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Antonio Di Benedetto: La absurdidad encarnada. Y desagravio

Rodolfo Braceli

No hay caso, no puedo escribir sobre Antonio Di Benedetto, no puedo avanzar en la narración del conocimiento privilegiado que tuve, con él y sobre él, sin afrontar más pronto que tarde el peaje de un desagravio a dos mujeres que le entregaron lo mejor de sus vidas (y hasta la vida misma) en los años insoportables de su cárcel, de su exilio, de su retorno, de su agonía y de su muerte. Esas dos mujeres, tan cruelmente castigadas con la desmemoria, tan escandalosamente ninguneadas aún mientras vivían, tienen nombre y apellido: Adelma Petroni y Graciela Lucero. Enseguida me detendré en ellas.

Con denuedo, encarnizadamente, sometiendo a su vida a insomnio nocturno y diurno, con el goce y la tortura del obseso, Di Benedetto se entregó a escribir el castellano en castellano. Y en eso fue un maestro que dejó, por empezar con Zama, una escritura prodigiosa, de la mejor que produjo el idioma castellano en el reciente siglo pasado. A don Borges le consta. Y lo reconoció en algún prólogo.

Pero, ¿cómo era Antonio Di Benedetto más acá y más allá de sus libros? ¿Cuáles eran las claves menudas de esa prosa perfecta siempre atravesada de subterránea intensidad por los pulsos de la poesía?

Para responder a eso tendré que exponerme; no puedo regalar el privilegio de haber compartido con él una oficina por más de cinco años. Yo tenía 20 y él casi veinte más cuando entré como aspirante a la redacción de Los Andes. Como cualquiera por aquellos años, yo hacía de todo: información general, alguna incursión en policiales, el estado del tiempo (verificaba la temperatura de cada día en un enorme termómetro que había en una caja nada menos que en el techo del diario), entrevistas a las reinas vendimiales, en fin, lo que viniera o viniese. Unos meses así, hasta que Di Benedetto me pidió al jefe de redacción Edmundo Moretti, para integrar su sección Artes y Espectáculos. De la noche a la mañana yo estaba escribiendo crítica de libros, de cine, de teatro, hasta de lo que más ignoraba, la pintura. Era mi jefe; me tenía una fe y un aprecio que no disimulaba. Yo con él tan cerca, aprendía más de idioma que de periodismo. No podría sostener que Di Benedetto fue un gran periodista, por empezar eludía todo compromiso. Y constantemente protegía a su literatura de la contaminación del periodismo, de su fugacidad. Sí puedo sostener, rotundo, que fue un novelista continental. Coincido con los elogios fundamentados hasta la furia por Juan José Saer. Llega a afirmar Saer que Zama es comparable a las obras mayores de la narrativa existencialista, como La náusea y El extranjero. Y más dice: Zama es en muchos sentidos superior a esos libros. El Di Benedetto que conocí ya hacía un par de años que la había publicado.

En aquella sección de Artes y Espectáculos estaban, entre otros, Alfredo Dono (fundador de decenas de coros), Jorge Bonnardel (crítico de música y teatro, secuestrado por el ejército en complicidad con la Triple A sobre el final del año 1975) y Jorge Badiali (denso autor y crítico de teatro; se suicidó no sin antes dejarle una carta a Di Benedetto).

Aquellos años en la misma oficina, más allá y más acá de los forcejeos naturales a toda convivencia, me permitieron conocer la entretela del, por así decir, otro Di Benedetto. Y rastrear cómo el otro se reflejaba y camuflaba en la índole de sus ficciones. Para qué disimularlo: con Antonio tuvimos arduas peleas y celebradísimas reconciliaciones al compás de sostenidos y luminosos vinos oscuros. Siendo él subdirector de Los Andes (en la realidad era el director) me despidieron por lo que escribí críticamente siguiendo la campaña del Racing que ganó para la Argentina la primera Copa Intercontinental de Clubes.

Tras ese virulento despido en 1967 que incluyó juicio, hasta le retiré el saludo. Por algún tiempo yo hasta deseaba agredirlo físicamente, técnicamente hablando cagarlo a patadas. Esto era una cobardía de mi parte, porque quien se pelea sin tenerle algo de miedo al otro, pienso, es un cobarde.

Vayamos viendo cómo funcionaba nuestro personaje. Pero, a todo esto, Di Benedetto no acusó recibo de mi furia. Ya en 1970 me vine a Buenos Aires, trabajaba como redactor especial en la revista Gente. Cuatro o cinco veces al año yo volvía a Mendoza, con la excusa de alguna nota periodística. Antonio se enteraba pronto y entonces llamaba por teléfono a mi vieja y le decía: Señora, soy Antonio Di Benedetto y es un honor para mí hablar con usted. ¿Podría trasmitirle a Rodolfo que sería un enorme gusto para mí compartir una cena con él? Siempre esa frase. Yo no le respondía a la pertinaz invitación. Él, tan susceptible, sin embargo no se ofendía. Mis desaires no menguaban su tenaz caballerosidad.

De pronto, a mediados de 1972 había que elegir, en la redacción de Gente, el mejor cuento del año. Propuse «El juicio de Dios». El cuento deslumbró a quienes ignoraban la escritura de Di Benedetto. Fue elegido por la revista (por entonces con un tiraje que oscilaba entre los 300 y 400 mil ejemplares), por unanimidad, como el mejor. A los dos o tres días me llamó a la redacción pero sin darse a conocer. Teléfono para vos, Rodolfo, atendí y sobre el pucho escuché su voz, solemne: En esta distinción adivino, Rodolfo, el largo brazo de su generosidad. No pude contener la carcajada. A la semana yo estaba en Mendoza haciéndole un reportaje a mi maestro del idioma. Así reanudamos el diálogo, y el diálogo se mantuvo pleno por un buen tiempo; escucharlo otra vez a Di Benedetto narrar la vida y reflexionarla arduamente, era, nuevamente, un privilegio muy por arriba de lo extraordinario.

Pero algo más pasó: cuando murió Alfredo Dono (autor de decenas de canciones y gestor, como dije, de más de 30 -treinta- coros, a partir de un núcleo de coristas que trasladaba como base), fue despedido con una nota paupérrima, muy mezquina en las páginas de Los Andes. Por esto, otra vez me enculé con Antonio. Después vinieron los años de la Triple A, y sucedió la desnucación de la condición humana el 24 de marzo de 1976. Y esa misma mañana se produjo la insólita detención de Di Benedetto, en su propio despacho. Sucedió que tras una larga cena con Abelardo Arias en la casa de don Gildo D'Accurzio, Di Benedetto, que ya estaba enterado que los milicos lo habían ido a buscar a su casa, se fue totalmente confiado de que no le iba a pasar nada, al diario. Además, él era corresponsal en Mendoza de La Prensa, otro baluarte conservador. Sin embargo la absurdidad de sus ficciones fue superada por la absurdidad de la realidad. Y fue apresado. Y lo que iba a ser un desagradable trámite de algunas horas resultó cárcel de días, de semanas, de años. Y malos tratos y tortura y la renovada absurdidad. Y más adelante el cautiverio en la cárcel de La Plata. Aquí fue que, por intermediación del periodista Carlos Quiroz, conocí a Adelma Petroni. Adelma por entonces era la única persona que lo visitaba cada jueves. A través de ella reanudamos el diálogo con Antonio, cada semana. Ella era el único vínculo de él con la familia, con amigos y conocidos, con el mundo entero.

Enseguida voy a intentar asomarme al Di Benedetto que estaba más acá de sus libros. Pero no podría avanzar sin decir antes lo que hay que decir sobre la falsa leyenda de Di Benedetto referida a los tres últimos años de su vida, tras el retorno del exilio.

La falsa leyenda,

siempre vigente, nos dice que tras el retorno en 1983 y hasta su muerte en octubre de 1986, vivió sumido en la pobreza y hasta en la mendicidad. Se dice que dormía debajo de las escaleras de los edificios. Esto no solo falta a la verdad sino que, antes que nada, ofende la memoria de las dos mujeres que le entregaron todo y más: Adelma Petroni y Graciela Lucero.

Cuando Antonio estuvo en la cárcel, en La Plata, Adelma cortó totalmente con su actividad de pintora y se dedicó por entero a él; entre otras cosas a diario escribía cartas a personalidades de todo el mundo (políticos, varios premios Nobel, los Kennedy etc.) para que intercedieran por su liberación. Cuando por fin Di Benedetto fue liberado ella le cedió un departamento, que hasta ese momento ocupaba su hermano arquitecto, en un edificio de la calle Corrientes a la altura de Pueyrredón. Había que tener amor y ovarios para hacer algo semejante en plena dictadura. Adelma además andaba juntando firmas para presentar en la Casa de Gobierno ante un funcionario vinculado a la cultura. Fácil es adivinarlo, estaba perdidamente enamorada de Di Benedetto. Pero, paradoja, a su amado Antonio lo perdió apenas él salió de su cárcel. ¿Testigos de la abnegación y del amor Adelma Petroni? Entre otros, Osvaldo Bayer y su mujer, en Alemania.

A la hora de desmontar la falsa leyenda, hay que decir que a la vuelta de su exilio y hasta su muerte, Antonio tuvo otra compañera absoluta, Graciela Lucero. Vivió en el departamento de ella. Dicho sea: es cierto que Di Benedetto no pudo acceder al cargo de la Secretaría de Cultura de la Nación, y tampoco al de asesor. Pero también es cierto que, hasta el final de sus días, sí tuvo un cargo de asesor en el Instituto de Cinematografía y se desempeñó también como asesor cultural del gobernador de Mendoza Felipe Llaver, para lo que tenía un espacio con escritorio en la Casa de Mendoza de la Capital Federal. Allí conoció a Graciela Lucero con la que pronto convivió. Puedo hablar con esta contundencia porque a su muerte fui convocado para desempeñar ese mismo cargo; con ese sueldo me consta que se podía vivir razonablemente.

Y en cuanto a lo que significaba Adelma Petroni como nexo entre el Di Benedetto encarcelado y el mundo, lo experimenté directamente a partir de un hecho inesperado: en cierto momento a Antonio se le ocurrió que podíamos hacer un libro a dúo, él desde la cárcel de adentro y yo desde la cárcel de afuera. Me propuso como título Difícil ser periodista. Y ahí empezó la gestación, en un tome y traiga pasamos por Difícil ser humano y por Difícil ser. Adelma me traía lo que de él memorizaba y le trasladaba lo que memorizaba de mí. Con ese tráfico el libro empezó a tomar cuerpo. (Libro que desde mí sigue pendiente).

También la entrega de Graciela Lucero al Di Benedetto de los años finales fue muchísimo más que compartir su departamento de avenida Libertador casi Callao. Estuvo con él durante su agonía y hasta su último minuto. Y Graciela no encontró consuelo tras la muerte de Antonio, no consiguió reponerse. Al tiempo lo acompañó también ella con una muerte trágica.

El mejor modo de desagraviar la obscena desmemoria de lo que significaron Adelma Petroni y Graciela Lucero es nombrarlas en voz alta en esos homenajes en los que se prenden con frecuencia periodistas y escritores y académicos, tremendos caraduras, que nada hicieron por Di Benedetto durante su cárcel. En realidad algo hicieron: mirar para otro lado, silencio. El silencio puede ser indiferencia. La indiferencia es un modo de la complicidad.

Pero ahora voy por el Di Benedetto de cada día.

Soy argentino pero

no he nacido en Buenos Aires. Nací el Día de los Muertos del año 22. Música para mí, la de Bach y la de Beethoven. Y el cante jondo. Bailar no sé, nadar no sé, beber si sé. Auto no tengo. Prefiero la noche. Prefiero el silencio. Detalle en esto que escribió: dice día de los muertos en vez de 2 de noviembre. Agrego: aborrecía el fútbol y los ruidos lo exasperaban hasta la convulsión. Aparte de beber sin perder su eje, sabía encantar mujeres. Entre agnóstico y ateo, políticamente ¿qué? Una especie de socialista romántico cuyo rasgo más pronunciado fue su explicitado antiperonismo.

Sumamente petiso, lo subsanaba con el fulgor de su oralidad. Tempestuoso, pero no de armas tomar ni de armas proponer. Cuando en el diario veía a la distancia dos o tres compañeros hablando se inquietaba explícitamente, suponía que el tema era él.

Su personaje era él,

porque Di Benedetto está de corazón y mente, entero, en sus libros. Su biografía respira a través de sus protagonistas centrales. Él es cada uno de ellos. Los maceraba en su propio cuerpo, en el incesante litigio de la convivencia diaria. Nadie más parecido a él que Diego Zama, con su confusión de deseos y mordientes reproches, con su espera desesperada.

Sus celos, su desguarnecimiento, pueden encontrarse ovillados en la conducta del niño de pronto sin madre del cuento «Enroscado».

Como el protagonista de Los suicidas, él merodeaba con fruición la posibilidad del suicidio. Al menos oralmente.

El Antonio de cada día estaba tan en carne viva como el huyente protagonista de El silenciero. Los ruidos lo enardecían.

Vivía en una sostenida pulseada entre la culpa y la necesidad de confesión.

En cuanto a la absurdidad, a él le pasó, con su secuestro y encarcelamiento, lo mismo que a los protagonistas de «Ortópteros», y «El juicio de Dios», y El silenciero: a los personajes de sus ficciones, y a él en la realidad de marzo del '76, el abrupto azar los juzga por lo que no han cometido. Y no se defienden.

Él se comparaba, El silenciero mediante: Creo que tengo algo en común con Sócrates, porque cuando fue acusado y estaba a punto de ser juzgado, su demonio le prohibió que se defendiera [...] Los mártires no pueden defenderse. Nadie los escucha.

Así fue: a Di Benedetto le sucedió lo que imaginó para sus personajes. Lo confesó en su novela, casi testamento, Sombras, nada más: quería ser juzgado por sus reales culpas de amor y desamor y vanidad. No por otras culpas que se le atribuían. Se consideraba culpable. Pero de otras culpas. En «Ortópteros», el periodista intenta seducir a una niñera. Los chicos lloran. Él amenaza: Si no se callan me llevaré uno... Huye despavorida la muchacha. El periodista al calabozo: debe demostrar que no intentó secuestrarlos. El absurdo sobre su nuca. En «El juicio de Dios», Salvador Quiroga detiene la zorrita para pedir agua en un rancho. Está en eso, cuando una nena lo mira y le dice pa… pá... Los campesinos deducen que es el hombre que se robó a la madre de la nena. Están para matarlo. Malentendido. Otra vez el absurdo sobre su nuca.

Para Di Benedetto eso fue el 24 de marzo del 76. Un atrevido brindis suyo a fines del 75, comparando a los militares con equinos, iba a ser la escondida razón de su cárcel. Casi dos años de infierno. Él, como sus personajes, son juzgados por culpas equivocadas. Di Benedetto, en Sombras, nada más, es Emanuel. A mí me nombra Alfio, con el apodo de El Súper. En esa novela se confiesa: A las culpas no se puede ni borrarlas ni olvidarlas [...] Me gustaría ser yo y ser otro. Ser dos [...] para que las culpas las tuviera el otro.

Escribiendo a máquina,

¿cómo era Antonio? Escribía como vivía: minucioso y obstinado y fervoroso como un relojero, la obsesión era su hábito. ¿Un relojero puede ser ingeniero? Eso era durante la elaboración de su escritura. Pero además, así en la vida como en sus libros, era ajedrecista. Siempre tratando de adivinar los próximos movimientos del otro. No se daba tregua, ni la daba. Torturado relojero ingeniero ajedrecista sin sosiego, podía prescindir de algunas éticas, pero jamás de la ética de la sintaxis. Viviendo y escribiendo estaba siempre con la tensión del que juega una crucial partida. Desde la orfandad, su exasperada lucidez fogoneaba el renovado insomnio diurno. Su modus vivendi era la agonía.

Tan parecido él a sus personajes podría pensarse que lo suyo era el realismo, lo biográfico. Pero no, sus personajes surgieron filtrados por una poética que los redime. Se transfiguran con un lenguaje sometido a la fragua del relojero ingeniero ajedrecista. Así consigue que hasta los objetos tengan pulso. Y se expresa con una alquimia precursora, la del Objetivismo u Objetalismo.

El amado suicidio

era un tema recurrente en él. Cuando contaba la muerte de su padre, y otras anteriores, lo hacía fascinado: Costumbre de familia, decía. Cierta vez me invitó al traslado de los restos de su padre. Lo acompañé, pero a prudencial distancia. Pidió abrir el ataúd, seguro de que el cuerpo se conservaba intacto por la preservación que posibilita el veneno. ¿Para qué abrir el ataúd, Antonio? Era mi oportunidad para verificar si mi padre virilmente estaba tan dotado como le hicieron fama. Y verifiqué. Su fama no era inmerecida.

Al margen de Los suicidas, varios amigos comunes de Mendoza, antes de darse muerte eligieron a Di Benedetto para dejarle su última carta. Entre ellos, el poeta Pedro Acevedo, y Jorge Badiali, dramaturgo, compañero de oficina.

En la entrevista que le hice en 1972 reiteró el elogio del suicidio: Creo que el gran gesto consiste en borrar los sueños borrando la causa, que es uno mismo. De ahí que uno reverencie a un tipo como Albert Camus que, aunque no se suicidó, estaba minado por la muerte y dispuesto a recibirla sin esperar el paliativo de la enfermedad. Camus tuvo la suerte de que la carretera era deslizante... Es la misma suerte que tuvieron Romeo y Julieta, que se murieron antes de que el amor se les gastara.

Cuando estaba preso en La Plata, a través de Adelma Petroni Antonio me pedía cianuro como quien pide un medicamento. Sin metáfora lo decía: Usted me dará prueba de su amistad si me envía el cianuro. Antonio, si se lo mando se perderá mi amistad. Concédame el cianuro. ¡Apiádese de su amigo! Apreciaré su cianuro como otra muestra de su seguro afecto. Antonio, usted quiere suicidarse, pero no morirse. Yo le trasmitía vía Adelma y él me contestaba: Privándome del cianuro, usted, Rodolfo, toma venganza por daños que yo le hice padecer siendo su jefe.

A su suicidio nunca lo concretó. ¿Qué lo ataba a la vida? Creo que su apetencia por las mujeres y la necesidad de estar vivo para luchar por el destino de sus libros.

Mujeres y absurdidad

Varias zonas del orbe de Di Benedetto coinciden con Kafka y Pirandello y Camus y José Eustasio Rivera. La latente absurdidad vendría a ser la inapresable, la desmedida medida de todas las cosas. Las mujeres fueron la compensación, el desquite momentáneo. Apostaba fuerte con su innegable capacidad de seducción. Le gustaban las rubias, las morochas, las delgadas, las gordas... en fin, todas. Sobre todo le gustaba la mujer del prójimo. Nada lo frenaba. Siendo muy miedoso en otras cosas del vivir, en esto siempre iba por más: andinista de mujeres imposibles, él las alcanzaba. Lo confiesa en su biografía encubierta, Emanuel mediante: Soy un poseído, sólo busco una cosa, siempre. Hasta reconoce, con orgullo, varios intentos de atropello a la pureza, algunos lanzados sobre mujeres jóvenes, de piel fresca, depuradas de edad.

El Otelo de cada día

Celos y seducción llevados a lo temerario, asunto recurrente de su narrativa. La conquista de las mujeres planteada como autodesafío. En su cada día Antonio no disimulaba sus celos: Me están comiendo el hígado, decía. En Sombras, nada más Emanuel llega al colmo de montarle una escena de celos a una de sus mujeres, porque ha soñado que ella se va con otro. En Zama, el protagonista, antes que el amor, le declara sus celos a Luciana. En el reportaje me dijo: Queremos ser todos los héroes, pero a menudo sólo somos Otelo.

De nuevo: ¿qué significaron las mujeres para Di Benedetto? Una gracia sucesiva. Lo dijo: Lo único que no se pierde y se conserva con la edad es la necesidad de ser amado. Puesto a compensar la absurdidad y salvarse mamando a la loba, Antonio fue Rómulo. Y fue Remo.

Obsesiones, manías

De pies a cabeza Di Benedetto era como el protagonista de El silenciero. Un día alguien enciende una radio en la oficina de al lado, en la redacción. Antonio en segundos muta en felino aullante: Basta de latigazos al alma. ¿Usted no leyó a Schopenhauer? ¿No sabe de las torturas que el ruido causa a la gente que piensa? ¡¡¡Su radio machuca mi cerebro, baaasta!!!

Otra de sus obsesiones: aprender a andar en bicicleta. Lo intentaba los domingos bien de mañana o en la perfecta soledad de las siestas. No había caso. Otra más: la higiene. Hacía acrobacias para evitar tocar la manija de la puerta del baño. A los hombres les daba la mano blandamente, desmayada. A las mujeres les daba la mano para siempre. En Sombras, nada más confiesa esta obsesión: Emanuel niño no jugaba a las bolitas para que no se ensuciaran. Ya adulto se justificaba: El rechazo de la cercanía de los otros no es por recelo de que se peguen los olores ajenos, sino por una razón casi metafísica: para no contaminarse con las malas ideas de tanta gente.

El Di Benedetto que gestó ese gran personaje literario del siglo 20, El Silenciero, se trastornaba con el viento. En mi reportaje cuenta un episodio que lo marcó: Era la siesta, se levantó el zonda... Yo me veo en el patio de la casa de mi madre, con una parra centenaria... Estoy en un cajón de madera que servía de corralito, he sido olvidado por la familia cuando se desencadena el zonda. Varias horas estoy solo, replegado, indefenso. Cuando ahora corre viento, mi cabeza no es mía… Y sufro.

Una carta, un autorretrato

Esta carta se la envió Di Benedetto al por entonces joven y desconocido periodista Carlos Barraza el 18 de agosto de 1972. La comparto porque en ella podemos observar cómo era Di Benedetto en su cerebración, en sus sentimientos, en la necesidad de mostrar su desguarnecimiento:

Señor Barraza:

Hace unas semanas -o meses- recibí una carta que demoré en abrir. Tardaba porque yo no quería sorpresas, ni alegrías siquiera.

Era suya, de usted, aunque yo no sabía quién era usted.

No por ese motivo comencé a ser lerdo en reaccionar. Lo contrario tendría que haber sido, ya que usted se manifestaba amigo de mis libros.

Quiero que sepa mis porqués, que lo son en definitiva de un espíritu que se apretó en sí mismo quemado de penas.

Vengo, sin regreso firme aún, de una siembra de muerte y enfermedad que se ha echado sobre mi familia, en su núcleo más querido.

En largo tiempo no he escrito una carta. Ésta es unas de las primeras de mi temerosa reintegración a lo que parece ser la vida de siempre y de todos.

Cuente con mi amistad.

Di Benedetto

Me dice que quiere leer mis libros inencontrables. Dígame cuáles son -mejor, indíqueme cuáles ha leído- para enviarle el déficit.


Olvido

Para Di Benedetto, ¿el infierno son los otros?

No. El infierno es uno, cavilando; uno en la trituración diaria, uno en constante litigio, uno en estado de ajedrez durante el agobiante zurcido del suceder cotidiano. Culpa → confesión → insomnio → culpa → confesión → insomnio: así concebido el infierno, la única posibilidad de paraíso vendría a ser el arduo purgatorio.

La última palabra del último libro de Di Benedetto es olvido. Pero la escribió para que no fuera cierta.

Madre y confesión

Rosario (Sara) Fisígaro, brasileña, era el nombre de su madre. En los recodos y jodiendas y crispaciones laborales me recuerdo con ganas de conversar a las trompadas con mi jefe. Pero había algo que diariamente desactivaba mis furias: sonaba el teléfono que estaba sobre mi escritorio; una vez por día su madre lo llamaba pasadas las seis de la tarde. Yo atendía, le avisaba que era su madre. Antonio daba dos o tres pasos y se precipitaba sobre el teléfono y exhalaba un mamáh como el que solo puede pronunciar un niño extraviado que ve ¡de pronto! a su madre.

Decía mamáh Di Benedetto, y yo que unos segundos antes quería acogotarlo, me apagaba, me quedaba sin una gota del odio cotidiano. Nunca conocí a nadie hablar con su madre con esa voz, con esa fragilidad, con esa ternura desolada. Y nunca le comenté a Di Benedetto esto que me pasaba a mí cuando él decía mamáh... No quise que perdiera la inocencia. Al menos, esa inocencia.

Pasados los años, cuando en 1972 viajé a Mendoza para entrevistarlo, hacía un año que había perdido a su madre. Empezó a hablar sobre ella sin que yo se lo pidiera. Lo hizo con una voz muy contenida. Con el tono amortiguado que uno usa cuando hay alguien durmiendo cerca y no desea despertarlo. Estaba de brazos cruzados, pero no haciendo el clásico ocho sino abrazándose a sí mismo. Entonces me dijo:

-Yo creo que el hombre no es naturalmente bueno, por el contrario, las necesidades, el afán de descollar, hacen que el hombre use muchas armas innobles. Si se porta bien es por obligación de la sociedad. Adentro suyo sufre, se tortura. Por eso necesitamos la confesión. Por lo común nos rodean oídos sordos. La confesión busca sacar el veneno que tenemos adentro, busca el perdón. ¿Y quién es el ser que en forma directa nos otorga el perdón?

-¿Quién es, Di Benedetto?

-Ese ser es la madre. Yo la perdí. Lo que yo siento en este momento es una soledad individual muy profunda, gran pudor en los sentimientos. Se me ha vuelto un tremendo problema exteriorizarlos. Si me juzgo, como todos los que fuimos inventados por Pirandello o Dostoievsky, me siento absolutamente culpable y sin redención. Porque, ¿quién me perdonará?, ¿quién? Tal vez estas son cosas impropias para decir en una revista. Yo las digo. La otra alternativa de confesión la da el amor en pareja, que quizá sea la única salvación del hombre en sociedad.

A lo bestia, le pregunté a Di Benedetto lo que, en realidad, él estaba esperando:

-Usted sin madre. ¿Y ahora, Antonio?

-Yo era mi madre. Mi madre era yo. Ya no está mi madre. Estoy en la edad de morir. Ahora busco un destino para mi hija y para mis libros, que hice con una fe creadora absoluta, inventándolos... Ahora que mi madre se fue soy un ser aislado y solitario. Para vivir no encuentro nada más razonable que esto. Para morir quisiera un lugar en el que nadie me reconozca. Vivir es un desafío. Morir es un acto de soledad, íntimo, del que ojalá nadie -en mi caso- se sienta partícipe. Cuando eso ocurra, y lo deseo pronto, si algo provoco, que no sea llanto sino reflexión.

-Usted no quiere morirse ni suicidarse ni nada, Di Benedetto.

-No me diga eso, Braceli. No sea cruel. Comprenda: yo era mi madre. Mi madre era yo. Ya no está mi madre.

Posdata

Febril en la lucidez, el escritor gimió:

-Madre, madre, ¿por qué me has abandonado?

La voz entrañable le respondió sin demora:

-Hijo, hijo, volveré a nacer, para tenerte.

Implacable en el insomnio, el escritor suplicó:

-Madre, hace frío en mi corazón, que sea pronto.

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