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Antología

Mariano Baquero Goyanes





«Más ha menester la República que su Príncipe tenga la perfección en la mente, que en la frente: si bien es gran ornamento que en él se hallen juntas la una y la otra, como se hallan en la palma lo gentil de su tronco y lo hermoso de sus ramos con lo sabroso de su fruto y con otras nobles cualidades, siendo árbol tan útil a los hombres que en él notaron los Babilonios (como refiere Plutarco) trescientas y sesenta virtudes. Por ellas se entiende aquel requiebro del Esposo: "Tu estatura es semejante a la palma", en que no quiso alabar solamente la gallardía del cuerpo, sino también las calidades del ánimo, comprehendidas en la palma, símbolo de la justicia por el equilibrio de sus hojas, y de la fortaleza por la constancia de sus ramos que se levantan con el peso; y jeroglífico también de las Vitorias, siendo la corona deste árbol común a todos los juegos y contiendas sagradas de los antiguos. No mereció este honor el ciprés, aunque con tanta gallardía, conservando su verdor, se levanta al cielo en forma de obelisco, porque es vana aquella hermosura, sin virtud que la adorne, antes en nacer es tardo, en su fruto vano, en sus hojas amargo, en su olor violento, y su sombra pesada».«Empezaron a andar y llegaron a un ciprés. Dijo éste mismo:
-Éste es el árbol más dichoso que hay en el mundo porque no tiene cosa buena, y siempre le tienen estimado y regulado dondequiera que la urbana riqueza cría y regala plantas. Él no lleva flor ni fruto ni pompa ni hermosura ni aun sombra. Él es un verdadero jeroglífico de que las dichas no están donde se merecen.
-Muchas veces -dijo el anciano- pensamos eso de los dichosos, y suele haber en ellos méritos invisibles. Los cipreses son los predicadores de los jardines. Los jardines son unas oficinas donde se rehace la vida. Allí son menester señas de la muerte. El ciprés es verdadera imagen de un difunto, parece amortajado en pie. Su inutilidad aviva la imagen. Luego, es árbol que no reverdece si una vez se seca. No hay tan fiel retrato de la vida humana.
Fuera de esto, era señal de entierro, y no entierro cualquiera, sino entierro noble. Sobre el sepulcro de Ciprisa, adorada hija de Borea, rey de los celtas, le hizo plantar su padre. De su madera se hacían urnas para los huesos nobles. Los jardines siempre son posesiones de poderosos, y el ciprés les está acordando en aquel sitio donde ellos renuevan la vida, se cría la madera de que se hacen las arcas de la muerte.
-Ahora digo -dijo el que le había hecho la acusación- que el ciprés es árbol que lleva el mejor fruto, pues lleva el mejor aviso».
Diego de Saavedra Fajardo (1584-1648)
ELOGIO DE LA PALMERA
Y MENOSPRECIO DEL CIPRÉS

(De la Idea de un Príncipe
Político Christiano
, 1640, Empresa 3.ª)
Juan de Zabaleta (1610?-1670?)
ELOGIO DEL CIPRÉS
Y DESENGAÑO DEL JARDÍN

(De El día de Fiesta por la tarde, 1660)



Si hoy volvemos a traer a las páginas de MONTEAGUDO el conocido elogio de la palmera, de Saavedra Fajardo, es para contrastarlo, ahora, con un texto de otro escritor español del siglo XVII, el madrileño Juan de Zabaleta.

Creo que la concentración es legítima y aunque, dada la índole de estas páginas, no quepa aquí apurarla ni estudiarla en todos sus aspectos, algo cabe apuntar, sin embargo.

Los dos textos son plenamente barrocos, por su lenguaje y su tema, si bien su sentido como tales sólo se puede percibir plenamente, no desfijados del contesto, como aquí se hace, sino vistos en el conjunto general de las respectivas obras de los dos autores, las Empresas de Saavedra, y El día de Fiesta por la tarde, de Zabaleta.

En una y otra obra, el tema del ciprés está ligado a un propósito ético, moralizador. Si en el texto de Saavedra Fajardo el ciprés queda rebajado, es por contraste con los elogios dedicados a la palmera, símbolo ésta de cómo ha de ser el Príncipe: «¿Qué importa que el Príncipe sea dispuesto y hermoso si solamente satisfaze a los ojos y no al govierno?», pregunta en seguida, Saavedra.

La tradicional y clásica conjugación de belleza y utilidad es, en definitiva, el esquema o tópico que subyace tras el elogio de la palmera. Saavedra Fajardo, viajero por la agitada Europa seiscentista, parece llevar siempre en su mirada el recuerdo de su tierra natal, del luminoso horizonte murciano sobre el que se recorta, ahora, en la nítida evocación, el perfil esbelto y gallardo de la palmera.

Pero ésta es algo más que una clave de ese legítimo terruñerismo de Saavedra, que no merma en él su talante de hombre europeo. Es también esta palmera un símbolo plástico de cuáles han de ser las condiciones del Príncipe. Si algún árbol había de encarnarlas, el escritor, de acuerdo con el sistema alegórico de sus Empresas, se decide por aquél que su mirada murciana le trae al recuerdo: la palmera característica de su paisaje natal.

Y si de ésta salta Saavedra al ciprés para rebajarlo con una serie de adjetivos peyorativos -«es vana aquella hermosura», «antes de nacer es tardo, en su fruto vano, en sus hojas amargo, en su olor violento, y su sombra pesada»- es porque el ciprés participa de algunas características semejantes a las de la palmera -elevación, gallardía, verticalidad-, pero no de sus virtudes, numeradas en trescientas sesenta por los Babilonios, según recuerda Saavedra, a través de Plutarco.

El texto de Zabaleta pertenece al capítulo V, El jardín, de El día de Fiesta por la tarde. Unos jóvenes dialogan con un anciano, y ante las palabras que uno de ellos dice de un ciprés -muy próximas, en la intención vejatoria, en el reproche, a las de Saavedra-, el anciano canta las virtudes simbolizadas en el tan denostado árbol. No hay que pensar, naturalmente, en una deliberada y concreta réplica a Saavedra. La defensa del ciprés que Zabaleta pone en boca de su anciano personaje, va enderezada, en general, a todos aquéllos que valoran la existencia por sus lados amables, brillantes, halagüeños. Si el ciprés -desde la perspectiva del joven- «no tiene cosa buena», es porque «no lleva flor ni fruto ni pompa ni hermosura ni aun sombra».

Se trata de una perspectiva sensual, y por tanto, pecaminosa, según el austero sentir de Zabaleta, cuyas dos partes de El día de Fiesta constituyen una especie de rigurosa y enérgica meditación ascética, bajo capa costumbrista y novelesca. Tal perspectiva sensual merece en seguida la réplica de un personaje al que se pinta anciano, para que así su lección de desengaño y despego de las efímeras pompas terrenales tenga el prestigioso soporte de la experiencia. Adviértase además que si el reproche juvenil contra el ciprés suscita la réplica del anciano -la del puritano Zabaleta- es porque lleva implícito un ademán o gesto de envidia, esa envidia, que provoca la no merecida dicha del ciprés, «estimado y regando», pese a no dar nada entre tantos árboles y plantas como componen el jardín.

Y si la palmera merecía elogios de Saavedra por su utilidad, al dar frutos y palmas, valoradas éstas como símbolos de la justicia, la fortaleza y las humanas victorias -honor que no merece el ciprés-; Zabaleta nos hace ver ahora que de la madera del triste y despreciado árbol «se hacen las arcas de la muerte» parecen quedar. De esta manera enfrentadas las vanidades humanas -significadas en la palma como premio al triunfador del combate o del juego-, con la inesquivable realidad de la muerte, junto a la que nada significan, por fugaces, tales vanidades.

El proceso de humanización que tantas veces afecta, en la poesía barroca, a la rosa, identificada con la belleza femenina, es el que permite crear a Zabaleta ese impresionante emblema del ciprés como «imagen de un difunto» «amortajado en pie».

En el jardín barroco, en ese tan repetido decorado sobre el que, en comedias y en novelas, se mueven tantas intrigas, se tejen tantos lances se leen tantos versos, Zabaleta erige un ciprés como advertencia, como «árbol que lleva el mejor fruto, pues lleva el mejor aviso». Un ciprés que actúa de melancólico contrapunto frente a la alegría y el color de las flores, tal como podemos encontrarlo en algunos de nuestros jardines murcianos.

El ascético hombre del Barroco busca -y encuentra- lecciones de desengaño por todas partes. Saavedra -no nos desoriente su sensual elogio e la palmera, hecho en función de la utilidad simbólica del árbol y suscitado por su nostalgia murciana- es uno de esos hombres, aunque su alante ascético no llegue a alcanzar, quizás, las proporciones del de Zabaleta, verdadero predicador sub specie novelesca, fustigador incansable de todo lo que sea mundanidad.

¡Qué distante el jardín-huerta de Polo de Medina, en Espinardo, reluciente de naranjos palpitante de encendidos aromas, de este otro jardín de Zabaleta hecho de severidad, presidido por el signo funeral del ciprés, emblema -empresa- de una constante meditación de la muerte! Del jardín como incitación al amor, a la danza y al canto -el jardín rococó de Moreto- puede pasarse, en la literatura barroca, a este otro jardín como memento de la muerte, en el que los cipreses actúan de «predicadores».

Sería interesante realizar una exploración por el atrayente mundo de la caracterización simbólica de flores, plantes y árboles en nuestra literatura. Desde el simbólico prado de Gonzalo de Berceo al ciprés de Silos, cantado por Gerardo Diego, pasando por la huerta de La Flecha transpasada de neoplatonismo y serenidad renacentista en la descripción de Fray Luis, y pasando por estos jardines barrocos tan cargados de resonancias, llegaríamos a los ruinosos y crepusculares jardines románticos o a la complicada jardinería del modernismo, o a los tan austeros paisajes de un Antonio Machado en los que álamos, robles y encinas severamente su castellana canción.





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