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Antonio Di Benedetto, el autor de la espera

Jorge Urien Berri

-¿Cuál fue su primera relación con la literatura?

Tenía doce años, aproximadamente, cuando un tío me traía a Buenos Aires. Estaba muchas horas solo en la habitación del hotel, y tenía dos entretenimientos. Me preocupan mis dedos tan cortos y me habían recomendado un ejercicio para estirarlos. Ahora puedo doblarlos, así, hasta tocar el dorso de la mano. Pero fue un mal consejo. Como puede ver, no crecieron. El otro entretenimiento era la lectura de la revista Leoplán, que publicaba, en entregas pero completas, obras como Crimen y castigo, de Dostoievski, y La guerra y la paz, de Tolstoi.

En Leoplán conocí también los cuentos de Horacio Quiroga, que aún vivía, y las obras de Pirandello, tan ricas, que consultaban tanto mis sentimientos por mi familia italiana y ese ambiente familiar en que me he desenvuelto y que a la larga es el que me ha dado la materia prima para la mayor parte de mi narrativa. Me gustaba en Pirandello el carácter dramático pero sin estruendos, intenso pero sin gran escándalo, esos grandes retratos familiares. Me sensibilizaba debido al afecto o a la vida hogareña que yo llevaba, con un padre muerto prematura y misteriosamente cuando yo tenía diez años. Más tarde sospeché que se había suicidado. Me acució la necesidad de comprobarlo, pero la familia nunca me ayudó con la verdad.

Periodismo y literatura

-Luego, siendo aún muy joven, llegó al periodismo.

Mi madre, que se ocupó tanto de nosotros, nos trasladó a mi hermana y a mí de Bermejo a la ciudad de Mendoza y nos hizo estudiar. Estaba en el colegio nacional, y mi debut en el periodismo fue casual, una cortesía de un editor de un pequeño periódico.

-Sí, se refiere a eso en la novela Sombras, nada más...

Creo que gran parte de lo que escribí es autobiográfico, aunque lo disimule para que no me descubran, para que no me acusen de torpezas reiterativas.

La primera etapa en el periodismo es siempre decisiva. En ese momento muchos se decepcionan. Y muchos también descubren por qué quisieron ser periodistas: para investigar, para relatar, para retratar, para escarbar, para descubrir, para exhibirse. Hay tantas variedades. Y también para demostrar qué bien que escribe uno. Además, uno vive en una ciudad y hay que mostrar que es un poquito distinto de los otros. Y ¿qué puede mostrar uno cuando es muy joven y aún va al colegio nacional? Algunos recortes de diarios. Pero eso hace que alguna vecinita puede fijarse en la existencia de uno.

-En este último sentido, ¿le dio resultado el periodismo?

No, porque siempre fui muy feo.

-Bueno, pero llegaría a subdirector de Los Andes, de Mendoza. En su primera etapa como periodista ¿ya escribía cuentos?

Sí, cuando me puse a escribir empezaron a salir los cuentos casi por generación espontánea, aunque ahora no me asomo a esos libros por miedo a avergonzarme. Tenía bastante facilidad, más que ahora. Me cuesta mucho pasar al papel lo que he pensado, el molde, la forma del cuento. Quizás porque uno empieza a darse cuenta plenamente de la importancia de la factura artística.

-Pero si hay algo que no falta en su obra es factura artística. Claro, habría que ver qué se entiende por factura artística. Inclusive, hay párrafos que podrían tildarse de esteticistas. Supongo que alguna vez lo han tildado de esteticista.

Lo veo con mis libros en la mano. ¿Usted cree que son estetizantes?

-No.

He tenido reiteradas acusaciones de que quizá me he ido lejos en el lenguaje o que me he vuelto difícil de entender, abstracto. Estos días, por razones bien comprensibles, releo a Molinari. No es un poeta fácil, pero no creo que haya muchos que lo acusen de estetizante. Siempre me preocupó escribir bien y con claridad.

-Tuve la impresión, al leerlo, de que esa prosa era producto de un trabajo titánico de corrección y perfeccionamiento.

Tomé la costumbre, al terminar un párrafo o una página, de releer en voz alta y si algo no suena bien busco otra palabra que convenga más a la sintonía o a la penetración en el espíritu del lector. Eso me determina a veces a crear párrafos o textos armónicos, no sonoros pero sí melodiosos y, en lo posible, sin disonancias. Soy también un asiduo frecuentador del diccionario. Pretendo que sea transmisible el sentir a través de la palabra. Me preocupa la prosa bella, no las frases gratuitas, sino las que representan o sugieren algo.

-¿Escribe con seguridad o el primer borrador es un tanteo, una búsqueda?

Primero estudio, cavilo, llevo conmigo al personaje. Por lo común, tengo listas las ideas y hasta las frases antes de escribir. El único tropiezo es que a veces lo pienso tanto y, como tengo mala memoria, me olvido en el momento de escribir.

-¿No hace anotaciones en una agenda?

No me resulta. Tengo mala letra y después no me entiendo.

La espera

-¿Cómo surgió la idea de Zama?

Cuando se me ocurrió este tema concebí que surgiría un libro titulado Espera en medio de la tierra. Pensaba que yo, o cualquier otro ser humano, podría quedarse solo, solo sobre una corteza terrestre vacía, sin otros hombres ni animales, sin vida; rodeado nada más que por objetos. Pensé en ese navegante solitario de la tierra. Pensé en sus situaciones, alternativas, peligros, apetencias y necesidades. Pero, ¿en qué lugar se puede estar solo en la tierra?, me preguntaba. En un desierto, pero eso era la más trivial. Pensé en un bosque, en una selva. Luego elegí el Paraguay colonial como lugar de acción, porque don Diego de Zama tenía educación y formación jurídica.

-La novela está dedicada «A las víctimas de la espera». Es interesante el planteo moral. Don Diego de Zama padece la necesidad sexual insatisfecha, penurias económicas, y también tiene la necesidad de rehabilitarse moralmente ante sí mismo, ante su mujer y ante la corona española. Sin embargo, en ese ambiente de soledad interior, Zama siempre está en situación de elegir, pero no elige y deja que las cosas ocurran, o elige mal y perjudica a otro. Hace el mal, a veces sin desearlo.

Sí, esa fue una de mis preocupaciones fundamentales al escribirlo, sin que excluya otras obras en que la preocupación moral también es evidente.

-Los sueños son importantes en Zama y en el resto de su obra. ¿Qué piensa de la teoría psicoanalítica de los sueños?

No la conozco. Quizás para que no me atormente. Pero, sí, los sueños son importantes en la vida de don Diego de Zama, son reguladores del comportamiento que él quiere tener. A veces lo llevan al bien, a veces a la maldad, a la iniquidad, a la gran cobardía. En Sombras, nada más... practico la transcripción de sueños. A veces lo digo expresamente: son sueños contados, pero muchos están trasladados a formas de cuentos y se incorporan a la novela sin confesar que se trata de cosa que soñé.

-¿Cuánto tiempo le llevó escribir Zama?

Creo que un verano. Había acumulado dos o tres períodos de vacaciones en Los Andes, y los aproveché. Tanto que recuerdo que escribía de día y de noche. Lo hice con tal seguridad de que estaba realizándome que, pese a mi mala memoria, muchas veces me encontré después repitiendo sin hablar páginas y páginas de la novela, porque la sentía y la había masticado mucho.

Polémica acerca del objetivismo

-¿Cómo fue la polémica acerca de la paternidad del objetivismo a que dio lugar su cuento «El abandono y la pasividad»?

Polémica no. Fue un episodio hacia el fin de mi época ordenada y apacible de hombre libre en la Argentina. Un periodista sugirió que fui uno de los autores del nouveau roman, llamada también «escuela de la mirada» o escuela de la mirada, y otro periodista sostuvo que no. Me consultaron, y respondí que conocía el nouveau roman porque había vivido becado en Francia en el setenta y tantos, en la época en que allí maduró esta teoría en términos novelísticos.

Pero también di otra explicación. Dije que el nouveau roman no me había capturado para militar en sus huestes, porque la mejor cualidad que le encontraba era la de producirme sueño. Agregué que lo consideraba más valioso a Ionesco y que me consideraba un deudor de su narrativa y de su teatro. Mi acreedor en materia literaria, después de Dostoievski y Pirandello, es Ionesco. Influyó en mí, sin conseguir que lo imite.

-¿Por qué influyó en usted?

Porque representa la absurdidad que es la suma potencia del que nos gobierna a todos los que estamos vivos. Conocí a Ionesco en un viaje en barco. Representó allí una comedia que inventó espontáneamente, anudándose una servilleta para imitar a un conejo. En ese vieja me leyó El rey se muere.

-Creí que la polémica fue con Robbe-Grillet.

Años después, una amiga que vivía en Francia le sopló a Robbe-Grillet que había un escritor argentino que era cultor del nouveau roman, pero que no era conocido porque no había traducciones. Luego lo conocí en Berlín en una reunión con motivo del cine. Dijo que me conocía de nombre, pero que quería conocer mi obra. Me citó en su habitación y le presenté Declinación y Ángel, que tenía la virtud de ser un texto bilingüe, en inglés castellano. No leía muy bien inglés, pero encontró un párrafo del tipo del nouveau roman. Agregó, con toda bondad, que no era un mérito, porque esas teorías se habían difundido mucho. Quizás era casualidad, dijo.

Le expliqué que algo así había ocurrido, porque de chico viví en un pueblo en cuyo cine se proyectaban películas mudas, y películas como La quimera de oro habrían influido en mí. También le dije que otra influencia en mi objetivismo fue una situación en un tren donde traté de interesarle a una mujer y especulé con gestos y miradas para que ella se fijara en mí. Fue un romance con la mirada, para excluir al probable marido que estaba allí. Pero no tuve influencias conscientes del nouveau roman.

La falla moral

-¿Escribe algo ahora?

No.

-¿Tiene alguna idea o proyecto?

Sí, tengo una idea, pero la trabajo mentalmente.

-¿Teme agotarse como escritor?

No tengo ese miedo porque creo que estoy agotado.

-Sin embargo, escribió en los momentos más difíciles. En la prisión usted escribía.

Claro que me rompían casi todo, me maltrataban porque escribía, destruían los papeles en las requisas y si encontraban algo, también destrozaban la poca ropa que teníamos. Escribía, quizá como ejercicio, y para hacerlo potable ante la requisa, le daba formas de cartas donde escribía: «Anoche soñé tal cosa». Ese «soñé tal cosa» era cuento, o un germen de cuento. Una vez por semana, o cada quince días, podía mandar una hojita o dos. Cuando salí de la Unidad 9 de La Plata, varias personas las habían reunido y aproveché ese material en algunos libros.

-Publicó Zama en 1956, con un argumento que tiene mucho de profético respecto de lo que pasó a partir del último golpe militar. La novela abunda en la pasividad y cobardía de don Diego de Zama, quien al final trata de reivindicarse integrando la expedición que sale en busca del bandolero. Pero este bandolero no va adelante, sino que forma parte de esa expedición. El mismo perseguidor era el bandolero, el bueno era malo.

Lo que dice me sugiere un par de ideas. Pero debo decirle primero que lo que sugirió esa marcha perseguido-perseguidor fue el cine mudo, como las películas de Chaplin.

En cuanto a la comparación, el otro día tropecé bajo la lluvia con una baldosa y me di un golpe severo. Pienso que el estado de las aceras de Buenos Aires representa la situación moral que se vivió. Fue tan cuantioso y dañino lo que se le hizo al país y a su gente, que el aspecto moral, a veces representado como el espíritu de algo o de alguien, justamente por ser puro espíritu, tenía que aflorar por alguna parte, como el gas. Y esos respiraderos son los múltiples agujeros que tiene la ciudad.

Pero la falla moral no fue solo de los militares, que fueron los agentes. La falla es también de la inmensa cantidad de gente que colaboró, ocultó o simuló no conocer.

-Sí, está la culpa por pasividad, y nuevamente recuerdo a don Diego de Zama.

La pasividad es el tronco de un árbol con muchas ramas y follaje. Algunas de las hojitas son la cobardía, la complicidad, el temor por sí mismo, por el prójimo, por la familia, temor de perder lo que se consiguió, temor de perder la vida. El primer ejercicio que se practicaba en la cárcel era buscar la confesión y delación del preso, jugando con su temor.

-¿Tiene algún tipo de fe religiosa?

Sí, con vados intransitables y quizás por pura decisión, o por pura frustración. Es tan miserable la vida que vivimos los humanos, tan insoportable aborrecida, que uno muchas veces piensa que no merece ser vivida. En esos momentos uno se siente en la vecindad más inmediata a la autoaniquilación.

-¿Se ha planteado el suicidio?

Como tema filosófico.

-¿Y como algo vital y probable?

Sí, me lo planteé imaginativamente. Es decir, siempre uno piensa que está procediendo mal por el solo hecho de vivir. Eso contamina y lo lleva a uno a malas acciones, perdonándose o tolerando el vivir en la putrefacción moral sin aletear para tomar vuelo. No, sigue apegándose a una vil tarea, a un miserable trabajo, a una miserable condición de vivir. De vivir ¿para qué? Eso se supera con el acto supremo. No digo que esté en trance de vivirlo, ni de aconsejarlo. Podría ser posible en algún momento, pero no se lo prometo a nadie. Además, siento que algo me atenaza, porque físicamente me siento invadido por una posesión destructora que me nace de adentro, es una especie de ahogo en el pecho que me hace pensar en la vecindad de la muerte que se viene pasito a paso, tan callando. Es un anuncio.

Los espejos

Uno se encuentra con una suerte de espejo, que Borges usaba mucho como símil. Uno se enfrenta consigo mismo, se ve en el espejo, se ve por dentro y comprende el odio de Borges por los espejos. Muchos sentimos ese odio. A partir de que uno se aplica el espejo a sí mismo, piensa en todos los demás como impelidos a mirarse en ese espejo donde se ven todas las deformaciones, toda la putrefacción. Entonces se descubre que no es solo uno el que está allí. Si mira fijamente -y aquí le empiezo a dar el tema de muchos de los libros que escribí- descubre que en ese espejo se reflejan muchos rostros. Y los reconoce. Muy a menudo son los de la propia familia, y se descubren los temas infinitos que da la contemplación de la propia familia: la maldad, la mezquindad, el orgullo, el necio orgullo. Todo está ahí, en ese espejo que por suerte se agota en su contenido en cuanto uno deja de mirarlo. Pero si después de tanto mirar recuerda algo, le puede salir una novela (ríe) o un cuento más o menos afortunado.

-Cuando escriba todo esto, los lectores no van a creer que usted también ha reído y bromeado.

La entrevista no habría resultado si no me hubiera divertido un poco.

-Usted vivió varios simulacros de fusilamiento. En el primero, ¿su «último pensamiento» fue para su obra? ¿Pensó que dejaba algo por lo que valía la pena haber vivido?

No le tengo tanta fe a la obra. No pienso que sea trascendente. Causó alguna impresión, por aleteos emocionales, porque como siempre el tema he sido yo, pero yo reflejado en otras personas, o lo que descubro en otras personas que tienen de mí. Los lectores habrán descubierto semejanzas entre lo que cuento y ellos.

En cuanto al fusilamiento, no pensé en la obra (ríe). Pensé que si la bala, en vez de darme en el cerebro acertaba en un ojo, se romperían las gafas y me destrozarían el rostro. A mi narcisismo le dolía pensar que podía quedar desfigurado. Quería envanecerme frente a la compostura que guardé en el momento de la muerte. Seguramente, no existió esa compostura, pero así lo vi. Y ya ve qué mal les salió la farsa a estos caballeros, que nunca han conseguido dejarme el alma extraviada ni una desesperación eterna por lo que hicieron. Ahora lo tomo a broma.

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