatero, y desahogan su amor propio resentido en quejas contra las aristocráticas vecinas. Pero al cabo el encono pasa, sobre todo considerando que desde que se ha establecido allí el zapatero, a lo menos está el portal limpio.

Una vez admitido, se agarra a la casa como un alga a las rocas; es tan inherente a ella como un balcón a una puerta, pero se parece a la hiedra y a la mujer: abraza para destruir. Es la víbora abrigada en el pecho; es el ratón dentro del queso. Por ejemplo, canta y martillea y parece no hacer otra cosa. ¡Error! Observa la hora a que sale el amo, qué gente viene en su ausencia, si la señora sale periódicamente, si va sola o acompañada, si la niña balconea, si se abre casualmente alguna ventanilla o alguna puerta con tiento cuando sube tal o cual caballero; ve quién ronda la calle, y desde su puesto conoce al primer golpe de vista, por la inclinación del cuello y, la distancia del cuyo, el piso en que está la intriga. Aunque viejo, dice chicoleos a toda criada que sale y entra, y se granjea por tanto su buena voluntad; la criada es al zapatero lo que el anteojo al corto de vista: por ella ve lo que no puede ver por sí, y reunido lo interior y lo exterior, suma y lo sabe todo. ¿Se quiere saber la causa de la tardanza de todo criado o criada que va a un recado? ¿Hay zapatero de viejo? No hay que preguntarla. ¿Tarda? Es que le está contando sus rarezas de usted, tirano de la casa, y lo que con usted sufre la señora, que es una malva la infeliz.

El zapatero sabe lo que se come en cada cuarto, y a qué hora. Ve salir al empleado en Rentas por la mañana, disfrazado con la capa vieja, que va a la plaza en persona, no porque no tenga criada, sino porque el sueldo da para estar servido, pero no para estar sisado. En fin, no se mueve una mosca en la manzana sin que el buen hombre la vea; es una red la que tiende sobre todo el vecindario, de la cual nadie escapa. Para darle más extensión, es siempre,casado, y la mujer se encarga de otro menudo oficio; como casada no puede servir, es decir, de criada, pero sirve de lo que se llama asistenta; es conocida por tal en el barrio. ¿Se despidió una criada demasiado bruscamente y sin dar lugar al reemplazo? Se llama a la mujer del zapatero. ¿Hay un convite que necesita aumento de brazos en otra parte? ¿Hay que dar de prisa y corriendo ropa a lavar, a coser, a planchar, mil recados, en fin extraordinarios? La mujer del zapatero, el zapatero.

Por la noche el marido y la mujer se reúnen y hacen fondo común de hablillas; ella da cuenta de lo que ha recogido su policía, y él sobre cualquier friolera le pega una paliza, y hasta el día siguiente. Esto necesita explicación: los artesanos en general no se embriagan más que el domingo y el lunes, algún día entre semana, las Pascuas, los días de santificar y por este estilo; el zapatero de viejo es el único que se embriaga todos los días; ésta es la clave de la paliza diaria; el vino que en otros se sube a la cabeza,. en el zapatero de viejo se sube a las espaldas de la mujer; es decir, que se trasiega.

Este hermoso matrimonio tiene numerosos hijos, que enredan en el portal, o sirven de pequenos nudos a la gran red pescadora.

Si tiene usted hija, mujer, hermana o acreedores, no viva usted en casa de zapatero de viejo. Usted al salir le dirá: Observe usted quién entra y quién sale de mi casa. A la vuelta ya sabe quién debe sólo decir que ha estado, o habrá salido un momento fuera, y como no haya sido en aquel momento... Usted le da un par de reales por la fidelidad. Par de reales que sumados con la pesetas que le ha dado el que no, quiere que se diga que entró, forma la cantidad de seis reales. El zapatero es hombre de revolución, despreocupado, superior a las preocupaciones vulgares, y come tranquilamente a dos carrillos.

En otro cuarto es la niña la que produce: el galán no puede entrar en la casa y es preciso que alguien entregue las cartas; el zapatero es hombre de bien, y por tanto no hay inconveniente; el zapatero puede además franquear su cuarto, puede... ¡qué se yo qué puede el zapatero!

Por otra parte, los acreedores y los que persiguen a su mujer de usted, saben por su conducto si usted ha salido, si ha vuelto, si se niega o si está realmente en casa. ¡Qué multitud de atenciones no tiene sobre sí el zapatero! ¡Qué tino no es necesario en sus diálogos y respuestas! ¡Qué corazón tan firme para no aficionarse sino a los que más pagan!

Sin embargo, siempre que usted llega al puesto del zapatero, está ausente; pero de allí a poco sale de la taberna de enfrente, adonde ha ido un momento a echar un trago; semejante a la raña, tiendela tela en el portal y se retira a observar la presa al agujero.

Hay otro zapatero de viejo, ambulante, que hace su oficio de comprar desechos... pero éste regularmente es un ladrón encubierto que se informa de ese modo de las entradas y salidas de las casas, de... en una palabra, no tiene comparación con nuestro zapatero.

Otra multitud de oficios menudos merecen aún una historia particular, que les haríamos si no temiésemos fastidiar a nuestros lectores. Ese enjambre de mozos y sirvientes que viven de las propinas, y en quienes consiste que ninguna cosa cueste realmente lo que cuesta, sino mucho más; la abaniquera de abanicos de novia en el verano, a cuarto la pieza; la mercadera de torrados de la Ronda; el de los tirantes y navajas; el cartelero que vive de estampar mi nombre y el de mis amigos en la esquina; los comparsas del teatro, condenados eternamente a representar por dos reales, barbas, un pueblo numeroso entre seis o siete; el infinito corbatines y almohadillas, que está en todos los cafés a un mismo tiempo; siempre en aquel en que usted está, y vaya usted al que quiera; el barbero de la plazuela de la Cebada, que abre su asiento de tijera y del aire libre hace tienda; esa multitud de corredores de usura que viven de llevar a empeñar y desempeñar; esos músicos del anochecer, que, el calendario en una mano y los reales nombramientos en otra, se van dando días y enhorabuenas a gentes que no conocen; esa muchedumbre de maestros de lenguas a 30 reales y retratistas a 70 reales; todos los habitantes y revendedores del rastro, las prenderas, los... ¿no son todos menudos oficios? Esas casamenteras de voluntades, como las llama Quevedo... pero no todo es el dominio del escritor, y desgracidiamente en punto a costumbres y menudos oficios acaso son los más picantes los que es forzoso callar; los hay odiosos, los hay despreciables, los hay asquerosos, los hay que ni adivinar se quisieran; pero en España ningún oficio reconozco más menudo, y sirva esto de conclusión, ningún modo de vivir que dé menos de vivir que el de escribir para el público y hacer versos para la gloria; más menudo todavía el público que el oficio, es todo lo más si para leerlo a usted le componen cien personas, y con respecto a la gloria, bueno es no contar con ella, por si ella no contase con nosotros.




ArribaAbajoEl día de difuntos de 1836

Fígaro en el cementerio


Beati qui moriuntur in Domino

En atención a que no tengo gran memoria, circunstancia que no deja de contribuir a esta especie de felicidad que dentro de mí mismo me he formado, no tengo muy presente en qué artículo escribí (en los tiempos en que yo escribía) que vivía en un perpetuo asombro de cuantas cosas a mi vista se presentaban. Pudiera suceder también que no hubiera escrito tal cosa en ninguna parte, cuestión en verdad que dejaremos a un lado por harto poco importante en época en que nadie parece acordarse de lo que ha dicho ni de lo que otros han hecho. Pero suponiendo que así fuese, hoy, día de difuntos de 1836, declaro que si tal dije, es como si nada hubiera dicho, porque en la actualidad maldito si me asombro de cosa alguna. He visto tanto, tanto, tanto... como dice alguien en El Califa. Lo que sí me sucede es no comprender claramente todo lo que veo, y así es que al amanecer un día de difuntos no me asombra precisamente que haya tantas gentes que vivan; sucédeme, sí, que no lo comprendo.

En esta duda estaba deliciosamente entretenido el día de los Santos, y fundado en el antiguo refrán que dice: Fíate en la Virgen y no corras (refrán cuyo origen no se concibe en un país tan eminentemente cristiano como el nuestro), encomendábame a todos ellos con tanta esperanza, que no tardó en cubrir mi frente una nube de melancolía; pero de aquellas melancolías de que sólo un liberal español en estas circunstancias puede formar una idea aproximada. Quiero dar una idea de esta melancolía; un hombre que cree en la amistad y llega a verla por dentro, un inexperto que se ha enamorado de una mujer, un heredero cuyo tío indiano muere de repente sin testar, un tenedor de bonos de Cortes, una viuda que tiene asignada pensión sobre el tesoro español, un diputado elegido en las penúltimas elecciones, un militar que ha perdido una pierna por el Estatuto, y se ha quedado sin pierna y sin Estatuto, un grande que fue liberal por ser prócer, y que se ha quedado sólo liberal, un general constitucional que persigue a Gómez, imagen fiel del hombre corriendo siempre tras la felicidad sin encontrarla en ninguna parte, un redactor del Mundo en la carcel en virtud de la libertad de imprenta, un ministro de España y un Rey, en fin, constitucional, son todos seres alegres y bulliciosos, comparada su melancolía con aquélla que a mi me acosaba, me oprimía y me abrumaba en el momento de que voy hablando.

Volvíame y me revolvía en un sillón de estos que parecen camas, sepulcro de todas mis meditaciones, y ora me daba palmadas en la frente, como si fuese mi mal mal de casado, ora sepultaba las manos en mis faltriqueras, a guisa de buscar mi dinero, como si mis faltriqueras fueran el pueblo español y mis dedos otros tantos Gobiernos, ora alzaba la vista al cielo como si en calidad de liberal no me quedase más esperanza que en él, ora la bajaba avergonzado como quien ve un faccioso más, cuando un sonido lúgubre y monótono, semejante al ruido de los partes, vino a sacudir mi entorpecida existencia.

-¡Día de difuntos! -exclamé.

Y el bronce herido que anunciaba con lamentable clamor la ausencia eterna de los que han sido, parecía vibrar más lúgubre que ningún año, como si presagiase su propia muerte. Ellas también, las campanas, han alcanzado su última hora, y sus tristes acentos son el estertor del moribundo; ellas también van a morir a manos de la libertad, que todo lo vivifica, y ellas serán las únicas en España ¡santo Dios!, que morirán colgadas. ¡Y hay justicia divina!

La melancolía llegó entonces a su término; por una reacción natural cuando se ha agotado una situación, ocurriome de pronto que la melancolía es la cosa más alegre del mundo para los que la ven, y la idea de servir yo entero de diversión...

¡Fuera, exclamé, fuera! -como si estuviera viendo representar a un actor español-: ¡fuera! -como si oyese hablar a un orador en las Cortes. Y arrojeme a la calle; pero en realidad con la misma calma y despacio como si se tratase de cortar la retirada a Gómez.

Dirigíanse las gentes por las calles en gran número y larga procesión, serpenteando de unas en otras como largas culebras de infinitos colores: ¡al cementerio, al cementerio! ¡Y para eso salían de las puertas de Madrid!

Vamos claros, dije yo para mí, ¿dónde está el cementerio? ¿Fuera o dentro? Un vértigo espantoso se apoderó de mí, y comencé a ver claro. El cementerio está dentro de Madrid. Madrid es el cementerio. Pero vasto cementerio donde cada casa es el nicho de una familia, cada calle el sepulcro de un acontecimiento, cada corazón la urna cineraria de una esperanza o de un deseo.

Entonces, y en tanto que los que creen vivir acudían a la mansión que presumen de los muertos, yo comencé a pasear con toda la devoción y recogimiento de que soy capaz las calles del grande osario.

-¡Necios! -decía a los transeúntes-. ¿Os movéis para ver muertos? ¿No tenéis espejos por ventura? ¿Ha acabado también Gómez con el azogue de Madrid? ¡Miraos, insensatos, a vosotros mismos, y en vuestra frente veréis vuestro propio epitafio. ¿Vais a ver a vuestros padres y a vuestros abuelos, cuando vosotros sois los muertos? Ellos viven, porque ellos tienen paz; ellos tienen libertad, la única posible sobre la tierra, la que da la muerte; ellos no pagan contribuciones que no tienen; ellos no serán alistados ni movilizados; ellos no son presos ni denunciados; ellos, en fin, no gimen bajo la jurisdicción del celador del cuartel; ellos son los únicos que gozan de la libertad de imprenta, porque ellos hablan al mundo. Hablan en voz bien alta y que ningún jurado se atrevería a encauzar y a condenar. Ellos, en fin, no reconocen más que una ley, la imperiosa ley de la Naturaleza que allí los puso, y esa la obedecen.

-¿Qué monumento es éste? -exclamé al comenzar mi paseo por el vasto cementerio-. ¿Es él mismo un esqueleto inmenso de los siglos pasados o la tumba de otros esqueletos? ¡Palacio! Por un lado mira a Madrid, es decir, a las demás tumbas; por otro mira a Extremadura, esa provincia virgen... como se ha llamado hasta ahora. Al llegar aquí me acordé del verso de Quevedo:

Y ni los v... ni los diablos veo

En el frontispicio decía: «Aquí yace el trono; nació en reinado de Isabel la Católica, murió en La Granja de un aire colado.» En el basamento se veían cetro y corona y demás ornamentos de la dignidad real. La Legitimidad figura colosal de mármol negro, lloraba encima. Los muchachos se habían divertido en tirarle piedras, y la figura maltratada llevaba sobre sí las muestras de la ingratitud.

¿Y este mausoleo a la izquierda? La armería. Leamos:

Aquí yace el valor castellano, con todos sus pertrechos R. I. P.

Los Ministerios: Aquí yace media España; murió de la otra media.

Doña María de Aragón Aquí yacen los tres años.

Y podía haberse añadido: aquí callan los tres años. Pero el cuerpo no estaba en el sarcófago; una nota al pie decía:

El cuerpo del santo se trasladó a Cádiz en el año 23, y allí por descuido cayó al mar.

Y otra añadía, más moderna sin duda: Y resucitó al tercero día.

Más allá: ¡santo Dios! Aquí yace la Inquisición, hija de la fe y del fanatismo: murió de vejez. Con todo, anduve buscando alguna nota de resurrección: o todavía no la habían puesto, o no se debía poner nunca.

Alguno de los que se entretienen en poner letreros en las paredes había escrito, sin embargo, con yeso en una esquina, que no parecía sino que se estaba saliendo, aún antes de borrarse: Gobernación. ¡Qué insolentes son los que ponen letreros en las paredes! Ni los sepulcros respetan.

¿Qué es esto? ¡La cárcel! Aquí reposa la libertad del pensamiento. ¡Dios mío, en España, en el país ya educado para instituciones libres! Con todo, me acordé de aquel célebre epitafio y añadí, involuntariamente:


Aquí el pensamiento reposa,
En su vida hizo otra cosa.

Dos redactores del Mundo eran las figuras lacrimatorias de esta grande urna. Se veían en el relieve una cadena, una mordaza y una pluma. Esta pluma, dije para mí, ¿es la de los escritores o la de los escribanos? En la cárcel todo puede ser.

La calle de Postas, la calle de la Montera. Éstos no son sepulcros. Son osarios, donde, mezclados y revueltos, duermen el comercio, la industria, la buena fe, el negocio.

Sombras venerables, ¡basta el valle de Josafat!

Correos. ¡Aquí yace la subordinación militar!

Una figura de yeso, sobre el vasto sepulcro, ponía el dedo en la boca; en la otra mano una especie de jeroglífico hablaba por ella: una disciplina rota.

Puerta del Sol. La Puerta del Sol: ésta no es sepulcro sino de mentiras.

La bolsa. Aquí yace el crédito español. Semejante a las pirámides de Egipto, me pregunté, ¡es posible que se haya erigido este edificio sólo para enterrar en él una cosa tan pequeña!

La Imprenta Nacional. Al revés que la Puerta del Sol, éste es el sepulcro de la verdad. única tumba de nuestro país donde a uso de Francia vienen los concurrentes a echar flores.

La Victoria. Esa yace para nosotros en toda España. Allí no había epitafio, no había monumento. Un pequeño letrero que el más ciego podía leer decía sólo: ¡Este terreno le ha comprado a perpetuidad, para su sepultura, la junta de enajenación de conventos!

¡Mis carnes se estremecieron! ¡Lo que va de ayer a hoy! ¿Irá otro tanto de hoy a mañana?

Los teatros. Aquí reposan los ingenios españoles. Ni una flor, ni un recuerdo, ni una inscripción.

El Salón de Cortes. Fue casa del Espíritu Santo, pero ya el Espíritu Santo no baja al mundo en lenguas de fuego.


Aquí yace el Estatuto.
Vivió y murió en un minuto.

Sea por muchos años, añadí, que sí será: éste debió de ser raquítico, según lo poco que vivió.

El Estamento de Próceres. Allá en el Retiro. Cosa singular. ¡Y no hay un Ministerio que dirija las cosas del mundo, no hay una inteligencia provisora, inexplicable! Los próceres y su sepulcro en el Retiro.

El sabio en su retiro y villano en su rincón.

Pero ya anochecía, y también era hora de retiro para mí. Tendí una última ojeada sobre el vasto cementerio. Olía a muerte próxima. Los perros ladraban con aquel aullido prolongado, intérprete de su instinto agorero; el gran coloso, la inmensa capital, toda ella se removía como un moribundo que tantea la ropa; entonces no vi más que un gran sepulcro: una inmensa lápida se disponía a cubrirle como una ancha tumba.

No había aquí yace todavía: el escultor no quería mentir; pero los nombres del difunto saltaban a la vista ya distintamente delineados.

¡Fuera, exclamé, la horrible pesadilla, fuera! ¡Libertad! ¡Constitución! ¡Tres veces! ¡Opinión nacional! ¡Emigración! ¡Vergüenza! ¡Discordia! Todas estas palabras parecían repetirme a un tiempo los últimos ecos del clamor general de las campanas del día de Difuntos de 1836.

Una nube sombría lo envolvió todo. Era la noche. El frío de la noche helaba mis venas. Quise salir violentamente del horrible cementerio. Quise refugiarme en mi propio corazón, lleno no ha mucho de vida, de ilusiones, de deseos.

¡Santo cielo! También otro cementerio. Mi corazón no es más que otro sepulcro. ¿Qué dice? Leamos. ¿Quién ha muerto en él? ¡Espantoso letrero! ¡Aquí yace la esperanza!

¡Silencio, silencio!!!






ArribaAbajoFermín Caballero


ArribaAbajoEl clérigo de misa y olla

Érase un labradorcillo de mediana fortuna (que medianía en los pueblos cortos es tener pan moreno que comer, seis gallinas que pongan huevos y un pedazo de tierra donde coger algunas patatas y berzas), casado con una aldeana misticona, buena hilandera y en extremo hacendosa. Vivían en una paz sepulcral sólo interrumpida por los lloros de los chiquillos, que eran doce hembras y un varón. Éste se dedicó de tierna edad al cultivo del campo, en el cual despuntaba por sus fuerzas hercúleas, por su dureza en aplicarlas, por su asiduidad de yunque y porque nada le distraía sino el azadón o la esteva. ¡Qué pesar sentían sus padres viéndole en la pubescencia sin medios para librarle de la quinta! Porque ni él daba muestras de inclinarse al matrimonio, ni podía ordenarse a título de insuficiencia; ni contaban recursos para ponerle un sustituto (caso de que entonces existiesen empresas y comercio de sangre humana); ni tenía hernia ni otro defecto corporal que le eximiera de ser soldado.

Mas la Providencia, que hasta de los pájaros cuida, vino a proporcionar un consuelo a esta familia predestinada. Cayole al chico una capellanía colativa por muerte de un clérigo su pariente, y cátate abierto un ancho campo de esperanzas risueñas a los ancianos padres y a las desvalidas hermanas. Ya se creían en el goce de prebendas y de diezmos; ya se repartían de memoria la copia y los derechos de estola y ya se figuraban a su neófito todo un capellán de honor, un abad mitrado vere nullius, o un obispo in partibus infidelium.El muchacho tenía encallecidas las manos y no menos entumecido el cerebro para estudiar lo más preciso, pero no era cosa de abandonar el beneficio real, positivo y palpable, por cosas meramente ideales, abstractas y de pura imaginación. ¡Bueno fuera que despreciaran la fortuna que se les metía en casa por miedo de la ignorancia! Si el ser tonto no arredra al que logra una toga, un ministerio, una mitra o un capelo, ¿qué mucho que el paleto se atreva con una capellanía? Pecho al agua dijo, y dijo como un ángel.

Empezó a aprender las primeras letras con el maestro del lugar, que al cabo de tres años le dio por suficiente en leer el catecismo y en firmar sin muestra. Continuó sus estudios con el padre cura, que le procuró instruir en deletrear el latín y le enseñó de memoria unas cuantas reglas de Nebrija. Ora que le pareciese bastante para ser capellán lo que le había enseñado de gramática, ora que llegado el mozo a los veinticinco años no consentía demora su ordenación, pasó a darle algunas lecciones del Lárraga, novena vez ilustrado, y antes de que cumpliese los treinta años se aventuró a aconsejarle que solicitase la tonsura, los grados y las órdenes mayores. Contaba el párroco, su director, con que la rudeza ostensible del discípulo, y su hablar balbuciente, serían un motivo de compasión para las sinodales, y confiaba todavía más en la bondad acreditada del prelado, que por no causar penas a las familias, ni privarlas del que miraban como sustentáculo de su vejez y orfandad, ordenaba sin escrúpulo a todo yente y veniente que llamaba a sus puertas. No dicen los anales si este suceso acaeció en el obispado de Santo Domingo de la Calzada, pues según el proverbio,


En Calahorra
Al asno hacen de corona;

o si tuvo lugar en el episcopado de Solano, sucesor de San Julián, que en esto de dar órdenes era tan franco como el diputado don Francisco en dar cartas de recomendación. Nuestro héroe logró aquellos tiempos anchurosos, que han traído a la iglesia estos otros de estrechez.

Hízose en efecto, clérigo de corona y de menores, a beneficio de la indulgencia sin límites de los examinadores y del diocesano; empero quedó el pobre capellán tan fatigado y aturdido del sínodo, que por su voluntad (si es que la tenía propia) fuera capigorrón eterno, antes que presentarse otra vez a prueba tan terrible. Sólo el aguijón del cura y los llantos de la madre y hermanas pudieron obligarle a que pretendiera ordenarse in sacris. Las misas en seco que tuvo que decir para adiestrarse en las rúbricas, los sobos que dio a la hoja del Te igitur y a las páginas del padre Paco que le concernían, y las angustias que pasó hasta contarse en el presbiterado sólo él y Dios lo supieron, si no es que por su torpeza y falta de memoria reservaron a Dios sólo este conocimiento. Pon fin llegó, sufrió el examen, le ordenaron de epístola, evangelio y misa, y recogió el título para ganar una peseta diaria con la intención (que la tenía como un toro), y para invertir en su congrua sustentación las rentas de la capellanía y demás bienes eclesiásticos que adquiriese. ¡Albicrias ilustrísimo señor! ¡Victoria por Mosen Zoilo o el licenciado Cermeño! ¡Sea enhorabuena, familia bienaventurada! ¡feliz tú que has logrado meter por las bardas de la iglesia a un hijo, que puede llegar a ser papa, pues de menos nos hizo Dios!

Aquí tienen ustedes lo que propiamente se llama en Castilla un Clérigo de misa y olla, porque es un presbítero sin carrera, un clérigo en bruto, un capellán que no sabe de la misa la media, un eclesiástico raro, un cura de los de su misa y su doña Luisa, un clérigo echado en casa, un curalienzos, un cantacredos, un saltatumbas, un clerizonte, en fin, por su vestimenta y modales, y un alquitivi, por servir mejor para alquilón de pasos que para preste de procesiones. Trasladando esta definición a otras profesiones y materias para compararlas, resulta que el Clérigo de misa y olla es el maestrante de la milicia cristiana, pues viste el uniforme sin ir a la guerra; es el esbirro de la iglesia militante que cobra el sueldo por soplar y oír chismes; es el editor responsable de lo que hacen canónigos y prelados; es el burro de la viña mística, que únicamente sirve para los oficios más bajos y groseros, y es el mágico de los bienes temporales, porque espiritualiza con su solo contraste los edificios, las tierras y los olivares.

Tenemos a nuestro clérigo misicantano, esto es, preparándose para hacer el primer sacrificio, que vulgarmente se llama cantar misa, y en términos técnicos decir la misa nueva. El día señalado para esta ceremonia aparatosa ondea sobre la picota del campanario una bandera encarnada, que suele ser un pañuelo de seda toledano; regalado al dicente por una monja compatriota. Y además de llamar la atención por la vista se excitan las sensaciones del oído con repiques, gaitas y festejos; las de ambos sentidos juntos con voladores y carretillas; las del olfato con las yerbas y flores que adornan la iglesia, y para el gusto se preparan abundantes comidas por el estilo de las bodas de Camacho. Los curas de la contorna convierten la parroquia en una colegiata, por todas partes se encuentran gentes forasteras y todo el pueblo anda revoloteando y de jolgorio.

Acabada la misa, en que don Zoilo ha lucido su voz de sochantre, se celebra el solemnísimo besamanos. En una zafa de Alcora muy rameada sirve el padrino lego el lavatorio al celebrante, no sé si para evitar que las chuponas beatas tomen alguna partícula sagrada o para que acaben de limpiarse las escamas campesinas y queden propiamente manos de cura. Por primera vez se lavan las palmas del capellán con agua de colonia; y como si se le quedaran yertas con tan desusada ablución, tienen que suspenderlas los padrinos eclesiásticos, ínterin que el pueblo fiel toca con sus labios donde tantas veces se limpiaron las narices del patán.

Llegado el cortejo a la casa clerical empieza la enhorabuena, cumplida, interesante, tierna. La madre rompe la marcha, abrazando cordialmente a su prenda, y embargada de alegría hace esta exclamación: ¡Quién me lo había a mí de decir que mi Zoilo metería barba en cáliz y sería padre de las almas! «A las hermanitas se les van las aguas sin sentirlo, y al oír que su mayorazgo se ha casado con la iglesia, arden en deseos de matrimoniar aunque fuera con el sacristán y por detrás del coro. Cual pariente se promete que a la sombra del nuevo capellán estudiará el sobrinillo y le sucederá en el beneficio: otro celebra lo bien que le cae la casulla y el bonete y la gracia con que se maneja; y los mozallones, antiguos -compañeros de fatigas, recuerda lances del boleo y de la barra; y alguno que piensa que el campo espiritual se cultiva a fuerza de puños, asegura que no ha entrado operario más tieso que Zoilo en la viña del Señor.

El nuevo estado produce mudanzas marcadas en el héroe de nuestra historia. La primera es en el traje, porque desde el principio cuida de que olviden las gentes lo que fue y le presten el homenaje de lo que es. No se quita el alzacuello ni aun para dormir la siesta; el sombrero de canal le acompaña por todas partes aunque vaya de chaqueta; al color de la lana y a todo otro color sustituye el lúgubre negro, y en la casa suele revestirse de un raído talar que fue balandrán de su difunto tío. Huye del trato con los profanos, ya por aparentar retraimiento del mundo y ocupaciones de su ministerio ya por evitar que le recuerden bromas y simplezas asadas, ya por quitar la confianza a los que le tuteaban. Pasea solo por los parajes más extraviados y camina con los ojos bajos, aunque al soslayo y a hurtadillas guste de enterarse de todo y especialmente de las perfecciones de las criaturas.

Lo común es separarse de la familia y poner casa aparte; y a pesar del empeño de una y otro hermana por emanciparse a título de cuidarle, él prefiere para sirvienta a la hija del tamborilero, que es una muchacha rolliza, desenvuelta y de disposición para todo. En los antiguos cánones se llamaba esta ayuda de parroquia, compañera y barragana del clérigo; hoy se titula el ama por decencia clerical, pero jamás se confunde ni en el trato, ni en el porte, ni en el nombre con la simple criada.

Otra variedad causa en don Zoilo el cambio de estado. Antes embotaba sus potencias el ejercicio corporal; ahora, si bien no han ganado mucho en despejo, suelta algunas sentencias tradicionales contra libertinos y filósofos aunque ignora qué casta de pájaros son; habla de duendes, brujas y de ánimas aparecidas y contradice todo lo que suena a invenciones y novedades. En una palabra, se considera tan otro desde el día en que se abrió la corona y se vistió los hábitos, que por inmunidad entiende que ningún juez del mundo tiene que ver con él, sino el obispo o el papa, y al príncipe temporal le considera como un pobre penitente rendido a sus pies, que espera humildemente su absolución o que le envía por ella a Roma, si no ha comprado la bula de la santa cruzada.

Andando el tiempo va volviendo el capellán, sin sentirlo a su pristino ser, como la cabra que siempre tira al monte. Su única obligación es decir los días de precepto misa de alba en la sementera y de once en los agostos; y aunque el resto del año nunca deja de celebrar, estando sano, ni tiene precisión de madrugar, ni de estarse en ayunas hasta el medio día. En veinte minutos hace su deber y su negocio, y como dos horas le bastan para comer y diez para dormir, el resto del día en algo ha de ocuparlo. Ya le cansa la conversación perpetua de su sirvienta; no le satisface su exclusiva privanza, y se aburre del retraimiento por los andurriales. Empieza a salir de la monotonía entrando en alguna casa de más confianza; va por las tardes y noches a echar un truque con la gente de su estambre, y anuda relaciones que los humos clericales habían interrumpido. Recobra la anterior franqueza, tira el cuellecillo reservándolo para los oficios eclesiásticos; sale en mangas de camisa durante la canícula; se detiene a hablar con las mujeres que lo merecen, mirándola de hito en hito, y si le enfadan los muchachos, o el ruido de los perros, o las rondas a deshoras, echa sus tacos y votivas, como un hombre de carne y hueso. El genio bravío y los resabios de la educación no le abandonarán hasta la fuesa; y guarte no le duren, como diz que dura el carácter sacerdotal; hasta en los infiernos.

Este es el período álgido de los goces clericales, supuesto que a la compostura afectada y al aparato exterior ha sucedido la naturalidad grotesca y sin aprensión. El ama procura por todos los medios que en su casa encuentre el señor lo que necesite, y que le parezca mejor que lo ajeno; ni la madre Celestina sería más diestra en aderezar tónicos, corroborantes, excitantes, dulcificantes y sustancias suculentas. Del agua no prueba más gota que la que destila con la cucharilla en el cáliz; pero todas las vinajeras del vino le parecen chicas, y golosos todos los monaguillos que le ayudan. Para él está de más el sumidero, aunque le caiga en el sangüis un mosquito o una avispa, que con los alcohólicos todo pasa por sus tragaderas espaciosas; y si en vez del pan ácimo le dieran un hornazo o un hojaldre de a libra se lo engulliría en un santiamén, sin que los fieles conociesen si consumía una hostia. En resumen, come como un eleogábalo, bebe de lo tinto a boca de jarro, duerme como un lirón; engorda como un tudesco; huelga pacenteramente, y deja rodar la bola de este diablo mundo.

No se vaya a juzgar por lo referido que el clérigo de misa y olla es el hombre feliz por excelencia. Momentos llegan de zozobra en que tiene que poner en tortura sus embotadas potencias, y volver a arrastrar las hopalandas. Un año y no más le duran las licencias de celebrar y confesar, y con esta frecuencia ha de solicitarlas de nuevo, previo el examen correspondiente. Si de recién eleccionado había tantos trabajos para el sínodo, ¿cuánto crecerán los apuros con el tiempo perdido en la molicie y en el embrutecimiento? Si no ha vuelto a abrir un libro ni a tener conferencia, ¿qué mucho que haya olvidado lo poco que sabía? Del idioma latino no conserva otras palabras que las vulgarizadas entre los labriegos: el busilis, el intríngulis, el cum quibus, un quidam, un agibilibus, la vista bona, la pecunia, de facto y de populo bárbaro. Baste saber que habiéndole rogado unos cazadores amigos que les dijera misa de madrugada, encareciéndole la ligereza con la frase de misa de palomas, pasó largo rato buscando por el misal este oficio, hasta que tropezando con la Dominica impalmis, que él leyó in palomis, les encajó la pasión entera del Redentor, dejando a los cazadores crucificados.

Las interminables abreviaturas del Añalejo eran para nuestro cura letras gordas, como lo son para algunos canónigos, más oscuras que el siriaco y el rúnico. Tomando la cartilla por almanaque de Torres, o por Piscato-Sarrabal, cuando veía que las lecciones del primer nocturno eran Justus si morte decía que aquel era buen día para morirse en gracia de Dios; cuando señalaba Mulierem fortem, retraía a los hombres de que se casasen, porque era día de mujer testaruda, y si en el rezo se prevenía el salmo Confitemini, abreviado confit, aseguraba que era el día propio para comprar dulces en las zucrerías. El 7 de marzo tuvo una petera escandalosa con el sacristán, obstinado en que le había de poner el altar en medio de la nave, porque el añalejo decía Missa In medio Ecclesiae, y la Dominica in albis se empeñó en celebrar sin casulla, tomando al pie de la letra lo de en alba.

En tan lastimoso estado de ignorancia era matarle inhumanamente hacerle comparecer a examen. Así es que se valía de certificados de los facultativos para excusar el viaje, y comprometía todas las relaciones de los curas y caciques de la comarca para lograr remisiva cerca de un párroco conocido y asequible. Y si a pesar de los pesares no alcanzaba eximirse y comparecía en sínodo, aquello era un aluvión de disparates que anegaba en barbarismos a los examinadores hasta las melenas y cerquillos. Si le preguntaban por el título colorado de supuesta jurisdicción, respondía con el lege coloratum de los rubricistas. Interrogado sobre si se podía decir misa con hostia de papel, contestaba con un distingo. Y escudriñándole acerca de la confesión auricular, decía cándidamente que en su tierra no se estilaba esta confesión, sino la de pascua florida. Los jueces o lo tomaban a risa, o tenían compasión, o le dejaban por incorregible.

Toda la vida de don Zoilo fue un tejido de chistes y de anécdotas capaces de enriquecer una floresta. La historia refiere lances curiosísimos, y muchos se han hecho proverbiales en España, corriendo de boca en boca, de generación en generación. Aquí le pintan diciendo misa, y al ver por una ventana contigua al altar que un chicuelo gateaba por un donguindo de su huerto para robarle las peras, dice alzando la hostia (que éste era el momento de la observación): ¡ahora sube el hi de puta! Allá le recuerdan rezando la novena de Dolores, y al llegar a la adoración de las llagas, anuncia la del pie izquierdo en estos términos: «A la llaga de la pata zurda.» Acullárefieren que no queriendo recibir la primera y única carta que le llevó el balijero, éste le objetó que para él venía dirigida, pues decía en el sobre A don Zoilo Cermeño, presbítero, pero obstinose en la negativa protestando que Cermeño sí se llamaba, mas que el apellido presbítero no era, de ninguno de su casa. Finalmente, nuestro capellán era de los que niegan todo lo que no entienden, porque le es más fácil negar que comprender, y por eso a un criado que le hizo una diligencia de bastantes leguas en pocas horas creyéndole brujo, le ajustó la cuenta y lo despidió diciendo que no quería en su casa criado tan listo. Que no rezaba las horas canónicas lo evidencie un curioso, pues viéndole el Breviario empolvado se lo sustrajo, y en muchos meses no lo echó de menos. Lo que es misas sí, decía regularmente 365 en año no bisiesto, porque a cambio de las cuatro que dejaba en semana santa, ensartaba los dos ternos de los Santos y de Navidad, y salían pie con bola. Esto por lo que toca a celebrar, que en tomar limosna era más amplio. ¡Sobre celemín y medio de garbanzos se hallaron a su muerte en un arcón, donde había depositado uno por cada peseta que no aplicaba!

Hasta aquí la descripción acompasada y prosaica del tipo que me he propuesto delinear, pero quiero también echar un cuarto a espadas, trazando algunos rasguños románticos y pinceladas goyescas, que sirvan como de epílogo, o sea, miniatura del cuadro.

El clérigo de misa y olla, con relación a los demás hombres, presenta anomalías misteriosas dignas de ocupar una imaginación ardiente y un genio filosófico; su estudio puede ayudar a conocer ciertas notabilidades políticas y literarias. Nuestro ejemplar presenta estos caracteres:

1.º No es capacidad y el vulgo le mira como inteligente: Le creen un calendario vivo si anuncia temporales. Le juzgan adivino si predice acontecimientos.

2.º No es propietario, ni mayor contribuyente, y le rinden homenaje debido a la aristocracia de riqueza: Pídenle limosna, aunque él la necesite. Sin sólida hipoteca alcanza su créditos a los bolsillos ajenos. Todos los vecinos y allegados son sus sirvientes voluntarios.

3.º Es del estado general, clase pechera, y goza del fuero de hidalguía: En los padrones ocupa un lugar aparte, como los nobles y capitulares. Tiene tratamiento de don y de su merced. Ni sufre alojamientos ni cargas concejiles.

4.º Nació aislado, no ganó un amigo y por todas partes halla afiliados y protectores: El organista, el acólito, el niño de coro, el campanero, el salmista, el sepulturero y hasta el pariente del vecino del sacristán, que se considera gente de iglesia, se creen obligados a defenderle a capa y espada.

5.º Es de naturaleza flaca y le veneran santamente: Le quitan el sombrero mejor que al alcalde. Los muchachos le besan la mano al encontrarle. Se le levantan las mujeres cuando pasa, y aquí me ocurre una

Nota. Esta diferencia del bello sexo, que ni con autoridades ni principales se tiene, que ni los caballeros ni los tíos admiten, en obsequio a la beldad; que en nación alguna consiente la virilidad de la débil mujer, de la bella mitad, de la femenil flaqueza, de la diosa de las gracias, del ídolo del amor, de la compañera inseparable, del depósito de las confianzas, del objeto de las consideraciones humanas, ¿será porque los clérigos gastan faldas y se visten por la cabeza como las hembras? ¿O será que no teniendo los eclesiásticos libertad de galantear en público, ellos y las mujeres guardan la etiqueta para la calle y la franqueza para dentro de casa?

Este es el tipo común, el característico del clérigo que se llama de misa y olla, porque no sabe más que mal decir una misa y tragar, pero hay también excepciones y variedades.

El clérigo ramplón de que hemos hablado se abre una corona frailuna como un plato, ostentando vano lo que no merece. Otro la toma por la inversa y se la deja como real de vellón para que no le conozcan la clerecía ni con microscopio.

En lugar de una capellanía miserable logra otro majadero un pingüe patronato, y en vez de la vida mojigata y de padre quieto anda de feria en feria, de banca en garito, con perros, con caballos, en cacerías, fumando puros habanos y cortejando viudas, casadas y doncellas.

Si aquél sigue el precepto de ser cauto, éste se echa al alma atrás, abraza la vida airada, hace alarde de ir con su dama a las funciones y espectáculos y riñe en público sobre celos y sobre otros asuntos casi matrimoniales.

Por último, tal hay que enreda todo el pueblo a fuerza de chismes e intrigas solapadas sin descubrir el cuerpo a estilo de policía secreta; y cual que desaforadamente se pone a la cabeza de un bando, promueve pleitos, maneja ayuntamientos, dirige elecciones y atrae sobre el vecindario las plagas de Faraón.

Réstanos observar una diferencia cronológica. Ejemplares como el del clérigo que dejamos pintado han existido hasta hoy en número crecidísimo; en adelante o no los habrá o serán más raros; llegará a ser este tipo una entidad histórica. Como nacía y medraba en tiempos de absolutismo, la libertad, la ilustración y la imprenta le resisten, le matan. Entonces sabía más el clero, ahora, dan lecciones los legos. Entonces la iglesia adquiría muchos bienes; hoy los ha perdido. Entonces un fanático con un crucifijo conmovía las masas: ahora no las mueve contra su interés ni un terremoto. Entonces, en fin, daba consideración la ropa talar y encubría las miserias, y al presente se aprecia la diferencia que hay del saber y de la virtud a un clérigo de misa y olla.




ArribaAbajoEl alcalde de Monterilla

Confieso, yo pecador, que acabo de tomar la pluma para escribir de lo que dice el epígrafe, y al segundo renglón me encuentro en mayor aprieto que el que acaban de pasar los empleados electores; porque obligado por el título de la obra, y como español que soy (con perdón de la nacional independencia), a pintarme a mí mismo, y comprometido en el presente artículo a retratar un alcalde de monterilla que ni fui, ni soy, ni seré, como no me den un cetro para trocarlo por la vara de mi lugar, dudaba en qué términos daría principio a mi tarea, hasta que me he desembarazado del comienzo con el parrafillo que aquí acaba.

Allá en tiempo de antaño, cuando el señorón de más alcurnia se honraba con los títulos de regidor perpetuo y de alguacil mayor, cuando todo viviente en los dominios de España e Indias nombraba al monarca «el Rey Nuestro Señor», y cuantos lo escuchaban decían, descubriéndose la cabeza: «Dios le guarde» si comía y bebía, o «en gloria está» si yacía en el panteón de El Escorial; cuando la familia alcaldesca era tan numerosa que se conocían; alcalde de hijosdalgo, alcalde de Casa, Corte y rastro, alcalde del crimen, alcalde de obras y bosques, alcalde de alzadas, alcalde de sacas, alcalde entregador de la Mesta, alcalde mayor, acalde ordinario, alcalde pedáneo, alcalde de la hermandad, alcalde de cofradía y hasta alcalde de tresillo, entonces, sin duda, les vino en voluntad a los chuzones literatos o a los rufianes palaciegos de aumentar el catálogo con la denominación de alcalde de monterilla.

Es preciso ser tan ciego como un ministro tonto para no advertir desde luego que este título era ilegal, inconstitucional y excepcional, porque ni le reconocían las leyes, estatutos y constituciones vigentes, ni se leía en el orden normal alfabético de los vocabularios, ni existía en otra parte que en la república ideal de las fantasías románticas, en las novelas y en los dramas. Solamente el uso, ese dictador de, vocablos, ese rey absoluto de las lenguas ciudadanas, ese tirano que prescinde de las reglas parlamentarias o parladorescas, es el que ha podido sostener la alcaldía enmonterada, no digo a la par de tantos alcaldes ilustres del antiguo régimen, sino hasta en lo más democrático de los ayuntamientos constitucionales.

¿Y qué han querido expresar con alcalde de monterilla? ¿Qué significa esta frase? ¿Qué es un alcalde de monterilla? Puto de mí, que voy a retratarle, y así tropiezo con el original como con el ave Fénix o la cuadratura del círculo. Pues no, sino irlo a buscar en el Diccionario completísimo de la Academia, que a lo sumo nos encontraremos con un alcalde de palo; que los españoles estamos destinados siempre a ser regidos como los rebaños, ya por académicos que dan palo por montera, ya por hacendistas que dan gato por liebre, ya por gobernantes que dan bombazos por razón. Pero hete aquí a dos señoras mías, cuyos pies beso, que vienen a sacarme de la duda y a presentarme la vera efigies del alcalde de monterilla.

Doña Etimología -Alcalde de monterilla es aquel alcalde que gasta montera, y si usted gusta, montera pequeña.

Doña Acepción -Alcalde de monterilla designa un alcalde lego, liso, llano y abonado; un alcalde común de pueblo o aldea.

¡Vive Dios que las dos señoras catedráticas me dejan tan confuso como antes, si ya no redoblan mis dudas sus encontrados pareceres como embrollan la inteligencia de las leyes las aclaraciones covachuelísticas! Porque una de dos: o el hábito hace este monje, es decir, o alude la denominación a la prenda de vestuario, y entonces es alcalde de monterilla el que la gasta, aunque sepa más leyes que Gregorio López y ejerza su jurisdicción en la ciudad más culta, o atañe a la rústica simplicidad del juez, o su torpeza innata, y en este caso hay alcaldes de monterilla con birretes y bandas, aunque estén aposentados por arte del diablo en el consistorio de la Corte. Mas haciendo una coalición de las dos opiniones antedichas, se encontrará la solución del enigma, el voto de la mayoría parladora.

Entiéndese en esta España de conejos y gazapos por alcalde de monterilla un alcalde zote, sin carrera literaria, que necesita asesor para actuar en negocios graves, que obra a tontas y a locas cuando le guía su instinto zopenco, o que cede a las inspiraciones de un mentor petulante y enredador; un alcalde labriego más o menos burdo. Y como esta rudeza se ha creído propia de los alcaldes campesinos de chupa y garrote, que ordinariamente usaban montera, se dio el apodo de alcalde de monterilla al que hace alcaldadas de patán, aunque tenga más sombreros que las fábricas de Leza, y más condecoraciones que un vía crucis. Y nota bien que no dijeron alcalde montera, sino diminutivando de monterilla, modo despreciativo, usual en los cortesanos orgullosos, siempre que han de tratar de las cosas y de las personas, antes plebe y ahora masa inerte de la sociedad.

Entre tanto que la gente de letras se ocupaba del distintivo capital de los alcaldes, la moda caprichosa, que todo lo lleva por delante, como el espíritu reformador del siglo, hizo en nuestras provincias un pronunciamiento general contra las monteras. Así debía de ser a fe. Las cabezas constitucionales no era razón que continuasen cubriéndose con el aparato que cobijara las testas del servilismo. A la sombra del árbol de la libertad progresaron los sombreros, y las fanáticas monteras fueron a esconderse avergonzadas con los señoríos y los diezmos, con las vinculaciones y las santas hermandades. Coincidencia fue que oriundo el régimen constitucional de la Andalucía, vino también por Sierra Morena la inundación de calañeses, gachos, chambergos y de chozo, que, tan pronto como los sarracenos, se apoderaron de Castilla, sin dejar cabeza con montera.

Deducirás de aquí, lector benévolo, que hoy puede caer bajo el dictado de alcalde de monterilla todo mandarín municipal simple y atestuzado, ora le cubra un pavero, un tres candiles o un copudo sombrero, ora vista al modelo del último figurín de París. Tan variados, y multiformes son en nuestros días. los alcaldes de monterilla como los rateros de Corte, y los esbirros de Policía. Si entre político y naturalista me propusiera hacer una clasificación botánica lineana del reino alcaldesco monterillal, verían ustedes cuántos órdenes, géneros, especies y variedades. A pintarlos todos, era cosa de alquilar conventos para formar galerías y museos. Iré describiendo algunos, y por ligeras que sean las pinceladas, no será difícil al curioso observador el cotejarlos con ciertos originales de los que funcionan por estos mundos. de Dios, si es que este mundo no está dejado de su mano y entregado a mandones del otro.

La escena es un lugar de trescientos vecinos, entre Alcarria y Mancha. El protagonista es un labrador de la medianía, de genio apacible y zonzo, y obeso, a fuerza de comer mucho y pensar poco. Sus cinco compañeros de Ayuntamiento son: un mayorazguillo simplote, que tiene un par de mulas flacas y bastantes tierras eriales; un cultivador rentero, viudo y con dos hijastras; otro labrador de primavera que gran parte del año se ocupa en la arriería; un tintorero codicioso, escogido para procurador del común, y un sacristán maestro de escuela y fiel de fechos en una pieza, pendolista de mal gusto, practicón confuso, pero ducho en los enredos de cuentas, libretes y manejo de propios. Acostumbrados los concejales a fiarse en el alcalde, y no pudiendo este fiarse de sí mismo, preciso es un resorte privado que mueva la máquina municipal. El secretario es el alma de la corporación, los pies y las manos de su presidente, como si dijéramos la camarilla que se oculta tras los ministros responsables. Bueno será conocer bien, a este favorito, para comprender los actos de su dirigido.

Don Deogracias Langarica es un vecino natural del pueblo, oriundo de Vizcaya, cuyo padre picapedrero se estableció aquí con el ama de un clérigo. Este cuidó de la educación del hijo de su padre que llegó a reunir los tres cargos: eclesiástico, literario y municipal, que le rinden al año doscientos ducados y manos puercas. Soltero de por vida, a fuer de escarmentado, no tiene más familia que una criada anciana, tan gruñidora como sucia. La casa es un zaquizamí con cuatro taburetes de pino y una mesa vieja de nogal, sobre la cual se halla todo el archivo de la Villa, que se conocerá por el índice: «un montón de papeles confusos, llenos de manchas del candil; otro brazado de pedazos de pergamino, medios pliegos rotos, salpicados de gotas de flor baja, y varios papeles, oficios, tiras y retazos dispersados, jaspeados de moscas y de chinches». Unas veces en la estancia angustiosa y otras en el corral al sol, se ocupa en escribir las cosas del Ayuntamiento, interpolando los renglones para las planas de los chicos, y las cuentas de la fábrica, a más de invertir algunos ratos en el libro de caja del obligado de la carne y en las listas de lo que fía el abacero. Este es el asesor, el oráculo, el todo de nuestro alcalde de monterilla; el que sabe hacer que su merced salga siempre alcanzando a los fondos de Villa y de propios; el que entiende cómo se confeccionan dos subastas de los puestos públicos, una secreta y verdadera para cobrar, y otra aparente más baja para las oficinas y menos repartir; el que liberta al juez de los sablazos que quiere darle un cabo de escuadra porque no le suministra un bagaje mayor para cada dos soldados, y el que en los sorteos de quintas acierta a combinar las cédulas de modo que siempre saca números altos el hijo del cacique su protector.

¡Qué mucho que el buen alcalde no acierte a respirar sin el soplo de tan afamado entonador! Si viene una orden de la capital, ha de leérsela y explicársela a su modo el secretario; si pide justicia una mozuela, atropellada en el campo por un zagal incontinente, responde que tiene que consultarlo con su secretario; si el guarda del monte trae un dañador penado, lo envía al fiel para que lo absuelva o condene; si han de correrse novillos en la fiesta del patrón, es preciso saber que lo aprueba don Deogracias, y si se trata de cualquier costumbre, debe oírse in voce al secretario para que instruya el asunto con antecedentes. No hay día en que su merced no vaya un par de veces a casa del fiel de fechos, y en que no le envíe al alguacil más de otras tantas; se guardaría de llamarle como de azotar a un Cristo, que la supremacía inteligente sabe aquí, como en otras partes, hacerse necesaria y respetable.

Figúrense mis leyentes que se hallan presenciando una sesión de nuestro cabildo, en que amén de los seis municipales hay cuatro repartidores nombrados por el mismo Ayuntamiento, y son: un ganadero, un labrador ricote, otro mediano y un bracero acomodado. La sala capitular en donde están reunidos sobre ser estrecha de suyo, se halla ocupada por un arcón viejo de tres cerraduras, que servía en lo antiguo para guardar los caudales que ya no hay; por dos bancos de respaldo carcomidos y rotos; por una mesa travesera de aspa; por la marca para tallar los mozos, y principalmente por un montoncillo de tranquillón que llaman el pósito. Abre la sesión don Deogracias, sentado a la derecha del alcalde; se cala las antiparras de muelle, y lee un presupuesto de contribuciones y gastos para el año entrante. Advierte a los oyentes que el ascender a trescientos ducados más que en el año anterior consiste en que quedó un déficit por partidas incobrables, en las costas de causa criminal del que dio de navajadas al Monito, suplidas por la Villa a falta de bienes del reo, y que el pliego de cargo aumenta mil quinientos reales para indemnización de daños causados por las facciones. Y mientras el secretario se pone a extender la cabeza del acta con una Pluma de pavo mojada en tintero de vidrio del Recuenco se entabla entre los repúblicos la siguiente discusión.

El procurador síndico dice que todos los años va subiendo el presupuesto como la espuma; que cuando se reparte se excluye a los pobres, viudas y vecinos inútiles, y no debe haber fallidos si se quiere cobrar; que el autor de las heridas tiene un solar de casa, y no es justo que pague la Villa sus delitos, y que el recargo para indemnizaciones es indebido, porque todos han experimentado daños en la guerra y se trata de indemnizar a los embrollones agibílibus, que han supuesto lo que no hubo y centuplicado lo que perdieron. Esfuerza un repartidor lo expuesto por el preopinante, añadiendo que, si no se pone coto al desorden que hay en las gabelas, será cosa de abandonar el pueblo; que antes se excusaban las derramas con la guerra, y ahora que no la hay (gracias a Dios de los cielos y a los dioses de la tierra, que de balde y de bóbilis-bóbilis nos han dado la paz), se saca lo mismo y más, no se sabe para quién; porque, según dicen los papeles católicos que lee el señor cura, todos están rabiando de hambre, y el dinero se desaparece entre los músicos y danzantes que andan por Madrid y por las oficinas de amortización. Al llegar a este punto, don Deogracias interpela al alcalde para que haga guardar el orden, increpando duramente a los que sin saber critican a las autoridades, y amenazando a los que vierten doctrinas republicanas contrarias a la Regencia del reino y a la religión de nuestros padres. Concluye con decir que allí son llamados a hacer el reparto, y que todo lo que se hable fuera de esto es nulo y de ningún valor con arreglo a la ley de febrero. El alcalde se conforma, el regidor decano es de la misma opinión, y los demás se encogen de hombros dándose por cachiporrados.

Sale el librete cobratorio del año anterior para que vean lo que cada vecino tiene de cuota, y regulen si está alta o baja, si ha decaído o medrado desde entonces. Generalmente se opina por la subida, porque a excepción de los diez presentes, todos parecen beneficiados, y sobre todo los forasteros.

-Echarle a ese más, que le ha caído dos veces a la lotería -dice un repartidor.

-Ese otro bien puede pagar hogaño -replica el síndico-, que heredó un buche de su señora.

Por todos lados suenan voces de:

-Fulano paga poco, que nunca le tocó quinto a su hijo.

-Citano sacó mucho de su tierra de la vega, que primero tuvo un gran alcacer y luego un patatar.

-Mengano no deja de comprar lo que sale, y cuando adquiere, sobrado estará.

-Zutano bien le chupa a la hija que tiene con el administrador del duque.

-Perengano fue muy perseguidor cuando marras, y luego ha estado con los Palillos cogiendo lo que ha podido, que bien le luce; echadle de firme.

-No en mis días -repone el secretario-, que por el convenio de Vergara se echaron pelitos a la mar, y a quien Dios se la dio, San Pedro se la bendiga.

-Pues al Majo bien se le puede meter mano -objeta el regidor segundo-, que cuando se dividió la dehesilla se puso a la par con los ricos; no haya una medida para tomar y otra distinta para el pago.

Por este orden van siguiendo la tarea, y si al concluir salen algunos miles de más, el alcalde, con acuerdo de su don Deogracias, alega que siempre conviene dejar algún sobrante para cosas extraordinarias e imprevistas, que son los fondos secretos de la diplomacia aldeana. Un tanto gruñen los de la junta; pero como es engorrosa la rebaja partida por partida, están, como los diputados a última hora de sesión, por irse a comer, y queda aprobado el statu quo. La opinión de no hacer y de ruede la bola tiene mucho adelantado en este perro mundo.

Todos los alcaldes bozales no están dominados por el escribano; hay variedades en este tipo. Véase un Juan Lanas por el estilo, subyugado por su mujer, que es a lo paleto la Ana Bolena del pueblo. Y no se crea piadosamente que la tal hembra le ha cautivado el corazón con sus gracias, cual aquella de quien se canta:


Un juez dijo a una moza:
-¿Cómo se entiende
que siendo yo justicia
usted me prende?

La alcaldesa de nuestra historia es una arpía en condición, y en figura un basilisco, una sátira. Varonil y dominante, ni admite superior, ni aguanta contradicción: tiene los calzones en su casa, y el mero y mixto imperio en la población.

El día de Año Nuevo van, según estilo, a darle la enhorabuena de alcaldía; y entre los tragos de vino y de rosolí, y los excitantes cañamones y torrados, gira la conversación sobre el motivo de la visita. Los ministeriales, que adularon al alcalde colado y ven lucir otro sol en el horizonte, se desatan en declamaciones contra el desgobierno del año que fina, en el cual, a decir de los tornadizos, ni se ha guardado el campo, ni ha habido orden en el riego ni igualdad en las cargas, ni justicia para el pobre; pero ya ha llegado el día, añaden mirando al ama, de que todo se enderece, con la buena elección que acabamos de hacer.

Doña Eduvigis, pavoneándose con los requiebros generales y particulares, en estilo mordiente y aire rabanero, jura y perjura que no se han de reír de su hombre como de otros, y que en buenas manos está el pandero para que quede la vara mal puesta. El escribano aprovecha el momento para celebrar las buenas partes de la señora, refiriendo a los circunstantes lances de su tesón de cuando fue alcalde por el estado noble su primer esposo, que le hizo quemar el banco de la iglesia porque se había sentado en él un pechero. Mientras estos diálogos, el alcalde bonachón está pensativo y cabizbajo, dando señales de quien no sirve para el caso en que le mete su mujer.

Quedan al fin solos los dos cónyuges, y madama Eduvigis comienza a dar a su Oyes la primera lección de lo que debe hacer, si ha de haber paz en la casa, y no ha de andar la de Dios es Cristo; y entre los preceptos acalorados y fervientes de la dómine se halla el siguiente razonamiento:

-Mira, bruto (no es errata de b minúscula, porque no es nombre de bautismo): un alcalde es el rey de su pueblo y le deben temblar como las hojas en el árbol. No seas tan bragazas como sueles. Al que no te dé el tratamiento o deje de descubrirse a tu presencia o te desobedezca de pensamiento, le has de dar una calabozada que lo deshuese. Los días de tribunal, que te busque el que te necesite, y en los feriados has de ir a misa al banco de la señora justicia, con tu acompañamiento de dependientes; y no seas tan llano que dejes sentar a nadie cerca de ti, ni consientas que el cura dé agua bendita a otro primero que al soberano del lugar. Cuando vayas a las oficinas a llevar caudales, cuida de que no te desprecien los mequetrefes empleados, como suelen; que sobre ser tú autoridad y ellos criados de la nación, contribuyes a pagarles el sueldo y a que sus mujeres gasten moños. El maestro de escuela ha de venir a dar lección a los chicos en casa, que no son los míos menos que los del indiano, y no quiero yo que vayan a oler a pobre mezclados con los hijos de los jornaleros. Por lo que a mí toca, el sacristán me ha de tener bien limpio el felpudo junto al presbiterio; en los novillos se me ha de aderezar el palco de orden; el escribano no ha de despachar cosa alguna sin mi consentimiento, y el alguacil ha de estar de ordenanza junto a mi cuarto para lo que yo mande; pero cuidado con que tenga la montera en la mano y se esté en pie, que estos plebeyos sirvientes se toman licencias si no se les trata con imperio, y si las señoronas del lugar quieren darme en ojos con su lujo, páguenlo sus bienes en contribuciones y multas, que yo no me caso con nadie, y el que me la haga me la ha de pagar, aunque sea el lucero del alba. Cuidado conmigo... y no digo más.

Regida la aldea conforme a los estatutos femeniles preinsertos, calcúlese cómo andará la justicia, el gobierno económico y el orden público. Los paniaguados de la alcaldesa cuentan con carta blanca para hacer lo que gusten: cazar sin licencia hasta en tiempo de veda; no van de bagajes ni con pliegos; usan pasaporte de gratis; sacan el trigo del alori; riegan cuando quieren; apenas pagan libros; se traen la leña del vedado; son cobradores, alcabaleros y expendedores de bulas; hacen de peritos y hombres buenos, y pueden dejar sus bestias sin bozal para que pasten por los erreñales ajenos, por más que murmure el pópulo bárbaro. Por el contrario, los que no están bienquistos con doña Eduvigis, o por tener mujer más joven y bonita, o porque no le hacen el zalamelí, o porque no convidaron los chicos a un bautizo ni pueden usar armas ni reciben las cartas a tiempo ni rondan por la noche ni venden vino al por menor ni son de la Milicia Nacional.

Poniendo en miniatura este boceto, resulta un alcalde andrógino, cuya parte bominal corresponde a las autoridades provinciales y a los protocolos en los encabezamientos y en las firmas, quedando la parte femenina en la región de los hechos que presencian los vecinos. El varón suena, la mujer obra; el marido suscribe, la esposa dicta; el alcalde lleva la vara, la alcaldesa tiene la autoridad; en suma, lo masculino es una abstracción, que reina y no gobierna, y doña Eduvigis, ejerce en nombre de este autómata el gobierno supremo. De aquí debió de sacarse la teoría constitucional de la inviolabilidad del monarca y la responsabilidad de los ministros. Semejante administración suele proporcionar al alcalde enemistades, choques, cuentos y chismes; pero sus intereses materiales ganan comúnmente, porque como vale más ochavo de mujer que real de hombre, queda equipada la casa, renovada la labor, repuestas las paneras y aumentado el terrazgo con alguna haza adquirida en las glorias del reinado.

Otro género bastante común de alcaldes de monterilla es el que se funda en un carácter bronco, crudo y aferrado, cuya suprema ley es el capricho. Sea para lo bueno o para lo malo, lo que aprende sostiene y lo que se propone lleva adelante, sin que le retraigan de su empeño ni influencias ni dificultades. Este puede reputarse el prototipo del alcalde de monterilla, el que mantiene la fama de la entereza concejil, el que aún sirve para hacer el coco a los muchachos y a los gobernantes débiles, y el que ha dado al proverbio de


Señor alcalde, vinagre
¿se vende en este lugar?

Uno de estos alcaldes tremebundos hubo en un pueblo del partido de Alcalá, provincia de Madrid. Había reunido bienes de fortuna con su actividad y natural despejo, que instrucción maldita la que tenía, pues la señal de la cruz era su firma y no conocía la Q. Tomó la manía de no dar cumplimiento a las cédulas y pragmáticas, y la lógica de Lesmes Cabezudo era esta. Leíaselas el escribano; escuchaba atento la retahíla cancilleresca de «rey de Castilla, de León, de Toledo, de Sevilla, de Valencia, de Murcia, de Jerusalén, etc.», y notando que no decía «rey de Daganzuelo», mandaba cesar al secretario y que archivara la orden, porque era visto que con ellos no hablaba.

Con la misma frescura que obraba en tiempo del extinguido Consejo Real, se resistió a obedecer órdenes de la Diputación y del jefe político, siendo alcalde por la Constitución de la Monarquía. Tres veces seguidas negó el cumplimiento al juez de primera instancia, que venía comisionado para presidir las elecciones municipales, en ocasión de hallarse el pueblo dividido en bandos. Decía, y decía como un ángel, que él era el presidente nato, el exclusivo por la ley; y como se mantuvo tieso en sus trece, presidió, escrutó, ganó la votada, a pesar de superioridades y de adversarios. Pedirle el jefe político partes diarios de las elecciones de diputados estando él en la mesa de su distrito, era lo mismo que pedir peras al olmo: contestaba a su señoría que la ley electoral no le marcaba otro deber que fijar al público el resultado, y que allí podía verlo si gustaba. Cuestar en su jurisdicción nadie lo hacía impunemente: a dos pedigüeños italianos, con bulas del obispo de Rímini, con pasaporte en regla, y garantidos con suscripciones de todos los prelados y magnates de España, me los sopló en la trena, les siguió causa, les sacó los cien mil y más reales que llevaban de ofrendas, y tuvieron que largarse a contar en Roma lo que es un alcalde de monterilla en los dominios del rey católico. Y para decirlo de una vez, nuestro don Lesmes fue el Sancho de la ínsula Daganzaria, el Abdón Terradas de la Campiña, el non plus ultra de los alcaldes tozudos e indomables.

Reverso de esta medalla es don Caraciolo Benavides, alcalde de un pueblo andaluz, que guarda su atestuzamiento para ser ministerial incansable de todos los gabinetes presentes y futuros. Da por razón de esta conducta que los alcaldes deben atender a las mejoras materiales de sus localidades, y que el gobierno las concede y el enemigo las niega; que por haber ayuntamientos hostiles han tomado tirria contra ellos los doctrinarios, y piensan en poner alcaldes reales, y que el buen liberal debe ayudar al que manda, para que no le derriben los serviles y carlistas. Con estas bases previas, es un constitucional furibundo, del movimiento rápido, progresista legal, y tan exaltado, que al escribano su secretario le tiene hechas estas prevenciones terminantes: 1.ª Que jamás use en los escritos real de vellón, sino nacional de vellón; 2.ª Que no ponga ni por pienso real orden, sino orden nacional, y 3.ª Que en las escrituras públicas en vez de empezar invocando la Santísima Trinidad, sustituya esta cláusula: «En el nombre de las inspecciones de infantería y de milicia, y de la secretaría de S. A., que son tres cosas distintas regidas por un solo hombre verdadero», etc. Y al que no abunda en estos sentimientos, lo tiene por absolutista, moderado, afrancesado y mal patriota.

Con las pinceladas, rasguños y brochazos antecedentes creo haber pintado alcaldes de monterilla de fisonomía bien marcada; concluiré dando por vía de epílogo algunas reglas para conocer las pertenencias de sus mercedes.

Si veis a una lugareña oronda de vanidad que grita a otra vecina: «¡Tú pagarás la desvergüenza!», tened por seguro que es la alcaldesa la que habla.

El joven labriego a quien llaman de usted los ancianos de su misma clase, o es alcalde en la actualidad, o lo ha sido en años precedentes.

Cuando entre los niños que juegan en la plaza oigáis a uno que exclama ofendido: «¡Mira que se lo he de decir a mi padre!», aquel es hijo del alcalde.

La zagala que a pesar de su desgraciada figura sale la primera a bailar y recibe el primer mayo de los mozalbetes, cuéntala por hija de su merced.

¿Ves aquel gañán que con imperio exige de otro labrador que le haga lado para pasar con la yunta sin detenerse? Criado del alcalde, sin falta.

Aquel forastero viajante que cerca del pueblo y a la vista del guarda entra con desenfado a coger uvas de las viñas, es huésped del alcalde y lobo de su camada.

Si ves un cerdo andar suelto por do quiere, que en todos los portales entra sin recelo y que tiene una gordura extraordinaria, cree a pies juntillas que es el cochino de San Antón, o el marrano del alcalde.

Últimamente, si leéis el último renglón de este artículo escrito con letras mayúsculas, contad por averiguado quién es el retratista del Alcalde de Monterilla.






ArribaAbajoAntonio Gil de Zárate


ArribaAbajoEl empleado


Aprended, flores, de mí
lo que va de ayer a hoy;
que ayer maravillosa fui,
y hoy sombra mía no soy.



Con efecto, ¿a quién con más razón que al empleado español puede aplicarse tan sabida y manoseada copla? ¿Dónde se encontrará un dechado más perfecto de las mudanzas humanas? El zapatero hace ahora zapatos como antaño, y como antaño los cobra, excepto de los tramposos, que son de todas las épocas. El propietario percibe los alquileres de sus fincas, aunque ande a pleito con inquilinos renitentes, plaga muy anterior a las reformas modernas. El cura, si ha perdido el diezmo, tiene esperanza en la caridad de los fieles, mientras el empleado, ni aguarda caridad, ni conoce fieles en el mundo. En ninguna clase, en fin, ha impreso la revolución tan profundamente su sello; él es la revolución personificada.

«Aprended, flores, de mí», puede, en verdad, decir el empleado; porque el empleado es ahora flor de efímera existencia, que nace por la mañana y por la tarde ha desaparecido, cuando antes no viene a troncharla inesperado huracán en su mayor lozanía. Antes, ¡ay!, no era flor, sino una cosa a manera de ostra, tenazmente agarrada a la roca de su destillo; ostra que, en un mar siempre bonancible, allí vivía, allí engordaba, sin más movimiento que el de abrir sus conchas para recibir los rayos de su sol querido, es decir, las mesadas que en su periódico curso volvían con tanta regularidad como el astro del día en el suyo. ¡Aquel sí que era régimen perfecto y sabiamente combinado. Aquella sí que se podía llamar constitución verdad, y no ahora que sólo predomina el régimen dietético, el cual, destruyendo la constitución física del empleado, no le enseña más verdad que una: ¡que su sueldo es una mentira! ¡Tiempos felices de Carlos III y de su hijo! Vosotros fuisteis la edad dorada de los empleados. Ahora no nos hallamos siquiera en la edad de hierro sino en la de barro, fiel emblema de la fragilidad de los empleos.

El empleado de antaño, seguro de su inamovilidad, vivía feliz, tendiéndose a la bartola: el de hogaño, expuesto a mil vaivenes, no conoce lo que es paz ni contento. Aquel ostentaba en su rostro una serenidad inalterable; este es la vera-efigies del susto y de la zozobra. El primero era más cachazudo; el segundo es más activo. En el uno había mayor inteligencia de los negocios; el otro vence en travesura. Ambos a dos podrían correr parejas en cuanto a instrucción y conocimientos; pero, al menos, el antiguo sabía el camino de su oficina, en vez de que el moderno suele ignorarlo, bien que tampoco necesita saberlo.

Resultan, pues, dos tipos distintos de empleados en España: el antiguo, que es el primordial, el genuino; el moderno, que es el tipo reformado. Hablando con propiedad, sólo el antiguo es el verdadero tipo, porque el personaje a que se refiere es el único que tenía ocupaciones constantes, ideas fijas, costumbres inalterables, circunstancias necesarias para formar un tipo; el moderno es un camaleón que no se sabe por dónde cogerle, tanto varía de forma y colores.

El tipo antiguo va desapareciendo: únicamente se encuentra alguno en la inmensa masa de cesantes; el moderno puebla toda España, y al paso que vamos no habrá en breve un ciudadano que no pueda decir, como aquel célebre artista: «Anch'io sono pittore.» Sin embargo, a pesar de la abundancia de este y de la escasez de aquel, necesitamos principiar por el empleado de antaño, porque, como ya hemos dicho, es el verdadero tipo; el otro no es más que una variedad debida a las circunstancias.

Aunque el ser empleado no era en España antiguamente privilegio exclusivo de ninguna clase, una práctica constante hacía que, por lo general, el empleado naciese del empleado. Apenas el hijo de un oficinista había salido de la escuela, cuando, teniendo a lo sumo doce años, se le colocaba de meritorio al lado de su padre. Allí se soltaba en la letra, se perfeccionaba en las cuentas y aprendía lentamente las prácticas burocráticas. Al cabo de seis o más años había por fin una vacante, y entraba el neófito de escribiente de número con sus trescientos ducados de sueldo, habiendo aquel día arroz y gallo muerto en la casa paterna, refresco en la botillería de Canosa y palco segundo en el coliseo para ver la comedia de magia. Cate usted a nuestro muñeco hecho todo un hombre: ya estaba encarrilado; ya no tenía más que dorrnirse sobre su cartapacio, dejarse llevar suavemente y entregarse al dulce y pausado movimiento que año tras otro le hacía recorrer todos los grados de la escala hasta llegar a escribiente primero; desde allí daba en otro empujón el suspirado salto a la categoría de oficial, y ya entonces, si antes no había hecho una calaverada, teniendo treinta años, con dieciséis de buenos servicios, y en atención a que pagaba el descuento para el Montepío, elegía esposa entre las hijas de los oficiales primeros, con lo cual ponía un nuevo clavo a la rueda de su fortuna, y tomaba puesto entre los padres graves de la comunidad. El horizonte de sus deseos no se extendía más allá del círculo de su oficina; aspiraba únicamente, si Dios le daba vida, al puesto de oficial mayor; y cuando al cabo de años le alcanzaba, cubierto de canas, con la dignidad de secretario del Rey, y tal vez la cruz de Carlos III, teníase por un personaje en la sociedad, viéndose acatado por todas partes, honrado en las tertulias, funciones públicas y actos del Gobierno, y optando en cualquier ocasión a todas las preeminencias de su distinguida categoría.

Excusado es decir que en estas transformaciones había ido tomando el empleado la fisonomía correspondiente a la situación que ocupaba. Al muchacho motilón que salía de la escuela para ir a copiar oficios al lado de su padre, se le arreglaba una casaca vieja de éste, dejándosela bien larga para que fuese crecedera; su madre le peinaba cuidadosamente, recogiéndole el pelo en coleta, pero sin polvos todavía; y con su ancho sombrero de tres picos, sus calzones cortos, su chupa que no llegaba a los calzones, dejando ver algo de la camisa, sus calcetas arrugadas y sus zapatos de cabra sin hebillas, iba hecho un hombrecito, encantando a toda la oficina con su aire candoroso y su docilidad. Cuando entraba en la adolescencia, y a esto se añadía un sueldecillo de cuatro reales diarios, ya se vestía con ropa nueva; pero si no le arrastraban los faldones de la casaca, solían, por el contrario, hacerse cortos y las mangas harto estrechas porque la escasez de los fondos, menguados todavía con las sisas paternales, no permitía renovar con la necesaria frecuencia las prendas del vestuario. Pero una vez nombrado escribiente de número, y adquirida de este modo la investidura de verdadero empleado, ya era preciso presentarse con los requisitos de tal, y desde entonces, procurando imitar a los petimetres de la época, se colgaba el espadín, se clavaba sus hebillas, añadía chorrera a la camisa, vuelos a los puños, y lucía su brillante botonadura de acero sobre el rico paño de Guadalajara; este equipaje, sin embargo, no llegaba a su complemento sino cuando era ya oficial; y andando el tiempo, tomada posesión de los grados altos, se usaba la vicuña, el terciopelo rizado, el encaje en vuelos y chorrera, y la ancha bolsa en el peluquín muy empolvado. Así, al aspecto exterior de un oficinista podía decirse desde luego sin más información el puesto que ocupaba, y las madres calculaban si había llegado ya el punto en que era un novio conveniente para la niña.

Pero veamos a este tipo primordial de nuestros empleados en las dos situaciones de su monótona vida: en la oficina y en el interior doméstico.

El empleado antiguo era más matinal que el moderno. A las nueve ya estaba andando para su oficina; llegaba, abría la papelera con calma, aquella papelera modelo donde todo estaba colocado en un orden admirable, ostentando los legajos su perfecta simetría, sin que ningún pliego se atreviese a interrumpir la recta alineación con sus hermanos, comprimidos todos en amarillentas carpetas mediante el encarnado balduque artísticamente enlazado, y a la vista el correspondiente rótulo en hermosa letra bastardilla. Sacados que eran los papeles, colocados cada cual en el lugar oportuno, cortadas las plumas y dispuesto el tinglado de forma que anunciase la presencia del dueño, echada una ojeada a la Gaceta, que, por fortuna, era corta y no diaria, principiábanse los trabajos por la indispensable tarea del cigarro. El cigarro en las oficinas sirve para dos cosas: para dejar de trabajar y para armar conversación. Formábase, pues, el corro; y como entonces la política no preocupaba los ánimos, se hablaba de la última corrida, de la caída de Costillares, de la estocada de Pedro Romero, o bien del admirable paso del puñal hecho por la Rita Luna en La esclava del Negroponto. No faltaba algún gastrónomo que daba noticia de dónde se vendían los mejores jamones de Candelario, o a qué punto habían llegado los más frescos besugos; y en tan sabrosa conversación daban las once, hora en que se tomaba el refrigerio (que de la puntualidad con que entonces se servía ha conservado este nombre). Reconfortado el estómago, hallábase por fin un hombre «en disposición de entregarse al trabajo, y de emprender la lectura de un expediente, formar un extracto o redactar algún informe, hecho todo con pausa, circunspección y esmero. En aquellas caras no se veía la agitación del que anhela despachar pronto, ni la contracción del pensador profundo, ni la animación del que engendra en su cabeza un pensamiento grande; todo era serenidad, cachaza, imperturbabilidad, como quien trabaja por rutina, siguiendo el camino trillado, y sin dársele un pito de acabar hoy o mañana. En esto daba la una; de repente las plumas todas se paraban donde las hallaba la campanada; echábanse polvos, se recogía, oyéndose un ruido de papeleras a manera de fuego graneado, y tomando cada cual capa y sombrero, con un «hasta mañana, caballeros» se despedía la gente. ¡Oh vida feliz aquella! ¡A la una cesaba el trabajo!... ¡Cuánto han variado los tiempos! ¿Qué dirían aquellos benditos y patriarcales oficinistas si alzasen ahora la cabeza y viesen a sus sucesores salir a las cinco de la tarde? ¿Y qué si hubiesen alcanzado la diabólica invención de volver a la oficina por las noches? Pero no os asustéis, venerables sombras de la antigua burocracia española: no es tan fiero el león como le pintan. Si ahora salimos a las cinco, también vamos a las dos, o no vamos que es lo más fijo; si ahora volvemos por las noches, el daño es para las pobres luces, que arden sin duda para las ánimas. Hoy día hay largos y eternos periódicos, novelas de Jorge Sand, discusiones políticas; todo esto ocupa y hace pasar agradablemente las eternas horas, cuando uno es tan concienzudo que sacrifica el teatro o el liceo a la material presencia en la oficina.

A la una, pues, volvía el empleado a su hogar; desaparecía el hombre público, y hasta las nueve del día siguiente, si no era domingo, fiesta de guardar o día feriado, es decir, la mitad del año, quedaba reducido a caballero particular, tan dueño de su persona como el más ocioso mayorazgo. Comía con calma, echábase a dormir la siesta, salía a dar un paseo, volvía al anochecer a tomar su chocolate o le tomaba en casa ajena, iba a su tertulia, y a las diez ya estaba recogido para entregarse al sueño después de una parca cena. Ese sueño no era turbado por visiones horribles de revolución y trastorno; la idea de su destitución no le atormentaba; hallábase aún por inventar la palabra cesante, torcedor continuo del empleado moderno, y si acaso se trasladaba su imaginación al porvenir, era solo para contar los años o enumerar los achaques de los que le precedían en la escala, extendiéndose todo su encono a desear que los jubilasen.

Si el sueldo no era grande, pagábase, al menos, puntualmente, y había gajes, regalos y obvenciones; no hablemos de manos puercas; éstas son de todos tiempos. La casa del empleado era por Navidad una colmena. ¿Qué pretendiente no hacía su obsequio al oficial de la mesa? ¿Qué agente no mandaba a los jefes un mozo cargado con frutas de la época? ¿Qué intendente, qué cabildo, qué Ayuntamiento dejaba de cumplir con los covachuelistas influyentes? ¡Oh, España era entonces un país de Jauja para los empleados! Ahora han desaparecido los regalos, aunque suelen subsistir en las cuentas de los agentes, y es, en verdad, calamitosa la poca generosidad de los que solicitan.

Aún había más. Pocos empleados eran los que no acumulaban a su empleo una administración de fincas, otro destino en casa de algún grande, o que, por lo menos, no aumentasen su escaso peculio con los productos de copias, arreglo de papeles o liquidaciones de cuentas, y si a esta nueva ocupación querían añadir la respetabilidad, se hacían nombrar síndicos o de alguna cofradía, cuyo pendón llevaban en la procesión del Corpus, o bien pedían en las calles para el pecado mortal, entonando con voz sonora sus agudas saetillas.

¿Y qué diremos del alto empleado del oficial de covachuela? ¿Le pintaremos con su uniforme, yendo tarde a la secretaría, no para trabajar, sino para presentarse al ministro y despachar con él, no ensuciándose nunca los dedos con la tinta de su escribanía de plata ni con el polvo de su papelera forrada de tafilete, teniendo un escribiente que le hacía el trabajo, respondiendo al humilde pretendiente con desdeñosos monosílabos, citando a su casa al agente de Indias que se insinuaba cual conviene, y corriendo en seguida a hacer su corte al ídolo de la época, de quien esperaba conseguir una plaza de camarista o ser nombrado asistente de Sevilla? Pero el espacio nos falta para tanto, y tenemos que venir a los tiempos modernos, tiempos calamitosos en que los españoles hubieran renunciado a la empleomanía sin los gratos antecedentes que ha dejado, y si no fuese una plaga incurable en esta patria favorecida del cielo.

No sé si el hambre habrá dejado todavía vivo a algún empleado del tiempo de Carlos IV. Si este fenómeno existe, él podrá decir las revoluciones que su clase ha padecido desde entonces, y cómo ha variado hasta el aspecto exterior del oficinista, que tampoco el oficinista está libre del imperio de la moda, aunque, por motivos independientes de su voluntad, suele seguirla de lejos. Este venerable y escuálido resto de la antigua burocracia diría cómo se apartó del costado el espadín, reemplazado hoy con el sable de miliciano; cómo se abandonaron las casacas redondas para sustituirlas con el frac y la levita; cómo el calzón corto, que resistió más tiempo, se alargó, en fin, hasta caer en pantalón sobre el tobillo, y cómo perecieron los peluquines, cayeron las coletas, y las calvas se cubrieron trayéndose hacia adelante el pelo de atrás que ondeaba a veces en guisa de penacho, a pesar del artístico batido. Tal ha sido, en fin, la revolución, que hoy ya se ven empleados con trabillas, guantes amarillos, cabello largo y rizado... y hasta con barbas: con barbas, sí, que hubieran horrorizado a su antecesores y fueran suficientes a ocasionar su destitución en un tiempo en que esta ominosa palabra sólo se encontraba por lujo en el diccionario de la lengua castellana.

Pero, ¿qué ha de suceder, si todo ha variado a tal punto, que una oficina, símbolo antes de la paz y suavidad de costumbres, ofrece ahora el aspecto de un cuartel lleno de uniformes, armas e insignias militares; si en vez de las palabras expediente, legajo, extracto, minuta, orden, sólo se oyen las de batallón, compañía, fusil, guardia, formación y ejercicio; si a la palabra señor mayor han sustituido los subalternos las de mi capitán, mi comandante? ¿Nos hemos vuelto todos guerreros? Sí; porque los destinos no se consiguen ahora por escala, ni a fuerza de años de servicios, como antiguamente, sino que se asaltan, se ganan en buena o mala lid y se quitan al que los tiene para colocarse uno en ellos. Este es un nuevo método que hemos inventado, mucho más expedito y cómodo, porque en estos tiempos de máquinas de vapor queremos también carreras al vapor que en un periquete nos alcen a los cuernos de la luna.

Con efecto, ya no existe el meritorio, aquel tiempo tierno y cándido novicio que, con la leche en los labios, iba a aprender el oficio al lado de su padre. ¿Dónde hay paciencia ahora para esperar seis u ocho años hasta obtener una miserable plaza de escribiente? La táctica es otra. ¿Se halla usted sin oficio ni beneficio? ¿Aspira a una placita en rentas o en un Gobierno político? ¿No es usted, en fin, más que un pretendiente de escalera abajo? Pues se mete usted miliciano, alborota y chilla en su compañía, se hace nombrar sargento, la echa de patriota, arma alguna bullanga, se luce en un pronunciamiento, y mal ha de andar la cosa para que al fin no se calce (esta es voz nuevamente inventada para significar que se ha alcanzado un destino). ¿Tiene usted más ambición? ¿Apetece una intendencia, una jefatura política, una magistratura, un Ministerio? ¡Oh! Entonces, según la categoría del destino, adelanta usted más en la milicia, se hace capitán o comandante, se cuela en un Ayuntamiento, se ingiere en una Diputación provincial, se arroja a la tribuna parlamentaria, o bien se constituye miembro de alguna junta revolucionaria, y ya no necesita más; por poco que se mueva, que charle, que farolee, o que, según convenga, haga la oposición o apoye al Ministerio, no hay falencia: a los dos meses, cate usted a Periquito hecho fraile; y el que no ha mucho era paseante en corte manda a toda una provincia, dirige un vasto ramo de la administración; en una palabra, tiene cuarenta o cincuenta mil reales de sueldo, que es el problema que había de resolver.

Pero, ¡oh vanidad de las vanidades humanas! Apenas se ha llegado al suspirado término, apenas se ha satisfecho la ambición o se ha matado al hambre que mataba, cuando se entra en un mar tempestuoso, en un piélago de inquietudes, en fin, en una vida de perros. Y no porque abrume el trabajo: gracias a Dios, esto es lo que da menos cuidado, lo que menos ocupa; pero el monstruo de la cesantía se le pone a uno delante con faz torva y desabrida, le sigue a todas partes, le acosa en los paseos, envenena las comidas, altera el sueño, y haría caer la pluma de las manos, si alguna vez la pluma se cogiese. Ved al empleado sentado en su silla, delante de su papelera, no aquella papelera antigua, modelo de orden y simetría, sino revuelta, desarreglada, confusa, símbolo de la época y del alma de su dueño: ved, decimos, al empleado, inmóvil, aunque la procesión anda por dentro, pálido, mirar sombrío, meditabundo. Cualquiera dirá que piensa en los negocios que le están encomendados, que se hilvana los sesos por despacharlos con acierto; nada de eso: piensa en su destino, en el tiempo que le tiene, en el tiempo que le durará, en los medios de conservarle. Calcula, lee los papeles que tiene delante, que no son expedientes, sino periódicos; repasa los sucesos del día, procura adivinar los de la mañana; desearía tener al lado una sibila (si es que sabe lo que es una sibila) que le descorriese el velo del porvenir; se afana por averiguar de qué lado ha de soplar el viento. ¿Triunfará la oposición? ¿Vencerá el Ministerio? ¿Habrá mudanza, crisis? ¿Conviene ser todavía fiel, o es tiempo ya de virar de bordo y pasarse a los contrarios? Dispuestos estamos a una defección; pero ¿ha llegado la hora de la defección? ¡Terrible problema! ¿Quién le resolverá? Se levanta; va a charlar por lo bajo con otro camarada que se halla en la misma disposición de ánimo.

-¿Qué hay?

-Hombre, esto se pone de mala data.

-¿Habrá mudanza?

-Peor.

-¿Pues qué?

-Pronunciamiento.

-¿Qué dice usted?

-Está reunido el consejo: la sesión de mañana será borrascosa.

-¿Qué haremos?

-Estemos a ver venir.

-¡Válgame Dios! ¡Qué situación!

-No, pues yo... esto de quedarme apeado...

-Deje usted. Conozco... Sobre todo, ¿no es usted de aquello?

-Sí; pero hace tiempo que no he asistido.

-¿Quién diablos deja eso? Esta noche es preciso que usted venga.

-Sin falta, sí; veremos de qué se trata; allí se sabrá algo, se tomará un partido.

-Cualquiera, con tal de tenernos firmes.

-Yo por mí no me importa que me quiten de aquí... como me lleven a otra parte mejor.

-¡Toma! Entonces no tenemos caso.

Dicho esto, se amontonan los papeles, se arrojan barajados dentro de la taquilla, se cierra, se toma sombrero y bastón, se lanza uno a la calle, se va a la Puerta de Sol, luego por la tarde al café, se charla, se patriotiza; llega la noche, se acude a aquella parte, los cofrades echan cuatro arengas, se alborota el cotarro, se toma una resolución enérgica, y cada uno sale a ocupar el puesto que le ha sido señalado. Hay bullanga: se grita a favor del que vence, se brama contra el vencido, se aprovecha la ocasión, y si es posible, se sube un escaloncito.

¡Vida de tribulaciones y amarguras! ¡Y si a todo esto se comiese! Pero las pagas van atrasadas: nos deben ya treinta meses; el tesoro está exhausto; no se habla siquiera de una nueva distribución; el ministro de Hacienda es un hombre sin entrañas. El ciudadano empleado va a su casa, y encuentra que aquel día no se ha encendido lumbre, y que el casero ha estado por la mañana a reclamarlos alquileres de seis meses, y que el sastre apura para el pago de la única levita que tiene. ¡Pagar la levita cuando ya está raída, cuando los ojales se niegan al servicio, servicio necesario para ocultar el mal estado de la camisa! ¡Y para esto ha de haber andado en seis pronunciamientos! ¡Y esto se saca de haber mudado otras tantas veces de partido! ¡Más le valiera haberse quedado en la antigua oscuridad!

Pero, ¿qué es esto? ¡Han pasado sólo seis meses, y al mismo hombre, tan tronado antes, le veo ahora hecho un milord, vestido con la mayor elegancia, habitando una casa magníficamente alhajada, teniendo en su bombé al que no ha mucho se paseaba con él, oyéndole el triste relato de sus miserias! ¿Cómo se ha verificado tan extraña mudanza? ¿Ha heredado? ¿Ha contraído el Estado algún empréstito y paga ya corriente? No, señor; no se le ha muerto ningún pariente millonario; la nación está cada día más pobre y más atrasada. Pues, ¿qué milagro es este? Recóndito misterio que no nos incumbe profundizar; bástenos dejar consignado como única cosa que hace a nuestro propósito, que el empleado de hogaño está destinado, o bien a pasar miserias y penalidades, o bien a escandalizar con su repentina fortuna. Sobre todo, aconsejaremos, y no diremos por qué, a los que quieran ser empleados de provecho, que dejen la Corte y se vayan a una provincia. Lo que hay que ser es empleado de provincia, y si es posible, en alguna aduana. No deslumbre el oropel de la Corte, que sólo procura indigencia; en la provincia se halla lo positivo, y seis reales de sueldo en ella dan más de sí que sesenta mil en el Tribunal Supremo de Justicia.

Diré más: aun ese oropel que antes existía, y que satisfacía la vanidad, ha desaparecido. Y si no, trasladaos a una audiencia. Antes salía el oficial de la mesa a darla muy finchado, con uniforme bordado de oro, la mano derecha metida en el pecho y el brazo izquierdo apoyado en la espalda. Su mirar erguido se dignaba apenas caer sobre el trémulo pretendiente que se acercaba con el sombrero en la mano, inclinándose hasta el suelo y atreviéndose apenas a preguntar con voz desmayada acerca del estado de su expediente. Ahora ha variado. la posición: el oficial parece ser el pretendiente, y éste el que da la audiencia. Aquél, vestido con sencillez, toma una actitud humilde a fuerza de querer mostrarse amable; él es el que se encorva, mientras el otro se yergue; la sonrisa afectada del empleado contrasta con el ceño adusto del solicitante; su voz meliflua apenas se oye apagada por el eco imperioso de la del peticionario que, vestido de miliciano, con enormes barbas, retorcido bigote y facha de patriota crudo, se olvida tal vez de quitarse el chacó y acaricia con áspera mano, en aire de amenaza, el puño de su sable.

Pero lo que hay que ver es una secretaría del despacho en día que se muda el ministro. ¡Qué semblantes tan largos y macilentos! ¡Qué miradas tan inquietas! ¡Qué afán, qué desasosiego! Las mesas están abandonadas, los expedientes amontonados sin despachar; en todas las piezas, corros y conversaciones misteriosas. ¡Qué ir y venir! ¡Qué informarse! ¡Qué hablar de las cualidades y de los antecedentes favorables o contrarios del nuevo jefe! De repente, viene un portero: «Señores, que se sirvan usías pasar a la subsecretaría.» Este es el momento de la presentación; todos acuden cabizbajos, se reúnen, y con el subsecretario al frente, pasan al despacho de S. E., colocándose en círculo y observando con inquietud el semblante del árbitro de sus destinos, con el fin de adivinar en sus ojos la suerte que les espera. Pero el taimado, con una sonrisita nacida, más bien que de afabilidad, del contento de su reciente elevación, los desorienta y los recibe afectuoso, maravillándose tal vez de la numerosa grey que tiene a sus órdenes, y habiendo ministro que en semejante ocasión ha exclamado con estúpida candidez: «¡Oh!, ¡oh!, parece esto una comunidad!» Oye el balbuciente cumplido que le dirige el subsecretario en nombre de sus subordinados, y en seguida responde que se ha visto precisado a aceptar aquel puesto, que se sacrifica al bien público, y que sólo la cooperación, las luces de los que están presentes podrán sacarle airoso del arduo empeño y ayudarle a llevar la pesada carga que han arrojado sobre sus débiles hombros. «Espero -dice (son palabras históricas) que con los brazos unísonos me ayudarán ustedes a tirar del carro.» En seguida le hacen todos una profunda cortesía, y la comunidad se larga silenciosa por la puerta, quedando el ministro ocupado en nombrar a otros para tirar del carro, y los oficiales haciendo comentarios sobre la entrevista, hasta que reciben la orden de irse con la música a otra parte.

¡Irse con la música a otra parte! ¡Caer en el inmenso panteón de los cesantes! Triste suerte; pero suerte infalible de todo empleado moderno. El empleo no es más que un pasadizo que lleva desde la nada a la cesantía, es decir, a otra nada peor que la anterior, por estar llena de recuerdos y de esperanzas burladas; burladas, digo, pero no perdidas, porque el cesante siempre espera. Puesta la vista en el destino que ha dejado, aguarda una nueva revolución que le reintegre en su prístino resplendor, para perderle de nuevo y recobrarle otra vez y otras veinte en el espacio de pocos años. Como los arcaduces de una noria, los empleados actuales suben y bajan alternativamente, y se sumergen, y vuelven a aparecer, y están llenos unas veces, y otras vacíos, y nunca quietos, porque la rueda a que van atadoslos arrastra en su incesante movimiento; y como los mismos arcaduces, sólo sirven todos para agotar el manantial por donde pasan, es decir, la nación, a la cual, ya en activo servicio, ya cesantes, arruinan y sirven poco. Agentes, más bien que del Gobierno, de la revolución, ellos y los aspirantes a serlo son los que alimentan nuestras revueltas y nos tienen en perpetua alarma. Antiguamente, al menos, si trabajaban poco, hacían mucho más y no eran tantos; y sobre todo, pacíficos y morigerados, servían con fidelidad y no armaban trastornos. Ahora... Pero basta, basta; ya es tiempo de acabar, que harto he dicho y harto he murmurado de mis carísimos compañeros; pues, por si lo ignora el benévolo lector, yo también he sido tres o cuatro veces empleado y cesante, y soy esto último ahora, y mientras escribo este artículo, estoy pensando en cuándo volveré a las ollas de Egipto, aguardando, como tantos, que haya una nueva revolución o que suba al Ministerio un amigo que bien me quiera. Por desgracia del país, lo primero es más fácil que lo segundo.