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Antonio Di Benedetto y la escritura pudorosa

Jimena Néspolo

Hacia 1794 Manuel Fernández, el escribiente de la gobernación en donde Zama se desempeña como asesor letrado, es sorprendido por el gobernador escribiendo un libro cuya autoría se adjudica. Cuando este lo conmina «a tener hijos en vez de escribir libros» -así como ha hecho Diego de Zama quien acaba de comunicarle la noticia de su incipiente paternidad «bastarda»-, el escriba le contesta: «Yo quiero realizarme en mí mismo. Y no sé cómo serán mis hijos»1. A partir de allí el asesor letrado llevará a cabo una tediosa investigación inquisitorial que terminará en el proceso y destitución de Manuel Fernández.

Este hecho que parece insustancial, sin embargo, delimita una zona de inflexión y recurrencias singulares en la narrativa de Antonio Di Benedetto. Lo que Fernández invoca en Zama (1956), la novela más lograda de este autor, es -ni más ni menos- que una concepción absolutamente moderna del sujeto y de la escritura. Anticipándose a los tiempos, su empresa si bien no fracasa -el escriba logra terminar su libro y entregarlo a un viajero desconocido-, impone una perspectiva singular desde donde evaluar la gran gesta del protagonista: es precisamente porque no escribe que Diego de Zama puede «narrar» su desesperación. Si Fernández es capaz de desposar a Emilia, adoptar al hijo de Zama, cuidar y velar por ambos, e incluso escribir su libro; la empresa del asesor letrado deberá necesariamente circular por otros carriles. Acaso los del erotismo, la locura o la muerte.

Sujeto y escritura son dos ejes constantes sobre los que se articula toda la novelística de Di Benedetto con un grado de coherencia poético-filosófica tal que obliga a releer el resto de su narrativa a la luz de estos ejes.

La escritura, entonces, no solo como génesis textual marcada por la elisión y el escandido de la sintaxis, por un uso «anormal» del verbo transitivo y de la metáfora, por una necesidad de llevar al lenguaje a esa zona de vértigo en donde peligran los límites de lo posible y lo «indecible»; sino también, y esto es por demás significativo, como núcleo temático recurrente que así como impone un determinado rumbo en la progresión y resolución de la trama, permite la emergencia opaca y deseante del sujeto. Para decirlo brevemente: los sujetos dibenedettianos suelen relacionarse de manera problemática con la escritura.

No es fortuito que el protagonista de El silenciero (1964) se debata a lo largo de todo el texto por comenzar a escribir una novela que confiesa tener toda en su mente, novela que habría de llamarse precisamente El techo, mientras peregrina de casa en casa, de pensión en pensión huyendo de un ruido que crece y adquiere la forma ominosa de un «ello» que lo enajena del mundo y a la vez de sí mismo.

En Los suicidas (1969), por otro lado, la investigación pseudopolicial se conjuga con la escritura periodística en función del tema principal sobre el que se construye el texto: el deseo suicida. Formalmente, la escritura de la novela actualiza en su sintaxis el mismo anhelo a través del escandido violento de la prosa y de la proliferación asistemática de las elisiones en las secuencias conversacionales. Muerte y silencio son las resultantes de una misma pulsión tanática del sujeto. El periodista narrador se enfrenta a su propio deseo de muerte solo a partir de la preparación de la escena de escritura, solo a partir de la investigación sociológica y filosófica que ha de ser el sustento de su artículo.

Estas novelas exigen ser pensadas como una trilogía no solo por estar construidas a partir de un narrador en primera persona o «autodiegético» (según la terminología de Gérard Genette) y de un tiempo verbal recurrente, sino también porque actualizan en la ficción los tres grandes temas que puntean un libro altamente significativo en y para la escritura de Antonio Di Benedetto. La esperanza, el absurdo que revela la total inadecuación entre el sujeto y el mundo, y el suicidio son los tres ejes temáticos del ensayo El mito de Sísifo de Albert Camus, y, a su vez son los tres pilares sobre los que respectivamente se construyen Zama, El silenciero y Los suicidas.

Situada históricamente en una ciudad colonial americana en las postrimerías de la Revolución Francesa (de la cual el texto no acusa noticia), Zama es una novela desesperada, como toda la literatura existencialista, como La náusea de Jean-Paul Sartre, o como El extranjero de Camus. Pero, así como nombrar la espera es una forma de redimir el tiempo perdido (recordemos que Zama está dedicada a «las víctimas de la espera»), nombrar la desesperación es una forma también de conjurarla. La literatura desesperada es una contradicción en sus propios términos: aunque no diga sino la nostalgia y la inconclusión, crea, no obstante, la forma y la salvación. «La novela fabrica el destino a la medida -decía Camus en El hombre rebelde-. Así hace la competencia a la creación y triunfa, provisionalmente, de la muerte».

Podríamos afirmar que históricamente «la novela nace al mismo tiempo que el espíritu de rebelión y pone de manifiesto, en el plano estético, la misma ambición»2. Según el escritor francés es posible diferenciar dos grandes períodos literarios en la historia del hombre occidental: por un lado, la literatura de consentimiento, que coincide con los siglos antiguos y los siglos clásicos en los que esta era subsidiaria al poder; por otro, se encuentra la literatura que Camus llama «de disidencia», que comienza con los tiempos modernos. «La Comedia Humana es la imitación de Dios Padre» afirmaba Thibaudet a propósito de Balzac. Desde entonces hasta nuestros días, el arte -cualquiera sea su materia- entablará con Dios una desesperada y culpable competencia.

La gran maquinaria poético-filosófica desplegada en los textos de Antonio Di Benedetto avanza por sobre estos planteamientos hasta encontrar su propia respuesta. La utilización casi obsesiva tanto del presente del indicativo como de un narrador en primera persona que es al mismo tiempo protagonista y testigo, impone un determinado perfil resolutivo a la trama textual. Esta combinación, a la vez que define el radical desfasaje sufrido entre el sujeto y el mundo, pone en todo momento en escena la mutilación de la imagen unívoca del sí. De allí resultan estas tres impecables novelas de alienación o de crisis identitaria. Desdibujadas todas las fronteras entre el sujeto y su entorno, este problema se convierte en el nudo conflictual de los textos: percibir y manifestar la experiencia subjetiva frente al mundo y frente al otro es el medio privilegiado que encuentra el sujeto tanto para intentar apropiarse de su realidad como para manifestar o superar su propia escisión.

De tal forma, a lo largo de las tramas de estas novelas vemos desfilar a sujetos deformados y deformantes que acuden a la escena adquiriendo una presencia lábil, fugitiva, dependiente en todo momento de la subjetividad del narrador protagonista: así Besarión y Reato en El silenciero, Marcela en Los suicidas, la tríada Manuel Fernández-Ventura Prieto-Vicuña Porto en Zama, o incluso Orlando y Rolando en El Pentágono (1955), hayan su justificación en los textos no solo por sumar a estos la acción necesaria para su progresión resolutiva, sino porque además son el medio propicio a través del cual la narración logra desplazar la dialéctica propia que la conforma al interior del mismo sujeto. En términos de Paul Ricoeur este procedimiento se traduciría en observar cómo la dialéctica de la «concordancia discordante» por medio de la cual la narración logra la «síntesis de lo heterogéneo» se desplaza al problema de la subjetividad a través de la dialéctica del idem y del ipse al cotejar el cambio y la mutabilidad en la constitución de la misma3.

Es decir, estos personajes aparentemente secundarios son los responsables de develar al sujeto su propia opacidad, su propia escisión. Para ser más claros, dice el narrador de El silenciero:

Besarión intenta ser, finge ser, para no ser. ¿No ser qué? ¿No ser quién? Él mismo. Besarión tiende decididamente a no ser.

Y yo, ¿tiendo a no ser?... No, tiendo a ser. No me dejan. Estoy interferido, bloqueado. Sólo podré ser en ciertas condiciones. Cuáles, no sé. Apenas las presiento.

Como la condición de estar conmigo. ¿Eso es la soledad? Quizá podría llamarse la soledad profunda.

Aunque si estoy conmigo, estoy acompañado. Ya que si estoy conmigo no soy yo solo, somos dos. «Estar con» indica «alguien o algo junto a», no el mismo.

Si somos dos, constituimos uno y el otro. ¿Cuál de ellos soy? Digo: yo y el que está conmigo. Luego, el que está conmigo es el otro. ¿O si digo «estar conmigo» supongo «un yo» y otro «un yo»?

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Es solo reflexionando sobre su amigo Besarión que el silenciero puede encontrar y reclamar para sí el verso desgarrado de Rimbaud que reza «Je est un autre». Resulta notable que en la versión original de la novela este fragmento no conste. Lejos de ser irrelevante, este agregado demuestra la puntual intención del escritor por explicitar aún más la problemática centrada en el ser y no-ser del sujeto. Desde las primeras páginas de El silenciero, Besarión es presentado como un personaje misterioso al que el narrador -y por ende el lector- no llega a comprender aunque ejerza sobre él una particular seducción; Besarión es precisamente quien le señala al protagonista que su problema es «metafísico».

A lo largo de todo el texto el silenciero sufre una transformación primordial que está delineada por las peripecias, desventuras y rasgos de carácter de su amigo. Progresivamente el narrador irá adentrándose en ese espacio sinuoso que desdibuja los límites entre la realidad y la ficción, entre la realidad y la locura, ese «estar entre dos órdenes» que define a Besarión y que también minará su suerte. La gran revelación a la que accede el silenciero es la de encontrarse escindido en un «otro»; es haber vislumbrado que la idea de un «yo» idéntico a sí mismo, empírico y trascendental es una ilusión sustancialista insostenible.

Sin duda aquí Di Benedetto no puede exigir patente de autor. Ya a partir de Marx, Nietzsche, y Freud se quebró en el horizonte filosófico contemporáneo la certeza del cogito cartesiano al poner en escena un nuevo problema: «el de la mentira de la conciencia», o -si se quiere- «el de la conciencia como mentira»4. A partir de estos pensadores surgen dos proposiciones irrevocables. La primera es que hay una certidumbre de la conciencia inmediata, pero que esta certidumbre no es un saber verdadero de uno mismo. La segunda, que toda reflexión remite a lo irreflexivo, como escape intencional de sí, pero que este irreflexivo no es tampoco un saber verdadero del inconsciente. La angustia fenomenológica ante el problema puesto por el inconsciente es ya entonces irreparable.

Aquella revelación que a El silenciero le valió más de la mitad del texto, a Diego de Zama, en cambio, le cuesta mucho menos. Y este es otro de sus méritos. Es desde las primeras páginas de la novela que el personaje narrador se sabe «otro», y es, precisamente, desde esa extranjería que se lanza al abierto ejercicio de la transgresión como único camino de conocimiento y apropiación de sí. Dice el narrador:

Zama había sido y no podía modificar lo que fue. Podía creerse que me determinaba un pasado exigente de mejor porvenir. [...] Sin embargo, yo veía el pasado como algo visceral, informe y, a la vez, perfectible. [...] No renegaba de eso; lo tomaba como una parte de mí, incluso imprescindible, aunque no hubiese intervenido en su elaboración. Más bien, yo esperaba ser yo en el futuro, mediante lo que pudiera ser en ese futuro.

Tal vez creía serlo ya y vivir en función de esa imagen que me aguardaba adelante. Tal vez ese Zama que pretendía parecerse al Zama venidero se asentaba en el Zama que fue, copiándolo, como si arriesgara, medroso, interrumpir algo.

(21-22)



He aquí la forma absoluta de la alienación: el sujeto que habla de sí mismo en tercera persona no puede sino saberse desgarrado. Frente a una sintaxis que pretende imponer un orden racional, austero, regido por las causalidades y las derivaciones, la acción en Zama se erige básicamente por el desborde (de sueños, de pulsiones, de pequeños relatos ajenos) e impone en el texto la misma marca que el erotismo en el sujeto social, el sello del «derroche», del gasto gratuito y de la inaprensión.

La escritura de Di Benedetto se recuesta sobre una paradoja esencial: el sujeto dice aún cuando solo dice que no puede decir. Y es a partir de esta imposibilidad primera que el texto se presta a manifestar la experiencia del sujeto escindido del mundo y de sí mismo.

Tanto el narrador de El silenciero como el de Los suicidas son sujetos sin nombre. Tener nombre es tener, al menos, una ilusión de identidad. Es en esa tensión instaurada por el sujeto innombrado que la escritura adopta la dimensión del prodigio y de la salvación, pero también de la experiencia límite.

En El silenciero el proceso de construcción textual se superpone al proyecto abortado de escritura por parte del propio personaje. Escribir esa novela que nunca comenzó le hubiera posibilitado al sujeto acceder a algún conocimiento acabado sobre sí y, quizá también, lo hubiera salvado de la prisión o de la demencia. En Los suicidas, por otro lado, el ejercicio de escritura del periodista narrador, si bien es menor, es quien lo enfrenta a su deseo. La muerte de Marcela y la escritura son los mecanismos expiatorios que le permiten al sujeto «renacer» y conciliar los opuestos: si la pulsión de muerte era deseo de silencio en la escritura, la radical afirmación de la vida no puede sino también silenciar a la forma.

En este sentido, el cuento «Falta de vocación» -al que en páginas anteriores nos referíamos-, arroja suficiente luz sobre esta problemática. Narrado en tercera persona, el relato tematiza la experiencia del sujeto frente a la escritura. Un jubilado de apenas sesenta años, alentado por un joven periodista amigo, comienza a escribir pequeños relatos de carácter fantástico. Un atardecer contempla en la penumbra de su casa el vuelo de una mosca, insecto por el que siente particular aversión, y de pronto, mientras la sigue con la mirada y cambia los focos de luz para deshacerse de ella, ve o cree ver que se transforma en un murciélago y «siente como si una mano, como si su propia mano más fuerte, le hubiera capturado el corazón y se lo estuviera apretando5». A partir de allí decide no escribir más y ante la sorpresa de su amigo se excusa diciendo que le «falta vocación».

En la narrativa de Antonio Di Benedetto, la mosca aparece como un elemento de altísima condensación simbólica. Si en El silenciero podía ser o no la señal divina, y en El cariño de los tontos estaba asociada con el erotismo desenfadado de la Colorada (la hermana boba de Amaya, la protagonista de ese extenso relato), ahora, en este breve cuento, representa la ominosa y desgarrada percepción a la que puede llegar el sujeto por medio de la escritura. Lo divino, lo ominoso, la degradación y el erotismo, están así directamente relacionados con la escritura.

En la obra de Di Benedetto, entonces, este problema filosófico centrado en la opacidad del sujeto encuentra dos modos resolutivos. Por un lado, el sujeto percibe (a lo Camus) en la escritura el gran camino de conocimiento o de apropiación de la subjetividad. Pero, en tanto y en cuanto esta opacidad es negada, el sujeto ha de negarse también a una práctica de la escritura que lo enfrente a dicha opacidad; ya sea porque esta suponga una experiencia altamente traumática o porque se declare absolutamente imposibilitado de producir y asumir cualquier fenómeno de innovación semántica en el lenguaje y, por lo tanto, de autoconquista de la subjetividad. Acepte o no su opacidad, y este es el segundo modo, el sujeto tiende a refugiarse en la imaginación como única estrategia compensatoria.

Colapsada la posibilidad de que los procesos imaginativos desemboquen en una creación estética concreta, estos se constituyen en un específico modo de compensar los desajustes entre el sujeto y su realidad. El protagonista del cuento «No» (publicado también en Grot), el de El Pentágono (1955), Diego de Zama (Zama, 1956), o incluso Amaya (de El cariño de los tontos, 1961) -solo para citar algunos ejemplos-, todos estos sujetos acuden a la imaginación como una forma de paliativo o de evasión, de bálsamo curativo y favorable a los estragos producidos por la inadecuación entre el sujeto y el mundo.

Si bien a lo largo de esta narrativa se plantea la idea de que la escritura es el acto configurador por excelencia, está también fuertemente presente la certeza de que esta actividad nunca es feliz puesto que enfrenta al sujeto con una fantasmática cuya contemplación le es insoportable. La escritura de Di Benedetto observa el rodeo sinuoso y laberíntico a través del cual el sujeto se enfrenta a la verdad de la locura, el erotismo y la muerte para solo detenerse en un preciso límite: allí donde el hombre se quiebra y se pierde en sí mismo. Recatada, pudorosa, su escritura narra el velo, la vergüenza y el terror que antecede a la caída.

Conclusiones

La novela Zama, publicada en el año 1956, es el punto de máxima tensión y complejidad estética de toda la narrativa de Antonio Di Benedetto y, por ende, su mito fundante de escritura. La temprana aparición del texto, la pluralidad de lecturas que concita y su altísima originalidad formal definen tanto la excepcionalidad de esta obra, en el mapa de la literatura argentina e hispanoamericana del siglo XX, como su incomprensión dentro del aparato crítico vernáculo. La excepcionalidad estética de Zama no radica solo en haber logrado desmontar el modelo de «novela histórica», aun habiendo realizado una profunda investigación historiográfica previa escritura del relato; o también, en haber actualizado el pensamiento existencialista en un ámbito latinoamericano a través de una reflexión sobre el sujeto y la escritura absolutamente coherente en relación con otros textos de esta obra. La fuerza fundante de Zama consiste, precisamente, en que al pretender crear un cierto «verosímil de lengua» acorde a la trama, Di Benedetto sienta las bases constitutivas que habrán de definir toda su poética.

Una sintaxis marcadamente escandida, la utilización deliberada de arcaísmos y localismos, un uso anormal del verbo transitivo y de la metáfora en la conformación de imágenes de alta densidad simbólica son los rasgos formales distintivos de esta narrativa ansiosamente interesada -desde sus comienzos- en renovar cualquier molde, género o categoría textual rígidamente instituida. Con todo, la densidad vital y problemática que adquiere la escritura en este proyecto estético-intelectual excede el vacuo ejercicio formal en tanto se asienta sobre una rotunda problematización del sujeto. Razón por la cual, a lo largo de estas páginas, hemos considerado pertinente abordar esta obra a partir de estos dos ejes de análisis, sujeto y escritura, puesto que -creemos- ambos articulan su profunda coherencia estética y filosófica, a la vez que delatan su originalidad.

En este sentido, es necesario subrayar que sus tres primeras novelas (Zama, El silenciero y Los suicidas) trazan un diálogo intertextual con el pensamiento y la literatura existencialista. Esta trilogía se constituye a partir de la actualización ficcional de los tres grandes temas del ensayo El mito de Sísifo de Albert Camus (la esperanza, el absurdo y el suicidio), y en una específica conjunción que amalgama al problema filosófico centrado en la opacidad del sujeto el tema literario del ejercicio de la escritura. Dicha conjunción encuentra en esta narrativa dos caminos expositivos: Por un lado, el sujeto percibe en la escritura el gran camino de conocimiento, de autoconquista o de apropiación de la subjetividad. Pero, en tanto esta opacidad es negada, el sujeto ha de negarse también a la experiencia de la escritura; ya sea porque esta suponga una experiencia altamente traumática o porque se declare absolutamente imposibilitado de producir o asumir cualquier fenómeno de innovación semántica en el lenguaje. Acepte o no su opacidad, y este es el segundo camino, el sujeto tiende a refugiarse en la imaginación como única estrategia compensatoria. Colapsada la posibilidad de que los procesos imaginativos desemboquen en una creación estética concreta, estos se constituyen en una especie de compensación de los desajustes producidos entre el sujeto y su realidad.

Antonio Di Benedetto ingresa al campo literario argentino a través de la brecha abierta en los años 40 por la literatura fantástica propugnada por el grupo Sur. Renegando de las pautas estéticas defendidas por el realismo costumbrista de la generación intelectual que definía el horizonte cultural de Mendoza por aquellos años, y con una sólida tradición literaria forjada principalmente en la lectura de la revista Leoplán -en donde conoció a Kafka, Dostoievsky y Pirandello-, el escritor se lanza así en su búsqueda de «nuevas formas de narrar» (según explica en la segunda edición de El Pentágono) tentando, desde sus primeros relatos (Mundo animal), todas las modalidades de lo fantástico.

Fuertemente interesada por renovar los mecanismos formales sobre los que se sustenta, la escritura de Di Benedetto establece también una profunda relación con el cine al percibir en ese arte una nueva manera de narrar o «representar» la realidad. La influencia de la estética cinematográfica en esta poética, a la vez que ha dado lugar al despliegue de una polémica estéril ante la imperiosa necesidad de valorizarla (incluso, la discusión acerca de la paternidad del Objetivismo propició el encuentro entre Robbe-Grillet y Di Benedetto en Berlín en el año 1963), ha originado algunos de los más novedosos relatos escritos en lengua española. Formalmente, la originalidad de «El abandono y la pasividad», «Caballo en el salitral» y «El puma blanco» radica, entonces, en el modo en que la trama y la acción se generan a partir de la puesta en escena de «situaciones óptico-sonoras» -procedimiento que el filósofo Gilles Deleuze ha caracterizado como propio del cine neorrealista italiano-, por medio de un lenguaje marcadamente metafórico.

Si la ficción fantástica al cuestionar la visión unitaria y monológica propia de la narración realista se le ofrecía a Di Benedetto, desde el comienzo de su proyecto estético, como la más radical vía de conocimiento y problematización de la subjetividad, a lo lago de toda su producción narrativa esta matriz genérica habrá de pervivir a través de la actualización ficcional de los sueños, deseos y fantasías del sujeto. De este modo, el sujeto dibenettiano, continuamente atento a las modulaciones del erotismo y del Mal, se enfrenta en la escena de la escritura a su propia opacidad, a su misma escisión. En este sentido, los personajes quizá más significativos de esta narrativa son Diego de Zama (Zama) y Amaya («El cariño de los tontos») puesto que ambos convocan dos modelos de erotismo ciertamente antagónicos: Por un lado, el erotismo como camino de conocimiento del sujeto a partir del ejercicio de la transgresión, y por ende, la ratificación de la Ley; y por el otro, la ensoñación como repliegue del sujeto pero también como aspiración a un nuevo orden simbólico-social.

La literatura fantástica representa así, para Antonio Di Benedetto, un género de riesgo puesto que obliga al sujeto a abandonar cualquier tipo de certeza (realista) y enfrentar en un juego dramático y desesperado, sus más recónditas opacidades. El lenguaje, en esta empresa, será el vehículo privilegiado de conocimiento. Con todo, el festejo de la fantasía y de la fuerza constructiva de Eros es propiciado a través de una escritura que intenta en todo momento liberar al lenguaje del esclavismo de lo real, de la servidumbre tramada en los enunciados referenciales al desplegar, como un motor terrible y eficaz, la fuerza metafórica que anida en su interior. Atendiendo, entonces, al claro y luminosos momento en que la metáfora «está viva», es decir, antes de que esta se fosilice o se convierta en «moneda de uso corriente», la escritura pudorosa de Antonio Di Benedetto explota el poder refigurador del lenguaje en la creación de nuevos universos discursivos.