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Antología del Centenario : estudio documentado de la literatura mexicana durante el primer siglo de Independencia (1800-1821). Estudio preliminar

Luis G. Urbina





El día nueve de Diciembre del año de 1803, la capital de Nueva España renovaba el suntuoso espectáculo de una solemne ceremonia pública: el descubrimiento de la estatua ecuestre del rey Don Carlos IV, erigida, sobre firme y elegante pedestal, en la Plaza de Armas. Ya en el siglo anterior, en 1796, la adulación medrosa del Marqués de Branciforte, que quiso congraciarse con el Soberano y hacerse perdonar sus turbias relaciones con el favorito Godoy, se había apresurado a colocar, en el mismo sitio, una escultura provisional, de estuco dorado, mientras duraba la obra magna de la fundición, limadura y cincelado del hermoso modelo con que el artista valenciano Don Manuel Tolsá perpetuó, revistiéndola de la augusta indumentaria de los emperadores romanos, la innoble figura del monarca español. Más de un año duraron las arduas operaciones, que requerían diversos artífices, y en las que Don Manuel Tolsá hizo «las funciones de escultor, vaciador, fundidor é ingeniero», con sorpresa, admiración y entusiasmo de los habitantes de México. Por fin, aquel día azul y claro, bajo los ardores de nuestro sol americano que, aun en los meses del invierno, tiene alegrías primaverales, después de la solemne misa de gracias que se celebró en la Catedral, por ser día de cumpleaños de la Reina María Luisa, de vuelta al Real Palacio el Excelentísimo señor Virrey Don José de Iturrigaray, acompañado de la Real Audiencia y demás tribunales, de otros cuerpos ilustres y de la Nobleza, que con tan glorioso motivo concurrió al besamanos; asomados a los balcones todos los personajes de la comitiva, y, además, la Excelentísima señora Virreina Doña María Inés de Jáuregui y el Ilustrísimo señor Arzobispo Don Francisco Xavier de Lizana, en medio de un repique general de campanas, sobre el mar de cabezas que; propia de un grupo nacido de la sangre y el alma de España, en un medio sui generis físico y social; ambos influyeron sobre la evolución de ese grupo: el primero, por el simple hecho de obligarlo a adaptarse a condiciones biológicas, bastante, si no absolutamente, distintas de la ambiencia peninsular; y el otro, el social, la familia terrígena, transformándolo por la compenetración étnica, lenta pero segura, de que provino la familia mexicana. Es verdad que a su vez el grupo indígena fue transformado: admirablemente adaptado al medio en que se había desenvuelto, había adquirido un núcleo social que estaba en plena actividad en la época de la conquista. Esta, al mismo tiempo que la proporcionó, con nuevos medios de subsistencia, comunicación y cultura moral e intelectual, la facultad de ensanchar esa actividad indefinidamente, lo sumergió de golpe en una pasividad absoluta, sistemáticamente mantenida durante tres siglos, y que se extendió poco a poco a toda la sociedad nueva.

«La evolución española, cuya última expresión fueron las nacionalidades hispano-americanas, no tuvo por objeto consciente (a pesar de que este debe ser el de toda colonización bien atendida, y todo menos eso fue la dominación española en América) la creación de personalidades nacionales que acabaran por bastarse a sí mismas; al contrario, por medio del aislamiento interior (entre el español y el indio, abandonado a la servidumbre rural y a la religión, que fue pronto una superstición pura en su espíritu atrofiado), aislamiento concéntrico con el exterior, entre la Nueva España y el mundo español, trató de impedir que el agrupamiento que se organizaba y crecía, por indeclinable ley, en la América conquistada, llegara a ser dueño de sí mismo.

«Pero la energía de la raza española era tal que el fenómeno se verificó, y al cabo de tres siglos, gracias a que la comunicación se había verificado, como un fenómeno osmótico, entre los grupos en el interior y las ideas en el exterior, se encontró España con que había engendrado Españas americanas, que podían vivir por sí solas, lo que ella se esforzó en impedir por medio de una lucha insensata...»

Por lo que toca a los hechos y aspectos puramente literarios de este lapso de veinte años que he venido analizando, creo que todos ellos pueden reducirse a dos fórmulas:

1ª. La literatura mexicana, desde 1800 hasta 1810, conservó su fisonomía neta y absolutamente española; puede afirmarse que no fue otra cosa que una rama o prolongación de la literatura hispana del siglo XVIII, con todos los caracteres de este período de decadencia: el culteranismo, el prosaísmo, unidos al atildamiento y artificio seudo-clásicos.

2ª. Las agitaciones sociales y políticas que desde 1810 hasta 1821 sufrió la Colonia alteraron las formas literarias, creando la literatura política, y dando entonación heroica a la poesía lírica, siempre con la indispensable y natural dependencia y sujeción de los modelos españoles. En las ideas y en las expresiones que se transformaron, se nota ya la influencia de la literatura francesa; pero esa influencia no es directa, sino que nos llega por medio de nuestro contacto con el alma española, la cual sufre en aquella época la sugestión y la fascinación del pensamiento francés. Nótase también una marcada tendencia, por parte de algunos escritores, a dar carácter, personalidad y peculiaridad a la literatura novo-hispana; a copiar y a reproducir fielmente nuestro medio físico, moral y social, y a hacer entrar en la prosa, y aún en el verso, giros y modismos populares. Esta tendencia, iniciada ya de tiempo atrás, adquiere fuerza y desarrollo durante la guerra insurgente, y tiene por origen la necesidad de hablar al pueblo, en su lengua y con su espíritu, de cosas que necesariamente debía comprender y saber, para animarlo a entrar, como primer factor, en la lucha por su libertad. De allí, la aparición del escritor que personifica este impulso: El Pensador Mexicano.

Cuando México se sintió libre, cuando tuvo la conciencia de su soberanía, pasado el primer instante de goce arrebatado y sublime, empezó desde luego a tratar de constituirse en un sólido organismo en marcha progresiva. Y en esa tarea tuvo que recurrir inmediatamente a dos nuevas formas literarias, de que hablaré al comenzar el estudio de la época siguiente; a saber: el periodismo de doctrina; la oratoria parlamentaria.

Julio de 1910.





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